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Espacios de significado

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Luis Francisco Pérez

de significado

Espacios
Ensayos de exposiciones de arte en España 1983-2003
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PUBLICACIONES
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............................................................. A Pilar, mi madre.
Francisco Pérez Espacios de significado

Luis Francisco Pérez

Espacios de significado (Ensayos de exposiciones de arte en España 1983-2003)

Edita:

Publicaciones de Arte y Pensamiento / PROAP

Juan de Iziar, 5 28017 Madrid – España

Telf.:+34 91 404 97 40 www.exitmedia.net

Editor: Rosa Olivares

Coordinación editorial: Marta Sesé

Diseño de la colección: Adrián & Ureña

Maquetación: Estudio BLG

Copyright de los textos: sus autores

Impreso en España por Artes Gráficas Campillo Nevado S.A., Madrid

Depósito Legal: M-4462-2018

ISBN edición impresa: 978-84-940585-4-7

ISBN edición digital: 978-84-940585-7-8

Luis Francisco Pérez Espacios de significado

Ensayos de exposiciones de arte en España 1983-2003

Índice Prólogo Rosa Olivares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Fuera de Formato / 1983 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 “Después del naufragio”, Simón Marchán Fiz . . . . . . . . . . 19 Duchamp / 1984 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 “Marcel Duchamp visitado de nuevo”, Gloria Moure . . . . 31 Del Arte Povera a 1985 / 1985 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 “1968. Un arte povera, un arte crítico, un arte iconoclasta. 1984”, Germano Celant . . . . . . . . . . . . 43 El Arte y su Doble / 1986 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 “El arte y su doble”, Dan Cameron . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Entre el Objeto y la Imagen – Escultura Británica Contemporánea / 1986 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 “Un hombre subido a una farola (Entre la escultura británica y la escultura a solas)”, Juan Muñoz . . . . . . . . . 117 “Entre el objeto y la imagen”, Lewis Biggs . . . . . . . . . . . . . 123
Arte Minimal en la Colección Panza di Biumo / 1988. . . . . . . 153 “¿Colección o proyecto ideal?”, Germano Celant . . . . . . . 155 Antes y después del entusiasmo / 1989 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 “Por una economía barroca de la representación”, José Luis Brea . . . . . . . . . . . . . . . . . 185 Madrid. Espacio de Interferencias / 1990 . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 “Madrid. Espacio de Interferencias”, Javier Maderuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205 “Interferencias en el espacio escultórico”, Javier Maderuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213 El sueño imperativo / 1991. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 “El sueño imperativo”, Mar Villaespesa . . . . . . . . . . . . . . . 231 100% / 1993 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263 “100% “, Mar Villaespesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265 Anys 90. Distància zero / 1994 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283 “Postmodernismo en Paralaje”, Hal Foster . . . . . . . . . . . . 287
Cocido y Crudo / 1995 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315 “Cocinando la identidad”, Gerardo Mosquera . . . . . . . . . 317 Inter/zona / 2000 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333 “Tecnologías del presente. Inmemorias, síntomas, topologías, laboratorios, perspectivas”, Manel Clot . . . . . 335 Micropolíticas. Arte y cotidianidad (2001-1968) / 2003 . . . . . 351 “La reinvención de la experiencia. ¿Hay espacio para lo pequeño en un mundo global?”, Juan Vicente Aliaga, María de Corral y José Miguel G. Cortés . . . . . . . . . . . . . . 353

Rosa Olivares

35 años después

Esta colección de libros se basa en recopilaciones de textos ya publicados con anterioridad y en traducciones al castellano de textos históricos esenciales para el arte actual. En esta ocasión, recopilamos de la mano de Luis Francisco Perez los textos básicos del despertar del arte actual a través de las exposiciones de arte en la España que, después de una interminable dictadura, intentaba alcanzar el paso normal del resto de Europa. La palabra era “normalizar”. Una normalización que se hizo a toda velocidad y que aún hoy en día tiene lagunas más que importantes. Esa normalización se realiza de forma profunda y categórica en la calidad de las exposiciones que se realizan entre los primeros años 80 y el inicio del siglo Xxi. En esos momentos aún no se hablaba de la figura del comisario, el curador, y todavía existían críticos de arte, las revistas

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Prólogo

de arte vivían un esplendor fugitivo y los nuevos museos se multiplicarían con tal rapidez que llegarían a ocupar prácticamente toda la geografía nacional, incluyendo prácticamente todas las capitales autonómicas, todas las grandes ciudades, en un esfuerzo y con un desenfreno económico inaudito.

Hoy, casi 40 años después del inicio de este renacimiento artístico, vemos que todo aquel gran esfuerzo sólo permanece en la memoria de algunos. Los críticos de arte se han, prácticamente, extinguido, las revistas especializadas en arte actual se han desvanecido en las hemerotecas y archivos. Y los museos… los museos parecen en una gran mayoría lugares molestos, sin dotaciones económicas, fantasmas de sí mismos, sombras de lo que fueron, algunos, los más valientes, intentando nuevas fórmulas, otros defendiendo un status más que cuestionado y, finalmente, algunos otros, intentando una reconstrucción conceptual, ética y estética imprescindible. Estamos en el imperio del comisario, del curador, una figura que tiene los días contados tal y como hoy se desarrolla. Los tiempos, efectivamente, han cambiado, y el fulgor, la ansiedad, la ilusión, la idea de estar cambiando el mundo, o al menos el panorama artístico, ya no mueven a nadie.

Pero quedan, como siempre, los textos. Los libros, esta vez, convertidos en catálogos. Textos precursores, brillantes, que se adelantaron al tiempo, o que al menos aquí, en este páramo de planteamientos nuevos, significaron la luz, la prueba de que sí había personas, críticos y profesores de universidad, aficionados y profesionales, gente nueva que no ostentaban cargos ni sueldos públicos, pero que nos demostraban que se podía, que escribieron textos que hoy siguen estando vigentes, que siguen siendo un apoyo imprescindible para los actuales y los futuros comisarios, críticos, especialistas.

El arte más actual, el realmente contemporáneo a los espectadores y aficionados que asistimos a su creación, se escribe y se documenta en los catálogos de las exposiciones que se realizan, prácticamente en tiempo real al proceso de creación y

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maduración. Las revistas especializadas, al paso, se encargaran de perfilar, profundizar o promocionar los hechos, las obras, los nombres y los movimientos artísticos. Luego vendrán, años después, los historiadores, cuando ya sean otros los artistas y los movimientos que expongan en esas mismas salas. Esta es una de las características del arte de hoy, que prácticamente se retransmite en directo, que llega al museo y al mercado antes que al libro o a la Universidad.

Pero esos textos esenciales que aparecen en los catálogos, a veces esclarecedores y rompedores, a veces imprescindibles, muchas veces, demasiadas, se quedan fuera del alcance de los interesados, de los futuros jóvenes y estudiosos, pues aquellos catálogos no se distribuyeron, se agotaron o duermen en el fondo de bibliotecas privadas o públicas, o en almacenes olvidados. Esta es la razón por la que hemos querido hacer una recopilación de los que consideramos “esenciales” y, naturalmente, asumiendo la subjetividad implícita en toda elección. Otra de las razones es poder facilitar a las nuevas generaciones de aficionados y estudiosos el acceso a unos textos que, en más ocasiones de las que nos gustaría, se encuentran si no perdidos sí de difícil acceso.

Para realizar una selección entre todos los que se han publicado en estos más de 35 años en catálogos de todo tipo y contenido hemos contado con Luis Francisco Pérez, que ha sido un testigo de primera fila en todo este tiempo. Crítico de arte, comisario de exposiciones, ha escrito decenas de textos para catálogos de exposiciones, pero más allá de todo esto, Luis Francisco Pérez es el aficionado por antonomasia. Su mejor descripción sería la definición que Charles Baudelaire escribía sobre la figura del crítico, sobre cómo debía de ser un buen crítico: “el mejor crítico de arte es ese gran aficionado al arte, el que asiste a las exposiciones, conoce y habla con los artistas, el conocedor, y que sabe escribir”. La selección de un conjunto de textos que pudieran entrar en un solo volumen nos ha obligado a eliminar muchos que sin duda son interesantes y esclarecedores, pero a veces lo mejor es enemigo de lo posible, y esta

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Prólogo

selección obedece a un criterio que hoy se llama curatorial, y que define una mirada concreta y exacta. En este caso ha sido el criterio de Luis Francisco Pérez y avalado por la dirección editorial. Sin duda, otras opciones, otras recuperaciones serían muy bienvenidas y, sin duda, necesarias. Esta es la nuestra. Cada texto de exposición aparece prologado con un breve texto de Luis Francisco Pérez, que contextualiza el momento y nos aclara la importancia de la exposición y del texto seleccionado, pero especialmente han sido escritos esos pequeños textos de presentación con el ánimo de estimular la lectura de los ensayos seleccionados, sabiendo perfectamente que únicamente a sus autores corresponde el debido reconocimiento teórico o intelectual.

Nosotros, Luis y yo, somos de esa generación que asistió al tránsito en esta España incomprensible, de la oscuridad e ignorancia del arte actual a la homologación y propagación de estas nuevas expresiones de creatividad. Hemos conocido a los artistas y a los autores de estos textos, varios de ellos desgraciadamente ya fallecidos, fuimos visitantes de estas exposiciones, escribimos sobre ellas en su momento en la prensa especializada… Espectadores de primera fila, ansiosos receptores de lo nuevo, asistimos en la lectura de este libro a un ejercicio de reconstrucción y de memoria de una apertura cultural sin precedentes que creemos que es más que necesario recuperar y poner al alcance de todos los que no lo vivieron de forma directa. La escritura, una vez más, construye la memoria y sustenta el conocimiento.

Con estos escritos crecimos, abrimos los ojos a todo lo nuevo y comprendidos que el arte es un territorio infinito y sin fronteras. Pero hoy, todo el equipo de esta editorial tiene menos de 35 años, ninguno de ellos vio ninguna de estas exposiciones, ni tuvieron sus catálogos en sus manos. Muchos de estos catálogos hoy son inencontrables. Muchos comisarios, investigadores y artistas actuales no pudieron ver estas exposiciones, ni leer los textos que las acompañaban. Con esta pequeña aportación queremos, no sólo recuperar una memoria que inevitablemente se borra al pa-

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sar el tiempo, sino hacer justicia a unos comisarios, a unos críticos y a unos escritores que nos ayudaron a todos, incluso a los que todavía no lo saben, a entender que el arte nos habla de lo nuevo, de un lugar sin límites en el que todos podemos ser ciudadanos. A unas personas que nos dejaron sus palabras, sus ilusiones y su conocimiento para que hiciéramos con todo ello lo que quisiéramos. Todo empieza con la lectura, con el conocimiento, con la palabra, con un libro.

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Prólogo

Fuera de formato

Comisario: Rafael Peñafiel Proyecto, idea y concepto: Concha Jerez y Nacho Criado Centro Cultural de la Villa de Madrid, durante los meses de febrero y marzo de 1983.

Cuando se inauguró esta muestra hacía poco más de tres meses del primer y rotundo triunfo del Partido Socialista en las elecciones de octubre de 1982. Se puede decir, entonces y con un cierto irónico humor, que la exposición fue pensada bajo un Régimen y exhibida bajo otro muy diferente (en aquel momento sin duda muy diferente…). Lo cierto es que los preparativos del evento, especialmente durante los primeros encuentros entre sus principales animadores, fueron bastante accidentados, con renuncias y abandonos por parte de algunos de sus originales conjurados. Pero el proyecto, finalmente, pudo salir adelante e inaugurarse contemporáneamente a los juveniles entusiasmos políticos de un PSOE que no se podía creer lo que estaba viviendo. Por supuesto, la parte más reaccionaria de la sociedad española tampoco daba crédito a lo que sus ojos contemplaban. De ahí que Fuera de formato fuese leído en su momento como una muestra “rupturista” —el entrecomillado no es irónico, desde luego, pero sí

noblemente sentimental y con un poco de nostalgia por vibrantes años en la que tantas cosas eran nuevas—, y sin duda artísticamente lo era de rupturista para la España del momento. A pesar de que ahora —con el colmillo, ay, retorcido en demasía— podamos pensar en entrañables ingenuidades de época. Contemplada desde nuestro actual presente, pues no tenemos otra atalaya, Fuera de Formato se me aparece —haciendo descarado uso de la condición fantasiosa que otorga toda “vuelta al pasado”, además de una envalentonada subjetividad— como un resumen muy válido e inteligente de lo que una década atrás supuso el revulsivo social y artístico de Los Encuentros de Pamplona. Quizá sin la transgresora poesía de lo que sucedió en la capital navarra, pero con la misma voluntad de ruptura y deseo de hacer cosas que se salieran de la norma, o con similar talante y con aproximado espíritu. Si Fuera de formato tiene, en nuestra opinión, un antecedente en los Encuentros, también es justo señalar, y con no menor subjetividad, que a su

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vez esta importante muestra de 1983 sirvió de inspiración (naturalmente con todas las lógicas singularidades y diferencias propias) para otra admirable exposición que también hemos incorporado en esta compilación. Estoy haciendo referencia a Madrid. Espacio de interferencias que tuvo lugar siete años después, en 1990. Muestra (y ello se comprobará más adelante en este libro) en la que habían artistas que repetían: Concha Jerez, Isidoro Valcárcel Medina, Nacho Criado y Juan Hidalgo por el homenaje que en Fuera de formato se hizo a zaj como referente artístico indiscutible. Los creadores que finalmente participaran y mostraron sus obras (o documentos, o proyectos…) en Fuera de formato fueron:

Francesc Abad, Ángel Bados, Joan

Rabascall, Eugénia Balcells, Nacho Criado, Leopoldo Emperador, Eulália

Grau, Albert Girós, Concha Jerez, José Ramón Morquillas, Antoni

Miralda, Muntadas, Pere Noguera, David Nebreda, Carlos Pazos, Àngels

Ribé, Isidoro Valcárcel Medina, Jaume Xifra, Zaj, Atelier Bonanova. De los ensayos que se publicaron en el catálogo de Fuera de formato hemos seleccionado el escrito por Simón Marchán Fiz, siendo los autores de los otros textos Antoni Mercader y Xavier

Saez de Gorbea. El ensayo de Simón Marchán, “Después del naufragio”, es de una gran belleza en la forma y el estilo, y de un gran rigor intelectual y discursivo. Posee un arranque (y mis palabras aquí únicamente poseen la función de estimular la lectura del ensayo, como en el resto de los textos de catálogos seleccionados) que se puede calificar, en falsa apreciación, de pesimista, en un tono de crítica no exenta de un suave y elegante lirismo elegíaco, especialmente cuando argumenta las razones del cul de sac al que habían llegado las prácticas conceptuales en su fase de decadencia durante el final de la década de los setenta. Pero luego el escrito se adensa de una manera admirable y muy enriquecedora, en un brillante análisis del porqué de la muestra y su necesidad. Sirvan como ejemplo estas frases finales de un ensayo que no ha perdido un ápice de su valía y actualidad, incluso de su valor teórico y literario: “Fuera de formato queda emplazada a este reto, en la confianza de que en ella perviva y resplandezca una vez más la vivacidad de las alegrías vitales del arte, relicario precioso de necesidades siempre insatisfechas”.

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Después del naufragio

Desde la óptica de nuestra presente condición postvanguardista la muestra Fuera de formato suscita ineludiblemente interrogantes, no exentos de cierta morbosidad, sobre la fortuna de unos comportamientos artísticos que alcanzaron su apogeo en los primeros años setenta para poco después desaparecer silenciosamente de nuestra escena. Con seguridad, ya no removerá las suspicacias de la confrontación, ni provocará polémicas que, en mi opinión, quedaron suficientemente zanjadas en su momento. No aspira, en consecuencia, a lanzar o impulsar una tendencia concreta sino a algo mucho más sencillo, a saber, ofrecer un balance y llamar la atención sobre unos creadores que, a título individual y desde las adversidades que acompañan a sus experiencias, se deciden a hacer frente a las circunstancias. Se trata, desde luego, de artistas que todavía se sienten atraídos por las posibilidades de los soportes físicos menos convencionales. La exposición, pues, no hace sino levantar acta de

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Simón Marchán
Fuera de formato

unas actitudes estéticas que, no sabemos si como pago a conocidas altanerías, han pasado casi al olvido sin pena ni gloria, a pesar de que algunos pocos han continuado cultivándolas y de haber surgido una segunda generación.

Sería malévolo, por tanto, interpretar su salida a la luz pública desde las desgastadas claves de otrora, como no menos injusto resultaría abordarlas desde intenciones que no tienen o a partir de palabras de orden que presidían la actividad artística durante el período aludido. También carecería de sentido que, por su parte, se ofertasen como “Alternativa” a nada. Estamos bastante cansados de las alternativas que siempre acaban por excluir o incumplir las bondades de sus promesas. Incluso sería oportuno dejar a un lado éste u otros términos similares que, aún rebajados a minúscula, pudieran evocar más los fantasmas desvanecidos de un pasado no muy lejano que la hodierna diseminación artística. Para nadie es un secreto que Fuera de formato tiene ante sí el reto de ahuyentar los “fantasmas” que atraparon a sus reconocidos precedentes. Pocas dudas subsisten del callejón sin salida al que habían llegado hacia mediados de la pasada década las prácticas artísticas englobadas bajo lo que de un modo laxo se conocía como “conceptualismo”. Algo que ya en su momento era palpable, sobre todo cuando en su precipitadas adhesiones se advertía a menudo cómo la parvedad de resultados entraba en conflicto con la ampulosidad de ciertas proclamas. Ya en respuesta a una encuesta de la revista catalana Qüestions d’art (n° 28, 1974) me parecía que el problema principal se cifraba en salir de la fase hipercrítica en que se encontraban estas experiencias, así como en superar las tensiones existentes entre las propuestas teóricas o las supuestas prácticas posibles y las experiencias concretas, ya que de otro modo la propia teoría se petrificaba y actuaba como “fantasma ideológico”. Temores que en la evolución posterior se verían sobradamente confirmados, aunque justo es reconocer que también era preciso replantear muchos de sus presupuestos estéticos.

La transición a la democracia, como tuvimos ocasión de apreciar en la participación en la IX Bienal de París (1975), en la

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muestra Art amb nous Mitjans del año siguiente y en otras de individualidades, no hizo sino agravar algunos de los males que aquejaban a nuestro arte. Posiblemente, la polémica sección Vanguardia artística y realidad social: España 1936-1976 no solamente sirvió como revisión del arte español de postguerra, sino que marcó todo un hito de nuestra historia, el agotamiento de un período en el que se incluían las propias manifestaciones “conceptuales”.

Si bien las artes no siempre tienen por qué avergonzarse de la belleza adherente, de las impurezas ambientales, es decir, de haberse visto envueltas en los procesos sociales y políticos que las condicionaron en nuestra reciente historia, la transición democrática puso pronto al descubierto que la coartada del franquismo o la del antifranquismo no ocultaban por más tiempo las grandezas y miserias de nuestra situación artística. La conquista de las libertades, en la que en otros tiempos parecían cifrarse tantas esperanzas, no evidenció sino los límites de unas concepciones burocráticas del arte, de cierta vigencia durante la transición, o precipitó el desplome de muchas de las premisas ideológicas y estéticas sobre las que otras se asentaban. De cualquier manera, decrecía la confianza que se venía depositando en los acontecimientos externos, de cariz social o político, en beneficio del propio trabajo artístico. Esta crisis afectó de lleno al llamado “conceptualismo” y a sus derivados y ya es un marco de referencia para aproximarnos al destino ulterior de nuestro arte.

Bien es cierto que el declive de semejante proyecto obedece a motivos complejos, aunque no lo es menos que las causas que lo desencadenaron no fueron solamente, como a veces se ha creído, de carácter externo, sino también interno. Tiene que ver tanto con los propios resultados de sus obras como con los cambios ideológicos o de sensibilidad estética. Si, por un lado, no parece sino reflejar un acontecimiento que se vive con intensidad desigual en los diferentes países, por otro, el caso español presenta ciertos rasgos que lo diferencian. Entre los más abultados destacaría el oportunismo gregario de un “conceptualismo” que, salvo las reconocidas excepciones

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Fuera de formato

que no vienen al caso, se extendió cual reguero de pólvora sin tomar las más mínimas providencias. La densidad creativa de los menos fue oscurecida por el confusionismo y la arbitrariedad de los más. No menos responsable del fracaso fue el rendir tributo excesivo a las seductoras formalizaciones artísticas, a las que se inspiraban en las estéticas científicas del momento y en una semiología de la comunicación artística más deudora a las técnicas visuales que a los requerimientos de la actividad estética y la imagen artística. No obstante, tal vez lo más llamativo respecto a los comportamientos artísticos análogos sea lo que llamaría el “radicalismo de izquierdas” que, cual enfermedad infantil del vanguardismo, invade a estas corrientes; un radicalismo bien intencionado, más interesado por actuar como frente cultural que desde los estrechos márgenes del arte. Semejante actitud acabó por abortar, muy a pesar suyo, el reconocimiento por ella misma proclamado de que lo artístico es una conducta diferenciada y específica y, sin caer en la cuenta, sintonizaba con otros episodios del radicalismo en las artes, en especial, con el Dadaísmo berlinés.

Sin embargo, en la actualidad apreciamos cómo, al lado de estas razones, su declive no traslucía sino el acontecimiento más global en el que se han visto envueltas las artes desde esas fechas. Estoy pensando en el final del reinado vanguardista y en el agotamiento de ciertas versiones predominantes de la modernidad. Poco a poco hemos ido cuestionando aquella modernidad que se asienta sobre los cimientos positivistas. Todavía estamos lejos de haber clarificado las deudas de las vanguardias, y mucho más del vanguardismo, con el proyecto positivista; pero lo que el raciocinio avispado ha tardado en analizar, lo ha captado con más presteza la sensibilidad estética.

Nuestra presente condición en las artes se mueve en las coordenadas que se han ido trazando tras el abandono de las premisas que inspiraban a recientes versiones vanguardistas y se asocia con el declive de las influencias del Positivismo sobre las artes o con el abandono del radicalismo que, en nuestro caso, las hipotecaba. Y

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no a otros fantasmas aludía cuando evocaba que la presente muestra lanza un reto a sus propios participantes. Tendrá que habérselas, por tanto, con los hándicaps interpuestos por aquéllos precedentes en quienes históricamente se reconoce o con los malentendidos que todavía se atribuyen a esta clase de experiencias.

Como es sabido, entre 1977 y 1979 asistimos a la desaparición de los últimos vestigios del “conceptualismo” y se generaliza el retorno a la pintura figurativa o abstracta. Los primeros años de la actual década están siendo los de su consagración. Se cierra de esta manera el período de sequía pictórica que nos venía asolando y se extienden por doquier las frondas entreveradas que protegen una prometedora espesura pictórica. Me congratulo sin reservas de que concluya la abstinencia y queden a un lado las inhibiciones. Por otra parte, ya a nadie se le pasaría por la imaginación —en verdad poca falta haría para ello— dinamitar el arte. Las aguas parecen haber vuelto a sus cauces y desde la multiplicidad de aristas que cada modalidad o manifestación artística nos desvela, se saluda cual signo de los tiempos esa especie de repliegue de las artes sobre sí mismas, primándose a la vez el fomento de los oficios y habilidades artísticas. No obstante, inmersos en la década multicolor, pletórica de vitalidad, promesa de bondades apenas degustadas en el frugal menú al que nos venía convidando la más reciente historia, se detectan a veces síntomas de nuestros característicos bandazos, teñidos de reticencia si es que no de intransigencia, ante todo lo que no sea pintura. ¡Bienvenida sea la pintura y todo lo demás! ¡Eso sí!, con tal de que venga refrendado por una exigencia hoy día irrenunciable: la calidad artística. El que los distintos reflejos de la creación artística no agoten el espesor inherente a la opacidad del arte, respalda los mismos derechos a todas sus manifestaciones, aunque ello no equivale a propugnar cualquier cosa como válida, sino sencillamente a concederle la oportunidad de que pruebe si lo es. Y este es el caso de la muestra que en esta ocasión contemplamos.

Precisamente uno de los rasgos del actual discurso republicano estriba en constatar cómo en el panorama artístico cada cual

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Fuera de formato

reclama el derecho a la diferencia. Entre los atractivos de la pasada Documenta 7 de Kassel no era el menor comprobar cómo la diseminación del momento, aun cuando la clave dominante sea pictórica, articulaba una especie de espacio estético intermedio que se generaba gracias a la confrontación de las figuras más vitales de la pasada década y los nuevos valores pictóricos. También en Madrid hemos tenido recientemente la ocasión de comprobar la vitalidad de un Kounellis, M. Merz, R. Serra y otros. ¡Lástima que entre nosotros no podamos echar mano de algún Beuys, es decir, de alguna figura de transición entre actitudes contrapuestas! Nuestra cultura de aluvión está marcada por sucesivas rupturas generacionales de gran brusquedad.

La muestra que comentamos no se desvincula de los episodios reseñados y sus participantes deberán mostrar la suficiente lucidez no solamente cuando se sientan observados con cierta curiosidad, sino para saber aprovechar la bonanza que sigue a la tempestad. Fuera de formato surge con la intención de realizar un balance. En ella no sólo se nos brindará la oportunidad de contemplar, tras el naufragio de esta clase de experiencias en la segunda mitad de los setenta, la respuesta a la crisis dada por aquellos artistas ya avalados por una larga y meritoria trayectoria, sino también la aportación de otros que, por circunstancias diversas o por su juventud, apenas son conocidos por el gran público. No está de más subrayar el homenaje que la muestra rinde al grupo zaj, pionero desde los años sesenta de los “nuevos comportamientos” artísticos, sugerente y poético, a quien los más jóvenes reconocen su deuda. De cualquier manera, estas prácticas derivadas de las diversas propuestas en auge hace unos años, se nos ofrecen frescas y exoneradas de dogmatismos, sin panaceas alternativas o desbordadas ambiciones, a no ser la de renovar su presencia, y, confiemos, vitalidad en nuestro panorama artístico. Rehúso exaltar la historia de lo que pudo haber sido en la seguridad de que las obras de cada cual sean el tamiz que filtre la verdadera historia, una historia que no se hace por acumulación sino por sedimentación. Los artistas

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en ella presentes nos ofertan sus experiencias a título individual, siguiendo su propio camino. El vínculo que más les une es el recurso a los soportes físicos menos usuales, como sugiere el título, ya sean las instalaciones, las obras no muy alejadas de la escultura y próximas a los “ambientes” o las que evocan los precedentes a través de la sección documental. En todo caso, no pretende ser una muestra histórica sino de actualidad.

Decía que no es éste el momento de detenerme en cada uno de los artistas ni en las mismas obras. Y no solamente debido a que en algunos casos apenas he tenido ocasión de familiarizarme con sus trabajos, sino ante todo porque han cambiado las actitudes ante el abordaje de una exposición desde su “proyecto”. No estará de más recordar cómo en los ismos, sobre todo en los que en fechas recientes se reclamaban a la “Idea”, el “documento” o el “proyecto”, parecía anidar un excedente estético que no se satisfacía en las realizaciones singulares. Hoy en día, a diferencia de semejantes actitudes que no siempre culminaban en obras, se ha vaciado de contenido la provocación que suponía el primar el concepto de arte o de creación por encima de sus plasmaciones físicas. Por eso mismo, los impulsos que poco hallaban su quietud en el “proyecto”, buscan su satisfacción en una cristalización sensible. Me da la impresión de que los propios artistas aquí presentes son los primeros en valorar estos cambios de actitud y de gusto. Sea como fuere, frente a los desgastados vanguardismos, ha pasado el momento de los gestos y las obras ya no se legitiman desde los mismos.

Bajo una consideración semejante no sólo sería arriesgado sino incluso improcedente, opinar sobre lo que todavía no hemos contemplado, ni adentrarse a enjuiciar lo que no ha florecido de una manera sensible. El arte está plagado de buenas intenciones que no siempre han visto cumplidas sus promesas. Lección nada desdeñable para quien esté en el secreto del sumario. Por eso mismo, el retorno a lo sensible, algo ineludible en la presente condición del arte, la necesidad de que el impulso creador cristalice en la obra concreta, desde el soporte que sea, se nos ofrece como la

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Fuera de formato

posible garantía de su plenitud. La obsesión formalizadora aparece ahora felizmente abandonada en unas obras que en cualquiera de los medios empleados tiene ante sí el desafío de permitir que lo sensible se nos muestre, en la sospecha de que tal vez, como sugería ya el propio Hegel, bajo la pretensión de evidenciarlo a través del “proyecto” o del análisis, “bajo el intento real de decirlo, se desintegraría”. Preferible, pues, que la vivencia estética a partir de las realizaciones concretas se convierta en la garantía de su misma calidad, Fuera de formato queda emplazada a este reto, en la confianza de que en ella perviva y resplandezca una vez más la vivacidad de las alegrías vitales del arte, relicario precioso de necesidades siempre insatisfechas.

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Duchamp

Comisaria: Gloria Moure Fundación Miró de Barcelona y Sala de Exposiciones de la Caixa (Madrid), entre febrero y mayo de 1984. Posteriormente se vio en el Ludwig Museum de Colonia.

En 1984 la cínica y tan mal usada e interpretada consigna de “El silencio de Duchamp está sobrevalorado” aún no había hecho fortuna, al menos en nuestro país, o no le había llegado el momento de gozar de sus quince minutos de fama. Desde luego Gloria Moure, comisaria de la primera muestra —por su rigor y ambición intelectual e internacional, además de los excelentes niveles logrados en tanto que dispositivo de exposición— que se hizo en España de este artista, no podría estar más en desacuerdo con tan disparatado y poco meditado comentario, máxime si pensamos que la muestra sobre Duchamp fue una apuesta personal de Gloria junto a Rosa María Malet, directora de la Fundación Miró, más responsables de exposiciones de La Caixa. La noble ambición de Gloria ante el reto contraído no tenía otro argumento que el de “la exposición sobre Duchamp hay que hacerla sí o sí”. Se llevó a cabo, en efecto, y fue, muy merecidamente, todo un éxito. Por varias razones, entre ellas el hecho, importantísimo, de que la muestra

española sobre Duchamp era la quinta que se realizaba en todo el mundo desde la primera inicial del Pasadena Art Museum de 1963. En el ensayo de la comisaria —no excesivamente largo pero sí inteligentemente didáctico, y entendiendo por ello una aproximación válida y eficiente a un artista que en España era “popular” en la Universidad o Academia tanto como desconocido fuera de ellas—, en el ensayo, decimos, Gloria Moure ya nos avisa de que en su lectura duchampiana ha optado por “la agrupación por ideas que aportaba un sustrato más fiel y extraordinariamente efectivo para desterrar la temporalidad, pero a su vez podía ocasionar cierta dispersión si otros aspectos no se hacían fehacientes”. Un poco antes de estas frases escribe también que “por otro lado, la exposición, para que no perdiese su sentido, había de restringirse a su naturaleza gráfica, sin que precisase soporte de lectura complementaria”. Son, ciertamente, estrategias de composición, alternativas de visualidad, exigencias

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de planteamientos, que innegablemente se dieron ante la dificultad de una muestra (dos años largos de preparación) en la que se unían las peculiaridades de la obra de Duchamp y la dificultad de conseguir préstamos internaciones en unos años en donde la “confianza” en la España democrática era muy débil y precavida. De ahí que la muestra tuviera que recurrir, en parte, a la fantasía inteligente desde la propia concepción del montaje (realizado por Ignasi de Solá Morales y Eulalia Serra), y hago referencia únicamente a su primera parada en la Fundación Miró, la única que yo pude ver, y supongo que en Madrid sería más o menos igual. Dicha “fantasía” (o hacer de la necesidad una virtud) empezaba (y acababa) con sendas reproducciones de puertas: una que Duchamp tenía en su estudio, y otra perteneciente a la que tenía en Cadaqués y era infranqueable. Y entre ambas puertas se desarrollaba y mostraba una exposición admirable por muchas razones, quizás más

admirable aún vista y comentada desde nuestro presente. Mención especial merece la iniciativa de reconstruir Gran Verre para la ocasión, gracias a una fotografía cedida por Malcolm Varon y con los planos que dejó el propio Duchamp. Con estos mimbres se pudo reconstruir para la ocasión esta obra de la que ya existían varios ejemplares en diversos museos del mundo. Recuerdo que se comentó mucho que la reconstrucción de Gran Verre poseía mejores cualidad o prestaciones de otras realizadas por diferentes museos y centros de arte de todo el mundo. Pero lo cierto y sensacional es que se pudieron ver obras de todos los momentos creativos del artista francés. El título del ensayo de Gloria Moure era “Marcel Duchamp: visitado de nuevo”. De ella fue el mérito de que, en puridad y en realidad, Duchamp se viera en España por primera vez y en las excelentes y modernas condiciones en que fue mostrado.

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Marcel Duchamp visitado de nuevo

Fue en el transcurso del año 1980, en medio de un ambiente artístico aparentemente poco propicio para ello, tras varios decenios de vanguardismo a ultranza, cuando el proyecto de llevar a cabo una antológica de Duchamp, que respondiese a un criterio de catalogación y exposición distinto al utilizado hasta entonces, se convirtió en decisión firme. A un primer nivel, existió un incentivo afectivo, el deseo de un reencuentro entrañable con aquel visitante asiduo de la villa de Cadaqués, cuyas dos obras, principio y final de trayectoria independiente, tuvieron que ver con nuestro país. Así, casualmente (y ello en Duchamp es tan importante como la premeditación), el Nu descendant un escalier, detonante primordial de su aproximación creativa, fue incluido sin problemas en una colectiva cubista de las Galerías Dalmau barcelonesas, justo después de la “expulsión” del Salon des lndépendants de 1912, por parte de los teóricos del cubismo. Remachando esa coincidencia primigenia, a modo de

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Duchamp

inesperado epílogo, Duchamp incluyó en su obra final, la instalación Étant donnés…, materiales cuidadosamente seleccionados en Cadaqués y alrededores, durante sus estadías veraniegas. Incluso es muy probable que la conformación definitiva de una parte del ambiente tridimensional que hoy se muestra en el Museo de Arte de Filadelfia, se gestase a partir del apetito visual que estimula al viandante que pasea por las estrechas pendientes de la villa ampurdanesa a aproximarse a los vetustos portalones de casas derruidas. Pero aparte de la oportunidad de esta vinculación, la cual ya daba un sentido concreto y consistente al proyecto, fue la particular situación de las artes plásticas en el ámbito internacional la que me indujo a pensar en una lectura renovada de la obra duchampiana, y no tanto porque ésta no hubiese sido completa a lo largo de las dos décadas anteriores, como por el hecho de que el nuevo contexto artístico proporcionaba una perspectiva diferente y mucho más amplia, para ponderar de un modo más ajustado la dimensión de la aportación de Marcel Duchamp al arte contemporáneo y al de todos los tiempos. No hay duda de que, desde los agudos comentarios de André Breton en el intervalo de entreguerras, se han sucedido rigurosos análisis y serias interpretaciones, pero junto a ellos hubo un sinfín de apropiaciones simplistas y oportunistas del mensaje de Duchamp. Durante el último quinquenio, la crítica se viene rasgando las vestiduras culpablemente tras los excesos de veinte años de vorágine finalista e innovadora y la verdad es que ha sido frecuente imputar a Duchamp culpas “vanguardistas” de diversa índole o al menos asimilarlo a ellas. Sin embargo, si bien por un lado fue un incansable luchador contra el gusto y la repetición, Duchamp practicó y aconsejó, en contraste, una buena dosis de “retraso”, para distanciarse de lo que para él no era más que un remolino pretencioso. No deja de ser curioso al respecto que, en los albores de una época que iba a definirse por el reinado de los enunciados y por el predominio de la autonomía objetiva de los medios plásticos en seco frente a las imágenes, estuviese finalizando una obra (Étant donnés…, 1946-66), tal vez más enigmática que ninguna, en la que toda enunciación brilla

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por su ausencia y la asistencia informativa es inexistente, y donde la inmediatez de la imagen es ultradiáfana y el juego de las apariencias, elemento fundamental. De hecho, para Duchamp, los desarrollos artísticos de los sesenta y los setenta no eran nada nuevo y precisamente se refirió, no sin su sorna habitual, a la característica de “revólver de doble tambor”1 con la que definía este siglo, que “disparó” la abstracción de la mano de Kandinsky, Picabia y Kupka, y la volvió a disparar con el Abstracto-Expresionismo. Lo mismo, decía, había ocurrido con el Cubismo y la escuela parisina de la posguerra o con el Dada y el Neo-Dada. Con este corrosivo símil daba de lleno en la manía automimetizante de la vanguardia, que acabaría llevándola al agotamiento, destino inevitable por intrínseco a su naturaleza, por otra parte. Esta claridad crítica de la idea tópica de modernidad, que Duchamp demostró además con su propio ejercicio como artista, se planteó desde sus inicios y la detectó Breton premonitoriamente en 1922.2 Ya entonces advertía sobre la “manía de fijación”, como un atributo pernicioso del que la “conciencia moderna” había de liberarse para su supervivencia, y para tal operación sugería el nombre de Duchamp como arma disponible. Para ello aducía que éste constituía una “línea de demarcación” (para el caso, sinónimo de bisagra) entre las fuerzas contradictorias (orden-desorden) implícitas en el “espíritu moderno”. A fin de ejemplificar tal definición de ambivalencia, Breton constataba cómo los movimientos, entonces recientes, trataban de apropiarse a Duchamp como miembro, mientras éste no cesaba de huir hacia delante, por afirmación, dando al traste con cualquier inclusión, por fervientemente deseada que fuese. Más tarde, años después, este intento de apropiación resurgiría convertido en etiquetado de paternidad. Sólo algunos verían con claridad el meollo de la cuestión. Fue Willem de Kooning quien dio en la diana al calificar a Duchamp como movimiento en sí mismo, “un movimiento para cada persona y abierto a todo el mundo”3 .

Esta permanencia de Duchamp justo en el gozne de la modernidad señalado por Breton y que dota a aquél de su característica ubicuidad en las tendencias plásticas contemporáneas, fue retoma-

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da certeramente por Octavio Paz y desarrollada exhaustivamente4. Por un lado, Duchamp apura al máximo la iconoclastia vanguardista, dice Paz, pero por otro, revaloriza la “pintura de las ideas” y anatemiza sin vacilación los deleites “físicos” del Xix, modernos por excelencia, precisamente porque cuestiona el mismo concepto de modernidad5 como francotirador antiproyectual. Siempre tuvo un máximo respeto por la belleza que “irradiaban” las obras de Matisse, sin embargo le incomodaba tener que valorar un cuadro por su dosis de “apelación a los sentidos”. “Pretendía devolver la pintura al servicio de la mente”6 porque “cien años de aproximación retiniana bastan y sobran. La pintura era con anterioridad un medio dirigido hacia un objetivo, religioso, político, social, decorativo o romántico; ahora es un fin en sí misma, ese es un problema mucho más importante que determinar si el arte es o no figurativo”7 .

Duchamp negó pues las objetividades naturalistas del Xix y todas sus secuelas posteriores y desconfió siempre del artista liberado de mecenazgos que se enamora de la pintura surgida en la misma época. Sin embargo, en él se exacerban la subjetividad y la ironía románticas que subyacen en la modernidad desde su principio y a la que sustentan. “Individualizar, singularizar es lo que todo artista debería hacer en vez de continuar con la producción masiva que sufrimos actualmente. Quería liberarme del instinto gregario que tenían los artistas, (…) creo que es muy importante introducir una nota de humor, dudar de la seriedad de la obra como perteneciente a una totalidad cósmica”

8. Sin embargo, ambas actitudes, alimento y veneno de la modernidad occidental, para utilizar la analogía de Paz,9 toman en Duchamp una naturaleza diferente a la que pudiera inferirse genéricamente de ellas y lo reafirman en su posición de gozne, reuniendo en un solo fenómeno el conflicto antitético inmanente a lo moderno. Frente a Ia objetividad y permanencia de la configuración clásica, el espíritu moderno opone lo extraño y distinto, y así afirma la voluntad humana a la vez que desconfía e ironiza el orden dado a mimetizar; pero, inevitablemente, este mecanismo le lleva a la sucesión sin fin, a destruir tras crear, a abominar de lo inaltera-

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ble, a abrazar la dimensión temporal. Si ha de ser fiel a sí mismo ha de agotarse negándose sin descanso, pero si se fija y evita el tiempo, se convierte en proyecto y se contradice, pues sólo puede sobrevivir en la relatividad e indeterminación antiproyectuales. La ironía afirmativa duchampiana, su huida hacia adelante, evita la necesidad de síntesis, precisamente porque sobrepasa la problemática (no hay solución porque no hay problema) desconfiando a su vez de la modernidad misma. Su método irónico libera las fijaciones de la imagen porque toma la forma de “nominalismo pictórico”, paralelo, sin duda, al lingüístico, y une por esa vía al creador con lo creado en círculo continuo. En la configuración clásica, la idea de representación es instrumento de conocimiento, mientras que la modernidad abomina de ella y se ve abocada a la literalidad y a la tautología. En Duchamp, en cambio, la operación de representación es conocimiento mismo, configura en el vacío haciendo físicas las ideas; ello le permite ser moderno y, por lo tanto, siempre distinto y subjetivo, mientras que no se siente obligado a considerar como fines lo que siempre serán medios plásticos, ni tampoco a escandalizarse de lo aparente, pues así es el único universo que considera. Así es como se hace posible en él la unión del vanguardismo más corrosivo con su práctica artesanal y su revalorización de la perspectiva clásica; deseaba ser un artista moderno, pero el arte debía permanecer en lo que había sido siempre y más allá del tiempo. Por ello su iconoclastia es reversible y su aproximación creativa, total. La Fontaine, la Gioconda bigotuda, fueron gestos parciales, contrariamente a lo que muchos han creído, pero forman parte de una totalidad.

Por otra parte, paradójicamente, la subjetividad duchampiana toma muy buena nota de la auténtica naturaleza de la “segunda discontinuidad” del episteme de la cultura occidental, que en términos de Foucault señala la modernidad a principios del XIX.10 Cuando el lenguaje y la idea de representación como soporte de conocimiento y comportamiento perpetuamente inmóviles, tal como los había entronizado la “primera discontinuidad” (la clásica a partir del Renacimiento), pierden esa categoría y se sumergen

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en lo cambiante y en la historia, dando así carta de autonomía a “las palabras y las cosas”. En este nuevo contexto el hombre está obligado a representarse a sí mismo en lo que configura sin referencia, porque, como voyeur sin asistencia, ha de interpretar la autonomía que le entorna por doquier. Podríamos fácilmente identificar esta operación de adaptación solitaria a la hermética idea de la “figuración de un posible” que Duchamp trató de hacer explícita.11 Su individualidad y singularización se ejercen a distancia, porque lleva la indeterminación al límite, colocándose en los goznes de la interpretación, manejando y haciendo revolver en planos rotatorios los significados. Duchamp se instala así en el eje de los signos y de los significantes, y, por tanto, hace patente al máximo su autonomía, pero en ellos mimetiza las infinitas dimensiones del espíritu y consecuentemente echa mano del erotismo, única vía de aprehensión posible de multidimensionalidad, y lo eleva al escalón máximo, al de configurador además de energía.

Es lógico, pues, que tuviese una idea mística del artista y religiosa del cliente del arte, pues idealista a ultranza, pero necesariamente laico por moderno, había de encontrar en el arte el único recinto posible para el espíritu y la virtud de aquellos “que no quieren poner la ciencia en un pedestal”12. Según esta convicción, el artista “tiene encomendada esa misión pararreligiosa: mantener encendida la llama de una visión interior que parece disponer de la obra de arte como de su traducción más fiel para el profano. Damos por sentado que para cumplir esa misión hace falta el más alto grado de educación”13. La visión interior es una condición de creación, que actúa como antídoto del proceder acumulativo y que descalifica la asimilación superficial de la ausencia de concreción visual con la negación de creación. Al privilegiarse este requisito interior, el “silencio” aparente se revaloriza y cualquier juicio desde el criterio de “producción” queda excluído. De esta manera, aunque el artista ejecuta una tarea trascendental y se cultiva continuamente para ello, no es necesariamente un ser superior que consigue un resultado singular, pues el proceso creativo es objeto de veneración y

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no su autor. Tal como hizo ya patente en su relación con los círculos parisinos durante su período formativo, para Duchamp la concepción del artista como una especie de “superman” era un exceso y una perversión relativamente reciente, sin duda heredera del Xix. Con la radicalidad que recuerda a los simbolistas más acérrimos, creía que el acceso a la creación no estaba reservado a los artistas. “Quizás”, dijo, “en los siglos venideros se dé el fenómeno de crear sin ni siquiera darse cuenta de ello”14. Por otra parte, él, que no cesó de “ver interiormente” nunca, no pretendió mas que “usar la posibilidad de ser un individuo”15 .

Fueron pues, este tipo de reflexiones, aquí apuntadas a vista de pájaro, las que al articularse con el cuestionario de la modernidad al que nos vemos todos empujados en esta década, provocaron la “necesidad” de la exposición y dieron consistencia al proyecto. Había en el talante y en la obra duchampianas suficientes claves como para sustentar la oportunidad de su relectura, la cual se planteaba en una doble vertiente, la de la ponderación renovada del creador y su obra en sí mismos, y la de propiciar el uso de ambos como instrumento de reflexión, en relación directa con los signos de nuestro tiempo. Sin embargo, no estuvo nunca en mi ánimo construir un esquema que llevase el agua a mi molino, a partir de una concepción apriorística, y mucho menos reforzar esa aproximación sesgada con un apoyo didáctico discrecional. Por otro lado, la exposición, para que no perdiese su sentido, había de restringirse a su naturaleza gráfica, sin que precisase soporte de lectura complementaria. Esta necesaria prudencia, junto a la visión amplia que subyacía a la propuesta del proyecto en su conjunto, suponían el abandono de un esquema expositivo estructurado a partir de alguna de las constantes, inferidas o explícitas, de la aproximación de Duchamp, que en otras circunstancias y en función de unos objetivos más restringidos, hubiese sido perfectamente defendible. El erotismo, entendido como un “ismo” más, alternativo a cualquier otro de los que jalonan la Historia del Arte, para seguir el espíritu de Duchamp, podría ser, por ejemplo, un excelente patrón de análi-

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sis. El tratamiento de la contemplación y aprehensión de imágenes y objetasen el plano o en el espacio, según las técnicas de perspectiva o los procedimientos de visión volumétrica, sería sin duda también una buena guía. Otro hilo conductor de sumo interés sería la anamorfosis del desnudo femenino, el cual es un auténtico paradigma desde los motivos del período formativo de Duchamp, hasta la instalación de Étant donnés, tal como sugiere el bellísimo poema de Octavio Paz publicado en este catálogo. Probablemente la utilización de la mitología o la alquimia con el mismo fin hallaría muchos defensores entre los especialistas reconocidos.

Dejada de lado, pues, toda estructuración temática específica, por atractiva que fuese, restringí la distribución cronológica de las obras al período comprendido entre los dibujos de juventud y la rotura de amarras con los ortodoxos cubistas, porque tanto la evolución como la ruptura precisaban, para contextualizarse, de la dimensión temporal. En la exposición este período se compone de tres fases, la formativa, la propiamente cubista y la conflictiva, que acaba en distanciamiento definitivo. A partir de ahí, rechacé de plano el planteamiento cronológico porque, en primer lugar, creo que en Duchamp, especialmente, sólo es causa de confusión y, en segundo lugar, porque tal método no se corresponde ni con su manera de entender el arte, ni con su modo de afrontar el acto creativo. La agrupación por “ideas” aportaba un sustrato más fiel y extraordinariamente efectivo para desterrar la temporalidad, pero a su vez podía ocasionar cierta dispersión si otros aspectos no se hacían fehacientes. La persistencia del concepto de obra abierta y total, la totalidad misma del conjunto de la trayectoria creativa y la particular subjetividad duchampiana (en la bisagra) que hace girar en círculo sin terminación signos y espacios y de este modo se revela por doquier, habían de hacerse patentes, o al menos no ocultarse en el fraccionamiento. Por estas razones, junto a los apartados “reunión de obras” a partir de “ideas específicas” que “cruzan” a aquéllas, como el “Lenguaje”, los “Ready-mades” o las “Experiencias ópticas”, están aquellos otros, “Grand Verre” y “Étant donnés”, que se basan

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en una obra “reunión de ideas”. Por otra parte, la polivalencia de un buen número de obras respecto a los apartados, en el sentido de que aquéllas podrían distribuirse con igual mérito en dos o más de ellos, atiende tanto a la característica de totalidad como a la de deriva indeterminada. En el esquema añadí dos apartados más a los hasta ahora citados por su particular significación. Uno de ellos estrictamente dedicado a la Boîte-en-Valise, concreción perfecta de una idea singular y, al mismo tiempo, epílogo y corolario confeccionado por el propio artista; el otro, evocador del intenso contacto de Marcel Duchamp con Francis Picabia y con Man Ray, relaciones éstas que sin duda tuvieron para Duchamp una fundamental importancia y que constituyeron un fermento creativo de riqueza difícilmente comparable en el arte contemporáneo.

1 Otto Hahn, “Entretien avec Marcel Duchamp” (entrevista), VH 101 (París). n.º 3, otoño, 1970, p. 102.

2 André Breton, “Marcel Duchamp”, Littérature (París), n.º 5, octubre. 1922, pp. 7-10.

3 Anne D’Harnoncourt y Walter Hopps, “Étant donnés: 1) La chute d’eau, 2) Le gaz d’éclairage. Reflections on a New York by Marcel Duchamp”, Philadelphia Museum of Art Bulletin (Filadelfia); vol. 64, n.º 299-300, abril-septiembre, 1969, pp. 43.

4 Octavio Paz, Apariencia Desnuda, La obra de Marcel Duchamp. Ediciones Era, México, D.F., 1973, pp. 113-117.

5 Jean Schuster, “Marcel Duchamp, vite” (entrevista), en Le Surréalisme, même (París), n.º 2, primavera, 1957.

6 Marcel Duchamp, Duchamp du Signe – Escritos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1978, p. 153.

7 Katharine Kuh, “Marcel Duchamp” (entrevista), en The Artist’s Voice, Harper & Row, Nova York, 1962, pp. 89-90.

8 Francis Roberts, “I propose to Strain the Laws of Physics” (entrevista), Art News (Nueva York), vol. 67, n.º 8, diciembre, 1968.

9 Octavio Paz, op. cit.

10 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo Xxi editores, México, 1978, pp. 7-9.

11 Duchamp du Signe – Escritos, p. 88.

12 Dore Asthon, “An Interview with Marcel Duchamp”, Studio International (Londres), junio, 1966.

13 Duchamp du Signe – Escritos, p. 204.

14 Francis Roberts, op. cit.

15 Dore Ashton, op, cit.

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Del Arte Povera a 1985

Comisario: Germano Celant

Palacio de Velázquez y Palacio de Cristal (Madrid), entre el 24 de enero y 7 de abril de 1985.

Leyendo los tres pequeños textos escritos por Germano Celant, el comisario de la muestra y autor intelectual del discurso teórico que enmarcaba a los artista del arte povera, y con motivo de la presentación pública en España de este movimiento surgido en el norte de Italia, entre Génova y Turín, llama la atención que de los tres pequeños escritos por su ideólogo estético únicamente el primero —titulado Un arte iconoclasta— fuera escrito con motivo de la presentación de los artistas en Madrid, siendo los otros dos —Un arte crítico y Un arte povera— antiguos análisis fechados en 1979 y 1968, año en el que la providencia hizo que se unieran en venturosa estampa la contestación universitaria en media Europa junto a las refinadas derivas objetuales realizadas por los artistas del povera. Derivas innegablemente postduchampianas, aunque en su momento no fueron leídas bajo esta vitola, pues fue bien entrada la década de los setenta —como así lo deja entrever el propio Celant en el segundo de los textos, Un arte crítico— cuando se

unen las obras del povera (unas más que otras, ciertamente) al conceptual más crítico y cuestionador del objeto de arte. Aunque los artistas povera, como así hemos podido comprobar, hayan sido siempre profundamente “físicos” y “materiales” en la configuración poética de sus discursos estéticos. No importa: en arte hay “compañeros de viaje” que a pesar de las diferencias visibles terminan por encontrarse debido, principalmente, a la maleabilidad de todo discurso teórico, pero también al voluntarioso deseo, en ocasiones bastante forzado, de unir como sea contaminación productiva y ósmosis relacional. Ahora bien, lo más curioso (en realidad, divertido) es que en el texto de 1984 Germano Celant parece estar más interesado en machacar (creo que es el calificativo más apropiado) a su compatriota Achille Bonito Oliva, teórico de la Transvanguardia Italiana que en España conocimos por entonces, y esta vez puntualmente: la información empezaba a normalizarse. Movimiento pictórico este que en la primera parte de la década de los ochenta vivía un

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momento de gloria en Italia y en gran parte de Europa. Pues bien, en el texto del catálogo que ahora comentamos, el escrito en 1984, Celant, de una manera violenta —entre “apocalíptica” e “integrada”, entre monacal y partisana— escribe frases como estas: “Los teóricos gesticulantes y los maestros de la pintura estilística y 'citacionista', sin temor de exhibir su patética matriz de vulgar catolicismo, recomponen la dualidad ‘contrarreformista’ de caducidad y magnificencia, de ruina y de belleza, de vigilia y de sueño, y buscando los fastos procesionales de fórmulas estereotipadas, deseosas sólo de pequeñas innovaciones, hasta producir una pintura miscelánea de cosas vistas y leídas, donde es más importante ejercitar la enumeración de las fuentes que activar la inquietud

de la historia”. Es posible que en su momento hubiera muy buenos y sagaces lectores de este escrito que supieran ver quien era la diana de tan envenenadas flechas. Es posible, ya digo, pero serían muy pocos. Uno se pregunta qué necesidad había de hacer sangre cuando se estaba presentando aquí a un grupo de valiosos artistas casi desconocidos. La muestra Del Arte Povera a 1985, vista con los ojos hambrientos de entonces fue magnífica, brillante, hermosa…, y asombrosa. Muy necesaria e importante, sin duda, en aquella, y expresada sin ninguna ironía, “década prodigiosa”, como tantas otras cosas en arte y fuera de él en la España de entonces.

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1968. Un arte povera, un arte crítico, un arte iconoclasta. 1984

Germano Celant, 1985

UN ARTE ICONOCLASTA

El misterio de la reencarnación pictórica participa en Italia de una continuidad histórica que se complace, desde el “carraccismo” hasta el 900, en la afirmación fideista y religiosa de la devoción hacia lo divino. Tanto es así que el reciente recurso a la belleza clásica y a la ortodoxia optimista, aislada en sus etnias y nacionalismos, de la técnica y la artesanía, puede asumirse como ejemplo de perfecto jesuitismo artístico y crítico y también como señal de un retorno al espíritu “aristocrático e individualista del ultra-hombre”, típico de una cultura de condenados y penitentes. Los teóricos gesticulantes y los maestros de la pintura estilística y “citacionista”, sin, temor de exhibir su patética matriz de vulgar catolicismo, siguen, en efecto, los latidos de la carnalidad cromática y figural, para intentar —moviéndose entre las polaridades de lo informal y del

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“iconismo”, es decir, entre los resurgidos aspectos estético-formales y psicológico-culturales de alma y cuerpo— recomponer la dualidad “contrarreformista” de caducidad y magnificencia, de ruina y de belleza, de vigilia y de sueño. Pero la legítima descendencia de lo antiguo se transforma, en su hacer, en fastos procesionales de fórmulas estereotipadas, deseosas sólo de pequeñas innovaciones, hasta producir una pintura “miscelánea” de cosas vistas y leídas, donde es más importante ejercitar la enumeración de las fuentes que activar la inquietud de la historia. Es como si el arte se encontrara ya hecho, “inmanente” e invariado en el pasado y en el todo, y ello fuera suficiente para participar en él, coleccionarlo y sentirlo —de ahí su renovada dimensión ideal— sin insinuar en él el sentido de la pregunta y de la duda. En tal operación el arte corre el riesgo de no encontrarse nada más que consigo mismo, se replica y se disuelve en un idealismo sin perspectiva histórica ni contenidos, donde el espíritu y el dogma, ya sean de la tierra o del cielo (y la casuística de las variaciones teóricas de izquierda a derecha se enriquece velozmente), continúan pre-formando la existencia. La exaltación de los lugares comunes de la historia del arte, así como la máscara latinizante de los clásicos, sirven para superar y para descongestionar la inconciliabilidad laica y al mismo tiempo para conducir de nuevo el arte a la fe en sí misma.

Existe la tendencia a recorrer el calvario de la pintura, conduciéndola de nuevo a la clausura y revestirla de velos, o bien en solicitar de ella las evasiones y los placeres, las inquietudes y las perversidades. En esta liberación de las tentaciones, el arte se apacigua, convierte en armónica su agresividad y remueve los enfrentamientos, de forma que la historia coincida con la purificación ascendente de las “figuras”. Por lo tanto en el ideal ascético del artista, la solución de todos los problemas se encuentra en las santas y beatas escenas de género, donde la ausencia de conciencia se transforma en monumental empresa. Lo que causa perplejidad en la aceptación de este vacío es la “genericidad” determinista de un existir perpetuo y monótono que ve en la conciliación y en la coincidencia entre

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dogma y estilo, la única solución del hacer. Así en el optimismo utópico de un moverse metafísico, propio de una post-guerra tanto como de una post-catástrofe, se olvidan los elementos de la crisis y de la desintegración.

A la afirmación de un arte como instrumento de naturaleza inmutable y perfecta, de forma que se pueda mover en las delimitaciones tranquilizadoras del sagrado icono, se contrapone una actitud y un proceder iconoclasta que tiene en cuenta los problemas de la existencia real y se mueve en relación a la multiplicidad de contextos y tiempos. Por esto es necesario rechazar toda definición absoluta y mantener en el plano de la atención para reconocer al arte una función de mediación, y no de rígida definición. Lo que cuenta entonces es el carácter indeterminado y latente de un hacer que no se aferra a sus datos, sino que los discute, compara y “deconstruye” para buscar una existencia en la discontinuidad del comprender y del comprenderse.

Frente a la visión unívoca, este proceso iconoclasta prefiere los múltiples puntos de observación mientras que la vinculante ley del cromatismo figural es sustituida por Ias distintas circunstancias en las que se aplican colores y materias, construcciones y representaciones. Así pues, en la abstracta apariencia del velo esculpido o pintado, hace subentrar la concreta singularidad del cuerpo objetual que determina una caída o una elevación no prefigurada en el contexto elegido (trátase de la Mole Antonelliana). Nacen tramas de situaciones que superan la parcialidad del ver y percibir tradicionales, así como una experiencia colectiva en la que cada uno se realiza con la realización de los demás. Ningún apego al elemento minúsculo, típico de un ver miope, sino apertura a un desarrollo necesario, capaz de poner en condición de crecimiento experiencias históricas.

La apertura al riesgo del existir genera además la facultad de encontrar correspondencia en la dinámica entre coherencia e incoherencia, entre sí mismo y el mundo, como lanzarse en el vértigo ambiental para establecer, con los demás y para sí mismo, relacio -

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nes y perfiles inéditos. La idea es recorrer todo el teclado y conocer la serie total de los aspectos de lo real, intentando introducir en ello sonidos y resonancias de una certeza de lo mutable que adquiere peso histórico. Ausencia por lo tanto de afianzamientos fideistas y religiosos acerca del propio ser, para apoderarse de él continuamente como dependiente de Ias cosas y de los hechos.

De hecho se tiene la afirmación de la variedad y el relativismo artísticos así como de la maravilla y de la coherencia de la incoherencia, donde cuenta el sentido desbordante de la fusión y de la metamorfosis con la historia. Y en esta perspectiva continúan desarrollándose las discusiones y las críticas sobre el constante reproducirse de formas dogmáticas y espiritualistas, transformadas por aquel componente religioso que se encuentra de nuevo, tanto en el eclecticismo como en la estética bergsoniana y crociana, matrices filosóficas en las que se inspiran el neomanierismo y el neoinformalismo.

En contra de la serenidad de un mundo calmado y plano que absorbe y anula todo drama, se propone en cambio un plan de acción continuamente mutable, de éxito incierto y desconocido que considera al arte como una empresa capaz de trasladar el centro de gravedad del comunicar hacia todas las direcciones. En esta forma de actuar está implícita la desconfianza en el mantenimiento —con su rigidez e inmovilidad— del sistema dogmático; se procede más bien a través de desgarros y sacudidas, de subversiones y rompimientos siempre incómodos que sirven para poner en discursión la legitimidad de un culto monístico del arte. El elemento de diferenciación está representado por la negativa a confiar en lo trascendente y en la ciudad celeste del pintar y del esculpir la solución de las contradicciones del existir. Y en contra de este “carácter eclesiástico y autoritario de la posesión de la verdad” interviene la crítica de los iconoclastas y de los laicos, interesados en no discriminar el interior del exterior para garantizar una ósmosis y una cooperación dialéctica entre las partes. Lo que está en juego en este “partido abierto” que no participa de las “corrientes”, es la

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inducción a investigar, no un dialecto sino las condiciones de una nueva lengua.

Queda así infinita la posibilidad de determinar una perspectiva múltiple y de indicar los caminos que permiten su identificación en razón del contradecirse. Sin solución definitiva la obra asume la facultad no de representar, sino de existir; de afirmar y negar al mismo tiempo lo absoluto y lo fragmentario, el interés individual y el colectivo. A través de la turbulencia de un proceso indeterminable e interminable pasan entonces, las palabras y los fragmentos, el monólogo como intercambio y diálogo, la interrogación sobre los modelos del tiempo, la trayectoria del desorden, la anexión de territorios, el atropello de resistencias, la colección de los lugares, la confusión de las lenguas; todo ello, por su estorbo y rotura, no está en los márgenes y se substrae al encuadramiento.

1984

UN ARTE CRíTICO

No obstante el rápido sucederse de técnicas y movimientos, de grupos y de tendencias en la escena artística, que parecen perturbar su recorrido y su desarrollo crítico, la situación del arte sigue apareciendo dominada por la angustia de aclarar las razones y el sentido de su existencia, así como de su finalidad. Los axiomas de la “primacía de lo teórico” y del “principio de lo sensual”, que se han desarrollado entre los años setenta-ochenta, son hipótesis sobre las cuales, durante decenios, se ha centrado la discusión con el fin de confiarse en una línea que sirviera para elaborar un valor interpretativo cualquiera.

Las polaridades se repiten, por lo que, en lugar de hablar de racional e irracional, de lo relativo al signo y de lo expresivo, se ha establecido el movimiento a través de ellas determinando así una contaminación y una ósmosis. Y si por un lado la convicción ha rodado sobre el hecho de que los fundamentos iconológicos del arte determinaron su destino, por el otro la certidumbre se ha confiado

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a la historia y a su “revival”. En ambos casos resulta de todas formas, oportuno, por parte de los mismos artistas, resaltar el insoportable retraso crítico e histórico sobre los puntos de partida y las direcciones de la búsqueda. De ello ha brotado una prefiguración de las vías de acceso o de procedencia a la busca oblicua de la visión. Las últimas experiencias han intentado un análisis de todo esto para aumentar el grado de determinación y de integración del arte, a lo vivido, entendido como pasión y memoria, desde donde sacar los micro y macrocosmos de la percepción, pintada y fotografiada, esculpida y ensamblada.

Sin embargo, los trayectos ya estaban trazados. El minimal y el pop art se habían lanzado a aclarar las relaciones con las disciplinas ópticas y económicas. Se transformaron en artífices de una lenta maduración que permitiría las interferencias entre los lenguajes tanto de la cotidianeidad como de la territorialidad, hasta el punto de poner en discusión la escasez de perspectiva con la que el arte se había mirado a sí mismo. A través de sus conquistas, la incapacidad para expresar el fin de su propia búsqueda entraba en crisis y las condiciones “irracionales” del action painting y del informalismo se transformaban en conciencia teórica. Se empezó a definir el arte como algo “concretamente” significante en contraposición y en relación a lo social, para considerarlo como una determinada acción histórica, vinculada a las vicisitudes del pensamiento estético, artístico y extra-artístico. El punto de vista, de los años cincuenta, según el cual el artista era un operador aislado, casi “abstracto”, del proceso histórico, se venía abajo y surgía la premisa de un arte crítico. Es mi intención aplicar al período del arte povera esta definición, la cual no acepta los hechos artísticos como elementos últimos y herméticos, sino que presupone una visión del arte que revela sus postulados y sus necesidades, de la cual deriva una conciencia de la diferencia entre “modo de aparecer” y “esencia”. La investigación que se inspira en la filosofía y en la experiencia del arte, tal como se ha venido desarrollando en el contexto italiano desde 1966 hasta hoy, asume, en efecto, como fundamento de su actividad la contradic-

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ción entre imagen y estructura social, no intentando conciliarlas, sino estudiarlas en su diferencia. El resultado es una crítica de la investigación artística que se transforma, de hecho, en autocrítica. El impulso va hacia una autoliberación que abandone definitivamente la apariencia de un hacer “neutral” para orientarlo hacia los antagonismos sociales. Se trata por lo tanto de la abolición de una visión mística del arte, como entidad superior y hegemónica, en favor de una concreta crítica del sistema interior y exterior.

Con el fin de elaborar un esquema de referencia socio-histórica, que permita identificar la relevancia asumida por este arte crítico, será oportuno recordar la situación convulsa y lacerada, que se desarrolló en el mundo en la mitad de los años sesenta en concomitancia con la crisis de los trabajos tradicionales y del intento —acompañado de una creciente rebelión— de su propia “refundación”. En 1967 se perfila un nuevo sujeto “crítico” que tiende a investir el camino de las mutaciones sociales: la repolitización del continente occidental. La demanda es llevada por una nueva generación que quiere abolir, quizá utópicamente, todos los grados de estratificación y de jerarquía. Se sentía en aquel momento la necesidad imperiosa e improrrogable, de desencadenarse y combatir por una equivalencia entre las cosas y los seres similares. Esta demanda, producida principalmente en Europa, tenía como fin anular los acervos morales e ideológicos para crear así una verdadera transformación cultural.

La resolución de las nuevas generaciones confluía, por lo tanto, en una reivindicación ética de las relaciones sociales y este desafío se exteriorizó tanto en París como en Berlín, en Roma como en Turín, con la abierta rebelión de la juventud universitaria. Se trataba de masas juveniles que, estimuladas por lo que sucedía en los países orientales y latinoamericanos, estaban dispuestas a los límites extremos de la acción.

La invitación, a veces simplista e ilusoria, estaba dirigida a sacudirse el peso de las tradiciones y del pasado. Todo mecanismo fue abordado “críticamente” para comprobar así los efectos de

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dirección, la rigidez y la complejidad de la estructura y de su uso. Fue una gran tempestad que sacó a la superficie lo que se escondía en los fondos seculares del sistema. La crítica radical de la sociedad, en sus fenómenos industriales más avanzados, hizo brotar un modelo de extremismo operativo, basado principalmente en los valores marginados y pobres. Estos pertenecían, por tradición, a las masas, todavía caracterizadas por un altísimo grado de creatividad y espontaneidad. Y hacia éstos se dirigieron muchos artistas para obtener inspiración y energía, con el resultado de hacer explotar tanto la razón como la fantasía corrientes; sobre sus fragmentos se reivindicarían el vuelco, y la transformación poética de la cultura y de la sociedad. Y es lo que se intentó alrededor del bienio de 1967 a 1968: la rebelión de los campus y de las ciudades industriales, aun cuando expresada en formas primitivas y disociadas, trató de definir la inquietud de una generación que rechazaba la explotación y el trabajo a favor de una petición imposible —tanto ayer como hoy— de placer.

La ilusión era tan enorme que desembocaba en el espejismo; no obstante, esta desestabilización del orden constituido y el malestar que derivó de ello, contagiaron todo el proceso productivo y cultural, incluido el arte, también tocado por la “insurrección” de las bases, es decir de los artistas. La búsqueda sé encontró ante la misma crisis de conciencia concreta. Ya no quería delegar en los demás —críticos o galeristas, coleccionistas o museos— su proceder y rechazaba la jerarquía de las técnicas y de los materiales. En efecto, durante siglos, había basado los términos de su planteamiento sobre una lógica que se iba haciendo siempre más represiva. Tenía, por lo tanto, que pronunciarse con respecto a ella y repolitizarse, si quería mantener su fuerza. Las hipótesis para redefinir su propio papel fueron muchas. Dado que se creía que el malestar y la crisis de la cultura dependían tanto del mantenimiento de las alianzas con la historia y con el pasado cuanto de la indiferencia a los deseos y a la precariedad de la vida, los nuevos acontecimientos artísticos rompieron el lazo asfixiante de la memoria para así sumergirse

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en el presente. Ahora bien, cuál fuera el valor de este corte no se sabe a ciencia cierta. Sin embargo, esta conciencia de lo contingente y de lo existencial imprimió un carácter “alternativo” que tuvo repercusiones en la mentalidad, en las costumbres y en la conducta práctica del arte. Surgió, por primera vez en gran escala, si no a nivel de masa, el artista-crítico que llegó a discutir la entera esfera de su obrar, de su filosofía y de su conducta. ¿Qué es lo que se entiende por esto? Ante todo, los artistas empezaron a ocuparse de los efectos producidos por el ámbito privado y social de su búsqueda, empezaron a estudiar su conducta como parte de su investigación. Y con esta forma de ver y pensar se definió la forma clásica de conceptualización del arte. Pero al mismo tiempo, se percataron de que las relaciones entre la esfera interna y la externa eran una forma específica del individuo-persona y del ambiente. El arte povera, y más adelante el arte corporal, tomaron en consideración justamente el estatuto de estas formas, entrelazando sus características.

De una parte estaba, por lo tanto, el mundo de la idea y de su “desmaterialización”, es decir el reino de la teoría pura; de la otra, el mundo de la naturaleza y de la persona, con su materialización de las percepciones sensoriales y sensibles. Esta dualidad, mantenía en pie la imposibilidad de una explicación total, típica de las religiones metafísicas entre las que durante siglos se incluían la pintura y la escultura. En esta dualidad residía el fin de las búsquedas del arte povera, así como del “conceptual art” y del “body art”.

Los acontecimientos artísticos de 1967-1968 marcaron, por lo tanto, una vertiente histórica: el dogma de la neutralidad es erradicado, porque ya no se puede separar el objeto del acto estético, de la conciencia y de la participación en sus razones y vicisitudes técnicas. El arte no es ya una naturaleza virgen, aparece como una forma del saber y del investigar, ambas cosas condicionadas por la ideología y por la práctica. Hasta aquel momento su valor cognoscitivo y político había sido nulo justamente porque no habían sido discutidos y puestos en prueba sus paradigmas. La discusión nace entonces. 1979-1981

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UN ARTE POVERA

Pensar y fijar, percibir y presentar, sentir y agotar la sensación en una imagen, en una acción, en un objeto, arte y vida, un proceder por vías paralelas que aspira a su punto, al infinito. Por una parte un obrar artístico que dirige la atención hacia las relaciones entre los distintos lenguajes, se ata al “difusionismo” lingüístico con la asunción (una especie de cleptomanía cultural) de las estructuras fílmicas, arquitectónicas, psicológicas y teatrales, sigue la historia y se atiene a un programa; por otra parte el desarrollo asistemático del vivir. En el “vacío” existente entre arte y vida está el libre proyectarse del hombre, el atarse, creativo, al cielo evolutivo de la vida (estamos en la ósmosis de los dos momentos) para una afirmación del presente y del contingente. Allí un arte complejo, que mantiene en vida la “correptio” del mundo con el intento de conservar “al hombre bien armado frente a la naturaleza”. Aquí un arte pobre, comprometido con el evento mental y de comportamiento, con la contingencia, con lo ahistórico, con la concepción antropológica, la intención de tirar a las ortigas todo “argumento” unívoco y coherente (la coherencia “aparente” es un dogma que debe ser infringido), toda historia y todo pasado, para poseer el “real” dominio de nuestro estar.

Es el presente un arte “rico” e involucrado, porque fundado, en la imaginación científica, en las estructuras altamente técnicas, en los momentos polisensoriales en los cuales el juicio individual se contrapone, imitando y mediando lo real, a lo real mismo, con una prevariación del aspecto literario sobre lo que realmente se quiere.

En la convergencia entre arte rico y vida, el arte povera es un ser tenso hacia la identificación, consciente, real = real, acción = acción, pensamiento = pensamiento, evento = evento, un arte que prefiere la esencialidad informacional, el componer tendente a despojar la imagen de su ambigüedad y de la convención que ha hecho de la imagen la negación de un concepto. Concepto que resurge ahora como “deus ex machina” ante la valorización macroscópica de

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la representación y del modus vivendi; para una afirmación de la “civilización del intelecto”.

Un arte que encuentra en la anarquía lingüística y visual, en el continuo nomadismo comportamental su máximo grado de libertad para la creación, arte como estímulo para verificar continuamente el propio grado de existencia (mental y física), como urgencia de un estar aquí que elimine la pantalla “fantástica” y mimética ante los ojos de la comunidad de los espectadores, para conducirlos ante la “especificidad” mental y física de toda acción humana, como entidad que debe ser completada y juzgada.

El arte povera no es un obrar ilustrativo y teórico, no tiene como objetivo el proceso de neorepresentación de la idea, sino que está encaminado a presentar el sentido emergente y el significado factual de la imagen, como acción consciente; se presenta lejano de toda apología objetual e icónica, es un actuar libre, casi intuitivo, que relega la mimesis a un hecho funcional y secundario, resultando de núcleos focales, la idea y la ley general. Un momento fresquísimo que tiende a la “decultura”, a la regresión de la imagen al estadio preiconográfico, un himno al elemento banal y primario, a la naturaleza entendida según las unidades democriteas y al hombre como “fragmento fisiológico y mental”. Una continua presentación del significado factual que es un retorno al medievo, no solamente desde un punto de vista técnico, sino también poético. Una identificación hombre-naturaleza, que ya no tiene la finalidad teológica del “narrador-narratum” (Sanguineti) medieval, sino que es un intento pragmático. Una denotación que es identificación total entre “reinvención e invención” (Boetti). Casi un redescubrimiento de la tautología estética, el mar es agua, una habitación es un perímetro de aire, el algodón es algodón, el mundo es un conjunto imperceptible de naciones, el ángulo es la convergencia de tres coordenadas, el suelo es una porción de baldosas, la vida es una serie de acciones.

La idea, el evento, el hecho y la acción visualizadas y materializadas son en efecto las focalizaciones de la relación de

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simultaneidad entre idea e imagen, conducen solamente a un ensanchamiento de experiencia respecto a esa idea, ese evento, ese hecho y esa acción, no divagan con elementos ambiguos y polisensoriales, son la concretización visual de un hecho o una ley naturales y humanos. No importa si las “cosas” que resultan de ello son efectuadas con un “particular” material (“los materiales son la mayor aflicción del arte contemporáneo”, Le Witt) o si responden a anteriores realizaciones del autor que los ha construido o de otros autores. La idea visualizada y materializada no contiene un programa, no sigue una historia individual o social, es sólo la presentación de un término, no acepta relaciones, no representa, sino presenta.

Como toda “cosa hecha”, vive en la orgía de lo discontinuo, destierra el “estudio” del sistema, se presenta como elemento del conocer concreto del autor. Su universo instrumental ha terminado, se acomoda al material del cual el autor dispone en el momento de la concepción, es un conjunto contingente, no tiene que ver ni con el pasado ni con el futuro y así como es, concluido en el tiempo de ser presentado y realizado, expresa una “real percepción del contingente” (Pistoletto).

La poesía deriva del hecho de que el objeto (de “objectum”, expuesto, puesto delante de nuestros ojos) obtenido no dialoga con las cosas, sino que habla a través de las cosas, expone el carácter y la vida de su autor a través de la elección que él opera en un número limitado de posibles eventos e ideas… Inicialmente era el estímulo a verificar el propio grado de existencia, el aporte del propio ser, el intento de proyectar y recuperar lo reprimido, la necesidad de construir objetos en los cuales reflejar y focalizar la relación osmótica entre pensamiento y materia; intuición y construcción. Era un proceder por vías, paralelas, arte y vida, en la búsqueda del valor intermedio; hoy es la exigencia de indentificarse con la acción y el proceso en curso, la tensión que activa la dimensión psicofísica del comportamiento factual y mental para huir de la utilización del producto originado y del objeto

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creado. Es decir, estamos ante el intento de salir de la integración objetual, para desbloquear toda experimentación factual de la alienación del objeto y al objeto.

Ya no más pensar y fijar, percibir y presentar, sentir y bloquear, al mismo tiempo, la sensación, materializándola en un objeto que añada energía al sistema; sino actuar y quitar energía, mezclarse con la realidad, a través el propio cuerpo y de la propia dimensión mental, hasta la anulación total. Búsqueda, por lo tanto, de las relaciones vitales y dialécticas con la realidad y rechazo de las recetas y de los detalles tranquilizadores que responden a las expectativas del sistema y del intelectual tecnológico, rechazo del ser como exponente en otro distinto de sí mismo a través de una completa ósmosis entre acción y cuerpo, pensamiento y cuerpo, energía e individuo, consumo inmediato del evento crítico-estético, directamente situado fuera de consumo, y paso directo del arte pobre a la acción pobre.

Los artistas y los críticos hoy parecen no creer ya en el moralismo del objeto, sino en la extrema moralidad de su propio hacer y actuar, llegan más bien a anularse en lo factual hasta el punto de sucumbir dramáticamente ante una realidad más apremiante y presente; la realidad social. Así, en todos nosotros, la elección se mueve hacia acciones contingentes que se presentan lejanas de cualquier apología objetual, la actividad criptoestética se traduce en un actuar libre y eversivo, que disuelve la mímesis, y no admite extensión objetual y no se concreta en presentaciones adicionales y productivas, sino en actos que pueden resultar sólo cripto-políticos. Es decir que se está optando hacia una integración sociopolítica del propio hacer con el fin de eliminar la división especialista y clasista que lleva a la pulverización de la carga destructora y propulsiva. Las acciones fónicas y escritas, se transforman en contingentes, no dejan huellas utilizables o instrumentalizables; ya no un episodio que dura un tiempo largo a través de un objeto, sino una historia continua de episodios variados y en transformación permanente, una aceleración y una dilatación

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de la propia praxis operativa que siguen el empuje y los estímulos del “movimiento total”, una anarquía espontáneamente organizada que rompe con las necesidades determinadas y programadas, que disuelve el equilibrio en favor de una espontaneidad que identifica modificador y acción modificante sin que ésta entre en lo ya adquirido y adquirible. Así la vida se transforma en un continuo “tableau vivant” a través del cual cada uno sugiere, no ya “la síntesis de lo que se recuerda y que se ve” y una representación en materia de su propio pensamiento, sino una posibilidad de estrategia socio-cultural, en que proceso eversivo y gnoseológico llegan a la pulverización del sistema de dictadura industrial. Hoy, en efecto, en que el contexto cotidiano se ha transformado en “escena”, en que el intelectual, el estudiante y el obrero “recitan” desarraigados y aislados, todavía faltos de presión afectiva sobre lo real, la única posibilidad de vida parece resultar el teatro, es decir la relación entre “actor” y la globalidad.

El estímulo que se produce, por lo tanto, se debe dirigir no hacia lo alto sino hacia lo bajo, para obtener una “recitación” global direccionada según las líneas espontáneas solicitadas por la misma colectividad; hace falta en suma ofrecer continuamente a la colectividad la ocasión recitativa. El problema ya no es ofrecer recetas, así como pueden resultar los objetos estéticos, sino sensibilizar o agilizar la sensibilidad del público a través de acciones que lleven a una nueva intensificación perceptiva, realizada mediante la corporeidad y la conciencia.

Osmosis, pues, entre las varias, fuerzas critopolíticas, obreros + estudiantes + intelectuales, eliminación del corporativismo, clara y peligrosamente reaccionario y reactivo, presencia de todas las particulares cargas eversivas, para una intervención que ya no sea especialista o específica, sino que adquiera de vez en vez particular función en la situación contingente en la que se viene desarrollando, nuevo destino de la acción “eidético-práctica” para una aceleración de los puntos de crisis y de fricción entre clase que “pulveriza” y clase que construye para destruirse. Todo esto

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con el fin de crear una nueva clase que, al nomadismo ling ü ístico y gnoseológico, acompaña el nomadismo de la acción. Ya no más, finalmente, objetos sino hechos y acciones que expongan su propia procesualidad y que indiquen una nueva metodología de destrucción, una metodología, que, derivando de la integración entre conocimiento técnico-lingüístico y praxis gnoseológica, permita la organización de un espacio individual en el que se obtenga la identificación total entre actitud y acción, entre dimensión psicofísica y trabajo. 1968

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El Arte y su doble

Comisario: Dan Cameron Fundación La Caixa en sus sedes de Barcelona y Madrid, en el invierno de 1986-1987.

El impacto que en el medio artístico español supuso la muestra El Arte y su doble no se circunscribió únicamente a su resonancia digamos creativa o estética, pues su onda mediática fue lo suficientemente expansiva para abarcar otras razones u consideraciones, entre las cuales bien podemos contar la que posee un rasgo claramente sentimental en la memoria y el recuerdo, al menos en la generación a la que pertenecían los artistas y críticos que comenzaban sus carreras en la segunda mitad de la década de los ochenta. Como quien escribe estas líneas —y pido perdón por la un poco grosera (ma non tanto…) publicidad retrospectiva que hago de mí mismo—, pues en el número 39 de la revista Lápiz escribí el primer texto largo que sobre El Arte y su doble se publicó en la prensa nacional, y muy poco después de inaugurarse la muestra en Barcelona, ciudad en la que yo residía por entonces. Comisariada por Dan Cameron (un joven crítico neoyorquino de 28 años), pero sobre todo proyectada y estimulada por

María de Corral auténtica comisaria en la sombra, El Arte y su doble era, en esencia, un panorama muy vivo y dinámico de lo que estaba sucediendo artísticamente en la metrópoli estadounidense. De hecho, la muestra llevaba un subtítulo muy oportuno y clarificador: Una perspectiva de Nueva York. Ciertamente aquí nadie conocía con anterioridad al evento a los artistas seleccionados, pero el triunfo que la muestra supuso para comisario y creadores también se hizo notar (y mucho) en la ciudad donde todos ellos residían, pues hay un antes y un después en sus respectivas carreras con respecto a la muestra que se organizó en la, para ellos y vista desde Nueva York, lejana y desconocida España. Los artistas que fueron seleccionados para El arte y su doble eran: Ashley Bickerton, Sarah Charlesworth, Robert Gober, Peter Halley, Jenny Holzer, Jeff Koons, Barbara Kruger, Louise Lawler, Sherrie Levine, Matt Mullican, Tim Rollins & K.O.S., Peter Schuyff, Cindy Sherman, Haim Steinbach, Philip Taafe.

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Se ha de reconocer a Cameron una inteligente y admirable visión de futuro por la excelente selección que hizo, al menos si pensamos en el rico y productivo desarrollo en las respectivas obras de gran parte de los artistas. De no pocos de ellos hemos podido ver trabajos posteriores en muestras individuales también realizadas aquí. El Arte y su doble fue la producción artística que pudimos ver (y con no poco de asombro: seamos sinceros con nuestras nobles ingenuidades de antaño), pero no menos influyente o popular, en términos de escritura crítica o teórica, fue el largo y muy detallado ensayo que Cameron publicó en el catálogo de la muestra. En el mismo, y haciendo un uso muy inteligente de la cita —en sintonía, por lo demás, con el magnífico análisis sobre el “apropiacionismo” postmoderno utilizado como defensa teórica de los artistas presentados—, Cameron escribe un ensayo que leído ahora — con cierta pátina vintage y asumiendo la condición de época que destila— no ha perdido nada (bien al contrario) de su juvenil gracia, y de su estilo, y de su frescura, y de su, ciertamente, encanto teórico. Es más: ahora se lee con la ayuda de conocer y saber más, mucho más, de cuando fue leído el ensayo con la sorpresa inicial, o con el descubrimiento de come prima. Y precisamente por mantener estas

cualidades propias de los momentos iniciales voy a citar a quien yo citaba (Gianni Vattimo) en la crónica que escribí en 1986, y por creer en la actualidad de la vigencia de las ideas que expresaba el filósofo italiano por aquellos años, antes desde luego de la deriva mística y religiosa que vendría con los años: “Ya no se espera que el arte sea una capitulación inactual y ahogada en una futura sociedad revolucionaria; se intenta en cambio al instante la experiencia de un arte como hecho estético integral. En consecuencia, el estatuto de la obra se transforma en algo constitutivamente ambiguo: la obra no mira hacia un resultado que le dé el derecho a colocarse dentro de un determinado ámbito de valores (el museo imaginario de los objetos provistos de calidad estética); su resultado consiste, al contrario y fundamentalmente, en convertir este ámbito en problemático, sobrepasando sus confines al menos momentáneamente”. Sin duda con otro lenguaje el brillante texto de Dan Cameron, para una muestra que forma parte de nuestra educación sentimental, no está tan alejado de los pensamientos de Vattimo. Quizá yo tampoco estaba tan equivocado al citarlo.

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Luis Francisco Pérez, 2018

El arte y su doble

Dentro de un marco cultural tan bien definido y tan estrechamente trabado como el mundo artístico neoyorkino, se sabe que los períodos de transición se dan con una notable falta de benevolencia. Esto no quiere decir que los indicadores del cambio sean por sí mismos difíciles de percibir, ni que los cambios sean tan radicales como para destruir cualquier apariencia de orden mediador. Lo que tiende a suceder es que los cancerberos del estilo saliente se sienten seguros de sí mismos antes del cambio, pero vengativos después. Quienes anuncian las nuevas modas hablan; al principio, con tolerancia, pero luego, rápidamente, se convierten en tiranos. A esta fase le sucede un capítulo más largo que implica la consolidación de los intereses comerciales y la identificación de lo que constituye el territorio estético compartido por los dos antiguos adversarios. Una vez apaciguada la lucha, los años intermedios anteriores a la siguiente transición se ven animados por las memorias compartidas de una revolución bien hecha.

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En el momento de escribir este ensayo, el racimo de estilos conocido de diversas maneras como “neo-conceptualismo”, “post-modernismo”, “neo-geo”, “escultura/producto comercial”, “nueva abstracción”, “simulación” y “it”, ha acaparado, más o menos, el control total de los “media” artísticos de Nueva York, de su imaginación colectiva y de su mercado.1 Es inútil resistirse, e incluso imposible competir dentro de ellos, ya que los originadores de este estilo hace mucho que han sido identificados, y la única formalidad que nos queda es decidir qué miembros de la generación más joven alcanzarán una permanencia más o menos a regañadientes. Prácticamente todas las líneas de apoyo han sido trazadas entre la historia del arte moderno, por una parte, y la vanguardia europea por otra.2 Ya las galerías han sido barridas por innumerables postmodernos de “segunda ola” y se espera que esta tendencia se intensifique aún durante la temporada 1986-87. Las dos preguntas que habría que responder, pues, son: ¿Qué significa todo esto? y ¿Cómo ha sucedido tan rápidamente?.

Mientras que la imagen de una transición de la noche a la mañana puede corresponder claramente con los mitos populares referidos a la volubilidad de la vanguardia americana, las raíces de la estética postmoderna han salido a la luz ya hace casi una década; incluso la identificación de este tipo de obra como un movimiento es solamente el reconocimiento oficial de un cambio que fue predicho en los últimos años. Ciertamente, el reciente aumento del interés público por un arte comprometido con la cultura popular tiene lugar como respuesta explícita a un número de factores que cada vez se han hecho más visibles desde dentro y fuera del mundo artístico. El primero, el más aparente aunque menos significativo de esos factores, era un acuerdo tácito en el hecho de que la era neo-expresionista estaba ahogando la posibilidad del significado en el arte y, consecuentemente, que algunos de los pintores de ese movimiento habían empezado a parecer de alguna manera comprometidos por sus relaciones con el mercado artístico internacional.3 El segundo factor ha sido una acusada escalada de ese mercado, particularmente en lo que respecta a la especulación financiera en las carreras de

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“Cuando la edad de la reproducción mecánica separó el arte de su base en el culto, la apariencia de su autonomía desapareció para siempre”.

los jóvenes artistas.4 Un tercero, y tal vez el factor más penetrante en esta transición, ha sido un cambio acentuado en la forma en que los artistas se perciben a sí mismos en relación con la superestructura social, política y económica de la sociedad americana —los medios gráficos y electrónicos, la llamada cultura “de consumo”, y el capitalismo corporativo multinacional.

Antes de intentar explorar cualquiera de esos factores, el hecho más urgente que debemos puntualizar acerca del postmodernismo es que, en palabras de Hal Foster, es “no monolítico” —hay algunas premisas históricas directamente relacionadas, representadas por medios muy dispares, y casi no existe consenso entre los artistas sobre cuales sean las consideraciones o temas claves. Los artistas implicados practican la fotografía, la pintura abstracta, la escultura construida, las instalaciones y el arte público; diseño gráfico, collage, dibujo, y métodos más o menos tradicionales de manufactura de objetos. Algunos están bastante comprometidos políticamente; otros profundamente ligados a la filosofía actual, y otros basan su trabajo en procesos predominantemente intuitivos. Últimamente, cada artista es profundamente consciente de las fuentes de sus formas de arte más importantes, y del papel que intentan crear para ellos mismos en el desarrollo de arte en los últimos años del siglo veinte.

Una cuestión final merece ser mencionada, y es la relativa al tema de esta exposición y el movimiento postmoderno en su conjunto. A la hora de decidir los artistas y obras a incluir en El

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Arte y su Doble, no ha habido una intención por parte del comisario de presentar un sumario definitivo de la actividad postmoderna en Nueva York, ni tampoco del conjunto de ideas que sugiere. Por el contrario, esta exposición representa una selección totalmente personal de obras realizadas desde 1980, que contienen muchos de los temas del postmodernismo. Hay en Nueva York importantes estilos y artistas muy poco relacionados con este movimiento —una verdad corroborada por el status periférico de la mayor parte del arte de base conceptual durante la primera mitad de los años ochenta. Además, hay un número de artistas de vital importancia trabajando dentro de estos parámetros, cuya obra, por razones de limitación física del espacio, no puede ser incluida. El objetivo general al reunir estas obras ha sido explorar cómo algunas de estas variadas ideas ha penetrado en la corriente artística, y sugerir cómo pueden seguir conformando su futuro. Esperemos que esta exposición logre detener por un momento toda cuestión sobre el fluir artístico y centré la atención, en cambio, sobre quince de los artistas más relevantes que hoy trabajan en Nueva York.

En 1914, Marcel Duchamp exponía su primer “ready-made” completo, un botellero de meta standard, producido en serie y sin adornos5. Con este simple gesto, llamaba la atención sobre uno de los temas más profundos y duraderos o la estética del siglo veinte: el problema de la unicidad de la obra de arte. Veintidós años más tarde, el filósofo Walter Benjamin retomaría este mismo problema en su consideración del “aura de originalidad” que rodea al objeto artístico en la el anterior a la popularización de los medios de reproducción mecanizada.6 Tanto Duchamp como Benjamin llegaron a conclusiones similares a través de aproximaciones ampliamente divergentes —el artista moderno no se puede permitir el lujo de ignorar las implicaciones de los avances tecnológicos que fueron siendo introducidos con sorprendente velocidad: fotografía, electricidad, radio, cine, automóvil, aviación y el teléfono, fueron convirtiéndose gradualmente en rasgos cotidianos del cambiante paisaje moderno. El desarrollo de la pintura abstracta era conside-

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“Yo, personalmente, dudo que ninguno de los artistas que han emergido con gran publicidad en los últimos cinco años vayan a ser considerados grandes artistas dentro de veinte años”.

Rubin, citado en “Speculatlng: A Fine Art”, Insight

rado como un estadio importante de la “modernización” del arte, pero los temas no resueltos de la representación y la originalidad no fueron asumidos de manera especial por ninguno de los movimientos abstractos que florecieron entre las dos guerras mundiales: Cubismo Sintético, Neoplasticismo, Constructivismo, la Bauhaus o el Sincronismo. Sólo los Surrealistas, con su falsamente académica preocupación por la técnica y su manipulación de los arquetipos subconscientes, parecen cuestionar la relación causal entre el arte y los mundos natural y humano.

Se han escrito volúmenes de crítica y teoría dedicados a los ready-mades de Duchamp, pero vale la pena hacer aquí una observación histórica. Duchamp, cubista en sus primeros tiempos, realiza una transferencia del significado artístico al terreno de lo no estético, que pudo haberse visto estimulada por la premonición de un retraimiento de la vanguardia francesa e italiana (seguidas por la alemana y la rusa) en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. La invención del Cubismo por parte de Picasso y Braque en 191011 no fue, de hecho, seguida de un extenso período de inspirada experimentación, sino, por el contrario, de un retroceso gradual a manipulaciones estilizadas y sensuales de formas abstractas pintadas. Para Duchamp, como tal vez para Malévich también, la primera pintura cubista había representado un paradigma de riesgo que señalaba una ruptura con la tradición académica más decisiva que cualquier otro movimiento desde los impresionistas. Parecía formularse una estética de la vanguardia artística como catalizador de

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“Como lugar geográfico de la hegemonía corporativa cultura, América ha engendrado la ruptura de la identidad naciónestado y las distinciones ideológicas, sublimando los modelos históricos según los propósitos del consumismo”. Howard

un cambio histórico acelerado, un proceso en oposición perpetua a la estabilidad estilística. De todo lo que el cubismo analítico ofreció como disciplina pictórica, su rasgo más importante para algunos practicantes más jóvenes era que duplicaba el modelo científico de progreso a través del discurso —un procedimiento evolutivo sustentado en la voluntad del innovador de romper con la tradición, incluso una tradición de apenas tres años—. Si la “apropiación” de Duchamp del material no-artístico era, de alguna manera, una extensión lógica del uso cubista de pedazos de impresos y periódicos en la estructura de un collage, también incorporaba la confrontación vanguardista con su propio proceso de aceleración y con la “realidad” burguesa que más temía: la del objeto utilitario producido en serie. En la media década siguiente, Duchamp y otros serían testigos del dramático “regreso” a los antecedentes “clásicos” del realismo sentimental y la representación de género por parte de Picasso, Severini y Carrá.7

En el minúsculo mundo artístico de Nueva York, hacia mediados de los cincuenta empezó a desarrollarse una crisis en relación con los expresionistas abstractos y su papel dominante en el creciente mundo del mecenazgo y la información de vanguardia. Muchos artistas y críticos sentían que, a pesar de su excepcionalidad como dibujante y colorista, el planteamiento improvisatorio de la pintura de De Kooning estaba profundamente relacionado con teorías cubistas del espacio y la forma. Más concretamente, el estilo personalizado de De Kooning estaba inspirando a gran número

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de pintores para emplear técnicas similares (o, en algunos casos, casi idénticas), y por ello surgía la paradójica cuestión de cómo un acercamiento intuitivo y expresivo a la pintura podía inspirar tanta repetición entre sus seguidores. Quizá la respuesta no radique en la cualidad de “pictoricidad” de las pinturas que se producen, sino en la noción de estilo relacionada con la habilidad del artista para innovar, para maniobrar dentro del territorio de las ideas introducidas por el arte moderno. De este modo, puede decirse —no sin cierta ironía— que el primer movimiento que generó un interés mundial por el arte americano fue también responsable de provocar un conflicto entre dos representaciones del papel del artista en la sociedad: el ideal (guardián de verdades secretas y universales) y el pragmático (hábil manipulador de signos visuales).

Dos hechos están en el origen de la rápida aceleración de ideas que siguió a ese momento conflictivo. Robert Rauschenberg, que ya había introducido la técnica de la transferencia fotomecánica en sus pinturas “combinadas” de 1953-56, llevó más allá las consecuencias con un par de lienzos, Factum I y Factum II (1957), en los que el artista pintó exactamente la misma pintura abstracta expresionista dos veces, hasta la última pincelada con la fotocopia del retrato de Eisenhower pegada en el centro. Aunque durante muchos años este hecho iba a recibir mucha menos atención crítica que el acto de borrar un dibujo de De Kooning que Rauschenberg llevó a cabo tres años antes —un gesto típicamente dadaísta, opuesto a la táctica duchampiana de crear un “duplicado” que no fuera menos único que su “original”—, el artista claramente quería desafiar el aura de exclusividad que se había asociado con la oculta agenda del expresionismo abstracto. El contenido de Factum I y II no radicaba en la circunvolución interna de pintura y gesto, sino más bien en la inversión deliberada por parte de Rauschenberg del sistema de autenticación ligada al proceso mismo de hacer arte, y en el “hecho” de la existencia de la pintura como un no-original. La primera exposición individual de Jasper Johns, que tuvo lugar aproximadamente en el mismo momento, estableció una crítica relacionada de

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la expresión pictórica. Deplorando el exhibicionismo existencialista que había obstaculizado el continuo desarrollo formal del expresionismo abstracto, Johns volvió a introducir el tema al señalar el ceso de significación en sí mismo. Superficies profundas, monócromas y mates, modeladas al encausto con cera, parecían congelar los cambiantes toques que describían las formaciones de dos signos reconocibles: la bandera y la diana. Claramente, esas pinturas no eran de banderas y dianas; eran espacialmente equivalentes a sus imágenes, que, a su vez, parecían perdidas en la materialidad de la pintura. Si la obra de Johns implica una doble ambigüedad, estaba, de hecho, dirigido al corazón mismo de la identidad estilística abstractas; ni figurativas, esas pinturas trataron desenredar el proceso de asimilación conceptual ofrecido por la obra de arte contemporánea.

En cada uno de estos ejemplos, la intención del artista era alterar las expectativas del espectador en lo que a originalidad se refería, afirmando abiertamente la importancia esencial de la imagen en la pintura de vanguardia —una cuestión que se ha visto relegada ante otras más existenciales, tales como verdad e integridad, metáfora y naturaleza. Otro aspecto de esas obras es que redefinen con éxito el objeto pintado como una presencia alegórica que ha de ser “leída” como un texto, de igual manera que es contemplada como una pintura.8 A pesar de la posterior implicación de Johns y Rauschenberg en estos temas a lo largo de sus respectivas carreras, es preciso destacar que ninguno de ellos estaba suficientemente preparado para descartar totalmente la pincelada pictórica que servía de unidad de expresión al “action painter”. Sin embargo, debemos aclarar que incluso en una etapa tan temprana, ambos artistas estaban enlazando el propósito de restaurar la imaginería pictórica con el tema del desafío a las premisas básicas que sirven de base a nuestros patrones aceptados de representación.

Este problema está en el núcleo de los tres movimientos que dominaron el arte americano durante los años sesenta: Pop, Minimalismo y arte Conceptual (en comparación, los estilos contrapuestos a ellos: Postminimalismo, Abstracción “color-field” (o lírica),

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“De 1971 a 1984 las inversiones en arte proporcionaron más de dos veces los beneficios obtenidos en las inversiones en acciones comerciales en los Estados Unidos y en Gran Bretaña”.

y arte Procesual eran intentos de volver a alinear el arte con el paradigma improvisatorio en el expresionismo abstracto y, por extensión, en la naturaleza). A causa de su énfasis en el encanto y la banalidad, se ha hablado del Pop como el arte americano por excelencia; visto desde otro punto de vista, el Pop volvió hacia dentro, hacia sí mismo, el concepto mismo de un “arte americano”, forzando a toda una cultura a revelar sus incontables contradicciones. Ciertamente, puede decirse que ningún artista ha tenido un efecto más devastador sobre la imagen del arte que Andy Warhol. Aparte de las ramificaciones iconológicas del programa de Warhol para hacer objetos de arte a partir, tanto de ídolos de la cultura popular (Marilyn Monroe, Elvis Presley, Elizabeth Taylor), como de productos de consumo americanos (Sopa Campbell, Brillo, Coca-Cola) su arte está específicamente dirigido a los temas relacionados con la originalidad y la reproducción. No solo Warhol tiene otras personas que hacen la mayor parte de su trabajo (una práctica que desde entonces se ha convertido en normal en algunos sectores del mundo artístico), tal vez sea él el primer artista destacado que ha fabricado toda su carrera a partir de una imaginería preexistente, exclusivamente. Para Warhol, la práctica del arte ha consistido fundamentalmente en examinar cuidadosamente imágenes producidas por la cultura de masas, seleccionando aquéllas que quería conservar, duplicándolas entonces en variantes múltiples, casi idénticas. Aunque el arte americano de mediados de los ochenta ha generado un interés renovado por otros artistas pop como Roy Lichtenstein y James Rosenquist, y contemporáneos de la era pop

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“Muchos años han pasado desde que los artistas desearon seriamente acabar con el arte… Hoy, la renuncia al arte se ha convertido en un gesto ceremonial. Una forma de convivencia se ha establecido entre el artista y el espectador —la pretensión de que ‘esta vez las cosas han ido demasiado lejos’—. Ambos saben que la violación es una formalidad, que el espectador reconoce el trasfondo histórico-artístico de la ‘atrocidad’, y que los artistas, cualquiera que sea su dedicación, tienen el ojo puesto en el museo y en su lugar en la historia del arte”

como Claes Oldenburg y Jim Dine, el fenómeno actual también debe mucho a ciertos artistas asociados con el Minimalismo, los tres que merecen articular mención son Frank Stella, Donald Judd y Richard Artschwager.9 Los tres mantienen posiciones seminales respecto a otros acontecimientos post-años sesenta, sin embargo se puede decir que los tres han hecho avanzar la causa de la representación mediante su tratamiento del problema de la producción como lenguaje en y de sí misma. Las primeras pinturas de Stella sobre base reticulada, iniciadas en 1958, exploran a escala heroica la ausencia explícita de gesto físico y sensación aural que antes había sido la marca de fábrica de la pintura americana —aunque Barnett Newman, Ad Reinhardt y Ellsworth Kelly habían desarrollado similares programas de vaciado en su obra de ruptura del principio de los cincuenta. Como las de Reinhardt, las “pinturas negras” de Stella eran opacas, enigmáticas y muy delgadas, pero, proyectaban un orden racional y empírico, un proceso de fabricación que prolongaba las deliberadas ambigüedades de Johns y Rauschenberg en cuanto a tema y significado, al tiempo

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“Warhol nunca se ha engañado a sí mismo sobre [el estilo]: ‘Es tan aburrido pintar el mismo cuadro una y otra vez’, se lamentaba a fines de los 60. De este modo, tuvo que introducir pequeñas variaciones en el paquete, para dejar un poco obsoleto el último producto (y limitar su proliferación, asegurando así su rareza), porque si todos los Warhols fueran exactamente iguales, no habría mercado para los nuevos. Tal es su parodia de la invención, que ahora parece muy normal en un mundo artístico dominado por el mercado”.

Robert Hughes, “The Rise of Andy Warhol”, 1982

que transmitía el mismo sentido temporal del expresionismo abstracto. El hecho de que Stella estuviera logrando esto en el contexto de la abstracción a gran escala fue percibido como un tipo de amenaza diferente para el baluarte transcendentalista, para el que el uso de un vocabulario abstracto implicaba una aceptación de que el arte no figurativo funcionaba como un signo de lo “otro”, el territorio invisible del espíritu humano. La postura antidogmática de Stella ayudó a capturar los mecanismos de engaño que la abstracción, inconscientemente, había favorecido:

“Siempre entablo discusiones con gente que quiere preservar los viejos valores de la pintura —valores humanistas que siempre encuentran en los lienzos. Si les pides que concreten, siempre acaban afirmando que hay algo ahí aparte de pintura sobre el lienzo. Mi pintura está basada en el hecho de que sólo lo que puede verse ahí está ahí. Eso realmente es un objeto, y cualquiera que se vea involucrado suficientemente en ello, firmemente tiene que afrontar la objetividad de lo que está haciendo. Está haciendo una cosa”10 .

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“Las máquinas tienen menos problemas. Me gustaría ser una máquina, ¿y a ti?”

Warhol, 1967

Por tautológica que pueda parecer esta afirmación de Stella, proporciona un argumento convincente por lo que respecta a la obra de arte como una entidad en y de sí misma, opuesta su función como representación de algo distinto. La escultura y los textos críticos de Donald Judd introdujeron el vocabulario de fabricación y serialidad en la estética de vanguardia, abogando por el principio general de “la cosa bien hecha” e insistiendo en que “la idea es la máquina que hace al arte”. Como Stella, Judd emplea a menudo un discurso absolutista para afirmar realidad fenomenológica del objeto-de-arte como una cosa-en-sí-misma. Esto no era, sin embargo, la manifestación de una necesidad crítica de desenredar al arte de su existencia diaria en el mundo. Por el contrario, era afirmar que la abstracción llevada hasta sus últimas consecuencias siempre regresa a la realidad concreta del mundo físico, del mismo modo que la más moderna de las formas y sustancias revela inevitablemente una realidad más elevada cuando es vista como arte. No es sorprendente descubrir que de todos los maestros del siglo XX que sirvieron de ejemplos históricos como apoyo a la obra minimalisa, Marcel Duchamp fue, con mucho, el más amplia y variadamente evocado. Con las obras de Stella y Judd, el principio de unidad no se remite a la metafísica, como en Duchamp; se remite en cambio a las dualidades privadas del espectador proponiendo un enraizamiento en las realidades de la civilización tardo-capitalista. Aunque rigurosa en sus métodos, esta obra era una refinación a lo largo de los sesenta, de la posición minimalista adoptada por Clement Greenberg y su círculo, que defendía

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el linaje exclusivo del de otro arte y definía su valoración según las cualidades esenciales de ese linaje.

La obra de Richard Artschwager establece unas relaciones diferentes con el presente tema, primeramente a causa de su obvio uso de la simulación como premisa conceptual básica y, no sin una relación, porque su obra solo recientemente ha recibido la atención crítica y de público que merecía desde hace mucho.

Desde 1962, Artschwager ha estado creando obras que se parecen mucho a objetos ordinarios —incluidas pinturas—, pero que de hecho son totalmente no funcionales. Su arte es notable por el uso irónico de los materiales sintéticos para imitar sustancias “naturales”, aunque de forma deliberadamente poco convincente. Hablando en 1965 de su interés por la formica, una superficie plástica en la que hay impreso un diseño de madera, Artschwager explicaba:

“Fue la formica lo que lo provocó. Formica, el gran horror de la era, que repentinamente me llegó a gustar porque estaba cansado de mirar toda esa hermosa madera… No había color en absoluto, y era muy dura y brillante, así que era un cuadro de una pieza de madera. Si coges eso y haces algo con ello, entonces tendrás un objeto. Pero es un cuadro de algo y al mismo tiempo es un objeto”11 .

En el presente contexto, la idea de ‘abstracción’ se refiere más a los objetos de Artschwager que a la escultura de Judd y los lienzos de Stella. Escribiendo sobre el tema en 1978, Catherine Kord apuntaba:

“Esta silla no se parece precisamente a ninguna silla en el mundo real, pero su ‘sillidad’ es obvia e incuestionable. Invita a sentarse como una silla, pero lo repele como obra de arte (¿que diría el vigilante?), y al ser un poco demasiado alta, demasiado brillante y sin espacio para tus piernas. Concuerda perfectamente con lo que entendemos por abstracción”12 .

Uno puede observar, frente a las esculturas-mueble y pinturas de Artschwager que el lenguaje de simulación que emplea en su obra invalida la dicotomía abstracción/representación como forma de descripción. Artschwager, al optar por resaltar

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una función aproximada en sus objetos y después negar esa función, establece una continua fluctuación de significado estético por medio de la cual la abstracción de una silla deviene no más “real” que la representación de un objeto artístico. Como ha señalado Richard Armstrong:

“Cuando Richard Artschwager escribió que su ‘contribución’ había consistido en hacerlo no solo asequible, sino Necesario, es decir, obligar a plantear la cuestión del contexto, o, en términos más anticuados, hacer un arte que no tiene límites, la suya es una aspiración al discurso de significados ilimitados”13 .

Como el Pop, el arte Conceptual ha sido considerado a menudo una especie de “chiripa” histórica. Generalmente, no se esperaba que fuese duradero, y mucho menos que inspirara a una generación emergente de artistas. Sin embargo, uno de los términos más comúnmente aplicados a la obra postmoderna es “neo-conceptualismo”, y esta expresión no carece totalmente de base histórica. Mostrando un profundo interés por la filosofía lingüística y estructuralista, el arte Conceptual trataba de indagar en la idea del arte mismo, acentuando el contexto, la estética de sistemas, y la descorporalización de la obra de arte. Retrospectivamente, a los conceptuales les debemos reconocer también el que forzaran al ‘establishment’ artístico a reconocer las propiedades vanguardistas de la fotografía. En la obra ampliamente reproducida de Joseph Kosuth, One of Three Chairs (1965), una silla real está situada con una foto casi de tamaño natural de la misma silla a un lado, y una fotocopia de la definición de silla dada por el Diccionario Webster, al otro. Una obra menos conocida de Les Levine, Disposables (1966), consistía en miles de elementos plásticos moldeados al vacío (una especie de materiales de empaquetado), abollados haciendo formas abstractas; cada Disposable se vendía a $1.25. Hans Haacke, que durante la mayor parte del período conceptual realizó escultura cinética, empezó a extender el conceptualismo al terreno político con una obra sin título, de 1973, que documentaba las afiliaciones corporativas de los consejeros del Museo Solomon R. Guggenheim, llegando

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“La superficie impura-purista queda muy evidente en el nuevo arte abstracto, pero yo creo que fue Stella el primero que la utilizó. Las superficies irisadas púrpura, verde y plateadas que siguieron a las obras negras de Stella, sugerían una presencia más bien llamativa a través de sus simetrías. Un color exacerbado, espléndido, daba un toque helado al contexto purista. Principios inmaculados se ven engullidos por finales brillantes. Como la ‘Harodias’ de Mallarmé, estas Superficies revelan un ‘frío centelleo’; parecen ‘querer el horror de ser virgen’. Estas superficies inaccesibles niegan de forma definitiva cualquier significado definido. Aquí la belleza está aliada a lo repulsivo según reglas rigidísimas. La vista se ve mentalmente abolidas por el hermético reino de las superficies de Stella” Robert Smithson, “Enthropy and the New Monuments”, 1966

tan lejos como para implicar a tres miembros del Consejo en el golpe de estado al presidente chileno Salvador Allende de ese mismo año. La pieza realizada con ocasión de la invitación por parte del Guggenheim para realizar una exposición de Haacke, atrajo los titulares del medio artístico cuando provocó la cancelación inmediata de esta exposición. Probablemente, la figura más duradera del movimiento conceptual ha sido el fotógrafo californiano John Baldessari14, cuyo sentido del absurdo ha estado a la cabeza desde obras tan tempranas como un lienzo pintado, por un pintor de carteles, con la leyenda PURE BEAUTY 1966-68, (Belleza Pura), hasta proyectos más recientes constituidos por múltiples combinaciones de fotogramas según las líneas de visión de los actores principales. El impacto de Baldessari como profesor ha sido también importante; como el más destacado del Instituto Californiano de Arte a principios de los setenta, su inusual mezcla de humor y conceptualismo era importante a la hora de dar forma al punto de vista de muchos artistas jóvenes que alcanzaron cierta preemi-

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“La misma noción de uniformidad es antiestética. Pero muchas pinturas ‘all-over’ parecen haber tenido éxito precisamente en virtud de su uniformidad, su pura monotonía. La disolución de lo pictórico en la pura textura, en la aparentemente pura sensación, en la acumulación de repeticiones, parece responder a algo profundo en la sensibilidad contemporánea”

nencia en Nueva York una década más tarde: Eric Fischer, Matt Mullican, David Salle y James Welling, entre otros. Un artista cuya importancia en la conformación de la estética postconceptual no debe ser pasada por alto, fue Robert Smithson, cuya obra (como la de Artschwager) no se acopla fácilmente a ninguna categoría estilística. Aunque hacia mediados de los años sesenta Smithson impulsaba activamente al arte Minimal hacia la física quántica, la geometría no euclidiana, e incluso la ciencia ficción, es más conocido como el original y principal teórico del movimiento Earthworks (Obras de tierra). La elaboración de Smithson del proceso termodinámico de la entropía —la disminución de la energía mediante el rápido proceso de conversión de la materia física— le llevó a construir una dialéctica visual/conceptual del “emplazamiento” y el “no-emplazamiento” que trataba de tener un puente entre naturaleza y arte, presentando obras de arte que representan un estado de fluctuación permanente. Su implicación en procesos naturales del tipo de sedimentación y cristalización le fue acercando a una definición del proceso de hacer-arte como una forma de reciclaje: muchas de sus obras eran enclaves industriales abandonados que Smithson “reclamaba” como arte (aunque no fue éste el proceso de Spiral Jetty (1970) —la obra de arte americana más famosa de los años 70—. Su legado más importante —Robert Smithson murió en 1973 cuando inspeccionaba una obra en Texas—, pueden ser, no obstante, sus escritos, un conjunto de textos extraordinarios y densos que van desde secas meditaciones

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[Existen] “dos formas de ver la noción del objeto como fetiche: la psicoanalítica inspirada por Kristeva, que hace decir a un artista, ‘no hay forma de trazar una línea divisoria entre un objeto normal y un fetiche; todos estamos involucrados en relaciones fetichistas con los objetos’; y la derivada del pensamiento social… que sostiene que la fetichización del objeto único ha sido construida artificialmente por la clase adinerada”. Michele Cone, “Ready-Mades on the Couch”, Artscribe

teóricas hasta provocaciones culturales salvajes, siempre volviendo a la realidad a través de los modelos de la ciencia física. Como visionario estético de proporciones quasimesiánicas, Smithson afirma que el artista debe ser siempre responsable del contexto de la obra —no sólo de cómo está hecha y dónde es exhibida, sino también cómo es regulada, adquirida, dispersa y difundida15. Este principio, sobre todo, ha convertido a Smithson en una figura mítica para el arte de los ochenta.

Cuando Metro Pictures abrió en el otoño de 1980, la mayor parte de los observadores casuales no sabían muy bien qué hacer con ella. Allí había una galería que había dado un paso sin paralelo al centrarse exclusivamente en un arte figurativo (o de representación) derivado de fuentes tomadas de los mass-media, o que utilizaba estrategias de los movimientos post-conceptuales del vídeo y el performance. Los copropietarios de la galería eran bien conocidos en el medio artístico, por su sensibilidad hacia las ideas de vanguardia, pero el hecho de que eligieran para su apertura una lista de doce artistas que empleaban esas tácticas quería decir que Metro Pictures era considerada una aventura peligrosa, particularmente en un momento en que casi toda la atención estaba dirigida al grupo emergente de pintores expresionistas figurativos que estaban empezando a dominar en las exposiciones colectivas en los Estados Unidos16. Pocos de los artistas de Metro eran igualmente desconocidos; el crítico Douglas Crimp había incluido a Troy Bauntuch, Jack Góldsteín, Sherrie Levine y Robert Longo en su decisiva ex-

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“Mientras caminamos por nuestros museos, decoradas copas y simples jarras, frutas exóticas y ordinarias verduras, pescado, aves y piezas de carne, se acumulan en virtuosos despliegues de abundancia y fecundidad teñidos de la inevitables tristeza de la muerte”.

posición Pictures en Artists Space en otoño de 1977. Estos artistas, así cómo los fotógrafos Richard Prince y Cindy Sherman también habían recibido cierta atención a través de exposiciones en espacios alternativos y ensayos críticos de Crimp, Craig Owens y Rosalind Krauss en October (un periódico fundado por Krauss en 1976 para explorar “Arte/Teoría/Crítica/Política”). El pintor Thomas Lawson se había dado a conocer por sus impecables, aunque demasiado partisanos, escritos que aparecieron en varias publicaciones, incluyendo su propio cuatrimestral Real-Life. Y Walter Robinson, también escritor, había co-publicado una pequeña revista: Art-Rite, hacia mediados de los 70. Juntos, estos artistas y su galería representaban un sector de opinión altamente intelectual en el mundo artístico, cuyas teorías estaban bien enraizadas en la obra de filósofos europeos como Barthes, Derrida, Foucault y Lacan. El tema de la representación como núcleo de su corpus teórico crítico no era, en sí mismo, nuevo; sin embargo, ideas de este calibre habían sido siempre asociadas con el sector neo-marxista del mundo artístico —una fracción que habitualmente espoleaba (o, en el mejor de los casos, ignoraba) las maquinaciones del mercado artístico, altamente competitivo. Pero la cuidada documentación gráfica y las instalaciones profesionales de la Metro dejaban poco lugar a dudas respecto a que aspiraban nada más y nada menos que a una total aceptación de sus obras dentro de la corriente artística de Nueva York —comisarios, coleccionistas, marchantes europeos, periódicos “del gremio” y museos.

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“Es mi opinión personal que, en el fondo, no importa quién o qué llena los espacios vacíos en las paredes delos museos, en las páginas de las revistas y en las cabezas de la gente”. Walter Robinson, “The Quest for Failure”.

La primera temporada de la galería a la vez confirmó y negó esta impresión. El interés de los coleccionistas se estaba haciendo sentir respecto a las pinturas de Brauntuch, Goldstein y Longo, artistas que traspasaban los límites entre pintura y fotografía haciendo uso de la apropiación histórica, la imagen proyectada, el tema melodramático y las presentaciones neutras. Los críticos, sin embargo, parecían más inclinados a discutir los extremismos estéticos del equipo Metro. Sherrie Levine, en particular, provocó el debate a raíz de su primera exposición individual, que consistía en 26 fotografías “prestadas” —literalmente refotografiadas— de W.P.A. Depression series de Walker Evans17. La práctica característica de Cindy Sherman empezó en 1978 fotografiándose a sí misma como si fuera la actriz principal de una película de género, lo que constituyó su debut en 1980, que los observadores considerar notable por la habilidad de la artista para desarrollar variaciones aparentemente infinitas de un solo tema. Un año más tarde, Richard Prince alcanzaría una consideración similar para sus fotografías tomadas de anuncios publicitarios: hombres, mujeres, relojes y cigarrillos agrupados en casi idénticas poses que reforzaban la “normalidad” de su contexto. El cuarto fotógrafo comprometido con algunas de las premisas compartidas por Levine, Sherman y Prince era Louise Lawler, cuyo debut en 1982 en Metro consistió en grandes fotografías en color de sus “montajes” dentro de rectángulos de color, de la obra de artistas con los cuales ella sentía alguna afinidad —Warhol, Lichtenstein, Jenny Holzer, Allan McCollum; Matt Mullican y

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Peter Nadin—, así como fotografías en color y blanco y negro de instalaciones de obras realizadas por un grup de artistas diferentes, Monet, Degas, Frank Stella, Bryan Hunt, Julian Schnabel; en la sala frontal de la galería había otro grupo de obras de artistas de Metro Pictures, según Lawler, enfatizando lo atractivo como objetos de categoría.

Estos cuatro artistas empleaban la fotografía como una forma de aparato crítico, adaptando el marco sociocultural de las imágenes para confrontar el arte con su largamente incuestionado papel de proveedor de objetos bellos para ser consumidos por la élite rectora de la sociedad. Interiorizando completamente el moderno lenguaje de la reproducción fotográfica opuesto al de la pintura o escultura, estos artistas podían enlazar la imaginería cotidiana con una crítica radical al aparato social por el cual las imágenes se utilizan para reforzar mitos culturales de poder y posesión. A través de la “re-fotografía”, Levine y Prince no solo estaban socavando el status privilegiado del objeto artístico único; estaban también señalando la impotencia estratégica del artista dé vanguardia dentro de un sistema que sin esfuerzo convierte en mercancía incluso las formas artísticas menos asimilables. De igual manera, los primeros fotogramas de Cindy Sherman se apropiaban del tema de lo femenino como objeto de deseo manipulado por los artistas (generalmente hombres); en efecto, los primeros autorretratos de Sherman son lo contrario del narcisismo, porque están desviando la mirada del deseo fuera del cuerpo, hacia la representación en sí misma, forzando al observador a reconocer su propio condicionamiento visual en el proceso. Finalmente, Louise Lawler, al permitir a su arte que trate de la contextualización de los objetos artísticos, intenta crear una relación estéticamente “pasiva” entre el observador y los sistemas de valores en los que se sitúa el arte después de salir del estudio o la galería. En cada caso, el primer trabajo maduro de estas artistas refleja una insatisfacción con el papel del artista como aventurero solitario en lo desconocido mítico, prefiriendo construir una contra-ideología del artista como aquél que revela las verda-

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“De la misma manera que los grandes almacenes iniciaron al consumidor en el estilo de vida del capitalismo al principio del periodo moderno, así ahora las exposiciones temporales reciben visitantes en manda para absorber ‘cultura’ en un sistema de valores particularmente restringido… Como los grandes almacenes de su tiempo, tal vez las exposiciones temporales sean una institución paradigmática que corresponde a una fase de desarrollo social y económico —en este caso, el capitalismo multinacional—“.

des difíciles que trastornan la historia “oficial” de la civilización en la que es formado.

Esta obra demuestra, sobre todo, la familiaridad de estos artistas con los sistemas actuales de investigación filosófica, revelando una sofisticación aparentemente en contradicción con la simplicidad de sus imágenes. No era raro encontrar una base en la lingüística europea y en la teoría psicoanalítica y de representación en una generación de artistas discípulos de artistas-profesores que se habían aferrado a las obras de Sartre, Wittgenstein y Heidegger, tanto como a las de Picasso, Matisse, Duchamp o Mondrian. Aunque pocas celebridades de la pintura de principios de los ochenta podrían reclamar ese mismo nivel de habilidad en la llamada teoría “continental”, el éxito comercial y crítico de un pintor “conceptual” como David Salle era una indicación, para algunos jóvenes artistas, de que estética y creación artística no necesitaban ser territorios mutuamente excluyentes. Salle, que fue frecuentemente clasificado como expresionista en sus primeros años, empezó

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Brian Wallis, Art in America

“Esas imágenes proyectan una fascinación inducida, dentro de mundos tan extensos, por la auto-satisfacción de sus habitantes, por su absorción en esa misma perfección que los hace autónomos y exclusivos. Esas figuras incitan los mecanismo de seducción y alienación, como lo hacen esos inmóviles objetos de inimaginable perfección que confirman y superan al natural complementando y sometiendo lo real”.

Kate

, Catálogo de Richard Prince, Le Nouveau Musée, 1983

“Ya que la televisión está presente en todos y cada uno de los hogares, su función más valiosa ha sido correctamente identificada, por quienes regulan las ondas, como un instrumento de refuerzo ideológico”.

en 1979 a crear pinturas de diferentes estratos, a menudo superponiendo imágenes sobre campos abstractos de color. Su relación precisa con la imaginería no era tan importante para el artista como el hecho de que estaba reciclando temas preexistentes con una aparente arbitrariedad en el contenido, lo cual provocaba rencor entre su público, que puede que no entendiera totalmente las intenciones de Salle, pero que implícitamente era consciente de que aquél estaba presentando, como Peter Schjeldhal escribió en 1984, “no una imagen de la realidad, sino la especial y equívoca realidad de una imagen”. Comentaba el propio artista ese mismo año:

“Creo que el debate actual sobre ‘el fin de la originalidad’ es sofista. Originalidad es la única cosa que cuenta, al final. Pienso que la originalidad debe ser planteada fuera de esta cuestión de ‘estilo’ personal… Por decirlo de forma simple, la originalidad está en lo que eliges. Lo que eliges y cómo eliges presentarlo”18 .

David Salle y los foto-conceptuales de la Metro Pictures no eran, obviamente, los únicos artistas en Nueva York que esta-

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ban involucrados en la representación y las lecciones de semiótica. Desde 1975, Barbara Kruger había evocado con fuerza los principios estructuralistas en sus obras fotográficas a base de simples yuxtaposiciones gráficas de palabra e imagen. Estas emplean una sensibilidad de collage y una apariencia artística comercial que debe tanto al estudio del diseño modernista (Bauhaus, Suprematismo, Dada) como al examen incansable por parte de la artista de las formas actuales de los mass-media (ha escrito regularmente sobre cine y televisión en Artforum desde 1981). Hacia 1978, Kruger empezó a agrandar y simplificar sus piezas, que al final situaba en un formato que incorporaba una única imagen, en ocasiones fragmentada, recortada y superpuesta con una sentencia seca y acusatoria que agudamente invertía la jerarquía lingüística del sujeto-objeto entre la autoridad (masculino) y el deseo (femenino): “You Molest from Afar” (Tú molestas desde lejos), “You Construct Elaborate Rituals to Touch the Skin of Other Men” (Tú construyes elaborados rituales para tocar la piel de otros hombres). La obra igualmente paradójica de Matt Mullican desde 1979 ha supuesto el desarrollo de un completo “mundo” visual de signos-pintura que sugieren lenguajes computerizados en su insistencia en la organización de la experiencia humana dentro de un sistema de números enteros codificados que pueden ser intercambiados y/o combinados en ecuaciones según le parezca al sujeto. Debido a que los elementos de Mullican representan combinaciones de universales, están destinados, por su recognoscibilidad, a producir ‘hechos’ colectivos e individuales según una línea de pensamiento pre-crítica o pre-subjetiva. Tanto la obra de Kruger como la suya, ocultan su escepticismo radical —Mullican tras una ardiente “ratio-centricidad”, Kruger con juegos de palabras visuales que incorporan la broma y el rechazo a la vez. O el inconformista lingüístico, en este sentido, Jeff Koons, que en 1980-81 empezó a deconstruir el proceso del objeto comercial pegando un electrodoméstico totalmente nuevo a otro y colgándolos como un relieve mural, o metiendo electrodomésticos simples o dobles en cajas de plexiglás prefabricadas. Como

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“Estas son imágenes de emociones personificadas, enteramente de sí mismas, con su propia presencia, no mías. El tema de la identidad del modelo no es más interesante que el simbolismo posible de cualquier otro detalle. Cuando preparo cada personaje tengo que pensar contra qué estoy trabajando; que la gente va a buscar bajo el maquillaje y las pelucas ese común denominador, lo reconocible. Intento hacer que otros reconozcan algo de sí mismos, más que de mí”.

ejemplos de arte que miran su propio status, las primeras piezas de Koons están directamente relacionadas con los ready-made de Duchamp; pero como objetos de arte cargados de la tarea contemporánea del significado-en-su-contexto, su presencia se hace aún más llena de sentido que la de sus predecesores.

“Elijo las aspiradoras porque son máquinas que si se utilizan es para recoger la suciedad, lo cual es justamente lo opuesto a la situación absolutamente prístina en la que yo las coloco. Es una máquina que respira, y yo la elijo por su sexualidad, porque creo que la aspiradora tiene sexo masculino y femenino a la vez… Son máquinas chupadoras, tienen grandes agujeros en ciertas zonas pero también tienen diferentes accesorios que son fálicos. Pero para mí tienen una sexualidad neutra, y eso es muy importante”19 .

En la obra de Koons es posible discernir el lenguaje dualista del sujeto/objeto modificado (reemplazado) por una economía del signo basada en un sistema físico de sustitutos. Aunque derivadas de las mismas premisas de la crítica de la conciencia social mediante la re-fotografía, la teoría y la práctica de la simulación y sus aplicaciones a los procesos de creación artística, son más potencialmente perturbadoras, y a la vez más estrechamente ligadas a la tradición de la vanguardia americana, que el uso de una imaginería recuperada a través del contra-sistema de representación fotográfica. La transición de un programa (crítica, disposición) al siguiente (adaptación, exhibición) no estaba de ningún modo bien definida, pero al menos un factor en el reconocimiento de ese cambio fue

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la creciente disponibilidad de textos traducidos del sociólogo de la Universidad de París, Jean Baudrillard, un antiguo post-estructuralista cuyas prosaicas descripciones de la mediatizada cultura burguesa en la sociedad post-industrial suponían un notable cambio respecto a los secos análisis de significación de Lacan, o las construcciones de prosa cristalina edificadas por Derrida20. Como Barthes, Baudrillard destacaba la naturaleza interconexionada de los modernos sistemas de signos, ya fueran estéticos, políticos, de publicidad o información. La representación se convierte en la categoría general bajo la cual operan todos los sistemas —arte, publicidad, periódicos, canales informativos, programas-concurso, radio, campañas políticas, cine y otros miles de especies. Para los artistas más jóvenes, el mensaje oculto de Baudrillard era que el arte tiene que empezar a recrear el proceso de su asimilación en el “imperio de los signos”. La decisión de un artista de alterar el flujo del contenido o instrucción dentro del mundo de los signos de representación requiere que la obra de arte así producida tenga que asumir suficientes atributos como para pasar por signo en sí misma. A causa de la tradición inherente del arte hacia la auto-referencia, la mímica o simulación de otras modas de representación podría desafiar tanto el micro sistema hegemónico de obras de arte incesantemente escapistas y los correspondientes meta-sistemas de coerción, seducción, miedo y envidia perpetuados por formas menos basadas en el valor de la representación cultural. La simulación de uno quizá fuerce una reorientación del otro.

Un ejemplo de este proceso de simulación sería en el movimiento contra-cultural de los sesenta, que defendía el ejemplo de la alimentación natural y orgánica como alternativa a los productos sintéticos y procesados y el estilo de vida ofrecido por el mercado de masas. Como Peter Halley, entre otros, ha señalado, el mercado ahora ha hecho suyo ese ejemplo, de modo que a mediados de los ochenta cerveza, detergente, cereales para el desayuno y cosméticos son calificados de “naturales”, sugiriendo que el cliente puede ahora comprar más que un simple producto, y puede, de hecho, re-

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“Antes solía haber una clase específica de objetos alegóricos y ligeramente diabólicos: espejos, imágenes, obras de arte (¿conceptos?), simulacros, pero transparentes y manifiestos (no se confundía la copia del original), que reñían su estilo característico y su ‘savoir faire’. Y el placer consistía más bien en descubrir lo ‘natural’ en lo que era artificial y copiado. Hoy, cuando lo real e imaginario están confundidos en la misma totalidad operacional, la fascinación estética está por todas partes”.

afirmar un lazo con el orden “natural” de las cosas excepto por el hecho de que esta “naturaleza” es bastante diferente de aquélla que evocaran los hippies hace una generación. La ilusión oculta revierte, de hecho, nuevamente en la visión “progresista” de la historia, en la que la calidad de vida mejora al tiempo que la tecnología avanza. En América, al menos, ha ido quedando claro gradualmente que las ambiciones neo-coloniales, junto con los instintos socialmente represivos del creciente estado militarista, han creado una situación cultural en la que, como escribe Jefferey Deitch, “ya no es posible mantener la misma fe en las ideas modernas, el diseño moderno, y la tecnología moderna como camino hacia un paraíso racional”21 .

El hecho de que el arte de vanguardia pudiera ser manipulado como un instrumento para reforzar un orden social fue admitido por Neil Jenney hace una década, cuando los sueños expansionistas de América habían sido temporalmente sofocados por Vietnam y Watergate, y la pintura abstracta era atacada por su falta dé énfasis:

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“Abstracción es artesanía: el arte moderno estableció la elaboración del objeto independiente como un mensaje comunicativo independiente. Number One de Pollock quiere ser arte, y se aprovecha de ello —así, eso no es una afirmación enfática. Es un símbolo culminante del intelecto de su tiempo”22 .

El lamento de Jenney es paralelo al de los postmodernos de hoy, que deploran el expresionismo figurativo por su “nostálgica”, incluso regresiva, concepción del objeto artístico como una aserción grandilocuente de valores artísticos tradicionales. En contraste, aquellos artistas que utilizan el lenguaje de la simulación, afirman que el arte no puede ser manipulado y convertido en un respaldo pasivo de las jerarquías sociales si es plenamente consciente de su papel operativo como signo dentro de la más amplia jerarquía de la representación. Si el arte no puede escapar a este imperio, ni controlar su lugar dentro de ese orden, entonces la abstracción es el medio por el cual el arte puede afirmar su artisticidad sin permitir ingenuamente su cooptación por ulteriores valores. En el sentido de Artschwager, pues, la nueva obra de arte abstracta de Nueva York puede ser percibida simultáneamente cómo pintura y como “imágenes” de pinturas.

La técnica de simulación, como la de representación, puede ser identificada en otras obras de principios de los ochenta. Allan McCollum empezó hacia 1978 a producir pinturas que, de hecho, eran objetos tridimensionales fabricados que parecerían pequeños cuadros a no ser por su tratamiento uniforme (con ligeras variaciones) del marco y de la superficie “pictórica”. McCollum ha estado exponiendo estos sustitutos durante muchos años, normalmente en instalaciones grandes, teatrales, que recuerdan de lejos las exposiciones del-suelo-al-techo de la Academia Francesa. Más recientemente, McCollum ha mostrado fotografías tomadas de programas de televisión en la que un cuadro ocupa un lugar en el fondo del decorado; el artista amplía y corta la foto de modo que la imagen de la pintura es llevada al primer plano, pero en el proceso queda borrosa. R. M. Fisher, escultor que trabaja en la línea de

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“El coleccionista de arte no sólo consume arte, sino también al artista. Adquiere los frutos de la inestabilidad moral del artista a una distancia prudencial, sin tener que asumir la posición políticamente inferior del artista. El coleccionista piensa que el artista presenta su más íntimo ser, su ser no realizado o diferido, y cuando adquiere el objeto artístico… se felicita a sí mismo por su superior socialización. El coleccionista piensa, y el coleccionista se reconoce a sí mismo sólo cuando reconoce al artista”

Allan McCollum. Entrevista con D.A. Robbins

la tradición del “assemblage”, combina objetos y partes mecánicas “encontradas” formando esculturas que generalmente sirven también a un propósito funcional, como lámparas o columnas (aunque ocasionalmente son “decoraciones” heráldicas también). El humor y mordacidad de la obra de Fisher están simbolizados por la seriedad con que sus ensamblajes llevan a cabo su cometido “práctico” —una apropiada, aunque irónica metáfora del proceso de “recuperación” adoptado por Smithson. Ross Bleckner, un pintor abstracto, desde 1980 ha estado evocando deliberadamente estilos históricamente identificables dentro de su obra, no como aserciones de una esencia pictórica, sino como representaciones codificadas del estado de ánimo del artista. Su importancia para artistas más jóvenes como Peter Halley y Philip Taafe puede entenderse al considerar el cuidado que pone Bleckner al tratar modas de abstracción preexistentes con una equivalencia despersonalizada, acentuando por ello el sentimiento de “distancia” o despego irónico que es crucial para los intentos de estos artistas de evitar la periodicidad que carac-

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teriza a la mayoría del arte abstracto. Un ejemplo frecuentemente citado es la resurrección del Pop Art por parte de Bleckner, un estilo históricamente desacreditado que, no obstante, ha llegado a significar el anhelo compartido de los artistas de suplantar la incorporada transitoriedad del modernismo. En esta tarea, las pinturas de Barnett Newman también se señalan como ejemplos de cómo un poder gradual iconográfico se logró a pesar —o a causa— de la negación ferviente por parte del artista del contenido absoluto de la abstracción sígnica (o gestual) —un contenido que fue universalmente mantenido en tiempos de Newman.

La creación del simulacro pintado no es, obviamente, la única respuesta posible a la situación de “corrupción” de las artes figurativas mediante su absorción en la corriente de la cultura (la altamente publicitaria carrera de Julian Schnabel puede verse como ejemplo de este proceso corruptor), pero tampoco lo es la fotografía mediata. Desde 1978, Jenny Holzer ha estado trabajando en un arte que consiste principalmente en textos dispersos usando los medios más efectivos a su alcance. Sus textos se inscriben en cuatro categorías: “Truismos”, “Supervivencia”, “Ensayos inflamatorios”, y unas series recientes todavía sin nombre. Como Barbara Kruger, Holzer está interesada en desviar una reacción precondicionada al lenguaje, prefiriendo que su lector/observador examine los sutiles procesos por los cuales las palabras se utilizan para influir en otros. La forma de las primeras piezas de Holzer participaba igualmente de los graffiti, la fotocopia y el conceptualismo. Pegaba carteles o fotocopias de tamaño de página por el barrio, en el Lower East Side de Manhattan, disponiéndolos por separado o formando cuadrículas. A estas piezas seguían presentaciones más regulares, tales como letreros adhesivos colocados en teléfonos públicos, o placas de bronce (ocasionalmente de plástico) que representaban las primeras apariciones de Holzer en galerías. Las primeras obras de Holzer son intentos de desmaterializar simultáneamente la obra de arte, haciéndola a la vez disponible a un público que se extiende más allá de la red de la galería —ambas tácticas sirven como forma

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de respuesta a la avalancha de publicidad y dinero que empezaba a afectar al mundo artístico en ese momento. Tim Rollins estaba reaccionando ante las mismas condiciones como miembro fundador, en 1979, de Group Material, un colectivo de artistas formado para promover experimentos de colaboración entre el sistema del arte y otros grupos —el étnico barrio del East Village, donde Group Material tenía su sede, pasajeros del metro de Nueva York y algunos grupos de apoyo. Rollins, en su calidad de maestro de escuela pública del Bronx Sur, empezó en 1980 a dirigir sus clases (que incluían a muchos alumnos “incapacitados para aprender”) hacia el entendimiento y apreciación del arte como un esfuerzo multidisciplinar que tenía muchos paralelos con los objetivos fijados por el sistema educativo. Al mismo tiempo, Rollins empezó a colaborar literalmente con sus alumnos en muchas pinturas a gran escala que utilizaban como premisa ciertos textos literarios a través de los cuales los alumnos podían procesar información en sus propias vidas. Haciendo esto, el artista no ignoraba que estaba, en efecto, organizando un laboratorio/taller que, si tenía éxito, ofrecería a su grupo —que se apodaban a sí mismos K.O.S., “Kids Of Survival” (Chicos de la Supervivencia)— tanto unos lucrativos medios de conseguir empleo, como una forma dignificada de autoexpresión. Estos objetivos no solo constituían una alternativa muy necesaria a las limitadas opciones vocacionales de la juventud del ghetto —delito, trabajo poco cualificado, beneficencia o huída—, pero los esfuerzos de Rollins eran todavía otra forma de desafiar las concepciones aceptadas en lo que se refiere a la “autoría” del arte. Como alternativa expresamente propuesta a la jerarquía del sistema de galerías, el East Village ha dado un importante apoyo a más de la mitad de los artistas de la presente exposición. Aunque la mayor parte del arte del East Village alabado por la prensa era expresionista en su orientación, uno de los aspectos verdaderamente significativos del fenómeno East Village era que cualquiera que tuviera dinero para abrir una galería (y en los primeros tiempos, muchos de los locales tenían rentas muy bajas) tenía estadística -

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“Se dice que Newman ha influido de forma fundamental en el arte de los 60 al ser el pionero de la pintura de un color, de las pinturas de un tamaño gigante, por su manera de dividir y dar forma al lienzo. Esto puede que sea cierto, pero lo más importante para mí es que indicó la posición exacta del arte de hoy, en la medida en que tiene ambición de grandeza. Quiero decir que debe correr el riesgo, aparentemente inevitable, de no parecer arte en absoluto”. Harold

mente la misma posibilidad de influir en la dirección del mercado (y, por deducción en la propia historia del arte). Desde el principio, Nature Morte, abierta por los artistas Alan Belcher y Peter Nagy en diciembre de 1982, ha rechazado categóricamente el mito de la camaradería bohemia que unificaba el barrio como una entidad simple, comercial. En comparación con otras galerías pioneras del East Village como Fun, Civilian Warfare y Grace Mansion, Nature Morte abrió para apoyar un arte austero e irónico —en otras plabras, postmoderno por antonomasia—. Los artistas representados por Nature Morte crean una obra que es tanto foto-conceptual (Gretchen Bender, David Robins), como consciente de las propiedades formales de su medio (v.g., los lienzos rasgados y mal montados de Steven Perrino o los montones “a lo Brancusi” de detritus industriales). Tal vez un aspecto aún más vital de la historia de Nature Morte ha sido su defensa de artistas llegados al contexto del East Village desde otros barrios más establecidos en el terreno artístico. Desde el principio, esta práctica de incorporar a artistas

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[En Truisms] “Yo trataba de mostrar que las verdades experimentadas por los individuos so válidas. Quería dar a cada afirmación el mismo peso en sus posibilidades, de modo que las series completas pudieran infundir algún sentido de tolerancia al contemplador o lector; que el lector pudiera imaginarse a la persona que hay detrás de la frase, creyéndosela de todo corazón. Entonces, tal vez, el lector esté menos dispuesto a agredir al verdadero creyente representado por mi frase”. Jenny Holzer. Entrevista con J. Siegel, Arts Magazine

de otras galerías a esta estética —han sido incluidos Sherrie Levine, Ross Bleckner, Louise Lawler, Robert Gober, Allan McCollum y la fotógrafa Laurie Simmons— es otro rasgo que diferencia a Nature Morte de otros vecinos del East Village (habiéndose mostrado éstos más interesados en exponer a sus artistas en la calle 57 o en Soho).

De hecho, desde sus primeras actitudes antimercado, Nature Morte parece tanto una obra de arte de ella misma, como un negocio, un aspecto que queda muy claro en el comunicado de prensa de Louise

Lawler con motivo de su exposición de mayo de 1985:

“Una exposición titulada ‘Interesante’ va a tener lugar en Nature Morte durante el mes de mayo. Nature Morte es una galería en el East Village —el ‘tercer’ Distrito de Arte recién formado. Más que el ‘primero’ (Uptown) y el ‘segundo’ (Soho), el ‘tercer’ Distrito de Arte es considerado como un paquete homogéneo. El propio barrio ha sido usado y abusado como parte del arte. La obra apropiadamente ‘souvenirs’ hechos a mano, trata de incorporar la falsificación que combina lo ‘salvaje’, ‘libre’ y ‘creativo’ en la negligencia abandono”23 .

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Con la extraordinaria proliferación de galerías del East Village desde principios de 1983 a mediados del 85 —en el momento actual, sin embargo, más galerías están cerrando o trasladándose que abriendo—, Nature Morte descubrió que su actitud única había influido en buen número de artistas-empresarios. De las otras galerías relativamente postmodernas que abrieron siguiendo el camino trazado por aquélla —Mo David (ahora fallecido), lnternational with Monument, Christminster y Cash-Newhouse— todas, al igual que Nature Morte, han sido abiertas y dirigidas por artistas; sólo las dos más recientes, Postmasters y Jay Gorney Modern Art lo son por marchantes profesionales. Ya que el boom East Village ha ido disminuyendo gradualmente, algunas de las galerías más nuevas del Soho —

Cable y Josh Baer, por ejemplo— han abierto para acomodar el creciente interés comercial por este movimiento, un interés que es visible en el rápido progreso de algunos artistas postmodernos más jóvenes, desde sus galerías del East Village a otras de valor reconocido como, Leo Castelli, Sonnabend y Mary Boone24. En este proceso podemos observar que muchos de los postmodernos basados en la fotografía —Sherrie Levine, Barbara Kruger y Cindy Sherman, por ejemplo— son hoy reconocidos internacionalmente por su importancia, un hecho que puede estar relacionado con el actual surgimiento de figuras clave en el postmodernismo europeo (John Armleder, Tony Cragg, Gerwald Rockenschaub, Reinhardt Mucha, Helmut Federle, Salvo, Rosemary Troekel, Bill Woodrow, etc.) y la correspondiente disminución de interés público y crítico por destacados pintores neoexpresionistas como A.R. Penck, Jean-Michel Basquiat y Sandro Chia. Este cambio de gusto tan ampliamente divulgado, que es a la vez rechazado como manipulación cínica del mercado internacional y aclamado como ejemplo de buena fe de sucesión histórica que corrige pasados excesos comerciales, es sin embargo la manifestación más visible de una continuidad que ha sido evidente en algunas galerías de Nueva York desde el principio de la presente década.

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“Soy consciente de que hoy, de muchas formas, las distinciones entre una élite y una audiencia más general se está difuminando. Hay un factor igualador que actúa sobre la forma en que las cosas son producidas ahora, ofreciendo una ilusión de libertad compartida, de una sola audiencia. Este tipo de dinámica me interesa, y yo trato de manejarla en mi trabajo”.

El contemporáneo cambio de un arte que parece burlarse del comercio, a un arte que parece estar en abierta complicidad con ese comercio, es el aspecto menos entendido de esas nuevas obras. Ciertamente, no es casual que coleccionistas privados hayan ya creado una demanda tal de la obra de algunos artistas —Peter Halley, Jeff Koons, Philip Taaffe, Haim Steinbach y Meyer Vaisman son los que aparecen más frecuentemente citados—, que la reacción del mundo artístico podría compararse a la histeria. Pero el reciente éxito sin igual, tanto económico como crítico, de una galería como lnternational with Monument —abierta en 1984 por Vaisman y dos socios, la empresa representa actualmente a Halley, Koons, Peter Nagy, Ashley Bickerton, Sarah Charlesworth, Richard Prince y General Idea (un dúo conceptual de Vancouver), y expone a Laurie Simmons también— debe ser considerada correctamente como una extensión natural de la premisa “galería-como-obra-de-arte” expuesta primero por Nature Morte. La diferencia entre las dos galerías no está en el nivel de ideas expresadas por los artistas, sino en la naturaleza cambiante de las prácticas de negocio artístico, y de ahí la forma en que los artistas se ven a sí mismos y a su obra en relación con ese cambio. Hace cinco años, el ambiente artístico parecía estar dominado por las galerías —un hecho que contrastaba, por ejemplo, con el papel central de los críticos durante la década de los sesenta—; ahora parece que es el propio cliente el que se está convirtiendo en factor determinante del tipo de impacto internacional que va a tener un artista25. Mientras que hasta hace poco

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artistas y marchantes hablaban del número de obras vendidas en una exposición, ahora el énfasis se pone, claramente, en quién la compró. Los Museos, cuya política adquisitiva todavía favorece a los artistas emergentes de la vanguardia, no pueden ya competir con el ritmo de un mercado en el cual la producción de un artista ha pasado de la fácil disponibilidad a una larga lista de espera en solo unos pocos meses. Otro cambio puede ser detectado en el hecho de que coleccionar, antes una pasión privada limitada a círculos sociales muy restringidos, se ha convertido en una actividad pública creciente, como puede verse en el caso del coleccionista de Londres Charles Saatchi, un magnate de la publicidad que también compra en cantidad obra de jóvenes artistas. Quizá sea un rasgo peculiarmente postmoderno el que Saatchi, cuya colección se hizo pública en 1984, haya adquirido obra de artistas cuyas estrategias hacia el arte son, en muchos casos, adaptadas del lenguaje de publicidad. El sentido poético de conclusión con el que esta obra transforma su existencia como simulación en una forma autoconsciente de conversión en objeto comercial no ha sido bien acogido por muchos críticos —incluido Hal Foster, colaborador de October, cuyo artículo de junio de 1986 en Art in America condenando “la nueva abstracción” (Levine, Halley, Schuyff, Bickerton, Taaffe, man, Jack Goldsteín, Oliver Wasow y James Welling) por “artesanía pre-industrial”, y “convencionalismo”, y aprovechó la ocasión para lanzar invectivas contra la escultura de Jeff Koons y de Haim Steinbach también—. El aspecto omitido por críticos como Foster y Donald Kuspit, es que si esta obra ha ido dirigida a algo, ha sido a la inherente lucha de clases que la vanguardia sus instituciones han llevado adelante repetidamente. El arte, una vez dominio exclusivo de los ricos, está insistiendo en su habilidad para ser construido a base de partes simples, haciendo uso de una economía de medios. Si esto no permite a las masas trabajadoras disfrutar del arte contemporáneo más que, digamos, hace diez años, sí ha tenido éxito a la hora de forzar a los patronos del arte contemporáneo a darse cuenta de las vastas reservas de poder ocultas en los bienes de consumo, colo-

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“El convencionalismo no contesta nuestra economía del signo en los medio de masas, sino que está en sus manos porque esta economía realiza una operación similar en todas las expresiones culturales por la cual el contenido específico, ambivalente de una expresión (v.g. graffiti) es primeramente abstraído por un estilo general, equivalente (arte de graffiti) y después circula como tantos otros signos de consumo (tiendas de graffiti)”.

res, formas, imágenes, texturas y textos que comprenden la norma, aunque mediatizada, existencia de los ciudadanos de la clase media-trabajadora en las sociedades postindustriales. Ciertamente, mientras por un lado es extrañamente subversivo poner a los coleccionistas en la situación de colocar aspiradoras en cajas al lado de sus pinturas-de-platos de Schnabel, existe una satisfacción más profunda, sin embargo, por parte de un artista como Peter Halley, que ejemplifica un dualismo de clase con su afirmación de que “el componente más político en una obra de arte… es la idea de que la obra debe estar concebida de tal modo que cualquiera pueda hacerla26. Thomas Lawson, que reconoce y apoya diferentes premisas de este “nuevo” conceptualismo, cree que la obra es importante aunque sólo sea porque se hacen visibles en ella los mecanismos por los cuales la cultura absorbe todas las ideas de vanguardia:

“Estos artistas admiten la imposibilidad de negar la hegemonía cultural de las clases dominantes, pero siguen intentándolo a través del subterfugio. Según los patrones del formalismo modernista, la obra resultante es impura, unas múltiples referencias a medios diferentes de representación, y de estilos diferentes de representación… Trabajando a partir de una premisa profundamente pesimista, es éste un arte extremadamente consciente que trata de negar su propia inevitable negación de la cultura en general vaciando previamente las estrategias de esa cultura”27 .

Ciertamente, la semiótica del deseo empleada por estos artistas conlleva otra forma de ambigüedad. En junio de 1984 Sarah Charlesworth mostró en The Clocktower, en el bajo Manhattan,

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tres años de trabajo. Para los espectadores que sólo habían conocido su trabajo a través de colectivas diversas, la exposición reveló la intensidad que subyace en las investigaciones fotográficas de Charlesworth. Una serie llamada ‘ln Photography’ (en la fotografía) hacía hincapié en las relaciones entre color “formal” y realidad gráfica utilizando objetos cotidianos (una bufanda, una silla Reitveldt). Las obras más destacadas, sin embargo, eran sus imágenes de figuras únicas recortadas de su contexto original y re-fotografiadas sobre fondos de color. La brillantez técnica de las grandes impresiones en Cibachrome de Charlesworth son tales que engañan al ojo al percibir ese campo como un espacio post-ilusionista —la percepción de la imagen realzada mediante la descontextualización. En la imagen de una mujer de una tribu africana, o en la del cantante pop David Bowie, el sujeto se ve “exotizado” precisamente de la misma manera, de modo que, inconscientemente, se nos hace que completemos la imagen añadiéndole atribuciones de valor, motivo y tiempo. En una entrevista, Charlesworth explicaba:

“La obra trata de la seducción y la ira… atracciones y repulsiones… Los colores brillantes, las relucientes superficies, el marco lacado, todo está diseñado para seducir al contemplador a un cierto nivel… Pero el medio es muy frío, las imágenes atraen, pero niegan el placer de la textura de lo hecho a mano”28 .

Pocos meses antes de esta exposición, Peter Schuyff tuvo su segunda exposición individual de pinturas en Pat Hearn Gallery. Mientras en su primera muestra Schuyff había buscado un sentido de contraste entre sus lienzos biomorfos, pseudo-surrealistas, esta vez intentó algo diferente. Cada pintura era del mismo tamaño, con colores y técnicas muy relacionadas. Colgadas tan próximas que casi se tocaban, las pinturas de Schuyff estaban muy cerca de parecer decoraciones murales —que, en sentido extremo, lo son en realidad. Esta técnica de instalación lograba el deseado efecto de repeler a ciertos observadores que encontraban burdo y comercial colgar las pinturas de forma que no pudieran ser adecuadamente “leídas”, tanto desde cerca como a distancia. Reflexionando sobre

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“La serie empezó con un sentimiento de ira. De nuevo estaba luchando contra la adornada vaciedad de la imaginería de los mass-media, contra la superficialidad y la vanidad, la falsa inocencia y agresividad, tanto masculina como femenina, tal como las define la moda y la cultura popular en general. A medida que avanzaba la serie empecé a darme cuenta de que yo misma no estaba tan críticamente distante, de que muchas de las actitudes a las que me quería oponer eran las que me seducían a mí misma”.

ello, queda claro que uno de los temas que subyacen en esta obra es el control no sólo del contenido y apariencia de las pinturas, sino de la manera en que actúan sobre las expectativas del observador respecto a lo que constituye una instalación “seria” de obras de arte originales. No es que Schuyff no quiera que su obra sea vista como original; más bien, desde que era un joven pintor con una reputación creciente, encontró artísticamente repugnante revestir a sus lienzos de la seriedad del mito. Ese verano, en la misma galería, Philip Taaffe presentó su primer conjunto de obra evolucionada: apropiaciones “a tamaño natural” de las pinturas Op de Bridget Riley de los años 60, y un par de pequeños lienzos creados al estilo del reductivista americano de figura-fondo Myron Stout (la muestra contenía también referencias a Duchamp y Ellsworth Kelly). Un aspecto importante de las pinturas de Taaffe era que apenas eran pinturas: utilizando fragmentos de imágenes de linotipia en color, el artista las superponía y colocaba en numerosas capas delgadas de medium. Las superficies resultantes eran extrañamente planas y

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translúcidas al mismo tiempo. Aunque conceptualmente relacionadas con la obra que Sherrie Levine había creado desde que dejó su cámara, las primeras pinturas de Taaffe eran inexorablemente físicas, sin miedo de sugerir la posibilidad de un espectáculo visual casi transcendente mediante el uso de imágenes preexistentes.

La obra más reciente de Sherrie Levine supuso un problema para sus primeros partidarios que no podían racionalizar el uso que ella hacía del lápiz y del pincel de acuarela para crear modestas pinturas del mismo tamaño que las láminas de los libros de donde eran tomadas. Aunque su primera exposición de esas obras en Baskerville + Watson en diciembre de 1983, atrajo muchos elogios por parte de los críticos más nuevos que pudieron responder más directamente que antes a sus acuarelas “al estilo de” Miró, Leger, Arthur Dove y Stuart Davis, la nueva obra de Levine estaba siendo despreciada por retrógrada por el elemento antipintura de la crítica post-estructuralista. La atmósfera de “exposición colectiva” que flotaba sobre su proyecto fue repetida en el mismo sentido unos pocos meses más tarde en la tercera exposición estética que podía funcionar en muchos medios simultáneamente, Mullican produjo una instalación sorprendentemente bella que incluía sus carteles con firma, junto con grandes banderas de fieltro, un “diagrama” grabado en pizarra y dos piezas muy ambiciosas con vidrieras. Haciendo esto, el artista conseguía confundir partidarios y detractores de igual manera, la mayor parte de los cuales sentía que las imágenes herméticas de Mullican no se prestaban fácilmente a semejante despliegue a gran escala. Un año antes, la exposición de Cindy Sherman, de ella misma posando con la línea de otoño de un destacado diseñador de ropa del Soho, había erosionado parte del apoyo popular y crítico que siguió en todo el mundo a sus exposiciones de 1981 y 1982, en las que no sólo introdujo un uso crecientemente sofisticado del formato, el color y la escala, sino que también consiguió un éxito al revelar más variaciones de la psique la artista de las que había mostrado el dramatizado emocionalismo de las fotografías. La única artista que gozó del favor general en sus recientes

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“Cuando recibes en la jurisdicción de lo Social a la persona que es inaceptable según el umbral figurativo de la ley, entonces es la representación misma la que resulta despreciada, representación en la capacidad de una relación diplomática entre el sujeto y el objeto que no sólo gobierna la credibilidad de la imagen, sino el propio gobierno de las imágenes”.

Collins y Milazzo, “Persona Non Grata”, 1985

orientaciones desde sus primera obras fue Jenny Holzer, que para la Bienal de Whitney de 1983 había transferido sus textos, desde modos extáticos a los anuncios luminosos que se ven frecuentemente en aeropuertos, bolsas de comercio y campos de deportes. Un año más tarde, Holzer extendió el uso de ese medio al incorporar tableros mucho más grandes que utilizaban imágenes pictóricas además de palabras. Aprovechándose de la tecnología de los medios de comunicación de masas, Holzer estaba indicando claramente que su trabajo podría funcionar dentro del mismo contexto de otras formas de “información pública”. A este respecto, no es sorprendente que las esculturas de 1984 hagan uso también de estilos tipográficos decorativos y secuencias múltiples de montaje para hacer lo más entretenida posible la transición entre los textos.

El hecho de que estos artistas, a lo largo de 1983 y 1984, estuvieran luchando con los temas de accesibilidad y comercialismo dentro de su obra, parecía ser una señal lo suficientemente clara, para los artistas más jóvenes, de que esos temas estaban muy vivos, aunque en una fase aún embrionaria. Las exposiciones que constituyeron el debut de algunos de estos artistas durante el verano y otoño de 1985 dieron unas indicaciones bien precisas para determinar que la fase de transición del postmodernismo estaba ya completada, y que las sensibilidades públicas estaban preparadas para otras orientaciones más radicales. Entre las más sorprendentes estaba la primera exposición de Peter Halley en lnternational with Monument en junio de 1985. Halley, que se había ganado

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una buena reputación por sus artículos en Arts (sobre Bleckner y Smithson, entre otros), se había dedicado a desarrollar un orden geométrico dentro de la pintura que evitaba los temas transcendentales impuestos por la historia de la abstracción. Sus pinturas simplificadas, diagramáticas de celdas, chimeneas y conductos, combinaban dos elementos materiales que parecían traducir literalmente sus descripciones de los lienzos como representaciones del “despliegue de lo geométrico” —Halley interponía colores irisados, colores “day-glo” con negro, blanco y gris, y hacía sobresalir las áreas de las “celdas” en sus pinturas con un ligero relieve utilizando una marca comercial de estuco simulado conocido como “Roll-a-Tex”. Las pinturas no eran simplemente intensas: parecía que participaban de la “realidad” postindustrial a un nivel que ni la figuración reciente ni la abstracción parecía que se habían preocupado de conseguir. En su texto que acompañaba la exposición, Halley dejaba claro que él creía que su obra exponía las bases de un nuevo orden social:

“Hoy la limitación foucaultiana es reemplazada por la disuasión baudrillardiana. El trabajador ya no necesita ser coaccionado por la fábrica. Nos apuntamos en culturismo físico en los gimnasios. El prisionero ya no necesita ser confinado en la celda. Nosotros invertimos en condominios. El loco ya no necesita vagar por los corredores de los manicomios. Nosotros circulamos por las autopistas”29 .

Coincidente con esta exposición fue una muestra colectiva en la galería Barbara Gladstone titulada “Social Studies”. Los artistas en esta exposición estaban también involucrados en temas sociopolíticos (Holzer, Leon Golub y el escultor inglés Bill Woodrow estaban incluidos en la selección); con mucho, la obra más distintiva era Amerika de Tim Riollins y K.O.S., una pintura gigantesca creada a partir del capítulo final de la novela de Kafka. “The Nature Theater of Oklahoma” (el fondo de la pintura consistía en páginas del mismo libro). El capítulo evocaba sardónicamente el mito americano del individualismo con su invitación a “cada uno” a convertirse en artista; sus medios de participación

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consistían simplemente en tocar cornetas en un preciso momento. Rollins y su grupo empezaban a dibujar y pintar las propias cornetas llegando finalmente a una composición total en la cual las variadas formas de aquéllas se retorcían para crear un denso enredo de “objetos individuales”. Quizá el rasgo más notable de la pintura era que las cornetas estaban pintadas con pan de oro, simbolizando tanto el valor inapreciable de cada contribución única, como el mensaje bien definido de que en América toda creatividad es parte del mercado. Un joven pintor llamado Ashley Bickerton ha mostrado también recientemente una obra que parece relacionada con las exploraciones de Halley y Rollins de los temas de la creatividad y la fascinación. Las pinturas de Bickerton consistían en variadas composiciones en cuadrícula que incorporaban siluetas de figuras derivadas del diseño industrial y de formas como de maquinaria, meticulosamente elaboradas, que recordaban las superficies metalizadas de coches de carreras preparados. De estos tres, Bickerton era el que más directamente se orientaba en su obra a la significación-producto de consumo, particularmente porque las pinturas fueron diseñadas como artefactos emblematizados, completados por profundas y adornadas barras laterales y ataduras “protectoras” en las esquinas.

Gran parte de esta obra sugiere afinidades con desarrollos recientes en la escultura. La exposición individual de Jeff Koons, en International with Monument, empezó a elaborarse sobre sus primeras ideas con un sentido casi narrativo de la metáfora que ganó la atención de todo el mundo artístico. Sus “depósitos de equilibrio” eran acuarios que contenían balones de baloncesto, completamente sumergidos en el en el punto medio del depósito, o bien medio sumergidos en el agua por la mitad. Estos objetos tratados, que sugerían una suspensión de la duda en un de útero, estaban expuestos junto a anuncios enmarcados de calzado deportivo Nike, cada uno conteniendo un retrato de, en su mayoría celebridades negras de los deportes en poses que simulaban las de ejecutivos de negocios o héroes míticos (Presidente de Consejo Directivo, Moisés). Si las

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“Como la puerta estaba solo medio cerrada, solo logré una confusa visión de mi padre y mi madre en la cama, uno encima de otro. Mortificada, herida, horrorizada, tuve la odiosa sensación de haberme puesto ciegamente, completamente, en manos indignas. Instintivamente y sin esfuerzo, me dividí a mí misma, por así decir, en dos personas, una de las cuales, la real, la genuina, permanece, mientras la otra, una buena imitación de la primera, estaba encargada de mantener relaciones con el mundo. Mi primer yo queda a distancia, impasible, irónico y observando”.

ironías políticas de Koons en su elección de anuncios estaba completamente clara, así también las siniestras alusiones en sus series de objetos inflables en bronce fundido —balsa, escafandra, balón de fútbol— que abordaban el tema de la disfunción y el utilitarismo convertidos en inutilidad amenazadora para la vida cuando un “objeto” es transformado en “artefacto”. La muestra de la obra reciente de Haim Steinbach, en la galería Cable el siguiente otoño, proponía unas conclusiones bastante diferentes con materiales similares. Desde 1979, la obra de Steinbach se refiere a la colocación de objeto: en un contexto artístico; esta exposición, sin embargo, sacaba a la luz los principios de la relación abstracta implícita en el énfasis consumista de la “elección”. El artista compró una serie de productos comerciales, construyó estanterías de madera y formica (con referencias a Judd y Artswager) en las que colocó los objetos. La atención de Steinbach al color, número, jerarquía de colocación, función y movimiento podían ser interpretadas en su relación con el mecanismo de significado y valor dentro del mundo artístico.

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El Arte y su doble

“En una sociedad capitalista se nos paga con objetos por el trabajo que hacemos. Y en los objetos podemos ver rasgos de personalidad de individuos, y los tratamos como individuos. Algunos de estos objetos tienden a ser más poderosos que nosotros, y nos sobrevivirán. Esta es una situación amenazadora que tenemos que afrontar”.

“Durante la década pasada hemos sido testigos de una ruptura radical con la tradición modernista, efectuada precisamente por una preocupación por lo ‘teatral’”.

Además, el artista estaba obviamente involucrado en el espectáculo de ese despliegue por sí mismo, y la obsesión tardo-capitalista por la satisfacción del deseo: “la cueva de Alí Babá no es diferente de Macy’s, pero entonces era más reconocida como fantasía”30. Un joven escultor que ha sido alumno de Steinbach tuvo su primera exposición individual al mismo tiempo. Robert Gober había estado trabajando durante tres años con esculturas de yeso con armazones muy pesados que eran variaciones de una forma utilitaria simple: el lavabo. Sin embargo, al contrario de Koons y Steinbach, Gober parecía mucho más interesado en explorar esta forma, más como un símbolo psicológico, que como una referencia a sistemas de pensamiento estéticos o filosóficos. Están hechos a mano, y revelan una inequívoca presencia y escala antropomórficas. Está claro que también van dirigidos a estados de presentación y existencia, pero este aspecto de la obra es privado, ligado al yo interior. Como alter-egos, los lavabos de Gober están lejos de cualquier trama de implicación con el mundo funcional, y demuestran calladamente que el reco-

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nocimiento de esta utilidad radica en el hecho de que el espectador “complete” la imagen mediante su memoria. Pero las variaciones que Gober es capaz de producir sugieren que es implícitamente consciente de los problemas de serialidad que tanto Koons como Steinbach han llevado adelante en su obra. El desarrollo dentro de la obra de ciertos artistas en el pasado año ha sido importante para entender el arte postmoderno como una evocación de lo doble. La exposición de Cindy Sherman en 1985 presentaba una obra que reintroducía la teatralidad en sus autorretratos por primera vez desde finales de los años 70. Las nuevas fotografías mostraban a la artista luciendo máscaras, falsos miembros, heridas artificiales y complicados trajes y pelucas; los escenarios, que previamente habían parecido disolverse en efectos de buen gusto, ahora eran más complejos que nunca, pintando playas pedregosas, campos oscuros e interiores enigmáticamente luminosos. En la exposición más reciente de Barbara Kruger pueden identificarse dos niveles de desarrollo: la imagen-doble, fotografías lenticulares vacilantes que eran producidas como series en edición; e imágenes muy grandes que incluían una aproximación más compleja al color de lo que la artista se había permitido a sí misma anteriormente. También estaba incluida en este grupo de obras una pieza-palabra que no contenía imagen alguna, así como una imagen sin acompañamiento textual. Renunciando a la apariencia “seria” de sus fotografías en blanco y negro, Kruger reconoce que la habilidad de sus fotos para seducir al observador no es, de hecho, un factor perjudicial. La muestra

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El Arte y su doble
“Con el Cubismo, lo real dio paso al vector y fue reemplazado por lo esquemático”.
Peter Halley, “On Line”.

“Su ambición [de Newman] era la realización de una frontera pura que rompiera el dominio de la retórica de exaltación”

Philip Taaffe, Sublimity, Now & Forever, Amen

“Lo que ha derivado el arte abstracto… ha sido su importancia para el tema, su intento de re-espiritualizar y re-educar moralmente el tema”. Donald Kuspit, “Youg Necrophiliacs, Old Narcissists”, 1986

de Sarah Charlesworth en 1986 de su obra reciente, confirmaba una re-introducción del collage en sus fotografías. El exotismo de sus imágenes y la colocación no quedaba disminuido, pero el observador podía establecer múltiples asociaciones entre la imagen principal y las más periféricas (una mujer velada y un pelícano volando, por ejemplo). Como Kruger y Sherman, Charlesworth ha demostrado interés por la conclusión temática que podría incluso ser calificada de episódica.

Dentro de la pintura y la escultura, estos temas han sido también repetidos, aunque de formas más codificadas. La exposición más reciente de Sherrie Levine se centraba en obras “originales”: unas series de rectángulos de contrachapado en los que el “nudo” manufacturado había sido pintado con pan de oro; y una triple serie de abstracciones formalistas consistía en abigarradas bandas verticales de color, “franjas” equidistantes, y pinturas en cuadrícula, a modo de tableros de damas a dos colores. La explicación de Levine de esta obra se basa en cuestiones tanto teóricas como personales:

“Pensé… al hacer las nuevas pinturas: ¿qué es lo que ha estado reprimido en mi obra, reprimido por la retórica que la rodea? Lo que yo quería hacer era crear pinturas que tuvieran que ver no sólo con la historia del arte, sino también con la historia personal y la memoria. Quería hacer pinturas que fueran formales y alegóricas al mismo tiempo”31 .

Una reciente exposición de las nuevas obras de Peter Schuyff ha demostrado que las implicaciones formales en la última

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“Mi trabajo realmente tiene que ver con la experiencia de la vida, con la experiencia social, la comunicación con el mundo exterior. La moralidad de ser un artista es importante, especialmente ahora”

abstracción geométrica son, en sí mismas, alegóricas. Esos lienzos exploraban la decoración de tal manera que enfatizaban una contradicción entre el espacio profundo, ilusionista, descrito por sus círculos y cuadrados graduados. Un grupo de pinturas fueron incluso realizadas para simular telas decoradas, con orbes espaciales iluminados que parecían designar focos —un sofisticado retruécano sobre la literalidad como los nudos dorados de Levine—. Philip Taaffe, en su segunda exposición, se concentró en volver a trabajar muchas de las pinturas de Barnett Newman, así como un “prestado” Paul Feeley y muchas imágenes del propio Taaffe. Los “Newmans” eran particularmente interesantes por su intento de duplicar los “contramitos” del fallecido artista del espacio sublime utilizando los métodos menos táctiles que Taaffe pudo encontrar. En las pinturas más recientes de Peter Halley, negro, blanco y colores primarios desempeñan un papel más importante que antes, y el variado uso por parte del artista de referencias de conducto-y-celda indican claramente las relaciones del artista con la abstracción “hard edge” (contorno neto) de los años 60 como una forma de pintura histórica. Cuando se escriben estas páginas, la escultura más reciente de Robert Gober es una cama de tamaño natural —no, como con los lavabos, una escultura que se parece mucho a una cama, sino una cama hecha de madera y tela para sugerir una imagen —memoria arrancada del territorio de la memoria y re-construida como realidad tangible. Finalmente, las últimas esculturas de Jeff Koons son, tal vez, la afirmación más extrema por lo que respecta a los temas de

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El Arte y su doble

“No importa lo que uno piense, todo esto es de muy mal gusto, y esa es, en cambio mi intención. Grito desde los tejados: ‘Kitsh, Cursilería, Mal Gusto’; esta es la nueva noción de arte. Y mientras estamos en ello, olvidemos completamente el arte”.

contenido y accesibilidad que parecen obsesionar a sus colegas. Los “juguetes de ejecutivo” en acero inoxidable de Koons —un modelo Ford A en miniatura, una locomotora de vapor con seis vagones—, todos son, de hecho, garrafas de licor, “souvenirs” de edición limitada que acentúan la obsesión de los americanos por la movilidad, ligados al reconocimiento del abuso del alcohol como medio necesario para comunicarse —literalmente, para llegar a los demás. La obra de Koons ya no intenta revelar la soberbia de lo nuevo; él está implicado ahora en efectuar una imitación de lo inapreciable, y en exponer nuestra re-contextualización del mundo material a través del filtro invisible del arte.

Si consideramos esta obra en el contexto de la estética del siglo veinte, podemos darnos cuenta de que la vanguardia ha tratado siempre de poner al arte cara a cara ante sus muchos dobles. Si el arte actual parece polarizar ciertos rasgos que previamente se habían permitido mutua tolerancia sin actitudes facciosas, esto es debido en gran parte a un esfuerzo prolongado por llevar al arte a una nueva definición de relevancia social, incluso de universalismo. Los dobles que estas obras han tratado de examinar son, en apariencia, interminables: el sistema de copias derivado de la reproducción fotomecánica (Charlesworth, Kruger, Lawler, Levine, Taaffe); la red de artefactos materiales investidos de atribuciones humanas (Gober, Koons, Steinbach); la manipulación del deseo a través de referencias lingüísticas (Bickerton, Charlesworth, Koons, Lawler, Sherman, Schuyff, Steinbach); el

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“El propósito de nuestra ley va dirigido a la total prohibición de todas aquellas ideas que sean mínimamente divergentes respecto a los tópicos aceptados, y tras ese propósito de ley hay una fuerza más potente de la costumbre, y bajo esa costumbre hay una filosofía nacional que erige la conformidad en la más noble de las virtudes y condena el libre funcionamiento de la personalidad como un delito capital contra la sociedad”.

lenguaje del control político y económico (Holzer, Koons, Kruger, Rollins, Steinbach); el desafío a las modas aceptadas de autoría (Charlesworth, Koons, Kruger, Levine, Rollins, Taaffe); la máquina (Bickerton, Holzer, Koons, Mullican, Steinbach); el exotismo de lo “cotidiano” (Charlesworth, Gober, Koons, Steinbach); la presentación del sustituto (Gober, Holzer, Koons, Kruger, Levine, Mullican, Sherman); el peso metafísico de la historia modernista (Halley, Lawler, Levine, Schuyff, Taaffe); la codificación del medio ambiente físico (Halley, Holzer, Mullican, Rollins, Steinbach); la trampa lingüística (Holzer, Kruger); el marketing de la innovación (Koons, Lawler, Steinbach); la desviación del deseo masculino (Kruger, Levine, Sherman); la compartimentación de bienes y servicios (Lawler, Mullican, Steinbach); la metáfora literaria (Holzer, Rollins); y el encubrimiento de la autonomía (todos los artistas). A medida que esta obra empiece a entrar en la historia, muchas de las inquietudes individuales serán pasadas por alto en nombre de la heterogeneidad cultural. Pero en el momento presente, esta obra es capaz de desafiar algunas de las creencias más profundamente mantenidas en lo que se refiere al lugar y la producción del artista a fines del siglo veinte. Para bien o para mal, pasará mucho tiempo antes de que muchas de esas creencias puedan devolvernos a una aceptación incuestionable del artista como curador; por ahora, es más que suficiente saber que nuestras aflicciones están dentro de nosotros, y de que somos tan ignorantes del mundo como el mundo parece serlo respecto a nosotros.

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El Arte y su doble

1 Cada vez con más frecuencia aparecen artículos sobre este fenómeno en publicaciones tales como Art in America, New Art Examiner, Artscribe (Londres), e incluso en revistas no especializadas en arte como New York. El primer estudio institucional de estás obras digno de atención es “Endgame”, organizado por el lnstituto de Arte Contemporáneo de Boston, aunque numerosos ensayos europeos durante el verano llaman la atención sobre el “regreso” de la abstracción en la pintura reciente. La mitad o más dé las exposiciones inauguradas en el Soho de Nueva York durante el mes de septiembre ofrecían arte de naturaleza reductivista, geométrca y/o conceptual.

2 A causa del contenido intensamente académico de los numerosos planes de estudios de las licenciaturas en Bellas Artes (Master of Fine Arts) en las universidades americanas, desde principios de los años 70 es muy común que los jóvenes artistas americanos construyan un linaje histórico para su propia obra empezando por el Impresionismo y llegando hasta los movimientos de los 60. El reconocimiento reciente de algunos artistas europeos de tendencias estilísticas orientadas a la abstracción reductivista (Federle, Armlender, Rockenschaub) o a la escultura del “assemblage” (Muc`ha, Cragg, Woodrow) ha propiciado un cierto apoyo critico para tendencias relacionadas, aunque divergentes, en el arte americano.

3 Los elevados precios y el marketing agresivo de artistas como Schnabel, Kiefer y Cucchi —que muchos observadores achacan al mercado de Nueva York— ha hecho que muchos artistas jóvenes reexaminen la noción de “genio” en estos esquemas comerciales, y exploren los precedentes de un arte que no trata de rendir culto a la personalidad del artista.

4 Artículos recientes en The Village Voice y en la revista financiera Insight dan testimonio del hecho de que un número creciente de coleccionistas se están interesando solamente por comprar obra de artistas emergentes o ya establecidos, mientras que el mercado para aristas a mitad de su carrera, sin fuertes credenciales, está empezando a desaparecer.

5 De hecho, Duchamp creó ready-mades “asistidos” en 1913, pero en 1914 prescinde de toda referencia al pedestal escultórico.

6 El ensayo de Benjamin, The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction (La obra de arte en la época de la reproducción mecánica), un hito en la Escuela de Frankfurt, se ha convertido en lectura obligada en la mayoría de los cursos deestética de la última década.

7 Este capítulo antes olvidado del arte moderno fue analizado por Benjamin H.D. Buchloh en su ensayo “Figures of Authoríty, Ciphers of Regression: Notes on the Return of Representation in European Painting”, que apareció en October, nº 16 (Primavera 1981). Buchloh examina el “regreso a la tradición” en el modernismo de mediados de los años veinte como precursor de la política fascista y nacionalista, y establece un paralelismo con la obra de Baselitz, Kiefer, Chia y otros.

8 Véase también Craig Owens, “The Allegorical lmpulse: Toward a Theory of Postmodernism”, en October, nº 12, reimpreso (como el ensayo de Buchloh) en The New Museum’s Art After Modernism Museum’s (ed. por Brian Wallis).

9 Esta referencia no pretende minusvalorar la importancia de numerosos pintores abstractos relevantes que aparecieron en el período comprendido entre 1965 y 1970, incluidos muchos —como Robert Ryman, Robert Mangold, John McLaughlin y Brice Marden—, cuya obra ha sido cada vez más frecuenternente citada por los jóvenes pintores americanos.

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10 Citado en Bruce Glaser, “Questions to Stella and Judd”, que primero aclareció en Art News, septiembre 1966.

11 Citado en Jan McDevitt, “The Object: Still-Life”, Crafí Horzons, sept.-oct, 1965, p. 54.

12 Citado por Richard Armstrong, “Artschwager’s Atopia”, de Richard Artschwager’s Theme(s), Albright-Knox Gallery, 1979.

13 Ibid.

14 La obra de Baldessari puede ser considerada también en el contexto del Pop californiano y de los movimientos conceptuales, ya que tiene m᧠en común con Larry Bell, Edward Kienholz, Ed Ruscha, Billy al Bengston, Robert lrwin o Craig Kaufman que con los practicantes, menos ingeniosos, de los mismos estilos en Nueva York.

15 La Universidad de Nueva York ha publicado The Writings of Robert Smithson (edición a cargo de Nancy Holt, 1979), agotado en menos de tres años de su publicación.

16 El grupo originariamente asociado a la Metro Pictures estaba compuesto por Lawson, Levine, Sherman, Brauntuch, Goldstein, Longo, Prince, Robinson, Michael Zwack, Laurie Simmons y Louise Lawler.

17 En 1936 la revista Fortune envió a Evans y al escritor James Agee al sur de los Estados Unidos para registrar la vida cotidiana de los granjeros arrendatarios. Esta colaboración dio como resultado un libro, Let Us Now Praise Famous Men, (Alabemos ahora a hombres famosos), y Evans quedó encargado de tomar más fotografías de pobreza rural sureña para la Works Progress Administrations (W.P.A.) (Administraciones para el progreso del Trabajo), que dio subvenciones para numerosos artistas americanos, incluyendo a Pollock, Gorky y de Kooning.

18 Citado por Gerald Marzorati, “The Artful Dodger”, Art News, verano 1984.

19 Citado por Gary Garrels, The New Sculpture, The Renaissance Society at the University of Chicago, mayo 1986.

20 Aunque no han sido nunca analizadas sus ramificaciones estéticas en el sentido más amplio, la influencia de la filosofía francesa en el arte americano ha sido una constante desde principios de los años 50, cuando Robert Motherwell investigó los escritos de Sartre para sus contemporáneos.

21 Citado por Matthew Collings, “Mythologies: Art and the Market”, Artscribe, mayo 1986.

22 “Neil Jenney”, Art-Rite/Painting, Primavera 1975.

23 Louise Lawler, op. cit.

24 El 18 de octubre se inauguró una exposición en la galería Sonnabend con obra de Bickerton, Halley, Koons y Meyer Vaisman. A esta seguirá otra en el futuro, con obra de Haim Steinbach. Philip Taaffe expondrá con Mary Boone, y Meyer Vaisman con Leo Castelli en el otoño de 1987.

25 “Concerning thr Contemporary Art. Market with an Eye on Profit”, Insight, 31 de marzo de 1986.

26 Citado en “From Criticism to Complicity”, Flash Art, nº 129, verano 1986.

27 Lawson, “Nature Morte”, en Infotainment, Livet Reichard Co., New York 1985.

28 Entrevista con Paul Bob, East Village Eye, Verano 1984.

29 Halley, “The Deployment of the Geometric”, Effects, Primavera 1985.

30 Flash Art op. cit.

31 Citado por Gerald Marzorati, “Art in the (Re)Making”, Art News, Mayo 1986.

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El Arte y su doble

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Wallis, Brian. “The Art of Big Busines” Art in America, Junio 1986.

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Entre el Objeto y la Imagen –Escultura Británica Contemporánea

Comisario: Lewis Biggs

Idea y colaboración: Carmen Giménez, Juan Muñoz y Nicholas Serota Palacio de Velázquez (Madrid), en invierno y primavera de 1986.

Durante la década de los ochenta, y con menor intensidad también en la siguiente, fueron muchas las muestras colectivas de arte que se realizaron en centros y museos de toda España, tal como se está reflejando en esta compilación. Varias fueron las razones y argumentos para esa insistencia, pero existe una por encima de las demás, y que más que “artística” es educacional: había que recuperar el enorme vacío —ignorancia— que existía en el país en lo concerniente a la información y conocimiento de lo que se estaba creando, y contemporáneamente a nuestra propia realidad, fuera de nuestras fronteras. Es verdad que dicho desconocimiento, por desgracia, no se centraba únicamente en “lo último” (el fundido en negro empezó,

como bien sabemos, en 1939), pero indudablemente el deseo de ser finalmente “contemporáneos” del resto de Europa, más de lo que estaba ocurriendo en la escena neoyorquina, fue el argumento defendido con más urgencia. La muestra Entre el Objeto y la Imagen – Escultura Británica

Contemporánea se celebró en el Palacio de Velázquez de Madrid entre el 28 de enero y el 20 de abril de 1986, y fue de una gran importancia en la memoria de las exposiciones realizadas durante el gobierno socialista. De los quince artistas británicos seleccionados se puede afirmar que “conocidos” (el entrecomillado se impone por justicia y necesidad) únicamente lo era Anthony Caro (el mayor en edad), pues Eduardo Paolozzi, de su misma generación,

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era un completo desconocido, debido en esencia a que el Pop británico, movimiento al que pertenecía Paolozzi, aún resultaba más secreto o inexplorado que el realizado en USA. Del resto de los artistas presentes quizá Richard Long y un emergente Tony Cragg empezaban a ser más o menos conocidos, sobre todo gracias a la labor que en esos años realizaba la revista Lápiz, siendo los demás creadores (y no pocos de ellos tuvieron aquí con los años una relativa e insistente presencia en galerías y centros de arte) unos perfectos desconocidos excepto para… Juan Muñoz (comisario en la sombra de esta muestra), y autor de uno de los textos que aparecen en el catálogo (volveremos enseguida al escultor madrileño, tristemente muerto en el 2001). El ensayo principal escrito para la ocasión corresponde a Lewis Biggs y es un buen análisis (muy formalista y didáctico, de alguna manera “filológico”) de los elementos estructurales (y generales) de las obras de los artistas presentes. Supongo que se debió considerar la (casi) nula información y conocimiento que se tenía en España de estos artistas en el momento de “enfocar” el tono discursivo del ensayo. Pero, insisto, es un buen escrito “introductorio” de una concreta realidad artística foránea de aquellos años. Como bien escribe Biggs el deseo de “esta exposición es mostrar un acercamiento entre el contenido y la forma, el concepto y el material, mediante el retorno de las asociaciones y símbolos reprimidos como formas y técnicas, y una disponibilidad a expresar con instancias materiales los problemas de la representación que anteriormente se mantenían ‘en abstracto’. El arte, como el que se

muestra en esta exposición, provoca la especulación y la experiencia de los exótico, la experiencia de un objeto más allá del sujeto”. Estas pocas frases pueden perfectamente servir como sinécdoque de la totalidad del ensayo, además de mostrar una innegable eficacia y limpieza en la presentación teórica de los artistas. El artista español Juan Muñoz, como ya se ha informado, participa en el catálogo con un pequeño escrito —inteligente, divertido, irónico…— que también hemos reproducido (creemos que merecidamente, aunque únicamente fuera por la calidad artística de su obra) en esta compilación. El texto lleva por título Un hombre subido a una farola (Entre la escultura británica y la escultura a solas) y se trata de un sofisticado divertimento teórico en el que, bajo la apariencia de un elegante y crítico comentario sobre una obra “ultrajada” de Jacob Epstein de la Tate Gallery, lo que en realidad lleva a cabo es un magnífico comentario —a vista de pájaro— de algunas líneas maestras desarrolladas por estos escultores. Y no únicamente, pues no con menor inteligencia y finura defiende su propio trabajo sin decirlo ni parecerlo. Como muestra de este refinado análisis, y manteniendo siempre el foco sobre la obra “violentada” de Epstein, escribe (se recomienda la lectura del texto para una mejor y más cabal comprensión de estas frases): “La pieza parecía en tan peculiar limbo haber encontrado su propio locus. Entre la ‘historia’ (entre comillas) y el ‘olvido’ (entre comillas). Justo a medio camino entre las salas de exposiciones en el piso de arriba y el almacén en el sótano”.

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Luis Francisco Pérez, 2017

Un hombre subido a una farola

Entre la escultura británica y la escultura a solas

Apenas un matiz, y sin embargo precioso. Tan sólo eso. Un ligero matiz precioso. Porque, a fin de cuentas, el argumento, los argumentos, son los mismos. Sólo que cada época los relata con ese ligero…

Tal es la sospecha que propone Jorge Luis Borges en sus escritos. Sin duda, el hacedor de tangos hubiera sospechado con certeza que la ambigua fortuna de la Tate Gallery (cortar la obra de Jacob Epstein y así de una escultura hacer dos) conlleva una cierta semejanza al conocido milagro de los panes y los peces.

Permítasenos indagar en tan aventurada circunstancia y conjugar ambas obras a modo de acercamiento (un matiz) a la preocupación escultórica de ámbito británico.

Durante años era necesario recorrer alguna sala de damas y caballos alegóricos para, bajando las escaleras, llegar a un pasillo ni ancho ni estrecho, ni especialmente iluminado. Una vez allí,

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Entre el Objeto y la Imagen – Escultura Británica Contemporánea

rodeado de cuadros de discípulos de Turner, amigos vorticistas y otros de incierta procedencia, se hallaba la escultura del tronco de un hombre. Mitad humano, mitad futuro. La pieza aparecía en tan particular limbo haber encontrado su propio locus. Entre la “historia” (entre comillas) y el “olvido”1 (entre comillas). Justo a medio camino entre las salas de exposiciones en el piso de arriba y el almacén en el sótano.

La mitad superior o el carburador

A lo largo de los años el tronco cortado por encima de la pelvis y los antebrazos seccionados a la manera clásica asemejaban una escultura tradicionalmente moderna. Sin embargo, esas mismas formas, los hombros, la espalda, el cuello, parecían haber sido construidos con las piezas de desguace de un automóvil. El mismo tórax recordaba el carburador de una moto. La fascinación por la máquina parámetro de modernidad a comienzos de siglo había encontrado en esta pieza de Epstein uno de sus más atentos creyentes. Todo y por encima de todo el hombre mismo podía construirse con un algo otro ya existente y así intercambiar sus identidades. Lo que Epstein añadió en la primera de sus dos esculturas no fue una mera reconsideración matérica. Esta obra, concebida para ser fundida en bronce, conlleva una metáfora extrema: el hombre concibe al hombre a su imagen y semejanza. Permítasenos un símil un tanto doméstico pero útil. El cochecito que Picasso transforma en mona (La guenon et son petit, 1951) es, en manos de Epstein, desguazado y reconstruido en rostro. Dos trayectos casi opuestos. Para el primero todo es semejanza. Para Epstein el coche y el hombre son uno e intercambiables.

La mitad inferior o lo concreto

Atender al elemento de abajo es hacerlo a una suerte de insecto tecnológico. Levanta al hombre del suelo y sin fingimientos lo de-

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vuelve a él. Alegoría irónica o metáfora encubierta de su propio envés; la taladradora se eleva en el aire para llegar más hondo.

La obra de Epstein existió como mero tronco hasta 1974. En la docta exposición de la Hayward fue reconstruida y devuelta a su estado primigenio. Primero de todo, admitámoslo, fue una gran sorpresa estética. Máquina de tres patas, soporte o vertical, es una suerte de minarete desde donde atender a la distancia (las distancias). Su forma tiene una lógica gramatical interna tan exacta como su requerimiento técnico demandaba. El escultor inglés, como años después varios de sus compatriotas, se prestó a la admiración por el objeto ya hecho, construido sin intención escultórica. Lo que separa a Epstein de la más reciente generación es su caminar desde el objeto hacia atrás. Desde el barco hacia la estela, la memoria. Sirva de nuevo el símil del cochecito de Picasso para verter así la claridad de una linterna. Picasso priva a la forma, pues es la forma su interés, de su razón originaria. El coche es ya rostro. Epstein no sólo deja intacto el objeto y su forma, sino que, más allá de aludir a su función, hace de ésta la causa y propulsión de su escultura.

Una farola a un hombre o el enroque

A medio camino entre lo humano y el artificio. Rock-Drill, taladrador o taladradora. El transladador. El hombre fascinado por la bovina extiende sus patas articuladas para así erguirse. La máquina como un caballo mecánico eleva al hombre, para así cumplir su función de profundizar: dos objetos de la naturaleza que la naturaleza no unió. A través de la escultura Epstein hace de dos: uno. Artista de una sola escultura (como Duchamp-Villón, Gabo, Smithson o Mc Cracken). Epstein construye aquí un umbral. Cuando la Hayward presentó la escultura completa, ésta había cambiado una vez más. Ahora la parte humana era de escayola blanca, a diferencia del primer bronce negro. Vale preguntarse si la timidez de Epstein o la falta de recursos del reconstructor detuvieron la simbiosis de formas a través del color. No sería acaso la acepción última

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Entre el Objeto y la Imagen – Escultura Británica Contemporánea

de esta obra el hacer indistinguible el arriba del abajo. Ser: entre. De cualquier modo, lo que Epstein realiza es, además de un salto cualitativo, un acto clarificador. Tomar una botella y soplar en la boca del cuello es extender (con ese cierto matiz) la medida de su función. Ponerla boca abajo en una mesa es conjugarla en función del desequilibrio. Tomar un vaso de agua y vaciarlo es devolverlo a su verdadera entidad. Cubrir una sombra de vasos y botellas es indicar el cuerpo que lo proyecta. Epstein, en realidad, coge la botella y vierte su contenido en el vaso. Punto. Ha servido una copa. Exacto. Volvamos al cochecito de Picasso. Lo que Epstein hace con él es abrir la puerta y meter dentro un conductor.

Entre otras culturas

De entre la multiplicidad de esculturas que gravitan en las salas de la Tate Gallery algunas parecen haber escapado al mero requerimiento de su época, al impecable cumplimiento de su destino esteticista; González, el plano que empieza en la parte inferior de Smith y continúa en Early One Morning. Dos coetáneos del RockDrill: La Cabeza de Caballo de Duchamp-Villon y la Cabeza de Naum Gabo. Al primero le corresponde una idéntica preocupación con Epstein. Los componentes de la forma final son también bielas, ejes, soportes. Más allá todavía la parte es indisoluble del todo. Al segundo le corresponde haber traído a la escultura inglesa un único gesto: el de la cabeza que avanza, arrogante, precisa. Un rostro único, hermandado con la obra de Epstein en el costoso avance de unos centímetros. La primera de estas esculturas fue hecha por un francés, la segunda por un ruso.

Se nos ocurre que la escultura inglesa tiene una cualidad particular. Es difícil encontrar paralelos fuera de su geografía isleña. Sus elementos, sus discursos le son propios.

Permítasenos terminar este apartado de igual modo que los anteriores. Tony Gragg, la piedra angular, coge el cochecito del

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símil picassiano, lo pone en el suelo y junto a él otro, y varios más en dirección contraria.

Es posible que habiendo escrito del gesto de un cuello que se levanta, del hallazgo no fortuito, del uso del hallazgo, del color, de la parte, de su envés (el todo), del suelo (envés por excelencia), de la gravedad (razón de ser del suelo), del Rock-Drill, habré hablado de la escultura británica.

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Entre el Objeto y la Imagen – Escultura Británica Contemporánea
1 Valga recordar, como tanto gusta de hacerlo a Borges, que el olvido es una forma, acaso la más alta, de la memoria.

Entre el objeto y la imagen

Para poder hacer una relación convincente del desarrollo de la escultura en Gran Bretaña durante los últimos veinticinco años se tendrían que hacer muchas referencias al arte producido en otros sitios. Una relación plausible consistiría en indicar que el arte pop y la escultura formalista de la década de los años sesenta surgen del surrealismo y el expresionismo de la década anterior. Las preocupaciones de índole social del pop se proyectaron posteriormente hacia la interpretación y el arte de contenido social o de “protesta”, por un lado, y por el otro hacia las premisas filosóficas del arte conceptual mediante un proceso de abstracción y reducción como respuesta a los interrogantes planteados. Pero en la década de los años setenta la práctica escultórica que predominó fue un desarrollo del formalismo que pretendía elaborar la teoría y comprobar las cualidades intrínsecas de la escultura a través de una exclusiva preocupación por el lenguaje del medio (aunque esta preocupación nunca fue tan

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exclusiva en Gran Bretaña como lo fuera para ciertos escultores en Estados Unidos).

Hace diez años se observó que las obras de una exposición panorámica de la escultura británica compartían diversas características: la importancia de las consideraciones estructurales; la manipulación abierta del espacio en lugar de moldear formas cerradas y sólidas; el proceso de relacionar elementos separados en un todo articulado; el comportamiento funcional y la interacción de una amplia gama de materiales estructurales; la abstinencia de la retórica y el gesto grandilocuente, y la intimidad del detalle1. Aunque el énfasis en las consideraciones estructurales se ha acallado durante la década intermedia, muchas de estas características aparecen en esta exposición como lo hicieron en aquélla.

Podríamos añadir que buena parte de esta selección está compuesta por obras efectuadas con la técnica del collage y que predominan los valores visuales sobre los táctiles.

Pero existe una diferencia determinante. Durante esta última década y en todas las áreas del debate intelectual ha surgido una dominante preocupación por la lectura subjetiva de los objetos culturales. El interés por el tema, el contenido, el concepto y la imagen, ha desplazado la obsesión por la forma, la estructura y la técnica. En la práctica de la crítica ha habido un viraje hacia la insistencia de que aún el arte más formalista o estrictamente literal contiene aspectos inevitablemente metafóricos2. Gran parte del arte neo-expresionista y de nueva imagen a nivel internacional ha abandonado totalmente el modernismo y el formalismo, lo cual no es el caso en esta exposición. Esta exposición muestra un acercamiento entre el contenido y la forma, el concepto y el material, mediante el retorno de las asociaciones y símbolos reprimidos como formas y técnicas, y una disponibilidad a expresar con sustancias materiales los problemas de la representación que anteriormente se mantenían “en abstracto”.

Sin embargo, no es éste el sitio para discurrir sobre una evolución histórica. Claro está que el arte que aquí se presenta tie-

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ne una historia propia, pero para hacer un recuento cabal de esa historia tendríamos que abarcar buena parte del arte de este siglo. En estos momentos la mayoría de los artistas parecen buscar una liberación de la historia, en el sentido de un desarrollo lineal y determinado, y, consecuentemente, se toman la libertad de asumir lo que quieran de la historia. Parece ser que lo mejor es prescindir de las categorías críticas de las décadas, los movimientos y las generaciones, y enfrascarse en la obra, como debe hacerlo el espectador en la exposición, de forma directa y sincrónica.

Un principio rector para la invitación a los artistas y la selección de sus obras para esta exposición se basaba en el hecho de que los objetos requieren una forma de atención que nos aparta del mundo de lo conocido. Todo lo que haya sido reducido de uno u otro de los órdenes simbólicos —el lenguaje, las convenciones de la representación y demás—, todo lo que posea una imagen, nos llega de forma indirecta, interpuesta. Si una obra de arte pierde su presencia como objeto, también pierde su posibilidad de objetividad. Si una obra es demasiado subjetiva o egoísta, únicamente se puede comprender como una extensión de su creador. La diversidad de las respuestas sólo es posible para los objetos que eluden las categorías de la comprensión contemporánea, que salvaguardan su serenidad, su objetividad. Jamás había precisado tanto el arte del objeto.

Varios de los más importantes artistas británicos de las décadas de 1960 y 1970 que fueron capaces de romper con los esteticismos reduccionistas; o formalistas mediante la introducción de una subjetividad radical en sus obras (haciendo que la vida ocupara el lugar del arte como sujeto) han logrado cerrar la puerta a la interpretación por la omnipresencia de su propia imagen. Para poder sobrevivir, el arte debe ser exótico, extraño. Debe poder liberarse del creador para volver a nacer en la mente del espectador. El arte, como el que se muestra en esta exposición, provoca la especulación y la experiencia de lo exótico, la experiencia de un objeto más allá del sujeto.

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En este catálogo hay más ilustraciones de obras de los artistas que las que están incluidas en la propia exposición, además de materiales biográficos y bibliográficos que servirán de introducción para aquellos lectores que desconozcan las obras de estos artistas. Fueron los propios artistas quienes seleccionaron las reproducciones de sus trabajos acompañadas de sus comentarios y, en algunos casos, hasta el formato. Sirven como compensación a la inevitable limitación que la muestra puede ofrecer sobre su obra y se deben considerar como un proyecto independiente de la exposición. Sin embargo, el ensayo que sigue se centra únicamente en las esculturas que han sido seleccionadas para la exposición. Así se plantean ciertos interrogantes y se proponen ciertos enfoques que no pretenden ser exclusivos. Se inicia con el examen de las esculturas que incorporan fragmentariamente los objetos y las imágenes de la vida diaria; luego se centra en aquellas obras que responden de alguna manera a algún formalismo predominante y que poseen una significación arquetípica y, en ocasiones, ética. Continúa con la observación de los objetos poéticos y otras obras de expresión formalista, algunas de las cuales se apoyan en la disciplina pictórica, para finalizar con algunas obras que llevan implícita una actitud o posición artística que alienta a la exhibición en su conjunto.

Como la iconografía ha vuelto a ocupar un papel en la crítica del arte, se puede indicar que la inspiración para las obras Crash de Eduardo Paolozzi, y Jorge y el Dragón, de Tony Gragg, es la célebre escultura de Laocoonte en el Vaticano. Laocoonte, ciudadano de Troya, fue muerto junto con sus dos hijos por serpientes enviadas por los dioses. Fue el castigo que se le infligió por aconsejar a su ciudad que no introdujera el Caballo de Troya en su recinto. “A los griegos los temo —dijo—, hasta cuando ofrecen regalos.” Apenas discernibles en la abstracción barroca de Crash, aparecen los miembros tubulares inhumanos y los torsos de traza

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mecánica de dos figuras que provienen del Mickey Mouse disneyiano en colisión frontal. El impacto de esta colisión parece haber mezclado inextricablemente lo humano con lo inhumano, en una elocuente descripción de la confusión en que se ha hundido la humanidad tecnológica. Paradójicamente, esta imagen disolvente y dinámica de la (¿auto?)-destrucción ha sido fundida y soldada como reliquia perdurable.

Se cae en la tentación de asociar la técnica de Crash con los cadáveres exquisitos del surrealismo, y la fuente de sus imágenes con el Pop —una forma del arte que el propio autor ha tachado de “políticamente inmoral”—. Paolozzi prefiere que se le considere un artista realista y no surrealista o pop. En rigor, un escultor realista trabaja por mímesis, produciendo esculturas que parecen idénticas a cosas que no son esculturas. Ni Crash ni Banco de Mecániko son miméticas (aunque ha creado otras piezas que sí lo son), sino realistas en un sentido más profundo. Paolozzi considera que, en realidad, “el hombre está siendo lentamente destruido por la máquina”3.

En Jorge y el Dragón Gragg ha cubierto con espirales de tuberías de plástico unos objetos aparentemente inofensivos, totalmente ordinarios y manifiestamente domésticos: un recipiente para leche, un cesto de ropa y una mesa. Hay algo enternecedor en la forma en que los materiales contrastantes utilizados (aluminio, mimbre, madera), cada uno de los cuales muestra las cicatrices del uso humano, se ven cubiertos por el plástico insensible de las tuberías. ¿Acaso tienen estos objetos una significación más profunda? San Jorge (que mató al dragón) es el patrono de Inglaterra. Los bidones de leche y los cestos de ropa podrían simbolizar la domesticidad de antaño y la mesa es el altar de la familia nuclear, el nexo con el consumo que va a dar a las tuberías del desagüe. De forma tal que Jorge podría ser el vecino que batalla con ardor por mantener las apariencias a través de las serpientes y escaleras de la cotidianeidad, y así caben muchas otras interpretaciones. El significado mítico del título ha dado pie al siguiente comentario por parte del

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artista: “…la imagen del dragón… no forma ya parte de nuestra realidad contemporánea, pero se puede encontrar en la Biblia… en la memoria colectiva del subconsciente de la humanidad nos vemos a nosotros mismos como pequeños animales enfrentados a un dinosaurio”4.

En el arte del siglo veinte5 hay una larga historia de la utilización, y especialmente la re-utilización, de los objetos producidos industrialmente, como los que se pueden observar en Jorge y el Dragón. Pero significaría una pérdida total de su sentido reducir el significado de una escultura como ésta a una técnica dentro de la historia de la estética, pues realmente lo que representa es nuestra confrontación con la materia semántica de nuestras vidas. En la actualidad, Laocoonte no es estrangulado por los instrumentos de los dioses, sino por nuestra propia hegemonía cultural.

A este montaje de las imágenes y artefactos preconcebidos para que presenten un “realismo del contorno contemporáneo y un realismo de la conciencia cultural de sus hacedores” se le ha denominado bricolage6. Como método de escultura invierte la noción tradicional de que es la originalidad lo que confiere fuerza a la expresión. Al contrario, se atiene a la re-representación de las imágenes estereotipadas cuyo impacto proviene de su condición de clichés y de la re-utilización de materiales con asociaciones preinscritas.

Paolozzi utiliza objetos producidos por la industria —aunque sea indirectamente— que han sido asimilados como si fueran “arte”. El hecho de que nos demuestra que siempre ha captado las posibilidades de esta técnica queda constatado por la incorporación oculta del motivo de Mickey Mouse que mencionábamos anteriormente en relación con Crash. Su obra Truenos y relámpagos con Moscas y Jack Kennedy, 1971-1976 (cuyas dimensiones hacen que desgraciadamente no se pueda incluir en esta exposición), consiste en una tolva de aluminio (“cabriola”) en cuyo interior el artista deposita porciones de esculturas fallidas, entre las cuales incluye un busto de J. F. Kennedy, contra un fondo de moscas pintadas. El

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conjunto se exhibe sobre un escenario, “como referencia al teatro japonés, así como las referencias a los truenos, las moscas de la plaga y el asesinato de Kennedy y equiparan la antigua ira de los dioses a la representación de una tragedia griega moderna”7. Es una declaración de compromiso ante una forma metafórica, simbólica y dramática del arte en la cual la improvisación se torna en un ritual, y cuyo objetivo consiste en revitalizar una cultura agonizante.

Banco de Mecániko también consigue transformar lo efímero en lo inmaterial: cual un altar, los objetos que contiene, formas mecánicas híbridas, son una ofrenda a los dioses, o quizá sean los propios dioses. Aunque las formas están moldeadas con pedazos de máquinas, privadas de su función original, son meras presencias que ya no contienen la vitalidad de la máquina, icónicas mas no actuales, dioses presuntos, a flor de piel. Pero su simulación no menoscaba su potencialidad.8

Parece que Paolozzi nos plantea cómo podemos nosotros mantener un sentido del valor ante las maravillas de la producción de bienes. Los productos masivos siempre son reemplazables, siendo su único valor el que les otorga su función. El objeto de mayor sofisticación técnica puede perder su valor de un día para otro al perder su valor de uso. Pero el artista vuelve a darles su valor al proporcionarles un propósito nuevo; recupera los restos del naufragio que flotan sobre el mar del materialismo; rescata al objeto del desperdicio creado en torno al ciclo del consumismo al que se refieren tanto Paolozzi como Cragg. Una de las fuentes de valor que restan es el cuerpo humano, y el deseo se convierte en la redención del pesimismo y la auto-destrucción. Bill Woodrow ha encontrado una forma de trabajar con las máquinas que las convierte en algo tan accesible como nuestros propios cuerpos y con la misma capacidad para expresar deseos.

Una panorámica de la historia de la escultura en este siglo señala “una nueva ubicación del punto de origen del cuerpo que se desplaza de su centro a su superficie”9. La piel es la frontera entre lo propio y lo ajeno. Conlleva su propia identidad. Woodrow

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difunde esta visión desarrollando los utensilios domésticos para crear nuevos objetos con sus pellejos. El procedimiento adquiere una simplicidad esencial, la misma que cualquier niño puede asumir al modelar cosas con una caja de cartón. La simplicidad del proceso tiene gran importancia; se trata de un arte de desmitificación. La nueva creación es un objeto del deseo personal, y más frecuentemente estereotipado, un hecho que refuerza su identidad conceptual y asociativa más allá de su contenido real. La violencia de este proceso contrasta con su misma simplicidad; es la violencia creativa. Cuando Woodrow se lanza a la crítica, lo hace tanto psicológica como físicamente, transgrediendo, como lo hace, los límites convencionales entre la identidad de uno y otro objeto. es una muestra de la energía transformadora de su deseo. La fuerza de la obra proviene del choque que presenciamos entre el abismo de la promisión del deseo y su presencia como objeto.

Tinaja doble con sierra de cadena es como el crecimiento orgánico de un miembro violentamente agresivo del cuerpo maternal y servil de una lavadora. Es un acto contra natura (o más bien subvierte la mitología de los objetos que hemos creado para nosotros mismos en nuestra propia cultura). De forma similar, Fuego Eléctrico, asiento de coche e incidente muestra la capacidad del artista para transformar el mundo de la putrefacción en un género dramático. Algunos quehaceres domésticos, perfectamente inocentes y poco interesantes, están sobrecargados con el agobiante embeleso y la sudorosa excitación de los accesorios de una novela policiaca. Esta capacidad mágica para hacernos creer lo que desea es también evidente en Elefante —pues es un amante de la naturaleza—, combinada aquí con una pasión idéntica por expresar sus ideas sobre el estado del mundo. Esta composición realizada con puertas de automóvil, esta aterradora y triunfante imagen del Tercer Mundo, esta presa irónica, es el fantasma del colonialismo que recorre el subconsciente de los europeos. (Véase la declaración del artista.)

La escritura de Woodrow compromete al espectador como resultado de su doble calidad de objeto, cosas de este mun-

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do, y de imagen, parte del orden de un sistema de señales. Su obra es tridimensional, mimética, aunque ocasionalmente también ha incorporado escenas de tipo ilusionista en sus esculturas. Ciertas obras de esta exposición, como Gran Bretaña vista desde el norte, prescinden del mimetismo tridimensional totalmente y asumen las reglas convencionales del ilusionismo bidimensional como sistema conceptual.

La obra de Tony Cragg ha sido un ejemplo positivo para muchos de los escultores de su generación y una forma de valorar sus logros está en el hecho de que cada una de sus obras en esta exposición muestra formas de trabajo muy diferentes. Gran Bretaña vista desde el norte es una muestra del ilusionismo en dos instancias, ya que es la representación de un mapa, lo que de por sí es una conceptualización. Es un autorretrato de una serie hecha con restos de objetos de plástico que conforman un mural. Fue una obra totalmente preconcebida: “Simplemente tenía una imagen y quería verla”10. Podría ser un comentario de cómo se ve Gran Bretaña desde el norte industrial de Europa (Gragg habita en el valle del Rhur), o desde el norte industrial de la misma Gran Bretaña. También podría ser un comentario sobre la ideología del nacionalismo, fomentado por los gobiernos, y que establece fronteras que los gigantes económicos multinacionales (con cuyos productos se compone esta obra) no reconocen. Aunque es un autorretrato, no es nada autoexpresiva. El artista reconoce que él está hecho de la misma materia que Gran Bretaña —su lugar de origen—, aunque ahora resida fuera. Es un intento de hacer realismo en una época en que LA REALIDAD APENAS PUEDE COMPETIR CON SU IMAGEN PUBLICITARIA.11

La relación entre la realidad y su imagen es el meollo de la obra de Michael Craig Martin. Hasta hace muy poco ha evitado la utilización de la imagen de cualquier objeto que se pueda considerar como simbólico (aunque, si nos empeñamos, cualquier objeto se puede considerar desde ese punto de vista), porque tales objetos, como él dice, “nos frenan”. A él le interesa, ante todo, el

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mundo físico y nuestras reacciones fulminantes ante él. Día a día reafirmamos con nuestro uso cotidiano la cualidad de objeto de los utensilios domésticos, y consecuentemente adquieren visos de certidumbre que son denegados al cambiante mundo de las palabras y las imágenes. Un cubo se nos presenta de forma tan inmediata que no le permite mayor significación como palabra o imagen. Lo mismo sucede con una mesa o con un vaso de agua. Sobre la mesa parece una comprobación científica de la gravedad y la mecánica. No aporta nada a nuestro conocimiento; al contrario, su objetivo consiste en devolvernos el asombro ante el hecho ordinario que la percepción directa nos puede suministrar cuando nuestro conocimiento sobre las imágenes y el lenguaje queda momentáneamente en suspenso (al igual que la mesa). Una demostración de este mismo experimento —aún más sencilla— la tenemos en Un Roble; aquí el lenguaje y la percepción sensorial están directamente confrontados. Creamos o no en el acto de transustanciación del artista, no nos puede quedar ninguna duda sobre su visión de la ambición y poder del arte, ni de que no deba expresar nada que no sea el objeto, que, a su vez, es el sujeto.

Después de este supremo acto de fe en el arte, Craig Martin revierte su práctica para ofrecernos imágenes en vez de objetos, pero sus intenciones siguen siendo las mismas. Imagen: Plancha Reloj, etc., demuestra hasta qué punto se pueden reconstruir todos los atributos de un objeto (su peso, tamaño, solidez, color, forma) por medio de nuestro conocimiento conceptual de la imagen más abstracta.

Las obras más recientes muestran una evidente afinidad con la pintura; así, no nos puede sorprender (tras observar la selección de colores y la colocación compositiva de las obras en acero forjado) que en la pared de su estudio esté siempre colgada una reproducción de Léger. El suyo es un temperamento “clásico” en el sentido de que ordena su experiencia, introduce en su obra un frío distanciamiento, evitando la expresividad con la utilización directa de una señal que representa la realidad —colocándose en el extremo opuesto a los métodos apasionados y manipulativos de

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Paolozzi, Cragg o Woodrow—. Esta abierta simplicidad es una herramienta para penetrar el miasma de señales hasta alcanzar el estado físico de “las cosas como son”.

Mientras que Craig Martin siempre ha funcionado a través de la reticencia, las indirectas, los conceptos, los estudios de la familia Boyle, no podrían ser más explícitos ni físicamente presentes. Resulta curioso (dado que sus enfoques son tan radicalmente distintos) que ambas obras vinculen los extremos del artificio y la actualidad, y que ambos provoquen un sentimiento de asombro ante el mundo tal cual es. “Nada es más radical que los hechos” (véase la declaración de la familia Boyle), podría ser el lema de cualquiera de ellos.

Mark Boyle y su familia han colaborado durante dos décadas en la fabricación de facsímiles exactos de la superficie terrestre. Los artistas se preocupan por evitar que las decisiones de orden estético intervengan en la selección de los sitios, su orientación, la superficie que abarcan o de que el objeto final delate las huellas de sus productos. Los emplazamientos urbanos o rurales son considerados a la par (el emplazamiento encontrado, al igual que el objeto encontrado, posee sus propias leyes y su propia belleza donde sea que se encuentre). Toda convención simbólica es ajena a su obra. Refutando el concepto del arte por el arte, ellos insisten en que (si fuera posible erigir un marco conceptual para sus obras) el arte es extensivo a la vida. El arte es sencillamente la realidad que se percibe mediante el uso pleno de todas nuestras facultades.

Podríamos argumentar que parte del poder de la obra proviene de la incertidumbre de su estado. ¿Qué estamos observando?

¿La realidad o el arte? Al mismo tiempo estos estudios no podrían estar más alejados de la mezquindad de una ilusión óptica. Más que provocarla, exigen la creencia. Poco tienen que ver con el arte y mucho con lo que está ahí. Aquí el realismo de la mímesis alcanza su punto extremo. No se puede argumentar nada. O el espectador descubre el interés, la fascinación y la belleza de estos facsímiles de la realidad, o no lo hace.

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Las obras de Craig Martin y la familia Boyle representan dos actitudes-clave de las esculturas de esta exposición. Un roble e Imagen demuestran en sus diferentes formas la capacidad que el arte posee para construir la realidad con un sistema de creencias. Los estudios de la familia Boyle dan muestra de un empirismo que impugna para siempre la construcción de todo sistema de creencias. Entre estos dos polos se abre un espacio en el que es posible hacer bricolage y otro tipo de escultura que nos ofrece al mismo tiempo, tanto un marco conceptual de referencia como un pedazo de la realidad.

En todas las obras que hemos observado hasta el momento es evidente que los artistas toman como punto de partida su entorno material y se podría decir que todas incluyen una crítica sobre ese entorno. Este enfoque está similarmente implícito en dos de las tres obras de Antony Gromley que se incluyen en esta exposición, Frutos de la tierra y Cama.

Frutos de la tierra se compone de un machete, un revólver cargado y una botella de vino, envuelto cada uno en muchas capas de láminas de plomo. Esta cubierta de plomo suaviza el elemento tóxico o peligroso de su interior y produce una similitud formal con la materia orgánica (frutas, verduras, extremidades o un feto). Los elementos establecen un vínculo entre la humanidad y el suelo de donde ha surgido. En Cama ese suelo está literalmente presente: nos convertimos en lo que comemos, y nuestras formas adquieren ahí presencia ante la ausencia del pan. Cada bocado nos vincula a nuestro principio y a nuestro fin. Por su forma y por su intención se puede comparar esta obra con New Stones/ Newton’s Stones de Cragg.

Ninguna de estas dos obras es totalmente típica del proyecto global de Gormley: aunque en estas dos obras se especula sobre las relaciones externas que las cosas tienen entre sí y en el

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esquema del intercambio humano, Gormley posteriormente ha mostrado una creciente preocupación por expresar sentimientos, dirigiendo nuestra atención a las cualidades internas de las cosas y las personas. Ahora él considera que “un arte que únicamente trata con los objetos jamás podrá hacer un uso absoluto del arte. Los objetos no pueden hablarnos de las experiencias; pueden hablarnos del conocimiento, de las ideas, de la cultura… pero no creo que puedan implicar un sentimiento”12. A él le preocupa más la esencia que la apariencia, o cómo llegar a la esencia por medio de las apariencias cambiantes.

Al igual que gran parte de su obra reciente, Caverna está hecho con un molde de su propio cuerpo: la figura contiene el espacio que su cuerpo ocupaba, el plomo toma el lugar de la epidermis, materializando un pensamiento arquetípico mediante la forma del cuerpo. Gormley tiene un pensamiento específico, o más bien un estado de existencia, que nos quiere comunicar y utiliza su propio cuerpo como vehículo de expresión. “Acaso quien tuviera el poder de ver y producir todas las formas, ¿no podría… darnos todas las emociones espirituales?”13.

El empeño de Gormley en localizar nuestros sentimientos más verdaderos en el interior de nuestros entes físicos le permite asumir una visión de la naturaleza humana que atraviesa las diferencias culturales y toda la superestructura del simbolismo que forma parte de nuestra construcción mental. Por eso su obra puede ser sencilla y directa, programática en grado sumo y optimista en cuanto a sus implicaciones frente a la humanidad.

Gormley considera que la influencia norteamericana en el arte británico desde finales de los años cincuenta ha afectado su capacidad para utilizar el cuerpo como base de expresión. Por eso se debe relacionar su utilización del lenguaje arquetípico con una tradición de origen europeo anterior a la década de los años sesenta. Ha reconocido, por ejemplo, que la obra de Caro titulada Mujer despertándose tiene una particular significación para su propia obra: el peso de las extremidades es una expresión de la consciencia que emerge.

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Al remitirnos a lo arquetípico, a lo universal a través de lo particular, Gormley parte de un sitio y un tiempo específicos.

También Anish Kapoor y Shirazeh Houshiary se preocupan por los estados de la emoción, incluso del éxtasis (y hasta posiblemente de la ética) en los que no hay lugar para los objetos cotidianos.

La obra de Kapoor trata sobre los estados de la existencia, en su caso un estado de aspiración ideal que puede estar relacionado con el éxtasis religioso. Kapoor nació en la India y no ha sentido gran necesidad de preocuparse con los problemas de la tradición europea. Ha adoptado un enfoque muy directo en el cual las formas físicas se convierten en analogías de las realidades trascendentales. En el pensamiento oriental esta proposición no implica los problemas asociados con el dualismo occidental.

Las primeras obras de la etapa adulta de Kapoor se hacían aplicando polvo de tiza sobre una forma específica para luego colorear la superficie con una capa de polvo. La obra se deshacía al ser tocada, por lo que tenía una vida estrictamente limitada al lugar donde había sido elaborada. Aunque, en la actualidad, su obra ha adquirido una permanencia estructural, en la fragilidad de sus superficies preserva el tabú contra ser tocado que se asocia con lo sagrado, y la idea de lugar se ha interiorizado.14 “La tierra es la mayor pieza escultórica, y la única manera de acercarnos a ella es señalar lugares en su superficie”15. Los títulos de muchas de las piezas de Kapoor expresan un reconocimiento de la importancia que tiene el lugar en sus obras: Lugar, Seis Lugares Secretos, Como si celebrara que descubrí una montaña cubierta de flores, Madre como una montaña, En busca de la montaña. Uno de los principales medios que ha adoptado Kapoor para crear la sensación de un lugar especial y específico consiste en el uso de la multiplicidad (diversas formas inconexas que se relacionan entre sí por su escala, forma y color). Se fuerza al espectador a mantener una distancia respetuosa, a que se quede fuera mirando hacia dentro. La unión dentro de la desunión, la intimidad frente al tabú, son éstas las notas clave incluso de sus obras más simples. “Lo que buscamos es traer a este

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mundo, que se funda en la discontinuidad, toda la continuidad que tal mundo pueda sustentar… la búsqueda de la continuidad… representa un propósito esencialmente religioso”16.

La idea de la unicidad es de trascendental importancia. Al igual que toda su obra reciente, dos de las piezas de esta exposición son sencillas y no múltiples, y las dimensiones de los elementos individuales tienden a ser mucho más grandes. Habitan con mucha más fuerza nuestros propios espacios, oponiéndose a nosotros como volúmenes que no podemos pasar por alto sino que nos fuerzan a que nos movamos en torno a ellos. Son más incitantes, más abiertamente connotativos de la sexualidad. Mientras que sus obras anteriores creaban analogías para un lugar externo, “apaisajeado”, en éstas se ha interiorizado la sensación de lugar, lo ha incorporado.

Aunque no tiene ningún simbolismo específico respecto a los colores, Kapoor admite que en su obra se ha ido generando una convención según la cual “el rojo es el centro… el azul es la parte divina del rojo y el amarillo es la parte pasional del rojo”17. Gran parte de su reciente obra es azul. Ahora Kapoor es consciente de que desea “moderar” el simbolismo de su obra para poner el acento en su ambición principal: aportar una sensación de vitalidad, de trascendencia, a las cosas.

Al igual que Kapoor, la obra de Shirazeh Houshiary ha oscilado entre las formas geométricas y biomorfas. Sus primeras obras estaban hechas con paja y tierra moldeadas sobre armaduras de madera, materiales que evocan claramente la época bíblica y las leyendas de antiguas civilizaciones. Plasmó imágenes fuertes que provenían de plantas, animales, partes del cuerpo humano o de otras fuentes orgánicas y hacía referencia a la literatura —los textos morales y sagrados del país de origen de la autora: el Irán—.

Posteriormente, estas imágenes figurativas fueron abandonadas por considerar que destruían la intención esencialmente abstracta de la obra, aunque los textos sufíes siguen siendo una fuente indirecta de fuerza para la artista.

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Eco está conformado por superficies planas y ángulos agudos que le confieren un marcado aspecto arquitectónico, aunque los expresivos trazos caligráficos del plano frontal recuerdan sus fuentes orgánicas y evocan una abstracción surrealista biomorfa del tipo de Miró. Aún quedan residuos figurativos —como, por ejemplo, la forma ovoide que se ve en la parte superior y que está inscrita en el espacio negativo—. Eco está hecho con láminas de cinc que recubren un marco de madera. Aunque originalmente los materiales que usaba tenían una función para ella simbólica, ahora Houshiary los considera simplemente los más prácticos y físicamente adecuados para la tarea. El material no es más que el medio para la forma, y la forma sólo es necesaria para poder expresar lo inmaterial.

En Himma y en La Parte y el Todo Houshiary abandona las calidades arquitectónicas aplanadas de Eco y opta por volúmenes asimétricos, más evocadores de las fuentes biomorfas, pero sin ninguna referencia identificable. Al eliminar toda cualidad poética o asociativa en su obra, incrementa su potencial metafórico. La Parte y el Todo es una imagen monolítica que indica subliminalmente la presencia humana (compárese con Guardián IV, de Tucker). Sin embargo, su marcada verticalidad queda compensada por su asimetría y su misteriosa complejidad. Es de hecho demasiado grande como para poder ser aprehensible como un todo. Como se sugiere en el mismo título, esta tensión entre la fuerte presencia y la superficie cambiante ocupa un sitio central en las preocupaciones de la artista, es una aspiración de tipo espiritual a la vez que material. (Mientras que Kapoor se preocupa, ante todo, por mantener el sentido de unicidad en su obra, Houshiary parece más bien dedicada a encontrar el punto de disolución.)

En Himma (palabra a la cual el sufismo adscribe una compleja serie de significados entre los que se incluye la noción de energía), que tiene forma de disco, se evita la presentación de una imagen fuerte, en contraste con las otras dos obras: existe como volumen que debe ser leído por todos sus lados. Y como tal se

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conforma a la actual preocupación de la artista por un arte radicalmente abstracto (sin imagen). Donde anteriormente mostraba su preocupación por los arquetipos, ahora pretende que sus obras funcionen como referencias de un estado de suspensión espiritual, una expresión del fluir que hay en todo. Resultaría falso presentar una forma como si fuera final: en cada instante la forma debe estar construida por la energía. *

“No tengo inquietudes de tipo formal; no quiero hacer escultura sobre la forma —realmente no me interesa—. Deseo hacer escultura sobre la creencia, o sobre la pasión, sobre la experiencia que yace fuera de las preocupaciones materiales”18. Las palabras de Kapoor denuncian la desconfianza hacia el formalismo que han sentido muchos estudiantes de las escuelas de arte británicas desde principios de la década de 1970, aunque recientemente ha citado con aprobación a Don Judd. Sentían desconfianza porque el formalismo se había convertido en un dogma para la exclusión rigurosa de toda referencia literaria, figurativa o conceptual. Para aquellos estudiantes que aceptaban los términos del argumento, pero que insistían en hacer escultura “sobre la experiencia que yace fuera de las preocupaciones materiales”, un camino que les quedaba abierto era la práctica de las formas insustanciales, des-materializadas del arte de representación y del arte conceptual. En su presentación Gormley muestra en su arte cierta afinidad con parte del arte de interpretación, aunque también se relaciona con una tradición romántica, arquetípica en el seno de la escultura europea. La obra de Kapoor y de Houshiary son ambas más difíciles de inscribir dentro de alguna tradición. Un conocimiento superficial podría llevarnos a compararlas con las creaciones formales de los escultores de la Nueva generación (cuya obra de hecho ya era difícil de ver para cuando llegaron a Gran Bretaña). Sin embargo, una valoración de sus intenciones nos deja ver claramente que eso se

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debe sobre todo al impulso conceptual de desmaterializar el arte y al mismo tiempo integrarlo en la totalidad de las aspiraciones culturales.

Nadie ha expresado mejor este formalismo contra el que estos artistas han reaccionado como William Tucker en su libro The Condition of Sculpture, escrito entre 1970 y 1972, en el que edifica una historia de la escultura como una forma de arte modernista.

“Si hay alguna palabra que encierre las aspiraciones del modernismo (en la escultura) desde cerca de 1870 hasta la Segunda Guerra Mundial, sin duda es objeto (…) una condición ideal que la obra de arte tiene para la separación auto-contenida y autogenerativa, con sus propias leyes, su propio orden, sus propios materiales, independientemente de su creador, de su público y del mundo en general. Es, en esencia, un ideal clásico y optimista…”19.

La historia de este “objeto escultura” se inició con el cubismo, que antes que nada intentaba incorporar la escultura a la pintura, y luego dio a la escultura el impulso para desarrollarse libre de los constreñimientos del tema. “Desde nuestra perspectiva actual, el desarrollo del cubismo, desde sus inicios en 1907, mucho antes de que adoptara las tres dimensiones, nos parece ineluctablemente parte de la historia de la escultura moderna”. La intención del cubismo “era neutralizar la importancia del sujeto, convertirlo en objeto al dar por sentada su existencia”20.

Las esculturas tituladas Shuttler, de Tucker, hechas en el año de 1970, ejemplifican la condición que él define como “objetividad”. Poseen una estructura de medios y materiales que los liberan de la mano de su propio creador: carecen de asociaciones o aditivos cosméticos; el hecho de que hayan sido erigidos con materiales de desecho les aporta un tipo de realismo que no depende de su condición de obras de arte, pero que tampoco provoca nuestra curiosidad sobre su historia anterior. Poseen una presencia, una cualidad ideal, cuya fuerza desmiente la fragilidad de su construcción. No obstante, Shuttler C, por la posición que ocupa en la pared, nos incita a que encontremos su relación con la pintura, pero, al mismo tiempo, lo-

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gra desmentir con éxito toda posible indicación de que pueda tener algo en común con ese medio.

A primera vista nos podría parecer que Guardián N no tiene nada en común con los Shuttler. Este volumen cerrado y monolítico con la presencia y la asociación de una figura de pie podría provenir de la tradición europea de la escultura arquetípica a la que anteriormente nos hemos referido. De cualquier modo, a pesar de la tendencia a lo abierto de sus primeras obras, las tres comparten una preocupación por un perfil particular —dos horizontales cortas unidas por una vertical larga— y por la escala humana.

Alison Wilding y Richard Deacon, que iniciaron sus estudios de arte a principios de la década de 1970, han sido ambos claramente influidos por la “ortodoxia” formalista entonces al uso y ambos llevaron a cabo obras representativas y ambientales, quizá como reacción. Ambos conservan un interés positivo en los procesos y los materiales (que proviene de esa misma enseñanza formalista), pero lo enriquecen con su capacidad para sacar provecho de su contenido poético y metafórico. Al contrario que Kapoor y Houshiary, quienes hemos visto que tienden a cubrir las huellas de “fabricación” por considerarlas un estorbo para la trayectoria que buscan entre lo particular y lo general, entre el ahora y el siempre, entre la tierra y el cielo, Wilding y Deacon se deleitan con la persistencia de los materiales y muestran todos los procesos de la fabricación. Si el significado etimológico de poesía es el de “fabricación”, su obra es, ante todo, poética. La riqueza y la profundidad de nuestra respuesta se debe a las huellas de las etapas del trabajo y del tiempo que permanecen visibles en su obra.

Deacon es un admirador de las obras de Tucker, especialmente de los Shuttler, que, sin duda, han influido en sus métodos de construcción, o “fabricación” como él prefiere llamarlo.

Sin embargo, las esculturas de Deacon son fuerte e intencionadamente asociativas de una manera muy diferente a Guardián IV. Deacon ha evitado hacer toda referencia al cuerpo en su totalidad. En cambio, ha modificado la escala de sus obras (son mayores o

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menores, pero no de tamaño natural) y generalmente las ha dejado como estructuras abiertas. Al principio nos relacionamos con ellas como objetos abstractos, aunque con el tiempo se hace patente su equivalencia poética con los órganos humanos y las criaturas biomorfas. Los títulos de sus obras suelen darnos una clave para su interpretación: Haciéndose el ciego, Para quienes tienen oídos, El ojo lo sabe, El corazón está en su sitio, etc. Esta referencia a los órganos de los sentidos y de los sentimientos (el corazón) es prueba de que Deacon está muy interesado en el mundo material de aquí y ahora, así como en los órdenes simbólicos del habla, la música, la analogía visual y todo lo demás.

Sin título: acero y hormigón fue la primera gran obra que Deacon creó después de pasar un año en América y proviene de una serie de dibujos hechos en esa época y que se titula Cuando se escucha el canto, es Orfeo, frase sacada de los sonetos a Orfeo, de Rilke. Rilke usa las imágenes como medios para el reconocimiento de lo trascendental en el seno del objeto material, y el móvil principal de la obra de Deacon es su poderosa síntesis de “esto” y “aquello”21.

Sin título: madera laminada y Entre nosotros dos parecen pertenecer al mar y al aire respectivamente; parece un poco que han perdido el equilibrio y que se sienten incómodos fuera de el elemento al que pertenecen. Este precario equilibrio físico es un reflejo de su posición ontológica: ¿son autónomos o forman parte de algo más?

¿Somos nosotros quienes los observamos o ellos a nosotros? ¿Son ellos mismos o nosotros mismos? Esta cualidad anímica no es sólo el resultado de su articulación biomorfa, la piel que cubre al esqueleto, sino también del aire, del aliento que contienen. La descripción que Deacon hace de su método de trabajo es a la vez una declaración sobre su posición filosófica: no quiere que nada sea misterioso, que nada quede oculto. (Véase su declaración.) La forma en que están hechas sus obras es transparente y prosaica. Lo mismo sucede con su significado. La escultura está abierta. El viento la puede atravesar. Deacon insiste en que sea la imagen general de sus obras la que domine sobre la relación de las partes entre sí. Esto lo logra en

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ocasiones agrandando la escala y en otras con la proliferación del detalle (como los dispositivos para fijarla), logrando que pierdan su sentido como puntos de articulación, de conexiones entre las partes, y se conviertan en decorado de las superficies.

Wilding se enfrenta al mismo problema compensando la intimidad de detalle de su obra con el artificio distanciador de un “campo”. Gran parte de las obras de Wilding consiste en dos formas: una sólida, volumétrica, y la otra, una piel, un escudo o una sombra que rodea, abraza y que se deriva de la primera. Mientras que lo sólido, parece referirse a Brancusi o Herpworth, quizás el mayor logro de Wilding sea la utilización del segundo elemento en relación con el primero, de tal forma que se crea un campo abierto alrededor de la obra22. Este campo presenta al espectador una relación particular y agranda la escala de las partes comparativamente más modestas. En Mar seco le da su perla a la ostra. Tanto en Profundo como en Dentro de la luz; la incorporación del espacio abierto destruye el carácter introvertido de los monolitos, forzándoles, por así decirlo, a que salgan y se pongan a danzar.

La obra Dentro de la luz, de Wilding, muestra un fino sentido del equilibrio entre el detalle y la estructura. El monolito central de madera, esculpido en roble, produce la sensación de ser una construcción laboriosa y cuidada: a pesar de la simplicidad de su forma, exige la atención a través del tiempo, y esta sensación de duración queda enfatizada por la pared que lo rodea, revelándolo y escondiéndolo a la vez. La naturaleza protectora de la pared hace que el núcleo central aparezca vulnerable a pesar de su dureza. Los agujeros que se han hecho en este cerco tienen una función decorativa y le dan a la obra una ligereza conceptual a la vez que físicamente permiten la entrada de la luz. Las formas con aspecto de aves (que provienen de pedazos de papel lanzados como en un vuelo metafórico sobre las planchas metálicas) nos hablan de la libertad cuando el núcleo central surge a la luz. Se ha comparado Profundo con el Neptuno, de Bernini23, por su enfoque de los “temas generales de la escultura”; en este caso presumiblemente por

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la composición formal de una forma que subyuga a otra. Se podría expresar de manera metafórica esta reconciliación de dos elementos tan distintos. Si se acerca uno a Profundo, se experimenta una repentina sensación de vértigo, como cuando se reconoce uno a sí mismo al vislumbrar un reflejo oscuro en el fondo de un pozo.

Con frecuencia se ha dicho que Anthony Caro ha sido el instigador de una ortodoxia formalista en la escultura británica debido a la influencia que ha tenido sobre una cantidad de estudiantes de gran talento de la Martins School of Art. De hecho, el propio Caro ha rechazado los extremos del formalismo elaborado por un grupo de artistas algo más jóvenes que él. Siempre ha conservado su interés por el contenido humanista —la construcción de gestos expresivos— y por las lecciones que la pintura ha impartido a la escultura, especialmente el Cubismo y el Expresionismo abstracto norteamericano.

Así como una composición pictórica se construye con una sucesión de “pasadas” de pinceladas, Caro se interesa en las relaciones entre parte y parte, en la construcción de una sintaxis expresiva con el vocabulario de los objetos encontrados. Entonces, para poder unificar el todo, se atiene, tanto en las obras pintadas —como Mes de mayo— como en las obras no pintadas, a un sentido de la composición que proviene de la factura de la pintura. “Nos vemos animados a introducir en la escultura el sentido de una pantalla pictórica unificadora y asumir las partes materiales desde ese punto de vista”24. Este concepto de la composición pictórica no significa que la escultura sea un ente bi-dimensional disfrazado de tres dimensiones, ni que solamente tenga una vista “correcta”, sino, sencillamente, que desde cualquier ángulo se pueden contraponer las partes de una manera que resultaría imposible si la obra fuera un volumen sólido. Quizá sea precisamente ésta la mayor aportación que Caro ha logrado para la escultura británica25.

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La exploración del terreno donde se trasladan las convenciones de la pintura y de la escultura ha abierto un campo muy fructífero para el arte. En esta exposición se hace particularmente evidente por la aparición, como escultura, de los géneros pictóricos de las naturalezas muertas y los paisajes.

Banco de Mekániko, de Paolozzi, es una naturaleza muerta en cuanto que es un grupo de objetos tradicionalmente colocado sobre la superficie de una mesa. También ¡Taxi!, de Cragg, es una composición pictórica bellamente dispuesta, a pesar de la ingeniosa alusión que se hace en el título a un agobiado músico plantado en una calle mojada. Quizá se pueda detectar una referencia a la pintura por la manera en que los objetos han sido sobrepuestos para reducir sus diferencias individuales, para armonizar el todo y para aplanar los ángulos entre las superficies y constreñir los volúmenes a un solo plano.

Las tres pequeñas esculturas de Caro que aparecen en esta exposición son ejemplos de naturalezas muertas. Pieza escrita “If” contrapone una serie de líneas que fluyen suavemente hacia un grupo de tuercas y tornillos colocados en línea. Michael Fried ha llamado la atención sobre la manera que Caro tiene de utilizar materiales de desecho que guardan una relación intrínseca con la escala humana (como los mangos de las herramientas). Aquí las tuercas y tornillos funcionan precisamente como esos “mangos” que templan la escala de la escultura para que corresponda a la de un objeto que podamos asir o manipular. También le dan a la escultura un sentido de “realidad” que significa que no se podrían colocar más que sobre una mesa o sobre el banco de un mecánico.

La analogía favorita que el artista establece con la escultura es la música, también su compañera constante cuando trabaja en su estudio. Música para piano es, entre otras cosas, una disquisición sobre el intervalo: los espacios negativos del disco central crean un ritmo que se repite en clave menor en la sección del lado izquierdo. En su obra anterior, Pieza de mesa LXXII, combina piezas de muy distintas cualidades —la graciosa curva del pedazo de tubería

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en el centro—; el dinámico salto y la caída de la lengüeta metálica a la izquierda; el zumbido de una espiral, el insistente trazado de la chatarra que queda a la derecha. Aún antes de construir la sintaxis, el vocabulario es rico, y el lenguaje que utiliza no es “meramente” el lenguaje de la forma pura, de la coherencia abstracta interna, sino tan metafórico como cualquiera de las esculturas de esta exposición.

Cuando ha renunciado a su pedestal, la escultura se puede definir a sí misma como “marco pictórico”, y así lograr su diferenciación frente a los objetos que no lo son. La escultura que yace sobre el suelo (en vez de estar equilibrada o balanceada sobre él) está muy necesitada de algún elemento parecido que le sirva de marco. En esta exposición hay dos obras que parecen tener relación con el paisaje pictórico. En la obra de Caro, titulada Movimiento lento, el elemento vertical que se equilibra sobre sus miembros horizontales se constituye brevemente a sí mismo en una persona caminando antes de recuperar su sustancia abstracta de una lenta vertical azul flanqueada por vivas marcas. Igualmente las verticales azules de la obra de Flanagan, titulada Cuatro Casb 2’67, están agrupadas en un cuadrado —estáticas, equilibradas—. A sus pies ondea una cuerda, se tiende un círculo de color azul. Lo que originalmente eran tres esculturas, al ser presentadas conjuntamente, unen sus partes para conformar un paisaje de lejanas montañas azules, lago y río, antes de volver a reafirmarse como los materiales que nos presentan: arena que da bulto a una tela, el cáñamo de una cuerda, el deslustre superficial del linóleo, y comparten con nosotros el espacio del salón.

En la obra de Flanagan se combina un profundo romanticismo con la fascinación y el respeto hacia los materiales en sí mismos. Con frecuencia, se ha tachado de “vulnerables” a sus esculturas de esta época, resultado quizá de la plenitud de su sumisión a la placentera manipulación del artista. “La obra respeta y refleja su modo de ser hechura y pide ser descifrada por el instinto humano mediante la metáfora, el humor y el lenguaje de la forma”26. En

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esta selección existen otras dos referencias al paisaje: New Stones/ Newton’s Tones, de Cragg, y las obras de Richard Long. En ambos casos la visión implícita en las esculturas va más allá de cualquier semejanza con un paisaje.

Cragg encuentra su materia prima, restos de plástico, tirados por doquier, aunque su pueblo natal de Wuppertal es una es una fuente particularmente rica. La colocación de los trozos de plástico en el suelo que observamos en New Stones/Newton’s Tones es un recordatorio del paisaje donde fueron hallados. Pero también crea la idea de un “suelo” o asiento para una visión del mundo. Se convierte en un “campo” del pensamiento. La geometría tiene una significación con una carga tremenda, especialmente para alguien como Cragg que cuenta con una preparación científica. Es una clave de cómo el hombre puede imponer orden en el mundo y de la comprensión del mundo en términos ordenados. Por el hecho en sí de que se refiera a la física newtoniana —el espectro—, se puede decir que ésta es una obra clásica y muestra, además, con su geometría abstracta, un sentido del orden impuesto sobre el aparente caos de la “naturaleza” artificial creada por el hombre. Se nos ofrece una imagen micro-cósmica del universo físico del hombre. La obra no trata sobre la expresión o la reflexión moral. Nos habla de una situación, de una realidad, pero no desecha la posibilidad de la armonía y la belleza en un medio ambiente del cual se ha abusado.

También Richard Long utiliza la geometría como uno de los diversos signos de la presencia del hombre en el seno de la naturaleza. No se trata aquí de la naturaleza romántica que, con frecuencia, se considera la quintaesencia de lo inglés, plagada de sentimentalismo y nostalgia. Es “la forma, la materia, el espacio y el tiempo del mundo” (véase la declaración del artista) como podría ser concebido por una persona que funciona al máximo de sus facultades. Aunque su obra trata casi siempre de lugares no-urbanos, es algo más incidental que esencial, pues el resultado de la viabilidad y economía de los medios simplemente es que le resulta más fácil dejar sus evanescentes marcas sobre un paisaje limpio

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que sobre uno que ya está cargado con los signos de otros seres humanos. Sin duda, Sin título (auto-stop de Ben Nevis) supuso pasar por muchos pueblos y conocer a mucha gente. Pero todo eso es ajeno a la obra.

Recientemente Long ha comentado que él es, “ante todo, un modernista”27. Quizá quiera indicarnos que comparte con los modernistas cierto idealismo sobre el lugar que el hombre ocupa en el mundo, y que quiera acentuar las virtudes de la entereza, la armonía, el respeto y el orden. En el sentido en que esta actitud está en la base de gran parte de las grandes filosofías del hombre, perennes o clásicas.

Sus esculturas de pizarras puestas sobre el suelo muestran, por su moderación geométrica, una fuerza y una solidez que nada tiene que ver con la autoexpresión. Son signos abstractos, sencillos e ideales que conducen directamente al espectador hacia la obra y hacia sus propias percepciones y experiencias. Aunque está presente, la personalidad del artista no viene al caso. Para hacer su arte, Long utiliza escritos, mapas, fotografías, huellas de pies y manos, palos y piedras. Cada una de estas formas posee su propio sentido del espacio, y cada cual requiere su propio tipo de tiempo para poder ser observada. “Mi arte es la esencia de mi experiencia, no su representación”.

Aunque Long utiliza las palabras libremente como uno más entre los materiales de su arte, quizá sea Ian Hamilton Finlay quien lleve más tiempo preocupándose por la relación que existe entre los lenguajes verbales y visuales. Antes de ponerse a crear objetos era un poeta, y gran parte del trabajo físico de su obra tangible la hacen sus colaboradores.

Desde 1966 él y Sue Finlay han estado transformando un caserío aislado en el campo del sur de Escocia en un Jardín y Templo. Es su principal obra, en cuyo contexto todas sus obras adquieren mayor significado. Es también una expresión visible de la pasión, una belleza densamente ordenada localizada en el marco silvestre del paisaje de Lanarkshire.

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En el Jardín de Stonypath, como en todas sus obras, su invención ha consistido en utilizar el lenguaje visual para desafiar y revitalizar las palabras y, en ese proceder, cuestionar el orden actual de las palabras. La idea de que el arte y la belleza son intrínsecamente destructivos en nuestra sociedad se logra mediante la metáfora militar que caracteriza buena parte de su obra, aunque no la utiliza directamente en ninguna de las piezas que presenta en esta exhibición. Este “rearme neo-clásico” vincula la herencia greco-romana y la revolución francesa al marco de una tradición cuyo arte celebra los severos valores de la virtud y lo sagrado, tan alejados de gran parte de la cultura material contemporánea.

En Unda (“ola”, en latín) la palabra se utiliza para expresar una multiplicidad de significados, entre los cuales se incluye, aunque no se limiten a eso, la imagen del agua acumulada. Existen también elementos auditivos, así como el elemento de los patrones. Podría parecer que la piedra, como material para Unda, no sería el apropiado para expresar la noción de “ola”, mas, para la manera de trabajar de Hamilton Finlay, son fundamentales la durabilidad y la monumentalidad. Subrayan la idea de una tradición perdurable, otorgando paradójicamente una solidez a las palabras de manera muy concreta, lo que nos permite a nosotros cargarlas de significado con la seguridad que no se disolverán. Tres bustos anagramáticos tiene una significación acumulativa que se refiere a la juventud, la madurez y la vejez, donde cada cual nos propone una virtud esencial, una posibilidad ética amenazada con el olvido en nuestro mundo externo, consagrado a lo efímero. El mundo ha estado vacío desde los romanos es, a la vez, una declaración y un desafío.

Para comprender la obra de Hamilton Finlay, es preciso que, como con la de Long, el espectador comparta con el artista un espacio común y que esté dispuesto a recorrer los mismos caminos. Ambos artistas utilizan libremente la palabra como parte integrante de sus obras. “Pronunciar una palabra es como pulsar una nota en el teclado de la imaginación”28. Para que la nota suene bien, debe afinarse con el oído de la experiencia.

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1 David Thompson, Arte Inglese Oggi, Milán, 1976, p. 213. Las nuevas formas de la práctica escultórica que se mencionan más arriba, por ejemplo las artes conceptuales, de interpretación e instalación, fueron los temas de otro ensayo.

2 Debido a la influencia tan extendida de los teóricos de la crítica reconstructiva como Derrida, generalmente se supone que incluso “el arte estrictamente literal, dada su dedicación a la presencia inmediata del objeto en su facticidad, es irremisiblemente metafórico”. Michael Newman, Richard Deacon, Fruitmarket Gallery, Edinburgo, 1984, pp. 36-37.

3 Ambas citas provienen de la película The Paolozzi Story, dirigido por Al Lauder y Christiane Waldbauer, 1980.

4 Tony Cragg, Bruselas/París, 1985, p. 34.

5 A pesar del cubismo, el dadaísmo y el surrealismo, “hasta después de 1960, con el neo-realismo, arte pop, Fluxus, arte Povera y el arte Conceptual, no se desarrollaron plenamente las potencialidades estéticas y semánticas del objeto ordinario”. Nina Dimitrievic, The Sculpture Show, Arts Council of Great Britain, Londres, 1983, p. 138.

6 Cita: Sandy Nairne, Space Invaders, p. 103. El término “bricolage” se ha aplicado frecuentemente a la obra de muchos de los escultores británicos más jóvenes. Provienen de Levi Strauss y se utilizó por primera vez en este contexto —en torno a Phillip King— por Rudi Oxenaar, con la significación de “el intelectual que traduce sus ideas y clasificaciones a la poesía de un idioma dado para poder expresar sus ideas”. Phillip King, Arts Council of Great Britain, Londres, 1981, p. 6.

7 David Thompson, Arte Inglese Oggi, Milán, 1976, p. 216.

8 Tanto Paolozzi como Barry Flanagan han sido influidos intelectualmente por la Patafísica de Alfred Jarry, y hay algo en la ingeniosa cualidad hierática de Banco de Mecániko y de Cuatro Casb 2’67 que parece compartir el mundo de Ubu Rey.

9 Rosalind Krauss, Passages in Modern Sculpture, Londres, 1977, p. 279.

10 Tony Cragg, Tate Gallery New Art Books, Londres, 1984… La obra se realizó en los momentos en que la guerra de las Malvinas y la boda del heredero del trono británico ocupaban las noticias de los periódicos de toda Europa.

11 Tony Cragg, declaración del catálogo, Documenta 7, Kassel, 1982.

12 Antony Gromley, entrevistado por Sandy Nairne, citado en The Bristish Show, AGNSW, Sidney, 1985, p. 66.

13 R. M. Rilke en un escrito sobre Rodin, Selected Works of R. M. Rilke, Londres, 1954, vol. I, p. 140.

14 Stuart Morgan en The British Show dice que “para este arte de tipo sagrado, la materialidad es un pobre expediente” y sugiere que las superficies de sus obras son “un escudo delgado ante el vacío” que niegan su sustancia.

15 Entrevista inédita con el autor, septiembre de 1985.

16 Georges Bataille, L’Erotisme, Parías, 1957, trad. de Mary Delwood, Londres, 1962, pp. 16-19.

17 Entrevista inédita con el autor, septiembre de 1985.

18 Anish Kapoor, entrevista a Iwona Blaszcyk, Objects and Sculpture, ICA London/ Arnolfini, Bristol, 1981.

19 The Condition of Sculpture, p. 107.

20 Idem, p. 63 y p. 65 respectivamente

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21 “Sus lectura de Rilke le permitieron a Deacon reemplazaar la dicotomía del sujeto-objeto con un concepto de ambos que implica el Ser o Dasein.” Michael Newman, Richard Deacon, Fruitmarket Gallery, Edinburgo, 1984, p. 37.

22 Veáse Lynne Cooke, Alison Wilding, Arts Council of Great Britain, Londres, 1985, para

23 Lynne Cooke, op. cit., p. 13.

24 Brendan Prendeville, en British Sculpture in the Twentieth Century, Whitechapel Art Gallery, Londre, 1981, p. 213. Phillip King clarifica la idea al definirla por su contenido graspability (asibilidad) y presenta un reconocimiento de la función que puede efectuar para la escultura al separarla conceptualmente de los objetos no-escultóricos que la rodean: “Si la escultura está puramente en el mundo, ¿será que la Pictorialidad Espacial o el Espacio Pictórico son lo que las separan de él, como antes lo hacía el pedestal?.” Phillip King, marzo de 1978, citado en Phillip King, Arts Council of Great Britain, Londres, 1981, p. 74.

25 La tradición ha sido adjudicada al cubismo a través del “dibujar en el espacio” de González, Tucker, op. cit., p. 76.

26 Catherine Lampert, Barry Flanagan: Sculpture, 1965-1978, Arts Council of Great Britain, Londres, 1978, s/p.

27 “Hago arte de cosas que tienen significado para mí, y, al mismo tiempo, otorgo a esas cosas un nuevo significado.” Entrevista inédita con el autor, abril de 1985.

28 Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations I, p. 6, Oxford, 1958.

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Arte Minimal en la Colección Panza

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, entre el 24 de marzo y el 31 de diciembre de 1988.

En 1988 hacía dos años que lo que hoy entendemos por MNCARS había iniciado su andadura como Centro de Arte Reina Sofía, estando al frente del proyecto Carmen Giménez. El mismo año aquí reseñado Tomás Llorens se convierte en su primer director ya con la vitola de Museo, siendo en 1990 cuando se oficializa, luego de unas profundas obras de remodelación, como museo nacional. La muestra Arte Minimal de la Colección Panza estuvo expuesta durante el respetable espacio de tiempo de nueve meses, entre marzo y diciembre de 1988, siendo su promotora Carmen Giménez por medio del Centro Nacional de Exposiciones. Es dable pensar, entonces, que el comisariado correspondió a su directora junto al teórico italiano Germano Celant, autor del magnífico texto publicado en el catálogo, pues oficialmente no aparece ningún “comisario” como tal, o como ahora lo entendemos. Magnífico, en efecto, y muy brillante, es el ensayo de Celant, pues focaliza e interrelaciona de una manera admirable los

tres elementos discursivos que se presentaban en esta muestra importantísima en su momento, al igual que lo sería si se realizase en el actual presente. Dichos elementos serían, en primer lugar, la presentación de seis artistas norteamericanos adscritos al movimiento minimal de la escultura realizada en Estados Unidos a partir de la década de los sesenta. Los artistas (nunca vistas sus obras con anterioridad en nuestro país, al menos en instituciones nacionales y con la magnificencia con que se pudieron contemplar) fueron Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Robert Morris, Bruce Nauman y Richard Nonas. El segundo elemento que la muestra incorporaba, y quizá de una manera más indirecta que programada, era la función del coleccionismo privado (que si ahora es casi inexistente no resulta difícil imaginar el erial en el que nos encontrábamos en los años a los que hacemos referencia), y su posible y necesaria colaboración con las entidades públicas, máxime cuando la discusión principal en ese momento era

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qué contenidos y argumentos artísticos y teóricos deberían fijarse en un museo que aspiraba a ser nacional. Por último, el tercer elemento que la misma muestra puso sobre la mesa (este último argumento indiscutiblemente necesario debido a la brutal ocupación del espacio que las obras demandaban) eran los límites físicos y conceptuales de un museo que no era de “nueva planta”, si de arquitectura hablamos, pero sí, y haciendo de la necesidad virtud, a las múltiples tentativas que se estaban llevando a cabo en los primeros momentos de su andadura. Quiero decir: no se trataba únicamente de que con anterioridad no se hubieran visto las enormes y espaciales obras de estos artistas, pero sobre todo de que los asombrados espectadores (y no todos eran profanos entre esos espectadores) no sospechaban que las obras fueran así. Pues bien, los citados elementos discursivos están inteligentemente reflejados y desarrollados en el soberbio texto de Germano Celant, con el añadido del exhaustivo análisis que hace de la entera colección (Antoni Tàpies fue de los primeros artistas que entraron en la colección, del que llegó a tener casi quince obras pertenecientes a la década de los cincuenta) de este rico y aristócrata empresario milanés (murió en 2010). Lo que, en definitiva, Celant consigue con sofisticada solvencia intelectual es ir desgranando diferentes modelos de experiencia que confluían

en la impresionante muestra de algunas de las obras más impactantes de su colección. Dicha colección, y el dato es importante, estuvo operativa únicamente veinte años, de 1956 a 1976, espacio temporal para que el Conde Panza di Biumo (como en todo: hay condes y condes…) lograra reunir una de las colecciones más fastuosas de la Europa de posguerra pero no de arte europeo, pues el 80% de todo lo reunido corresponde a producción artística realizada en Estados Unidos a partir del fin de la segunda guerra mundial, sobre todo con obras minimal como las exhibidas en esta muestra, más ejemplos extraordinarios del primer conceptual norteamericano realizado en ambas costas hasta 1980, fecha en la que ya la Colección estaba finalizada desde hacía cuatro años. A partir de 1976, y según sus propias palabras que podemos leer en el catálogo, la producción artística “ya no se desarrollaba conforme a reglas propias, y manifiesta, en la estructura de su finito, la presencia y participación de lo infinito”. No era necesario hacer ningún esfuerzo de comprensión para ver en estas ideas y afirmaciones el justo correlato intelectual que podíamos comprobar contemplando las bellas y espirituales piezas que se pudieron ver en esta maravillosa exposición. Pura epifanía de lo visible.

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¿Colección o proyecto ideal?

El material de una colección puede asumirse desde múltiples perspectivas, de lo público a lo privado, y viceversa, a fin de analizar tanto la obra reunida perteneciente a tal o cual tipo de lenguaje como su valor histórico desde el punto de vista del artista o del coleccionista. Hablar de ese material, aparte de discutir el significado de los objetos, pondrá de manifiesto las motivaciones del artista y del coleccionista, con lo cual todo pasa a ser un marco en el que indagar tanto la historia de las imágenes públicas como las imágenes de una historia personal. A caballo de estas realidades conviven los respectivos instantes, de lo social a lo individual, que componen una trama en la que se entrelazan las obras, formando una figura cuya imagen, aun respondiendo a un proyecto único (el del coleccionista), refleja la visión y la lógica de diversas funciones que, aunque indirectamente, están presentes de manera complementaria en su ensamblaje. Se trata de los papeles des-

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Arte Minimal en la Colección Panza

empeñados por el artista, el marchante, el crítico, el museólogo, el administrador, el político y el arquitecto, a quienes cumple actuar y mediar en la realización de canjes y adquisiciones. ¡Cabría decir, sin embargo, que el coleccionista representa a todas esas personas; es, por así decirlo una “colección” de todas ellas, hasta el punto de caracterizarse por ese intercambio tautológico que logra instituirse tamo con las obras como con cuantos han intervenido en su formación y difusión!

Aceptando este enfoque que identifica la colección con un campo de significados en el que la presencia de la obra, y por tanto su razón de ser, se confunde con las motivaciones de su “gestor”, resulta posible explicar esas inversiones que van de lo emotivo a lo económico y de lo intelectual a lo arquitectónico y que justifican inclusiones y exclusiones mediante las cuales la totalidad asumirá la expresión de un discurso coherente cuya articulación corresponde a la persona que ha seleccionado, reunido y preparado la colección. Por este motivo las adquisiciones no se plantearán como previsiones o errores debido al gusto actual y a la moda cultural sino que se ofrecerán como sucesiones de actos intencionados, justificados y articulados en torno a las motivaciones del coleccionista, puesto que en realidad, como ha escrito Baudrillard, “se colecciona siempre el propio yo”1, La colección constituye, por tanto, un “grupo significativo”, cuyas connotaciones dependen tanto de los valores artísticos como de los extraartísticos y tienen, pues, que ver con un ensimismamiento ideológico y estético que las hace desempeñar una función de uso privado o público.

De ahí que, antes de pasar a analizar la composición artística de la colección Panza di Biumo, me parece importante tomar en consideración esa subjetividad que ha servido de sostén al afán coleccionista. No se trata de un enfoque arbitrario, puesto que el mismo protagonista lo ha sugerido en numerosas ocasiones cuando, en el curso de repetidas entrevistas, ha subrayado: “I believe that my collection is a continuation of my mind, the realisation of my conception of life. I collect the artists I have because I feel

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in their works sympathy with my way of judging life”2 (Tengo la convicción de que mi colección es continuación de mi pensamiento, concreción de mi concepción de la vida. Selecciono a mis artistas cuando noto en sus obras una cierta coincidencia con mi manera de juzgar la vida). Y también: “He elegido las obras siguiendo el criterio de sentir una afinidad personal con las investigaciones desarrolladas por el artista. Siempre he comprado obras de artistas cuyo mundo tenía puntos en común con su manera de ver y sentir la vida”3. Y es a esta coincidencia, en la que se armonizan las recíprocas armonías culturales, a la que va dirigido mi discurso con el fin de centrar la atención no tanto en el sistema de la obra sino en la persona que la ordena. Es evidente que la inversión de la “representación” no pretende invalidar ni reducir la aportación del arte, sino que, antes bien, aspira a determinar nuevas razones de su existencia.

Estas consideraciones podrían aplicarse asimismo a la relación que el crítico, el director de museo, el galerista y el organizador instauran con las obras al llevar a cabo su crítica, muestra, venta y exposición. De hecho, cada uno de ellos atribuye al arte propiedades lingüísticas que reflejan únicamente la imagen de sí mismos, por lo que no pecaríamos de atrevidos si considerásemos la historia del arte como historia de la crítica, del coleccionismo, del mercado, del museo y de la arquitectura al definir no sólo el objeto sino también los modelos de experiencia y utilización que ello ha suscitado y atraído sobre sí. De este modo, si la colección pudiese hablar, no diría sino aquello que le obligan a decir los poderes discursivos a que será subordinada. Resulta siempre el broche final de un discurso que se desarrolla en otra parte, en la inversión de lo externo. Citando de nuevo a Panza di Biumo, “si fuera posible explicar de forma lógica de qué modo debe traducirse la idea en obra de arte para ser calificada de tal, cualquiera tendría la posibilidad de comprender el valor de cada cuadro, pero, aunque desde tiempos remotos no han faltado filósofos que han intentado resolver el problema; ninguno lo ha conseguido. Por eso la sensibilidad y la educación del espectador siguen siendo el único elemento de

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juicio sobre la validez de la realización de la obra de arte”4. Por consiguiente, la cuestión estriba en poner de manifiesto la implicación y la concepción adoptadas por Panza di Biumo para aproximarse a objetos de arte concretos sobre los cuales volcar su “doble” ideal y real. Y como esa sustancia oculta y ese flujo latente, impregnados por la elección y el orden, se definen de manera coincidente con la forma de su saber y de su percepción, no será necesario atravesar el terreno en que han madurado.

Giuseppe Panza di Biumo nace en 1923 y crece en el seno de una familia de la alta burguesía milanesa. El padre es industrial, mientras que a la madre y la tía les apasionan tanto la pintura como el pintar. Cursa sus estudios filosóficos y culturales en el liceo privado Malagugini, instituto dirigido por el profesor Malagugini, convencido idealista de la escuela italiana, y cuyo cuerpo docente estaba formado por profesores que habían sido expulsados de los liceos fascistas por su ideología socialista. La fisonomía cultural de Panza di Biumo denota, por tanto, una cultura caracterizada por el subjetivismo económico y el protagonismo idealista típicos del Veintenio Fascista y por las modificaciones que le produjo después su licenciatura en Derecho por la Universidad de Milán, en 1948, no hicieron sino confirmarla. De todas formas, cabe decir a posteriori que su modelo no fue desde luego la actividad comercial, depositaria de la práctica y la ciencia paternas, sino la de la afición visual y filosófica de su madre, tanto que a los trece años, el arte era ya un “juego” para él: “Mi interés por el arte se remonta a 1936, cuando, siendo un muchacho, me entretenía en mirar las ilustraciones artísticas de la Enciclopedia Treccani y en adivinar, tapando los pies de las mismas, sus autores y escuelas. Eso lo hacía con las cosas antiguas, pero ya en aquella época me interesaba por el arte contemporáneo, representado por Braque, Picasso, Sironi y Morandi”

5. No obstante, los conceptos filosóficos a los que se asociará su conocimiento del arte podemos retrotraerlos a la educación recibida en el liceo, que, teniendo en cuenta el clima laico y positivista del idealismo italiano, le sugería e inculcaba el principio de la autono-

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mía y la existencia ideal de todas las actividades humanas y, con mayor motivo, de la práctica “superior” del arte.

De hecho, para Panza di Biumo el arte se desarrolla conforme a reglas propias y manifiesta —hegelianamente—, en la estructura de su finito, la presencia y la participación de lo infinito. Dada su racionalidad intrínseca y necesaria, constituye además un instrumento que se opone a las limitaciones y estorbos del “cuerpo” mundano y social, por lo que su recorrido viene a ser una investigación y una síntesis de fe y de tesón. “Ce qui m’intéresse c’est de chercher des valeurs qui sont valable toujours —añade todavía— ne m’intéressent pas les choses qui sont importantes aujourd’hui, mais qui ne seront plus demain, ou qui ne l’étaient pas hier. Si cette attitude on peut la définir comme une attitude religieuse, je suis religieux. Mais parce que je m’intéresse à ce qui reste, à ce qui est définitif, à ce qui est fondamental dans l’existence de l’hornme (…) Comme j’ai toujours cherché dans la vie à trouver une signification aux choses et à la réalité, de même j’ai mené cette recherche vis-à-vis des artistes. Je trouve que l’art ne peut exister en dehors de sa significacion. Par definition, à mon avis, l’art c’est signifier. C’est donner une message, l’ouvre pour ainsi dire donne un corps à un message. Et la fonction de l’artiste, c’est de définir sa pensée de façon synthétique, qui puisse être compréhensible à tout le monde, sans différence de langage, parce que l’art, c’est un langage universel”6 (Lo que me interesa es buscar valores que, no dejen de ser válidos, por que no me interesa lo que hoy es importante y mañana ya no o ayer no lo era. Si a esta actitud se la puede llamar religiosa, pues entonces soy religioso. Pero como a mi me interesa lo que queda, lo que es definitivo, lo que es fundamental en la existencia del hombre (…), como en la vida siempre he procurado encontrarle un significado a las cosas y a la realidad, por eso mismo he llevado a cabo esta búsqueda frente a los artistas. Pienso que el arte no puede existir al margen de su significado. Para mi el arte consiste, por definición, en significar. Se trata de comunicar un mensaje y la obra, por así decirlo, le da cuerpo a ese mensaje. Y la función del artista consiste en definir su pensamiento de una manera sintética que

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pueda ser comprensible para todo el mundo, sin diferencias idiomáticas, porque el arte es un lenguaje universal).

Estas declaraciones, en las que se confunde el objeto de amor con el bien social, revelan en él una devoción tan grande por las manifestaciones “supersustanciales” que a cualquier crítica le sería harto difícil conmoverla. De nada sirve alejarse o rechazarla y por ello es mejor exponerla y subrayarla, hacer de ella un lugar no periférico sino adornado de una cultura que resulta fundamental en su colección para luego orientarse al margen de su devoción y su seducción. Por eso, más que dedicar mi atención a las fisuras que dejan traslucir una posible debilidad, me parece indicado poner de manifiesto lo monolítico que, en la colección Panza di Biumo, reside en la relación que se establece entre el arte y la iluminación, donde este término abarca todos los matices de lo sacro a lo profano, de lo material a lo espiritual, de lo laico a lo teológico. Iluminación, pues, como conocimiento y ascenso, por lo que el objeto expuesto y colgado constituye la demostración de un pensamiento como alegoría de lo espiritual.

Influido por una educación idealista, Panza di Biumo cree de hecho que el arte genera bien y bienestar para la sociedad y el haber creado una colección ha sido por tanto una manera de expresar su devoción. Al final ha producido un rito que se prolonga a lo largo de veinte años, de 1956 a 1976 (el año 1976 supuso el fin de su labor coleccionista y el inicio de una búsqueda de espacios museísticos en que colocar su colección, búsqueda que en los años ochenta llevará partes de la colección al MOCA de Los Angeles y al MOCA de Williamstown, Massachusetts), en el que las obras elegidas, casi siempre anicónicas, han sido instrumentos de un culto al arte como aserción y seguridad de la vida con respecto a la muerte. A este respeto conviene recordar que Panza di Biumo, junto a la pasión por el arte contemporáneo, se muestra interesado (hasta el punto de formar otra colección) por los teschi orientales y occidentales del siglo XVII. Así, mientras acumula la vida, considerado como ejemplo ideal de la contemporaneidad

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artística, para convertirla en pasado, colecciona también la muerte para integrarla en el presente. Ambas pasiones se funden y absorben su angustia de amor y posesión, donde se integran la vida y la muerte. Vemos, por consiguiente, tanto el celo mostrado con la obra única e indivisible como la obsesión por mantener una relación intensa y casi exclusiva con el artista: “Soy celoso y posesivo y me molesta que una cosa se repita y la posean otros. Creo que no es lo mismo ver una obra de arte única, en un único lugar, que ver muchos ejemplares en muchos sitios. Pienso que la multiplicación de la obra perjudica el impacto que produce en el espectador”7. Y, en otro lugar, añade: “I always buy many works of each artist. I dont buy many artists and just few works. Just the opposite. When I strongly love an artist I want to have many paintings of his work. I am not interested in making a review of art of each generation. I am not interested in making that kind of collection, because I want to have only what I really deeply love. For me, to see my paintings is a need of life. If I see a beautiful thing I am happy: if I see something not very good, I am unhappy and cannot keep it. I have to throw it away”8 (Yo siempre compro muchas obras de cada artista. No pocas obras de muchos artistas. Justo lo contrario. Cuando me gusta mucho un artista, quiero tener muchos cuadros suyos. No me interesa pasar revista al arte de cada generación. No me interesa hacer ese tipo de colección porque sólo quiero tener cosas que de verdad me gusten. Para mí, contemplar mis cuadros es una necesidad vital. Si veo algo bello me siento feliz, si veo algo que no es muy bueno no estoy a gusto y no me lo puedo quedar, tengo que deshacerme de ello).

El código de conducta que va unido a la experiencia idealista se ve reforzado por sus estudios de Derecho, en los que una cultura depositaria de “leyes” constituye una invitación a tener en cuenta el orden y las reglas. Podría decirse que, además de un valor que necesita de actos humanos y por tanto de arte, Panza di Biumo busca en éste un planteamiento primario en el que los conceptos del orden y la elementariedad se identifican con aquello que

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es bueno y justo para una comunidad. Lo suyo son el elementarismo y el reductivismo, lo que implicará en el arte que irá eligiendo y coleccionando una fuerza ética que se añade a su propia autorrealización. De hecho, la colección está dominada por construcciones, en superficie o en volumen, que se representan sólo a sí mismas, puesto que son primarias y van desde el arte minimal al conceptual presentando elementos cromáticos y volumétricos simples como, por ejemplo, ejes, planos, cuadrados, rectángulos, paralelepípedos y cubos, a ser posible monocromos. Su peculiaridad consiste en ser estructuras o procesos primarios, trabajos unívocos y obras geométricas estáticas formadas por materiales industriales planos, pero de un enorme refinamiento en lo tocante al color o a la textura; verdaderas revelaciones puristas que, en su esencia de entidades volumétricas y superficiales absolutas constituyen metáforas de las reglas y la racionalidad. Todas presentan —lo cual hace pensar en Flavin o en Judd, en Marden o en Charlton— una imagen de perfección y orden que va más allá de las cualidades físicas y materiales. Todos los trabajos de Morris y LeWitt, de Mangold y Ryman se encuadraban así en el proceso de abstracción y reducción tanto por sus propias características como por esa “forma” y esa “sustancia” que impregnan toda la colección: pasan así a testimoniar toda una concepción del arte, la ético-moral de Panza di Biumo. Y sin embargo, en su espacialidad y cromatismo autónomos, las unidades artísticas que forman el conjunto de la colección son documentos de una exigencia personal e individual dirigida hacia la esencialidad existente entre lo científico y el ritual. Además, a causa del principio que: en estas búsquedas antiobjetivas, confiere volumen y superficie al ambiente, la colección no puede estar “amontonada” y convivir de forma caótica, de ahí la urgencia de contar con espacios concretos y específicos que sólo se pueden “construir”, como ha hecho Panza di Biumo en su villa dieciochesca de Varese. “Siempre he concebido el ambiente como una unidad. Cuando los ojos contemplan un cuadro no pueden dejar de ver los objetos que lo circundan y todo contribuye a potenciar

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o a atenuar la impresión que el cuadro suscita en el espectador. Siempre me ha preocupado este problema y por eso he eliminado los muebles que no iban con los cuadros”9.

Teniendo en cuenta la autonomía ideológica y espacial, el arte no debe ser abandonado a lo contingente ni a la esfera política y sociológica sino que debe forjarse su propio espacio sociocultural, es decir, crecer desde dentro de una función de un desarrollo que no altere el todo.

Tratándose de una norma perfecta, no resulta imaginable que comparta los objetivos temporales. Está configurado por “otra cosa”, de ahí el rechazo de todo tipo de documento relacionado con performances y happenings u otras empresas de existencia efímera. A Panza di Biumo no le interesa el escenario adornado ocasionalmente y prefiere la ornamentación permanente del templo. Con estas bases se hace evidente la búsqueda de arquitecturas y ambientes ideales que se traducen en Varese (al igual que en Los Ángeles) en salas o galerías cuyas paredes blancas y lisas parecen haber olvidado la historia, los actos y las experiencias humanas. Algunas de ellas fueron establos o graneros, pero no queda huella de ello. A fin de cuentas, también la arquitectura y la decoración son procesos de intelectualización e idealización. Las obras, despojadas de toda gravedad histórica, flotan ahí en un limbo que intensifica su abstracción. La tarea de colocarlas, que durará varios años, constituye un orden de racionalidad en el que confluyen elementos ideológicos que van desde lo escolástico al idealismo de Croce. Al mismo tiempo, el antiobjetivismo de los aparatos filosóficos e inmateriales producidos por los artistas conceptuales y ambientales, formados de palabras y teorías, sonidos y luces, demuestra una cierta propensión a la metafísica, acompañada sin embargo, de un carácter científico que elimina la imperfección y le confiere a la “abstracción” el mayor rigor posible: “Tout dépend d’une domination intellectuelle de notre vie, et c’est là où l’art peut nous aider”10 (Todo depende de una dominación intelectual de nuestra vida y ahí es donde puede ayudarnos el arte.)

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No fue nada casual que la primera conferencia de Panza di Biumo, publicada por el Rotary Club de Milán en abril de 1960, cuatro años después de haberse iniciado la colección, versase sobre el tema del arte abstracto. En ella intentaba explicar mediante un repaso histórico cuyas etapas pasaban por el romanticismo, el impresionismo, el expresionismo y el cubismo las razones por las que amaba el arte abstracto. En el curso de su enumeración llegaba a afirmar que “el arte lo es en la medida en que expresa las pasiones más nobles de los hombres. El principio del arte abstracto ha existido siempre, en todas las épocas, siempre que la búsqueda interior y la exaltación de los sentimientos han prevalecido sobre las preocupaciones finales. La idea de la abstracción consiste en haber demostrado que el elemento figurativo no es necesario para la expresión artística, pero que, sin embargo, hace falta una idea espiritual clara para poder hacer un buen cuadro.11 La fascinación del arte estribaba, pues, en su esencia inconfigurable y por eso era legítimo dedicarse exclusivamente a aquellos artistas que exploraban la abstracción como momento espacial y cromático. 1960 es el año en que adquiere los Rothko y concluye la colección de los Kline, Tàpies y Fautrier. El convencimiento sobre esta cuestión fundamental producía, de hecho, una selección de tipo informal que más tarde, durante la década siguiente, adoptará formas científicas y filosóficas con la compra de pintura y escultura minimal y de arte conceptual. La suya es ahora una especialización temática en lo absoluto, inmutable e indefinible, de lo cual forma parte el arte: “I feel a deep relationship with the artists I have because they are exploring what is real behind the appearance of reality. They look at what is changing, or is temporary, but is eternal”12 (Siento una profunda relación con los artistas de mi colección porque ellos exploran lo que es real bajo la apariencia de la realidad. Ellos miran lo esencial, lo que es para siempre, no aquello que cambia o es temporal, sino aquello que es eterno).

En el curso de las adquisiciones, el tema de la abstracción y lo anicónico no es necesariamente contrario a la figuración

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y el iconismo. Desde luego, existe mayor solidaridad abstracta en Rauschenberg que en Johns o Warhol, que es por lo que éstos no figuran en la colección. Sin embargo, la vía del new dada y el pop se considera más como un desarrollo del expresionismo abstracto que de la configuración artística. Lo que interesa es el tiempo y la memoria, no la vida consumista de la ciudad contemporánea, hasta el punto de poderse considerar a Oldenburg como recuerdo de la historia y no como critica del presente urbano: “when I met Oldenburg, I felt a relation with the European experience with German Expressionism, and felt the same interest in the reality of people struggling with life. We see the testimony of the real life people lead. It is the document of the past of man’s life”13 (Cuando conocí a Oldenburg, percibí una relación con la experiencia europea, con el expresionismo alemán, y noté el mismo interés por la realidad de la gente en su lucha con la vida. Vemos el testimonio de la vida real de la gente. Se trata de un documento del pasado de la vida del hombre).

Además está el amor por el positivismo y el pragmatismo heredados del industrialismo de origen paterno, en razón del cual la precisión y el carácter necesariamente racional de las formas ejecutadas, en materiales como el acero, el contrachapado o los fluorescentes, al igual que la perfecta reproducción fotográfica y pictórica, pasan a constituirse en aparatos lingüísticos para confirmar la búsqueda de la eficacia preconizada por la cultura burguesa. Por ello, dejando a un lado el paréntesis pop que posee también una cierta lógica de descubrimiento americano, entre las obras de la colección Panza di Biumo se produce un continuo intercambio, como si todas ellas perteneciesen a la misma especie, no sólo por su calidad, sino también por lo homogéneo de su lenguaje, como si la agregación, a través de una suma de individualidades, tendiese a demostrar un único proceso situado entre lo ideal y lo meditativo. Pensemos en el nexo que une los paisajes luminosos de Rothko con los retazos celestes de Turrelly no nos será difícil comprender esas analogías por las que las mismas propiedades de la pintura se transfieren al entorno, sin modificaciones, de lo bidimensional a lo

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tridimensional. Todos los trabajos implican lo imperceptible que confiesa la conciencia de lo trascendente y están compuestos a veces de pura materia, desde los gases de Barry a los diálogos de Wilson, y se reconocen en una antiobjetividad en la que todo pierde peso. Se comprende así esa búsqueda de obras caracterizadas por una cierta economía de imágenes figurativas prefiriéndose los valores de índole “incorpórea”, como la luz (“la iluminación”) y el concepto. El tema luminoso impregna toda la colección, desde Rothko a Bell, de Flavin a Bochetti, de Ryman a Irwin, de Nordman a Nauman. La luz se expande en todas direcciones chocando contra los cuerpos opacos de las telas o las superficies murales de la arquitectura, que forma parte de la colección como si fuese el puma de partida de su fuerza estética. Símbolo de la actividad creadora, la luz evoca la revelación opuesta a las tinieblas y sirve para comunicar las razones “superiores” del mundo y el ser humano. Aplicada después al arte americano, constituye el símbolo del advenimiento de una época o una sociedad nuevas, como máximo punto de conocimiento de una situación primordial y natural. Por eso puede enfocar al “verbo”, es decir, al concepto. Como la luz incluye todos los signos y los saca de su ocultamiento para hacerlos subrayar un punto de vista, el concepto y la idea constituyen la iluminación intelectual mediante la cual comprender el objeto intrínseco del arte. He aquí, pues, la colección de obras conceptuales de arte y lenguaje: Barry, Kosuth, Brown, Huebler, Weiner, Dibbets, Fulton, Kawara y Burgin, cuya base fundamental reside en el proceso de complicidad del sistema del arte como actividad mental y teórica. En estos artistas la fuerza crítica posee validez no sólo dentro de los limites del fenómeno sino también de su envoltorio contextual. Aunque no se extiende a otros terrenos, dentro de los límites de la investigación filosófica confiere individualidad a los verdaderos momentos activos mediante los cuales se definen el compromiso y la razón del arte. A idénticas consideraciones obedece también la total dedicación que Panza di Biumo profesa a los productos artísticos del otro lado del océano. El ochenta por ciento de la colección está in-

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tegrado por arte americano, puesto que los Estados Unidos parecen representar, a su modo de ver, la profecía de lo nuevo. No es de extrañar, pues, que en los años cincuenta, cuando el mito americano invade el mundo, Panza di Biumo pase del heroísmo del arte francés y catalán a la seguridad del pragmatismo y el subjetivismo americanos. Así, en 1958, tras adquirir obras de Tàpies y Fautrier, se dedicó así por entero a una visión y a su imagen no figurativa en la que el verbo cultural de la industria y del dólar se convertían en una certeza política y económica que iba a invadir el mundo durante al menos un veintenio. “Había estado un año en Estados Unidos y me quedé fascinado por aquel país nuevo, aquel continente que se enfrentaba a una nueva manera de vivir, alentando sus vínculos con el pasado y con la cultura europea. Tenía la sensación de hallarme ante un país abierto al futuro. Me seducían los grandes espacios, las energías liberadas por un mundo nuevo que había que conquistar. Fue tremenda la impresión que me produjo mi llegada a Nueva York: una ciudad que parece obsesionada por el dólar y que para mí supuso, sin embargo, toda una revelación llena de tensiones románticas. Todo ello ha influido mucho en las cosas que he elegido. El que me haya interesado por el arte americano se debe, por tamo, a haber conocido ese continente. La razón fundamental de que haya coleccionado mucho arte americano se debe al hecho de que la vida moderna ha dado su giro definitivo en Estados Unidos, porque allí es donde antes ha empezado a actuar el modo de vida de la era tecnológica e industrial…”14. Por eso, “the American way of life and images became more or less familiar with us in Italy”15 (El modo de vida y las imágenes americanas llegaron a sernos más o menos familiares en Italia).

Asimismo, si Estados Unidos representaba el lugar suntuoso de una cultura y de un estilo de vida, sus planteamientos participaban evidentemente de ese positivismo idealista tan caro a la formación de Panza di Biumo. En estas consideraciones se apoyaban y se apoyan sus juicios, por lo que confirió a su colección un carácter no enciclopédico, de acumulación indiscriminada de ten-

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dencias, sino específico, fiel a su estrategia de imponer y asumir una visión contemplativa y no sociológico-consumista. Decimos esto porque aunque el subjetivismo y el idealismo asumen funciones de uso del arte coleccionado en Varese y en Milán, no quiere ello decir que la colección en sí constituya una declaración a favor de la ideología del coleccionista y aun cuando ésta resultase ser, como he intentado demostrar, una declaración ideológica, también puede ser crítica y estar sujeta a discusión si no se presenta ya en función de lo singular, sino de lo colectivo. Es decir que, en el momento en que la colección Panza di Biumo se convierta en”museo”, tanto en Los Ángeles como en Williamstown, quizá sea oportuno exorcizar las analogías con la ley y la moral, el orden y la muerte, el bienestar y la sacralidad, para mostrar al público un enfoque transversal que contextualice sociológica e ideológicamente su peculiar modelo de intervención sobre el arte. Dado que esta intervención influye en el proceso de socialización, cabe volverla a estudiar y dialectizar con relación a la historia, a fin de que la utilización del arte coleccionado durante el veinteno que va de 1956 a 1976 no dependa sólo de las adquisiciones, sino del ordenamiento social que reguló aquel período. Asimismo, el que la conducta de Panza di Biumo haya pasado ya a integrarse entre las formas artísticas de la colección, no por ello deben entenderse éstas conforme a su tradición filosófica, dotadas de un halo de sublimación o de idealidad. Más que ser enunciados de un orden superior, los trabajos expresan estipulaciones estéticas y supuestos ling ü ísticos, se encuentran cargados de dudas y perplejidades y pertenecen a las inquietudes intelectuales de un momento preciso de la historia del mundo. Pero ¿de qué momento se trata? Cuando, entre 1956 y 1960, Panza di Biumo comienza a comprar obras de Tàpies, Kline, Fautrier, Rothko y Rauschenberg, el proceso de industrialización ha adquirido en Italia un ritmo sin parangón posible y alcanza unos niveles tan impensables que cabría calificarlo de “milagroso”. Es el momento del desarrollo de la química y la siderurgia, unidas a la mecanización, cuando el

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milagro italiano intenta modernizarse a la americana. Gracias a las ayudas de ultramar, la reorganización capitalista vuelve a funcionar y, habiendo salido indemne, si no reforzada, de entre los escombros de la guerra, continúa aumentando sus inversiones en los sectores de mayor nivel tecnológico. Se produce un verdadero boom de la industria, que se traduce en una cierta embriaguez por todo producto “estándar”. Ahora, masas cada vez mayores de distintas clases toman contacto y se familiarizan por primera vez con los objetos de serie típicos de la expansión tecnológica. En 1957 aparece el coche Fiat 500, que señala el saleo hacia adelante de la movilización consumista.

Siguiendo los pasos del triunfo burgués en la conquista de los bienes de lujo, asistimos en el proletariado y la pequeña burguesía a la aparición —verdadero engaño de clase— del “socialcapitalismo radial”, capaz de granjearse con sus gadgets todo tipo de consensos y de aplastar cualquier desequilibrio. En esta trampa de la accesibilidad democrática al consumo caen todas las fuerzas políticas e intelectuales que llegan a fundirse en el crisol de la interdisciplinariedad para incrementar la “eliminación” de la miseria. Sin embargo, su colaboración, que tiende a democratizar y hacer estéticos los productos con ayuda del design (diseño), lo que hace es aumentar los gigantescos beneficios de los patrones, con lo cual, en cuestión de pocos años, el país se transforma en supermarkets, creados, y por tanto regidos, por el capitalismo, que, practicando la importación y exportación y aprovechando las facilidades que le brinda el bajo coste de la mano de obra, se ha convertido en internacional.

Al plano que exalta los sistemas de planificación industrial se adhieren también los mayores teóricos y protagonistas de la cultura artística, que alientan y difunden la integración del arte y la industria. Se exalta la planificación de la imagen, que aporta estética y objeto, y se recaba la colaboración entre quienes se dedican a la planificación industrial y quienes se ocupan de realizar búsquedas estéticas sin caer en la cuenta del arma de doble filo que supone la consiguiente expansión consumista.

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Ebrios de socialidad, piden que entre los fenómenos colaterales, contagiados por la alta productividad y por el “mito de Sísifo” del crecimiento industrial, se incluya al arte. Tras haber sobrevivido al proceso de aplastamiento populista y al intento de laceración existencial, si bien con momentos de angustia entre el subjetivismo y el colectivismo, la búsqueda italiana se ve, a finales de los años cincuenta, ante la situación de tener que afrontar la conflictividad de un trabajo que exacerba la separación entre los intelectuales y la masa, sin dejarse industrializar. Pero este período está marcado por lo “positivo”. Se pide por la fuerza que la educación estética cumpla una función consolidadora de la sociedad, es decir, que colabore a anular las jerarquías económicas a través de una homogeneización de los gustos. Y el arre no se sustrae a esta heroica convocatoria. Si bien liquida el protagonismo personal —estamos inmersos en un clima de desestalinizacián y postexistencialismo, cuyos comienzos corresponden a la entrada en crisis de la oposición entre lo real y lo abstracto, así como el individualismo informal—, cae en las redes del espejismo humanista que, tras el derrumbamiento de las ilusiones, se revelará más tarde depositario del consumismo. Deslumbrada por el reflejo —verdadero señuelo—, que formalizaba una norma merced a la cual el consumo se constituía en cimiento social, la búsqueda se lanzó de cabeza al diseño y al arte programado, con la ilusión utópica de planificar los principales sectores de la producción.

Frente a la propagación de la mejora estética de las mercancías, la mayor astucia consistió en proponer distinciones entre lo bueno y lo malo, entre el style y lo kitsch, olvidándose que la segunda piel, lisa o rugosa, metalizada o dorada, servía para distraer la atención del objeto mismo y de la propia función, aunque rescatándolos culturalmente de la colaboración entre el intelectual y la industria. Su proceso de “perversión” del “gusto” servía más bien de coartada desde la que reivindicar la fachada limpia de una industria —acordémonos de Olivetti y de Italsider—, cuyo único fin consistía en cebar el proceso característico del diseño industrial: transformar en

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mercancía de lujo cualquier producto banal hecho en serie, cultural y político.

Cuando comienza a funcionar este proceso que golpea el vértice y la matriz con intención de hacer avanzar el dato neutro y mudo que merma cualquier figura unida a la experiencia corporal, no sólo el arte sino también todos los lenguajes se ven despojados de las “figuras” asimiladas por el consumo y se ven obligados a volver a empezar de cero o, cuando menos, de unos datos reducidos.

El habla poética se ve imposibilitada para volver a analizar el significado y el sentido de sus materiales, especifica la función de cualquier factor y busca las motivaciones, aunque sin ningún interés por lo fácil y lo espontáneo. De igual modo, el arte se propone una investigación que logre distinguir las condiciones socioambientales de las pulsiones. Prefiere operar sobre las prefiguraciones y a partir de metalenguajes, y trata de verificar, si no de criticar, las normas que regulan todo acto de comunicación, haciéndose siempre la ilusión de que, una vez concretados, puedan ser gestionables con fines “humanistas”. La falta de correspondencia entre la hipótesis y su ulterior verificación, que tiene lugar en el transcurso de un quinquenio, acentúa, sin embargo, el distanciamiento y la separación de lo real, de manera que el arte vuelve a verse desprovisto de todo presupuesto que no consista en la utopía social y política. El cepo se dispara y el sueño de una cultura real se transforma en “carencia consoladora” que sirve para ocultar la evidencia inhumana de una programación de régimen o bien traduce los adornos e implantes inutilizados por el arte en beneficio del servicio no funcional. Esta última transformación se produce de manera osmótica con la gran movilidad productiva que en Italia lleva consigo el relanzamiento de la edificación, con la consiguiente aceleración de los elementos decorativos. El décor adquiere tal espesor real que hablar de redención social, alrededor de 1960, significa verificar el plano concreto del mobiliario. A continuación, destaca el arte, bien de consumo duradero e incrementable que, con respecto a la difusión de los demás bienes suntuarios, ofrece la garantía del coste y el “diseño”.

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A partir de 1958 el arte se ve sujeto a intercambios y contactos entre Europa y Estados Unidos, creándose una circulación monetaria susceptible de influir en medidas políticas y económicas que unen su fortuna y su existencia a los conflictos y crisis de los beneficios. Es precisamente hacia 1958 cuando Panza di Biumo da comienzo a sus descubrimientos ultraoceánicos capaces de crear valores distintos a los de la tradición del coleccionismo italiano. Mientras que en Italia el mundillo del arte sigue orientado a las relaciones con la Europa del Norte, de manera que mira a Cobra y al ArtBrut, con algunas incursiones en el figurativismo y en el naturalismo informal, he aquí que aparece un joven coleccionista milanés que, tras haber visto algunas reproducciones fotográficas de un trabajo expuesto en la Documenta de Kassel, compra, en 1959, dos Rauschenberg por correspondencia. Naturalmente, tal anticipación no carecía de raíces. Ya entre 1956 y 1958, Panza di Biumo sanciona su personalidad de coleccionista con la elección segura de obras de Fautrier y Tàpies. Lo informal es, por tanto, el humus cultural en el que va tomando forma, pero se trata de un informal decididamente paradigmático en el repertorio de las certezas existenciales, prestando atención, de hecho a proyecciones personales de estados complementarios que van de lo personal a lo civil, donde Fautrier representa el drama y la meditación, mientras que Tàpies evidencia el ansia por la acción y el pensamiento sociales. Para la adquisición de ambos contó con la ayuda y consejos de Pierre Restany y Giudo Le Noci, que se encontraban al comienzo de su carrera, pero demostrando ya una lúcida capacidad de convencer con la extrema calidad de sus elecciones. La aportación de estos hombres resulta fundamental, pues abre la Panza di Biumo las puertas de un panorama internacional, permitiéndole, como atestigua el propio Restany, “ses premieres fixations définitives. Son appartement de Milan refière fidèlement les options de cette période. Jean Fautrier, ‘‘l’enragé’’ de Jean Paulhan méritant et réservé et le poète hanté et torturé de la Vallée aux Loups fut parfois explosive. Fautrier vivait dans le drame et le déchirement. Panza en a

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recueilli les documents les plus exemplaires il possède une dizaine de Fautrier, parmi lesquels deux têtes d’Otages (1943 et 1944) qui figurent à juste titre parmi les plus haute culminances de leur auteur. Avec Tàpies c’est apprentissage du recueillement “actif”: les grandes étendues minéralisées du peintre catalan invitent au rêve et à la méditation, aux évasions transcenden tales de l’être. Apres le cri, le silence. Ainsi à partir de Jean Fautrie et d’Antoni Tàpies, Panza a défini les deux pôles limites de sa sensibilité, la tentation expressioniste de la violence et de la révolt compensée par le désir d’une ascèse contemplative, d’une intégration spatiale de la matière. Mais tout, bien sûr, n’est pas si simple derriere le désert minéral de Tàpies cheminent les inquiétantes crevasses de la vie, l’angoisse y apparait comme le ressac d’un résea de griffures. Le feu couve sous la cendre, l’impassibilité est volcanique. La quinzaine de Tàpies de Panza, par la précise diversité de choix, constitue le panorama le plus exact du cheminement logique de l’artiste dans la période 1955-1960, qui est de loin sa meilleure. Les achats du collectionneur, qui se situent entre 1957 et 1960 sor rigoureusement contemporains de la période de production de l’artiste. On peut vraiement parler là de communication et de reencontre. Cette exigente spirituelle, cette soif de totalité alimentent la fe du collectionneur d’une flamme constante, exigeante et jalouse”16 (Sus pirmeras fijaciones definitivas. Su piso de Milán refleja fielmente las opciones de este periodo. Jean Fautrier, “el airado” a Jean Paulhan, meritorio y reservado, poeta agobiado y torturado a la Vallée aux Loups fue a veces explosivo. Fautrier vivía sumido en el drama y el desgarro. Panza recogió de él sus documentos más representativos: posee una decena de Fautriers entre ellos dos cabezas de Otages (1943 y 1944) que figuran, con todo merecimiento, entre las más altas cúspides de su autor. Con Tàpies se trata de un aprendizaje de la recopilación “activa”: las grandes extensiones mineralizadas del pintor catalán invitan al sueño, a la meditación y las evasiones trascendentales del ser. Tras el grito, el silencio. Así a partir de Jean Fautrier y Antoni Tàpies, Panza definió los dos polos extremos de su sensibilidad, la tentación expresionista de la violencia y la

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revuelta, compensada por el deseo de una ascesis contemplativa, de una integración espacial de la materia. Pero, claro, no es todo tan sencillo: tras el desierto mineral de Tàpies caminan las inquietantes hendiduras de la vida, aparece en él la angustia como la resaca de una red de arañazos. El fuego está latente bajo las cenizas, la impasibilidad es volcánica. Los quince Tàpies de Panza, por su precisa y variada elección, constituyen el más exacto panorama de la evolución lógica del artista en el periodo que va de 1955 a 1960, que es, con mucho, el mejor. Las adquisiciones del coleccionista que se producen entre 1957 y 1960 son rigurosamente contemporáneas del periodo de producción del artista. Se puede realmente hablar de comunicación y encuentro. Esta exigencia espiritual, este afán de totalidad alimentan la fe del coleccionista con una llama constante, exigente y celosa).

Completando las palabras de Restany, hemos de decir que el haber hecho suyo el presente artístico, recogiendo un número elevado de documentos, resulta indicativo del futuro proceder de la colección. No sólo se hacía acopio de la energía estética en el momento en que se producía, sino que se la recortaba y reponía en cantidad, no sólo en calidad. Hasta tal punto que, en el caso extremo cuando la adquisición sea de un artista desconocido, el esfuerzo de Panza di Biumo parecerá más enfocado a formar una imagen que a conservarla. De hecho, se estaban formando entonces ese vínculo de amor y esa instancia de sacrificio, por lo que el coleccionista parece haber dedicado su vida y sus recursos a la pasión artística.

Tras la experiencia de renovación a través del arte francés, Panza, sólo conformará su propia “imagen” en 1959. El cambio de signo se debe ahora a otra inteferencia, la de John Cage, que tras haber participado en el programa de televisión Lascia o Raddoppia, trabajó con Luciano Berio en Milán. A raíz de su estancia en Italia, Panza lo conoció y oyó mencionar los nombres de Rauschenberg y Johns. Aquella indicación, considerada la fuente, no tardó en ser atendida y cabría afirmar que fue el fundamento de todas las etapas posteriores de su interés “americano”. Pero, como se ha dicho,

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la información no cayó en vacío: la adquisición de obras de Franz Kline data de 1956 y se llevó a cabo por correo gracias a las fotos enviadas por la galería Sydney Janis de Nueva York. La colección ya estaba impregnada de espíritu internacional, en especial del lenguaje de la nueva pintura americana. De este modo, la pintura de Kline es la “escritura” a través de la cual pasa la información a gran escala y su sintaxis, de hecho, es la base del fluir tanto cromático como objetual del que participa Rauschenberg y es, de hecho, su obra la que, en 1959, atrae la atención de Panza, antes incluso de que adquiera nada de Rothko, de quien contempla obras en 1958, pero no compra ninguna hasta 1960. La conversación milanesa con Cage se traduce en una inmediata compra de piezas en Rubin, de Nueva York, y en peticiones a galerías, como las de Martha Jackson y Leo Castelli, que se dedican no sólo al expresionismo abstracto sino también al postexpresionismo, desde Reinhardt a Rauschenberg. Pero como, al igual que ocurría con Fautrier y Tàpies, la convicción de Panza di Biumo coincidía con la de lo nuevo y lo actual, aquí lo tenemos moviéndose de inmediato en perfecta sintonía con los fundamentos del movimiento que marcará los años sesenta: el pop art. Aunque la reacción contra el expresionismo abstracto se encontraba todavía en su fase inicial, cuando Panza di Biumo se trasladó a Nueva York, en 1960, logró comprender que la creación americana no se movía ahora entre la persona y el arte sino entre la producción y el arte. Recordando lo que le había oído a Cage, pudo constatar la importancia de Rauschenberg y de su estética, a medio camino entre el expresionismo y el dadaísmo, y volvió a tomar en cuenta a Johns y a Warhol, quienes, sin embargo, no podían integrarse, dada su fuerte iconicidad, en la “sustancia” de la colección. En 1962, no obstante, un año después de haberse inaugurado el “Store”, se interesó por los objetos de escayola de Oldenburg y, siempre en el mismo período y siguiendo el desarrollo del pop hacia el mobiliario urbano y de los mass media, compraba a Dick Bellamy y a Castelo obras de Segal, Rosenquist y Lichtenstein.

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Los trabajos de estos artistas representan el punto máximo de alejamiento de la abstracción y el geometrismo o purismo absoluto. Si, de hecho, Rauschenberg y Oldenburg viran, aunque de manera indirecta, hacia el expresionismo abstracto o hacia lo informal, desde Burri a Dubuffet, los pop se ven proyectados hacia el mundo icónico y realista. Y puesto que la selección por “imágenes” no se corresponde con el ideal de Panza di Biumo, la presencia de los artistas pop es muy reducida, hasta el punto de faltar los verdaderos protagonistas, es decir, Johns y Warhol, característicos de la monumentalidad pop.

Negada la presencia del tema concreto de la masa, el siguiente paso después de la crisis económica sufrida entre 1962 y 1965, que bloqueará el desarrollo lineal de las adquisiciones, Panza di Biumo no puede por menos de retomar el camino de lo absoluto, lo racional y lo primario. Cuando, en 1966, se inaugura en el Jewish Museun de Nueva York Primary Structures, que define internacionalmente la existencia de la escultura minimal, Panza se había acercado ya a Morris y Flavin, a quienes había comprado obras fechadas el 1964-1965. La entrada de los volúmenes y las luces esenciales de estos artistas establece la línea definitiva de la colección. En los minimalistas la autonomía espacial y volumétrica es verdaderamente total. Todo signo, cromático o superficial, ya sea el de los fluorescentes o el del contrachapado rechaza cualquier tipo de valor “referencial” con respecto a lo externo para replegarse sobre sus propias formas y articulaciones internas. Ahora el arte se cierra sobre sí mismo y se niega a toda intromisión, excluyendo, por tanto, el “ornamento” histórico y el valor documental para manifestar su predilección por las entidades superiores y generales. A través de ellas, la colección presta atención a un lenguaje antidecorativo, en el que sólo se evidencia el fenómeno visual y material de carácter elemental cuyo proceso tiene como bases la idea y el proyecto. La determinación es la de seguir lo teórico-intelectual que emerge, con respecto al polo concreto y mundano de los artistas pop cuyo astro reluce justo a partir de 1964, para llegar, en 1968, a investi-

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gaciones que se interesan por los aspectos filosóficos de la manera de pensar y ver el arte. A partir de ese año, Panza di Biumo, ya seguro de su temática, que rechaza el gusto corriente, el subjetivismo espontáneo, el iconismo y lo efímero, se vuelve hacia el conceptual art y comienza a abrirse al arte ambiental californiano. Con Judd, Andre y LeWitt termina de adquirir el lote minimal y desde 1969 incluye, durante un período de tiempo que se prolonga hasta 1976, tanto los temas teóricos y filosóficos de Kosuth, Barry, Weiner, Darboven, Huebler. Dibbets y Kawara como las propuestas posminimalistas de Serra, Buren, Long, Nonas y Highstein, las pinturas analíticas de Ryman, Mangold, Marden, Charlton, Law y Joseph o los ambientes y los proyectos de Nauman, Nordman, Orr, Bell, Irwin, Turrell y Wheeler. El período de tiempo es el que marca la cultura de 1978, cuando el impulso antiautoritario exigía la verificación de todos los textos y valores. El proceder crítico y horizontal de los conceptuales se adecuaba a la búsqueda de una crítica de los instrumentos e ideologías que el arte había adoptado sin más en el repertorio del pintar, desprovistos ambos de connotaciones teóricas o procedimentales. Lo que se exigía era una racionalidad nueva en la que pudiera cobrar forma todo aquello que subyacía bajo el contexto del “arte”. Se deseaban cambios radicales y transformaciones evidentes, por lo cual se intentaba dar una nueva formulación al arte, tanto con respecto a sí mismo como en relación con sus ideas y su contexto. En aquel clima de reafirmación y reapropiación de los instrumentos elementales se revocaba cualquier decisión anterior. El arte volvía a moverse nuevamente por terrenos trillados, por lo que las indicaciones de movimiento podían llevar en cualquier dirección. Frente a esta explosión, tan resuelta y llena de transformaciones, Panza di Biumo no se retrae, como suele ocurrir en el coleccionismo tradicional. Antes bien, adquiere un papel protagonista. Además de mostrarse dispuesto a adquirir obras, asume la tarea de descubrir y afianzar a los artistas. Sin hacer caso de sus problemas económicos, incluye en la colección centenares de fotografías, escritos, definiciones y proyectos conceptuales hallados en

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los locales de Gian Enzo Sperone en Turín y Konrad Fischer en Düsseldorf, compra los cuadros minimalistas y las discusiones de Wilson, hasta intervenir junto a Franco Toselli, en Milán, cuando su galería presenta, por vez primera en Italia, los trabajos ambientales de Maria Nordman y Michael Asher. Como él mismo afirma, lo que le interesaba de los conceptuales era “l’idée qui les inspire: en lieu de se manifester par un discours philosophique, elle est visualisée: la forme devient un sous-produit de l’idée, indispensable, même si elle est un élément subordonné. Pour la première fois dans l’histoire de l’art des idées communicables uniquement ont été visualisées, par de moyens nouveaux et appropriés, offrant ainsi une possibilité de compréhension immédiate”17 (La idea que les inspira: en lugar de manifestarse mediante un discurso filosófico, la visualizan. La forma pasa a ser un subproducto de la idea, indispensable, aunque se trate de un elemento subordinado. Por primera vez en la historia del arte se han visualizado ideas que sólo cabía comunicar, utilizando medios nuevos y apropiados que brindan así la posibilidad de una comprensión inmediata).

Una vez que el arte conceptual ha tomado impulso y ha sido reconocido como análisis de las funciones, se descubre el carácter significativo de los esquemas y la praxis expositiva de procesos marginales con respecto al objeto artístico. A partir de 1967 no se acepta ya la colocación con arreglo a los métodos de la pasividad tradicional, sino que aquélla pasa a ser fruto de un procedimiento complementario de la creación. Hacer y pensar el arte equivale ahora a mostrarlo. En este sentido, la colección “cambia” de nuevo, se vuelve a crear no sólo en relación con las obras sino también con los espacios que las acogen. Es cierto, sin embargo, que vive y vivía de una manera autónoma, pero la consciencia del significado del montaje le aporta un recorrido activo. Desde 1969 la villa dieciochesca de Varese se vuelve “dependiente” a la obra. Panza di Biumo la somete a una reforma flexibilizándola para adecuarla al sentido ambiental de los trabajos. Así, si antes podían convivir Rothko y Kline, Rauschenberg y Oldenburg con muebles

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barrocos y valiosos tapices, con esculturas primitivas y teschi del siglo XVII, ahora los Kosuth, los Nauman, los Serra, los Ryman y los LeWitt precisan de un espacio independiente y congenial. De ahí la urgencia de restaurar las cocheras y los establos de la planta baja, así como de producir un mapa de recorridos ambientales realizados expresamente en colaboración con los artistas, quienes de ahora en adelante ejecutarán trabajos directamente relacionados con la arquitectura de la villa.

La atención y el cuidado con que se realizan y su calidad de espacios meditativos son consecuencia, evidentemente, de una visión museística, de origen siempre idealista. Sin embargo, las sensibilidades parecen coincidir, como si la cultura californiana, tan rica en misticismo oriental, se viese reflejada en la espiritualidad europea. En el plano arquitectónico, los espacios suprimen toda interferencia óptica y visual a favor de un aislamiento total y de una abstracción completa, por lo que las obras arquitectónicas de Irwin, Turrelly Nordman no se alejan de ese concepto del continente artístico en el que piensa por Panza di Biumo cuando afirma que “pour comprendre vraiement la qualité d’une oeuvre d’art il faut l’isoler; il faut la placer dans un espace neutre, dans un espace homogène où il n’y aie pas d’éléments contrastants”18 (para comprender de verdad la calidad de una obra de arte hay que aislarla, hay que colocarla en un espacio neutro, en un espacio homogéneo donde no haya elementos que contrasten). De ahí que, según esta actitud, deba realizarse un examen preciso de los espacios y trabajos disponibles a fin de poder elegir el entorno más idóneo para cada obra, de la misma manera en que el artista ambiental elige un espacio y lo “activa”. “El sistema normal que se sigue en los museos —escribe ahora Panza—, basado en el orden cronológico y las escuelas, debe pasar a un segundo término para favorecer la valoración de las influencias recíprocas del espacio y las obras, de la relación dialéctica que se establece entre una sala y la anterior o la siguiente del circuito que recorre el visitante, desde los puntos de observación dominantes y de acceso más inmediato”19.

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Negar la presencia de la arquitectura para favorecer conjuntos evanescentes e inmateriales como la luz y el sonido parece, de hecho, algo muy típico de los artistas ambientales, es decir, del último grupo que entró en la colección. Su trabajo, impregnado de cultura naturalista y biopsíquica, tiende a una concepción esotérica y mágica del espacio. Éste se ve “despertado” y “solicitado” mediante pequeñas modificaciones como el uso de orificios, ventanas y puertas o bien de paredes, luces o gasas para concentrar la atención sobre un mínimo de materia sensorial, que puede ser la luz artificial o natural, el sonido o el aire, así como la dimensión experimental y perceptiva del visitante. Los resultados casi siempre tienden a producir unas condiciones espaciales y suprasensoriales en las que la eliminación de sentidos como la vista o el tacto puede jugar a favor de una intensificación de los demás órganos sensoriales. En conjunto, las estancias o pasillos de Turrel, Irwin, Nordman, Nauman y Flavin, construidas in situ en Varese, constituyen ejemplos de investigación total en los que los rasgos arquitectónicos se transforman en argumentos perceptivos surgidos de fenómenos naturales.

A fin de cuentas, con estos ambientes, que congelan definitivamente la villa y la convierten en un museo permanente, se cierra el círculo. Si, de hecho, el arte es para Panza di Biumo una abstracción del soporte temporal e histórico, ¿qué mejor que ese conjunto de espacios imperceptibles, compuesto de la “nada”, museificado, pero rico en sentido, del arte ambiental?

No osaremos decir que en estas estancias se cristalizan la sustancia y la esencia de la colección Panza di Biumo, pero, sin embargo, no constituyen la epifanía más completa. Su culminación muestra y pone de manifiesto la afirmación y la conclusión de una aventura laica e ideal cuyos términos de comparación y crítica permanecen ya vinculados al uso que haga de ellas la visión histórica de las instituciones colectivas y sociales.

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1 Baudrillard, Per une critique de l’économie du signe, París.

2 Kurtz, «Interview with Giuseppe Panza di Biumo», en Ars Magazine, Nueva York, marzo de 1972.

3 Celant, Conversazione con Panza di Biumo, Varese, 1974, inédito.

4 Celant, op. cit., 1974.

5 Celant, op. cit., 1974.

6 Entretien Heré Fischer-Giuseppe Panza à Milan, Février, 1976”, en Parachute, núm. 7, Montreal, verano de 1977.

7 Celant, op. cit., 1974.

8 Kurtz, op. cit.

9 Celant, op. cit., 1974.

10 Bomgard, “La Collection Panza di Biumo”, en Art Press, París, enero-febrero de 1976, págs. 22-24.

11 Panza di Biumo “Arte Astratta” en Realtà Nuova, núm. 4, año XXV, Milán, abril de 1960, págs. 380-387.

12 Kurtz, op. cit.

13 Kurtz, op. cit.

14 Minervino (entrevista) “Europa-América e ritorno”, en Bolatti Arte, núm. 61, Turín. junio-julio de 1976.

15 Kurtz, op. cit.

16 Restany, “Collection qui est aussi I’histoire d’une vie”. en Plaisir de France. París, enero de 1970.

17 Entretien avec Hervé Fischer…”, op. cit.

18 Forest, op. cit.

19 Panza di Biumo, “Environmental Are Museum”, en Data, Milán, verano de 1974.

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Antes y después del entusiasmo

Comisario: José Luis Brea KunstRAI de Ámsterdam, entre el 23 y 28 de mayo de 1989.

Si la memoria y el recuerdo no me fallan —yo fui uno de los amigos y colegas que acompañaron a José Luis Brea a Ámsterdam en la que era su primera experiencia como comisario de arte fuera de España—, el motivo de la invitación cursada a José Luis por los directivos de la feria de arte fue debido, me parece, a algo así como un homenaje o actos dedicados a nuestro país dentro de los días de exhibición de la feria. No estoy seguro, insisto, y la posible equivocación carece de la más mínima importancia. Lo que sí fue realmente importante y significativo estuvo en que la muestra de arte español contemporáneo pudiera realizarse, máxime si tenemos en cuenta que fue exhibida únicamente durante cinco días, si bien la propia organización de la feria tuvo a bien (de nuevo sin seguridad en el dato) financiar el magnífico libro/catálogo que hemos seleccionado para esta compilación. En dicho libro —excelente en su totalidad y muy válido y necesario como documento de las singulares derivas en las que se encontraba la producción

artística nacional a finales de la década de los ochenta— encontramos dos soberbios ensayos de Brea: “Por una economía barroca de la representación” (que es el que, finalmente, hemos decidido incluir) y “Los muros de la patria mía”. Por supuesto, y sin ninguna duda, el texto que con bastante pena no aparece en esta publicación tenía todo el derecho a ello por su obvia calidad. Ocurre que resultaba inviable por cuestiones de espacio. Y había en contra un argumento digamos acumulativo: le selección de otra muestra comisariada por José Luis, “Años 90. Distancia Zero”, si bien en esta ocasión el texto del catálogo escogido pertenece al teórico norteamericano Hal Foster. Los artistas que formaron parte de Antes y después del entusiasmo fueron:

Javier Baldeón, Joan Brossa, Pepe Espaliú, Ferrán García Sevilla, Federico Guzmán, Juan Hidalgo, Cristina Iglesias, Rogelio López Cuenca, Santiago Mercado, Mitsuo Miura, Juan Muñoz, Juan Navarro Baldeweg, José Manuel Nuevo, Guillermo Paneque, Pedro G.

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Romero, Simeón Sáiz, Adolfo Schlosser, Isidoro Valcárcel Medina. En el primer párrafo, al final, de “Por una economía barroca de la representación” podemos leer una frase que me ha llamado la atención por el rasgo de (ácido) humor que comprobamos, y porque sirve, en su totalidad, como rótulo o epígrafe de lo que creativamente José Luis pretendía con esta muestra. Dice así: “Tan solo siete años (se refiere a hechos culturales muy significativos acaecidos durante la década de los ochenta) y la resistencia de la memoria a facilitar, ya que el reconocimiento se nos ha vuelto ciertamente impracticable aquella tarea que el urbanizador de la provincia heideggariana, Hans-Georg Gadamer, quiso encomendarnos: reconstruir la intensidad del acontecimiento”. El rasgo humorístico, fácil es de adivinar por tener el sello del humor, un tanto malvado y muy divertido, que poseía Brea en algunos de sus comentarios y declaraciones, es calificar a Gadamer de “urbanizador del jardín heideggariano”. El otro componente del párrafo que me interesa es la frase final que resume, con envalentonada parquedad y de una manera indirecta o de “sin querer queriendo”, el espíritu (o uno de ellos) que animaba el proyecto de la muestra: reconstruir la intensidad del acontecimiento. Ciertamente, y ante las grandes e inclasificables diferencias formales y estilísticas de los artistas

seleccionados, esa “intensificación del acontecimiento” era quizá el elemento tanto aglutinador como estructurador de la eficacia expositiva de la muestra, y no únicamente, también como proyecto e Idea. Lo cierto es que contemplando la exposición en Ámsterdam —es decir: su puesta en escena— esas diferencias entre las propuestas quedaban muy mitigadas o muy engarzadas en lo que bien podemos calificar de “el entusiasmo del acontecimiento”, siguiendo a Foucault y en la medida que los órdenes del discurso articulan el acontecimiento.

Tiempo, alegoría, duración (muy cercana a como lo piensa la filosofía de Bergson: la durée), estatuto o régimen de Representación, la Historia, semiotización de la experiencia de vida…, son algunos de los elementos discursivos que nos encontramos con este texto tan inteligente y bello como denso. Cedamos, para finalizar, la palabra a José Luis Brea: “Y ese es precisamente el lugar de la alegoría: el lugar del cruce de dos escrituras, su horizonte intertextual. Que una imagen sea vista a través de otra, que un texto leído por otro: esa es la ley general misma —ley de lo alegórico— de toda economía barroca de la representación y el lugar, por excelencia, que la escritura rotura, el espacio de la producción de toda significancia”.

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Por una economía barroca de la representación (1989)

Ciertamente, no existe nada en la historia del arte que corresponda ya sea al siglo o a su décima parte.

La configuración del Tiempo

Diez años han transcurrido desde la aparición de La Condition Postmoderne. Otros tantos desde que Bonito Oliva lanzara La Transvanguardia Italiana, los mismos que se cumplen de la exposición American Painting: The Eighties de Barbara Rose; dos menos de los ya pasados desde Pictures, la organizada por Douglas Crimp. Nueve años nos separan de The Allegorical lmpulse: Toward a Theory of Postmodernism, de Craig Owens y uno menos de Figures of Authority, Ciphers of Regression, de Benjamin Buchloh; o de Modernidad: un Proyecto Inconcluso, de Jürgen Habermas. Sólo otro

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año más cerca, la Documenta de Rudi Fuchs o Zeitgeist hunden su acontecimiento en la oscuridad de una memoria que se resiste a reconocer que, de entonces acá, ¡ha pasado tan poco tiempo!. Siete años. Tan sólo siete años y la resistencia de la memoria a facilitar, ya que el reconocimiento se nos ha vuelto ciertamente impracticable, aquella tarea que el urbanizador de la provincia heideggeriana, Hans-Georg Gadamer, quiso encomendarnos: reconstruir la intensidad del acontecimiento.

Habitar la espeluznante delgadez del presente parece nuestra condena. Y la memoria no se atreve, atrapada en su inmisericorde inercia liquidatoria, a proponernos un sólo recuerdo que se nos aparezca entrañable, dulce, literalmente memorable. Es cierto que el Tiempo se nos ha extraviado, se ha deslizado entre nuestros dedos con la ligereza de lo que ha sido mirado sin confianza, como algo ajeno. ¿Quién de todos nosotros podría decir que ha creído en el tiempo en que vivía, en estos últimos años? Así, si disfrutamos esta condición atemporal es menos porque ‘la historia haya muerto’ o conservemos alguna tenaz certidumbre de que la significación de la tarea del arte permanece invariada a través del Tiempo —e irresuelta e irresoluble en la sucesión: tal vez esta sea la dirección de la hipótesis sugerida por Harald Szeemann en Zeitlos— que porque nosotros mismos hemos desaparecido de él, nos hemos excusado de habitarle —para decirlo suavemente.

Tempus Fugit

En rocas de cristal, serpiente breve. D. Luís de Góngora.

‘Le Temps s’en va, le temps s’en va, madame. Las! le temps, non, mais nous nous en allons… ’, escribía Ronsard. Y no parecería ciertamente que estuviéramos en condiciones de sobrevivir a las jubilosas defunciones cuyo rosario alegremente hemos desgranado.

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Fin de lo social, fin de la historia, fin de la modernidad, de la razón y del progreso, del arte, de la ciencia, de lo político y de lo económico, de la teoría y de las praxis, del pensamiento y sus paradigmas, del discurso y sus articulaciones… Demasiada moribundia, demasiado acabamiento como para poder ahora seguir afianzándonos en algún territorio, demasiado alegre arrojar por la borda tanto supuesto lastre para, a la postre, descubrirnos desnudos y sin nada en que apoyarnos, flotando desconcertados a la deriva, entregados a la estéril soledad del sálvese quien pueda, en la ausencia de un plano de consistencia capaz de sostener la interacción discursiva. Es esa ausencia, la de un horizonte estable de discurso, la que define nuestra posición, la que señaliza el territorio en que nos constituimos hoy, la que articula nuestro lugar —no ya en la historia— en el Tiempo: un lugar invertebrado, derrumbado, baldío, en el que, a falta de referentes de orden, el registro de la sucesión de las formas del hacer, de la tecné, parece haberse vuelto impensable.

Impensable en el sentido más fuerte, en el que al término —le daba— Foucault. Los órdenes del discurso articulan el acontecimiento y, a la postre, delimitan los campos de lo pensable, incluso de lo puramente visible. Y el que nos es propio, la episteme que regula nuestra condición, tiene por característica precisamente la ceguera para el reconocimiento del propio lugar —puesto que no articula los discursos en ningún orden de diacronía— en el tiempo.

Como en el reloj de Joan Brossa —Poema Visual, 197— instalado en el teatro Poliorama, la percepción nítida del transcurrir queda rápidamente fuera de foco y sólo nos ofrece una engañosa lectura en que progreso y regresión —el reloj avanza hacia atrás— se entrecruzan sin que la flecha del tiempo acierte a orientar nuestra mirada, nuestra conciencia de situación en el curso del devenir.

¿Será que como anunciara Canetti, para regocijo de Baudrillard, a partir de un cierto momento preciso del tiempo, la Historia ha dejado de transcurrir? Sorprende con cuánta ligereza nos hemos dejado seducir por esta posibilidad, qué poco hemos

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Antes y después del entusiasmo

sopesado la envergadura de las consecuencias de esa auténtica fuga del tiempo. ¿Acaso no se sigue de ella la clausura misma de todo campo de efectuación discursiva articulado conforme a cualesquiera órdenes de valor, al cumplirse la desaparición —por extravío del vector temporal— de toda posible enervación de discurso y acción?

¿Acaso no se sigue de ella el cierre sobre sí mismo del espacio de la representación, perdida toda dimensión de despliegue en el curso del tiempo? ¿Lo que, propiamente, llamaríamos su barroquización?

El Gran Teatro de la Representación

Y pues representación es aquesta vida toda… Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo.

La fascinante, aunque inconfesada, visión que cautivará nuestra imaginación a comienzos de esta década —la de un nuevo, aunque paradójico, fin de la Historia— se ha diluido en su propia contradicción.

Si bien es cierto que lo sucesivo se ha vuelto inasequible a cualesquiera esquematismos de filiación —dicho de otra forma: si el progreso se ha vuelto verdaderamente impensable en ciertos campos—, la flagrante evidencia de la duración reterritorializa el ‘dimensionamiento cronológico del acontecimiento, determinando el difuminado de la ilusión neohegeliana —carácter no por no reconocido menos evidente— de acabamiento, de extra-posición a la historia, al decurso del Tiempo. Así, la ilusión de discontinuidad se desvanece y, con ella, el tibio vértigo que alimentaba. El entusiasmo , la afección correlativa a la pretendida metástasis posmoderna del espacio de la representación, se congela y cristaliza sobre la inoportunidad tediosa de su reiteración. Por uno u otro lugar, la fuga, la deriva, acaba por liberarse —precisamente, hacia dentro. La figura que esa

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reterritorialización presenta, sin embargo, al menos por ahora, no es la de una pura restauración de la historialidad, sino, por así decir, la de una simultaneación de lo sucesivo, la de una espacialización del tiempo : se culmina en efecto la clausura de la representación, liquidando la virtualidad de toda exterioridad —incluso la de toda posteridad o anterioridad— para ser atraída al centro de una escena que teatraliza la totalidad eventual del acontecimiento, incluso —insisto— su pasado y su futuro: su historia. Ya no hay historia, porque el espacio de la representación ha venido a agotar la totalidad del despliegue del acontecimiento, abarcando simultáneamente su actualidad y la memoria —la escritura— tanto de su pasado como la de su futuro.

Se produce lo que llamaríamos un efecto barroco. El espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce: interioriza —o más bien se extiende hasta ocupar— toda exterioridad, distribuyéndola en series que recorre de manera sistemática y cíclica, estableciendo bucles aperiódicos que abarcan su totalidad imaginaria, sistémica. Ya no se trata, en todo caso, de figuras concéntricas que avancen sobre regularidades postuladas, sino de singularidades complejas que son recorridas excéntricamente, en un régimen que debe menos al imaginario de las figuras circulares que a la espontaneidad curva de las anomalías, de los accidentes. Ciertamente, tiene lugar esa curvatura del espacio característica del barroco que hace ingresar, como dimensión añadida, su decurso en el tiempo. Pero su modelo ya no es el orden orbital que el cálculo infinitesimal descifraba, sino el desorden que las matemáticas de la anexactitud, de la catástrofe, de la multiestabilidad reversible de los sistemas, está empezando a hacer pensable. La gran diferencia entre un canon de Bach y Tamarán, de Juan Hidalgo, estriba precisamente en el descentramiento aperiódico que regula los bucles de ésta última. Una cierta condición de apertura en el seno de la clausura sistémica barroca. El resto, ese fondo inasequible al teatro de la representación cuando éste estaba organizado según el modelo de las matemáticas circulares, por el ordo idearum del programa racionalista, es ahora

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absorbido a una escena extendida, regulada no ya por la sistemática repetición de lo idéntico, sino por una especie de eterno retorno del simulacro —en el sentido que tiene en Platón, de copia rebelde, habitada por la diferencia—, de lo anómalo y anexacto. No es ya, pues, un barroco de las simetrías puras, precisas, de los bucles circulares infinitos, sino un barroco delirante, manierizado, aberrante, cuajado de accidentes y anexactitud, abierto en espirales excéntricas, que multiplica exponencialmente sus escenas, Iiquidando todo exterior. Su geometría no es esquemática —recuérdense las declaraciones de Peter Halley en el sentido de que la geometría no aparece en su trabajo como programa enunciativo, como puesta en juego de un esquematismo formal apriorístico, sino aportada como un dato atraído del exterior, del mismo espacio de lo social— sino retroproyectada en un juego de espejos en el que la forma compleja de la realidad y la del espacio de la representación se confunden y abarcan mutuamente.

Barroca Ubicuidad Contemporánea

Tout n’est pas poisson, mais il y a des poissons partout. Il n’y a pas univeraIíté, mais ubiquité … Gilles Deleuze, Le Pli. Leibniz et le baroque.

Éxtasis de la comunicación. Si en algún punto la nueva sociología francesa ha acertado plenamente en su análisis de les sociétés le plus devéloppées es, desde luego, en su diagnóstico concerniente a la opulencia comunicacional que las recorre. Más que ningún otro rasgo, es esta principalidad de la acción comunicativa la que configura la especificidad de su régimen. Como en el jardín leibniziano, todo se proyecta en todo, en un teatro de ecos que materializa su flujo en forma de efecto eléctrico y que tiene en la pantalla, no ya en el espejo, el mejor actualizador de esa virulenta saturación de las imágenes virtuales que habita todos los rincones. Paul Virilio ha mostrado hasta qué punto ese deve -

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nir ubicuo del mundo —por virtud de la aceleración de los flujos que desde la esfera de la tecnociencia, y hasta alcanzar la velocidad de la luz, se ha conquistado— comporta un correlativo desvanecimiento del dimensionamiento temporal, su, ya indicada, espacialización, retirada de toda significación cronológica. Retirada que tanto Lukács como Benjamin aún referirían precisamente a una pérdida del sentido anticipatorio, utópico. En todo caso, lo que nos resulta fundamental no es ahora ya ese efectivo desvanecimiento, sino el aberrante régimen de ubicuos ecos en que convierte al mundo, como un territorio iconizado, como un teatro alegórico saturado de potenciales comunicativos carente de toda exterioridad, de toda trascendencia sobre la que efectuarse como proyecto .

Todo el espacio de lo social deviene así textura cruzada de lenguajes que prueban y confrontan sus potenciales comunicacionales en una febril agonística icónica, en una gigantomaquia del significante. El mundo se satura de trazos, de escrituras. Deviene palimpsesto, acumulación interminable de texto sobre texto, de fragmento sobre fragmento, memoria cegada de potenciales de significancia que se superponen, pero que no se organizan conforme a algún orden de verticalidad que pudiera responder de continuidades genealógicas. Sino que se distribuyen según figuras de despliegue y diseminación, en dispersiones estratificadas que articulan la fricción de los campos semánticos como una física de fluidos, entre partículas concomitantes que entrechocan sin soldarse, elásticamente.

La superficie se hace así escenario de una enloquecida batalla de temperaturas y eficacias, tensa membrana en que hace epifanía un disparatado maremagnum de contaminaciones. Barroca semiotización del mundo que calienta el teatro de toda enunciación, que alegoriza toda secuencia, todo objeto, toda presencia en el espacio público. Grandeza del pop, en su reconocimiento de la estúpida fuerza de tercera significancia residente en cualquier imagen, en cualquier palabra, en cualquier objeto

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proyectado con la suficiente velocidad y temperatura a una eficacia circulatoria, pública. La estúpida literalidad de lo aparente en su rala insignificancia, redoblada por una inquietud que forzaría a admitir que en ella algo otro se está enunciando —o al menos, atrayendo como irresistible imán al pensamiento hacia un lugar sin objeto, sin sentido, más exactamente. Texto, imagen, palabra u objeto atraídos por igual a una economía estúpida del (no) pensamiento en que la significancia es generada como producción absolutamente primaria, inelaborada, operatoria a nivel pictogramático, en una aproximación puramente climática —una especie de física de las temperaturas— a la producción escritural, al espacio enunciativo. Desde el reconocimiento implícito del contexto de febril entrecruzamiento de lenguajes de alta definición, de alto potencial de significancia, que afecta a la esfera de toda acción comunicativa en la nueva condición de lo social.

Mathesis Universalis

De un sólo golpe, la profunda visión de la alegoría transforma todas las cosas en cautivadora escritura. Walter Benjamin, El Drama Barroco Alemán.

En su brillante investigación sobre la pintura holandesa del xvii, Svetlana Alpers repara con agudeza en la particular importancia que en ella tiene la presencia de textos —ya a través de leyendas, emblemas, virginales, o cartas. Barrocas economías, la presencia de texto se revela en esos lienzos como un dispositivo más —al igual que espejos, ventanas, habitaciones, mapas o cuadros dentro del cuadro— de extensión indiferenciada del espacio de la representación. Imágenes y palabras acaban por fundirse en una equivalencia operativa que, desatendiendo eficacias específicas —pongamos, otorgando al texto alguna función narrativa, por ejemplo—, explora una misma continuidad productiva. La imagen se muestra como rebus, como jeroglífico, mientras el texto lo

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hace como pictograma. Una y otro se resuelven en una movediza deriva tropológica, para emplear el término de Paul de Man. Los celos respectivos de que tradicionalmente imagen y palabra se afectan —por mostrar la imagen lo que el texto solo acierta a decir, por decir el texto lo que la imagen sólo acierta a mostrar— se resuelven así, en toda economía barroca, revelándose ambos sólo regímenes diferenciados de una misma actividad productiva en el espacio de la representación: la escritura, registro efectivo de cualquier potencia de significancia.

Ni lo mostrado por la imagen ni lo enunciado por la palabra queda, en ese acto, así fijado: sino que viene precisamente a revelarse pura intensidad lábil, transitiva, cuya valencia se ha de someter a las transformaciones potenciales de su espacio de eventualidad. Se revela, dicho de otra forma, pura efectuación en un territorio de productividad, potencia de significancia: escritura en estado crudo. Que sólo en su procesamiento transformacional —es decir, en su cruce con otra escritura— se actualizará en tanto lugar de advenimiento del sentido. Y ése es precisamente el lugar de la alegoría: el lugar del cruce de dos escrituras, su horizonte intertextual. Que una imagen sea vista a través de otra, que un texto leído por otro: ésa es la ley general misma —ley de lo alegórico— de toda economía barroca de la representación y el lugar, por excelencia, que la escritura rotura, el espacio de la producción de toda significancia. En su extensión, todos los lugares se revelan sometidos al imperio de tal textura genérica, profunda: una especie de arquiescritura, de gramma o mathema cuyo trazo, por así decir, formatea el espacio mismo de la representación y lo constituye con potencia de significancia que sólo se actualizará en virtud de una actividad de producción, de signatura. En toda economía barroca de la representación, lenguaje y mundo, extensión y pensamiento, se engranan así como producciones ciertamente diferenciadas de una común actividad. La de cierta primera escritura, mathesis universalis, cuya marca escribe por igual el mundo de las palabras y el de los objetos como su vestigio, su huella, su resto indiciario.

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El Drama Alegórico

Tout pour moi devient allegorie. Charles Baudelaire, Le Cygne.

Cualquier objeto, en esa medida, puede ser empujado hacia su límite, llevado más allá de sí, hasta valer por otra cosa, hasta decir algo otro. Hasta expresar, hasta escribir —para ser más preciso—, una diferencia que se enunciaría allí, en él, a través de él. Todo objeto —pero también toda imagen, todo signo, todo gesto o todo trazo— puede así ser conducido en arrebatada alienación hacia esa ventriloquia, devenir el lugar de enunciación en el que algo otro es dicho. Esta posibilidad, esta potencia alegórica de todo, fundacional en Heidegger de toda territorialidad de lo artístico ‘la obra comunica públicamente otra cosa, revela otra cosa, es alegoría’ —se enseñorea implacablemente de nuestra contemporaneidad.

Durante decenios, un doble rechazo ha pretendido poner coto a cualquier inteligencia alegórica del hecho artístico. De un lado, la navaja formalista del modernismo se empeñaba en liquidar todo contenido no reductible a la pura presencia efectiva —y lo otro dicho está en suplemento, vibra ausente como una pura inclinación virtual de lo que hay hacia otros lugares: es potencia de sentido, significancia. Del otro, la estrechez unidireccional de los programas historicistas encontraba en la alegoría un peligroso reversor, un dispositivo desorientador de los procesos de sucesión: la economía de lo alegórico no se someta fácilmente a proyectos unidimensionalmente anticipatorios —hasta el propio Benjamin prevenía contra el carácter melancólico de la alegoría—, sino que sumía todo territorio enunciativo en un extravío adireccional del sentido, de las significancias, inscribiendo las figuras de la sucesión en mapas de dispersión compleja, interminable y reversible: barroca, para decirlo en una palabra. Se comprende que un pensamiento del progreso concentrara sus más encendidos esfuerzos —como el benjaminiano Angel de la Historia— en resistir la visión alegórica

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que multiplica al delirio las significancias de todo enunciado: entre ellas, se escribe con fuerza no menor la de lo que fue —todo objeto es memoria de su pasado, alegoriza su anterioridad: ahí la particular significación alegórica de la ruina. A la melancolía de esa mirada que se tiñe de conciencia de pasado aún se suma la certidumbre de la inagotabilidad última de toda tarea de escritura del sentido: ninguna posteridad cumplirá su acabamiento, su clausura como culminación, satisfacción acabada del sentido— melancolía ahora ligada a imaginación de una insuficiencia del futuro para dar cumplido sentido a la enunciación que, así, se aboca a un delirio recursivo, cuyo orden último se revela inencontrable. Ningún futuro va a ser sino presente, breve instante de su misma calidad —incluso, se aparece como contenido potencialmente en éste. El mundo se enciende entonces como máquina gratuita y efímera, teatro de una representación suspendida en la delgada instantaneidad de un presente que revela su grosor como insuficiencia, como liviano pasaje de un breve in ictu oculi. Y la enseña del discurrir el hombre en la vida se representa entonces como triste vacuidad, como enfermizo enfrentarse a un profundo y ridículo abismarse de todo hacia su vaciamiento, hacia el extravío —cuando menos, en otra serie: pero siempre espera otra serie— de su sentido, hacia su vana espureidad: et omnia vanitas.

Doble quiebra que ahora, en cambio, obliga al reconocimiento de ese impulso alegórico como matriz fundamental de la investigación ciertamente moderna en el campo artístico: la del paradigma formalista y la de todo historicismo unidimensional. Entiéndase: la del supuesto lógico de una forma general del enunciado, de una sintaxis, capaz de asegurar una validez semántica de la relación significante/significado, o signo/referente, y la de un programa de transformación de éstos —los referentes, los estados de cosas— conforme a la modulación termodinámica de aquéllos —los signos, los lenguajes, los programas. Y en el lugar de estos dos paradigmas— por excelencia, los del modernismo mermado, déjenme decir —el ascenso de otro que sitúa la piedra angular de todo

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su arquitrabado epistémico en, precisamente, esa condición deslizante y barroca de los potenciales de significancia que organiza toda secuencia enunciativa: como quisiera Walter Benjamin, ahora sí, coincidencia estructural del instrumental interpretativo con la articulación de su objeto, cumplido ahora el ascenso de una metodología analítica tan barroca como la propia economía del territorio de su investigación— el de la producción misma del sentido. Desde ella se administra todo un sistema del mundo, toda una topología de la representación que reverbera y traspasa cualesquiera registros, hasta allanar el mismo espacio de lo real instaurando en él, de hecho, una economía general que se despliega como peculiar sistema de los objetos, trastornando sus órdenes de producción, circulación pública y consumo. Sin duda, una economía barroca del objeto es impensable —ya Walter Benjamin estableció un principio de relación entre Barroco y ascenso del modo de producción capitalista— al margen del proceso de fetichización de la mercancía. Valeroso e impúdico, el mismo Baudelaire se internó en la senda de la mercancía para descubrir en el potencial alegórico el inicio de ese viaje que conduce al objeto a cargarse de valor, a circular socialmente sólo bajo la especie de la mercancía. De hecho, ese mismo constituirse el objeto en mercancía es impensable sino como enunciación alegórica, como pronunciamiento de otra significancia, otro valor, otra potencia de circulación y consumo. Barroquización, pues, también, de todo el sistema de los objetos, que deviene territorio semiotizado, escenario alegórico.

La certidumbre de ello pesa sin duda en el desarrollo de lo que Baudrillard, siguiendo él también a Benjamin, ha llamado estrategias de la indiferencia entre obra de arte y mercancía —acariciando así una de las vetas más ricas de toda la tradición artística moderna. Senda que antes de pasar por el pop —quizás, su primera culminación— tiene en el episodio del readymade duchampiano su lugar fundacional.

Sólo que había en el trabajo duchampiano, aún, una cierta vocación redentora, de emancipación del objeto, de liberación

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de esa enunciación enajenada en él de algo otro que le conduce a su significación en tanto que mercancía. La operación duchampiana sobre el objeto así fetichizado aspiraba precisamente a relanzar el proceso alegórico, superponiendo mediante algún procedimiento —sea la mera firma; el montaje, la apropiación— otra significación a la así constituida. La intervención duchampiana acababa por ser, así, simplemente, una estación más a añadir a la, digamos, deriva alegórica del objeto, no una que restituiría al objeto su estatuto original.

De Duchamp a Jeff Koons, la envergadura del operador alegórico ciertamente se desvanece, acercándose asintóticamente la obra a la pura mercancía, hasta mostrarse en indiferenciación. Si en el trabajo duchampiano hay reactivación del deslizamiento alegórico —como, al fin y al cabo, también lo hay en la repetición pop— del objeto, en Koons la presentación de la mercancía se hace ya sin introducción de operador alguno —ni siquiera la repisa/escaparate de Steimbach. Y, sin embargo, el nuevo deslizamiento de la significancia se sigue produciendo. ¿Qué ha ocurrido, finalmente? Simplemente, que, como Baudelaire intuía, el universo de la representación se ha alegorizado él mismo, afectando de ese virus a todo lo que en su escena acontece: convirtiendo el mundo en imparable drama alegórico de innumerables actos.

Ha ascendido la evidencia de que aquella ‘emancipación’ de la mercancía que de alguna manera se cumplía en la operación de su transformación en readymade no era concluyente, no era definitiva: sino que daba curso a una nueva cascada de derivas en una —por lo menos— de las cuales el objeto, ahora si se quiere obra de arte, volvía a enunciarse como mercancía. De allí puede ‘pero sólo momentáneamente’ volver a ser traída por, por ejemplo, la operación apropiacionista: pero lo fundamental en la economía que rige el espacio de la representación en nuestros días, una economía barroca, insistimos, es que, en su pasaje alegórico, tampoco en ese nuevo lugar va a quedarse detenida. Sino que muy pronto será atraída al

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seno de un torbellino de movedizas transformaciones en el que su valor enunciativo nuevamente variará, se desplazará sin fin en series excéntricas. Es más: sólo en el cumplimiento mismo de ese proceso transformacional devengará significancia, valor. El, digamos, automatismo derivativo de ese proceso alegórico sentencia la condición contemporánea del espacio de la representación: y es esa evidencia la que distribuye por doquiera una perplejidad que desconcierta a los protagonistas del proceso enunciativo, inseguros sobre el resultado —cuando lo están de sus intenciones— de la catarata de efectos que habrá de seguir a las potenciales estrategias a que den curso, sean de reactivación y aceleración o de ralentí, de indiferencia o de diferenciación radical, referenciales o de autorreferencia, recursivas o expansivas.

Estrategias: Apariencia Alegórica

… nous déterminerons les conditions du Repos instantané (ou apparence allégórique) d’une succession (d’un ensemble) de faits divers semblant se nécessiter I’un á I’autre par des lois, … Marcel Duchamp, Etant donnés …

Como en El problema fondo-figura en la arquitectura barroca, de Reinhard Mucha, no se trata sino de movilizar, de reactivar circulaciones. Ningún campo problemático se cierra sobre sí mismo en un bucle puro, reiterable ad nauseam. El lugar de la representación —en Mucha, el mismo espacio museístico— y la obra entran en un diálogo abierto, que da lugar a una secuencia en fuga, derivativa. Todas las escisiones —interior/exterior, arriba/abajo— son recorridas como lugares de un tránsito. No se trata sino de aquella auténtica producción de un interior sin exterior o de un exterior sin interior —en definitiva, de la articulación de un pliegue: ese dispositivo operatorio en que Gilles Deleuze localiza ‘siguiendo la pista a Wölflin’ el módulo fundamental de la arquitectura barroca, to-

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mando como modelo imaginario el de la mónada leibniziana. Algo parecido a ella nos propone el mismo Mucha en su Maqueta para el Bar de Konrad Fisher. Su volumen medio se nos ofrece de entrada como un exterior, pero una aproximación mayor nos atrae en cambio hacia un interior laberíntico y cerrado, —hipotéticamente— sin ventanas, que nos incorpora en anamórfosis dispensándonos, desde ese barroco lugar, un punto de vista descentrado, mediante un dispositivo óptico curvo, que se vuelca enteramente en la percepción única del puro paso del tiempo —expresada por un reloj digital acelerado—, del transcurrir en el espacio de la representación del acontecimiento.

Acelerar, ralentizar, las estrategias alegóricas parecen desplegarse así en dos aventuras, en dos regímenes. Peter Halley las ha intentado ambas: una pieza como Speed Zone es propuesta como puro acelerador, como mera señal en un tránsito velocificado. Flat Field, en cambio, parece apelar a otro requerimiento, el de una ralentización, el de una deslaberintación del territorio, el de su aplanamiento. La misma biestabilidad, doble significancia, reclama para su obra pictórica: al mismo tiempo ella es presentada como espacio circulatorio y carcelario, de flujo y de cautiverio, de tránsito y detención. Dos compulsiones principales parecen encontrar allí expresión: una primera, a la deriva incontenible, a la fuga por los desfiladeros de la significancia, es puesta por la misma barroquización alegórica del espacio. La segunda es opuesta como una resistencia a la naúsea, al vértigo, que en ese escalonamiento de fugas alegóricas se abriría como precipicio sin fin. Ronald Jones, recientemente, ha dado cuenta de esa resistencia, la ha teorizado y, siguiendo a Greenberg, titulado con el nombre de Alejandrianismo. No es fácil, ciertamente, pensar un tratamiento contra su síndrome, nausea incluida —sobretodo, por la naturaleza paradojal que le cumpliría al remedio, al pharmakon, presentar. Ningún cierre del teatro de la representación, en efecto, es pensable desde su mismo espacio escénico. Ninguna interrupción de su decurso en el tiempo cabe ser pensada en él.

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El aberrante delirio a que Koons —sigamos tomando a Koons como posible caso límite de invitación a lanzarse al abismo de una significancia no fijable— convoca puede, no obstante ser contestado desde el interior de la misma economía —introduciendo, simplemente, modulaciones en el fraseo de los períodos, de las secuencias del extravío alegórico. Así, en la aposición de fragmentos a obras ya ellas mismas fragmentarias sobre la que trabaja Rodney Graham se produce esa ralentización, esa expresión contenida de la escritura alegórica. Sus jokes, por ejemplo, interrumpiendo la secuencia minimalista de Judd con las obras de Sigmund Freud —la secuencialidad minimalista sería, en su seriación, ya un procedimiento barroco— frenan, mediante un encabalgamiento metonímico, la extraviada y gratuita fuga alegórica que en la pieza tendría lugar, alterando la velocidad de sus derivas.

Con todo, hay un tipo de estrategias alegóricas que se nos revelan particularmente significativas y, por así decir, centrales en las economías barrocas, complejas, de la representación que nos atañen. Son aquellas en que se cumple un bucle reflexivo, autorreferencial, que pone en el lugar de la enunciación al propio procedimiento alegórico. Serían, de esa forma, alegorías de la pura potencialidad de enunciación de algo otro que concierne al espacio de la representación, experimentaciones orientadas al suspenso —o al menos, a la puesta entre paréntesis— de la literalidad enunciativa. Tal sería el caso, por ejemplo, de las Atopías de Jan Vercruysse —si se quiere, profundizando una vía que habría tenido en el Blanco sobre blanco de Malevitch una primera culminación. Toda una tradición de modernidad experimenta con ese recurso barroco al bucle por el que el enunciado toma al asalto el lugar de su acontecimiento, el de la representación, apuntándose en él —como la página en blanco mallarmeana— como pura virtualidad, como pura potencia alegórica. Experimentación de la escultura sobre el lugar de su soporte, el pedestal, experimentación de la pintura con la virtualidad del lienzo blanco, experimentación presentacional sobre el mismo espacio —entonces atópico— de la representación.

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De seguro, en ella se ilumina, por el espacio fugitivo de una fulguración, la compleja configuración de las economías contemporáneas de la representación, la escena barroca y el procedimiento alegórico en su arquitectura desnuda. Pero ni siquiera ella escapa a la regla de automatismo transformacional que organiza toda escritura como cascada continua de deslizamientos del sentido, de las significancias. La mitad, al menos, del trabajo —de la producción, si se quiere— queda por hacer, del lado de la recepción, del lector. Como ya en Duchamp se anunciaba, el trabajo del autor no puede ir más allá de, una vez establecidos los datos de partida, ‘determinar las condiciones de reposo momentáneo —o apariencia alegórica— de una sucesión o conjunto de hechos diversos que parezcan necesitarse entre sí por leyes’.

Y todo el resto, queda siempre por hacer. La ceremonia, continúa.

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Antes y después del entusiasmo

Madrid. Espacio de interferencias

En el inicio de la última década del siglo XX el panorama artístico nacional estaba dominado por el mismo y reciente optimismo acorde con una sociedad, la española, que intentaba recuperarse de siglos de abandono, miseria y ausencia de horizontes de democracia y libertad. Ese optimismo, ciertamente un poco forzado, estaba básicamente refrendado por las jugosas partidas de dinero que supuso la entrada del país cuatro años antes en la Comunidad Europea. En ese año de 1990 ya se sabía que dos años después las Olimpiadas se realizarían en Barcelona, que Sevilla sería la sede de la Exposición Universal y que Madrid acogería la capitalidad cultural europea. Había razones, en verdad, para ser optimistas. Y esa felicidad existencial tenía su correlato en una escena artística dominada por la pintura y la escultura, ambas disciplinas intentando manifestar sus excelencias alineadas con lo que (más o menos) estaba sucediendo en el panorama internacional, pero sobre todo en los centros decisivos (por entonces aún

había “centros”) donde se cocía lo más vistoso del arte europeo. Pues bien, en ese escenario de “nuevos ricos” la propuesta de Javier Maderuelo era casi un proyecto “calvinista”, o una lectura “luterana”, de un arte otro (sería injusto calificarlo de “madrileño”, si bien casi todos los artistas seleccionados vivían en Madrid) de unos artistas, once en total, que trabajaban con unos parámetros creativos muy diferentes a los propios de la pintura y la escultura (donde había artistas muy valiosos), muy seguras ambas en el confortable “mainstream” desde donde “irradiaban”. Lo que estos artistas de Espacio de interferencias hacían eran instalaciones, manifestación artística bastarda por excelencia y definición, por novedad e insolencia, por “rareza” y falta de claridad semántica. Por supuesto, todas estas “disfunciones” quedaban reflejadas en las mismas obras que realizaban, o en los documentos que creaban y publicaban, o en la ambigua “experimentalidad” de la que se sentían orgullosos. En realidad en esta magnífica unión de poéticas que

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Comisario: Javier Maderuelo Círculo de Bellas Artes de Madrid, del 09 de febrero al 22 de abril de 1990.

fue esta muestra no había más deseo creativo por parte de Javier Maderuelo (y su ambición curatorial en ese momento no era poca) de instaurar en el panorama artístico nacional la idea, teórica y práctica, de la instalación en tanto que un nuevo género artístico. Y ello da cumplida cuenta en el inteligente (y tan sentido como entrañable) texto que enuncia con el mismo título de la muestra, donde una y otra vez insiste en la condición instaladora de los artistas por él seleccionados. Para una mayor precisión haremos uso de sus propias palabras: “Una instalación es, en esencia, una interferencia en el espacio”. En esta compilación hemos considerado oportuno publicar los dos textos escritos por Maderuelo y que están en el catálogo original, pues si bien en el ya citado lo estructura es en “clave nacional”, en el otro, “Interferencias en el espacio escultórico”, se trata de un estupendo panorama discursivo de las derivas que llevaron a la escultura tradicional al “no man’s land” (o tierra de todos, si a eso vamos) en el que se había convertido luego de las derivas producidas por el objeto de arte en la década de los sesenta. En este texto, digamos “internacional”, leemos una frase muy afortunada al expresar que la

escultura del presente se caracteriza por “el abandono del antropomorfismo y la pérdida del centro”. Los artistas que participaron en Espacio de Interferencias están citados por Javier Maderuelo en el texto que lleva el mismo título de la muestra, pero al final y de una manera un tanto rápida, con lo cual hemos optado, una vez más, por reflejar aquí sus nombres con el ánimo de ayudar a una mejor comprensión de los dos muy buenos textos escritos por el comisario.

Son:

Darío Corbeira, Nacho Criado, Juan Hidalgo, Marcelo Expósito, Francisco Felipe, Gabriel Fernández Corchero, Concha Jerez, Eva Lootz, Isidoro Valcárcel Medina, Sara Rosenberg, Adolfo Schlosser.

Y si acabamos de enumerar a los artistas justo es acabemos con palabras de Javier Maderuelo sobre esto creadores: “Pero, a cada uno de ellos les anima el mismo hálito, forjado en el experimentalismo de los años sesenta, y matizado por sus distintas sensibilidades y poéticas que se expresan en el espacio plástico con voces diferenciadas aunque anímicamente próximas”.

Luis Francisco Pérez, 2017

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Madrid. Espacio de Interferencias

A principios de los años sesenta artistas, como Juan Hidalgo, iniciaron en España una línea de pensamiento y acción, entonces llamada experimental, que lentamente ha ido abriendo un abanico de posibilidades que van desde el minimalismo, el arte conceptual y el arte povera hasta el empleo de nuevas tecnologías como el vídeo.

La exposición MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS pretende recoger algunas de estas líneas, no siempre paralelas ni complementarias, y presentar el actual estado de estas ideas estéticas a través de la obra de once artistas, desde los veteranos a los más jóvenes, que se han ido incorporando a la labor creativa en sucesivos momentos pero que, todos ellos, han coincidido en la escena artística de la ciudad de Madrid realizando un tipo de obra denominada instalación.

No se trata de una exposición retrospectiva ni histórica, ya que lo que se pretende es mostrar el trabajo actual de los artistas,

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tomando el pulso de estas ideas en su última obra, realizada expresamente para esta exposición.

MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS no pretende ser el balance de una actividad que se está realizando desde hace más de veinticinco años, sino que desea ser uno de los puntos de partida de la dispersión que, desde el género de la instalación, se está ya produciendo en los múltiples estilos y tendencias representados aquí por las distintas y contrapuestas actitudes de estos artistas frente al tema de la ocupación del espacio.

Tampoco pretende ser una exposición estilística ya que la obra de la mayoría de estos artistas ha sido realizada como reacción a los estilos, cada vez más artificiales, y a las etiquetas críticas, cada vez más arbitrarias.

Pero, a cada uno de ellos les anima el mismo hálito, forjado en el experimentalismo de los años sesenta y matizado por sus distintas sensibilidades y poéticas que se expresan en el espacio plástico con voces diferenciadas aunque anímicamente próximas.

Se ha pedido a los once artistas seleccionados que instalen, en puntos concretos del Círculo de Bellas Artes de Madrid, una obra creada en función de ese espacio. La exposición cuenta, pues, con once instalaciones, que se complementan con la exhibición de los bocetos y documentos de su gestación o montaje.

La actualidad del género instalación y las escasas oportunidades que ha habido en España de contemplar este tipo de exposiciones nos han animado a realizar este proyecto.

Surge así MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS como una exposición difícil. Lo habitual es que el comisario de una exposición recorra los estudios de los artistas viendo obras concretas, que visite marchantes y exposiciones hasta dar con las obras apropiadas para articular el discurso que pretenda establecer. Esto no ha sido así en esta exposición, aquí el comisario ha hablado con los artistas, ha discutido las obras sobre croquis y bocetos, pero no ha visto las obras realizadas hasta el mismo día de la inauguración, por lo tanto esta exposición entrañaba un riesgo real, el

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de aceptar obras simplemente intuidas en la mente de los artistas, el de trabajar con sueños cuya realización podía resultar conflictiva.

La ausencia de actividad exhibidora y crítica ha relegado, durante muchos años, a algunos de estos artistas y a sus obras a una situación de ocultación. Los artistas de la instalación son, en España, los topos del arte. Obviamente este problema no le vamos a solucionar realizando una exposición pero el hecho de llevarla a cabo ayudará, sin duda, a normalizar esta actividad del arte español tan viva y tan mal conocida.

Cuando se supone que existe una mayor apertura, aparecen focos de inmovilismo que preocupan por su significación. Mientras se reparten honores y parabienes entre los artistas más convencionales y se promocionan nuevas generaciones de creadores, tan jóvenes como inexpertos, se silencia, con más o menos consenso, el trabajo de un nutrido grupo de artistas, con obra tal vez más incómoda, que están dando vida a una realidad del arte contemporáneo: la construcción de un nuevo género artístico.

Cuando se dice que los artistas españoles han estado ausentes de los debates donde se han gestado la mayoría de las grandes corrientes del arte contemporáneo, que han estado alejados de las grandes decisiones creativas, no se engaña a nadie. Pero hay que matizar que esto les ha sucedido a algunos artistas más que a otros. Mientras que la vanguardia oficial se distrae con formalismos más o menos miméticos, aprendidos apresuradamente en la sección de novedades de las revistas, algunos artistas, escasos y aislados, trabajan con paciencia para crear el caldo de cultivo en el que pueda florecer el debate creativo.

Tanto en Madrid como en Barcelona han existido, desde los primeros años sesenta, pequeños grupos de artistas plásticos, músicos, poetas y estudiosos que han trabajado incansablemente para superar la inercia inmovilista y retardataria que aún pesa sobre la creación artística en España.

Las condiciones objetivas, políticas, sociales y culturales del país no favorecieron entonces la floración de tendencias experi-

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mentales, y los conatos que se dieron no consiguieron un desarrollo todo lo coherente que hubiera sido deseable.

Cuando se contempla con ojos históricos lo que en Madrid comenzaba a suceder hace veinticinco años, comparándolo con el contexto real de la cultura española, estas acciones, que aparentemente pasaron desapercibidas en su momento, nos parecen ahora tan heroicas como imprescindibles. Porque, son aquellos sucesos y no los fulgurantes neones de los escaparates del arte de Nueva York los que han permitido dar coherencia y realidad al arte español más creíble.

En cualquier caso, la asignatura pendiente no la tienen ahora los creadores sino los historiadores que deben rescatar, estudiar y valorar el trabajo de aquellos artistas, poetas y músicos que en los años sesenta se llamaban, a falta de otro calificativo más concreto, experimentales.

Términos como intermedia o multimedia, surgieron en el ámbito español, a finales de los años sesenta, dentro del contexto más amplio del arte experimental que englobaba las manifestaciones y comportamientos artísticos más extremados de la poesía, la música y las artes plásticas. Estos términos hacen referencia a los medios con los que trabaja el artista y son independientes de los estilos y tendencias. Este tipo de términos, de alguna manera, surgieron contra el purismo greenbergiano que pretendía deslindar los límites de la pintura, y, como consecuencia, contra la hegemonía de la pintura como reina de las artes plásticas.

Con frecuencia se ha pretendido encasillar a algunos de los artistas que participan en MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS y a este tipo de obras dentro de la etiqueta, más restrictiva, de conceptualismo. Es cierto que a algunos de estos artistas no les molesta el calificativo, pero no es la intención de esta exposición mostrar arte conceptual. Antes bien, se trata, sin lugar a dudas, de otra cosa. Se trata de una exposición de instalaciones , es decir, de una muestra en la que se pretende exhibir la actividad de un género artístico concreto por encima de cual -

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quier estilo, cuya característica es la ocupación del espacio con distintos medios y procedimientos.

Uno de los grandes errores en los que ha caído la interpretación crítica de este tipo de obras en España ha sido el de identificar el género de la instalación con el arte conceptual. La instalación es un género en el que la materialidad de la obra y su relación con el espacio en el que se instala es sustancial. Una instalación es, en esencia, una interferencia en el espacio. Como tal, una instalación puede ser estilísticamente conceptual, ilusionista, constructivista o pertenecer a cualquier otra tendencia. En el caso de los artistas presentes en la exposición MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS me atrevo a creer que no son estrictamente conceptuales. ¿De dónde parte el error? Tal vez de la necesidad que tuvieron los pioneros del arte conceptual en España de presentar al público unos resultados materiales de sus conceptos, no conformándose con la enunciación verbal de su obra. Las obras conceptuales, para evidenciar su distanciamiento de los procedimientos tradicionales, adoptaron formas parecidas a las de algunas instalaciones, huyendo de los soportes físicos que recordaban las superficies planas coloreadas con marco y de los volúmenes ubicados sobre pedestales.

Mientras que el conceptualismo se agotaba en la segunda mitad de los años setenta la diversificación de los medios de los que se pueden servir los artistas sigue echando leña a un fuego que, lejos de agotarse, es avivado por nuevos estilos, como los apropiacionismos, deconstructivismos y neoconceptualismos, que replantean, cada vez con más desenfado, el alejamiento de los géneros, medios y métodos tradicionales de las artes plásticas.

El error que ha inducido a creer que las instalaciones eran algo débil o agotado, ha consistido en considerar el arte de la instalación como una rama del arte conceptual o el creer que únicamente se trataba de un arte de resistencia frente a la supuesta ascensión que la pintura tuvo en España en los primeros años ochenta. Hoy podemos ver, más pausadamente, que esto no es así, que las instalaciones son independientes del conceptualismo y que la pintura

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más tradicional y las instalaciones más vanguardistas pueden convivir tranquilamente sin conflictos de competencias.

Algunos de los artistas que entonces introdujeron el arte experimental en España, como Juan Hidalgo o lsidoro Valcárcel Medina, siguen trabajando plenamente aún con la misma capacidad irónica que en sus comienzos, las obras que presentan en esta exposición evidencian dos caminos muy diferentes, el lúdico, característico de la obra de Juan Hidalgo, y la crítica social que está presente en casi toda la obra de lsidoro Valcárcel Medina. La siguiente generación aparece representada en la exposición por Concha Jerez y Nacho Criado, ambos veteranos y militantes en el mundo de la instalación y del conceptualismo, que han sostenido sobre sus espaldas durante muchos años esta actividad en Madrid en compañía de los austríacos Eva Lootz y Adolfo Schlosser quienes han aportado al género una particular visión de la naturaleza desde una serenidad y sensibilidad centroeuropeas.

Junto a ellos, artistas más jóvenes, con otras ambiciones y presupuestos, trabajan también sobre la idea de lo experimental, aunque ahora su obra se ajuste a otros calificativos. Darío Corbeira, practicante de artes alternativas como el mail art y de un tipo de obra socialmente comprometida y, a la vez, cargada de mitología personal, sirve de puente entre las generaciones anteriores y una corriente, teñida de una poética sensibilista, que podría ser representada por Francisco Felipe y Sara Rosenberg, y otras vías que rozan el mundo del diseño y los nuevos medios expresivos del vídeo y la publicidad en el que se encuentran Gabriel Femández Corchero y Marcelo Expósito.

Sobre unas capas de creadores se han ido sedimentando otras hasta formar ya una gruesa costra que nos permite mirar ahora estas obras con una cierta profundidad perspectiva.

Uno de los objetivos de la exposición MADRID. ESPACIO DE INTERFERENCIAS es mostrar la continuidad generacional de la semilla experimental, sin categorías de protagonistas, ni traumas de famas y vanidades. Obviamente, en una exposición que no

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llega a reunir la docena de artistas, no pueden estar todos, no lo están, pero deseamos que la selección realizada sea lo suficientemente significativa como para dar una idea de la situación actual de la instalación en Madrid.

Durante mucho tiempo se ha hablado de promesas, refiriéndose a este tipo de arte que, hasta ahora mismo, parecía que no acababan de cuajar. Se les concedía a estos artistas galante y, a la vez, maléficamente el beneficio de la duda. Con el paso del tiempo, muy lentamente para el vértigo de este fin de siglo, las promesas ofertadas por los artistas dedicados al género de la instalación se han ido consolidando y se han convertido en respuestas cada vez más claras y concretas. Esperamos que tras esta exposición ya no queden dudas. Ya no es el momento de dudar, es el momento de enjuiciar.

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Interferencias en el espacio escultórico

Abandono del antropomorfismo

Durante este siglo se vienen produciendo una serie de interferencias entre la escultura y las demás artes que han originado un desbordamiento del género escultórico tan extremado que parece increíble que algunas de las obras que contemplamos en esta exposición hayan surgido de una evolución de él.

El sorprendente camino recorrido por la escultura en las últimas décadas se sustenta fundamentalmente en dos fenómenos que han marcado su trayectoria: el abandono del antropomorfismo y la pérdida del centro.

Desde sus orígenes, la historia de la escultura está unida a la representación del cuerpo humano. Vencer esta milenaria tradición ha costado un esfuerzo inmenso, para ello los escultores han necesitado tomar prestados procedimientos, técnicas y temas aje-

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nos a su disciplina, invadiendo parcelas que pertenecían a otras artes e interfiriéndose con ellas.

Con el fin de liberar a la escultura de la representación del cuerpo humano los escultores, desde principios de siglo, intentaron seguir los pasos de la pintura en su peripecia moderna. La adopción del formalismo cubista, la atracción por temas pictóricos, como bodegones o abstracciones, la realización de esculturas en pequeños formatos, son algunos de los síntomas de la dependencia que la escultura ha llegado a tener de los movimientos pictóricos en este siglo. Donald Judd, muy perspicazmente, ha desvelado la dependencia que escultores, con un lenguaje aparentemente muy personal y ligado al material, siguen manteniendo de la pintura y del antropomorfismo, como sucede con Mark di Suvero, a quien Judd critíca porque “utiliza las vigas como si fueran brochazos, imitando movimiento, como hizo Franz Kline. El material nunca tiene su propio movimiento. Una viga fleta; un trozo de hierro persigue un gesto; juntos forman una imagen naturalista y antropomórfica”1.

La escultura, ante el riesgo de desaparecer como arte autónomo, pasando a ser una especie de pintura en relieve, comenzó, a finales de los años cincuenta, a diversificar el origen de sus fuentes temáticas y empezó a aprovecharse de conceptos propios de otras artes, desde la arquitectura, relativamente próxima a ella, a la música o el teatro, habitualmente situadas en las antípodas. Un compositor, John Cage, albacéa artístico de Marcel Duchamp, va a ofrecer a los escultores la posibilidad de entender, valorar y significar el espacio vacío. El silencio, en la obra de John Cage, cobra tanta significación como el sonido. De esta idea van a aprender los artistas plásticos que el espacio vacío puede tener tanta significación o más que el ocupado, convirtiéndose así todo el espacio que rodea a la obra en escultura. La importancia que un músico como John Cage, ha tenido en el desarrollo de la práctica escultórica no es casual ya que a su alrededor se reunieron pintores, escultores, coreógrafos y arquitectos de la costa oeste americana. A principios de los años sesenta John Cage influyó con su estética, a caballo en-

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tre el Zen y el dadaísmo, sobre un grupo de jóvenes artistas que se encontraron en la California School of Fine Arts, entre los que se hallaban Walter de Maria, Mark di Suvero y Robert Morris.

Tradicionalmente se ha considerado a la música como un arte expresivo de carácter abstracto, John Cage rompió radicalmente con esta concepción en muchas de sus obras, particularmente en un grupo de ellas, que inició en 1939, bajo el título genérico de IMAGINARY LANDSCAPE. En estas piezas musicales Cage utiliza sonidos y ruidos tomados al azar, al conjunto de estos sonidos que forman la obra le concede el título de paisaje. Con estas obras la música se aleja de todo formalismo y se configura como imagen descriptiva. Siguiendo estos pasos, a continuación, la escultura abandonará el formalismo antropomórfico para requerir una intervención más amplia sobre el espacio que se acercará también a la idea de paisaje.

En el verano de 1952, estando invitado John Cage en el Black Mountain College, organizó, junto con Robert Rauschenberg, el primer happening, acto con el que se pretendía “el encuentro entre hechos heterogéneos”. EI happening se constituyó enseguida como la mejor arma para interferir diversas artes, como música, teatro y artes plásticas en un solo acontecimiento. Más adelante surgió la performance, género que supone una evolución del happening y que es considerado, por algunos críticos, como obra escultórica desarrollada en el espacio y en el tiempo.

De la mano del happening se empezaron a interesar los escultores por el teatro. Las consecuencias de esta influencia están perfectamente documentadas2 y se pueden rastrear en la obra de muchos escultores, muy particularmente en la de Robert Morris.

La escultura, por su milenaria dependencia del antropomorfismo tiene algo de teatral. Aún cuando los escultores parecen liberados de la representación del cuerpo humano aparecen obras como COLUM (1961) de Robert Morris, formada por dos prismas de aluminio de idénticas dimensiones (240 x 60 x 60 cms.) que lo recrean. La sencillez de los elementos que conforman esta obra parece negar toda alusión, pero una determinada disposición

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de estas dos columnas: una tumbada y la otra erguida, sugiere la intuición de dos cuerpos humanos de los que el escultor no pretende más que indicar sus posiciones, uno yacente y el otro en pie, estableciendo una relación entre ellos como si se hubiera congelado un diálogo entre ambas piezas.

El interés de Robert Morris por lo teatral en su escultura se confirma en su obra VOICE (1974), formada por unos volúmenes prismáticos forrados de tela del mismo color que las paredes de la galería en que se exhibieron. Estos volúmenes fueron situados también en las posiciones tumbados y erguidos, con la particularidad que los prismas tumbados peden ser utilizados como asientos mientras que de los prismas erguidos, que no otra cosa que personajes de un drama, surgen voces que recitan textos de Robert Morris y Samuel Bekett, entre otros.

En esta obra, cuyo título es literalmente VOZ, la escultura no son los prismas-altavoces, ni los prismas-asientos, ni los altavoces y los asientos juntos. La escultura de Robert Morris es el conjunto del espacio de la galería con altavoces, asientos y la voz que aporta un valor narrativo, dramático, que inunda el espacio físico de la galería.

Al desinhibirse del miedo al espacio vacío los escultores se van a aproximar a la arquitectura, de ella van a tomar la mayor parte de los recursos formales y el repertorio material que les servirá para separarse radicalmente del antropomorfismo.

De la arquitectura van a tomar los escultores los materiales y las técnicas constructivas, pero también sus elementos lingüísticos y su iconografía, utilizando sin rubor columnas, capiteles, frontones, escaleras, puentes, puertas y hastiales. Un rico caudal van a encontrar los escultores en la recreación de metáforas de la arquitectura como la cabaña, la torre y el laberinto, hasta el extremo de denotarse conatos de suplantación con la construcción de espacios cerrados que ostentan las dimensiones y el carácter de habitables.

Consigue la escultura un rapto del espacio arquitectónico y una apropiación del espacio público de la calle, la plaza y el jardín, sin

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precedentes. La escultura pretende así una función disciplinarmente propia de la arquitectura, como es ordenar y dividir el espacio.

La pérdida del centro

El otro fenómeno que va a determinar el sentido de la evolución de la escultura, en los últimos lustros, es la pérdida de la centralidad. Tradicionalmente la escultura ha requerido la atención del espectador sobre su potente fisicidad. El descentramiento de la obra y la disolución de sus contornos trae como consecuencia que la atención del espectador se descentre también, pasando de la obra misma al espacio en el que ésta se sitúa.

La idea de necesidad interior, mantenida por las esculturas que expresan sus cualidades materiales, empieza a ser negada en la década de los sesenta al descargar de importancia el interior de las formas y romper así con la milenaria tradición del monolito. El problema de la pérdida del centro y su consecuente negación de la unidad, aunque intentado con timidez anteriormente, consigue su plenitud con el minimal art. Las cajas de Donald Judd se presentan expresando insulsamente su vaciedad, enseñándonos su desocupado interior.

La ausencia de centralidad se encuentra implícita en las características del contorno y en los límites reales de muchas obras minimalistas en las que el carácter repetitivo y modular de su estructura permite distintas disposiciones de la obra, según el lugar de exposición, con lo que el contorno, y por tanto el supuesto centro, no queda fijado hasta que la obra se instala en un lugar determinado, lo que supone que, tanto en su génesis de creación como en la construcción de sus elementos, no está presente la idea de centro.

Una obra como UNTITLED (1965), de Donald Judd, a pesar de su evidente simetría perfecta, escapa a la determinación de su centro. Es una obra sin centro, porque unir elementos idénticos, sin énfasis diferenciador, supone desafiar la idea de un foco en torno al que se agrupen las formas. Sin embargo, la superación del centro se consigue, plena e indiscutiblemente, en aquellas obras que

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carecen de límites concretos, de contorno determinado. Las lámparas fluorescentes de Dan Flavin se instalan, como los cuadros, en los muros —en la periferia— de la sala que las contiene iluminando el espacio vacío, convirtiendo a la sala en la obra en la que los espectadores ocupan su centro.

La idea de situar al espectador en el centro y que la obra se desarrolle a su alrededor envolviéndole no es original de la escultura sino que viene del mundo del teatro de Antonin Artaud.

La escultura llega así a reclamar la experimentación de su espacio más que su visualización como objeto, particularmente en el caso de las obras en las que su materialidad empieza a ser conflictiva. De esta manera, se plantean obras que no pretenden atraer la atención del espectador sobre su fisicidad, sino que, carentes de centro, de forma o de materialidad, desvían la atención del espectador hacia las relaciones que la obra establece con el espacio en el que se encuentra enclavada.

El arte de los proyectos

Otro de los caminos para desbordar la disciplina escultórica fue la objetualización de la obra de arte propiciada por el pop art y por el minimal art. EI pop art parafraseó el mundo de los objetos cotidianos elevándolos a la categoría de obras de arte, mientras que el minimal art partió de la ontología de los objetos específicos hasta llegar a su desmaterialización conceptual. El mundo de los objetos, sus categorías y sus formas de ordenación empezaron así a ser parte del campo de atención de la escultura. De esta manera se pasó de realizar objetos (esculturas) a instalar objetos en el espacio y a alterar éste con su colocación.

Las técnicas tradicionales de la escultura: cincelar, modelar y vaciar parecen hoy obsoletas, los artistas actuales las han sustituido por construir, ensamblar e instalar. La soldadura, el empernado y el encolado se convierten así en trabajos más propios del escultor actual.

Pero una buena parte de estos artistas siguiendo el procedimiento de los arquitectos, no ejecutan manualmente sus obras

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sino que elaboran las oportunas instrucciones para que éstas sean construidas por otros profesionales. Dan Flavin en 1972 explicó:

“Resulta para mi fundamental no ensuciarme las manos. Reivindico el Arte como Pensamiento”3. Esta frase, que ha sido objeto de malas interpretaciones, ha conducido al equívoco de considerar a una gran parte del arte formalmente no convencional como el land art convirtiéndose el término en un amorfo cajón de sastre donde se sitúan obras cuyas características físicas las alejan de los convencionalismos de la pintura o la escultura.

Como consecuencia del abandono del trabajo directo con la materia surge un nuevo tipo de arte que se ha dado en denominar project art (arte de proyecto). Este arte comenzó siendo una modalidad del arte conceptual aunque, en un sentido más amplio, puede aplicarse a otras modalidades como el land art o las obras que pretenden transformar el medio ambiente, como el environmental art4 .

Los artistas ambientales, ante la imposibilidad de materializar físicamente todas sus obras, desde principios de los años setenta, vienen realizando proyectos de instalación que se muestran en exposiciones como obras de arte. Estos proyectos suelen ser creados específicamente para un lugar concreto y preciso, o bien de forma general para algún espacio interior o exterior que reúna algunas cualidades particulares.

Se trata, por lo tanto, de un trabajo en tiempo y en espacio diferido, ausente de realidad hasta el momento de su ocasional materialización. El salto que el artista plástico ha dado en este sentido es inmenso. Las decisiones sobre escalas, tamaños, materiales o texturas le sitúan en un plano nuevo que convierten a la obra en un producto de alto riesgo material. Este factor puede ser el motivo de que muchos de estos proyectos, en particular los pertenecientes al arte conceptual, se queden en meras proposiciones lingüísticas.

Los artistas plásticos están dispuestos a reivindicar su capacidad para generar ideas por encima de las posibilidades de realización, superando la ola de pragmatismo que invade las accio-

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nes sociales en esta época y manteniendo la esperanza de la utopía. Sin embargo, el conceptualismo ha conducido al project art a una vía de desprestigio dada su escasa cualidad objetual y, como tal, su dudoso valor de cambio en el mercado del arte, como señala Gloria Picazo: “Aquellos trabajos de una rigidez conceptual extrema, en que el proyecto fotocopiado o la fotocopia-documento eran implantados como obras de arte definitivas, han dejado de interesar, dado que se puede constatar día a día el deseo de considerar el objeto artístico como tal”5. El objeto artístico de estos proyectos es lo que se conoce con el nombre de instalación.

Ocupar el espacio

En 1965 Carl Andre escribió: “La función de la escultura consiste en apoderarse y ocupar el espacio”6. Siguiendo esta idea podemos enunciar que la misión de la instalación es alterar el espacio antológicamente y transformarlo en su contenido perceptual, destacando particularidades insospechadas de él.

La obra de arte denominada instalación, por lo general requiere de un proyecto de instalación. En este sentido, el arte de las instalaciones y el project art tienen una relación de dependencia muy estrecha. En gran medida muchas de las piezas de project art son bocetos o instrucciones para realizar instalaciones.

Según Concha Jerez: “Una INSTALACION es una obra única que se genera a partir de un concepto y/o de una narrativa visual creada por el artista en un espacio concreto. En él se establece una interacción completa entre los elementos introducidos y el espacio considerado como obra total”7.

El concepto de instalación, como todo concepto nuevo, se está formando con la práctica diaria de estos artistas que invaden el espacio con objetos; pretender enunciar una definición rigorista o cerrada no serviría más que para limitar un género artístico que está en continua expansión, por esto vamos a intentar una aproximación más que una definición de lo que puede ser una

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instalación, este género que abarca un amplio abanico entre la escultura y los ambientes.

La instalación, como tantos otros fenómenos del arte contemporáneo, no tiene un único origen. Su procedencia la tenemos que rastrear en distintos momentos del desarrollo de la escultura. El antecedente más inmediato es el arte environmental que se desarrolló dentro de la estética del pop art.

Barbara Rose comenta sobre estos orígenes: “Robert Morris, Carl Andre y Dan Flavin no tardan en hacer suya la idea de dividir el espacio de la galería o del museo, utilizándolo como si fuese el ámbito de un lienzo, para realizar allí el equivalente abstracto de los environments pop de Claes Oldenburg”8.

Es precisamente Claes Oldenburg el primero que realizó una obra netamente ambiental cuando presentó, en 1963, en una galería de Nueva York, la obra BEDROOM ENSEMBLE I. Esta obra consiste en un recinto en el que el artista ha colocado unos volúmenes forrados con diferentes materiales plásticos que representan una cama con almohadas, dos mesitas de noche con lámparas, una cómoda con un espejo circular y un sofá sobre el que se ha depositado un abrigo de señora y un gran bolso; todo el conjunto está decorado con moqueta en el suelo y una alfombra circular, paredes enteladas y dos persianas que sugieren la existencia de posibles ventanas tras ellas. El artista ha recreado aquí, exagerando formas, colores y materiales el estereotipo de un dormitorio con la exaltación que el pop art hace de lo cotidiano.

Puntualiza Edward Lucie-Smith: “hay una relación entre happening pop y aquella parte del pop que se denomina environmental. (…) El arte ambiental no es un precedente del happening, las dos formas se desarrollaron codo con codo”9. Efectivamente, uno de los orígenes de las instalaciones se sitúa junto al del happening, que requiere también de una invasión del espacio para su desarrollo.

El happening escora, en un cierto momento, hacia actitudes más formalistas que eluden la participación directa del público. De esta manera se originan las performances, actuaciones más cerradas,

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que constituyen un género muy ligado a las instalaciones, de hecho, algunos artistas ejecutan con frecuencia performances consistentes en el acto de realizar la instalación de su obra, una especie de ritual donde los objetos que se instalan van ocupando el espacio y cargándose, durante el acto, de contenido. Estas performances, siguen la tradición de algunos happenings de Wolf Vostell en los que el producto final del acto efímero es la obra material que se puede exponer.

La desmaterialización de la obra de arte que se ha venido operando desde la aparición del arte conceptual también ha ayudado a conformar el arte de las instalaciones, introduciendo la idea del arte efímero desarrollada, entre otros, por los creadores del arte povera. Estos artistas pretenden una obra sin forma determinada, en la que otorgan más valor a la propuesta que al carácter objetual, material y formal de ella. Barry Le Va, desde 1967, realiza un tipo de obra que él denomina esculturas distributivas consistentes en la ocupación del espacio de la galería de arte con materiales desechables e inconexos esparcidos aleatoriamente por el suelo. Estas obras constatan su carácter efímero oponiéndose a la noción de permanencia que habitualmente se ha venido asociando con la escultura.

La descentralización de la obra escultórica, con su efecto asociado de desbordamiento del contorno, va a ser el paso más decisivo para que la escultura se apodere del espacio que se encuentra a su alrededor y lo incorpore a la obra. Las obras que carecen de centro, por estar formadas por varias piezas, establecen una relación con el espacio circundante que completa a la propia obra, de tal forma que las piezas que materialmente forman la obra, por ellas mismas, es decir, sin instalar en un espacio que reúna las condiciones requeridas, no constituyen la obra.

A partir del minimal art, que aprovecha el carácter modular de distintos elementos para conformar con ellos una única obra, van a aparecer infinidad de esculturas formadas por fragmentos más o menos coherentes entre sí, que invadirán materialmente el suelo y el espacio de las galerías. Algunas obras de Robert Morris, paradigmáticas en este sentido, impresionan por sus volúmenes

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neutros e inertes que ofrecen una evidencia del espacio físico real y de su modificación a través de la agresividad pasiva de las formas prismáticas fragmentadas. La obra de Morris presentada en la Green Gallery de Nueva York, en 1964, estaba compuesta por una serie de grandes formas prismáticas colocadas en la sala en diversas posiciones sobre el suelo, apoyadas en la pared y colgando del techo. Estas formas pueden exponerse en cualquier espacio interior, pero son algo más que objetos del minimal art. Conceptual y físicamente, dependen del espacio. Como simples formas rectilíneas replican las formas arquitectónicas, su disposición está en paralelo con los planos horizontal y vertical que conforman suelo, paredes y techo. Y aún más importante, apoyándose o colgando en la habitación, consiguen hacer de la arquitectura un soporte activo en lugar de un contenedor pasivo.

De esta manera se produce el paso de la estructura minimal que divide o polariza el espacio, a la escultura ambiental integrada con el espacio que transforma, creando un nuevo espacio activo para el espectador.

La obra LEVER que Carl Andre presentó a la exposición Primary Structures, puede verse, más que ninguna otra escultura del minimal art, como precursora del cambio de sensibilidad que se produce al pasar de los objetos o estructuras que se colocan en el espacio a las esculturas que definen el lugar y que han dado origen al calificativo situacional.

LEVER es una genuina estructura modular minimalista formada por una simple fila de ladrillos refractarios colocada sobre el suelo. La obra fue diseñada para un espacio específico, de modo que los espectadores que se situaran en dos salas contiguas a la que ocupaba la obra tuvieran distintas vistas de ella. Desde una sala los espectadores varían un segmento de la obra extendiéndose horizontalmente, desde el otro acceso se encontrarían con la obra de frente, viéndola en una perspectiva que va disminuyendo hacia el fondo.

Cuando Carl Andre realizó LEVER se propuso crear una obra para un espacio específico en vez de exponer alguna de las

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obras que ya había realizado con anterioridad. Con esta decisión de responder a una situación particular, Carl Andre dio un salto pasando del interés por el objeto al interés por el modo en que el objeto está situado e interacciona su entorno.

Barbara Rose ha señalado: “El suelo, el techo, las paredes, las esquinas, etc. también se estudian desde la perspectiva de su interacción con la obra de arte, que ya no es necesariamente un objeto, sino que quizás puede constituir también un entorno. El espacio puede dividirse o llenarse, hasta llegar a vedar por completo el acceso a los espectadores a la exposición de la galería de arte o del museo”10. En 1977 Walter De Maria realizó en una galería de Nueva York una instalación titulada THE NEW YORK

EARTH ROOM. La obra consistía en una acumulación de tierra que se había depositado sobre el suelo de la galería de arte, con un volumen de ciento sesenta y nueve metros cúbicos, que cubría los trescientos treinta y cuatro metros cuadrados de suelo con una altura de cincuenta y tres centímetros sobre el nivel del suelo. Estos datos, así como el peso de la masa de tierra: 99.792 Kg., eran proporcionados a los estupefactos visitantes que contemplaban, desde el pasillo que da acceso a la sala de exposiciones, esta impresionante plataforma de tierra oscura perfectamente alisada.

Sin embargo, no es necesario recurrir a toneladas de tierra para realizar instalaciones. Otros artistas instalan elementos de carácter virtual, como el caso de Frederick L. Sandback, que delimita espacios concretos de la galería de arte con líneas dibujadas en el suelo y la pared y con cintas elásticas o cuerdas que extiende entre dos paredes, delimitando así volúmenes que son ausencias de elementos tangibles. Sol LeWitt, por su parte, durante muchos años se ha dedicado a realizar wall drawings, dibujos de retículas y líneas dispuestas con carácter geométrico que invaden por completo las paredes de las salas de exposiciones y que, una vez acabada la exhibición, son eliminadas volviéndose a repintar de blanco nuevamente las paredes.

Dentro de esta corriente que se apropia del espacio virtualmente, es decir, sin irrumpir en él con elementos que constituyan

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fronteras físicas, que lo dividan o impidan su acceso, se encuentra la obra de Dan Flavin.

Instalación: un nuevo género

La palabra installation empezó a ser utilizada por Dan Flavin para designar sus obras de carácter luminoso, donde la compartimentación de espacios determinados está presente, como el mismo Flavin confiesa: “Yo sabía que el propio espacio de una habitación puede ser dividido y usado colocando efectos de verdadera luz (luz eléctrica) en uniones cruciales en la composición del cuarto”11. En las obras de Dan Flavin el material no es sólo la luz sino el espacio que la luz ilumina, que lo es en tanto que la luz lo hace visible, y también el espacio que distorsiona la luz con sus colores, convirtiéndolo en un lugar nuevo cargado de cualidades cromáticas.

El mecanismo por el cual Dan Flavin transforma el espacio es muy sencillo. En el fondo sólo se trata de elegir un elemento industrial, la lámpara fluorescente, e instalarla de forma no habitual. Parte de la sorpresa que producen las lámparas fluorescentes que Flavin instala en las salas de exposiciones se deba a la propia disposición de las lámparas. Las primeras lámparas que Flavin instaló estaban colocadas verticalmente en la pared, de manera que recordaban la disposición de las pinturas de Barnett Newpan. Pero pronto se dio cuenta de que el hecho de irradiar luz producía el efecto de romper y polarizar el espacio en el que se instalaban, y desde entonces ha modulado esos espacios situando las radiantes barras de color en las disposiciones relativas más adecuadas, o construyendo, como Donald Judd, estructuras cuyo tamaño depende del lugar concreto en el que se instalen. La atractiva presencia de estas obras radica en la simplicidad y el cuidado estudio de las proporciones y de la escala.

El interés por la luz como elemento conformador del espacio se ha extendido a las obras de land art, muy particularmente en el ámbito de los artistas californianos, que han demostrado tener

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una particular sensibilidad para tratar con este elemento. Robert lrwin, en 1971, ha realizado una instalación que consiste en un recinto en el que se genera una luz difusa que crea una atmósfera de revelación misteriosa, a base de situar los focos de luz eléctrica tras un telón difusor que atraviesa la sala oblicuamente.

Junto a la palabra instalación, utilizada fundamentalmente para designar a este tipo de obras que transforman un espacio interior previamente dado por la arquitectura, surge el calificativo situacional que se emplea, en menor medida, para referirse a instalaciones realizadas en el espacio exterior y que relacionan a la instalación con las prácticas de land art y con los earthworks.

De las interferencias entre escultura y otras artes ha resultado un desbordamiento de la disciplina escultórica, con la afloración de aportaciones que ensanchan los límites a que quedaba confinada en épocas pasadas.

El resultado de estas interferencias ha sido la aparición de una frontera móvil entre las artes que se ensancha continuamente, creando una extensa tierra de nadie, o mejor aún, un campo auténticamente común a todas las artes.

Cabe preguntarse ahora, tras las mutaciones, metamorfosis y simulacros producidos en estos últimos años ¿qué es la escultura?, ¿qué es la instalación?

La primera conclusión es que la pretensión de que una palabra como escultura, que corresponde a una categoría universal, legitime a un grupo de particulares tan heterogéneo resulta imposible. El género escultórico ha sido forzado a cubrir semejante diversidad de tipos de obras que hoy resulta inoperante como tal.

Parece como si artistas plásticos y críticos se hubieran puesto de acuerdo en reclamar la categoría de escultura para estas heterogéneas colecciones de elementos, objetos, construcciones y actitudes, en una desatinada ceremonia de la confusión. Cuando objetos y elementos tan sorprendentes y diferenciados, como los que se pueden contemplar en esta exposición ya no pueden ser categorizados como esculturas.

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Dos situaciones parecen claras: Primera, que la antigua categoría de escultura, tras romper el cerco del purismo categorial, ha demostrado ser extremadamente maleable y ha sabido recoger y absorber dentro de sí los frutos generados en sus límites, ensanchando éstos hasta lo inimaginable.

Segunda, que algunas de estas situaciones han cobrado tal importancia y autonomía que amenazan con separarse de sus categorías originales para refundirse en otras nuevas totalmente independientes que, en algunos casos, participarían de técnicas, procedimientos y presupuestos disciplinares de distintos géneros, como puede ser el caso de las instalaciones.

Cristaliza así la idea de reclamar una nueva categoría, dentro de las artes plásticas, para las instalaciones, como nuevo género artístico independiente, situado al mismo nivel categorial de la pintura y la escultura.

1 Judd, Donald: “Specifics Objects”, Arts Yearbook N.° 8, 1965, p. 79. Reproducido en francés en: AA.VV.: Qu’e est-ce que la sculpture moderne?, París, Centre Georges Pompidou, 1986, p. 386.

2 Véase: Sohm, H. (Ed.): Happening & Fluxus, Colonia, Koelnischer Kunstverein, 1970.

3 Citado por Tuchman, Phyllis: “Reflexiones sobre Minimal Art”, en Minimal Art, Madrid, Fundación Juan March, 1981, s.p.

4 Cfr. Marchán Fiz, Simón en: AA.VV.: Diccionario del arte moderno, Valencia, Fernando Torres, 1979, p. 440.

5 Picazo, Gloria: “Las actitudes se convierten en formas”, en: AA.VV.: Actitudes. Diez proyectos de jóvenes creadores, Madrid, Ministerio de Cultura, 1986, p. 11.

6 Citado por Tuchman, Phyllis: “Reflexiones…”, Op. cit., s.p.

7 Jerez, Concha: In Quotidianitis Memoria, Madrid-Kassel, Ed. del autor, 1987, p. 5.

8 Rose, Barbara: “La escultura norteamericana: Del minimalismo al land art”, en: AA.VV.: La Escultura, Barcelona, Skira, 1984, p. 261.

9 Lucie-Smith, Edward: El arte hoy. Del Expresionismo Abstracto al nuevo Realismo, Madrid, Cátedra, 1983, p. 396.

10 Rose, Barbara: “La escultura…”, Op. cit., p. 273.

11 Flavin, Dan: ““… In Daylight or Cool White”. An Autobiografical Sketch”, Artforum, Nueva York, Diciembre 1965, p. 22.

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El Sueño Imperativo

Comisaria: Mar Villaespesa

Círculo de Bellas Artes de Madrid, del 22 de enero al 03 de marzo de 1991.

Algunas muestras de arte, así la que ahora comentamos, y de una manera menos frecuente o habitual de lo que se pudiera pensar o creer, se funden como un tatuaje en la piel del periodo histórico en el que fueron realizadas. No tanto por la interrelación (necesaria de alguna manera) que establecen entre forma, o producción de objetos artísticos, y realidad sociopolítica (que también), como por el hecho, bastante accidental y fortuito, de ser leída en función de unos acontecimientos que ocurrieron (y se vivieron) contemporáneamente a las fechas de exhibición de la muestra, y con los que en principio no se contaba con ellos. Pero basta ya de rodeos y misterios: El Sueño Imperativo se desarrolló, tanto en sus preparativos como durante su exposición pública, mientras ocurría la conocida como Guerra del Golfo, que se inició en agosto de 1990 y finalizó

en febrero de 1991. Sería muy ingenuo creer que no existió contaminación alguna entre los hechos bélicos y los análisis teóricos o disposiciones técnicas que Mar Villaespesa, comisaria de la muestra y autora del texto principal del catálogo, decidió al menos sopesar o contemplar en el proceso de estructuración de la muestra, tanto en su fase inicial o de pensamiento como en la de exposición final. En realidad, la Guerra del Golfo vino a contribuir, triste y desgraciadamente, en el corpus ideológico que le interesaba desarrollar y mostrar a la comisaria con una nota entre trágica y singular. Por supuesto, y de más está aclararlo, la recepción visual y crítica que se hizo de la muestra también estuvo mediatizada lógicamente por lo que estaba sucediendo en Kuwait e Irak. De alguna manera se puede decir que El Sueño Imperativo es una demostración

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práctica y artística del pensamiento de los maestros de la filosofía de la sospecha: Nietzsche, Marx y Freud. Y por medio, naturalmente, del necesario cuestionamiento que únicamente el arte, o un cierto tipo de arte, parece capaz de establecer como una imprescindible dialéctica comunicacional. El importante ensayo de Mar Villaespesa —lleva por título el mismo de la muestra— es un buen análisis de una sospecha generalizada, empezando por el mismo Arte/ arte, y especialmente sobre/contra el Poder, la Política, el Mercado, la Publicidad, la Modernidad y sus redefiniciones no siempre honestas, los intereses creados y las complicidades coyunturales, la Crítica, la Sociedad, la conflictiva y no pocas veces tramposa idea de Cambio, la Mirada, la Ética… Cuestiones, ciertamente, que definen el pensamiento convulso y cuestionador de los filósofos citados sobre la Sospecha (ella misma sospechosa en un bucle inacabable que define la idea misma de Modernidad y Vanguardia), y que la hacedora de esta muestra, con la imprescindible ayuda de los artistas seleccionados, lleva adelante con rigor profesional tanto como sofisticada poesía política y conceptual. Todos los trabajos presentados en la peculiar arquitectura retro vanguardista creada por Antonio Palacios en el Círculo de Bellas Artes (felices años 20) fueron site-specific para la ocasión, siendo los comentarios de Mar Villaespesa de todos y cada uno de los trabajos una parte muy extensa, y muy bien trabada, del no menos extenso ensayo de su autoría. Además de este ensayo también participaron con sendos escritos Richard Sennet,

Manuel Vázquez Montalbán, José María Parreño y África Vidal. Los artistas seleccionados para participar en El Sueño Imperativo —en rara e interesante confrontación España/ USA— fueron: Francesc Abad, Terry Berkowitz, Chris Burden, Kevin Carter, Chema Cobo, Thomas Lawson, Rogelio López Cuenca, Juan Luis Moraza, Pedro G. Romero, Nancy Spero, Francesc Torres, Krzysztof Wodiczko. Finalmente, y como en otras ocasiones en esta compilación, cedemos la palabra a Mar Villaespesa, precisamente con el párrafo que cierra su magnífico ensayo: “Creo que los artistas de El Sueño Imperativo si comparten algo, es la opinión de que siempre habrá resquicios: es posible provocar el cambio pero no de modo inmediato o directo. Su labor está más por la provocación, más cercana a la historia de la arena que irrita la ostra creando la abrasión que produce la perla. ¿De qué manera la censura, el conservadurismo, la crisis de ideologías, el sida, el divorcio privado-público, la prepotencia del mercado, y otros fenómenos actuales afectan nuestras vidas y al terreno del arte o la cultura donde directamente operamos? Tampoco es de fácil contestación esta pregunta, pero sí evidencia la transparencia de la situación y la posibilidad de una capacidad de respuesta más clara. Érase una vez que hubo un modelo de cambio social basado en valores como justicia, solidaridad, tolerancia, identidad… ¿Cuál es el final de ese cuento?”.

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El sueño imperativo (1991)

LA EXPERIENCIA DE LA MODERNIDAD UNA MEMORIA ROTA

En España no se vivió la experiencia de la vanguardia, ni la articulación del espíritu de la modernidad, debido a unas circunstancias políticas determinadas. La Guerra Civil representó la ruptura con el exterior y el régimen franquista, impuesto por los vencedores, la consolidación de esa ruptura con el consiguiente aislamiento.

Para Marshall Berman1 modernidad no es más que deseo de cambiar; de esta manera cuestiona las fronteras entre la modernidad y la postmodernidad. El autor rastrea los orígenes cercanos del movimiento moderno en Nietzsche y Marx para quienes las corrientes de la historia moderna eran irónicas y dialécticas, corrientes que se han desarrollado durante el siglo XX pero que, él apunta, ahora están estancadas. Aceptando esta hipótesis, España ha llegado en

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Mar Villaespesa
El Sueño Imperativo

el momento de crisis, y concretamente en lo que se refiere a la práctica artística se produce un encabalgamiento entre los presupuestos modernistas y los postmodernistas; ello se debe, como apuntábamos antes, a la falta de participación en el gran discurso común, y tiene como consecuencia la consiguiente descontextualización del discurso “doméstico” con respecto al “internacional”. Ahora podemos conocer la modernidad pero a través de la reproducción o de la sacralización reproducida de obras y credos. Se puede pensar que perdimos la parte crucial, la experiencia directa de la acción, del cambio, con todas sus paradojas y contradicciones. La creencia de Berman de que el hombre moderno como sujeto —como ser vivo capaz de respuesta— ha desaparecido, creo que se podría matizar: más que desaparecer ha sido mediatizado, instrumentalizado, por el poder. Este se ha travestido con todo tipo de máscaras dispuesto a asumir todas las disidencias.

De los ideales y slogans revolucionarios, las agencias de publicidad hacen rápidamente la campaña comercial de Renfe o Coca-Cola. Las estrellas de Hollywood —Charlie Sheen, Charlton Heston, etc.— prestan sus rostros y voz para incitar a la caza del terrorista ofreciéndole al ciudadano medio, además de una suculenta recompensa, el sueño de convertirse en “Héroe” (título de la campaña promovida por el Departamento Norteamericano de Estado), de ser una estrella como ellos pero ocultándoles que lo que realmente se les está ofreciendo es ser policía. También Madonna nos sorprende en estos días envuelta en la bandera de su país (¿no es peligroso el ensalzamiento de símbolos nacionalistas?) alentando a los jóvenes telespectadores norteamericanos a participar en las elecciones; desde la seguridad protectora del símbolo, la cantante clama que Dr. King, Malcolm X y la libertad de expresión son tan buenos como el sexo. En otro anuncio, éste en la T.V. española, un individuo enmarca orgullosamente su retrato junto al de Onassis y el Tío Gilito entrando a formar parte de una galería de triunfadores tras comprar bonos del Tesoro Público; uno recuerda que, aún en la ingenuidad de nuestra infancia, el Tío Gilito representaba claramente

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la idea de la usura. Todos estos mensajes de la sociedad democrática capitalista, a través de los medios de comunicación, son una clara llamada al abandono e informan de la complejidad y sutileza de la sociedad actual; hoy hay ya tantas “dobleces” que a veces no se distingue al enemigo entre el camuflaje. Poder y artista, camuflados, libran una batalla con salva.

En una entrevista reciente, el sociólogo Alain Touraine argumentaba que la identificación de la libertad personal con la modernidad ya no existe, que el siglo XVIII ve la modernidad como algo que se produce por sí solo a través de la razón, la tecnología, la ciencia y el mercado; pero en el siglo XX la modernización se relaciona no con el espíritu de modernidad sino con la voluntad política nacional, predominando la voluntad sobre la razón y el estado sobre la sociedad. Tal apreciación implica considerar que una posible redefinición del espíritu de modernidad se asocie con la capacidad de resistencia del individuo contra el estado, y también implica considerar que hoy más que hablar del poder del estado podríamos hablar del poder de lo privado, pudiendo identificar la posmodernidad por la capacidad de resistencia contra lo privado. En otra entrevista, ésta con Derrida en torno a cómo los nuevos media problematizan la vieja oposición entre el interés privado y la custodia pública, el filósofo decía que, en la actualidad la política de los países industrializados está controlada por estos medios, y añadía que el papel que juega la televisión en la política de una nación es una decisión capital: “Hace falta encontrar nuevas estructuras que eviten, a la vez, el riesgo del control del estado y el ritmo de una privatización brutal”2.

La ecuación arte-sociedad, se ha complejizado con respecto al significado que tuvo en los años 70. Ciertas prácticas del llamado arte conceptual planteaban el rechazo de los canales tradicionales de comercialización del arte, algo que hoy podemos considerar ingenuo. Hoy, los tiros, más que por marginarse, van por ganar territorio para hablar de lo “marginal”. Los 80, si bien acusados por muchos conservadores y regresivos, protagonizaron la polémica del

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artista inmerso en el sistema, en los medios de producción y distribución. De esta polémica quizá podamos sacar en claro cuestiones como quiénes de los que han jugado desde dentro del sistema han tenido una intención crítica implícita en sus actitudes y obras, o quiénes han utilizado la expansión del mercado en una afirmación de complicidad. Si nos remontamos al pasado reciente, a los años 60, al Pop, cuando la barrera entre “baja y alta cultura” se quiebra (aunque ya rota formal y conceptualmente por Dada, Situacionismo, etc.), cuando el arte, la moda, la política y el diseño conviven en una mixtificación nueva que ha llegado hasta hoy complejizándose con el protagonismo de los medios de comunicación, podemos acordar con Berman que si bien el Pop, por lo dicho, representó lo que él llama la visión afirmativa de la modernidad —la recuperación del ruido, de la belleza del desorden de la calle como lo vislumbraron desde Baudelaire a Maiakoski pasando por Boccioni— no solventó el desarrollo de una perspectiva crítica (en ese momento el MoMA de Alfred Barr se ha consolidado y nace el Soho) y no articuló en qué punto el artista debe ver y decir que algunos de los poderes de este mundo tienen que desaparecer. Hoy acarreamos esa misma contradicción implícita en el Pop. La complejidad de la situación actual ciertamente requiere una variedad de estrategias de resistencia, respuestas abiertas y plurales, articuladas en torno a la idea de cambio como motor; es decir, basadas en un presupuesto modernista pero adaptado a una situación postmodernista.

Como analiza Arlene Raven, en la introducción de su antología “Art in the Public Interest”3, la eclosión en los 80 del vídeo, los murales, el teatro de guerrilla, las pantallas. publicitarias, etc., cambió la cara del arte público centrado en criticar las relaciones entre las obras de arte públicas, el dominio público y el público mismo, a lo que añade que la intersección del arte y los aspectos sociales también presentan problemas críticos, es decir contradicciones. Varias de las que yo apuntaría se disparan a preguntas del tipo ¿cómo un arte crítico puede llegar a ser financiado por las mismas estructuras

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contra las que puede ir dirigido?… hoy los patrocinadores venden la imagen de la cultura —incluso de la disidente— mientras se enriquecen con el petróleo o las armas; o ¿cómo se puede hacer una obra crítica utilizando uno de los lenguajes del poder como es la tecnología?; o ¿cuál es el peligro del consumo feliz de las intenciones críticas una vez que son convertidas en espectáculo cultural, por la veloz dinámica socieconómica que todo lo enguye? Desvelar las contradicciones no debe conducir a un pensamiento o actitud inmovilista sino al diálogo; y éste debe ser, como define Raven, activo entre el arte, el artista, la audiencia y la sociedad. Las preguntas conducen a una posible redefinición continua tanto de la cultura como de la sociedad y también de las estrategias del artista ante el status quo.

El escepticismo ante el orden de las cosas y ante la imposibilidad (?) de cambiarlo, no niega, paradójicamente, un voluntarismo por generar “desorden”.

La idea de cambio, o la concepción del arte como vehículo de cambio social, es interés compartido por todos los artistas de la exposición El Sueño Imperativo. El cambio es hoy —ante la dinámica social y económica que asume toda estrategia de resistencia o supervivencia y ante la última caída o succión del muro de Berlín por la aspiradora del capitalismo— un sueño. Quizá se trate de la ilusión de un sueño pero también de la certeza de que es absolutamente necesario.

Retomando el principio, el dilema se centra en cómo la sociedad y cultura española, que ya participa de facto de todo el entramado sociopolítico y económico europeo, y de derecho lo hará en el cercano y polémico 92, va a abordar los problemas de una sociedad postecnológica como es la del resto de Europa Occidental y Estados Unidos. En España aún no nos hemos enfrentado a los serios problemas del alto capitalismo, aunque empiezan a aparecer sus primeros síntomas. Películas recientes como el último premio del Festival de Cine de San Sebastián, “Las cartas de Alou”, del cineasta vasco Montxo Armendariz, po -

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dría ser un ejemplo de cómo la situación del inmigrante comienza a impregnar nuestro tejido social. ¿De qué modo nos vamos a enfrentar a éste y a otros problemas que en la actualidad se viven en Europa? Problemas sobre los que viene insistiendo Gü nter Grass con motivo de la reciente unificación de Alemania, y que como causa tienen el predominio de las razones de estado y la neutralización de la diferencia. ¿Y de qué modo el artista español va a abordar las contradicciones sociopolíticas, económicas y culturales en las que sus colegas occidentales se encuentran inmersos? Discutir esta situación puede ser una de las vías para evitar, en nuestro panorama artístico, tanto esteticismos inocuos como el seguimiento de modelos culturales ajenos al propio contexto; discutir la memoria colectiva como concepto dialéctico o motor de transformación social; discutir la viabilidad y/o efectividad de una obra crítica en la sociedad capitalista occidental y las posibles actitudes del artista ante la crisis actual de las ideologías e incluso ante la crisis de la propia estrategia del artista domesticada por la dinámica social y económica.

OLVIDAR BIENVENIDO MR. MARSHALL

Estados Unidos impuso tras la II Guerra Mundial un modelo de sociedad y un modo de comportamiento en Occidente. El desarrollo del capitalismo, con todas las contradicciones que conlleva, ha generado una gama ingente de expresiones y prácticas artísticas con respecto a la producción del arte, discutiendo el mismo corazón de nuestra llamada sociedad del bienestar; también, como país de gran variedad étnica, ha sido catalizador de movimientos sociales. A dicha situación responde la elección de establecer, con esta exposición, el diálogo entre un grupo de artistas españoles y otros que o son norteamericanos o, en su mayoría, tienen su base en Nueva York, ciudad que merecidamente tiene el apodo de Melting Pot. El conocimiento y experiencia de estos artistas nos hace partícipes de la compleja trama social del alto capitalismo.

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Por el contrario, lo raquítico de nuestro panorama cultural a lo largo del siglo, por los motivos apuntados al principio, han restado al artista español oportunidades de enfrentarse a una reflexión más allá de los límites del arte como objeto, y posibilidades de desarrollar su obra en frentes diversos; de expandir un diálogo con el espacio social. Esta afirmación no debe llevar a confusión; en España se han dado posiciones y obras de interés en la segunda mitad del siglo XX, pero lo que no se ha dado ha sido un contexto en el que las obras pudieran crear una opinión, una audiencia y una redefinición tanto del arte como de la cultura. Por ejemplo, la ruptura, durante la transición democrática, con el compromiso político del artista, capitalizado en la década de los 50 por El Paso, avanzada la década de los 60 por Equipo Crónica y ya en los 70 por un grupo de jóvenes artistas conceptuales catalanes, es algo que más que discutirse se ha obviado. Ni éste ni otros fenómenos se han debatido ni analizado críticamente; tampoco se ha planteado ninguna discusión sobre el papel del artista en nuestra sociedad. Ciertamente, en los últimos años se han multiplicado las oportunidades y las experiencias; también, para bien o para mal, empiezan a aflorar las contradicciones que el sistema democrático, que inauguramos a finales de los años 70, entraña. Es éste el motivo del florecimiento de posiciones más críticas, plurales, tras el aplauso generalizado al comienzo de la transición democrática. La euforia que siguió a las elecciones gubernamentales de 1982, ganadas por el partido socialista, provocó lo que algunos llaman “sobredosis de legitimidad” y yo he denominado “Síndrome de Mayoría Absoluta” (título de un artículo donde analicé el panorama artístico español de los 80, como reflejo de la realidad política y social del país).

A principios de la década, los grandes gestos de prepotencia, de autocomplacencia, de propaganda, se impusieron en la sociedad española en todos sus ámbitos; por fortuna, a finales de la misma comenzaron a sentirse síntomas de contestación vertebrados en la llamada Huelga General del 14 de Diciembre. Desde entonces los valores éticos de la clase política y las responsabilidades civiles son

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tema de debate en la prensa nacional. Voces como, por ejemplo, la del historiador Antonio Elorza claman que: “Hay muchas cosas que pueden y deben hacerse fuera del PSOE, no necesariamente contra el PSOE, si queremos evitar la eternización de un régimen de monopolio político parcial, con dosis muy altas de injusticia social y de corrupción… La España de los escaparates culturales, de los clientes de expertos y asesores y de los Guerra encuentra así un preciso antecedente en la de Cánovas, Romero Robledo y el caciquismo”4. Voces cada día más altas a pesar de que ciertas prácticas de prevaricación siguen quedando impunes e inexplicables a la sociedad, causa de la “inhibición y refugio en lo privado” o de “las conductas insinceras de respuesta a las maniobras de los políticos… de generalización de la práctica de la manipulación”5; ambas conductas caracterizan hoy a las democracias occidentales, como analiza Josep Colomer en su ensayo sobre la transición española en el que concluye con la necesidad del cuestionamiento del concepto democracia.

En la práctica artística, el cambio debe articularse en un diálogo con el interior y el exterior —podríamos decir, metafóricamente, con el Otro— para desarrollar un contexto, una audiencia y una credibilidad, tan necesarios en el arte como en la sociedad española; y para acabar con el pacto de silencio, con respecto al pasado y al presente, y con la práctica “Bienvenido Mr. Marshall”.

GENERACIONES INVERTEBRADAS

Esta exposición pretende enfatizar el diálogo entre generaciones. Ni éstas ni el tiempo son compartimentos estanco. Más que presupuestos generacionales autocomplacientes, El Sueño Imperativo pretende enfatizar el diálogo critico entre contextos —espacios y tiempos— diferentes, y en su fricción crear debate.

La generación de Nancy Spero, la de los artistas que comenzaron a desarrollar su obra en los años 50, los llamados americanos radicales, es heredera del espíritu del Expresionismo

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Abstracto fundamentado en el determinismo heideggeriano y en una actitud vital comprometida social y políticamente con el papel del artista como catalizador del cambio social (Guston, Leon Golub…). Harold Rosenberg describió el significado de la obra para el Expresionismo Abstracto como una transcripción de la “emoción”, del Yo del artista por medio de un acto pictórico o escultórico: “En determinado momento el lienzo comenzó a aparecer para los pintores americanos como una ‘arena’ en donde actuar más que como un espacio en donde reproducir, redibujar, analizar o expresar un objeto real o imaginado. Lo que ocurría en el lienzo no era una imagen sino un acontecimiento”6. Los artistas de la siguiente generación presente en la exposición, Chris Burden, Francesc Torres, Krzystof Wodickzo, Terry Berkowitz y Francesc Abad, en su mayoría empezó a articular sus obras a principios de los 70 en torno a los presupuestos del arte conceptual. Provenientes de contextos muy diferentes, podríamos definir común a estos artistas —en el momento de sus inicios— la desmaterialización del objeto de arte, la experiencia como discurso artístico, la exploración de relaciones entre el arte, el mercado y la sociedad, la experimentación como metodología, y la ruptura de fronteras entre el arte y la vida (Acconci, Nauman, Terry Fox, Oppenheim, Weiner, Kosuth…). En el caso concreto de Torres y Abad, a principios de los 70, ambos forman parte del colectivo Grup de Treball que desarrolló en Barcelona (junto a Benito, Muntadas, Santos, Pazos, García Sevilla, y más tarde Balcells, Eulalia Grau, Pere Noguera…) una obra afín a los discursos conceptuales dominantes en el momento; tendencias que les fueron útiles para su reflexión sobre la realidad política española. Más tarde Torres se marchó a vivir a Estados Unidos.

Continuación de la generación anterior es la de los artistas que empezaron a mostrar sus obras a mediados y finales de los 70, como son Thomas Lawson y Chema Cobo. Ellos representan a una generación que no vivió el Mayo del 68 —por ser demasiado jóvenes en esos días— pero es parte de su memoria, y si

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vivieron algo de ello fue su desencanto. Una generación que dudó de la creencia en el progreso lineal de la historia, del camino recto que lleva a la realización universal de una idea, de los valores eternos del modernismo. Ante la historia y ante la vanguardia adoptan una postura iconoclasta, cuestionando lo reductivo de postulados minimalistas y el maximalismo, también reduccionista, de la muerte de la pintura. A ello anteponen la pintura como medio lúdico y todavía posible para una visión crítica tanto del arte como de la realidad. Cobo hablaba en los 70 del placer de pintar, de la reivindicación de la pintura desde la complejidad y la contradicción, desde la iconoclasia que caracterizó en sus inicios al grupo de artistas de la llamada Figuración Madrileña, articulado en torno al espacio común de la Galeria Buades (Alcolea, Pérez Villalta, Franco, Quejido, Miquel Navarro…); un proyecto ecléctico y totalmente pagano como respuesta a la religiosidad restrictiva del espíritu de vanguardia. Las armas utilizadas por la Figuración Madrileña fueron recuperar la pintura y la imagen como respuesta a dos frentes concretos: a la desmaterialización formal del arte conceptual y a la abstracción de raíces Greenbergianas de la pintura-pintura, aún por esos días afianzada en España. Adoptaron la teatralidad y la ironía, como instrumento distanciador que propicia desde la parodia hasta la oblicuidad sarcástica como visión ante la realidad; también la ruptura con la linealidad jerárquica de la historia y la autocomplacencia moral de proyectos constructivos respaldados y garantizados por la continuidad mecánica del mainstream del arte del siglo XX. Contaminados por el Pop (más el inglés que el americano) y por un deseo de borrar la frontera entre “la baja y la alta cultura”, trataban de poner en crisis los criterios del gusto como aproximación al arte. Ya en los 80 Cobo dice que “si los impresionistas se desembarazaron de la realidad para pintar la pintura, hay que pintar para desembarazarse de la pintura”; la pintura como vehículo de camuflaje.

Lawson, en el artículo “Last Exit: Painting”, (título que toma de la novela Last Exit Brooklyn), uno de los artículos polémicos

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del comienzo de la década, cuestionaba tanto la pintura autorreferencial como el llamado neoexpresionismo, pero no la posibilidad de la pintura: la pintura como estrategia conceptual. “Los artistas radicales se enfrentan ahora a una elección —la desesperación o la última salida: la pintura—. La naturaleza discursiva de la pintura es útil debido a que es una interminable maraña de representaciones. Muchos artistas han decidido presentar obras que pueden ser clasificadas como pintura pero que pueden ser vistas como otra cosa: un gesto desesperado, un intento de afrontar las contradicciones de la producción actual del arte, centrándose en el corazón del problema —el debate continuo entre los “modernos” y los “postmodernos”— que a menudo se resuelve en términos como vida y muerte de la pintura”7. Lawson abogaba por la subversión critica, por la deconstrucción en el espacio del lienzo de las ilusiones de la vida real tal y como están representadas en los mass-media (Prince, Sherman, Sherrie Levine, Lawler, Mullican, Laurie Simmons…), por la posible acción perturbadora de la pintura al hallarse ésta precisamente en medio del mercado del arte. En su labor como critico y editor de la revista Real Life (paradójico titulo) ha defendido la ironía de la realidad y un arte ambiguo en donde predomina la ambivalencia de las imágenes. La cuarta generación está representada por los artistas más jóvenes, los que han empezado a mostrar sus obras en los 80: Moraza, López Cuenca, Carter, Romero. De entre ellos, Juan Luis Moraza podría representar una posición más suigeneris con respecto a su generación. El parte de las vanguardias rusas (también referente en el discurso de López Cuenca) en la vertiente más purista o constructivista, afirmando la relación puramente formal con la realidad. Junto a este referente, la posición ética y estética del escultor vasco Jorge Oteiza sintetiza el discurso de su obra en los últimos años. Esta síntesis, (generalizando, ya que como en los casos anteriores sólo pretendo una contextualización de los artistas y seria muy extenso entrar en mayor análisis) también se da en sus colegas del País Vasco como Badiola, Bados, Irazu, Fernández —con ésta última formó el colectivo CVA en 1979—. La obra de

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Moraza defiende la conexión del arte y de la realidad a través de la forma; él niega el vacío del formalismo y afirma la fe y la ética a través del plano o de las formas primordiales.

Los otros tres artistas, con una concepción más mixta y jocosa de la representación, hacen acoplo del fanzine, cartel, performance, poesía visual, imágenes de los media, escultura, fotografía, etc., para articular lo que podríamos llamar un agitprop de nuestros días. La “baja cultura”, sobre todo en la manifestación del rock, es el aire que respiran. Para Kevin Carter, de nacionalidad canadiense, la problemática racial de Nueva York, ciudad donde vive, ha marcado su discurso de preocupación social. Como él, otros artistas, por ejemplo, Mark Dion —éste de referencias políticas más concretas— utilizan iconos de la sociedad de consumo con humor e intencionalidad crítica.

En el caso de Rogelio López Cuenca es obligado contextualizarlo en el colectivo Agustín Parejo School donde activamente ha participado desde sus inicios a principios de los 80. APS ha tenido una clara intención subversiva con respecto a los lazos que unen el arte, la sociedad y el mercado, expresada a través de acciones, videos, cassettes, pintadas, etc. En su propuesta domina “una estética de descontento radical, de oposición activa y una empecinada vinculación al nivel de la calle”8. Su intención más directa es el actuar sobre sus vecinos de Málaga, capital de la Costa del Sol y ciudad paradigma del desequilibrio que se ha producido en nuestro país, sobre todo en el sur, entre una estructura subdesarrollada y una apariencia desarrollada o europea… “Málaga capital del Magreb”, pintaba APS en 1982. Y por acercarnos a otro meridiano, al gallego, (para evitar espacios estancos y visiones simples y regionalistas), también se podría contextualizar a López Cuenca, por afinidades, con Antón Reixa, Iíder del grupo de rock Os Resentidos y letrista de muchas de las canciones de Siniestro Total: defensores de lo “tribal”, de la periferia, del nacionalismo pero no articulado como poder sino como diferencia; ellos reivindican la marginalidad de Galicia, sus tradiciones, su condición de camareros como parte de

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una ética y estética “irónicas” y como parte de una acción social permanente, contaminada e inclasificable.

Pedro G. Romero, junto a un grupo de jóvenes artistas sevillanos (Federico Guzmán, Alonso Gil, Jesús Marín, Victoria Gil…), ofreció a mediados de los 80 una alternativa a las posiciones de vuelta a la pintura que dominaban los alrededores de la Escuela de Bellas Artes y los bares cercanos (Paneque, Agredano —ambos fundadores de la revista Figura—, González, Larrondo, Lacalle…); entre todos generaron un foco de actividad y diálogo. Los primeros referentes de Romero están en las vanguardias históricas, principalmente en el futurismo.

Junto a la variedad de generaciones y contextos culturales, la variedad de medios, en esta exposición, explicita un deseo de analizar y valorar las obras no atendiendo a categorías formales (a lo que tan proclive es nuestro país), sino al discurso que articulan. Se trata de no confundir el discurso de intenciones con los medios utilizados por el artista. La consideración del medio como mero vehículo hace de la escultura, la pintura, el video o la instalación multimedia instrumentos igualmente críticos. Parafraseando a Francesc Torres: “La pureza de pedigrí en lo político, social y cultural ha dado resultados más bien tétricos y no voy a intentar defenderla en lo artístico. Siempre he creído que el cruce de ideas, prácticas y estrategias estéticas es fundamentalmente más interesante que la frialdad bunqueriana de lo clínicamente puro” 9 .

Aunque sería demasiado simple y equívoco si no se especificara que el llamado arte conceptual (si bien sabemos que la pintura o la escultura son prácticas del pensamiento y por tanto conceptuales: Leonardo era pintor y hacía máquinas de guerra, Miguel Angel reclamaba la cabeza y no las manos para la condición de pintor) desarticuló, en un momento determinado, los medios tradicionales y el arte como objeto, poniendo en crisis la relación del artista con la audiencia a la que se suponía iba dirigido el arte contemporáneo. Artistas como Abad, Torres, Wodiczko, Burden,

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Berkowitz y otros que han utilizado o utilizan regularmente el video y la tecnología (Rita Myers, Doug Hall, Bill Viola, Muntadas, Laurie Anderson, Dan Graham, Bruce Nauman y un larguísimo etcétera), o intervienen directamente en el espacio público (Dennis Adams, Scott Burton, Les Levine…) en una continuación del espíritu vanguardista de la experimentación como metodología, aportan aspectos innovadores en la expansión de medios y en la expansión del espacio del arte. Trabajo ya comenzado por la vanguardia histórica (Tatlin, Brecht, Popova, Renau…), continuado por el Situacionismo Internacional (Guy Debord, Asjer Jorn…), o por Fluxus (Beuys, Filliou, Paik…), y ya en los 70 por el land art (Smithson, de Maria, Helzer…) o el bodyart (Acconci, Terry Fax…), y en los 90 por el arte público, o la recuperación del espacio social de los ciudadanos como participantes en el proceso cultural y no como meros consumidores de los productos culturales.

LA CONCIENCIA DEL OJO

Los artistas han sido invitados a crear una obra in situ, pudiendo hacer uso del espacio convencional de exposición del edificio del Círculo o de los espacios tanto privados como públicos del mismo, interfiriendo o reflexionando sobre sus diferentes significados culturales y sociales. Ciertamente, en la obra site-specific, características formales como, por ejemplo, la escala vienen determinadas por la topografía del lugar, ya sea un paisaje rural, urbano o un espacio arquitectónico. Como ha analizado Richard Serra, la obra site-specific requiere un análisis del contexto en donde se va a presentar; en dicho análisis no debe considerarse sólo sus características formales sino también las sociales y políticas. Por el contrario a las obras modernistas —autorreferenciales— la obra site-specific enfatiza el diálogo entre el lenguaje de la obra y el propio lenguaje del espacio donde se ubica. Como el mismo Serra aclara, lo site-specific no es un valor en sí, y corre el peligro de acreditar a las instituciones donde se presenta; el artista debe evitar la “absorción” ideológica y

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cualquier afirmación de ideologías y poder político. En el caso de la presente exposición, el círculo como institución ya es en sí un site-specific, y cualquier obra dentro de ella aporta un diálogo no con su propio lenguaje sino con la institución como representación de la Cultura.

Nancy Spero ha elegido para emplazar su obra la terraza, desde donde se domina una espléndida vista de Madrid. El diálogo entre las imágenes que imprime, a modo de huellas o presencias activas, y el fondo teatral de la ciudad gana en dramatismo, una cualidad que caracteriza a su obra desde sus inicios, a la vez que enriquece la relación presente-pasado; dialéctica ésta constante en su obra y visualizada en la iconografía de la que hace uso desde 1974: diosas de la civilización griega, hititas, atletas contemporáneas, aborígenes, etc., a la que incorpora la figura de Minerva que majestuosamente desde lo alto del edificio del Círculo vigila la ciudad.

De la copa del edificio se desciende a las raíces o planta sótano donde está ubicada la Sala Minerva elegida por Francesc Abad para presentar una obra que expresa el poder de los medios de comunicación de masas sobre la percepción contemporánea; él establece una analogía entre el mito de la Medusa y la T.V. Curiosamente, el escudo de Minerva (símbolo del Círculo) porta la cabeza de la Medusa cortada por Perseo.

Espacios privados dentro del espacio público, como son la Sala de Juntas y Presidencia han sido elegidos por Moraza y Romero, respectivamente, e incorporan su significado al discurso de la obra. Juan Luis Moraza crea lo que él llama un asentamiento por ser la Sala de Juntas “lugar de acción y pensamiento, de compromiso y acción, de lenguaje y realidad, de soplo y palabra”. El elemento central de la Sala, una gran mesa elíptica, es un signo que se remonta a la genealogía del diálogo y se incorpora al discurso de la obra por su valor metafórico.

La elección de Pedro G. Romero del despacho del presidente, y también de la Biblioteca, enfatiza una voluntad desmitificadora tanto del arte como de las estructuras sociales. Él explora ciertos te-

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mas considerados “intocables” en un ejercicio lúdico y didáctico de discusión permanente, y en un ejercicio de subversión de lo privado en público. Otros fragmentos, componentes de la obra, los distribuye en espacios elegidos por su mera funcionalidad: las vitrinas del Hall de venta de discos o algún que otro lugar donde el espectador descubrirá retratos de cámara o reflejos sociales.

Terry Berkowitz ha construido un espacio, dentro de la sala especifica de exposiciones, cuyas paredes albergan una visión crítica del modelo de sociedad generado por el capitalismo americano; una visión tan subversiva como real del American Dream: la fetichización del objeto de consumo y el espejismo de la libertad de elección.

Chema Cobo también acota un espacio neutro para crear un cruce perceptivo al confrontar imágenes y conceptos como Historia/Memoria, Destino/Amnesia. Un elemento objetual, componente de la obra, brinca en una pirueta o transgresión física del espacio a la llamada Sala de las Columnas, multiplicándose real e ilusoriamente por el efecto del espejo que domina dicha Sala; el espacio teatral de la misma enfatiza la idea de duplicidad y la alternancia actor/espectador.

Chris Burden es el único artista que no ha creado una obra para la exposición. “Samson” (1985) se presentó originalmente en Henry Art Gallery, Seattle, y posteriormente se ha mostrado en varias galerías de arte. La pieza subvierte la noción de santidad del espacio o refugio del arte y enfatiza la intención desacralizadora del artista. Nuestro país, ajeno al “museo sin paredes” o a “los espacios alternativos” ha entrado en plena contemporaneidad en un momento de conservadurismo propenso a valorar las obras artísticas y la propia cultura como valor de cambio; esto unido a la propensión a sacralizar, a elevar pedestales antes que a discutirlos, produce ensimismamientos, por ejemplo, con la Fundación Tàpies como institución más que como foro de discusión. “Samson” plantea otras alternativas al espacio del museo y otras concepciones del arte más críticas o civiles que autocomplacientes o religiosas.

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El eje del edificio, una gran escalera imperial, es la base para la propuesta de Kevin Carter atraído por las esculturas neoclásicas —Apolo, Minerva, Diana…— que habitan sus rellanos. El altera y cortocircuita el contexto existente, de un universalismo estetizante y tradicionalista, en un acto metafórico doble de borrar y reescribir la historia.

También en la escalera, pero en la base del hueco que deja su trazado, Thomas Lawson deja caer su obra. Las últimas piezas que ha realizado han adquirido formas más escultóricas, motivo de su interés en la percepción de los procesos de poder a través de nuestra experiencia de los medios de comunicación, la escultura pública y la arquitectura. Él introduce en el contexto arquitectónico del Círculo la idea de memoria colectiva y crea una relación osmótica entre el espacio interior y el exterior.

López Cuenca expande literalmente el espacio de exposición a la calle, como una tripa o apéndice de la obra que presenta en la sala de exposiciones —objetos que funcionan como signos o presencias de la marginalidad—. Una serie de carteles pegados por las calles de Madrid, extiende su crítica al presente y futuro espacio social urbano que nos aguarda: el controvertido año 92. Año de la capitalidad cultural de Europa en Madrid, de la sede de los Juegos Olímpicos en Barcelona, y del recinto ferial de la Expo Internacional en Sevilla (quizás el evento más polémico). La crítica al 92 y su pomposa celebración del V Centenario del Descubrimiento de América no debe tomarse sino como un sano ejercicio de diálogo y no como el asalto a la Bastilla como parece interpretarse en nuestro país las críticas y disidencias. La llamada a la crítica constructiva formulada por el vicepresidente del Gobierno español a los intelectuales del país, en los recientes Encuentros de Carmona con motivo de la celebración del cincuentenario de la muerte del socialista Julián Besteiro, ha provocado cierta polémica en la prensa diaria, en opiniones de escritores y filósofos plenas de sarcasmo por la posible interpretación de que la crítica que no sea constructiva pueda ser castigada con aquello de “quien se mueva

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no sale en la foto”. Como recientemente ha argumentado la filósofa Agnes Heller, analizando la nueva situación política que vive su país: “con todo lo molesto que pueda resultar, es necesario aprender que un gobierno es democrático sólo cuando no diferencia entre las críticas constructiva y destructiva. Mientras se haga esta diferencia se seguirá pisando el sendero de los gobiernos semiautoritarios o autoritarios”10.

Y colocados literalmente en la calle (por los carteles de López Cuenca) y metafóricamente (por la polémica que la habita en la actualidad), se contextualiza el paisaje donde Krzystof Wodickzo presenta y articula sus obras. La invitación a una Proyección Pública en Madrid, requiere por parte del artista el conocimiento y análisis tanto de la realidad social —a través de la experiencia directa con activistas y académicos expertos en los temas sociales (bolsas marginales, etc.) que le interesa explorar— como de las estructuras o monumentos simbólicos de la ciudad. Él reconoce a la arquitectura hoy como un sistema social en donde se da una nueva condición económica y una experiencia psicopolítica.

Y de la calle, desde las mismas ondas que la pueblan, la propuesta de Francesc Torres debe llegar a los hogares, —a la opinión pública— vía la radio, la prensa y/o la T.V. A él, como a Wodiczko, le interesa la expansión física del territorio del arte —la galería y/o el museo— y la expansión de la audiencia. Torres propone retomar las opiniones de la calle, a través de una serie de preguntas que expone al pueblo español sobre la situación sociopolítica, económica y cultural del país.

El recorrido establecido por el ojo, como si se deslizara a través de una cinta pasante o cinta de Moebius, va del interior al exterior en un juego continuo. Dicho vaivén explicita la división actual entre la experiencia interior y exterior y las diferentes alternativas de “la conciencia del ojo”. Como argumenta Richard Sennett en el libro así titulado, el ojo posee una facultad crítica pudiendo desarrollar una conciencia a través de la experiencia visual. “Nuestra

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cultura está necesitada de un arte de la ‘exposición’: este arte no nos hará víctimas unos de otros sino adultos más equilibrados, capaces de convivir con, y aprender de, la complejidad”11.

ÉTICA DE LA RESISTENCIA

La última novela de Manuel Vázquez Montalbán —”Galindez”— explora, a través de sus personajes, la ética de la resistencia. A pesar de que la “ética” se pueda convertir en tema de cualquier sobremesa, cualquier comensal no puede dejar de preguntarse ¿qué puntos de reconstrucción ética se pueden dar en una sociedad capitalista, qué posibilidades de transformación le quedan al intelectual, al artista, en una sociedad atemorizada por la misma idea de seguridad personal, de supervivencia? Palabra y situación ésta que se impone por días en medio de la sociedad del Ocio y ante la que se pueden justificar (?) todo tipo de prácticas para la consecución de las llamadas habichuelas cada día más caras. En una conferencia, homenaje a Bertrand Russell, Noam Chomsky concluyó: “Las esperanzas de Russell por una transformación radical de las sociedades industriales avanzadas de Occidente en alguna forma de socialismo libertario están tan lejos de realizarse como lo estaban cuando él escribía extensamente sobre estas cuestiones, en el curso de la Primera Guerra Mundial. Lo que nos ha obsesionado a nosotros es el problema de la supervivencia, no la revolución: en los años recientes, la supervivencia para las víctimas de la opresión y la humanidad entera, por cuanto el estado arriesga la destrucción total para asegurar su prestigio y su dominio. Russell estaba plenamente justificado al dedicar sus energías, en los últimos años de su vida, a frenar la carrera armamentística y a impedir que Occidente llevara hasta sus últimas consecuencias su lógica estratégica en el sudeste asiático. Resistir las depredaciones de las grandes potencias en Asia, Europa oriental y en todas partes, y resistir a la amenaza que representan para la supervivencia: he aquí las tareas más urgentes e imperiosas”12.

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El Sueño Imperativo

Hace casi veinte años de estas reflexiones de Chomsky, pero tienen una actualidad extrema en nuestros días, tanto en la sociedad occidental —y sobre todo tras la “incorporación” de la Europa del Este— como en el Tercer Mundo. La crisis del Golfo ha puesto sobre el tapete muchas cartas; desde la evidencia de que parte de la economía occidental está basada en la industria bélica hasta la situación de supervivencia del pueblo Palestino. Terry Berkowitz también habla de supervivencia en la obra Somebody’s Brother, Somebody’s Son, realizada tras un viaje a los campos de refugiados palestinos y presentada en The Alternative Museum en la exposición Occupation and Resistance.

QUIEN HAY DETRÁS DE LA MÁSCARA

“Ustedes tienen la oportunidad de trazar una línea”, éste fue el mensaje de la acusación en el juicio contra un museo de Estados Unidos por obscenidad, por exponer la obra del fotógrafo Maplethorpe. La frase resume una de las trampas que la sociedad nos tiende a diario. Trazar líneas, marcar fronteras, crear sistemas cerrados — valga la retórica porque un sistema ya implica algo cerrado— para luego excomulgar lo que queda fuera de esas fronteras, de esas reglas del juego pactadas de antemano. Por el contrario, la ruptura de fronteras es parte de las grandes discusiones del pensamiento contemporáneo ya en los albores de la modernidad, en el origen de la filosofía de Nietzsche, basada en la disolución del Yo y la liberación de la multiplicidad. La articulación o visualización de modo metafórico, de la fragmentación, de la disolución del sujeto, del intento de búsqueda o de señalización del Otro, se formaliza en el arte contemporáneo, desde posiciones objetivas (en el sentido que Hannah Arendt le daba al término acción política) hasta las más subjetivas (en el sentido de la paradoja de Adorno de que lo más individual termina siendo lo más general).

Los artistas de El Sueño Imperativo se aproximan al Otro de manera muy variada. Spero y Berkowitz exploran la diferencia

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de género desde su condición femenina; hablan desde la diferencia no como portadoras sino como generadoras de significado. La última obra de Spero expresa el sentido de autoafirmación y de control sobre la sexualidad y el cuerpo de uno mismo, y la visión del mundo a través de imágenes de la mujer como protagonista (Hera Tótem, Artemis, Chorus Une, Sky Goddess…)

Berkowitz asume la otredad como diferencia: When the World Was Flat refleja lo que ella define como abuso de homogeneidad por parte del sistema al utilizar la manufactura de desinformación en los mass media, el militarismo, el fundamentalismo y el nacionalismo como medios de control.

Wodiczko altera los códigos y desarticula visualmente los monumentos y las estructuras simbólicas de poder de nuestras ciudades. Con obras como The Homeless Projection o The Homeless Vehicle Project magnifica la escala de las personas sin hogar a la escala de los monumentos; impone a lo que es hoy la arquitectura en las ciudades —un despiadado desarrollo urbanístico y especulación— a revelar lo que niega, a forzar al ciudadano a que se plantee cuestiones a través del objeto de arte.

López Cuenca, Carter y Romero, disuelven el Yo, la actividad artística, en “la baja cultura” y la realidad social. López Cuenca opera en la manipulación del Poema Encontrado, de los fragmentos o signos lingüísticos en bares o retretes. Pero al contrario de la tradición del Poema Encontrado que quiere incorporar esos fragmentos al código poético, él pretende llevar la poesía al código público. En tiempos postecnológicos, como los que corren, una de las posibilidades de los Poemas Encontrados está en el derroche de imagen y lenguaje de empresa. Si el graffiti es una afirmación “desordenada” de la identidad del ciudadano, hoy la identificación “ordenada” del ciudadano se canaliza a través del logo corporativo. Podríamos decir, en un juego de palabras, que “El Ser y el Tiempo” de Heidegger López Cuenca lo transforma en “Ser y Logo”.

Carter aplica el concepto de disolución en un sentido literal; ya en la edición de la revista Symbol, ya en algunas de sus obras escul-

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El Sueño Imperativo

tóricas (You only Live Once) en las que utiliza la cera como material. Él introduce una cuña de dinamismo y organicismo en situaciones establecidas, creando cortocircuitos. Multiplica el Yo en un ritual de disfraces, asume el papel del anciano simultáneamente al del artista. El es actor y espectador a un tiempo; más que la doblez diacrónica del mito Dr. Jekyll y Mr. Hyde él explora la doblez sincrónica que corresponde al mito urbano Superman. Su obra refleja una concepción del tiempo simultáneo y una concepción narrativa afín a los thriller de Hitchcock. Carter no explicita una mirada subjetiva sino que trata de ver a través de una mirada social (Root of lnfluence). Se pueden establecer lazos simpatéticos entre su obra y voces contraculturales como las del grupo de rap neoyorkino Public Enemy, mensajeros de la militancia negra; en Fear of a Black Planet cantan:

So let’s make our own movies like Spike Lee Cause the roles being offered don’t strike me

There’s nothing that the Black man could use to earn Burn Hollywood burn.

La cita tiene en la obra de Romero un valor simbólico de acumulación, además de un uso funcional de disolución de mitos.

Intención primordial en las obras fotográficas sobre el aura. La metodología es la de un collage deconstructivo. Su obra participa del discurso de la individualidad de Artaud y su deseo de desintegrar dicho discurso en el cuerpo social. Ya a finales del XIX, ciertos artistas que tienen una clara conciencia social, toman una vía individual que es considerada por el sistema establecido como monstruosa o patológica. Es el caso del dandy: Baudelaire, Oscar Wilde…, o del loco: Van Gogh, Artaud… El individuo protagonista de la vanguardia genera ejemplos transgresores e intenta producir crisis transversales en un sistema de pensamiento rompiendo un posible sentido común estético (Raymond Roussel, Duchamp…).

Burden experimentó y sufrió “lo otro” en el propio cuerpo

(en las performances de los 70: Shot, Transfixed, Oh Dracula) y transmite esa experiencia a sus espectadores en las esculturas-máquina de los 80 (Big Wheel…). Performances y máquinas (aún existiendo una

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gran diferencia en el espacio del evento) visualizan las fuerzas destructivas —ya en el propio cuerpo del artista, en el de la institución del arte o en el de la sociedad—. El explora la energía dionisiaca, lo incontrolable, la sustancia que no se moldea: el cuerpo como emisor de energías inalienables y como emisor de significados. “El poder del arte crítico de Burden es la deconstrucción del contrato social. Su obra más reciente nos muestra el falso sentido o la ilusión del dominio que el contrato social de la tecnología nos ofrece (Medusas Head, etc). Similarmente, el contrato social del arte, operando a través de la “máquina” del museo, ha tomado el control total del espacio del arte (Exposing the Foundation of the Museum). Burden intenta contrarrestar este control introduciendo en el museo un poder social incontrolable en forma de máquinas de guerra”13.

Cobo disuelve la idea de identidad en una profusión de máscaras y desplaza el Yo hacia la representación del doble. En obras de finales de los 70 como Una botella de Klein para Francis Picabia articula la relación interior-exterior poniendo en cuestión la idea de fronteras físicas o conceptuales en las que se establecen categorías que soportan todo tipo de actitudes totalitarias (tema ya planteado en cuadros anteriores como In-Out); de Luis Gordillo, referente del grupo de artistas de su generación, más que los aspectos formales de la obra le interesó la teatralización y la disolución del Yo. En la serie El Artista en el Estrecho, la disolución del Yo se desplaza al mito y a la memoria colectiva. En obras posteriores, la doblez del gemelo, disuelve el Yo en el Otro, ya sea en el lenguaje (Twin), en el camuflaje (La ausencia reflejada en los guardianes del sueño), o en la cartografía (Map of the Event, Inventar la memoria…).

En la obra de Lawson se puede rastrear la otredad en temas o representación de imágenes como los ángeles, los sueños, la victimización de los niños, etc.; resumen de una poética del ciudadano urbano que recupera la memoria o la nostalgia como resistencia (título de un artículo suyo en torno al concepto de representación contemporánea en el que analiza las obras de los artistas de su generación: “quizás sólo los gurús del Modernismo fueron los que

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vieron la belleza pura en el silencio de la pintura, el resto de nosotros ha sabido siempre que cada imagen cuenta una historia. ¿No es así?”) 14. Mientras que el Stephen Dedalus de Joyce busca la otredad en el laberinto de su propia memoria, de su propio lenguaje, Lawson la explora en los media, que deconstruye y disecciona.

Moraza articula la maleabilidad de “otro orden” en las formas primordiales transcritas en formas geométricas puras (Triple Negación, Molde para la oscuridad). No es evidente pero hay una tendencia, intencionalidad o investigación de las posibilidades de recuperación de un orden platónico. Él recurre a la historia de las formas más simples de la geometría: el cubo como forma pura y también como reflejo de otra forma social y como tal maleable. En sus últimas obras de telas serigrafiadas, en las que imprime formas primordiales generadoras de fluidos, apunta a una representación, en ciertos casos, menos abstracta y a una concepción de la obra y de la escultura más en las coordenadas metafóricas del compromiso ético de un Joseph Beuys; del Joseph Beuys de esculturas orgánicas (Honey Pump) como nostalgia de la acción y la autodeterminación; como reclamo del espíritu, la emoción y la economía en la “labor” individual y en la colectiva. La escultura como objeto dinámico y como posibilidad de exploración de los limites interior-exterior. Si bien Moraza marca un distanciamiento con respecto a la concepción “religiosa” del arte tanto de Beuys como de Malevich, o Mondrian (Unidad Malevich).

La conciencia política y didáctica, o hacer hablar al Otro, es interés de Torres junto a la disolución del Yo en lo transhistórico y en la transversalidad de la memoria (Belchite-South Bronx). El excava el Otro violento (Clausewitz’s Classroom, Tough Limo) en el hombre contemporáneo, en el hombre doble soldado/deportista (Dramas Indiana), y en los estratos de los procesos históricos (Plus Ultra).

La ensoñación disoluta en el mito colectivo es tema de reflexión de las últimas obras de Abad. Su obra patentiza que la sociedad del espectáculo (la que preconizara Guy Debord) destruye las posibilidades de la comunicación humana. En el espacio o cru-

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ce entre romanticismo y conceptualismo, su obra reflexiona sobre naturaleza y cultura (Dammerung, Bildung: la imagen del pensamiento). Él explora la presencia del Otro a través del mito romántico del viaje (Spuren). El germen de individualismo como fuerza liberadora pero actuando dentro del marco social —tal como se entendía por el romanticismo alemán—, junto al discurso arte-sociedad del conceptual de los 70 se resumen en una frase, que él mismo cita, de Habermas: la presencia de lo universal en el interés particular.

El desplazamiento de significados, la alteración de códigos, la excavación de eventos, o la diferencia, son técnicas discursivas que tienen como fin e intención la disolución o la desarticulación de las estructuras de poder que moldean nuestras vidas y nuestra percepción del mundo.

Uno de los problemas implícitos en la no contemplación del Otro es el nacionalismo, entendido como atribución de superioridad de la propia nación; es decir como concepción etnocéntrica del mundo o rechazo de la alteridad. Frente a ello, la idea del Otro discute los grandes universales, la idea de destino y la moral de los fundamentos. A dicha moral Max Weber anteponía la de las responsabilidades: la conciencia de autolimitación, del desorden, del concepto dionisiaco tal como fue formulado por Nietzsche.

Todas las obras, brevemente comentadas, están fundamentadas en cuestiones, en preguntas. Hoy más que nunca, a pesar de las promesas generalizadas de los líderes políticos de soluciones a los problemas sociopolíticos y económicos en panaceas universalistas como la de la unión europea, sabemos que no hay soluciones globales. En el arte como en la ciencia lo que impera son las cuestiones, también debían imperar en la política, pero los lideres venden soluciones y certeza en sus puestos de recogida de votos mientras que el ciudadano cada día está más alienado para formular cuestiones. Literalmente en ello consiste el proyecto de Torres Preguntas al pueblo español por un americano ignorante, extensión de un proyecto original titulado Social Clay Talk Back que como punto de partida tiene, por un lado, el concepto de modelado, manipulación y trans-

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formación de la materia y del espacio —base de la escultura— y, por otro lado, la extrapolación del contexto del arte al contexto sociopolítico. Los referentes de Torres son el concepto de escultura social de Joseph Beuys, y —más inmediato a su memoria— Manuel Azaña, el que fuera presidente de la República Española durante el bienio 1931-1933; años decisivos para el curso de la vida política y social y en los que vio truncados todos sus esfuerzos políticos e intelectuales por llevar a España no por el derrotero de la Guerra Civil sino por el de la ética. Azaña consideraba la política como algo equiparable a la tarea del creador artístico: “La materia, la ‘arcilla’, con la cual el estadista debe trabajar es el pueblo”15. Bertolt Brecht también en la década de los 30, en el ensayo La radiodifusión como medio de comunicación, clamaba que la tarea de la radiodifusión no se agota con transmitir información sino que tiene que organizar la manera de pedir informaciones, de convertir los informes de los gobernantes en respuestas a las preguntas de los gobernados. Brecht pretende apartar a la radio de quien la abastece y constituir a los radioyentes en abastecedores; su intento es el de subvertir la realidad del poder, “hacer de la radio un aparato de comunicación de la vida pública”16. No acudo a esta cita de Brecht movida por ninguna nostalgia histórica sino por los recientes acontecimientos en la radio pública española: de todos es sabido que las pocas emisoras que tenían programas “culturales” (Radio 3, p. ej.), éstos han sido barridos por la fiebre comercial que invade los medios de comunicación.

THERE IS NO TIME FOR RHETORIC

BUT FOR ACTION

El concepto de historia entendida como que destino es el afirma (impone) la clase política. Frente a dicha concepción, contra el peso de la historia, es voz común a los artistas de El Sueño Imperativo. Ellos se niegan a reconocer la historia como algo estático o a legitimizar la idea de progreso; no les interesa la recuperación del pasado sino la reinvención continua del presente. A la historia anteponen la

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acción (en el sentido primario de motor: ninguno de los artistas es activista y anteponen el pensamiento a la acción literal) y la idea de movimiento, ya de una manera violenta (BURDEN, CARTER) ya de manera más abstracta (como articula Moraza en lo que llama “Compromiso Patrón”), o desde la poiesis de la agitación y la recuperación del rumor de las calles (López Cuenca), de las explosiones (Romero), del sarcasmo del joker que consiste en hacer evidente lo ocasional en todo aquello que es concebido como causal (Cobo), del accidente (Torres: “la realidad no existe más que por un golpe de fuerza” —Virilio—), de lo carnavalesco como principio estético y primer motor (Spero: “las figuras en mi carnaval no están individualizadas”).

Las diosas de diferentes culturas y las mujeres contemporáneas son en la obra de Spero (Woman Running, Centaur and Goddess; Sky Goddess and Fleeing Figure) la representación de una presencia continua, de un juego pendular entre el pasado y el presente. También Torres en Oikonomos explora el mecanismo de las fuerzas económicas pasadas y presentes que modelan nuestras vidas. En la misma inflexión temporal ayer/hoy se articula la última obra de ABAD (Món Desencantat).

Lawson y Cobo plantean la “desilusión” ante la historia y, con irónica nostalgia, el mito como disolución de la propia historia. Para Lawson, el paisaje contemporáneo en el que nos desenvolvemos, el que percibimos, el de los mass-media, es una llanura inmensa de indiferencia, “un presente continuo sin un pasado discernible y ningún modo de hablar del futuro”. En obras como On Derry (To Begln) la aproximación a la historia está resumida en la frase de Joyce: “la historia es una pesadilla”. Lawson está por un presente continuo pero cree que sin historia un organismo está muerto, que la sociedad moderna ha reducido su historia a una colección de momentos emblemáticos. En Memory Lingers Here toma como punto de partida el monumento público para insistir en la idea de que la memoria necesita un lugar donde permanecer: “el movimiento no tiene finalidad si no hay a dónde ir, ni de dónde volver”.

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El Sueño Imperativo

En la obra realizada para la exposición Unknown Secrets: Art and the Rosenberg Era, (sobre el famoso caso de la era MacCarthy), Berkowitz presentó The Children’s Hour, obra que opera en el espacio de la memoria colectiva y analiza la idea de traición a nivel privado (la traición del matrimonio Rosenberg por su propia familia) y a nivel público (la traición del pueblo americano por su gobierno). Cómo los medios de comunicación afectan nuestra percepción es tema y objeto central de la actividad y obra de Berkowitz. En la exposición Contramedia (Alternative Museum, 1985) de la que fue comisaria, escribió en el catálogo: “las formas artísticas de vanguardia como los conceptos políticos de vanguardia han sido adoptados por el sistema para servir a la estructura de poder. ¿Es posible ‘readaptarlos’ para que subviertan la estructura de poder?”. Una pregunta que ya tiene unos años y que junto a la situación actual del individuo en la sociedad industrial centra parte del debate contemporáneo. En No More Yesterdays, una obra site-speilfic realizada en el mismo ghetto de Lodz (Polonia), Berkowitz narra el exterminio del pueblo judío. En esta obra como en Statistic of Intolerance trata de reconocer que el “vinculo garante de la identidad radica en la memoria… para poner el acento en la diferencia, construir dimensiones públicas o políticas que no destruyan la diversidad de cada uno”17.

La historia como material y sujeto de trabajo es constante en la obra de Torres: como él mismo expresa: “el absoluto misterio que representa el comportamiento humano me ha llevado al estudio de la historia en un Intento de encontrar constantes que lo desvelasen”18. El analiza la realidad histórica de una manera objetiva, la historia como ciencia; pero su propio escepticismo y posición crítica con respecto a presupuestos marxistas, de los que parte su obra, le hace considerar el mito (como ya lo formuló Benjamin) como forma de regeneración del presente (Destiny, Entropy and Junk). En su último proyecto, Cincuenta lluvias, excava y representa un paisaje histórico con intención de activar la memoria individual española a través de unos sedimentos de nuestra memoria colecti-

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va; la reflexión concreta sobre nuestro reciente pasado, presente y futuro (?) sirve para otra reflexión: la del derecho del ciudadano y la responsabilidad moral de participación en dicho proceso.

La amnesia como condición dominante en el paisaje español actual es también tema de reflexión de las últimas obras de Cobo (Desert of History-Desert of Memory, Amnesia…). Si bien como contraste a los planteamientos directos de Torres, Cobo hace uso de la paradoja, del doble sentido que el concepto Amnesia puede tener: critica a la amnesia colectiva y deseo de una amnesia individual. Como él mismo escribe: “he olvidado que soy amnésico/el pensamiento crítico es el pensamiento mítico devuelto al presente”.

Abad, a su vez, recupera la idea de memoria en la tradición del viajero “romántico” (Goethe, Benjamin…), y como resistencia al paisaje plano de los media. (La Línia de Portbou).

A Wodiczko, de los monumentos sobre los que proyecta sus obras le interesa su condición de depósitos de memoria (Venice Projection, Duque of Wellington Monument, Memorial Protections, South Africa House…). La superposición de imágenes a edificios y monumentos emblemáticos intenta despertar la memoria colectiva y desvelar las razones de estado ocultas tras la conmemoración de hechos que esos mismos monumentos ensalzan. Su obra se podría definir como site-specific art y public art, pero hay que especificar lo que para Wodiczko significa arte público: “Tratar de ‘enriquecer’ esta poderosa y dinámica galería de arte (la ciudad) con colecciones o encargos de ‘arte artístico’ (todo en nombre del público) es decorar la ciudad con una pseudocreatividad irrelevante a la experiencia y espacio urbano; es también contaminar este espacio y experiencia con la más pretenciosa y burocrática estética de polución ambiental. Tal ‘embellecimiento’ no es sino un ‘enfeamiento’; tal humanización provoca alienación… El objetivo del arte público está en un compromiso en desafíos estratégicos a las estructuras de la ciudad y a los médiums que condicionan nuestra percepción diaria del mundo”19.

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¿Tiene el arte la posibilidad de provocar el cambio social? Esta es una pregunta de difícil contestación. Genet, en una entrevista en la que le preguntaban por la influencia de los escritos del Marqués de Sade en cierta “liberación” de la sociedad de su época, atajó diciendo que fue su época la que permitió al Marqués de Sade sus obras. ¿Quién comparte esta negación del papel primordial o liberador del artista un tanto iconoclasta?

Creo que los artistas de El Sueño Imperativo si comparten algo, es la opinión de que siempre habrá resquicios: es posible provocar el cambio pero no de modo inmediato o directo. Su labor está más por la provocación, más cercana a la historia de la arena que irrita la ostra creando la abrasión que produce la perla20.

¿De qué manera la censura, el conservadurismo, la crisis de ideologías, el sida, el divorcio privado-público, la prepotencia del mercado, y otros fenómenos actuales afectan nuestras vidas y al terreno del arte o la cultura donde directamente operamos? Tampoco es de fácil contestación esta pregunta, pero sí evidencia la transparencia de la situación y la posibilidad de una capacidad de respuesta más clara.

Érase una vez que hubo un modelo de cambio social basado en valores como justicia, solidaridad, tolerancia, identidad… ¿Cuál es el final de ese cuento?

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1 M. Berman. “Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad”. Siglo XXI de España editores, Madrid, 1988.

2 A. Payne M. Lewis. “The Ghost Once”. Public 2, Toronto, 1989.

3 A. Raven. “Art in the Public Interest”. U.M.I. Research Press, Ann Arbor, 1989.

4 A. Elorza. “Sombras de Verano”, El País, Madrid, 6 ag. 1990.

5 J. Colomer. “El arte de la manipulación política”. Editorial Anagrama, Barcelona, 1990.

6 H. Rosemberg. “The tradition of the New”. The University of Chicago Press, Chicago, 1966.

7 T. Lawson. “Last Exit: Painting”. Art Forum, octubre, New York, 1981.

8 E. Pujals. “Poética de la renuncia”. Arena nº 3, Madrid, 1989.

9 F. Torres. “Una práctica equívoca”. El País, Madrid, 17 feb., 1990.

10 A. Heller. “Las difíciles relaciones entre el poder y la prensa en Hungría”. El País, Madrid, 22 oct., 1990.

11 R. Sennett. “La conciencia del ojo”. Ediciones Versal, Barcelona, 1991.

12 N. Chomsky. “Conocimiento y Iibertad”. Editorial Ariel, Barcelona, 1972.

13 D. Kuspit. “C.B. The Feel of Power”. En el catálogo de Chris Burden, The Newport Harbor Art Museum, Newport Beach, 1988.

14 T. Lawson. “Nostalgia es Resistance”. En “Modern Dream.”, The Inst. of Contemp. Art/The M.I.T Press, Cambridge, 1988.

15 J. Marichal. “La vocación de M. Azaña”. AIianza Editorial, Madrid, 1982.

16 B. Brecht. “El compromiso en literatura y arte”. Ediciones Península, Barcelona, 1967.

17 V. Camps. “Virtudes Públicas”. Espasa Calpe, Madrid, 1990.

18 F. Torres. En “El arte como cuestionamiento”. Editado por J.M. Cortés, Inst. Valenciano de la Juventud, Valencia, 1990.

19 K. Wodiczko. En “Discussion in Contemporary culture”. Edited by Hal Foster, Dia Art Foundation, Bay Press, Seattle, 1987.

20 J. SiIverthorne. “The Impulse to Rescue”. En el catálogo de Thomas Lawson, Third Eye Center, GIasgow, 1990.

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El Sueño Imperativo

Comisarias: Mar Villaespesa y Luisa López Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, del 23 de septiembre de 1993 al 07 de noviembre de 1993. Sala del Palacio Episcopal de Málaga, del 18 de noviembre de 1993 al 31 de diciembre de 1993.

Uno de los mejores elogios que se puede hacer, retrospectivamente, a una determinada muestra de arte cuando esta es recordada más de dos décadas después de ser realizada, es la de la conveniencia de retomar el mismo proyecto —sus intereses y presupuestos artísticos, tanto como los teóricos y sociales— para una actualización o relectura de los elementos discursivos que se focalizaban en la original exposición o estrategia de enunciación. En la presente compilación este deseo de repetición (tan subjetivo como sincero) únicamente lo hemos deseado con otra muestra, precisamente con la que cierra, cronológicamente, este volumen. 100% es el primer ensayo — prueba, reconocimiento, intento, deseo, esfuerzo…— por mostrar una realidad creativa únicamente realizada por mujeres en nuestro país. Pero ocurre nadie es perfecto y las instituciones aún menos incluso cuando están animadas por buenas intenciones— que las comisarias se vieron obligadas a trabajar solo con artistas andaluzas (eran años de afirmación autonómica

en los cuatro puntos cardinales del país), con lo cual se hizo muy visible —en teoría y en la práctica— la gran diferencia o desajuste que se produjo entre el sólido proyecto curatorial (intelectualmente muy serio, riguroso y magníficamente documentado) y los ejemplos artísticos con los que finalmente tuvieron que trabajar. Primera e importantísima aclaración: las artistas seleccionadas eran y son creativamente muy valiosas, y las obras de ellas escogidas poseían un innegable valor estético y también como ejemplo de análisis de género en su lectura más social y humanista, por supuesto, pero esa realidad demostrativa no estaba al mismo nivel que el extraordinario ensayo escrito por Mar Villaespesa. De ello, justo es reconocerlo, la primera que era consciente es la propia comisaria cuando (y con una sinceridad que es digna de elogio) escribe en citado ensayo que: “La mayoría de las artistas de 100% no tiene una formación teórica (carencia no exclusiva de estas artistas sino del sistema educativo español) por lo que su obra se motiva

263 100%

y genera desde una experiencia personal e intuitiva más que desde ésta y la conceptualización de la misma a través del conocimiento de discursos críticos, ya feministas o de otra índole”. Por observaciones tan honestas como la que acabamos de leer considero (y sirva ello como válido ejemplo de mi interés al respecto), e insisto en mi argumento, la necesidad de repetir un segundo 100% sin las trabas e inconvenientes que se dieron en 1993. Por supuesto, veinticinco años después (es un tópico, pero necesito decirlo: parece mentira) la realidad creativa realizada por artistas españolas (incluso si de nuevo fuesen solo creadoras andaluzas) ha cambiado radicalmente en cantidad y calidad. Y lo más importante: la nueva realidad artística estaría, ciertamente, mucho más a la altura de la ambición teórica e intelectual del ensayo de Mar Villaespesa, incluso si dicho ensayo fuera el mismo de la edición original. Las artistas que formaron parte de 100% son:

Pilar Albarracín, María José Belbel, Salomé del Campo, Mercedes Carbonell, Nuria Carrasco, Victoria Gil, Nuria León, Encarni Lozano, Pepa Rubio, Carmen Sigler.

El catálogo de 100% fue uno de los grandes y buenos aciertos de la muestra, pues además del texto de Mar Villaespesa, aquí reproducido, figuraba otro de Estrella de Diego. Y más, mucho más. Lo completaba una sección independiente y muy extensa —“Aracnologías. Reflexiones sobre el espacio estético femenino”—, de ensayos de género (feministas), inéditos en castellano, seleccionados por Teresa Gómez Reus y Carmen África Vidal. 100% es (insisto en el presente) un proyecto necesario, válido, inteligente, hermoso. Y sobre todo es un ensayo teórico admirable por muchas razones, y espero, sinceramente, que esta pequeña introducción sirva para su provechosa lectura. Finalizamos cediendo la palabra a Mar Villaespesa: “(…) 100% incide en temas concretos como la representación del cuerpo, la expresión de la sexualidad femenina, la articulación del discurso de la diferencia, la deconstrucción del centro, la descolonización de códigos visuales y del lenguaje mismo”. Ya digo: es que de volver a realizarse de nuevo, y con más y nuevas artistas españolas, no habría que cambiar ni una coma.

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La crítica norteamericana Linda Nochlin escribía en 1971, en el ensayo “¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”1, que en el año setenta no había tal cosa llamada historia del arte feminista. Como otras formas del discurso histórico tenía que ser construida y tenía que ser transgresiva porque iba a tratar de revelar las estructuras y operaciones que tienden a marginalizar cierto tipo de producciones artísticas mientras que centralizan otras. Se trataba de hacer un análisis que hiciera visible lo invisible. Como cualquier revolución, la feminista debía atacar las bases intelectuales e ideológicas de las disciplinas académicas —historia, filosofía, psicología, sociología— así como cuestionar las ideologías de las instituciones sociales. Escribía Nochlin: “el problema yace no tanto en algunos conceptos feministas, en qué es femineidad, sino en la malinterpretación de lo que el arte es: en la idea naif de que el arte es la expresión personal, directa, de la experiencia emocional

265 100% Mar Villaespesa
100%

individual, una traducción de la vida personal en términos visuales. Hacer arte implica un lenguaje de forma autoconsistente, más o menos dependiente o libre de convenciones dadas, esquemas, o sistemas que tienen que ser aprendidos, a través de la enseñanza o la experimentación individual… El arte no es una actividad libre, autónoma, de un super individuo, influenciado por artistas anteriores o por ‘fuerzas sociales’ sino que la naturaleza y cualidad del trabajo del arte acaece en una situación social, como elemento integral de esa estructura, y está mediado y determinado por específicas y definibles instituciones: academias de arte, sistemas de patrocinio, etc.”

Los argumentos de esta historiadora del arte, expresados hace ya más de dos décadas, son de total actualidad en nuestro país; su divertida afirmación de que el hecho de no haber un compositor de jazz en Lituania o un tenista esquimal demuestra que el problema no yace en las hormonas de la mujer ni en sus ciclos menstruales sino en nuestras instituciones y educación, puede servir de introducción para entender el interés en llevar a cabo una exposición de artes plásticas que presenta obras realizadas por mujeres.

El título, 100%, es la primera lectura de ese interés por mostrar exclusivamente obras de artistas mujeres. Ciertamente engloba otras y tiene algo de provocación —la reivindicación del derecho a un porcentaje de igualdad— a la vez que apunta a un marco, que si bien hoy todavía es utópico, es al que los lenguajes artísticos pueden aspirar y apuntar en un deseo de transformación de la sociedad.

Sabemos que esas “otras” historias —ya sea del arte o no-—son todavía una “construcción pendiente”. Como se ha discutido en las últimas décadas ¿es lo “femenino” una construcción biológica, social o cultural? Quizás ante el punto de inflexión en el que ahora nos encontramos, y ante el temor de que el feminismo se institucionalice, o se convierta en un discurso autoritario, nos gustaría pensar que la construcción femenina está pendiente, en proceso de continua transformación. Sobre todo, ante la paradoja de, por un lado, la regresión que ha sufrido el movimiento feminista en los ochen-

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ta —lo escaso de sus logros2—, y por otro, el intento, por parte del poder, de “domesticarlo”.

Ante cuestiones actuales como si es el género lo que crea el arte femenino o son las circunstancias históricas, sociales y artísticas, 100% intenta tejer hilos conductores que carguen de energía un posible marco desde donde presentar las obras de arte; un marco de discusión —en este caso el que puede generarse desde el discurso feminista— ya que creemos que la práctica artística es una experiencia de la realidad que debe ser analizada por la capacidad de respuesta crítica que genera. También intenta visualizar una situación específica del panorama artístico andaluz, concretamente el espacio de la representación creado por mujeres y las condiciones y motivos que lo desarrollan.

100% es fruto de la creencia en la necesidad de crear las condiciones en las que pueda producirse la exploración de nuestra propia diversidad, de nuestra propia mirada, de una mirada diferente a la mirada dominante.

La exposición muestra exclusivamente obras de artistas andaluzas por imperativos técnicos, si bien creemos en la necesidad de ampliación del marco local y en la expansión de los discursos en diálogo con el de otras artistas de diferentes comunidades, pues la contextualización es necesaria para comprender qué manifiesta este grupo de mujeres en la actualidad en nuestra comunidad y qué experiencia cultural comparte con la comunidad nacional e internacional.

La mayoría de las artistas de 100% no tiene una formación teórica (carencia no exclusiva de estas artistas sino del sistema educativo español) por lo que su obra se motiva y genera desde una experiencia personal e intuitiva más que desde ésta y la conceptualización de la misma a través del conocimiento de discursos críticos —ya feministas o de otra índole—.

Para entender el contexto donde se han desarrollado estas obras habría que nombrar algunas de las características del panorama artístico español como las condiciones políticas y so -

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cioculturales que no permitieron el que se articulara un contexto de “conflicto”, de ruptura de formas, de desplazamiento de significados, de confrontación con la “diferencia”, paralelo al que se dió en los países democráticos de Occidente después de, y generalizando, la revolución burguesa del s. XVIII, la revolución industrial del s. XIX y la I y II Guerra Mundial. El desarrollo de una sociedad civil y de una economía industrial propició, por ejemplo, un movimiento feminista reivindicativo en países como Inglaterra, Francia o Estados Unidos. Tras el movimiento sufragista, y a partir de reivindicaciones sociales, se articularon en los años 60 los movimientos contraculturales de protesta —pacifismo, liberación de la mujer, derechos civiles, etc.— conectados a las propias acciones culturales y a las obras de arte realizadas por miembros de esos grupos. El discurso feminista reivindicó el placer sexual de la mujer, criticó el modelo de sexualidad dominante androcéntrica y los estereotipos de género; y articuló otras estrategias deconstructivas ya en la década de los 80. Se teorizó en torno al cuerpo, lo que implicaba un análisis político y cuestionar las relaciones de poder y control que gobiernan una sociedad. La mujer, por siglos, fue objeto de las teorías de los hombres, de sus deseos, de sus miedos, de su modo de representación; las mujeres se tuvieron que inventar y reapropiar como sujeto, tuvieron que inventar una nueva poética y una nueva política, dejar hablar a su propio cuerpo, repensar la sexualidad femenina.

En España, al no haberse enmarcado modernismo y posmodernismo en unos movimientos sociales ni en un discurso teórico, el feminismo no ha sido una práctica discursiva generalizada en las artes plásticas. Cuando se ha “tocado” ha sido a partir de planteamientos más intuitivos y viscerales. No se dieron las condiciones socioculturales necesarias, como decíamos, para que se hubiera articulado un discurso como el que se dio en Europa y en Estados Unidos a partir de posturas radicales, o contestación a un pensamiento patriarcal, sobre temas concretos como la representación del cuerpo, la expresión de la sexualidad femenina, la

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articulación del discurso de la diferencia, la deconstrucción del centro, la descolonización de códigos visuales y del lenguaje mismo.

Artistas como Mary Kelly, Judy Chicago, Lorna Simpson, Nancy Spero, Ida Applebroog, Eleanor Antin, Jenny Holzer, Barbara Kruger, Cindy Sherman, Carrie Mae Weems, Rosemarie Trockel, Rebecca Horn, Adrian Piper, Judith Barry, Louise Bourgeois, Ana Mendieta, Katarina Fritsh, Hellen Chadwick, Nan Goldin, Laurie Simmons, Silvia Kolwoski, Laurie Anderson, Doris Salcedo, Kiki Smith, Consuelo Castañeda, Dara Birnbaum, Christine Davis, Jana Sterbak, etc., son sólo algunos de los nombres que avalan los territorios conquistados y ya tomados desde principios de siglo por pioneras como Georgia O´Keeffe o Meret Oppenheim —retratada por Man Ray no como “modelo” sino como representación del cuerpo de la mujer en su belleza convulsiva (de la que hablaban los surrealistas) y en su autodeterminación—. O Hannah Höch en los años de la república de Weimar con el grupo dadá: su obra evidencia la necesidad de que las mujeres moldeen la producción y recepción de las imágenes que redefinen su rol, porque la redefinición del rol de la mujer, a través de la representación, adquiere un significado político cuando desafía la distribución del rol en la sociedad. La representación de la mujer y la construcción social de las identidades femeninas han redirigido nuestra comprensión de la cultura del siglo XX.3

Con lo expuesto no quiero decir que en los cercanos años 60 y 70 no hubiera voces feministas, en nuestro país, porque sí se oyeron en el ámbito de la Universidad y en el seno del marco político antifranquista —igual que se han seguido oyendo en el de la transición y en el de la democracia—; ni que no hubiera un arte realizado por mujeres y desde la conciencia de su condición, sino que el marco, limitado, no fue fácil para propiciar la articulación de un corpus teórico que fuera el fundamento de un discurso feminista que impregnara el espacio de las artes plásticas.

Si bien, en lo que respecta a la educación, la situación ha variado en los últimos años gracias a la creación de Institutos de

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estudios feministas en la Universidad —de Madrid, Barcelona y Valencia— y a seminarios de estudios de la mujer en más provincias, entre otras actividades, además de las promovidas por el feminismo político (en este campo debemos destacar la actividad, en Andalucía, de la Asamblea de Mujeres de Granada).

Ciertos sectores de la sociedad española comienzan a ser receptivos a la discusión actual del feminismo: una rica discusión que comienza por la reflexión sobre la corta historia del mismo4 desde las primeras reivindicaciones formuladas por Mary Wollstonecraft (1792) en nombre de la razón ilustrada, en nombre de las ideas de igualdad y libertad; una reflexión que pasa por analizar la crisis del proyecto ilustrado, y con ella la no asunción por parte de la Ilustración del programa feminista, y por el debate del feminismo de la igualdad y la diferencia, de la sexualidad lesbiana5, de la relación entre posmodernismo y feminismo, de estereotipos de género, de transexualismo, etc.

La polémica de la igualdad y la diferencia, hoy de plena vigencia, ha estado presente desde el proyecto de Simone de Beauvoir de trascender la diferencia —entendiendo ésta como cultural y la que ha llevado al sometimiento de la mujer al hombre—. La construcción de un sujeto de igualdad o la mística de la femineidad fueron también los presupuestos en los años 60 de Betty Friedan. A su vez, el feminismo de la diferencia se abrió paso con la polémica planteada por Shulamith Firestone6 al afirmar que la biología es el origen y causa de la subordinación de las mujeres y apostar por la utópica idea del control de la naturaleza por parte de la humanidad lo que conllevaría el total control de las mujeres sobre la reproducción. Si bien hoy se reconoce que la apelación a la biología para explicar fenómenos sociales es esencialista, en su momento fue una estrategia oportuna. Al analizar la cultura humana ella distingue dos respuestas culturales o modalidades, una la científica que se corresponde con el temperamento masculino y otra estética y emocional que se corresponde con el comportamiento femenino. El camino, para ella, consistía en fusionar las dos culturas.

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Las teorías de filósofos como Derrida, Foucault, Deleuze, la exploración de la diferencia, de la otredad, crearon el marco teórico del llamado feminismo de la diferencia o feminismo cultural que engloba teorías muy esencialistas y otras que afirman la construcción social del ser mujer. La afirmación rotunda por parte del psicoanálisis postestructuralista de la diferencia de los sexos llevó a pensar el hecho diferencial de ser mujer a partir de las vivencias específicas del cuerpo femenino, especialmente la sexualidad, la menstruación, el embarazo, el parto y la lactancia, todo ello expresado como gozo a partir de la propia experiencia.

El desarrollo de la sociobiología también proporcionó un nuevo impulso a pensar sobre las diferencias y los estereotipos de género. También a considerar las diferencias entre las mujeres atendiendo a origen étnico, clase social, preferencias sexuales, etc.; es decir, confrontar la dialéctica entre especificidad y generalización.

A comienzos de los años 70 antropólogas marxistas y feministas estudiaron la enorme diversidad de formas que se dan en el sexismo en diferentes culturas por lo que una apelación a la biología era improcedente. Gayle Rubin7 planteó la necesidad de formular una teoría que pudiera explicar la opresión de la mujer en su “infinita variedad y monótona similaridad”.

En los debates más recientes se está discutiendo sobre la “construcción social” de la sexualidad; sobre la importancia de las construcciones sociales e ideológicas en la resignificación de lo masculino y lo femenino. La sexualidad es considerada un fenómeno social y no biológico, las identidades personales como masculinidad/femineidad o heterosexualidad/homosexualidad se crean a través de la interacción de fuerzas políticas, sociales y económicas que varían a lo largo del tiempo y de una cultura a otra. Sexualidad y género son vistos como campos separados si bien se solapan. Este debate reconoce que el feminismo debe plantear una crítica de los géneros ya que el sistema de género constituye la base de la desigualdad y que si el patriarcado funde género y sexualidad, la tarea analítica del feminismo consiste en diferenciarlos. El feminismo

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debe abogar políticamente por la consecución de cambios que permitan a mujeres y hombres experimentar una sexualidad menos rígida y menos conformada por el género, cambios que incluyen el final de la heterosexualidad obligatoria, el aborto, etc.8

En los estudios de Freud, que pusieron en cuestión los conceptos de sexualidad y de identidad, se encuentra el germen para valorar la importancia que las construcciones sociales e ideológicas tienen en la resignificación de lo masculino y lo femenino.9 En la reinterpretación de Freud llevada a cabo por Lacan, éste se ha servido de su ánalisis de la formación de las categorías psicológicas de la sexualidad a la vez que ha hecho uso de la lingüística y la semiótica para expresar el proceso del sujeto en constante formación y entender el inconsciente y la sexualidad como constructos del lenguaje.

Mientras que en los primeros estudios que existen sobre la homosexualidad ésta aparece como una desviación del desarrollo del género, recientemente, y debido al proceso de autoafirmación de la identidad gay, tanto social como individualmente, esta identidad se ha explicado más como resultado de las diferentes posibilidades de la elección de objeto que debido a diferencias respecto al género. Tradicionalmente el lesbianismo ha sido estudiado con los mismos presupuestos que la homosexualidad masculina, si bien ahora se plantea si debe ser considerado como una identidad sexual distintiva de las mujeres que se identifican como lesbianas o debe constituir una identidad política de todas las mujeres. Adrienne Rich10 ha defendido lo que ella llama el “continuo lésbico” que abarca una gama de experiencias ginocéntricas, y no simplemente las experiencias sexuales, que pasan por compartir lazos de defensa. Esta posición ha sido criticada por implicar una concepción naturalista y romántica de los vínculos femeninos y una tendencia a un esencialismo de la femineidad. Las críticas al lesbianismo político se han centrado en que éste niega las especificidades de la sexualidad lesbiana. En los últimos años se han producido cambios tanto desde el punto de vista de la reflexión como de las representaciones culturales. El enfrentamiento con la compleja intersección de iden-

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tidades sociales ha hecho posible descartar las simples dicotomías blanca/negra, lesbiana/heterosexual, trabajadora/clase media, para poder reconocer la múltiple intersección de categorías y la complejidad resultante de las experiencias vividas por las mujeres. Es necesario tener un conocimiento de la mujer que aunque generalizado no olvide la unidad y la diversidad.11

El feminismo, afirma Linda Nicholson12, como el posmodernismo, ha tratado de desarrollar nuevos paradigmas de crítica social; ha criticado las epistemologías fundacionales y las teorías políticas y morales para dejar en claro el carácter parcial, contingente e históricamente situado de lo que siempre se ha hecho pasar por verdades necesarias, universales, ahistóricas frente a los ojos de la corriente principal del pensamiento. Pero si el posmodernismo ha llegado a esta visión ha sido a través del interés por el status de la filosofía mientras que el feminismo llega a partir de los requerimientos y necesidades de la práctica política. El avance en los estudios feministas, desde los 80, ha supuesto un abandono de búsqueda de teorías globalizadoras y una concreción mayor en el campo de los estudios, aunque se siguen utilizando categorías ahistóricas como la identidad genérica sin una reflexión sobre cómo, cuándo y por qué se originaron esas categorías y cómo se modificaron a través del tiempo. No hay que rechazar los análisis de macroestructuras sociales, ya que el sexismo tiene una larga historia y tiene raíces muy profundas en todas las sociedades contemporáneas, por ello necesita una teoría histórica; una teoría no universalista que atraviese fronteras culturales y temporales y reemplace las nociones unitarias de mujer e identidad genérica femenina por conceptos de identidad social que sean plurales y de construcción compleja y en los cuales el género fuera solamente un hilo relevante entre otros, conceptos que prestaran atención a la clase, la raza, la etnicidad, la edad y la orientación sexual.

Me gustaría acabar estas breves notas sobre el debate reciente del feminismo con la reflexión de la militante Empar Pineda al revisar los lemas de los 70 “mi cuerpo es mío” y “lo personal es

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político”, ya que si bien supusieron un avance en posiciones de identidad también supusieron modelos restrictivos; ella cree que hoy en día hay una pluralidad de feminismos y que el campo de actuación y de alianzas entre los mismos tiene que abarcar más que el limitado campo de la representación política de las democracias occidentales —teniendo en cuenta que representación política se ha equiparado a la democracia—.

En el campo de las artes plásticas la crítica feminista Lucy Lippard analizó, a mediados de los 70, cómo el feminismo, o la autoconciencia de la femineidad, abrió el camino para un nuevo contexto donde pensar sobre el arte hecho por mujeres. Para ella el arte feminista no consiste simplemente en una imaginería, aunque ésta debe ser un vehículo, sino en la construcción de un sistema de arte feminista dentro de una sociedad feminista y en el desafío de las estructuras jerárquicas. En una conversación con Linda Nochlin sobre ¿Qué es la imaginería femenina?13, primero manifestó su rabia por lo reductivo que puede ser hablar de dicho tema pero enseguida ambas expresaron que la mujer vive en una sociedad y que está determinada por la estructura de ésta; su experiencia está filtrada por la compleja interacción entre ella y las expectativas que el mundo tiene de ella misma. Nochlin no creía que hubiera una imaginería o iconografía específica femenina sino que lo femenino tenía que ver con un proceso, con unas modalidades de aproximarse a la experiencia. Lucy Lippard prefería hablar de “sensibilidad femenina” al analizar la imaginería sexual que hay en muchas de las obras de arte realizadas por mujeres: círculos, cúpulas, huevos, esferas, cajas, formas biomórficas; también, de un discurso fragmentario. Para otras feministas americanas el tema de la sensibilidad es secundario al de la conciencia; la conciencia femenina es diferente de la masculina y debe ser estructurada; construir una imaginería femenina lo han visto como el instrumento para generar conciencia en otras mujeres y en la sociedad en general.

Dos décadas más tarde Lucy Lippard ve con optimismo la tendencia general del arte, en los últimos años, de adoptar posibili-

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dades de arte social, donde la mujer artista tiene un gran papel; ello lo ve como una victoria pero nunca como autocomplacencia, sino como punto de partida, de nuevo, para plantear nuevas estrategias para un arte crítico.

La pertinencia de los sistemas globales ha sido cuestionada por la actual conciencia de los problemas sociales, por la situación de “emergencia” que vivimos trás el fin de la guerra fría, y por la confrontación con modos diferentes de pensamiento. El debate crítico actual gira en torno a conceptos como el de “marginalización”, por el que se pretende deconstruir el problema de la concepción binaria de centro y periferia, inclusión y exclusión, mayoría y minoría, tal como operan en la práctica social y artística.14 La confrontación con los “límites”, con el “canibalismo”, entendiéndolos como espacio del conflicto —de clases, de raza, de género— ha desafíado los modelos existentes del poder cultural y ha generado un vital foco de preguntas sobre el papel del arte y del artista —hombre y mujer— en la sociedad: muchos artistas han optado por no representar la cultura establecida del silencio y sí actuar para intentar subvertir las formas de poder que los transforman en su instrumento, representar una cultura del ruido y la resistencia. En palabras del director de teatro iraní Reza Abdoh “a mí, como artista, y a la gente que ha sido dominada, no nos sirven los modelos prescritos, debemos cuestionar la dominación patriarcal de cualquier tipo de discusión en torno a la sociedad, la religión o las estructuras políticas”15.

Cuando los grupos marginales insisten en definir su propia identidad, la estructura invisible del llamado centro corre peligro ya que el poder del centro depende de su autoridad no desafiada. Es esa autoridad, como sistema imperante, la que, creo, no se ha desafiado en España, y uno de los motivos por lo que un discurso feminista aun no se ha articulado en las artes plásticas.

En los años ochenta, el discurso posmodernista en las artes visuales, particularmente el de teóricos como Craig Owens, planteó que el discurso feminista era de especial relevancia.16 El llamó la atención sobre las implicaciones políticas de la intersección en-

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tre la crítica femenina de lo patriarcal y la crítica posmodernista de la representación; se hizo eco de las voces femeninas y del tema de la diferencia sexual. Douglas Crimp, Rosalind Krauss, Hal Foster, y el mismo Owens, al principio, vieron sólo la importancia de la presencia del mayor número de artistas mujeres pero más tarde puntualizaron sobre el discurso feminista de éstas.

El feminismo aportó al posmodernismo una faceta política en contra del pesimismo de Baudrillard. El posmodernismo no podía ser visto sólo como un discurso fragmentado, exhausto, nostálgico de un centro perdido. Andreas Huyssen apuntó que el feminismo junto con el anti-imperialismo, el movimiento ecológico, y la conciencia de la presencia en Occidente de otras culturas no europeas, había creado un posmodernismo de resistencia. El feminismo fue el que llevó al posmodernismo la garantía política que necesitaba para sentirse respetado como práctica vanguardista; se convirtió en un discurso teórico en las fronteras de la cultura, que tradicionalmente había sido exclusivo del dominio del hombre17. El contexto cobra gran importancia; éste hizo significativo y “político” un discurso, como ha ocurrido dentro del discurso posmodernista con el feminista.

En general, en las propuestas de las artistas españolas hasta la generación que nació en los 60 (a la que pertenecen la mayoría de las artistas de100%), el discurso feminista o el tema del cuerpo, por ejemplo, no se hace visible; podríamos, incluso, decir, que se trata de un discurso imposible en favor del lenguaje dominante. El lenguaje plástico utilizado por las artistas mujeres responde a una conciencia y temperamento que podríamos considerar paralelos al feminismo de la igualdad. Desde el privilegio que les otorgaba su obra creativa lograron ser consideradas “iguales” que sus colegas masculinos pero también “diferentes” por ser excepción, en número al menos, con respecto a sus colegas femeninas.

Si rastreamos el discurso de algunas de las artistas españolas de trayectoria ya reconocida, vemos que sus presupuestos estéticos participan de un lenguaje “dominante”, lo cual no apun-

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to como algo que le reste valor a la obra sino como un fénomeno a revisar. Es el caso de Susana Solano, o el de Eva Lootz, Cristina Iglesias, Angeles Marco. También el de Soledad Sevilla si bien el desarrollo de su obra afirma un deseo de búsqueda de un espacio que podríamos definir como femenino; por lo paradigmático, me voy a extender un poco más en su obra. Ella parte de los presupuestos formalistas del llamado arte geométrico de los 60, y ya en los 80 hace incursiones en el espacio tridimensional de las instalaciones y en el espacio físico y cultural de una tradición netamente española. La conciencia de ese espacio cultural, es decir de identidad, es lo que provocó una conciencia de ella misma como artista-mujer. Curiosamente ya ese conflicto se rastrea como paradoja en el análisis de sus textos sobre arte geométrico en los que reclama un espacio suntuario y sensual.

Fruto de ello es la instalación titulada Leche y Sangre, de lenguaje simbólico y dramático más allá de la búsqueda formal. Esta obra está claramente motivada por su condición —género—; el lenguaje simbólico de las flores, elemento integrante de la obra, asocia, entre otras cosas, el mundo fugaz de la naturaleza al cuerpo físico de la mujer y también a la recepción de su obra en el mundo del arte. Ella rastrea una poética y un mundo simbólico femenino, si bien no está conceptualizado o teorizado. Incluso en el último trabajo que ha desarrollado, Mayo 1904-1992, ocupa un monumento público en el que se proyecta el reflejo de un expolio, de una memoria, para insistir en la creación no de un espacio histórico sino de un espacio del deseo: podría hacer suyo el comentario de Lucy Lippard, “tengo que crear una conciencia cultural a partir de una conciencia temperamental”.

No es éste el marco para revisar la obra de otras artistas españolas pero al menos me gustaría apuntar hacia la necesidad de contextualizar su trabajo en un panorama internacional; analizar cómo vivieron y experimentaron las tendencias dominantes en su momento, cómo trabajaron y expusieron en un ámbito dominado por artistas de sexo masculino. De la generación de los años 70 po-

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dríamos citar nombres como el de Eulàlia Grau, Eugènia Balcells, Paz Muro, Carmen Calvo, etc. Y de la generación de los 80 una relación más extensa, afortunadamente, y debido al desarrollo del mercado del arte y a la regularización en España de una interrelación con el panorama internacional: de entra ellas, y por citar sólo algunos nombres, María Gómez, Menchu Lamas, Victoria Civera, Oukalele. Y ya en los últimos años, y debido a la continuidad de la labor tanto de galerías como de instituciones que han promovido por medio de becas o talleres la joven creación plástica, como la Bienal de Barcelona, Arteleku, Quincena de arte de Montesquiu, etc., (actividades y foros, por desgracia, no promovidos por la política cultural de Andalucía). Desde estos foros, como lugares de intercambio de ideas, se ha podido seguir cómo la expresión artística realizada por mujeres se ha enriquecido y complejizado, ha traspasado el umbral del silencio y ha comenzado a hablar, no individualmente sino como colectivo. De entre ellas, y, de nuevo, por citar sólo algunos nombres, Eulalia Valldosera, Nuria Canal, Carmen Navarrete, Elena Blasco, Itziar Okariz, Belén Sánchez, Marina Nuñez, Begoña Egurbide, Natividad Navalón, Paloma Navares, Chelo Matesanz, Susana Rodriguez, Ana Laura Alaez, Yolanda Herranz, Concha Prada, etc.

Ciertamente, la actual situación cultural española —a pesar de las todavía grandes carencias— posibilita nuevos modos de representación y articulación de las primeras palabras de posibles discursos feministas. 100% trata de explorar este nuevo campo, pero no es el panorama de dichos discursos porque, como hemos dicho, tienen aun que construir su lenguaje. Tampoco, por tanto, intenta definir un arte feminista sino que reconoce ciertas prácticas artísticas femeninas, y a las artistas que las representan, que, ciertamente, no están unidas en esta exposición sólo por el sexo biológico.

Todo ello lleva a preguntarnos lo que ya expresó Virgina Woolf al declarar que la escritura de una mujer es siempre femenina y que el único problema reside en definir lo que entendemos por femenina.

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Si he comenzado este texto refiriendome a unos argumentos expresados en los años 70, quizás más apropiados para la situación de desfase o de “encabalgamiento” que aun vive nuestro país, no por ello me gustaría acabarlo sin apuntar que la discusión sobre el feminismo se ha enriquecido enormemente en los últimos años, se ha interrelacionado con otros discursos de la otredad — como el discurso gay—, se ha polemizado sobre la pornografía, la androginia18, se han analizado las relaciones entre arte, sexualidad y poder, y son muchas las contribuciones de hombres al ya reconocido corpus de teoría feminista, también se está llevando a cabo una polémica en torno a las ventajas e inconvenientes de la participación masculina en el debate del feminismo.19 Las voces son múltiples en todas las disciplinas. Realizadoras de cine como, por ejemplo, Trinh T. Minh-ha o Laleen Jayamanne se resisten a una definición estricta de su obra, moviendose entre un incierto centro y los márgenes que a su vez se están constantemente redefiniendo; ellas más que buscar un status de vanguardia para sus voces, buscan hacer un cine en el que muchas voces sean oídas y no necesariamente al unísono; otras cineastas han producido un extenso número de películas que han sido reconocidas como componentes de un nuevo lenguaje de deseo y de nuevo placer visual.20

Numerosos estudios sobre el modernismo, que están llevando a cabo diversas historiadoras del arte feministas, están arrojando una nueva mirada sobre el mismo, también sobre el mito de la cultura occidental; testigo de que el feminismo —como otras heterodoxias—, a pesar del peligro que corre de convertirse en ortodoxia, sigue creciendo en su intento deconstrutivo de desvelar historias ocultas y hacer que canten los silencios. Como declara Griselda Pollock21: “¿cómo se sitúa una europea en relación a esta historia y a sus historias del arte? ¿Debo obligarme a adoptar las formas del travestismo profesional, cosa que normalmente se requiere a las investigadoras, o bien identificarme de forma masoquísta con la imagen de mi propia objetualización mediatizada a través de las apropiaciones satanizadas de las culturas no euro-

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peas, o desplazar mi interés hacia preocupaciones formales que nos proveen con lo que Freud llamaba ‘la plus valía de la belleza estética’? ¿Puedo apelar al discurso y a la postura política del feminismo internacional con el fin de interrumpir estas posiciones insostenibles y construir una relación crítica e histórica con los aconteceres del arte moderno occidental? En una era poscolonial, ningún occidental puede ser complaciente con la conjunción entre estética, sexualidad y colonialismo que se configuró en el siglo XIX. Aunque el feminismo me abastece de una distancia crítica con respecto a las narrativas ‘masculinistas’ sobre el modernismo y sus laudatorias historias del arte, ¿cómo puedo hacer frente a las asunciones coloniales inmersas en esas historias, y en mí misma, en tanto que sujeto occidental? Las feministas de raza negra han condenado, por limitados, los puntos de vista de lo que ellas denominan ‘feminismo imperial’, que en sí mismo forma parte de la política de dominación racial. ¿En qué debo convertirme para poder confrontar tanto el género como el color de la historia del arte y ver sus solapamientos históricos?”

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1 Linda Nochlin, “Why Have There Been No Great Women Artists?”, en Women, Art and Power and Other Essays, Harper&Row Publishers, Nueva York, 1988.

2 Ver Susan Faludi, Backlash: The Undeclared War Against American Women, Anchor Books, Nueva York, 1991. (Hay traducción al castellano en editorial Anagrama).

3 Maud Lavin, Cut with the Kitchen Knife, the Weimar Photomontages of Hannah Höch, Yale University Press, New Haven y Londres, 1993.

4 Ver Paloma Uría, “Igualdad y diferencia en la historia del pensamiento feminista”, Viento Sur, julio-agosto 1992.

5 Margaret Nichols, “Sexualidad lesbiana, cuestiones y teoría en desarrollo”, Nosotras nº 8, Madrid 1992.

6 Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo, Kairós, Barcelona, 1976.

7 Gayle Rubin, “The Traffic in Women”, en Toward an Athropology of Women, ed. Rayna R. Reiter, Monthly Review Press, Nueva York, 1975.

8 Carole S. Vance y Ann Barr Snitow, “Sobre la posibilidad de un debate acerca de la sexualidad dentro del feminismo: una modesta proposición”, en Mujer, Sexo y Poder, eds. Marisa Calderón y Raquel Osborne, Instituto de Filosofía, CSIC.

9 Cristina Garaizabal, “Estereotipos de género y sexualidad”, texto no publicado, Asamblea Feminista de Madrid.

10 Adrienne Rich, “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana”, Nosotras nº 3, Madrid.

11 Garaizabal, Op. cit.

12 Nancy Fraser y Linda J. Nicholson, “Crítica social sin filosofía: un encuentro entre el feminismo y el posmodernismo”, en Feminismo/Posmodernismo, ed. Linda J. Nicholson, Feminaria editora, Buenos Aires, 1992.

13 Lucy Lippard, “What is Female Imagery?”, en From the Center: Feminist Essays on Women´s Art, E.P. Dutton, Nueva York, 1976.

14 Russell Ferguson, “Introduction: Invisible Center”, en Discourses: Conversations in Postmodern Art and Culture, eds. R. Ferguson, W. Olander, M.Tucker, K. Fiss, The New Museum of Contemporary Art, Nueva York, The MIT Press, Cambridge, Ma.,1990.

15 Reza Abdoh, “Violence, Death, Theatre: an interview with Reza Abdoh”, en Border Violations, Theaterschrift, Bruselas, 1993.

16 Craig Owens, “The Discourse of Others: Feminists and Postmodernism”, en Beyond Recognition: Representation, Power and Culture, University of California Press, Berkeley, 1992.

17 Ver Susan Rubin Suleiman, Subversive Intent: Gender, Politics and the Avant-Garde, Harvard Universtiy Press, Cambridge, Ma., 1990.

18 Ver Estrella de Diego El andrógino sexuado, La Balsa de la Medusa, Visor, Madrid, 1992.

19 Ver Men in Feminism, ed. por Alice Jardine y Paul Smith, Routledge, Nueva York/ Londres, 1987; y Craig Owens, “Outlaws: Gay Men in Feminism” en Beyond Recognition: Representation, Power and Culture, op. cit.

20 Ver “If upon Leaving what we Have to Say we Speak: A Conversation Piece” y “Feminist Film Practice and Pleasure” en Discourses: Conversations in Postmodern Art and Culture, eds. R. Ferguson, W. Olander, M.Tucker, K. Fiss, The New Museum of Contemporary Art, Nueva York, The MIT Press, Cambridge, Ma.,1990.

21 Griselda Pollock, Avant-Garde Gambits, 1888-1893, Thames and Hudson, Londres, 1992.

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“Anys 90 Distància Zero”

Comisario: José Luis Brea

Centre d’Art Santa Monica de Barcelona, entre el 22 de junio y el 31 agosto de 1994.

Comisariada por José Luis Brea fue, sin duda, una de las “exposiciones de la década”, y el entrecomillado no participa por supuesto de ninguna ironía, bien al contrario, pero sí como elemento enmarcador de la importancia que la muestra tuvo dentro del contexto del arte español contemporáneo, y en unos años donde todo hacía suponer que el entusiasmo social, cultural y económico de la última década del siglo serviría para establecer definitivamente unos parámetros europeos en la recepción del arte contemporáneo en nuestro país. No fue así, como desgraciadamente pudimos comprobar unos pocos años después. Triste realidad que tampoco pudo salvarse con los muchos museos y centro de arte que se empezaron a abrir en esa década, y que en la actualidad no pocos de ellos se encuentran en el lamentable estado de “muerte en vida”. Magníficamente estructurada y pensada por Brea “Años 90…” fue una exposición entusiasta (yo incluso diría que “optimista”), en la que haciendo uso de un muy amplio panorama de 45 artistas españoles (¿eran muchos

antes y ahora?) se intentaba formalizar un punto de partida común que sería el de pensar que se da una distancia mínima entre el espacio y el tiempo existente entre los artistas y sus obras. Los años transcurridos nos permiten una traducción de estos intereses sin traicionar el deseo original: un compromiso (cultural, social, creativo…) con el más puro presente por parte del artista y su obra obviando hipotecas históricas y nacionales. De alguna manera una hora cero más que distancia cero. Con buen criterio especulativo José Luis recurrió a cuatro críticos y teóricos internacionales con el fin, supongo, de dar a conocer el arte español del momento en los estamentos teórico/discursivos más activos del panorama internacional. Estrategia esta que una vez más se demostró que no servía para exportar nuestro arte, y eso que en la primera parte de la década de los noventa la situación, al respecto, era mucho más atractiva que en el ahora del 2018. Dichos teóricos fueron el flamenco Luk Lambrecht, la alemana Isabelle Graw, el suizo Hans-

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Ulrich Obrist (en los inicios de su actual y poderosa presencia mediática) y el que indudablemente era el más sólido intelectualmente de todos ellos, el profesor norteamericano Hal Foster (en ese momento en absoluto tan conocido en nuestro país como lo sería en años posteriores). Precisamente el soberbio texto de Foster es el que hemos seleccionado para esta compilación, siendo extraordinario el escrito por Brea —“Año Zero, Distancia Zero”—, pero de más fácil recepción al estar publicado en compilaciones de textos de José Luis, y el de Foster (al menos hasta donde he investigado) no lo he visto reproducido en otros ensayos suyos. Por supuesto, el teórico norteamericano no habla del arte español de esos años ni cita a ningún artista presente en la muestra, por eso creemos oportuno, y por respeto hacia los artistas, enumerar todos los integrantes de la muestra (algunos ya no se encuentran en activo como artistas):

Ignasi Aballí, Pep Agut, Ana Laura Aláez, Chema Alvargonzález, Bene Bergado, Nuria Canal, Daniel Canogar, Jordi Colomer, Octavi Comerón, Compañía Magnética, Luis Contreras, Salomé Cuesta, Ricardo Echevarría, Galería Virtual, José Gallego, Dora García, Chema Gil, Susy Gómez, Carles Guerra, Itziar Jarabo, Laboratorio de Luz, Pau Lagunas, Kepa Landa, José Maldonado, Begoña Montalbán, Javier Montero, Pedro Mora, Begoña

Muñoz, Ana Navarrete, Mar Núñez, Itziar Okáriz, Lucía Onzaín, Mabel

Palacín/Marc Viaplana, Jesús

Palomino, Asier Pérez González, Txuspo Poyo, Susana Rabanal, Jorge Ribalta, Juan Carlos Robles, Xavier Rovira/Ramón Perramón,

Aureli Ruiz, La Societé Anonyme, Montserrat Soto, Juan Urrios, Eulàlia Valldosera.

El ensayo de Hal Foster se titula “Postmodernismo en Paralaje” y empieza con una pregunta ¿Qué ha sido del postmodernismo? La interrogación parece crítica con ese “estado cultural”, y por definirlo de alguna imposible manera, pero no lo es tanto. De hecho es un brillante análisis “de limpieza” de lo inservible del “movimiento” (calificación de nuevo equivocada) para salvar lo mejor y más interesante de sus principales activos o intereses culturales e intelectuales. No falta solvente ironía y humor en el texto —“el postmodernismo se trató como una moda y acabó quedándose demodé”, “el postmodernismo es como la sexualidad: siempre llega o demasiado pronto o muy tarde”—, pero en realidad está más interesado en la cuestión de lo que parece. Lo admirable de este ensayo es que surgen una gran cantidad de flecos —especulaciones varias— que ayudan no poco a interrelacionar el espíritu internacional del texto con determinadas características de los artistas españoles que participan en la muestra, desconocidos para él hasta ese momento. Uno de los momentos fuertes del ensayo es cuando, siguiendo las tesis de Freud sobre la “acción diferida” (Nachträglichkeit) en la que esta, dice Foster, “es como un proceso continuo de anticipación y reconstrucción”, y con ello un acercamiento otro a las mismas tesis defendidas por Brea sobre lo que él entendía por “distancia zero”. De hecho, no pocas de las propuestas artísticas seleccionadas poseían ese talento de avance y reconstrucción con respecto a determinados y muy asumidos

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paradigmas de la creación plástica española en años precedentes. También es cierto que el ensayo se pierde un poco por derroteros lacanianos y antropológicos de Lévi-Strauss, pero mantiene siempre una ambición intelectual admirable, y que servía y mucho para, estilización y abstracción por medio, pensar sobre la obra expuesta con estas ayudas logísticas. Es decir: Foster no cita, como ya hemos

apuntado, a ningún artista español, pero ofrece no pocas pistas para que el lector sí pueda hacer esa tarea de “acoplamiento”. De ahí que hayamos seleccionado este texto por delante de otros, excepción hecha del de José Luis Brea como comisario de una muestra admirable y de esencial importancia en esos años.

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Postmodernismo en Paralaje

¿Qué ha sido del posmodernismo? La niña mimada del periodismo ha terminado convirtiéndose en el blanco de sus críticas. No hace mucho, la situación era la contraria: importantes teóricos de izquierda veían grandes cosas en este término. Para Jean-François Lyotard, el posmodernismo marcaba el final de los grandes discursos que en su día habían convertido al modernismo en sinónimo de progreso (el avance de la razón, la acumulación de riqueza, el progreso de la tecnología, la emancipación obrera, etc.), mientras que, para Frederic Jameson, el posmodernismo abría la puerta a una nueva narrativa o, mejor, a una renovada crítica marxiana que podía relacionar diferentes estadios de la cultura moderna con distintas formas de producción capitalista. Para mí, como para tantos otros, el posmodernismo señalaba la necesidad de romper con un modernismo agotado, cuyo modelo dominante se centraba en los valores formales del arte negligiendo no sólo sus delimitaciones his-

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tóricas, sino también sus posibilidades de transformación. Como vemos, también dentro de la izquierda —sobre todo dentro de la izquierda— el posmodernismo era una categoría discutida. Sin embargo, no hace mucho hubo un tiempo de alianzas inciertas, un sentimiento de proyecto común —especialmente en oposición a las posturas de derechas— que abarcaba desde los antiguos ataques al modernismo como un todo (como fuente de todo mal en nuestra sociedad hedonista), hasta las nuevas defensas de modernismos concretos que se habían convertido en oficiales y, por tanto, tradicionales: los modernismos de museo y universitarios. Para esta última postura, el modernismo no sería más que “la venganza de los filisteos” (la acertada frase de Hilton Kramer), la vulgaridad de los feriantes de los medios de comunicación, las clases bajas y las personas inferiores, una nueva barbarie que había que evitar —al igual que el multiculturalismo actual— a cualquier precio. Nuestro posmodernismo constituía, en cierta medida, un rechazo a esta política cultural reaccionaria y una defensa de prácticas críticas del modernismo institucional que a su vez sugiriesen formas alternativas y nuevas maneras de poner en práctica la cultura y la política. Y no perdimos. Se puede decir que pasó algo peor aún: el posmodernismo se trató como una moda y acabó quedándose démodé. Es evidente que la categoría no sólo perdió su sentido gracias a los medios de comunicación. También fue criticada desde la izquierda, a menudo con buenas razones. Pese a haber anunciado el final de los grandes discursos, la versión lyotardiana (o postestructuralista) del posmodernismo se empezó a considerar simplemente, el último nombre propio de Occidente, un Occidente que ahora estaba narcisísticamente obsesionado por su propio declive poscolonial. Por tanto, pese a su preocupación por la dinámica capitalista de fragmentación, la versión jamesoniana o marxiana del posmodernismo fue considerada demasiado totalitarista e insuficientemente sensible a las diferencias diferentes. Finalmente, se consideró que la versión artístico-crítica del posmodernismo enterraba el modernismo en el molde formalista que queríamos romper. Durante el

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proceso, el término se acabó convirtiendo en banal e incorrecto. Yo mismo empecé a sospechar de este término. Y, sin embargo, mi actitud ha cambiado de tal manera últimamente, que no puedo explicarlo si no es de forma anecdótica. En abril de 1992 estuve unos días en Detroit, una ciudad ocupada tres veces por el ejército, marcada por la deserción de los blancos y deteriorada por el abandono de Reagan-Bush. Los turistas blancos acostumbran a moverse por ella yendo de una fortaleza artificial a otra. En una de estas excursiones, mi grupo se detuvo en Highland Park, la primera sede del Ford Model T: la primera fábrica con cadena de montaje y el paradigma del trabajo taylorista del mundo moderno. En la cola, nuestro taxi —un Ford— se estropeó, y nos quedamos encallados en aquella planta oxidada, quizá la más importante de la industria del siglo XX, ahora perdida entre un centro urbano desindustrial y un anillo residencial posturbano, testimonio del desarrollo desigual de nuestros espacios-tiempos tardocapitalistas, en un purgatorio entre el mundo moderno y el posmoderno. Allí observé nuevamente que la categoría del posmodernismo se podía volver a utilizar para reflexionar sobre un terreno cronotópico tan extraño —no sólo aplicable a Detroit—, de ciudades fortaleza blindadas contra unos habitantes urbanos y restos industriales suspendidos en zonas intermedias. ¿Cómo se puede conocer este espacio o medir este tiempo?

Una anécdota como esta podría llevarnos al modelo de posmodernismo desarrollado por Jameson durante la última década, mediante el que relaciona diferentes etapas de la cultura occidental con diferentes medios de la producción capitalista. Para hacerlo, adapta la amplia teoría de los ciclos económicos postulada por el economista marxiano Ernest Mandel, para la que el Occidente capitalista ha pasado por cuatro períodos de cincuenta años desde finales del siglo XVII (veinticinco de expansión, como mucho, y veinticinco más de estancamiento): la revolución industrial (hasta la crisis política de 1848) marcada por la imposición de los motores de vapor hechos a mano, seguida de tres épocas tecnológicas más,

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la primera (hasta la década de 1890), marcada por la aparición de los motores de vapor fabricados mecánicamente, la segunda (hasta la Segunda Guerra Mundial), marcada por la aparición de los motores de combustión y eléctricos, y la tercera (la nuestra), marcada por la aparición de los sistemas electrónicos y nucleares fabricados mecánicamente.1 Mandel relaciona estos avances tecnológicos con los períodos económicos: desde el capitalismo de mercado al capitalismo de monopolio (hacia finales del siglo), hasta al capitalismo multinacional (en nuestro milenario momento). Por su parte, Jameson relaciona estas etapas económicas con los paradigmas artísticos: la visión mundial del arte y la literatura realista incitados por el individualismo pragmático fomentado por el capitalismo de mercado; la abstracción subjetivista del arte y la literatura altamente modernistas como respuesta a la complejidad y, por descontado, la opacidad de la vida burocrática bajo el capitalismo de monopolio, y el pastiche de las prácticas posmodernistas (arte, arquitectura, ficción, cine, alimentación y moda) como un síntoma de la dispersión de límites, de la mezcolanza de espacios del capitalismo multinacional. Su modelo no es que sea más mecánico o determinista que mi síntesis: Jameson señala que este desarrollo es muy desigual, que cada período es un palimpsesto de formas residuales y emergentes entre las que nunca hay una clara delimitación. Y su teoría tiene algunos críticos. Para muchos es demasiado totalitarista, se le achaca que ve la lógica del capital como si este fuera un todo arrasador. Los más objetivos le consideran demasiado especialista, y le retraen que sea poco sensible tanto a las diferencias de velocidad y a la mezcla de espacios de la sociedad posmoderna, como a la acción diferida o la incesante expansión de la cultura capitalista.

He tomado prestada la idea de acción diferida (Nachtraglichkeit) de Freud, para quien la subjetividad —nunca establecida de forma definitiva— está estructurada en una serie de anticipaciones y reconstrucciones de acontecimientos que a menudo son de naturaleza traumática: llegamos a ser lo que somos sólo por la acción diferida. Creo que el modernismo y el posmodernismo es-

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tán incluidos, si no constituidos, de forma análoga, en la acción diferida, como un proceso continuo de anticipación o reconstrucción.2 Cada época sueña con la siguiente, como observó Walter Benjamin, pero por la misma regla de tres también (re)construye la anterior. No hay un simple Hoy: todo presente es nosincrónico, una mezcla de tiempos distintos.3 Por tanto, nunca hay, dice, una transición temporal entre lo moderno y lo posmoderno: nuestra consciencia de un período no proviene sólo del hecho concreto, sino que también está. siempre en paralaje. (En definitiva, el posmodernismo es como la sex[ualidad]: siempre llega o demasiado pronto o muy tarde.)

Todo esto aún es muy abstracto; permítanme que les dé una posible explicación de la nunca acabada transición hacia el posmodernismo. En vez de utilizar el pesado esquema mandeliano de los cuatro períodos de cincuenta años del Occidente moderno, me quiero concentrar en tres momentos separados por treinta años dentro del siglo XX: a mediados de los años treinta, momento que considero el final de los grandes modernismos, mediados de los años sesenta, momento que señala el asentamiento del posmodernismo, y nuestros años noventa; y lo haré mediante algunos textos concretos. Trataré estos momentos en un sentido discursivo para evidenciar que los cambios históricos se pueden registrar en los textos teóricos, de tal manera que éstos servirán a la vez de objeto historiable y de medio para hacer historia. Bastante arbitrario y sintomático, mi discurso no hablará demasiado de arte. En su lugar, además de las imbricaciones tecnológicas en las prácticas culturales (a las que se tiende a dar demasiada importancia en este tipo de consideraciones), quiero aplicar algunos cambios a las concepciones occidentales del sujeto individual y del otro cultural a lo largo de estos períodos. Las razones de mi planteamiento son sencillas. La cuestión quintaesencial moderna estaba relacionada con la identidad: ¿Quiénes somos? A menudo las respuestas recurrían a una llamada a la calidad del otro, fuera el interior inconsciente o los otros culturales exteriores;4 muchos modernistas creyeron que

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la verdad radicaba en esto: así se explica la significancia de Freud y la profusión de primitivismos a lo largo del siglo. En efecto, muchos modernistas combinaron estas dos visiones, el inconsciente y el otro cultural, mientras que algunos posmodernistas argumentaban que los dos están penetrados por el capitalismo, y que estas dos reservas naturales están aculturizadas.5 En cualquier caso, puesto que hablamos de la cuestión de la identidad, los discursos del otro inconsciente y el otro cultural, es decir, el psicoanálisis y la antropología, son, de entre las ciencias humanas modernas, los que obtienen más impacto.6 Por tanto, pueden registrar más sismográficamente que cualquier otro discurso los cambios epistemológicos que nos pueden ayudar a definir un posmodernismo que no es tan sólo periodístico. Cada momento que expongo aquí representa un cambio significativo en los discursos sobre el sujeto, el otro cultural y la tecnología. A mediados de los años treinta, Jacques Lacan trabajaba en la formación del yo, la primera versión de su famoso estudio. “Mirror Stage” (Etapa espejo); Claude Lévi-Strauss estaba llevando a cabo un trabajo de campo en Brasil que pondría de manifiesto la sofisticación mitológica de la “mente primitiva”, y Walter Benjamin estaba a punto de publicar su gran obra sobre las ramificaciones culturales de las tecnologías modernas “The Work of Art in The Age of Mechanical Reproduction” (El trabajo artístico en la era de la reproducción mecánica). Ya en los años sesenta, todos estos discursos habían cambiado drásticamente. La muerte del sujeto, y no su génesis, fue descrita por Louis Althusser, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Roland Barthes (algunos de ellos desaparecieron hacia 1968). También el otro antropológico, inspirado por las guerras de liberación de los años cincuenta, había empezado a responder, es decir, a ser oído por primera vez, y su manifestación más inteligente fue la nueva redacción de la dialéctica hegeliano-marxiana del amo-esclavo de Frantz Fanon, cuya obra The Wretched of the Earth (La miseria de la Tierra) fue publicada en 1961. Mientras tanto, la penetración de los medios de comunicación en las estructuras psíquicas y las relaciones sociales había

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alcanzado un nuevo estadio, que fue considerado de dos formas complementarias: por Guy Debord, en su Society of the Spectacle (Sociedad del espectáculo), de 1967, quiliásticamente, como una intensidad de materialización, y de forma estática, como una “extensión del hombre”, por Marshall McLuhan, en su Understanding Media (Comprender los medios de comunicación), de 1964.

¿Qué ha cambiado en estos tres discursos desde entonces?

En cierto sentido, la muerte del sujeto es ahora muerte en su entorno, pero disfrazada de una política de nuevas, ignoradas y diferentes subjetividades, sexualidades y etnicidades. Mientras tanto, en un momento en que el Primer, el Segundo y el Tercer Mundo ya no son diferentes (si es que lo han sido alguna vez), la antropología es renovadamente crítica con sus propios protocolos, y las imbricaciones poscoloniales han complicado las confrontaciones anticoloniales.7

De otra parte, incluso cuando nuestra sociedad continúa siendo à la Debord, una sociedad de imágenes espectaculares, también posee una gran disciplina electrónica, y nos esperan nuevas posibilidades en el ciberespacio, la realidad virtual y otras cosas por el estilo. No intento demostrar una postura y hundir otra, mi intención no es afirmar que un momento fue moderno y el siguiente post, porque insisto que ninguno de ellos se desarrolló y acabó de una forma clara. Lo que querría es sugerir que cada teoría hablara de los cambios en su momento actual, pero sólo indirectamente, como reconstrucción de momentos pasados (cuando se dice que se dieron estos cambios) y como una anticipación de momentos futuros (cuando se prevé que estos cambios se completarán). En definitiva, la acción diferida, el doble movimiento del tiempo moderno y posmoderno.8

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Primero desearía considerar, de forma esquemática y selectiva, el discurso sobre el sujeto durante estos tres momentos, utilizando para ello nada más que ejemplos de acontecimientos decisivos. En su trabajo “Mirror Stage”, Lacan argumenta que la formación de

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nuestro ego radica en la primordial aprehensión de nuestro cuerpo en un espejo (aunque cualquier tipo de reflexión serviría), una imagen que anticipa una unidad corporal que como niños todavía no poseíamos realmente. Es esta imagen la que encuentra nuestro ego en aquel momento infantil, pero la encuentra como imaginaria, encerrada en una identificación que es siempre a su vez una alienación, dado que en el preciso momento en que vemos a nuestro yo en el espejo lo vemos como imagen, como el otro. Lacan también sugiere pomposamente que esta unidad imaginaria de la etapa del espejo produce una fantasía retrospectiva de un estadio anterior en el que nuestro cuerpo era todavía pedazos, fantasía de un cuerpo caótico, fragmentario y fluido, abandonado a unos deseos que siempre tememos que nos superen, una fantasía que nos persigue de distintas formas durante el resto de nuestra vida (todos aquellos momentos de tensión en que sentimos que estamos a punto de hacernos pedazos). En cierto sentido, nuestro ego está ante todo comprometido con el retorno de su cuerpo a un estado fragmentario; es eso lo que convierte al ego en una armadura (término que utiliza Lacan) que se desplegará agresivamente contra el mundo caótico de dentro y de fuera, sobre todo de fuera, sobre todo contra todos los otros que parecen representar este caos para nosotros.9 Lacan no define su teoría del sujeto como histórica, pero creo que nosotros deberíamos especificarla como tal, ya que su traumatizado, blindado y agresivo sujeto no es un ser cualquiera de la historia y la cultura: es una teoría del sujeto moderno como un sujeto fascista. En otras palabras, en esta teoría hay implícita una historia contemporánea de la que el fascismo es su síntoma más extremo: una historia de la guerra mundial y la mutilación militar, de la disciplina industrial y la fragmentación mecánica, de asesinato mercenario y terror político. Debido a una relación traumática con estos acontecimientos militara-industriales, el sujeto moderno deviene blindado, contra el otro interior (sexualidad, el inconsciente) y el otro exterior (para el fascista serían los judíos, los comunistas, los homosexuales, las mujeres), todas ellas figuras del miedo al

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retorno al cuerpo a pedazos, al cuerpo abandonado a la fragmentación y a la fluidez. (¿No ha vuelto, en parte, esta reacción fascista?

¿Es que había desaparecido en realidad? ¿No continúa existiendo potencialmente dentro de todos nosotros? ¿O generalizarlo así supone normalizarlo demasiado?)10

¿Qué ocurre con esta-teoría de la formación del sujeto cuando en los años sesenta se anuncia la muerte del mismo? Es un momento de fuerzas históricas y corrientes intelectuales radicalmente diferentes. En París asistimos al ocaso del estructuralismo, es decir, del paradigma lingüístico en el que toda actividad cultural (los mitos de los grupos indígenas de Lévi-Strauss, la estructura del inconsciente de Lacan, los estilos de las modas francesas de Barthes) se recodifica en un lenguaje. Es esta recodificación lingüística la que permite declarar a Foucault en 1966 la muerte del hombre, el gran enigma de la modernidad, “como un rostro dibujado en la arena húmeda de la orilla del mar” 11. Esta recodificación permite también a Barthes declarar, en 1968, el final del autor, el gran protagonista de la cultura humanístico-modernista, dentro del juego de signos del Texto, que de ahora en adelante sustituirá a la Obra de Arte. Esta formulación barthesiana nos podría ayudar a concretar la figura objeto de ataque: no es tan sólo el artista-autor de la tradición humanístico-modernista, sino también la personalidad autoritaria de las estructuras fascistas, la figura que impone un discurso singular y prohíbe la significación promiscua (al fin y al cabo estamos en los años sesenta, los días de rabia contra todo tipo de instituciones autoritarias). En cierta manera es un ataque al sujeto fascista como lo consideraba Lacan de forma indirecta, un ataque, además, hecho con las fuerzas que dan más miedo a este sujeto: la sexualidad y el inconsciente, el deseo y los impulsos, la jouissance (término utilizado por la teoría francesa en esta época), que despedazan al sujeto, lo devuelven precisamente a la fragmentariedad y a la fluidez.12 Todas estas fuerzas fueron glorificadas en arte, teoría y praxis, todo para desafiar al sujeto fascista, un desafío que se convertía en programático en el Anti-Oedipus de Deleuze y

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Guattari, en 1972. En esta obra se aboga por la esquizofrenia como vía para agrietar al sujeto blindado fascista y a su vez superar al ávido sujeto capitalista. No obstante, esta llamada a la esquizofrenia es engañosa, pues si el sujeto fascista se ve amenazado por fragmentos y flujos esquizofrénicos, el sujeto capitalista se hace fuerte con los movimientos de rotura. En efecto, según Deleuze y Guattari, sólo la esquizofrenia absoluta es más esquizofrénica que el capital, más dada a la decodificación de sujetos y estructuras fijas. Por eso, lo que en los sesenta dispersó al sujeto, fascista o humanista, lo que rompió sus instituciones, fue una fuerza revolucionaria, una confabulación de estas fuerzas (excolonias, derechos civiles, feministas, estudiantes), pero fue una fuerza revolucionaria que, si no dirigida, fue empujada por el capital, porque ¿quién es más radical que el capital cuando se trata de sujetos y estructuras antiguas que se interponen en su camino?

Por muy tendencioso que sea, este argumento podría hacerse extensivo al actual retorno del sujeto, me refiero al reconocimiento parcial de las nuevas e ignoradas subjetividades en la política de identidad y los modelos multiculturales. Por otra parte, en los noventa el reconocimiento parcial de diferentes subjetividades. sexual y étnica, revela que el sujeto declarado muerto en los sesenta era muy concreto, y que dicha muerte no fue llorada por todos: blanco, burgués, humanista, macho, heterosexual, un sujeto que pretendía ser universal. (Actualmente se da a menudo por supuesta, pero esta revelación fue el fruto de muchos análisis, primero del feminismo y después en estudios sobre gais y lesbianas y críticas multiculturales.)13 Por otra parte, el contexto actual de estas subjetividades diferentes, descaradamente definido por Bush como un Nuevo Orden Mundial, sugiere que la muerte del sujeto de entonces y el nacimiento del sujeto multicultural de hoy en día se pueden considerar en relación a la dinámica del capital, su rematerialización y fragmentación de posiciones fijas. Así, pese a que loamos lo “híbrido” y “heterogéneo”, debemos recordar que estos términos también son los preferidos del capitalismo avanzado,

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que el multiculturalismo social coexiste con el multinacionalismo económico. Esta visión no es tan totalitarista y fatalista como parece, puesto que ningún orden, sea o no capitalista, puede controlar del todo las fuerzas que provoca. Más bien, como sugieren Marx y Foucault, un régimen de poder no prohíbe su resistencia tanto como la abona y la prepara, de formas a veces incontrolables. Esto es cierto para la liberación de subjetividades diferentes, sexuales y étnicas, al Nuevo Orden Mundial actual. Pero también es verdad que estas fuerzas no necesitan ser articuladas progresivamente. Y, ciertamente, pueden provocar respuestas reactivas, a pesar de que cuando figuras nacionales como Duke, Buchanan, Bush y Quayle culpan a estas fuerzas, lo que en realidad están es culpando a las víctimas, una posición ética de la que ahora se quieren apropiar de forma perversa.

Dejaré así esta sesgada historia del sujeto y pasaré, sin más, al segundo discurso que nos puede ayudar a situar la nunca acabada transición hacia la posmodernidad: el discurso sobre el otro cultural. También ahora pondré sólo de relieve tres momentos. El primero, a mediados de los años treinta en Europa Occidental, que quedará aclarado con una cruda yuxtaposición sintomática. En 1931, en París se llevó a cabo una exposición relacionada con las colonias francesas, a la que los surrealistas franceses respondieron con una pequeña exposición antiimperialista titulada La verdad sobre las colonias. Estos artistas no se limitaban a apreciar el arte tribal y a aprovecharse de sus valores formales y expresivos, como habían hecho los cubistas y los expresionistas; también estudiaban sus ramificaciones políticas en el presente. Efectivamente, construyeron una identificación quiásmica con los otros coloniales que, pese a ser los herederos de aquel arte tribal, se veían obligados a desaparecer sumergidos en su delectación occidental. Por otra parte, los surrealistas afirmaban que estos pueblos oprimidos eran como los

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trabajadores explotados de Occidente, a los cuales había que dar soporte de manera similar. (Esta solidaridad potencial entre los colonizados y el proletariado sería avanzada más adelante por Aime Césaire, entre otros, quien fue muy admirado por los surrealistas.) Además, los surrealistas afirmaron que ellos eran también primitivos, y que, como modernos rendidos al deseo de objetos, eran demasiado fetichistas. Ciertamente, transvaloraron la revaloración del fetichismo que aparecía en el análisis de fetichismo de consumo y la perversión fetichista: pese a que Marx y Freud utilizaban este término como una crítica de los modernos, los surrealistas lo acogían como un cumplido. Así, asumían esta percibida condición de otro por su potencial de rotura, otra vez a través de una asociación entre el otro cultural y el inconsciente.14

Sin embargo, esta asociación continuó siendo primitivista: todavía asumía una analogía racial entre pueblos “primitivos” y estadios primarios de vida psicosexual, que en una política cultural diferente puede tener un uso desastroso, por ejemplo, el nazismo. En 1937, los nazis produjeron la infame exposición sobre arte y música degenerados, que condenaba a todos los modernistas, en especial a aquellos que se relacionaban con el otro cultural y el inconsciente —en este caso las artes de lo “primitivo”, de los niños, los locos—, para así evidenciar la condición desmembradora del otro de estas figuras extrañas. Un ideal de los surrealistas, este fantasma primitivo, era una gran amenaza para el sujeto fascista, que también lo asociaba con los judíos y los comunistas, quienes representaban las fuerzas “degeneradas” que hacían peligrar su identidad blindada; de nuevo, tanto de dentro como de fuera. Por tanto, si los surrealistas asumían “lo primitivo”, los fascistas se oponían a ello: para los primeros nunca se llegaba suficientemente cerca, para los segundos siempre se estaba demasiado cerca. A mediados de los años treinta, pues, en un tiempo de revuelta y reacción dentro del país y en las colonias, la cuestión del otro era un problema de “distancia correcta” para los europeos, tanto para los de izquierda como para los de derecha.

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Tomo este término ambiguo (cargado de su desagradable tono despreciativo) de la crítica cultural Catherine Clément, que observa que en el momento en que Lacan leía la conferencia del “Mirror Stage” a la Alemania nazi, Lévi-Strauss estaba en la Amazonia trabajando sobre “el equivalente etnológico de la etapa del espejo”. “En ambos casos”, dice Clément, “la cuestión era la de la distancia correcta.”15 Lo que esto significa en el caso de Lacan está muy claro, pues el “Mirror Stage” trata de la negociación de la distancia entre el ego infantil y su imagen, entre el niño y su madre. Pero, ¿qué puede significar para Lévi-Strauss? Una primera respuesta está muy clara: también trata de la negociación de la distancia, en este caso entre el observador participante antropólogo, la cultura propia y la cultura de estudio.16 Pero, ¿qué puede significar para Lévi-Strauss a mediados de los años treinta, un amigo de los surrealistas, un judío que dejó una Europa al borde del fascismo? Para este antropólogo, que ha hecho tanto por criticar la categoría de raza, por dar una nueva visión de “la mente salvaje” como lógica y de la mente moderna como mítica, el extremismo fascista de no identificación con el otro fue, obviamente, desastroso, pero la tendencia surrealista a sobreidentificar también era potencialmente problemática. Mientras que la primera destruía brutalmente la diferencia, la segunda estaba seguramente demasiado ansiosa por apropiarse de dicha diferencia, por asumirla, por ser ella. Al fin y al cabo, una cierta distancia era necesaria. (¿Vió Lévi-Strauss este peligro tanto en las deformaciones más exageradas del arte surrealista, como en los experimentos más extremos del Collége de Sociologie?)

Al cabo de veinte años, con la publicación de Tristes Tropiques, su recuerdo de aquella época, se resituó la cuestión de la distancia correcta. La amenaza primaria para el otro ya no venía del fascismo sino de la “monocultura”, es decir, la invasión por parte del Occidente capitalista del resto del mundo. (Hay un momento en que Lévi-Strauss habla de islas polinesias enteras convertidas en portaaviones, y zonas completas de Asia y África convertidas

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en roñosos suburbios y ciudades miserables.)17 Se podría discutir esta visión fatalista de un mundo exótico en extinción, que sitúa su único momento auténtico en un precontacto pasado, sobre todo porque este remordimiento por lo que respecta al otro puro perdido allí puede cambiar en una reacción contra el otro impuro hallado aquí. 18 Así mismo, ha establecido el tono dominante de la discusión occidental de mediados de los sesenta de la distancia correcta vis-à-vis del otro. Sin duda, para el otro, en este contexto de guerras de liberación en Argelia y Vietnam, la discusión era una farsa cruel, absurdamente atrasada en su interés liberal después de décadas de trauma colonialista. ¿Cómo puede hablarse de distancia correcta, podría decir Frantz Fanon, cuando la dominación colonialista ha sobrecodificado de igual forma los cuerpos y las psiques de colonizados y colonizadores? Y es esto lo que preocupa a Fanon en el texto “On National Culture” (Sobre la cultura nacional), leído por primera vez en el segundo Congreso de Escritores y Artistas Negros en Roma, en el año 1959.19 Él también construye una nueva versión de la dialéctica amo-esclavo en la que distingue tres fases para la reafirmación de las culturas nacionales. La primera se produce cuando el intelectual nativo asimila la cultura del poder colonialista, la segunda cuando este intelectual siente la necesidad de volver a las tradiciones nativas, las cuales, sin embargo, de acuerdo con la separación social en que se encuentra, tienden a ser tratadas exóticamente, como una serie de “fragmentos momificados” de un pasado folclórico; y, finalmente, la tercera fase, en la que este intelectual, ahora participando en una lucha popular, contribuye a forjar una nueva identidad nacional con una activa resistencia contra el poder colonialista y una recodificación contemporánea de las tradiciones nativas. Aquí el problema también es una cuestión de distancia correcta, pero invertida, ahora es el otro el que la pide: ¿cómo negociar una distancia no sólo con el poder colonialista sino también con el pasado nativo?, ¿cómo se puede reafirmar una cultura nacional que no es ni neocolonial ni autoprimitivista?20

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¿Qué ha sido de esta problemática de la distancia en la actualidad? Llamar poscolonial a nuestro mundo significa ignorar la persistencia de las reacciones coloniales y poscoloniales; también significa ignorar el hecho de que al igual que siempre ha habido un Primer Mundo dentro de todo Tercer Mundo, también ha habido un Tercer Mundo dentro de cada Primer Mundo. 21 A su vez, el reconocimiento de esta falta de distancia se puede denominar poscolonial, y, por tanto, posmoderno, al menos hasta el punto en que el mundo moderno siempre se había considerado en términos de oposiciones espaciales, no sólo entre cultura y naturaleza, ciudad y país, sino también entre centro metropolitano y periferia imperial, Occidente y el Resto. Hoy en día, como mínimo en economías tildadas de post-Fordianas, estos puntos no orientan demasiado, estos espacios han implosionado de algún modo, lo cual no significa que las jerarquías de poder se hayan hundido (es más bien una cuestión del “Imperio Británico [sustituido] por Fondo Monetario Internacional”). 22 Sea como sea, según mi análisis la cuestión es: ¿cómo se registran, se reconstruyen, y/o se anticipan estos cambios mundiales en la teoría reciente? ¿Sería demasiado obvio afirmar que la deconstrucción derridiana está comprometida con la experimentación de esta oposición, ya que es la que informa el pensamiento occidental, o que la metodología foucaltiana se fundamenta precisamente en el rechazo de estos fundamentos? ¿No es el postestructuralismo una elaboración crítica de estos sucesos poscoloniales y posmodernos (sobre todo en relación con “el suceso”)? ¿O también sirve como un ardid que amortigua epistemológicamente estos acontecimientos?

El otro enfrentado al curso del imperio provocó una crisis de identidad cultural en el mundo moderno, que la vanguardia intentó resolver mediante el constructo simbólico del primitivismo, el reconocimiento fetichista y la negación de la condición de otro. Pero esta solución también era una represión: utilizado por los modernos, el otro había vuelto en el preciso

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momento de su supuesto eclipse; en efecto, este retorno se ha convertido en el hecho posmoderno. En este sentido, la supuesta incorporación del exterior en el Nuevo Orden Mundial puede haber provocado esta erupción en el campo de la igualdad como una diferencia. Esto es lo que piensa el postestructuralismo — por lo menos entre líneas—, como cuando Derrida proclamaba el final de todo “significado original o trascendente […] fuera de un sistema de diferencias” 23 . Pero los estructuralismos raramente utilizaban muchos nombres para referirse al otro: no fueron capaces de responder a la pregunta fanoniana del reconocimiento en sus propios términos. Continuaban proyectando con demasiada frecuencia al otro como una cosa exterior, un espacio de huida ideológica. Como consecuencia, los exotismos epistemológicos —oasis neoorientalistas y recursos neoprimitivistas— aparecen en la escena postestructuralista: el manuscrito chino de Derrida que interrumpe el logocentrismo occidental, la enciclopedia china de Foucault que confunde el orden de cosas occidental, las mujeres chinas que seducen a Kristeva con identificaciones alternativas, el Japón de Barthes que representa “la posibilidad de una diferencia, de una mutación, de una revolución de la propiedad de los sistemas simbólicos”,24 el otro espacio de nomadismo que para Deleuze y Guattari se sobrepone a la territorialidad capitalista, la otra sociedad de intercambio simbólico que según Baudrillard atormenta nuestro propio orden de intercambio de mercancías, etcétera. Pese a todo, si el postestructuralismo no pudo encontrar tampoco una distancia correcta, sí que planteó la cuestión de considerar la diferencia como una oposición, de contraponer interior y exterior, el sujeto al otro. Esta crítica se ha extendido a muchos discursos poscolonialistas (como también a estudios de gais y lesbianas), y es en este ámbito donde el estructuralismo es más productivo actualmente. Por lo que a esto respecta, no puedo estar de acuerdo con el rechazo de postestructuralismo y/o posmodernismo como otro nombre adecuado para Occidente.

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Ahora debo variar el rumbo y volver a mi última referencia al posmodernismo, el impacto de la tecnología de la cultura occidental tal como se veía a mediados de los años treinta, a mediados de los sesenta y como se ve hoy en día. Ahora también argumentaré que, pese a que un momento discursivo lleva al siguiente, el posterior incluye al anterior. Por eso, lo que Guy Debord define en el espectáculo de mediados de los sesenta, lo había descrito ya treinta años antes, a mediados de los años treinta, y aquello que los escritores ciberpunk extrapolan a los años noventa son las expansiones cibernéticas que Marshall McLuhan describió treinta años antes, a mediados de los sesenta. En el discurso tecnológico, los términos asociados a estas épocas son tan ideológicos como exactos: la era de la reproducción mecánica de los años treinta, la de la revolución cibernética de los sesenta,25 y la era de la tecnociencia y/o tecnocultura de hoy, por ejemplo, cuando investigación y desarrollo, cultura y tecnología no se pueden separar ni siquiera heurísticamente. Los discursos adicionales son a la vez sospechosos e informativos, por ejemplo, la idea según la cual acabamos de pasar de una sociedad industrial o fordiana a una postindustrial o post-fordiana. Pese a que estoy de acuerdo con Mandel en que la era postindustrial no marca la supercesión de la industrialización, sino toda su extensión, también estoy de acuerdo con Jameson en que la era posmoderna no anuncia el final de la modernización, sino su aparente apogeo. No obstante, deseo quedarme con la idea de la distancia aparecida en el discurso del otro cultural, porque también es un término crucial en el discurso tecnológico.

Benjamin escribe “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction” en un momento en que la reproducción mecánica se había convertido en una dominante cultural.26 En esta obra, eso sí, dice que esta reproducción debilita el aura del arte, es decir, su condición de único, de auténtico, su autoridad y distancia, y que este debilitamiento “emancipa” al arte de su base ritualista, “‘acerca’ más

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las cosas” a las masas.27 Para Benjamin, este eclipse de la distancia tiene gran potencia liberadora, ya que hace que la cultura sea más colectiva. Pero también tiene un gran potencial manipulador, pues hace que la política sea más espectacular. ¿Socialismo o fascismo? Benjamin lo formula con uno de los ultimátums modernistas más dramáticos. Pero en 1936 esta alternativa ya no servía, al menos si se toma la referencia del socialismo de la Unión Soviética de Stalin (que estaba a punto de firmar su pacto con Hitler). En este ejemplo primario la estetización de la política había superado ya la politización del arte. Ocho años más tarde, en Dialectic of Enlightenment (1944) Adorno y Horkheimer descubren un continuum desde la cultura total de la Alemania nazi a la industria cultural de los Estados Unidos, y veintitrés años después, en Society of the Spectacle (1967), Debord argumentaría que el espectáculo dominaba al consumista Occidente. (En 1988, en Comments on the Society of the Spectacle, publicada un año antes que las revoluciones recientes, dijo que el espectáculo unía a Occidente y Oriente.) Para Benjamín, el debilitamiento del aura y la pérdida de distancia impactan por igual sobre el cuerpo y sobre la imagen: no se pueden separar. En cierto punto hace una analogía entre un pintor y un brujo por un lado, y un cámara y un cirujano por otro: mientras los dos primeros mantienen una “distancia natural” con el motivo de pintura o el cuerpo para adornar, los segundos “penetran profundamente en su red” 28. Las nuevas tecnologías visuales son, pues, “quirúrgicas”: revelan el mundo en nuevas representaciones, alteran al observador con nuevas percepciones. Para Benjamin, este “inconsciente óptico” nos vuelve más críticos y más distraídos a la vez (eso es lo que esperaba también del cine), e insiste en esta paradoja como una dialéctica. Pero aquí tampoco queda claro que pueda mantenerse. En 1931 Ernst Jünger ya había afirmado que la tecnología estaba “entretejida con nuestros nervios” de tal manera que subsumía crítica y distracción dentro de una “segunda consciencia más fría” 29. Y no mucho más tarde, en 1947, Heidegger anunciaba que distancia y proximidad estaban envueltos de “una uniformidad en que nada no está ni lejos ni cerca” 30 .

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Es cierto que a mediados de los sesenta la dialéctica benjaminiana se fragmenta en insignes discursos sobre tecnología como los de Debord sobre el espectáculo o los de McLuhan sobre los medios de comunicación. Implícitamente, mientra Debord desarrolla a Benjamin en el campo de la imagen, McLuhan lo desarrolla en el del cuerpo; sin embargo, ambos ven la distancia crítica como algo sencillamente predestinado. Para Debord el espectáculo sume a la crítica en la distracción,31 y la dialéctica de distancia y proximidad se convierte en una oposición de separaciones sociales ocultas por unidades imaginarias (por ejemplo, imágenes productoras de éxtasis, burguesía universal, colectividad nacionalista). Por un lado, la distancia externa se elimina en el espectáculo; por otro, se produce como una distancia interna, la distancia de la fantasía espectacular. Y es esta distancia subjetivista (que de hecho no es distancia alguna) la que abona las separaciones sociales.

A partir de síntomas similares, McLuhan da un diagnóstico diferente. Como en el espectáculo debordiano ve su “aldea global”: la distancia, espacial a la vez que crítica, se eclipsa. Pero más que separación, McLuhan ve “retribalización”, y más que críticamente perdida ve la frustración transvalorada.32 Aparentemente inconsciente de Benjamin, McLuhan elabora ideas relacionadas, frecuentemente sólo para invertirlas. Para McLuhan las nuevas tecnologías no penetran el cuerpo “quirúrgicamente”, como cree Benjamín, sino que lo despliegan “eléctricamente”. Pero, como Benjamin, ve en este proceso un movimiento doble: “tecnología es un estímulo excesivo aunque vayas protegido con un escudo contra tal estímulo, contra tal choque; el primero (el estímulo, el choque) convertido por el cuerpo en el segundo (el escudo)” 33. Esta elusión del choque es crucial para la dialéctica benjaminiana de crítica y distracción. Pero en McLuhan se resquebraja en una oposición imposible de reconciliar. “Hemos cambiado nuestro sistema nervioso central por tecnología eléctrica externa a nosotros”, dice en más de una ocasión. Pero a veces ve esta extensión como un cuerpo estático que se convierte en eléctrico, totalmente conectado al mundo, y

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a veces como una “autoimputación suicida, como si el sistema nervioso central ya no pudiera depender de los órganos físicos por ser protectores amortiguantes contra los arcos y las flechas de un mecanismo ultrajante”34.

En la actualidad está des/conexión todavía es más extrema. Nuestro mundo de los medios de comunicación tiene cada vez más interacciones, frecuentemente benignas, como el ciberespacio de una llamada telefónica o una base de datos; pero también es un mundo de disciplina invasiva, donde cada uno de todos estos “dividus” es situado electrónicamente, seguido genéticamente, no como una norma de ningún malévolo Gran Hermano, sino como algo de funcionamiento cotidiano. De mil maneras es a la vez los dos mundos, y es esta nueva intensidad de des/conexión lo que es más posmoderno.

Nuevamente sólo puedo desarrollar esta des/conexión posmoderna de manera anecdótica, y con ello concluiré. Los últimos años, con los estudiantes sacrificados en Beijing, la caída del muro de Berlín, la guerra sangrienta del Golfo Pérsico y el precipitado golpe de la Unión Soviética, me he empezado a sentir conectado a los hechos espectaculares. Como el paciente mental de Gravity’s Rainbow, las fiebres histéricas del cual suben con las fuerzas destructivas de la Segunda Guerra Mundial, mi espíritu parece subir y bajar con estos acontecimientos, y no creo que sea yo el único. Esta instalación electroquímica nos conecta y desconecta simultáneamente: somos a la vez psicotecnológicamente inmediatos a los hechos y geopolíticamente remotos a los mismos. Esta des/conexión no es nueva (piensen en el asesinato de Kennedy, los Juegos del Terror de Munich, el asesinato de Lennon, la explosión del Challenger), pero ha alcanzado un nuevo nivel de dolor-y-placer oximorónico. Este fue para mí el primer efecto real de la CNN en la Guerra del Golfo: asqueado de la política, me quedé con los ojos clavados en las imágenes, por una excitación psicotécnica que me cautivó; bomba inteligente y espectador aunados en un solo ser. La emoción del dominio tecnológico (mi simple percepción humana se convierte en una supervisión mecánica, capaz de ver lo que destruye y de destruir lo que ve),35 pero también un entusias-

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mo por la imaginaria dispersión de mi propio cuerpo, de mi propia condición de sujeto. Eso sí, cuando la pantalla de las bombas inteligentes oscurecía, mi cuerpo no explotaba. De hecho, se animaba: un tropo clásicamente fascista, mi cuerpo, mi condición de sujeto se afirmaba en la destrucción de otros cuerpos. Y de nuevo, no creo que esté solo al hacer esta afirmación.

Estas tan sólo son unas cuantas de las rupturas del sujeto que se producen actualmente con la nueva intensidad posmoderna: una ruptura espacio-temporal, la paradoja de la gran inmediatez producida mediante una mediación extraordinaria, una ruptura moral, la paradoja del asco aliviado por la fascinación, o la simpatía aliviada por el sadismo; y una ruptura en el ámbito cuerpo-imagen, el éxtasis de la dispersión imaginaria rescatada por la confirmación de la armadura del ego. Según mi parecer, el sujeto posmoderno está construido con estas rupturas. ¿Es extraño que este sujeto sea frecuentemente tan disfuncional? ¿Es extraño que cuando es capaz de funcionar, lo haga con frecuencia de forma automática, rindiéndose a las respuestas fetichistas, a los reconocimientos parciales sincopados con negociaciones totales? (Sé qué es el sida, pero yo no lo cogeré; conozco racistas, pero yo no lo soy.; sé qué es el Nuevo Orden Mundial, pero mi propia paranoia ya se adapta a él, etc.)

Se ha hecho común referirse a este reconocimiento-con-negación como a una razón cínica, un estado en el que la acción no es anulada, sino que más bien se renuncia a ella, como si fuese un precio bajo a pagar por el escudo que este cinismo nos proporciona, la inmunidad que esta ambivalencia nos asegura.36 Sin embargo, estas rupturas radicales no necesariamente nos han de convertir en autistas políticos. Consideren qué difícil debía ser para los hombres heterosexuales asumir el acoso sexual durante el juicio de Clarence Thomas, o para los burgueses blancos admitir el hecho de que existía el racismo judicial después del veredicto de Rodney King, pero muchos lo hicieron. Estos son unos momentos de traumática división, seguro, pero como tales, también son momentos en los que las identificaciones imposibles se convierten en posibles.

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1 Véase Ernest Mandel, Late Capitalism (1972), traducción de Joris de Bres (Londres: Verso, 1978), y Frederic Jameson Postmodemism, or the Cultural Logic of Late Capitalism (Durham: Duke University Press, 1991).

2 La discusión clásica se produce en el caso de Wolfman, “From the History of an Infantile Neurosis” (1914/1918). Esta distinción entre “incluido” y “construido” no es sólo una vacilación mía; está relacionada con el concepto de acción diferida en sí, donde la escena traumática es famosamente ambigua: ¿es real, fantasmagórica y/o analíticamente construida? Mi aplicación de este concepto es una extensión. En un futuro texto desarrollaré sus posibles usos para los estudios (post)modernistas (sobre todo por lo que respecta a cuestiones de retrospección y repetición en la vanguardia), a la vez que sus abusos potenciales. Por ahora sólo puedo afirmar que el psicoanálisis no está restringido al sujeto individual, pese a que no pueda dejar de admitir que la mayoría de sus aplicaciones de la historia cultural tienden a psicoanalizarla. Pese a que intente complicar “desarrollo” con “acción diferida”, con aquello no lineal y nunca completo, mi extensión de un concepto que tiene que ver con la (re)construcción del sujeto individual hasta la (re)construcción de un “sujeto” histórico está llena de peligros. Por ejemplo, ¿puedo dirigir la categoría del sujeto históricamente si mi modelo de historia presupone su lógica? ¿Es un doble vínculo productivamente desconstructivo o uno paralíticamente paradojal? (Para la persistencia de la lógica del sujeto en psicoanálisis, véase Mikkel Borch-Jacobsen, The Freudian Subject, traducción de Catherine Porter [Stanford: Standford University Press, 1988].)

3 Véase Walter Benjamin, Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism (Londres: New Left Books, 1973), pág. 176. En “Theses on the Philosophy of History” (1940) de hecho una Nachtriiglichkeit histórica. El texto clásico sobre lo nosincrónico es el de Ernst Bloch, Heritage of Our Times (1935) traducción de N. y S. Plaice (Berkeley: University of California Press, 1990), especialmente “NonGontemporaneity and Obligation to Its Dialectic”.

4 La modernidad de “Man and His Doubies” está desarrollada en la obra de Michel Foucauit, The Order of Things (1966; Nueva York: Vintage, 1973).

5 Esta idea de la reserva natural (que Freud utiliza en relación con la fantasía) puede introducir dentro del discurso posmoderno un lapsarianismo mientras que el inconsciente y el otro, considerados fuera de la historia, sólo pueden resultar contaminados. Esto no es cierto para el “inconsciente político” de Jameson, y en “Periodizing the 60s” también habla de un inconsciente colonizado (en The 60s without Apology, ed. Sohnya Sayres et al. [Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984]). Respecto al otro cultural, Baudrillard va aún más lejos: cirogenizados “todos somos Tasaday” (“The Procession of the Simulacra”, Art & Text 11 [Primavera 1983], pág. 10). Para Jameson este otro enclave natural perdido es la agricultura precapitalista del Tercer Mundo, penetrada por la “Revolución Verde” tecnocrática de los sesenta.

6 Sobre esta importancia véase Foucault, The Order of Things, pág. 373-86. Véase también Jacques Derrida, “Structure, Sign and Play in the Discourse of the Human Sciences”, en Writing and Difference, traducción de Alan Bass (Chicago: University of Chicago Press, 1978), pág. 382.

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7 Con esto no quiero sugerir un discurso de simplificaciones ingenuas seguido de complicaciones autoconscientes. Por contra, lo poscolonial no ha desmitificado, y todavía menos desplazado, a lo (neo)colonial.

8 Así pues, por ejemplo, el discurso de la muerte del sujeto no es propiamente de los años sesenta; ya fue anunciado en los años treinta: no únicamente por Benjamin (que, en el ensayo sobre el trabajo artístico, así como también en “The Author es Producer”, prevé las “funciones” del autor artista como “fortuitas”), sino también por Bataille, unos cuantos dadaístas, surrealistas y constructivistas, y tantos otros. En cierta manera no se recapituló hasta finales de los años sesenta. Y es esta recapitulación la que constituye su articulación, al menos como una característica ideológica; esto es lo que defiendo. Mi uso del término “sujeto” (así como el del término “otro cultural”) irá apareciendo a lo largo del texto: desde el ego como una imagen del cuerpo (aún no propiamente un sujeto), a la “función” artista-autor, ya identidades culturales. A veces aparecerá por culpa de mi debilidad teórica; otras, a consecuencia de cambios teóricos.

9 En The Mirror Stage (1936/1949) Lacan habla de “la armadura de una identidad alienadora”, un tropo repetido en “Aggressivity in Psychoanalysis” (1948), la pieza que acompaña en Écrits (traducción de Alan Sheridan [Nueva York: Norton, 1977]). En “Some Reflections on the Ego”, un estudio relacionado leído en la British Psychoanalytical Society el 2 de mayo de 1951, el tropo reaparece como el “escudo narcisista, con su cobertura nacarada en la que está pintado el mundo del cual [el ego] está separado para siempre”. Aquí Lacan se ve obligado a cuestionarse el valor real de un “ego fuerte”. ¿Puede ser que su agresividad, una tendencia correlativa. de su base narcisista y su estructura paranoica, esté fuera de la lucha para la estabilización?

10 Sugerí un referente fascista de la explicación de Lacan del ego en “Armor Fou”, October 56 (Primavera 1991). Susan Buck-Morss estudió esta conexión en “Aesthetics and Anaesthetics: Walter Benjamin’s Artwork Essay Reconsidered”, October62 (Otoño 1992), e inspirado por su texto ahora he vuelto a reflexionar. Se dice que Lacan presentó la primera versión del estudio “Mirror Stage” al XIV Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional en Marienbad, el 3 de agosto de 1936, es decir, en plenos Juegos Olímpicos nazis: “El día siguiente a la conferencia sobre la etapa del espejo, me tomé el día libre, deseoso de percibir qué estaba pasando en aquellos tiempos llenos de promesas, en la Olimpiada de Berlín” [Ernst Kris] se opuso amablemente: ¡Eso no se hace! (Écrits, pág. 239). Sugerir un referente tan histórico para el ego lacaniano es, sin duda, ofensivo. Pero un comentarista tan famoso como Jacques-Alain Miller ha propuesto también un referente parecido, pese a que sea otro: “Hay, en consecuencia, una única ideología que se base en la teoría de Lacan: la del ego moderno, es decir, el sujeto paranoico de la civilización científica, de la que una psicología deformada teoriza lo imaginario, al servicio del capitalismo” (Écrits, pág. 322). Además, Phillippe Lacone-Labarthe y Jean-Luc Nancy han argumentado hace poco que “la ideología del sujeto […] es fascismo” (“The Nazi Myth”, Critical lnquiry 16 [Invierno 1990] pág. 294).

11 Véase Foucault, The Order of Things, pág. 381-387, aquí 387: “Puesto que el hombre fue constituido en un momento en que el lenguaje estaba condenado a la dispersión, ¿no será dispersado cuando el lenguaje recupere su unidad?”

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12 Para Barthes, el reto de la jouissance está dirigido al connoisseur of plaisirs; su enemigo de clase (para decirlo de alguna manera) es menos fascista que burgués, aunque consumidor.

13 Aquí volvemos a tener un ejemplo de acción diferida en la cultura posmoderna. Por un lado, pese a que estas críticas multipliquen al sujeto, también le restituyen su lógica. Por otra parte, no se pueden oponer al discurso de la muerte del sujeto, porque están parcialmente preparadas para este. En este último punto véase Ernesto Laclau, “Universalism, Particularism, and the Question of Identity”, October 61 (Verano 1992).

14 En este sentido el sujeto surrealista es diferente al sujeto fascista indirectamente considerado por Lacan (que trabajó en el ambiente surrealista). En “Armor Fou” argumentó que algunos surrealistas contrarrestaban el sujeto fascista con “imágenes del cuerpo fragmentado” (véase Bellmer), mientras que otros lo hicieron con tropos de lo heterogéneo y encefálico (véase Bataille).

15 Catherlne Clément. The Lives and Legends of Jacques Lacan. traducción de Arthur Goldhammer (Nova York: Columbia University Press. 1983) pág. 76.

16 “No hay salida para este dilema: o bien el antropólogo se aferra a las normas de su propio grupo y los otros grupos no le inspiran más que una efímera curiosidad. que nunca está falta de desaprobación, o bien es capaz de librarse completamente a los otros grupos y su objetividad resulta viciada por el hecho de que, intencionadamente o no, ha tenido que autoexiliarse, al menos de una sociedad, para dedicarse a todas. En consecuencia. comete el mismo pecado que aquellos que ponen objeciones a la excepcional significación de su vocación. (Tristes Tropiques [1955], traducción de J. Y D. Weightman [Nova York: Alheneam. 1978] pág. 384).

17 Lévi-Strauss. Tristes Tropiques. pág. 37-44.

18 En otras palabras “distancia correcta” también es potencialmente una idea primitivista. Puede presuponer una planificación evolucionista, residual del racismo del siglo XIX, del tiempo sobre el espacio, con la que “el antes” aparece combinado con “el allí”, de manera que el más remoto se considera como más primitivo. Esta planificación no es tan sólo racista (este sitio siempre es “oscuro”), sino también absurda. sobre todo en un momento de implosi6n multinacional del centro metropolitano y la periferia imperial. Y a su vez permanece inalterable, pues es fundamental para la concepción de la historia como desarrollo y de la civilizacl6n como una jerarquía. La hoy ya clásica discusión de esta organización espacio-tiempo se encuentra en Joahnnes Fabian. Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object (Nova York: Columbia University Press.1983).

19 En The Wretched of the Earth (1961), traducción de Constance Farigan (Nueva York: Grove Press, 1968), pág. 206-48. En Black Ski,. White Faces (1952), Fanon ha desarrollado ya la etapa del espejo en términos de imágenes del cuerpo negro.

20 En su conclusión de The Wretched of The Earth, Fanon observa “el obsceno narcisismo” de Europa e invoca una muerte diferente del su jeto: “Olvidémonos de Europa, donde no ‘se ha hablado nunca del Hombre.” (pág. 313, 311). A su vez, era consciente tanto de los peligros de la recuperación colonial como del separatismo triunfal, lo cual le llevó a criticar el movimiento Négritude. Para una respuesta contemporánea a esta misma problemática véase Paul Ricoeur, “Universal, Civilization

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and National Cultures” (1961), dentro de History and Truth, traducción de Charles Kelbley (Evanston: Northwestern University Press, 1965).

21 Una imbricación explorada en la obra de Trinth T. Minh-ha.

22 Jameson, “Periodizing the 60s”, pág. 184. Estas oposiciones espaciales (es decir, plantas de producción industrial y zonas de materias primas y mano de obra barata) no se han terminado. Al contrario, todavía se han complicado más, han resultado ser imbricaciones y no oposiciones. ¿Cuántas más oposiciones han experimentado una desconstrucción mundial últimamente?

23 Derrida, Writing and Difference. pág. 280.

24 The Empire of Signs (1970), traducción de Richard Howard (Nueva York: Hill & Wang, 1982), pág. 3-4. Los textos a que hago alusión aquí son Of Grammatology. The Order of Things, Chinese Women, Anti-Oedipus y L’Échange symbolique et la mort.

25 Con la atención puesta en la diacronía (diferida), no he hecho referencia a los vínculos sincrónicos entre discursos diferentes. ¿Cuáles son los relieves posibles entre el estructuralismo de Lévi-Strauss, la cibernética de Norbert Weiner (a quien Lévi-Straus cita ocasionalmente) y la expansión de los medios de comunicación del período de posguerra?

26 En efecto, teniendo en cuenta que la radio llegaba a todas partes, el cine sonoro había empezado y se habla inventado la televisión, era un término un poco arcaico (¿otra razón para sustituirlo por “reproductibilidad técnica” en la traducción del titulo?). Jonathan Crary discute algunas de estas transformaciones en “Spectacle, Attention, Counter-Memory”, October50 (Otoño 1989).

27 “The Work of Art in the Age of Mechanlcal Reproduction”, en Illuminations, ed. Hannah Arendt, traducció de Harry Zohn (Nueva York: Schocken, 1969) pág. 223-224. ¿De qué manera es representado y/o resarcido, en la acción diferida, en la muerte postestructuralista del autor y la cultura posmodema del simulacro?

28 Ibid, pág. 233. Para elaboraciones importantes de estas analogías véase Miriam Hansen, “Benjamin Cinema and Experience: ‘The Blue Flower In the Land of Technology’”, New German Critique 40 (Invierno 1987), y Susan Buck-Morss, “Aesthetlcs and Anaesthetlcs”.

29 Emst Jünger, “Photography and the ‘Second Consciousness’”, en Christopher Phillips, ed., Photography in the Modem Era (Nueva York: Metropolitan Museum, 1989), pág. 207.

30 Martin Heidegger, “The Thing”, Poetry, Language Thought (Nova York: Harper & Row, 1968), pág. 165-166.

31 De hecho, Debord defiende no tan sólo la idea benjaminiana de “distracción”, sino también el concepto de Luckacs de “contemplación” utilizado en History and Class Consciousness (1923) para estudiar los efectos capitalistas de la producción en masa.

32 Se da un fuerte giro hacia el primitivismo en McLuhan, sobre todo cuando son necesarios tropos comunitarios, y por tanto mezclados: y aquella era una época de revolución en el Tercer Mundo.

33 Freud elabora el modelo del escudo protector Beyond the Pleasure Principle (1920), y alude a éste en relación con el ego en Civilization and its Discontents (1930). Pero la dimensión psíquica de este modelo es suprimida por McLuhan aún más radicalmente que por Benjamin.

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34 Marshall McLuhan, Understanding Media (Nova York: McGraw-Hill, 1964), pág. 60, 53. Observen los diferentes trópicos del cuerpo. En Benjamin el cuerpo formal permanece central como un objeto de prótesis tecnológica y cómo una figura del cuerpo político. En Mcluhan es desplazado como un tropo por el sistema nervioso: el social se considera una red, no un cuerpo. En discursos más contemporáneos, el cuerpo social ha perdido incluso su integridad figurativa. Consideren también las distintas valoraciones dadas a los medios de comunicación. Benjamín considera el problema de la reproducción de valores del arte. Para McLuhan (y no hablemos de Debord) el arte ya no es un tema, y la imagen reproducida es sustituida por metastáticos medios de comunicación. Y en la actualidad, la extraña tesis de McLuhan, “el contenido del medio es otro medio”, se ha convertido en el eslogan habitual de los cyberpunks, “los ordenadores han hecho desaparecer las otras máquinas”.

35 Sobre la visión mecánica, véase Paul Virilo, War and Cinema, traducción de Patrick Camiller (Londres: 1989).

36 Véase Peter Sloterdijk, Critique of Cynical Reason, traducción de Michael Eldred (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987).

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Cocido y Crudo

De entre los diferentes textos que se incluyen en el catálogo de la muestra Cocido y Crudo, dejando al margen el perteneciente a Dan Cameron, teórico e inventor de la muestra en tanto que discurso y proyecto, el escrito por el comisario y también teórico hispano cubano Gerardo Mosquera es el que mejor ha sabido, leído cuando han transcurrido más de dos décadas del evento, aguantar la presión o el rodillo del tiempo, o lo que es lo mismo: quien de una manera más efectiva supo abstraerse de particularismos estilísticos para lanzar su ensayo a un tiempo por venir, o aquello que indefectiblemente sucederá. En realidad, el ensayo — brillante, irónico, de alguna manera entrañable, intelectualmente sofisticado con un humorismo voluntariamente doméstico, especulativo desde una consideración histórica, antropológica, del hecho artístico— ya avanzaba todas estas cualidades referidas desde el mismo título dado por su autor, “Cocinando la identidad”. A mí se me hace, y la expresión es insolentemente borgiana por lo que a continuación

argumentaré, que este texto es una lectura tan inteligente como irreverente de la famosa crítica que Borges hizo sobre el innecesario “color local” que se exige a la literatura argentina (y latinoamericana por extensión). Dicho argumento lo escribió el ciego más famoso de la literatura universal desde Homero en la temprana fecha de la década de los veinte del pasado siglo, y se encuentra en su seminal ensayo “El idioma de los argentinos”. Así entonces en el ensayo de Mosquera, que lleva por subtítulo “Ventanas hacia América Latina”, podemos leer una seria y rigurosa disertación sobre los “peligros” (insisto: hay mucho humor del bueno y del serio en este escrito) de una excesiva cocción de la identidad de las repúblicas americanas que hablan español y portugués (el fatigoso color local que denunciaba Borges), tanto como una llamada de atención a que esa fatigosa e insistente lectura de “mil años de soledad” no estuviera bendecida desde el interior de la clase artística e intelectual de América Latina, en una especie de sabotaje de

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Comisario: Dan Cameron Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, entre el 14 de diciembre de 1994 y el 06 de marzo de 1995.

“quinta columna” defensora, contra todo y contra todos, del color local del arte producido al sur del Río Grande. El ensayo de Gerardo Mosquera es, como no podía ser de otra manera, profundamente latinoamericano, pero también hay en él una rara y muy seductora cualidad moral (en el sentido de Michel de Montaigne), como si buscara con sereno convencimiento un racional equilibrio entre las zonas en conflicto: lo local/nacional y lo universal/internacional, entre Occidente y el otro Occidente, entre lo crudo americano y lo cocido europeo, entre lo primitivo y fantasioso de “las venas abiertas de América Latina” y lo racional y moderno de las cansadas y ricas sociedades europeas o desde el paradigma/espejismo de Nueva York antes de que ella misma se convirtiera en territorio latino, entre tropicalismos selváticos y “Le plat pays” que cantaba Jacques Brel refiriéndose a su Bélgica natal. En un momento del texto leemos lo siguiente: “La eñe es casi una bandera de quienes no diseñamos los ordenadores”. Entiendo esta frase más que desde su cualidad reivindicativa como una arrogante (en su mejor aceptación) estrategia —vivencial, existencial,

relacional— de cara a un futuro “híbrido”; pues llegados a este punto, a este calificativo, me parece oportuno e importante señalar que el texto de Mosquera (en su idea e intención) se adelanta unos años al conocido ensayo de Néstor García Canclini Culturas híbridas – Estrategias para entrar y salir de la modernidad, con el que comparte, además de hibridaciones de diferente cualidad y condición, no pocas estructuras discursivas de deseo y conocimiento, y ello es, lógicamente, otra razón importante para haber seleccionado este texto. Acabamos con unas frases, inteligente y divertidas, del propio Gerardo Mosquera: “Simón Rodríguez, maestro de Bolívar y uno de los primeros pensadores poscoloniales, se lamentaba hacia 1840 de lo atraídas que se sentían las nuevas repúblicas latinoamericanas hacia todo lo que viniera de Europa o Estados Unidos. ‘Ya que tratan de imitar todo’, decía, ‘¿por qué no imitarán la originalidad?”. Ciertamente no resulta fácil, si de “identidades” hablamos, lograr el punto exacto de cocción.

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Luis Francisco Pérez, 2017

Cocinando la identidad

Gerardo Mosquera

Ventanas hacia América Latina

En vez de un discurso lineal, voy a presentar algunos fragmentos, como ventanas en un ordenador: cajas de diálogo hacia América Latina, programadas desde allí dentro. Tal estructura es una metáfora, pues considero que la aceptación del collage resulta decisiva para nuestro continente. Algunas ventanas son reflexiones, otras son mitos, citas y hasta chistes, como alegorías de problemas del arte y la cultura de América Latina en los procesos contemporáneos.

Hace medio siglo el antropólogo cubano Fernando Ortiz proclamó el ajiaco como metáfora de la cultura híbrida. Este plato es un sopón hecho con los ingredientes más diversos, que se van fundien-

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I
Cocido y Crudo

do en un caldo de síntesis. La metáfora puede mantener vigencia para las regiones culturales de tipo “caribeño”, donde predomina la mixación etnogenética, y para los procesos de hibridación contemporáneos, impulsados por la globalización, las migraciones y la comunicación. Pero habría que ajustarla resaltando que no todo es síntesis en el ajiaco: siempre quedan huesos, tubérculos y granos que no se funden, aunque aporten su sustancia al caldo. Me refiero a la conservación de elementos culturales autónomos, por ejemplo, los complejos religioso-culturales afroamericanos en Brasil, Cuba, Haití, Trinidad y otros países. Pero América Latina no es comida de un solo plato. Aquí hay mezcla tanto como mosaico, síntesis al igual que fragmentación. Junto con el ajiaco no del todo disuelto, el menú latinoamericano incluiría, como primer plato, lo que en Cuba llamamos “moros con cristianos”: una comida donde el arroz y los frijoles negros se cocinan juntos, pero sin confundirse. ¿Y para beber? Una Coca-Cola.

El tema de la identidad parece una maldición que no deja libre a la crítica, y al arte mismo, en América Latina. Pero la maldición no es gratuita: proviene de los problemas “ontológicos” del Yo latinoamericano, resultado de condicionantes únicos de la historia, geografía y procesos etnoculturales del continente. La colonización temprana, el sometimiento o exterminio de los pueblos nativos, el trasplante masivo de los esclavos africanos, los procesos de acriollamiento e hibridación, diferenciaron a América Latina del resto del mundo. Las nuevas naciones se fueron construyendo sobre estos procesos, trazadas por las contingencias de las guerras de independencia, la política y el caudillismo. La etapa poscolonial comenzó en América Latina a inicios del siglo XIX y, entre otras cosas, se ha caracterizado por la dependencia neocolonial de Estados Unidos, la continuación de inmigraciones de europeos durante el XIX y buena parte del XX, y las emigraciones latinoamericanas de los últimos tiempos.

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II

Dentro de esta heterogeneidad, el latinoamericano ha tenido siempre que preguntarse quién es, simplemente porque resulta difícil saberlo. En Discurso salvaje , un libro fascinante, el pensador venezolano Briceño Guerrero contrapone decenas de proposiciones opuestas acerca del ser latinoamericano, argumentando a favor de cada una, como si todas fueran posibles. Dobrú, poeta de Surinam, usaba la metáfora del árbol, repitiéndola como un conjuro para dar unidad a lo diverso. One bon/ One bon/ sommany wi wiri/ one bon (Un árbol! un árbol/ tantas hojas/ un árbol). El poeta mulato cubano Nicolás Guillén se preguntaba por su verdadero apellido: “¿Seré Yelofe? ¿Quizá Guillén Kumbá? ¿o Kongué? ¿Pudiera ser Guillén Kongué? ¡Qué enigma entre las aguas!”.

Si tomamos un caso cualquiera del orbe poscolonial, por ejemplo un efik, veremos que a esta persona siempre le resultará mucho más claro orientarse dentro de los distintos planos que enmarcan su existencia: el de su cultura tradicional, el del orbe occidental y el mundo de habla inglesa, el de su ciudadanía en el país multinacional llamado Nigeria, y aun en el Estado de Cross River. En América Latina la colonización fue diferente, y todo se fue mezclando y desdibujando desde el primer momento. El latinoamericano se confunde entre Occidente y No Occidente porque participa de ambos “genéticamente”. No ha conseguido asumir su “inautenticidad”, por lo que necesita afirmarse mediante relatos que lo ontologicen. O proclama que es tan o más europeo, indio o africano que cualquiera, o se acompleja por no serlo del todo. Cree pertenecer a una nueva raza de vocación universalista, o se siente víctima de un caos o escindido entre mundos paralelos. Tal diversidad a veces tiene ventajas prácticas: el gobierno de Cuba nos ha proclamado indoamericanos, africanos o gallegos según su conveniencia.

Tal vez el debate posmoderno nos prepare más adecuadamente para la aceptación del fragmento. La neurosis del Yo latinoamericano puede compensarse mejor según nos reconozca-

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Cocido y Crudo

mos más en la yuxtaposición y menos en la fórmula del mestizaje como hibridación cultural armónica. No quiere decir que este último no constituya uno de los procesos clave de la etnogénesis en América latina. Yo mismo lo he destacado no sólo como fusión de etnoculturas diferentes sino de diferentes estructuras sociales y sus conciencias correspondientes, o sea, en cuanto “mestizaje del tiempo”. Pero hay que estar en guardia ante el empleo del concepto en calidad de discurso demostrativo de una supuesta equidad cultural, étnica y social en proyectos nacionales falazmente integradores, que a menudo marginan a grandes sectores, y aun a la mayoría de la población. Como las burguesías blancas criollas construyeron los nuevos países sobre relatos de fusión nacional, a los estados latinoamericanos les cuesta reconocerse como multinacionales, a pesar de vivir en ellos tantas gentes que a su vez no se reconocen guatemaltecas, brasileñas o bolivianas.

La cuestión de la identidad cultural ha aparecido sorpresivamente, en Europa y por todos lados, a las puertas del III milenio. Resulta un tema natural en una nueva época donde se entrecruzan procesos de descolonización y neocolonialismo, globalización y multiculturalismo, auge de las comunicaciones, migraciones cuantiosas, reajustes poscomunistas, apertura de fronteras, racismo y guerras entre tribus europeas. No es extraño que ahora se subraye el sentido dinámico, metamórfico, de la identidad como espacio de mudanza tanto como de conservación. Las complejidades del nuevo debate resultan muy fecundas para transformar las bases de la vieja discusión en América latina, precisamente en el momento en que éste pierde interés. Es una ironía sabrosa que después de que la crítica de arte latinoamericana se fatigó tanto en discusiones acerca de identidad y cosmopolitismo, originalidad y mímesis, universalidad y localismo, Occidente haya descubierto de pronto que el planeta entero es un solar mestizo, relativista y multicultural, y que, como ha dicho James Clifford, “quizás ahora todos somos caribeños en nuestros archipiélagos urbanos”.

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Simón Rodríguez, maestro de Bolívar y uno de los primeros pensadores poscoloniales, se lamentaba hacia 1840 de lo atraídas que se sentían las nuevas repúblicas latinoamericanas hacia todo lo que viniera de Europa o Estados Unidos. “Va que tratan de imitar todo”, decía, “¿por qué no imitarán la originalidad?”

IV

La antropología, más que la crítica del arte y la literatura, se ha ocupado hoy de discursar en todos los campos la nueva visión de la identidad. Tiende, desde una óptica posestructuralista, a interpretarla como un proceso de construcción activa. Pone el énfasis en la dinámica, la volición y aun la invención, disminuyendo el papel conservador de la tradición. Este discurso sin duda responde además a la tendencia hacia las identidades múltiples y la hibridación, propias del auge de las migraciones, el multiculturalismo y la mayor diversificación del orbe “global”. El antropólogo turco Mehmet Ü Necef ha hablado hasta de “juegos étnicos”, en los cuales los individuos adecúan sus identidades, o los fragmentos de ellas, según su propia conveniencia, o sólo lúdicamente. Antes, la identidad fragmentaria desorientaba y escindía. Hoy se la asume, transformando en ventaja lo que se sufría como contradicción.

Toda esta “liberación” de la identidad ha arrojado mucha luz para comprenderla de modo más abierto, borrando los esencialismos que casi siempre limitaron su teoría y su práctica. Esto resulta particularmente útil para las culturas poscoloniales, con frecuencia entrampadas entre la “autenticidad” de “las raíces” y el “colonialismo” de lo contemporáneo. Desaparecen los complejos e incomprensiones en la creación de cultura nueva, neológica, heteroglótica, inventora de identidad acorde con el sincretismo propio de los procesos actuales. Según suele ocurrir, también se ha exagerado hacia un “construccionismo” que ignora el factor de la experiencia

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Cocido y Crudo

específica vivida por los sujetos. Ella establece un marco para la acción creadora en el diseño de las identidades.

Puede ser útil recordar la polémica desarrollada entre los escritores africanos a inicios de los sesenta, polarizada en los conceptos negritud y tigritud. La negritud correspondía a la búsqueda, invención y proclamación de una identidad, era un proyecto de construir cultura africana nueva. La tigritud procedía de la siguiente advertencia de Wole Soyinka: “Un tigre no anuncia su tigritud: salta. Un tigre no está en la selva y dice: Yo soy un tigre. Al pasar junto al lugar donde está el tigre y ver el esqueleto de la gacela es cuando se sabe que allí ha rebosado tigritud”. La metáfora enfatiza la identidad vivida espontáneamente, como acción natural. No es casual que la primera posición fuera defendida por intelectuales del África y el Caribe francófonos, y la segunda por los del África anglófona. El poder colonial francés buscó el afrancesamiento de los colonizados y gobernó mediante instituciones y funcionarios metropolitanos. La liberación implicaba desafrancesarse y rediseñar una cultura propia. Inglaterra empleó el “indirect rule”, conservando instituciones y funcionarios africanos en la base, por lo que la gente permaneció más dentro de su propia cultura.

El artista y crítico Luis Camnitzer es de origen judío-alemán, creció en Uruguay y vive en Nueva York desde hace treinta años. Ha escrito acerca de su cultura dividida y las implicaciones en cuanto artista. Casado con una norteamericana, tiene dos hijos que no hablan castellano. Una vez lo visitaba en su hogar y lo escuchaba conversar en inglés con su familia, cuando la perra de la casa se puso a molestar ladrando con insistencia. Camnitzer interrumpió su plática, se viró hacia ella enfadado, y le gritó: “iCallate, boluda!” con marcado acento rioplatense. Me impresionó aquel estallido espontáneo de su “uruguayez”.

Con posterioridad he notado que la gente no suele hablar a los perros en lengua extranjera. Los perros, dondequiera que estén, constituyen un espacio de libertad cultural. Uno les habla y los trata como nace hacerlo.

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El sentido de esta anécdota podría ser contradicho por otra. Cuentan que hace tiempo Camnitzer fue intervenido quirúrgicamente, y, al volver de la anestesia, deliraba en alemán.

Recientemente publiqué en la más importante revista de arte que se edita en América Latina un comentario sobre la muestra de Luis Camnitzer, Alfredo Jaar y Cildo Meireles comisariada por Mari Carmen Ramírez y Beverly Adams en la Huntington Art Gallery de Austin. En él decía que la exposición “reunió a tres de los más importantes artistas conceptuales de hoy”. La revista circula internacionalmente e incluye traducciones al inglés de todo su material. La frase que acabo de mencionar fue traducida así: “The exhibition inciudes works by three of the most important contemporary conceptual artists from Latin America” (subrayado mío). Sin duda, el traductor trató de añadir precisión a mi frase, que debió parecerle anfibológica. Tratándose de artistas latinoamericanos, no podía pensar que yo realmente quería significar que Camnitzer, Jaar y Meireles eran “tres de los más importantes artistas conceptuales de hoy”. Es como si el hecho de ser latinoamericano condenara ontológica y fatalmente a lo local, como si el arte latinoamericano tuviera que quedar siempre encuadrado en marcos prefijados de circulación y valor. La precisión que me hizo el traductor demuestra prejuicios muy generalizados y hasta subconscientes, que impiden mirar al arte latinoamericano sin los espejuelos de la sospecha o el paternalismo. El arreglo de mi frase era a la vez una corrección a la crítica de arte latinoamericana dispuesta a salirse del ghetto y a discutir en términos amplios, construyendo discursos internacionales desde su propia perspectiva y emitiendo juicios generales. Que esta enmienda haya tenido lugar en una revista latinoamericana que realiza una labor crucial de análisis y promoción del arte del Continente, resalta la contradicción dentro de nuestro propio campo.

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Sabemos que la crítica, la historia y la teoría del arte han sido construidas en buena medida con una visión eurocéntrica. El problema es que continúan siéndolo. En el terreno de la literatura, René Etiemble exclamaba hace ya bastante tiempo: “Ni un solo Ibn en una Teoría Literaria”, descalificando el texto clásico de Wellek y Warren. Sin embargo, continúa pareciendo normal que se escriba acerca del arte contemporáneo en términos explícitos o implícitos de universalidad, sin tener en cuenta no sólo el arte contemporáneo no occidental, sino el que permanece fuera de los grandes circuitos.

La crítica con demasiada frecuencia se desenvuelve sobre la base de la Historia del Arte como relato teleológico construido desde Occidente con pretensiones globales. En este relato la producción estético-simbólica de la mayor parte del mundo es subvalorada, considerada aparte de la corriente principal, o reducida a bantustanes, como espontáneamente me hizo el traductor. En realidad, la crítica, la historia y la teoría del arte han sido grandes relatos ninguneadores —como dirían en México— hacia el Tercer Mundo. Este ninguneo modela la historia de modo eurocéntrico, y desde ella la teoría del arte y la literatura, que a su vez condicionan metodológica y axiológicamente el discurso histórico, en un círculo vicioso alrededor de Occidente. Paradójicamente, en este sistema el valor artístico se relaciona con la capacidad de “universalidad”. Se erige una extraña estratigrafía que clasifica las obras de acuerdo a si su valor es “local”, “regional” o “universal”. Se comenta que un artista es importante a “escala continental”, que otro lo es “al nivel del Caribe”. De más está decir que si tienen éxito en Nueva York serán “universales” de inmediato. La producción elitaria de los centros es automáticamente considerada “internacional” y “universal”, y sólo se accede a estas categorías al triunfar en ellos. Aunque existe una crítica sociológica de los mecanismos que construyen el valor, se tiende a aceptar los juicios establecidos, que se han asentado formando un substrato de los discursos sobre el arte, más allá de los condicionamientos sociales y etnoculturales. Los sistemas

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de prestigio instituido han penetrado hondo dentro de nosotros y producido metástasis.

La llamada “escena artística internacional” funciona como un sistema de apartheid. En ella puede encontrarse un espacio, pero es difícil salir de él, porque el sistema ha sido estructurado jerárquicamente. Por eso, para bien o para mal, el latinoamericano siempre tiene que mostrar su pasaporte. Mi traductor tenia razón.

EI castellano es una lengua en auge. Alrededor de 330 millones de personas lo tienen desde la niñez. Vivimos una época de grandes migraciones, y las eñes se han desplazado también hacia los centros de poder y riqueza. Estados Unidos es el cuarto país de habla castellana, después de México, España y Colombia. Se calcula que en unos años más será el tercero. Esto implica transformaciones culturales, y es ejemplo de una invasión del Sur hacia el Norte que avanza por doquier.

Las lenguas y culturas se encuadran en estructuras de poder: hay lenguas y culturas de los ricos y de los pobres, hegemónicas y subalternas. La eñe es casi una bandera de quienes no diseñamos los ordenadores, y su afirmación forma parte de una contracorriente hacia la pluralización, propia de los procesos globales. La transterritorialización física y cultural de las periferias hacia los centros diversifica al máximo un tablero nada homogéneo, donde se combinan muy distintos centros y periferias e interconexiones entre ellos. Terceros mundos dentro de primeros mundos y viceversa, como señaló Trinh T. Minh-ha.

VII

No hace mucho participé en un simposio que convocó en Brasil a artistas, críticos, comisarios y profesores latinoamericanos, europeos y norteamericanos para discutir acerca de la identidad artística

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y cultural de América Latina. Cada vez que nos reuníamos, hablábamos en inglés.

(El inglés ha devenido idioma mundial en la práctica, mientras el esperanto —al igual que tantas utopías— quedó como una especie de hobby. La universalidad de la síntesis omniparticipativa fue derrotada por la universalidad del poder. Pero todo latín corre el riesgo de estallar en virtud de su propia generalización. En la reunión se escuchaban muchos acentos.)

VIII

El artista y ensayista paquistaní Rasheed Araeen, quien desde hace muchos años vive en Londres, ha contado la siguiente anécdota:

“A fines de 1972 fui a Pakistán en unión de mi esposa, y viajamos allí durante dos meses. La idea era explorar la posibilidad de mí ‘regreso’ a la patria. Resulta tal vez irónico que el más duro golpe a mi ‘dentidad cultural’ fue propinado mientras viajaba por Pakistán —mi propio país, mi propio hogar— y en un momento cuando ‘regresaba’ a casa, aunque temporalmente, en busca de mi Yo ‘real’. Estaba en Lahore, acompañado por mi esposa. Caminábamos por una calle cuando reparé en un limpiabotas sentado en el pavimento. Decidí limpiar mis zapatos. Mientras el hombre lo hacía, entré en conversación con él y, por supuesto, hablamos en urdu, la lengua principal de Pakistán. Durante la conversación, me preguntó si yo podría llevarlo a mi país. Le dije: ‘¿Qué?’. ‘Quisiera ir a su país’, me contestó muy serio. ‘Pero éste es mi país, yo soy paquistaní’. Según trataba de convencerlo acerca de mi identidad real, él me interrumpía: ‘No, no, no, usted bromea. Usted habla muy bien urdu, pero usted no es paquistaní’. Me mantuve insistiendo en que yo era paquistaní, pero él no se inmutaba. En vista de eso cambié de lengua, y le hablé en punjabí, que es el idioma del Punjab y mi lengua materna. ‘Mire, soy punjabí. ¿No me cree ahora que soy paquistaní?’. El hombre miró hacia mí, deteniendo el cepillo, ‘Usted es muy listo, señor. Usted habla muchas lenguas’.

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Tenemos la ilusión de vivir en un orbe de comunicaciones e intercambios globales. Continuamente se habla de globalización, y uno imagina un planeta interconectado reticularmente hacia todos lados. En realidad, estas conexiones se tienden dentro de esquemas radiales y hegemónicos alrededor de los centros de poder, dejando desconectada entre sí buena parte del mundo, o conectándola de modo indirecto por vía —y bajo el control— de los centros. La globalización que experimentamos es la expansión de una red mundial de centros de poder un poco más diversificados y sus zonas económicas múltiples y altamente diversificadas, trazadas sobre ejes Norte-Sur. Poco ha avanzado la globalización Sur-Sur. Durante los años cuando viajé por África comprobé en la práctica que con frecuencia la mejor manera de ir de un país a otro fronterizo es vía Europa. Como no tenía dinero para hacerlo, quedaba fuera del sistema, en una zona de silencio. Esta estructura de globalización axial y zonas de silencio macro-conforma las redes económicas, políticas y culturales del planeta. La tan llevada y traída “globalización” es en verdad una globalización desde y para los centros, con limitadas líneas Sur-Sur.

Tal globalización, a pesar de sus limitaciones y controles, ha dinamizado y pluralizado algo la circulación cultural, pero lo ha hecho siguiendo los mismos canales trazados por la economía, reproduciendo en buena medida las estructuras de poder. Y ha introducido el espejismo de un orbe transterritorial, omniparticipativo, de diálogo multicultural, con corrientes en todas direcciones.

Cuba ha sido un foco principal del desarrollo de la religión de los yoruba —una de las mayores etnias de África— en América. Como parte de ella se ha conservado el sistema de adivinación de Ifá, oráculo sagrado de los pueblos yoruba y ewe-fon. Lo usan los

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sacerdotes de Orula-Ifá, dios de la sabiduría y la adivinación, llamados babalaos (“padres de los secretos”). El dios diagnostica y aconseja mediante este complejo sistema. En una ceremonia el babalao tira una cadena cuyos elementos, según la combinación en que caigan, referirán a uno de los 365 odduns o signos mitológicos. Cada uno de ellos contiene varios mitos yoruba, cuya interpretación alegórica sirve para conocer la palabra del dios.

No sé si se podría hacer una consulta al oráculo en nombre del arte poscolonial, pero bien lo necesitaría en virtud de las incomprensiones, exclusiones y contradicciones que a menudo sufre en su laberinto de la alteridad. De todos modos, varios de los mitos de lfá podrían servir como metáforas iluminadoras sobre problemas de este arte y su relación con los centros.

En el primer oddun, llamado Ellobe Melle, figura un mito wittgensteiniano que narra cómo Orula salió un día en busca de una tierra donde las cosas fueran distintas. Andando sin rumbo fijo fue a dar a la Tierra de los Monos. Encontró a uno de ellos y le preguntó su nombre. “Mono”, respondió. ¿Y tu padre? “Mono”. ¿Y tu madre? “Mona”. ¿Y tu hermano? “Mono”. “Esto no me gusta”, pensó Orula, y siguió su camino. Llegó a la Tierra de los Elefantes y se topó con uno. ¿Cómo te llamas? “Elefante”. ¿Y tu padre? “Elefante”. ¿Y tu madre? “Elefanta”. ¿Y tu hermano? “Elefante”. “Esto tampoco me gusta”, pensó Orula, y prosiguió su búsqueda. Llegó entonces a la Tierra de los Gallos, donde se encontró con un joven y le preguntó su nombre. “Pollo”, respondió el interpelado. ¿Y tu padre? “Gallo”. ¿Y tu madre? “Gallina”. ¿Y tu hermano? “Pollito”. ¿Y tu hermana? “Pollona”. “Esto sí me gusta”, pensó Orula, “porque aquí todo es distinto”.

El oddun llamado Orbe Oche incluye un mito donde se cuenta de una asamblea que tuvieron todas las aves. Cada una iba llegando, saludaba a Olofi (Dios) y proseguía a ocupar su puesto. En eso entró un loro con un plumaje blanco tan puro que despertó envidia de todos. Subrepticiamente, un pájaro de la multitud le lanzó tinta, y otros ceniza, manteca de corojo, epó, almagre, cada uno

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por su lado, pero todos con el propósito de manchar su blancura. Avergonzado de tantas máculas, se presentó cabizbajo ante Olofi. Dios lo observó, y exclamó admirado: “iQué belleza! ¡Tienes el plumaje más rico entre todas las aves!”. Y lo mandó sentarse junto a él. El mito del camaleón aparece en el oddun Ojuani Melle.

Antes este animal tenía un solo color y carecía de collar. Envidiaba mucho a los perros, porque cada vez que desde su árbol veía pasar uno lo notaba diferente, con colores y collares distintos. Un día decidió ir a consultar el oráculo a casa de Orula. Éste le aconsejó que no envidiara ni deseara mal a nadie, porque el mal que se le desea a otro se vuelve contra uno mismo. Pero Orula le hizo “rogación” y después le dijo: “Vaya, ya está usted como quería”. El camaleón regresó al monte y se puso muy contento al descubrir que podía cambiar de color con sólo desplazarse, y que la piel de su cuello tomaba la forma de un collar. En eso apareció un perro. El camaleón lo llamó, y alardeó frente a él mostrándole sus colores cambiantes y su vistoso collar. A partir de este punto el mito continúa en dos versiones diferentes. Según la primera versión, el camaleón le dice al perro: “¡Ya soy igual que tú!”. El perro reflexiona un momento, y le responde mirándolo fijo a los ojos: “¿Qué has ganado con ocultar tu manera original?”. Según la segunda versión, más común, el perro sólo lo miró un momento con indiferencia, y continuó su camino. Siguiendo la moda de las “cartografías”, por esta ventana se verán algunas. La primera es el famoso mapa invertido de América Latina, dibujado por Joaquín Torres-García. Fue publicado por el artista uruguayo en 1935, en su manifiesto La Escuela del Sur. Allí proclamó: “nuestro Norte es el Sur. No debe haber Norte para nosotros, excepto en oposición a nuestro Sur”. Tal cartografía fue una aguda declaración que recolocaba a la América Latina en términos de su afirmación propia. Un reemplazamiento ideológico y cultural de gran importancia.

Pero similares rediseños cartográficos pueden tener implicaciones opuestas. Esta imagen sorprendente es el ex libris de A Naturalist in Cuba, publicado por Thomas Barbour en 1945 en

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Boston, como resultado de sus estancias en la isla para hacer trabajo de campo.

En casos como éste, colocar el mapa al revés podría significar la proclamación de una hegemonía preexistente. El Norte yendo hacia el Sur. Un mapa del poder, una cartografía desde la cima. Parafraseando a Torres podríamos confirmar una vez más que “nuestro Norte es el Sur”, como el artista estableció correctamente, pero también debemos estar alertas de que nuestro Sur es el norte de ellos.

La artista neoyorquina Maura Sheehan parece corroborarlo con sus obras de 1990 tituladas Lección de Geografía, donde usa una cartografía similar, pero con un sentido opuesto, de carácter crítico. XI

Cierro las ventanas con un chiste, a manera de alegoría final sobre una posible estrategia del arte latinoamericano hacia la resolución de sus dualidades entre Occidente y No Occidente, lo “primitivo” y lo moderno, lo nacional y lo internacional, etc. No es un chiste cubano o caribeño sino gallego, que mi madre solía contarme. No hace mucho, durante mi primera visita a Galicia, lo oí de nuevo después de tantos años, y me impresionó como una fábula acerca de un modo posible de enfrentar esas bipolaridades.

Un campesino tenia que atravesar un puente en muy malas condiciones. Entró en él atento, y mientras avanzaba con pies de plomo decía: “Dios es bueno, el Diablo no es malo; Dios es bueno, eI Diablo no es malo…”. El puente crujía y el campesino repetía la frase, hasta que finalmente alcanzó la otra orilla. Entonces exclamó: “¡Vayan al carajo los dos!”. Y prosiguió su camino.

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Inter/zona – Artes visuales y creación contemporánea en Barcelona

Comisario: Manel Clot Palau de la Virreina, Barcelona, entre abril y junio del 2000.

Inter/zona, más que una muestra de objetos de arte —planteamiento que Manel Clot, comisario de este proyecto, hubiera intelectualmente rechazado, no sin antes expresar en su rostro un gesto de disgusto o por lo menos de incomprensión— fue un “dispositivo de arte”, o creativo, de muy amplio registro representacional y discursivo, que no surgió de la nada, o en un momento de radical inspiración, sino que es, de alguna manera, la culminación del interés de Manel por abandonar un sistema de presentación de la producción artística contemporánea, que era incapaz, según él, de alinearse con la complejidad existencial del “aquí y ahora”: en arte, ciertamente, pero también en la vida. Una culminación, insisto, que venía precedida por otras muestras, o estrategias de visibilidad

creativa, también por él comisariadas. Me estoy refiriendo a Club. Arts & Lounge, en el Museo de Granollers, primero, pero sobre todo a Hipertronix, en el EACC de Castellón. Por supuesto, estos “inventos” (expresión que no le desagradaba) estaban acompañados, al inicio y después, de una solvente coreografía de brillantes textos teóricos de su autoría. Antes de proseguir quisiera hacer una pequeña aclaración. Es muy posible que este escrito denote, para nada involuntariamente, una especial cercanía personal con Manel Clot, y quienes así lo interpreten en nada estarían equivocados, pues me unía él una fraternal amistad que estaba más allá de lo profesional. Como ejemplo, uno entre los muchos posibles, decir que en el catálogo de Inter/zona se

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incluye un texto mío escrito a propósito y por invitación, lógicamente, de Manel. El brillantísimo ensayo que escribió para esta muestra —como solía suceder el escrito se iluminaba con luz propia e iba mucho más allá del estricto marco del dispositivo de representación— lleva por título “Tecnologías del presente. Inmemorias, síntomas, topologías, laboratorios, perspectivas” y es, como se puede comprobar, una segura, profunda y envalentonada declaración de intenciones. Este texto se divide en dos partes. Una primera de alta densidad teórica y la segunda son comentarios muy focalizados de cada uno de los artistas seleccionados y en especial de la o las obras presentadas. En esta compilación únicamente se reproduce el texto teórico (insisto: muy lúcido e inteligente), y por eso creemos muy justo y razonable que se sepan quienes fueron los 17 artistas seleccionados que oscilaban, por entonces, en edades que estaban entre los veintitantos, los más jóvenes, y los “mayores” que no llegaban a los cuarenta. Los creadores fueron: Raimond Chaves, Gustavo Marrone, Ester Partegás, Neus Buira, Connie Mendoza, Julia Montilla, Juan Pablo Ballester, Nuria Canal, Javier Peñafiel, Marco Rosso, Daniel Steegmann, Ricardo Echevarría, Carles Congost, Joan Morey, Metápolis, Óscar Abril Ascaso, Vicenç Vacca. Inter/zona, y tal como indica su subtítulo, era una topografía de la escena artística de Barcelona en ese momento, pero no únicamente, pues también se ponía el punto de atención, a modo de reconocimiento y homenaje, a todo lo que, creativamente, sucedió

en esta capital durante las dos últimas décadas. Es decir a partir de la década de los 80. Todo ello está perfectamente analizado en el texto de Manel con las singulares características lingüísticas y discursivas de su escritura. O por decirlo utilizando palabras y conceptos muy queridos por él: de una manera hipertextual, rizomática, en planos de consistencia y en la transzonalidad de los vínculos subterráneos. Este escrito, el mío, no tiene más fin que estimular e invitar a la lectura desprejuiciada del muy inteligente texto de Manel Clot, pues ni el más riguroso y afectivo/efectivo de los resúmenes daría cumplida cuenta de la riqueza polisémica de un ensayo que si ha sido seleccionado es precisamente por eso, por su riqueza. Acabemos nosotros con las frases finales del ensayo de Inter/zona. Son las siguientes, y que sirvan como jugoso aperitivo para la lectura de la totalidad del ensayo: “Casi podíamos afirmar, al hilo de estas ideas, y aún que sea como hipótesis de trabajo desde donde reemprender los temas mostrados hasta aquí, que la experiencia artística contemporánea no redime sino ilustra, no emancipa sino reconfigura, no sustituye sino ocupa, no expresa sino formula, convoca la realidad y la actualiza: constituye, en el sentido más amplio, una experiencia ‘política’, más relacionada con una conciencia irreversible del tiempo y de sus tensiones que con una voluntad sobrevenida”. Manel Clot falleció en Granollers, su ciudad natal, el 03 de marzo de 2016 a los 59 años de edad.

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Luis Francisco Pérez, 2017

Manel Clot

Tecnologías del presente Inmemorias, síntomas, topologías, laboratorios, perspectivas

A menudo vemos cómo las aproximaciones teóricas o especulativas que se desarrollan en el escenario de la producción artística contemporánea se realizan todavía con los mismos instrumentos y los mismos recursos —convertido todo ello en pura retórica— instaurados y empleados para trabajar sobre producciones pretéritas, codificadas en función de otros elementos: un lenguaje —el de la crítica, pongamos por caso— como instrumento de poder se ratifica, así pues, cada día en una función pobremente legitimadora a base de recurrir a parámetros rutinarios, perezosos, inerciales y ahistóricos, desprovistos de todo contexto temporal y de toda lógica espacial, en las afueras de toda experiencia del mundo, casi

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Inter/Zona, 2000
Inter/zona – Artes visuales y creación contemporánea en Barcelona

agotados por el uso indiscriminado, y sin aportar ninguna clase de ampliación ni de intento de adecuación o actualización del método al objeto, del sistema al comportamiento, sobre todo cuando las características, pretensiones, condiciones y situaciones sociales de este objeto y de este comportamiento contemporáneos se encuentran ya a años luz de distancia de las que conforman el aparato paradigmático de los analistas. En realidad los comportamientos ampliados están surgiendo y se han ido creando a años luz de distancia con relación a los estamentos fundamentales de la legitimación que todavía quiere aportar el método. Aquí está uno de los inicios de los continuos y angustiados interrogantes sobre el fin del arte y de los procesos históricos —y por consiguiente ideológicos— que lo instalaron en el lugar que socialmente —culturalmente— ocupa. O tal vez es que en realidad se trata tan solo de una —y posible— muerte del arte, la muerte del arte tal como la hemos entendido hasta ahora: una muerte, sí, todavía corpore insepulto. Una muerte occidental, compleja y múltiple, con la que los nuevos imaginarios del lenguaje no encuentran ya su ubicación ni su característico lugar confortable: tal vez porque lo que muere —lo que va muriendo irremediablemente— son las narrativas, los grands récits, y no los temas de las narrativas.

Y gran parte de los aparatos paradigmáticos y metodológicos del análisis crítico solemos encontrarlos todavía ahora faltos de indicio alguno de crisis o incertidumbre, sin muestras de responsabilidad epocal o contextual, aunque parece imprescindible que cualquier tentativa de análisis o aproximación deba pasar por una primera consideración cultural antes que por cualquier autonomía y especificidad artística confortable, que no es que no pueda ser, claro está, sino que ya se ha mostrado totalmente insuficiente para alcanzar con cierta ambición y conciencia —y generosidad— la complejidad y la rotunda apertura de horizontes discursivos que toda producción cultural demuestra, rebaja, reclama y requiere: una condición de experiencia, en resumen, más que una simple figura clínica, que designa el estado de esta producción cultural

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contemporánea después de las transformaciones que han afectado a las reglas del juego de la ciencia, el pensamiento, la literatura y las artes a todo lo largo del siglo XX, especialmente intensas en su segunda mitad. Así pues, un blindaje tan oscuro y obstinado endurece notablemente los perímetros de toda posibilidad ulterior de reflexión crítica rigurosa.

La primera pregunta que debemos formularnos en estos ámbitos tan proclives y entregados a la discusión entre cierto esencialismo de carácter universalista y un notable relativismo de carácter más contextual en lo que respecta a las características, configuraciones y reconocimientos de la producción artística —aun cuando lo haríamos extensivo a aquel sentido de construcción cultural como resultado de un modo de producción—, girarla en torno a la vigencia —o, incluso la existencia hoy en día— de la idea de la aún tan invocada experiencia estética como método esencial —no sé si, a estas alturas, también salvífico— del análisis artístico (como lenguaje de validación y como proceso de legitimación que suele fundamentarse, entre otras cuestiones en una, finalmente adquirida, autonomía del arte, una de las investigaciones fundamentales, por otra parte, de los procesos de progreso y emancipación emprendidos por los postulados impulsores de la modernidad) en el debate contemporáneo, una recurrencia última y prácticamente vacía cuando ya se han fundido los vínculos entre la experiencia de vida (la experiencia de mundo) puesta en escena por el artista, por una parte, y la que se fundamenta en la herencia y los dispositivos funcionales del analista, por otra, convertidos para siempre en dos extraños con prevenciones y prejuicios de todo tipo. Y si la primera pregunta supone cuestionar la validez de la experiencia estética como método interpretativo y validador único, la segunda y la tercera, encadenándose casi dialécticamente las tres, se referirán, respectivamente, a qué queda después de la supuesta muerte del arte (como sistema codificado de signos, no como actividad), y en qué grado se distinguirán ahora las diferencias entre alta cultura y cultura popular, dos espacios ya considerablemente ampliados y

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desplazados. Tal vez por esto mismo, además, unos conceptos mezclados, o combinados, como los de autonomía de la obra de arte y de experiencia estética, o los de consumo y circulación masiva/ masificada y de singularización socioeconómica, aparecen también vinculados, desde la pretensión de una especie de principio de autoridad consensuado, a otros temas como el de la supuesta condición universal del arte, regida en su fuero interno por imprecisas cuestiones de sensibilidad —gusto— y de criterios de validación homologados socialmente.

Esto no es así, ni puede serlo en modo alguno: la defensa neurótica de esta universalidad —que ya no podría ser estética sino, como mucho, visual o, incluso, en el peor de los casos, óptica o perceptual— no sólo olvidaría aquella capital —y escalonada— mort de I’auteur (hombre-occidental-blanco-heterosexual-burgués-católico), sino que privarla a los contenidos del discurso artístico de toda diferencia y toda posible (re)construcción de raza, género, régimen, confesión y lugar, imponiendo como normalidad (que debe venir de norma), una vez más, tanto los sutiles vínculos como los toscos lazos que anudan poderosamente ideología y gusto, poder y normalidad, artes y buen gusto, cultura y distinción, cultura e imperio. Por el contrario, y totalmente al revés de la desesperada propensión a considerar efectos estrictamente perceptuales, retinianos (¿visionales?), la progresiva conciencia de una enorme cultura visual environamental construida en el marco específico de lo social y que alcanza diferentes aspectos del arte, la comunicación y la cultura, hará también del hecho-de-mirar y de la mirada (del artista y del espectador, del flaneur del siglo XXI y del paseante indolente, del viajero homeless y del clubber especializado, del recluido en el gueto y del apátrida convulsivo, del zapper compulsivo y del adicto a las consolas) una condición analítica renovada y que se ha hecho mucho más compleja y poliédrica, esforzándose por la institución y el reconocimiento de estéticas notablemente policéntricas y de retóricas fundamentalmente descentradas en el marco de la producción.

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Además, al hilo de estas cuestiones expresamente generalistas, podríamos repensar en la rigurosa necesidad de un sentido de la contextualización o de la socialización analítica como responsabilidad o conciencia histórica, una conciencia del presente que implica precisamente considerar los amplios fenómenos de la producción cultural desde una óptica si no materialista o dialéctica sí inserta en los cultural studies, una propuesta, más que interdisciplinar, transdisciplinar, integradora de las voces de las (sub)culturas populares siempre excluidas del discurso de poder único en que se basa la doxa de la cultura como lugar privilegiado de la ideología, junto con los elementos que hacen de la idea de tecnología y ciencia una dedicación pre/perversa, que desde lejos recoge una parte considerable de las formulaciones de Walter Benjamin sobre la necesidad de la presencia de las relaciones sociales y de las condiciones de producción en todo análisis cultural, y que anticipa algunas de les formulaciones rizomáticas presentes en una parte muy importante de la analítica instalada y desarrollada ampliamente en el corazón de la postmodernidad. En los tres estadios, además —cronológicamente consecutivos e ideológicamente enlazados por condiciones históricas comprensibles y visibles—, tres elementos más de discusión y de construcción de ideología y de regímenes de producción se vinculan como método posible, sistema operativo, condición ejecutiva o planteamiento funcional: las relaciones entre alta y baja cultura, el uso de tecnologías y el impacto de éstas en la reconsideración social y en la reconfiguración formal de la producción cultural (vinculándose a la inestabilidad y al consumo masivo/masificado y con la consiguiente accesibilidad al producto cultural ya no elitista), y la idea amplia de la hipertextualidad, convertida en imagen visual por antonomasia de la transzonalidad de los vínculos subterráneos y rizomáticos, así como de los planos de consistencia que acaban por mostrar gran parte de los diferentes ámbitos que, ya en la actualidad, forman el tejido cultural en donde se inserta el discurso de la producción artística contemporánea, un sistema relacional poderoso y múltiple que complejifica y socia-

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liza las relaciones e inversiones, también en la esfera de lo público y es escenario de lo privado, y un sistema relacional cuyos marcos se muestran en un proceso continuo de ampliación y reformulación, aun cuando, al fin y al cabo, todavía habría que interrogarse respecto a si esta idea de cultura contemporánea, incluso la occidental, puede considerarse realmente homogénea.

Y aquí, la idea del hipertexto ya aparece como sinónima y designadora de red, de contexto, de interrelaciones, de multidireccionalidad, de envíos, de polisemias, de desbordamientos, de interactividad, de combinatoria, de transversalidad, de territorios, de narratologías, de rizomorfismos, de ramajes, de estratificaciones, de texto, en suma, de texto como campo metodológico, aquel texto que tanto entusiasmó a Roland Barthes, aquel texto tejido —que hay que ejecutar como única activación posible de sus mecanismos de significación y referencia— que, más allá del placer constitutivo, incorporaba toda una serie de figuras que tradicionalmente habían sido proscritas en todo discurso cultural (de poder, obviamente), unas figuras de algunas de las cuales Benjamin ya había enunciado y anunciado su aparición inminente y efectiva al principio de los años treinta, especialmente en sus textos más canónicos y fundacionales (textos, por otra parte, de los que deslumbra incluso ahora una especia de inagotable capacidad para adaptarse, tan críticamente como el primer día, a los tiempos presentes y a las condiciones de producción —sociales, económicas e ideológicas— actuales): el espectador, la reproductibilidad, la autoría cuestionada, la socialización, la popularización, la unicidad sin aura, el alcance inmediato, las políticas de la visión, el imperio del consumo, la lógica de la narración, el pensamiento complejo, las estructuras no lineales ni evolutivas, el tránsito, una serie de temas y aspectos que relacionan producción y consumo, creación y difusión, socialización y escenificación, tecnología y progreso, pensamiento e historia, narración y realidad.

La intensa actividad relacional de estos aspectos en el tejido de la producción cultural contemporánea hace que progresi-

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vamente, por una parte, la reformulación de la idea de alta cultura y de cultura popular (es decir lo culto —y refinado— y lo masivo —vulgar—, aunque, hoy, más que de cultura popular deba hablarse directamente de cultura de masas) y sus relaciones y funciones sociales adquieran una dimensión analítica liberada de mitologías únicamente procedentes de la herencia fundacional y legitimadora del pensamiento moderno sobrepasando, pues, el clásico dilema high low, formulado, entonces y ahora, y como algunos otros ejemplos de multiculturalismo de hoy en día, desde los estamentos del high más vinculados al canon), con todos los prejuicios clasistas que conlleva aún hoy (sin menospreciar las reflexiones de Adorno, de indudable e inaugural importancia, aunque a veces oscilando entre una especie de pesar medio elitista y una voluntad emancipadora más abierta), y que, en segundo lugar, la recurrencia a los postulados nucleares de una idea plural —y no pluralista— característica de la postmodernidad en que parecen terminar estos tiempos presentes añada de forma muy notoria los elementos capitales para una discusión sobre el papel y la importancia del contexto, las tecnologías constructivas de la realidad, la disolución progresiva de algunos márgenes y de algunos hitos perimetrales en lo que respecta a los géneros, el peso impresionante de los recursos tecnificados, la (con)fusión lenta del espectador con consumidor, la difusión masiva de la producción cultural contemporánea y la inserción social de ésta no sólo en el contexto que la produce sino también en todo lo referente a incluirla en dinámicas internacionales de mayor alcance, teniendo presente que hace décadas que el objeto artístico y producto cultural (ob)tienen su lugar en el mundo determinado por la posición de lo que podríamos denominar las fuerzas históricas de cada época y, por consiguiente, junto con una continua reinterpretación del estatuto de los valores simbólicos que fijan, determinan y regulan su función y eficacia.

Además, en tercer lugar, todo junto vendría a demostrar como la producción cultural contemporánea es —y afirmándolo con la cautela de toda generalización excesiva— de carácter exagera-

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damente occidental, lógicamente tardocapitalista e innegablemente urbana, fundamentalmente (aunque de ello debe desprenderse que existen otras producciones culturales que no son urbanas). Y con ella, el arte, naturalmente, un arte cuyos postulados, categorías y resultados ya nunca más podremos pensar universales, ni innatos, ni eternos, ni inamovibles. Si nada en el mundo puede ser considerado arte por sí mismo, sin tener que considerar sus condiciones contextuales y medioambientales especificas que lo hacen, también en éste, específico, parece bastante claro que se ha perdido uno de los criterios hasta ahora infalibles y salvíficos ante la desorientación que la lógica evolución de los planteamientos —y, sobre todo, de los comportamientos— artísticos va mostrando inexorablemente, un criterio con una propensión formalista imparable, de propagación más internacional que universal, y con unas sintomatologías clínicas peligrosamente propensas a la asepsia neutral y a la elegancia visual propia de la alienación. Sin estos criterios (de poder) deberemos, pues, reformular posturas y actividades, relaciones y direcciones, ingredientes y materiales, predisposiciones y pretensiones. Deberemos reformular(nos) muy a fondo, porque parece que un nuevo espíritu de creación, más global y múltiple, más social y contaminado, más impuro e inmediato, sin demasiados esencialismos integristas, más palpable y contemplativo, expandido y contagioso, empieza a ejercer, por fin, un efecto lento pero inexorable en la (re)constitución de lo que hasta ahora conocíamos como escena artística. O lo que nos parecía que era.

Sin perder de vista la configuración del contexto, (proceso histórico, condiciones y especificidades medioambientales, desarrollos urbanos, relaciones sociales, discursos de la tradición, de la identidad y de la diferencia, configuraciones tensionales) en que se han ido desarrollando las líneas de trabajo del discurso artístico contemporáneo, y a parte de otros debates referidos al localismo o la internacionalización, la singularidad o la universalidad, una cartografía somera del panorama artístico actual se incluye necesariamente en la idea de una escena mucho más genérica y global, más

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amplia y polisémica, más indefinida y mixta, en la que las narrativas creadoras y las narrativas de la experiencia (desde la diarística inmediata hasta la experiencia de carácter más emocional o existencial) aparecen más imbricadas, profundamente reformuladas y reubicadas a la luz de los acontecimientos del pasado, de la tradición y de los antecedentes, y en relación profunda con las condiciones del presente, tanto en lo que se refiere a las características externas y a los itinerarios de los contenidos, como en lo que respecta a la eficacia y al funcionamiento social. Y los múltiples factores que puntúan nuestra existencia, como un poderoso transcurso narrativo, complejo e incidentado, muestran también los signos de una creciente escenificación, lugar construido de confluencias e interafectaciones de comportamientos y de actitudes, de voluntades y decisiones, de construcciones y parlamentos: es entonces cuando los ámbitos renovados de esta experiencia y los dominios de cierta resubjetivación de los hechos colectivos aparecen como elementos fundamentales para la consideración de nuevos repertorios expresivos y de nuevos registros significantes que pasarían a ser sintomáticos de un tiempo y un lugar, contexto de contextos, hipertexto de tejidos, inacabable posibilidad encadenada de circulación y navegación, en que el lugar específico se convierte en zona plural.

Y en la escena artística donde se ubican las propuestas presentadas en inter/zona no podemos dejar de pensar en la notable complejidad y en cierta imprecisión de los perímetros relacionales —factores que vienen dados por la propia inestabilidad como proceso en expansión continua— que constituyen los horizontes de un territorio de operaciones activo y vivísmo en el que, también una vez más, no podemos dejar de preguntarnos de qué hablamos cuando hablamos de arte, una interrogación formulada a menudo en los últimos años que igualmente deberá mostrar cambios en las reelaboraciones futuras. Hasta ahora hemos querido mostrar la condición contextual como uno de los factores primordiales de la producción artística, una condición en virtud de la cual se da entrada a nuevas actualizaciones y a nuevos usos de temas centrales

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en cualquier diagnóstico de presente y de búsqueda de perspectivas inmediatas, muchos de los cuales se están reconsiderando desde el principio de los años noventa: los nuevos ingredientes y mecanismos sociales de la cultura de masas, las subculturas populares y otra teoría del género, la vida en las (grandes) ciudades y el sentido de la proporción, las nuevas formulaciones de los trabajos artísticos, el uso de las tecnologías, el papel de la imagen contemporánea, la figura del artista, la exhibición (reproducción, apropiación, distribución y circulación) de las obras, los lugares (invisibles) del arte, la dimensión pública de lo privado, las políticas de la visión, la conciencia del lugar, la responsabilidad epocal, el espectador como consumidor participativo, la apropiación constante de recursos ajenos, la representación de la violencia, la ciberderivación del género y las nuevas construcciones de la identidad, la ocupación de canales y espacios no artísticos, las nuevas economías de la ficción, la durabilidad y materialidad de las obras, la reescritura de las narrativas, los síntomas epocales y tensionales, la reformulación de la realidad, las ficcionalizaciones y la verosimilitud, la mecanización y la reproductibilidad, la politización de la mirada ciudadana, las contaminaciones e impurezas mediáticas, el policentrismo de las estéticas, los trasvases transdisciplinares y, en definitiva, toda una poderosa ampliación —o, tal vez, en realidad, ¿una gran desviación?— del espacio social y conceptual del arte y de la escena donde se produce, de la tangibilidad de la obra, del lugar donde se representa, de los canales por los que se difunde, del ámbito donde se consume y de los estribos de donde se reproduce. Y, de alguna manera, también, de los espacios de sus participantes (espectadores, consumidores, usuarios…).

En el panorama de las artes visuales escenificadas en Barcelona en estos finales de unos tiempos, el proyecto inter/zona incide, como primer intento de topología y de perspectiva con vista a un cambio notable tanto de época como, sobre todo, de comportamientos, justamente en esta multiplicidad de sistemas expresivos y en la importante diversidad de las propuestas emprendidas por

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los creadores a lo largo de los últimos años (los que nacen en la ciudad, los que provienen de otros países, los que ahora se encuentran en otros lugares), una diversidad cuyo origen hay que reseguir —sin que parezca una claudicación frente a procesos causales mecánicos— en el desarrollo específico que la escena artística de la ciudad ha ido experimentando desde los primeros años ochenta, cuando las convocatorias del Salón de Otoño (1982), por ejemplo, fueron, de hecho, las primeras tentativas de una progresiva normalización y, sobre todo, de una incipiente y planificada difusión de las actividades artísticas vinculadas a su tiempo y a su contexto. A lo largo de la década de los ochenta, la proliferación de espacios, manifestaciones, certámenes e iniciativas de todo tipo, pese a no alcanzar la mayoría de objetivos y expectativas, si serviría más adelante, recapitulando desde la perspectiva actual, para dotar a la escena artística de la ciudad de cierto ambiente de trabajo y de un repertorio de intereses reflexivos —un aire más o menos indefinido e impreciso, más intuido que construid — y de una polimórfica línea de focalizaciones que se iría ampliando, ensanchando y ramificando de manera notable con la adopción de la retórica espectacular de los dispositivos tridimensionales (escenarios objetuales y narrativas asociativas), primero, con la inmersión en los múltiples placeres de la imagen fotográfica y de la imagen en movimiento (ficciones construidas y sujetos individualizados), después, y con la evidencia de una progresiva integración en los ámbitos mucho más especulativos que vinculan tecnologías avanzadas y discurso artístico, nuevos medios y virtualidad representaciones, narratividad y verosimilitud, avances técnicos y repertorios visuales, maquinarias y pensamiento, vida política y teatro de la resistencia, en la actualidad.

Éstos serían tres de los estadios más importantes que han contribuido al establecimiento de lo que podríamos denominar las lenguas multimedia como poderosos métodos artísticos de relaciones con la realidad (referencia ineludible y constante), métodos creativos de generación de discurso que hacen del trabajo de los artistas una verdadera interzona continua en la que convergen, se relacionan, se

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encadenan y se superponen los múltiples estratos de la realidad: a lo largo de los años se ha ido estableciendo una línea operativa que enlaza profundamente trabajos y actitudes tridimensionales primerizos con posteriores exploraciones y originales investigaciones en el terreno expandido de las imágenes, lugar extraordinario y maravilloso convertido en encrucijada inagotable donde confluyen experiencias e identidades, imposturas y representaciones, miradas tecnificadas y efectos virtuales, enormes pantallas sin perímetro donde la imaginería desplegada necesita un contexto discursivo específico para poder existir y poder abrirse en todo su esplendor, encrucijada imparable convertida en centro neurálgico de cualquier reflexión prospectiva y deconstructiva del escenario artístico que ya está viniendo. En una progresiva ampliación de los márgenes operativos —a veces de forma quizá no muy consciente ni deliberada— y en una imparable hibridación e impurificación de los lenguajes y de los medios, inter/zona se muestra ahora como el lugar del tránsito, un lugar donde se encuentran y relacionan diferentes maneras de concebir y formalizar la actividad artística, un lugar que se nos presenta junto a otros sectores culturales y creadores que le resultan cada vez más próximos —las músicas electrónicas, el clubbing, la publicidad, los eslóganes, las corporaciones mediáticas, las revistas de tendencias, la moda, los iconos populares, los videoclips, el grafismo, las subculturas juveniles, la vida intima, los hackers, la web, la suspensión en el no-espacio, la revelación de la notopía—, haciendo de la escena artística más que una simple ubicación, una dedicación, y no ya sólo de los sujetos sino también de los individuos: una corriente de procesos agregados y condicionados, una suma de condiciones procesuales que nos harán hablar más de comportamientos que de objetos, más de intenciones proyectuales que de resoluciones definitivas, cuando el tiempo es el presente y el escenario, lo real.

Mirando el tiempo transcurrido y como han evolucionado las diferentes situaciones que ahora confluyen en esta evidente complejidad del arte, de la idea del arte, reconocemos como muchos de los aspectos inaugurales proceden de años inmediatamente

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anteriores años de reformulaciones estéticas y reconsideraciones conceptuales que han hecho del trabajo artístico una zona de tránsitos e intercambios, un verdadero territorio interzonal en el que las múltiples interferencias y contaminaciones procedentes de ámbitos situados en su exterior han hecho de él un terreno complejo construido con fragmentos y materiales muy diversos: entre los más significativos, por ejemplo, la constatación de que la notoria influencia que las músicas electrónicas han ejercido —tanto por lo que significan social y creativamente como por lo que suponen tecnológicamente— no se debe sólo a su capacidad experiencial inmediata, a su papel fundamental en la construcción de las identidades —en primer lugar, las sexuales o las genderizadas—, a la creación de, nuevos circuitos de experimentación relacional y de nuevos sistemas de organización grupal, a la asunción doméstica de aspectos de la tecnología, o a la incorporación de una enorme esfera de intereses y preferencias mayoritaria en el bagaje de las nuevas generaciones, sino también a que algunos de sus sistemas operativos más característicos han contribuido a cuestionar por desplazamiento o por contagio algunos de los temas sagrados e intocables en la configuración y comprensión artística de la obra.

Elementos, hechos y nociones como los samplers, los remixs a cargo de otros artistas, las versiones, los productores, el desplazamiento de la autoría, la visualidad y la velocidad en los videoclips, las raves como nuevas reagrupaciones colectivas y manifestaciones de cierta protesta, la instalación específica en los ámbitos urbanos, la derivación de los DJ en músicos, la reorientación de la reproducción y la distribución, el consumo de drogas y psicotrópicos como métodos de percepción alterada y el clubbing como un nuevo site specific, la asociación entre opciones musicales y opciones generacionales como orden paralelo autónomo, las crecientes posibilidades del DiY (do it yourself) en virtud de una probable accesibilidad de la técnica, cierta conciencia de una renovada tecnocultura, el desmantelamiento de la idea de clímax musical como cuestionamiento tanto del heterosexismo como de discursos he-

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gemonizantes y centralistas, y la constitución en un definitivo laboratorio del presente que intenta configurar su zona autónoma temporal; son elementos que por las cuestiones referidas a la creación, al consumo y al uso de los productos culturales que mencionábamos anteriormente están afectando de forma lenta pero más y más notable la retórica compositiva y los intocables tradicionales del hecho artístico, y lo están haciendo de una manera muy importante, a lo que ha contribuido definitivamente la aplicación sistemática y sin prejuicios de los múltiples dispositivos tecnificados en los terrenos de la imagen fotográfica y postfotográfica, primero, y a la posibilidad de pasar de un salto y sin muchos prejuicios desde las nuevas configuraciones de la imagen en movimiento (y de los múltiples lugares donde esta imagen en movimiento ya adquiere cierta carta de naturaleza) al espacio hipertextual e inmenso de los ordenadores y de la virtualidad tecnológica, con lo que, además de evitar la configuración ahistórica de un nuevo género discursivo basado sólo en los placeres de las nuevas tecnologías, también habrá que preguntarse muy pronto acerca de la condición, construcción y manifestación del texto cultural.

Esta clase de disgregación continua, esta abolición de la linealidad evolucionista de cierta concepción del progreso, ha permitido adoptar algunos rasgos de lenguajes externos que han resultado fundamentales a la hora de plantear los marcos evolutivos, con lo que otros aspectos fundamentales que apoyan el bastidor y el entramado artístico tradicional, como el estilo, la marca con la que el artista firma —y decide— que lo que hace es arte, se derrumban como único patrón unidireccional y autoritario, acaso también porque el trabajo de los artistas no consiste en una simple generación de obras aislables sino un proceso que adopta multitud de formas y apariencias, que se expande y se invierte, que se dispersa y se retracta, en función de situaciones específicas o de condiciones singulares, un proceso abierto a las cambiantes pulsiones epocales y relaciones tensionales y, por tanto, en continua transformación. Casi podríamos afirmar, al hilo de estas ideas, y aunque sea como hipótesis de

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trabajo desde donde reemprender los temas mostrados hasta aquí, que la experiencia artística contemporánea no redime sino ilustra, no emancipa sino reconfigura, no sustituye sino ocupa, no expresa sino formula, convoca la realidad y la actualiza: constituye, en el sentido más amplio, una experiencia política, más relacionada con una conciencia irreversible del tiempo y de sus tensiones que con una voluntad sobrevenida.

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Micropolíticas. Arte y cotidianidad (2001-1968)

Comisarios/editores: Juan Vicente Aliaga, María de Corral y José Miguel G. Cortés Celebrado en el EACC (Espai d’Art Contemporani de Castelló), entre el 31 de enero y el 27 de septiembre de 2003.

La inteligencia del discurso planteado y la eficacia en el dispositivo visual de una determinada exposición de arte queda reflejada o certificada por la necesidad de repetir quince años después, o una generación si asumimos como válida la propuesta de Ortega, sus mismo postulados teóricos, sus mismas preocupaciones sociales, culturales y económicas, y sus idénticas visiones artísticas, creativas, o estéticas. Así lo creo, sinceramente, con respecto a Micropolíticas. Arte y cotidianidad (2001-1968), que en el actual 2018 se cumplen quince años de su activación como documento artístico y de época en el EACC de Castellón. La misma muestra, y con nuevos artistas que incidan y expresen con sus obras los puntos fuertes focalizados por los comisarios (no es necesario variarlos ni alterarlos: los mismos siguen estando muy vigentes pero, eso sí, en peor situación), debería volver a realizarse. Creo que es el más justo elogio que se puede

hacer a esta muestra extraordinaria. Comisariada por Juan Vicente Aliaga, María de Corral y José Miguel G. Cortés (director por entonces del centro que produjo el proyecto), e igualmente editores del excelente catálogo publicado, Micropolíticas es un vasto y ambicioso proyecto que posee dos inicios temporales que también son, igualmente, dos finales, un poco a la manera del bello y famoso verso de Eliot que aparece en el poema East Coker, uno de los que leemos en su libro Four Quartets. Dichos inicios/ finales son el atentado contra las Torres Gemelas (2001) y el revulsivo de los estudiantes franceses y europeos durante Mayo del 68. La muestra de facto se divide en tres partes que son un viaje en el tiempo desde el presente hacia el pasado, agregando a ese arco temporal/epocal las fechas de 1989 (caída del Muro de Berlín) y 1980 (llegada al poder de Tatcher y Reagan con las consecuencias para la economía que todos conocemos a día de hoy).

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Como bien dice uno de sus autores en el texto introductorio, José Miguel G. Cortés, “Micropolíticas quiere recoger y sacar a la luz las vidas, con sus miserias y quimeras, de los individuos que quedan silenciados por el pensamiento hegemónico, pero que, no contentos con esa triste situación, pugnan por hacerse oír, por evidencias sus diferencias y posibilidades”. Siendo lo expresado de una importancia extrema, en realidad Micropolíticas es mucho más que las acertadas palabras que acabamos de leer. Es, por decirlo en corto, una geopolítica de la resistencia artística. En esta compilación hemos optado por reproducir el magnífico texto, firmado por los tres hacedores del evento, “La reinvención de la experiencia. ¿Hay espacio para lo pequeño en un mundo global?”, si bien en el catálogo hay excelentes contribuciones teóricas y textuales de Mar Villaespesa, Hal Foster, Juan Vicente Aliaga y Boris Groys, más dos conversaciones con Douglas Crimp y Jean-François

Chevrier. Más que un catálogo es un excelente ensayo de teoría del arte. Al igual que en otros ejemplos de esta misma compilación en el texto reproducido de los comisarios no se citan a los artistas seleccionados por ellos. Son los siguientes:

Eija-Liisa Ahtila, Chantal

Akerman, Atelier Van Lieshout, Louise Bourgeois, Larry Clark, Marlene Dumas, Valie Export, Alicia Framis, Robert Gober, Nan

Goldin, Jenny Holzer, Ilya Kabakov, Mike Kelley, Barbara Kruger, Yayoi

Kusama, Ken Lum, Paul McCarthy, Annette Messager, Aernout Mik, Boris Mikhailov, Bruce Nauman, Marcel Odenbach, Hélio Oiticica, Catherine Opie, Gina Pane, Carlos

Pazos, Cindy Sherman, Ann-Sofi Sidén, Rosemarie Trockel, Isidoro Valcárcel Medina, Gillian Wearing, Hannah Wilke, Krzysztof Wodiczko, David Wojnarowicz, Andrea Zite + Activismos (diferentes grupos, asociaciones y plataformas LGBT). Micropolíticas es, en esencia, un cuestionador de la figura de Autoridad, o de la Norma, o del Heteropatriarcado. También una arqueología del saber creativo, o de la experiencia artística, tanto como una radical subjetivización, o una heterogeneidad de la subjetividad. Una “ecosofía” (término de Guattari, filósofo muy citado en el texto que hemos focalizado), o una ecología mental. Y sin duda una reformulación, plural y solidaria, de la cambiante idea de la identidad. Una micropolítica de las pequeñas cosas, de la cotidianidad, pero sobre todo de las diferencias y singularidades. Una relectura creativa (e indirecta) del famoso prólogo de Foucault a la traducción inglesa de el “Antiedipo” de Deleuze y Guattari, Por una vida no fascista. Finalicemos dejando la palabra a los autores del texto: “En el proyecto de Micropolíticas se parte de la actualidad reciente para bucear en decenios anteriores en pos de las representaciones de las subjetividades, con sus fisuras y paradojas. Nos mueve un interés por hurgar en las subjetividades, también en el terreno del inconsciente, que estén cargadas de una impronta transformadora, y por ende, social”. Con una muestra tan admirable como Micropolíticas finalizamos la sin duda muy subjetiva selección que hemos ideado para esta compilación.

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“Pidamos lo imposible”. ¿Qué significa esta consigna, este grito que inundó las calles de París en mayo de 1968? Trataremos de buscarle el sentido, pero antes no se pueden orillar los antecedentes de las revueltas parisinas. En el plano reivindicativo, la mecha se había encendido ya en las universidades norteamericanas en 1964-65 en la lucha por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam. También en las críticas a la autoridad académica y la enseñanza selectiva que afloraron en la China de 1965. Y 1968 fue asimismo el año de las revueltas, por razones distintas, en puntos tan distantes del planeta como México, Praga, Roma y Berkeley.

La generación juvenil, de hijos de papá, como fue motejada para desprestigiarla, abría una brecha entre los partidos políticos

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La reinvención de la experiencia.
¿Hay espacio para lo pequeño en un mundo global?
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Micropolíticas. Arte y cotidianidad (2001-1968)

tradicionales y el enfrentamiento clásico de la clase obrera versus la burguesía. En ese sentido, conviene enfatizar que los ánimos represores contra las desbandadas juveniles procedieron tanto del partido comunista francés como de la policía de De Gaulle y Georges Pompidou. Pedir lo imposible equivalía a rechazar el poder patriarcal, el poder con mayúsculas, la vida alienante marcada por el consumismo, por el culto a la productividad y la tendencia a la uniformización y la segregación de lo diferente que se convertían, por tanto, en las verdaderas varas de medir. Estas nuevas formas de pensar se habían ido generando lentamente con el pensamiento de la internacional situacionista, en 1957 y su radicalidad verbal. Los situacionistas trataron de hacer evidente la alienación de la vida cotidiana moderna al intensificar las condiciones de la misma alienación hasta hacer de ella algo de lo que no se puede escapar.

Guy Debord publicó en 1967 La société du spectacle. En él se detallan los efectos totalizadores del capitalismo avanzado y sobre todo el espejismo de libertad y satisfacción que se superpone al empobrecimiento de la vida diaria. Para Debord estos efectos residían en parte en la maquinaria hollywoodiense que había conseguido colonizar la vida cotidiana con su fábrica (¿pesadilla?) de sueños. Con esa intención hizo una serie de reseñas y comentarios de películas. Entre los nuevos brotes de pensamiento estaba también la antipsiquiatría propuesta por David Cooper, autor de La muerte de la familia, y Franco Basiglia que postulaba una interpretación radical de la locura. El manicomio era un modelo a destruir por los comportamientos nocivos y aislacionistas que generaba. La plena inserción del enfermo mental en la sociedad era la meta de la antipsiquiatría, una forma de wirkende utopie.

Un estudioso como Georges Canguilhem había señalado que es la cultura lo que marcaba la separación entre lo normal y lo patológico. Consciente de ello, Michel Foucault, con su antihumanismo teórico, pedía a gritos nuevas formas de reflexión, apuntando en su cuestionamiento al ámbito institucional: la fábrica, la cárcel, la escuela, el asilo, el cuartel, el hospital. Todas ellas estructuras que

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simbolizaban el autoritarismo combatido por el segmento juvenil contestatario. Foucault aboga por lo sectorial, lo local, lo parcial, lo minoritario para que lo pequeño y cotidiano no quede sepultado bajo la política en mayúsculas y las razones de estado. Y lo llevó a la práctica con la creación del Groupe d’lnformation sur les prisons (GIP) o en su apoyo a la causa palestina o los llamados anormales. Son mundos diversos pero no son contradictorios ni incompatibles. No es gratuito que tanto él como Deleuze y Guattari fueran algunos de los firmantes de la publicación francesa Trois milliards de pervers. Grande Encyclopédie des Homosexualités que causó furor en 1973.

En este cúmulo de revueltas, a menudo espontáneas, inconscientes y desorganizadas, nutridas de discursos varios (la vena hedonista, la contracultural, la pacifista…) la clase de edad pareció sustituir a la clase social. Enfrentarse al padre suponía llevar la protesta a otras figuras del poder, fuese el profesor, el policía o incluso el presentador televisivo en un medio que pondría en solfa Pier Paolo Pasolini en sus Cartas luteranas. A la par, se producían cuestionamientos de aquellas viejas estructuras y jerarquías patriarcales de las que emanaban las normas que regían la vida. Entre la mayoría heterosexual la píldora empezaba a abrir brechas en la relación entre sexo, amor y matrimonio, no siempre interdependientes. Y ello se debía en parte al impacto del Mouvement de Libération de la Femme, sobre el que ironizó Jean Eustache en La maman et la putain (1973) pero cuyas consecuencias se observan en las dos mujeres protagonistas de la película en relación al varón.

En 1969 el orden establecido sufrió un zarpazo considerable: por las calles de Greenwich Village brotaba el Gay Liberation Front: lesbianas, gays y transexuales expresaban con contundencia, tras duros enfrentamientos con la policía, su rabia y el desprecio de la sociedad heterosexista hacia la diferencia sexual. Como demostró la presencia de los tanques en Praga, la guerra fría era un lastre y los jóvenes contestatarios ya no encontraban refugio en los principios comunistas. La verdad sobre el totalitarismo soviético empezaba a saberse. A pesar de esto hubo sectores de la izquierda y la extrema

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izquierda que se encastillaron en el dogmatismo y en el culto a Mao y Stalin. No siempre lo antiautoritario y lo antisoviético iban de la mano. Rebelión confusa, espontaneísta, imperfecta y por ello fácilmente reprimible.

Un mes después había sido barrida de las calles de París, y en los meses sucesivos lo sería de otras partes del mundo. Pero un poso subsistía. Estaba presente en ese “souci de la singularité” de Felix Guattari. “Todo lo que eran formaciones políticas y sociales y sindicales en la época de Sartre se han desmoronado. Él partía de esas coordenadas sociales y de ahí sus implicaciones con el partido comunista. En la época de Michel Foucault lo que aparece de pronto son problemáticas en todos los niveles de lo social: en el plano de la educación, en las cárceles, en la psiquiatría, acerca de la homosexualidad, de la prostitución. Esta problemática es irreversible a pesar de la capa de plomo, a pesar de los años invernales por los que pasamos. Pero notamos que hay una micropolítica, un nivel microsocial que es el lugar en el que operan y se reinician las prácticas sociales. (…) Todo ello no significa que no existan las formaciones de poder, las formaciones estatales en el seno de las que se debate. Estamos presos en una especie de polifonía discordante entre líneas muy contradictorias.1

Para Guattari, Mayo del 68 supuso la manifestación de una ruptura y el surgimiento y la emergencia de formas mutantes de subjetivización singular, tomadas cada una en contextos diferentes, en absoluto homogéneos, una heterogeneidad de la subjetividad. En sus últimos textos, anteriores a 1992, consciente de la escalada del racismo en la sociedad occidental y del pensamiento único que despuntaba tras la caída del muro de Berlín y el declive de la política de los bloques, consideraba que las aportaciones de mayo del 68 no habían caído en saco roto, en particular los planteamientos de la antipsiquiatría, que a pesar de las muertes de Cooper, Basaglia y Laing, continuaba viva en muchos países. Pensador de lo complejo y lo inmanente a contracorriente de las ideas hegemónicas era consciente de las paradojas del comportamiento humano que debía de

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afrontar, como especialista en la clínica de La Borde. Así, se preguntaba: “Qué hacer con un enfermo psicótico que de repente, aunque sea un hombre de izquierdas, progresista, entra en un delirio racista, fascista. ¿Qué hacer con él?”. Frente a los discursos moralizante, Guattari proponía que había que comprender a esa persona y ayudarla en el proceso de evolución de su delirio.

Además de reflexionar sobre la necesaria convivencia de quienes adoptan posturas diferentes a las normas racionalistas, carentes de lógica, y que no por ello merecen castigo, Guattari desbrozó el camino hacia una ecosofía, es decir una micropolítica que no olvida lo global y que posibilite buscar las transversalidades entre lo macroscópico/molar que es el entorno social, y lo molecular que es la ecología mental, subjetiva. Adalid de la desterritorialización de las formas de lucha, y de la importancia de lo sectorial, abogaba por las transformaciones en los actos cotidianos llegando a preguntarse si el uso individual de la píldora contraceptiva no tenía acaso implicaciones globales sobre la demografía. La respuesta era afirmativa: cómo una mujer negocia con su entorno, su pareja, su familia, consigo misma, la regulación de su cuerpo y de su sexualidad comporta consecuencias en el ámbito social. Micropolítica y macropolítica se abrazan de forma osmótica, interdependiente. La segunda no debe eclipsar la primera que supone poner en práctica en la vida diaria —el espacio de la experiencia y las contradicciones— las ideas de cambio que se proclaman. ¿De qué vale mantener un discurso igualitario si en lo cotidiano la conducta del individuo es despreciativa, intolerante, misógina, homófoba y racista, entre otras manifestaciones del odio?

Sin embargo, Guattari, al igual que Foucault, había bebido de la tradición francesa del republicanismo universalista cuyo lema: “todo ser individuo es igual ante la ley” podría parecer envidiable de no ser que ha servido al ciudadano de un país que en la práctica ya no es monolítico sino que conviven en él sensibilidades étnicas distintas, valores religiosos diferentes, formas de ver el mundo heteróclitas que a veces enarbolan la bandera identitaria. Parafraseando

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a Guattari, cada vez que uno se fija como objetivo una identidad, se pierde algo esencial que es el devenir.

En una línea semejante, Foucault mantiene que: “Si la identidad sólo es un juego, si sólo es un procedimiento para favorecer relaciones, relaciones sociales y relaciones de placer sexual que crearán nuevas amistades, entonces es útil. Pero si la identidad se convierte en el problema mayor de la existencia sexual, si la gente piensa que debe desvelar su identidad propia y que esta identidad debe convertirse en la ley, en el principio, en el código de su existencia; si la pregunta que se plantea continuamente es: ¿esto es conforme a mi identidad?, entonces creo que se trataría de un retorno a una suerte de ética próxima de la virilidad heterosexual tradicional”2.

El devenir, el cambio, la mutación de los valores es de suma importancia para no encerrarse en grupos herméticos. Dicho esto, conviene resaltar que la aparición de formaciones identitarias no responde a un deseo por fijarse como meta la identidad; este no es el propósito último sino más bien, al menos desde los años sesenta (los colectivos feministas, la lucha de las comunidades étnicas por hacerse visible, la del movimiento gay y lésbico por el derecho a la dignidad, y a la autoestima y la igualdad de derechos civiles…) procede de la rebeldía de las minorías frente al discurso único, opresivo fabricado en torno a las necesidades del varón blanco, machista y heterosexual. Unos adjetivos que también constituyen el tejido de una identidad, aunque no requiera afirmase per se dada su omnipresencia. Un modelo que sigue siendo hegemónico en 2003 en el mundo occidental (¡y qué decir de países integristas como Arabia Saudita o Irán donde las mujeres y los homosexuales son tratados como seres inferiores y delincuentes!) pese al empuje de la disidencia. Es posible que bajo la enseña del comunitarismo en los Estados Unidos y en la Gran Bretaña se hayan cometido errores y se haya pecado de exceso de celo y dogmatismo y que las políticas de la llamada discriminación positiva no respondan siempre a criterios equitativos. Pero, por otro lado, no se puede olvidar que la voz

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de las minorías es consecuencia de la existencia de una opresión específica que todavía no ha desaparecido. Recuérdese la virulencia apocalíptica con que los detentadores del orden moral religioso católico y protestante, en los años ochenta (Reagan y Thatcher, amén de Juan Pablo II) estigmatizaron a los enfermos de sida y a quienes practicaban una vida sexual promiscua y desordenada. Esta opresión específica sigue aflorando en la construcción de los estereotipos, en las injurias del lenguaje y en el comportamiento, en los roles y empleos adscritos en función del sexo, y sigue anidando sobre todo en la familia, y en la educación deficiente, competitiva, excluyente y conservadora. Esta opresión, este orden moral, reside también —se ha percibido en los años noventa—3 en la ortodoxia de la ideología wahabi del fundamentalismo islamista que pusieron en práctica los talibanes afganos y que subsiste en otras partes del planeta bajo otras ortodoxias religiosas o no (Nigeria, Zimbabwe, Arabia Saudita, Indonesia…).

La eclosión de las identidades ha tenido al menos la virtud de poner sobre la mesa la pluralidad de formas de vida, de concepciones de la existencia. Unas identidades fraguadas a veces para servir de colchón protector, de refugio para sectores de la población que no contaban en el juego de poder de la macropolítica social. ¿Pueden cohabitar lo identitario y el devenir sin identidades?

Parece difícil pero merece la pena intentarlo y esa es la vía por la que apuesta la denominada queer theory (apuntalada por Judith Butler y Eve Kosofsky Sedgwick, entre otras, a partir de una relectura de Foucault). Tras décadas de defensa de la identidad en el colectivo gay y lésbico estadounidense y británico se produce un hartazgo de los exclusivismos y el conformismo apolítico que puede generar ese hortus conclusus de lo minoritario, en lugar de transitar por senderos transversales, abiertos y porosos.

Uno de los pioneros de la queer theory, Michael Warner lo plantea en los siguientes términos: “Ser plenamente normal es, estrictamente hablando, imposible. Cada uno se desvía de la norma de alguna manera. Incluso si uno pertenece a una mayoría estadís-

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tica en razón de un grupo de edad, raza, altura, peso, frecuencia de orgasmos, sexo, contactos sexuales y nivel de ingresos, simplemente debido a esta combinación improbable de normalidades el perfil de cada uno se separa de la norma”4. Y es que vivimos en un mundo plagado de desgarros, de pérdidas de coherencia, de erosión de consistencia, sin cohesiones. Y es que ese declive de los principios tradicionales, que aparentemente nos desestabiliza (estar en la duda no es malo), se debe, en parte, a la aparición de las micropolíticas identitarias que han socavado el discurso normativo y a otras formulaciones que se centren en la crítica de lo cotidiano, de la intimidad, de las relaciones personales. Por ello, lo local, lo pequeño, aquellas realidades (étnicas, raciales, religiosas, lingüísticas, sexuales) que pasan desapercibidas en la letra pequeña de los periódicos, o que ni siquiera llegan a ser noticia, merecen ocupar el espacio de la reflexión aunque, eso sí, sometidas al dardo de la crítica y el análisis.

Este proyecto que hemos titulado Micropolíticas. Arte y cotidianidad y que se desarrolla en tres partes (2001-1989; 1989-1980; 1980-1968) abarca en realidad un mismo conjunto de ideas con una base integradora en la que se abraza un lapso de tiempo que empieza en 2001 y concluye en 1968. Hemos querido empezar por manifestaciones más recientes e ir hacia atrás en pos de las genealogías, como si de un discurrir foucaultiano se tratase. Si bien las fechas son aproximativas y de carga simbólica, y en algunos casos se pueden encontrar propuestas artísticas que sobrepasan los años-mojón, no son en absoluto gratuitas. 2001 pasará probablemente a la historia por el 11 de Septiembre y los ataques terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono de Washington pero es también una fecha sintomática por el reforzamiento de lo que se ha denominado la dérive sécuritaire, es decir, la obsesión paroxística de los estados y las multi-

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II

nacionales por el control y la vigilancia a gran escala, lo que supone acentuar el ambiente de sospecha hacia aquellos individuos tildados de peligrosos en razón de sus costumbres, aspecto o creencias religiosas y el consiguiente desprecio de las libertades personales. Vuelve a airearse el fantasma del enemigo que no suele tener rostro occidental (un concepto también modificable). El proceso poscolonial (véase Gayatri Chakravorty Spivak y Frantz Fanon…) que implicaba un avance hacia la independencia de países sometidos a la férula de las metrópolis se ha cerrado en falso. De alguna manera, la herida se ha reabierto mediante el fenómeno del terrorismo.

1989 evoca claramente la caída del Muro de Berlín que separaba dos partes de una ciudad dividida por formas de vida y por barreras psicológicas y políticas entre el este, el oeste y es signo de los cambios que va a introducir la perestroika y la glasnost en el gigante ruso, que conllevará el paulatino desplome del bloque comunista y el consiguiente afianzamiento de la economía del mercado y de los valores capitalistas.

1980 es el año en que sube al poder el republicano Ronald Reagan precedido un año antes por la tory Margaret Thatcher. Bajo ambos mandatos se produce la crisis del sida y la demonización de la libertad sexual agudizada por los desvaríos homófobos y machistas de Juan Pablo II (oposición al uso de anticonceptivos, al legítimo derecho que tienen las mujeres al aborto) son años de retraimiento y de miedo generados por la estigmatización de prostitutas, de la población gay, del colectivo negro, y de todo/a aquel y aquella cuyo estilo de desentonaba con la moral pública de la mayoría moralista basada en la familia tradicional.

Por último, 1968 es una fecha mítica por el énfasis puesto en la crítica al autoritarismo y a la figura del patriarca. Es el año en que es asesinado Martin Luther King, símbolo de la igualdad racial. Además, en años sucesivos el movimiento feminista especialmente en los Estados Unidos pero también en Europa plantea la necesaria politización del ámbito personal, de la privacidad. Fregar platos, barrer, limpiar pueden ser actos que van revestidos de com-

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ponentes políticos. Lo doméstico no es cosa de mujeres, como parece desprenderse del discurso hegemónico que todavía perdura hoy. La sexualidad y los valores de género que se atribuye a varones y mujeres empieza a impregnar la esfera social, y por ende, a darle importancia y significación. La falocracia, tan ensalzada en nuestra sociedad, empieza a ser erosionada (Louise Bourgeois y Hannah Wilke, entre otras artistas, en los sesenta y setenta son un buen ejemplo de ello). Como decía Kate Millet: “El sexo reviste un carácter político que, las más de las veces, suele pasar desapercibido” 5. Micropolíticas trata de incidir en la noción de lo cotidiano, como representación de las prácticas humanas tal como lo proponía Michel de Certeau en L’invention du quotidien (1980). Dar valor a las actividades de ocio o de otro tipo que las personas llevamos a cabo diariamente conscientes de que tal retahíla de actividades, conductas o comportamientos en el ámbito doméstico o en el espacio laboral o incluso en el tiempo vacacional están dotadas de sentido hasta el punto de que los valores éticos o su falta están presentes en dichas acciones.

Lo cotidiano como algo transformador, que puede resultar subversivo de los valores establecidos; eso es lo que nos interesa para examinar en profundidad el intríngulis de la vida. No se trata simplemente de describir tareas más o menos rutinarias como limpiar los cristales, planchar ropa, pasear el perro o ir al supermercado o a la oficina sino de saber cómo tales ocupaciones afectan las relaciones humanas y qué roles o papeles o valoración generan en función de quien las realice, de qué modo se lleven a cabo, en qué contexto, con qué intención… La alienación y la tecnología han penetrado la vida cotidiana: el teléfono, la televisión, Internet, la grabación de música, los viajes de masas. La creatividad y la independencia personales se ve reducida por un sistema de usos que impone el sistema capitalista y que de no reinventarse puede generar uniformidad y tedio. Lo repetitivo es la forma de vida mayoritaria. ¿Acaso creemos que el tiempo lo gestiona cada cual según sus preferencias? Las formas dominantes de organiza -

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ción de la vida nos impulsan a creer que el tiempo desperdiciado es el que no se emplea en la producción, en la acumulación, en el ahorro. Podría también pensarse que hoy es el tiempo del trabajo el desperdiciado pero resulta que el tiempo de ocio está marcado por las imposiciones del mercado.

El arte que proponemos en Micropolíticas bucea en estas paradojas. Lo vemos en el nomadismo creativo como estilo de vida opuesto al sedentarismo estancado, en las relaciones a salto de mata, en la búsqueda de otras formas de comunicación, en las nuevas configuraciones de lo cotidiano, en la libre creación de acontecimientos.

Nuestra sociedad tiende a atomizar a la gente en consumidores aislados, exaltando la comunicación y a la vez dificultándola, estigmatizando a quienes habitan fuera de la lógica. Se trataría de examinar y estudiar lo particular y cómo esto incide en lo global. Fijarse en lo que se ha pasado por alto, en lo familiar, sin caer necesariamente en la confesión grotesca a la que tan dados son los programas basura similares, aunque tampoco ignorándola, pues tiene repercusiones mediáticas de gran alcance en el comportamiento humano. En el arte reciente existe un interés renovado en la vida real. De la misma manera, aunque con otros propósitos, en la televisión se ofrecen programas que se fijan en la vida corriente del ama de casa, del administrativo, de la policía en suma, de la gente que consideramos normal a pesar de la falacia de dicho vocablo. A veces, con la intención de escudriñar en las vivencias íntimas hasta el punto de que algunas personas conscientes de ser vistas y oídas fingen o interpretan o exhiben actitudes determinadas. ¿Ficción o realidad? Así parece suceder en fenómenos televisivos como Gran Hermano, que conviene analizar sin escrúpulos…

¿Qué demuestra este fenómeno? ¿Una pasión hacia lo voyeurista? Más bien cierta desesperación, un sentido anhelante hacia algo que es probablemente lo que subyace a la idea de lo cotidiano. Según David Ross, es posible que lo que haya motivado a muchos artistas a plasmar su idea de lo cotidiano provenga de un sentido

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de la ansiedad, de la desesperación, del anhelo, de la incertidumbre. Un deseo por volverse a conectar con algo que es muy real6. Y no simplemente de celebrar lo cotidiano como en el Pop Art mayoritario, tan acrítico a veces.

Ya no hay héroes. Barbara Kruger nos ha dicho que no los necesitamos. Si hay algo que celebrar es la supervivencia del individuo en un mundo en que el comercio y otras presiones tienden a la obliteración de lo individual. Merece la pena vivir la vida de todos los días, la corriente, sin más. “Estudiar la vida cotidiana sería una empresa absurda incapaz de captar ninguno de sus objetivos, si este estudio no se emprendiese con el propósito de transformar la vida diaria”7. Esta dimensión crítica no puede soslayarse. No es la definición de Henri Lefebvre lo que se defiende aquí. Él percibía sobre todo lo cotidiano como lo que permanece después de que se hayan eliminado las actividades especializadas.

En el proyecto de Micropolíticas se parte de la actualidad reciente para bucear en decenios anteriores en pos de las representaciones de las subjetividades, con sus fisuras y paradojas. Nos mueve un interés por hurgar en las subjetividades, también en el terreno del inconsciente, que estén cargadas de una impronta transformadora, y por ende, social. Por ello, las manifestaciones artísticas que tienen acogida en este proyecto hablarán de lo que pasa, día a día, en las transgresiones de la intimidad, en los vínculos entre hábitat y sujeto, en el filo heterodoxo de las otredades de la conducta y el comportamiento, en las proteicas visiones de la alteridad étnica, en el intento de poner en tela de juicio el control social que se ejerce mediante la vigilancia del individuo, en el impacto que tiene en el cuerpo y sus placeres las problemáticas de la feminidad y la masculinidad y las posibles vías para subvertir el orden marcado sobre los géneros…

Y aun siendo las representaciones artísticas la médula y el núcleo central, se tienen en consideración otras aportaciones en el campo de la creación (cine, literatura, música…) en que se haya palpado ese flujo de conductas y comportamientos individuales en

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sintonía con el propósito feminista, siempre renovable, de Lo personal es político. La aparición de las llamadas sociedades civiles, a las que se han referido Susan Sontag y Juan Goytisolo recientemente, supone un intento de responder, a veces de manera inconsecuente o descoordinada al hartazgo y a la desconfianza hacia las estrategias de los partidos políticos que ya no parecen representar los ideales de la ciudadanía. En ese sentido, no parece extraño que la revalorización de las pequeñas cosas, por utilizar un eufemismo, ya sea la sexualidad, la vida privada y familiar (en el sentido lato del término), el ocio y la diversión, el cuidado de sí (Foucault, de nuevo) y el consumo (que conlleva poner en tela de juicio los modelos corporales, de belleza y apariencia marcados por criterios mercantiles y estéticos constreñidores), o la evasión que proporcionan los viajes o las drogas, sean espacios en los que se refugia/protege el sujeto contemporáneo, precisamente en una época en que los medios de comunicación han desdibujado con su intrusismo, banalidad y zafiedad, las fronteras entre lo público y lo privado.

1 Guattari, F.: La philosophie est essentielle à l'existence humane. Entrevista con Antoine Spire, París. Éditions De L'Aube, 2001, p. 30.

2 Foucault, M.: The Advocate, 1984.

3 Una prueba de la persistencia del odio: la consigna les pédés au bûcher (los maricones a la hoguera) fue aireada por la derecha francesa, capitaneada por Christine Boutin en algunas manifestaciones cuando se debatía la aprobación de la Pacs (Ley de parejas de hecho) Eb 2000.

4 Warner, M.: The Trouble With Normal. Sex, Politics, and the Ethics of Queer Life, 1999.

5 Millet, K.: Política sexual, 1970.

6 Esta es la interpretación que sostienen David Ross y Nicholas Serota en Quotidiana. The Continuity of the Everyday in 20th Century Art, Milán, Charta, 2000.

7 Debord G.: Perspectivas de una alteración consciente de la vida cotidiana, 1961.

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Agradecimientos

Juan Vicente Aliaga, Arts Santa Mònica, Lewis Biggs, Dan Cameron, Germano Celant, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Centro Cultural de la Villa de Madrid, Círculo de Bellas Artes de Madrid, María del Corral, José Miguel Cortés, Santiago Eraso, Espai d’Art Contemporani de Castelló, Esther Ferrer, Hal Foster, Fundació Miró, Fundación Montemadrid, Concha Jerez, KunstRAI Art Amsterdam, Luisa López Moreno, Javier Maderuelo, Simón Marchán Fiz, Gerardo Mosquera, Gloria Moure, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Museo Reina Sofía, Juan Muñoz, Alicia Pinteño, Silvia Sauquet, Mar Villaespesa, La Virreina Centre de la Imatge, Jennifer Gómez, Ana Folguera y Clara López.

Esta recopilación de textos representa también la historia visual de al menos dos generaciones de aficionados al arte. La memoria de 35 años de arte en España, de exposiciones y de ensayos de arte, de textos, de la apertura de nuestro país a un tiempo y un espacio nuevo. Para el lector actual, que posiblemente no ha visto ninguna de estas exposiciones y que difícilmente ha podido tener sus catálogos y leer sus textos, este pequeño libro se puede convertir en una gran herramienta, en una puerta que le lleve a un pasado demasiado cercano para estar en los libros de historia pero al que difícilmente puede acceder y que es, ciertamente, muy diferente del momento actual. Estas exposiciones, muchas de ellas, se realizaron antes del surgimiento de los museos actuales. Fueron las primeras en funcionar como dispositivos artísticos realmente contemporáneos. Abrieron al público interesado los nuevos lenguajes estéticos y las nuevas formas visuales, trajeron nombres internacionales a nuestro país y fueron el inicio de una primera generación de teóricos y comisarios locales, sin prejuicios ni complejos. Sus textos son esenciales para entender la historia del arte en España desde 1980 hasta el comienzo del siglo XXI.

Luis Francisco Pérez (nacido en Madrid, donde vive actualmente) es crítico, escritor y comisario independiente. Ha sido colaborador de Lápiz durante años y ha escrito infinidad de catálogos y comisariado diversas muestras. Actualmente prepara dos exposiciones con artistas españoles.

COLECCIÓN EX ( it ) LIBRIS PUBLICACIONES
ISBN DIGITAL: 978-84-940585-7-8
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