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Políticas del paisaje

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Textos inevitables #06

POLÍTICAS DEL PAISAJE

Sobre la perfección de los desiertos

Víctor del Río



Textos inevitables #06


Políticas del paisaje Sobre la perfección de los desiertos © Del texto: Víctor del Río © De la presente edición: Producciones de arte y pensamiento S.L. (EXIT Publicaciones)

Editado por Producciones de Arte y Pensamiento / PROAP con la colaboración de Museology. Juan de Iziar, 5 28017 Madrid – España Telf. +34 91 404 97 40 www.exitmedia.net Editora: Clara López Directora de la colección: Rosa Olivares Editora adjunta: Marta Sesé Corrección: Clara López y Marta Sesé Diseño de la colección: Jaime Narváez Impresión: Escritorio Digital S.L., Madrid Depósito Legal: M-30508-2023 ISBN (edición impresa): 978-84-125910-7-1 ISBN (edición electrónica): 978-84-125910-9-5 No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.


Textos inevitables #06



Políticas del paisaje

Sobre la perfeccón de los desiertos

Víctor del Río



Para Víctor, petit valent



Paraísos provisionales

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El marco y el ornato

25

El viaje como autoficción

41

La valla

57

Paisaje-pantalla

69

Por qué todos los paisajes resultan perfectos

79

Lo que entierra un paisaje: de lo pintoresco a lo documental

91

Narrativas del paisaje

109

Paisaje del cautiverio y documentales de fauna

119

Meteorología

139

Cuadernos del territorio

153

Economía de las vistas

167

Epílogo sobre la idea de Antropoceno

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PARAÍSOS PROVISIONALES

Podríamos definir la mitología material como el conjunto de elementos que forman parte de los relatos cosmogónicos, las tradiciones o la historia y describen fuerzas naturales, escenarios u objetos con características impersonales. Existen, pues, figuras identificadas con nombres propios o con ideas abstractas, a veces con referencia a lugares reales y otras imaginarios, sustancias, elixires, armas, instrumentos musicales, objetos míticos, montañas, ríos, valles o islas que, en su papel narrativo, han establecido un locus simbólico al extrapolarse culturalmente con diversas valencias alegóricas: Hades, el Olimpo, el limbo o incluso lugares con una existencia real como Ítaca, son portadores de un sentido que trasciende su literalidad. Son, en definitiva, indisociables del marco narrativo que les otorga la significación por la que pasan al caudal de recursos metafóricos de la lengua. Algunos de ellos derivan de la propia Historia porque se refieren a hechos documentados que se elevan con posterioridad a una dimensión mitológica, ya sea la Atlántida, el Rubicón o incluso los propios Alpes, enclaves, regiones o accidentes geográficos que representan fronteras y que son testigos de acontecimientos decisivos en el curso de nuestros relatos sobre el pasado. En otros casos, sin embargo, es la idea genérica del fenómeno atmosférico o geológico la

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que establece una resonancia intrínseca, una potencia asociativa que no necesita de un topónimo, sino que se mantiene como símbolo con carácter general. Así pues, desde el punto de vista de una semiótica de la cultura, podríamos hacer extensiva esta idea de la mitología material a una serie de figuras geográficas, geológicas o paisajísticas que contienen un significado relevante en el entramado asociativo y metafórico con el que los incorporamos al lenguaje natural. Un buen ejemplo de esto último será el oasis, tomado aquí como figura con una cualidad analógica en expresiones de uso común, destinado a sugerir los valores implícitos en lo que este término representa. Así que, en ese marco general en el que las palabras se hacen portadoras de imágenes potencialmente significativas, podríamos suponer que la figura del oasis se constituye como circunscripción paisajística en sí misma. El oasis es imagen antes del descubrimiento de los tesoros que pueda contener o las posibles decepciones que estos acarrean, aparece ante la vista, se define como visión. Si bien sabemos que los oasis son porciones de territorio fértil en medio de los desiertos, donde, a pesar del contexto, afloran espacios en los que abunda la vegetación y se mantiene un acuífero, su peculiar aparición y su estructura visual los asocia inevitablemente al espejismo. Son emanaciones del agua, y por ello, están sometidos a su inestabilidad. Por tanto, son paisajes por encima de su condición más o menos real o fantasiosa, porque aparecen primero en el imaginario. En ello proceden de un arquetipo y tienen una valencia metafórica que podría codificarlos como una unidad significante. Sin embargo, en su verdadera natu-

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raleza, son frágiles y en muchos casos efímeros. Como parte de esa carga semántica, el oasis exhibe su naturaleza precaria por dos vías, tanto por su vulnerabilidad geológica, como por su aparición imprevista al representar una estación de paso potencialmente salvífica. Aportan el don del descanso y de una sanación provisional, pero invitan a seguir el camino por el desierto porque contienen una advertencia sobre su fugacidad, tan afilada como para constituirse en espejismo si fuera necesario. Es decir, la condición del oasis como figura imaginaria es esencialmente la del descanso de la marcha, pero también la condición inconclusa de esta. El oasis no es un destino a pesar de los sufrimientos que parecería aliviar, sino que es un pequeño paraíso inesperado que una tormenta de arena podría sepultar sin demasiado esfuerzo; es la manifestación efímera de un paraíso provisional que se encuentra, además, de modo normalmente azaroso. En ello, la relación de origen con el agua subterránea convoca el núcleo simbólico y subyacente al cúmulo de asociaciones que suscita como imagen. Por el contrario, su antagonista natural, y al mismo tiempo su trasfondo necesario, es el desierto. Tal vez, en la misma analogía, si el oasis es un trasunto del paraíso, aunque sea provisional, el desierto lo sea del infierno. Pero, si bien las valencias asociadas al desierto son negativas dado que es hostil para el asentamiento y para la supervivencia, resulta admirable desde el punto de vista paisajístico. La carga de esa hostilidad natural se transforma en sublimidad, también su extensión aparentemente infinita, que sitúa al espectador ante un horizonte inabarcable. El desierto es también una fi-

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gura fundacional del paisaje, aunque su monotonía dificulte un encuadre determinado. Esta dificultad para determinar un encuadre privilegiado en virtud de la desolación simbólica del desierto incide en su perfección virtual como imagen. En tanto que paradigma de lo paisajístico, el desierto representa una perfección asociada a su homogeneidad, a la ausencia de jerarquías en los hitos de su extensión, a la propensión a establecer un diálogo entre superficies y texturas mudas. Esta misma perfección virtual y significativa será parte de la estructura representacional del paisaje como imagen autosuficiente, como veremos más tarde. Por su parte, el oasis viene a resquebrajar la indiferencia, tiene esa rara cualidad de decantarse en una imagen dado que, en su aparición, su encuadre puede coincidir con sus propios límites espaciales y físicos. En realidad, esta es solo su emanación como arquetipo porque en sus manifestaciones reales su extensión puede ser mucho mayor de lo que abarcaría un encuadre convencional o una mirada humana. Sin embargo, el carácter limitado de su manifestación en el interior de un territorio desértico sigue operando como reflejo de un encuadre ontológico y fenomenológico. Es decir, el oasis es la interrupción de un continuo anterior, monótono e indistinto, sobre el que se recorta. Él mismo es su encuadre dentro de una extensión mayor con la que entra en un desigual antagonismo: donde no había nada, aquí hay agua y promesa. Esa otra extensión desértica que lo contiene como afloramiento excepcional potenciará, entonces, la figura paisajística del oasis como imagen-pantalla paradigmática dentro de una mitología material.

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Al mismo tiempo, el desierto revela la irrelevancia de nuestra mirada, nos recuerda que sería indistinto dónde la fijemos, siempre habrá una equivalencia negativa en las expectativas de la redención. El desierto desactiva la importancia simbólica de las cosas, allá donde miremos solo nos espera más y más desolación. Por ello, la figura del desierto es consustancial a la del oasis, porque se dotan de sentido mutuamente, lo que no deja de ser una réplica del mecanismo de captura y de proyección sentimental de la identificación de un paisaje. El desierto revela su enorme potencia como paisaje en la medida en que resulta inhabitable. Según esto se refuerza la idea de paisaje cuando, en el mejor de los casos, el territorio nos rechaza como habitantes y nos sitúa como espectadores de su desolación. En esto participa de la perfección total de su superficie indistinta, de su condición tendencialmente infinita y de su indiferencia absoluta. Será, por tanto, un memento mori como lo son los cementerios o las vanitas. Que fueran escenario de los retiros ascéticos incorpora un componente simbólico de mayor calado en la tradición cultural de Occidente a través de las filtraciones doctrinarias del cristianismo, que encontraba en el desierto, a su vez, el escenario perfecto de la desposesión de lo terrenal, del desamparo y de la entrega, a cambio, a un fin superior cuya figura era definida negativamente a través de las privaciones. A diferencia de los paraísos provisionales, de los engañosos oasis, el desierto era la sala de espera del acceso a Dios, era a todos los efectos un purgatorio con su inevitable parentesco con el infierno, aunque fuera con fines de purificación. El pur-

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gatorio sería, entonces, como complementario de la idea transitoria del oasis, un infierno provisional. Así, el desierto arrastra su propia semántica compleja en la tradición europea. Primero como escenario de retiros penitenciales, recuerda Javier Maderuelo1 a propósito de la pintura renacentista, después también asociado a lo que está deshabitado. Que el desierto pueda ser experimentado como espacio de soledad a través de los testimonios de los eremitas es quizá uno de sus registros como parte de esa mitología que tal vez se transfiera a los nuevos paisajes extraterrestres. En la extrañeza y la soledad se condensan por tanto las evocaciones de una distancia que parece trascender lo humano y que sitúa la figura antropomorfa en el umbral de su propia desaparición, no solo como ausencia estructural de los espacios vacíos e inhabitables, de los que el espacio exterior sería la máxima expresión, sino también de la propia configuración como nueva imagen autónoma en el nacimiento de lo que se ha considerado específicamente paisaje. Sin ser propiamente un desierto, la superficie de dunas dibujada por Hendrick Goltzius delimitaba un paraje con apenas algunas construcciones dispersas desde un punto alto sobre el horizonte, lo que anticipaba en 1603, según algunos historiadores, entre ellos de nuevo Maderuelo, el primer paisaje autónomo sin la presencia de figuras animales o humanas. Su ausencia, o su reducción a lo inidentificable, será la marca de lo paisajístico como estructura visual y semántica que entronca subrepticiamente con 1. Maderuelo, Javier: El espectáculo del mundo. Una historia cultural del paisaje, Madrid, Abada, 2020, p. 63-66.

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una forma de representación de la vanidad de la presencia de lo humano en la superficie de la Tierra, con su virtual extinción, que es esencialmente un residuo del Romanticismo en lo que Rafael Argullol denominara “desantropomorfización del paisaje”2. En este aspecto, el significado cultural del desierto tiende a proyectarse como el escenario de lo inhabitable y se transfigura en otros escenarios remotos y baldíos como, por ejemplo, el paisaje lunar. En la superficie horadada por los cráteres a la que llegara el Apolo 11 estaba la invocación de todos los desiertos. Entre los iconos del siglo xx, sin duda, figuran en un lugar privilegiado las imágenes de los primeros pasos de los astronautas estadounidenses sobre la superficie de la Luna. En ellos reconocemos el desafío a la inhabitabilidad a través de la superación de nuestros límites físicos en relación también a una conciencia de la posibilidad de un paisaje extraterrestre. Que los tripulantes del Apolo 11 dejaran su huella en aquel desierto no era sino una forma de colonización que tal vez fuera afeada por la acartonada presencia de una bandera en la inexistente gravedad de aquel terreno. El efecto casi paródico de la bandera se convertía así en un hito paisajístico también, en una forma de repoblación tentativa de lo inhabitable. Lo extraterrestre, un concepto en parte ficcional y en parte paisajístico, era propiciado por nuestra salida de la atmósfera para mirar el planeta desde fuera, lo que desataría una conciencia híbrida entre la incredulidad y la sublime 2. Argullol, Rafael: La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico, Barcelona, Plaza & Janés, 1987.

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irrelevancia de aquel hecho histórico en lo que a la vida de la mayor parte de la población se refiere. Que los seres humanos no hayamos vuelto a visitar la luna desde entonces (al menos, que sepamos públicamente) da cuenta de la dimensión parcialmente estética de aquella campaña. Sin duda, el regreso a la Luna que se prepara desde el año 2023 con la misión Artemis en una nueva campaña exploratoria, un proyecto que se desarrollará en los próximos años, se plantea desde una nueva agenda relacionada con el deterioro del planeta Tierra, patente a lo largo de los cincuenta años que separan las dos misiones. Entre esas dos visitas a la Luna, media un nuevo e inquietante paisaje inaugurado por la primera del Apolo 11 con la imagen de una bola azul suspendida en el universo que acabaría siendo un ente amenazado a la luz de los acontecimientos posteriores relativos a la degradación ecológica y dotado de cierta personalidad, y una forma de calificar algunos espacios terrícolas cuando utilizamos la expresión “paisaje lunar”. En realidad, no era la primera imagen de la Tierra desde alturas que alcanzaban o superaban la estratosfera. En 1935 un globo aerostático se elevaba a 22.066 metros y obtenía algunas imágenes en las que ya se apreciaba la curvatura del planeta. El 24 de octubre de 1946, un misil balístico alemán V2, confiscado tras la II Guerra Mundial y equipado con una cámara de 35 mm, llegaría a obtener fotos desde 104 kilómetros de altura y permitiría recuperar el carrete tras su caída. Pero el primer ser humano que viera la tierra desde el espacio, Yuri Gagarin, lo haría el 12

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de abril de 1961 en la Vostok 1, y en agosto de ese mismo año, Guerman Titov subiría a 300 kilómetros con una cámara de cine para obtener imágenes de lo que Gagarin había relatado. Continúan las aventuras del Apolo 11 y así crece el archivo de imágenes de la superficie terrestre que se alternaría con las de los planetas desérticos que la rodean, e irían alejándose progresivamente hasta la mítica Pale Blue Dot (Un punto azul pálido), tomada el 14 de febrero de 1990 por la sonda espacial Voyager 1 a 6.000 millones de kilómetros de la Tierra y en la que esta se ve apenas como una mota en medio de un rayo de sol, y que daría título al emotivo libro de Carl Sagan. En él, Sagan consagra la nueva versión espacial de lo sublime irremediablemente ligada a la idea del desierto: “La Tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica”. Según esto, por tanto, habría cierta correspondencia entre el desierto lunar y la concepción global de la Tierra como paisaje esférico, como globo terráqueo y como paraíso provisional últimamente amenazado, de manera que se interrelacionan en tanto que arquetipos contrapuestos. En un alarde de aproximación al Sol, también se obtuvieron imágenes de su superficie en 2020 gracias a las cámaras de la sonda espacial europea SolO, que se situaron a 77 millones de kilómetros de la estrella que nos alumbra, la distancia más corta conseguida hasta entonces. Ambas superficies de la Luna y el Sol con las que la Tierra se compara son estériles, de modo que ambas operan como polos de la irradiación y de la propia vida en nuestro planeta. Lo significativo de esto es que haya, por tanto, un paisaje

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lunar y otro solar, una búsqueda de la mirada sobre aquellas superficies lejanas espacialmente que, sin embargo, configuran el propio paisaje desde el que miramos el mundo por su incidencia sobre nuestros cielos y nuestro entorno. Ambos son factores meteorológicos de una importancia vital para la génesis de la idea de paisaje en las distintas culturas que lo han tenido en cuenta. Ambos son ejemplos de la desolación material e inanimada que rodea a esa esfera azul que aparece entonces como un oasis en sí mismo en la deshabitada extensión del espacio y de los planetas desérticos que la rodean. En el orden de los imaginarios, la visión de la esfera azul, del planeta Tierra, significa quizá el cambio de perspectiva paisajística más notable y desapercibido de nuestro tiempo, en parte, sutilmente vinculado con la creciente conciencia ecológica, con la fragilidad del hábitat humano y animal, con la conciencia de vivir a costa de un oasis finito. Si la Tierra parece ser un oasis, o así lo concebimos nosotros, no sin cierta arrogancia, podríamos sugerir que parte destacada de nuestras aventuras espaciales se centran en la búsqueda de escenarios ideales para la recreación de la vida en condiciones análogas a las que tenemos en este planeta al que, al parecer, no auguramos mucho futuro. De modo que, al poner en marcha una empresa tan costosa como la carrera espacial, estamos proyectando la expectativa de encontrar un lugar alternativo en el universo, no se sabe si para tener repuesto en el caso de que sigamos extenuándolo, o para encontrar compañía en este cosmos que nos avoca a la inquietante idea de estar to-

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talmente solos. En el carácter enigmático de los hallazgos conviven las ficciones futuristas y las supersticiones presentes. Aunque las instituciones científicas que posibilitan estas hazañas tengan seguramente asuntos más importantes que estudiar y no se preocupen en apariencia de estos objetivos tan humanos como buscar refugio o no estar solos, la proyección cultural que finalmente se deriva de las campañas espaciales evocaría estos anhelos. En ese aspecto, las teorías de la imagen no deberían permitirse marginar el impacto de estas visiones derivadas de las campañas científicas, no solo porque tiendan a modificar nuestra idea del paisaje en la actualidad en muy diversos órdenes, teniendo en cuenta que suponen un sustancial cambio de perspectiva, sino también por su repercusión simbólica en un plano cultural más amplio (respecto a su significado ecológico, por ejemplo, o respecto a su misma configuración visual). Si el paisaje puede estudiarse desde el punto de vista de lo que hemos denominado mitología material, entonces el solapamiento de estructuras preexistentes que eran portadoras ya de una fuerte carga de significado en la tradición y en el lenguaje, como el oasis, se verían incorporadas a las figuras, soportes y estructuras visuales que proporcionan los nuevos puntos de vista. Y al hablar de ese impacto en las formas culturales, lo cierto es que no podríamos disociarlo del impacto emocional que opera en el encuentro con la experiencia del paisaje en cada individuo, en cada mirada más o menos cultivada sobre la extensión de terreno que pueda detenerse como fragmento de una conciencia sobre las cosas.

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Es muy probable que el complejo de estímulos emocionales que suscita la experiencia del paisaje sea indescifrable para la semiótica o para cualquier pretensión de establecer una retórica propia. Pero, de lo que no cabe ninguna duda, es de que cualquier intento al respecto deberá vérselas con la propia dimensión emocional, con una sobrecarga de sentimientos que no siempre pueden traducirse en términos retóricos o iconográficos. Si desglosáramos el conjunto de implicaciones conscientes o inconscientes de nuestra relación con las impresiones paisajísticas, acabaríamos por echar de menos una pregunta sobre el porqué de esa carga sentimental excedentaria que se aloja en el fenómeno, cualquiera que sea su énfasis. De entre todas las figuras que pudiéramos invocar en ese coágulo de sensaciones y evocaciones melancólicas, el oasis sería una imagen privilegiada de la emoción del encuentro azaroso, de la epifanía de los atardeceres o de los amaneceres con la que se manifiestan la mayor parte de las veces. El mecanismo de activación emocional resulta independiente de la calidad de la imagen, o de la proyección kitsch en la que pudiera derivar, su verdadera naturaleza sería dar cauce a una conciencia de la fragilidad de lo humano que se reconoce tanto en las luces del ocaso como en la idea misma del oasis.

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EL MARCO Y EL ORNATO

De modo más o menos explícito, las acepciones del término paisaje vienen resumidas en una dualidad: la que se establece entre la experiencia directa de un entorno, concebido como lugar significativo en el que nos encontramos y en el que nos reconocemos como espectadores; y la conversión de esa experiencia en una imagen. Son cosas distintas, pero interdependientes. Podríamos decir que la primera es la versión de los geógrafos, de los geólogos o de los arquitectos, y la segunda, sin duda, la de los artistas. En el primer caso, el espectro de significados y connotaciones que se convocan en la idea de paisaje es mucho más amplio, para ellos, la imagen parecería un reduccionismo. Pero es inevitable que la experiencia del territorio, con toda su complejidad, acabe produciendo imágenes, tanto como la propia representación del entorno en la historia del arte decantará un modo de mirar nuestros alrededores en clave paisajística. El paso entre una y otra viene propiciado, al menos desde un punto de vista histórico, por un elemento al mismo tiempo exterior e interior: el encuadre, que será materializado, a veces no sin cierta exageración, en la presencia de los marcos. Que el paisaje sea una imagen concreta, es decir, un objeto, o una contemplación difusa, dependerá de la intercesión de un marco.

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En su Crítica del juicio, Immanuel Kant incorpora al concepto de belleza la advertencia sobre el parergon, entendido como esa frontera de lo añadido que avisa de la voluntad de belleza. En el parágrafo 14 de la obra, en un intento de explicar la diferencia entre los juicios de gusto teóricos y empíricos, Kant enuncia esta relación con lo superfluo de los componentes que acompañan a las cosas bellas, al margen de la belleza misma. Incluso los llamados adornos (Parerga), es decir, lo que no pertenece interiormente a la representación total del objeto como trozo constituyente, sino, exteriormente tan sólo, como aderezo, y aumenta la satisfacción del gusto, lo hacen, sin embargo, sólo mediante su forma; verbigracia, los marcos de los cuadros, los paños de las estatuas o los peristilos alrededor de los edificios. Pero si el adorno mismo no consiste en la forma bella, si está puesto, como el marco dorado, sólo para recomendar, por su encanto, la alabanza al cuadro, entonces llámase ornato y daña la verdadera belleza1.

Curiosamente, por lo que se refiere a la formación del concepto cultural del paisaje, ciertas pinturas con un claro protagonismo de elementos naturales eran consideradas precisamente parerga, es decir, bagatelas u ornamentos en sí mismos sin mayor ambición, como algunas obras de Dosso Dossi, descritas así hacia 1520 por Paolo Giovio, como nos hace saber Peter Burke. Sin embargo, a Kant, y más tarde a José Ortega y Gasset, a Dean MacCannell o a Jacques Derrida, 1. Kant, Inmanuel: Crítica del juicio, (1790), Espasa, Madrid, 1990. [Edición y traducción de Manuel García Morente], p. 160.

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les interesa esa ornamentación perimetral que traza una frontera. En este punto, que el marco adorne o incluso tenga su propio ornato no le resta la más mínima responsabilidad en el hecho de ser cómplice de las cotas de una visión, y, por tanto, de determinar la forma interna de la representación que, cuando es creada con intenciones de verosimilitud, registra o simula registrar una parcela del espacio y un determinado momento en el transcurso temporal. Sería erróneo, obviamente, identificarlo con el encuadre como tal, con el perímetro inmaterial, por negativo o vacío, que fragua la imagen en su encofrado y en su escala. Pero el propio ornato, por seguir a Kant, haría del marco la hipérbole material del límite entre lo que es visible en la imagen y lo que queda fuera de ella. Por eso advertía Kant de su papel ambivalente respecto a lo que allí ocurriera, en el interior, dado que podía poner en riesgo el frágil encuentro con la belleza misma. En la “Meditación del marco”, un texto de 1921 que finge ser ocioso, Ortega y Gasset elucubraba sobre la humildad de un cuadro de Darío de Regoyos en su propio despacho que recogía un “rincón del Bidasoa”. A propósito de ello, alude a las propiedades fronterizas y mediadoras del marco bajo una cascada de metáforas encadenadas por las que, al fin y al cabo, nos habla del ornato como frontera originaria en el paso a la función simbólica de las artes, aunque no se cite la Crítica del juicio. En otras tentativas anteriores, que podrían remontarse a su “Pedagogía del paisaje”, de 1906, el paisaje se hacía trasunto de la circunstancia, y ofrecía una versión filosófica cercana al entorno como condición de la propia identidad cultural. En ese enfoque la idea de paisaje no sería la que

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prioritariamente depende de la subjetividad que lo contempla, sino que, por el contrario, es el propio yo el que deviene una construcción de la idea del paisaje que le corresponde. A tenor de estas y otras posibles aproximaciones filosóficas debemos pensar que el marco que rodea las pinturas es un elemento con suficiente entidad como para convertirse en un arquetipo de esa posible mitología material. A menudo adopta la forma de una moldura dorada que viene estableciéndose desde antiguo en un balizamiento de la mirada, en una marca obligatoria que sirve de cauce a toda perspectiva. Desde que la pintura se enmarca, costumbre que debe remontarse al origen de un arte autónomo en el Renacimiento, aunque con antecedentes en el siglo xiii, el objeto de la mirada se vio condicionado. La propia pintura quedó convertida en objeto, una cosa portátil y llevadera que podría instalarse en cualquier pared hospitalaria en la que hubiera un sitio. Lo que ocurría dentro del marco tenía su propia historia que contar, y el marco la protegía incluso del ruido o de la existencia de otras escenas vecinas, como demostraban los abigarrados montajes museográficos del siglo xix, donde los cuadros se amontonaban sin dejar entre ellos apenas espacio respirable para la mirada. Lo cierto es que, el marco, desde su aparición histórica hasta su conversión en logotipo del National Geographic (un marco dorado, a fin de cuentas) se alía con la presunción de que miramos escenas inscritas en paisajes y nos hace cómplices de una pulsión propia de nuestro universo cultural en la que la mirada es posesiva y convierte en objeto casi todo lo que toca.

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La actualización de la idea de paisaje estaría entonces ligada a cierta depredación de la mirada sobre los entornos naturales a través de las fórmulas de la industria turística orientadas al acceso a lugares remotos. Así, el mito de la virginidad de los parajes o la conversión de los teatros naturales en imágenes serán formas de construcción de un nuevo objeto de deseo y, con ello, de nuevas políticas de la posesión para las que parece necesario un ornato, un marco de recepción más o menos sublimado, pero inequívocamente tendente a la creación de un objeto. Objetualizar el paisaje como porción extractada y poseída, crear paraísos privados o privatizar los paraísos existentes serán signos del nuevo capital simbólico del paisaje como mercancía. Desde una perspectiva cultural más amplia, uno de los grandes parerga de nuestro tiempo es sin duda el museo, y lo es en términos arquitectónicos, formales, ideológicos y políticos. Así que, como tal, podría incorporarse al concepto de atracción y vista que MacCannell definió en 1976 a propósito del turismo como industria y de esa figura contemporánea (que casi podríamos considerar un personaje interior si tenemos la modestia de aceptar que todos lo hemos sido alguna vez) que es el turista. En su antropología de la modernidad a través de este fenómeno personificado y colectivo, la dinámica de la enmarcación no sería solo una competencia de la gestión artística, sino también una condición sociológica vinculada con la gran industria que representa el turismo, y que abarcaría tanto los museos, los entornos naturales o las zonas de guerra convertidas en atracciones. En su tratamiento de la “atracción” como reclamo del turismo, MacCannell situaba

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dos etapas al definir una vista (lo que a menudo se traduce en la visita masiva que genera la maquinaria económica de la industria). La primera es la sacralización mediante una designación normativa y honorífica amparada por instancias de poder que determinan el valor patrimonial de un paraje natural, de un edificio histórico o de una obra de arte. “En segundo lugar, se encuentra la fase de enmarcado y elevación. Elevación es el acto de colocar un objeto en exhibición, ya sea en un estuche, en un pedestal o abierto al público para ser visitado. Enmarcado es la colocación de un límite oficial alrededor del objeto. En un nivel práctico, existen dos tipos de enmarcado: de protección y de realce”2. Todo ello, en cualquier caso, tendría un fuerte arraigo en la historia de la pintura desde la perspectiva de la cultura material, pero también en todos aquellos formatos que, bajo diferentes contextos de producción, tienden a miniaturizar la imagen. La imagen se encapsula, se adhiere a objetos portátiles, se convierte en postal o en souvenir transportable, y todo ello no deja de ser una modificación de su estatus ontológico que transfiere la imagen a sus soportes de recepción y manipulación en el momento en el que, en apariencia, impera su virtualización. En su obra La verdad en pintura, publicada en 1978, Jacques Derrida también apuntaba al parergon kantiano como punto de partida que se extiende y se transfigura en una secuencia de problemas semióticos en torno al signo pictórico, y el propio título parece responder al ensayo de Hubert 2. MacCannell, Dean: El turista. Una nueva teoría de la clase ociosa, Melusina, 2017. [Traducción Elisabeth Casals, original de 1976], p. 60.

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Damisch bajo el título “Sur la sémioligie de la peinture”. En el congreso de semiótica de Milán de 1974, Damisch presentaba ya la cuestión sobre la posibilidad de un concepto de verdad en la pintura a través de una dificultosa analogía con el lenguaje. La expresión “la verdad en pintura”, para la que Paul Cézanne actúa como personaje enunciador en el texto de Derrida, sirve de punto de partida para una nueva reflexión que trasciende las reducciones semióticas y describe un panorama abarcador a través de la propia pregunta por la condición artística en el discurso filosófico. La obra de Derrida se plantea, por tanto, como uno de esos desafíos retóricos en torno a los límites de la pintura. Los límites, en este caso en un sentido literal, puesto que se limita su espacio de representación, ya sea como passe-partout o como parergon. En este sentido, se trataría de una labor crítica en el sentido kantiano, y enlazaría con el concepto de suplemento que había desarrollado el francés. El procedimiento es la saturación retórica de la escritura ya acostumbrada de Derrida, quien, por el camino, se entretiene en la irisación de sentidos que subyacen a cada enunciado y se pregunta por la noción misma de arte en su diseminación filosófica. “Cada vez que la filosofía determina el arte, lo domina y lo enclaustra en la historia del sentido o en la enciclopedia ontológica, le asigna una función de médium”3, declara en lo que podría parecer un enunciado autorreferencial. Así nos exhibe Derrida un espectáculo de significados bífidos que empiezan por el título en el que se 3. Derrida, Jacques: La verdad en pintura, Paidós, Barcelona, 2001. [Original de 1978, traducción de María Cecilia González y Dardo Scavino], p. 45.

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juega sobre la ambigüedad de la expresión “en pintura” [en peinture], también traducible como “en apariencia”, y que barajará las que considera tres grandes paradas de la filosofía del arte: Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Martin Heidegger. Lo cierto es que la dialéctica del marco instituye una condición específica que alude a esa paráfrasis de lo que propiamente consideramos una imagen, pero que no está ni dentro ni fuera de ella. Por su parte, la enseñanza más antigua de Kant sugiere esa otra dimensión excedentaria del arte, que llega hasta el lujo y hasta la pérdida de su valor intrínseco en el centrifugado de valores accesorios. El efecto político de este intersticio o de esta mediación es obvio por cuanto alude al observador predispuesto e implícito en la demarcación. Hasta tal punto es así, que la existencia del marco se proyecta en nuestros dispositivos y nuestros cauces de movilidad. Su periplo evolutivo será, desafiando cualquier antropología de la mirada inscrita hasta entonces en ese parergon, el desembarco en un nuevo avatar: la pantalla. Cómo entender hoy la vida sin la pantalla es tanto como preguntarse cómo entender la imagen sin su encuadre. Antes de llegar a ello, había suficientes indicios de un fenómeno de acotación o de captura al que se nos invitaría no solo desde la contemplación diletante, sino también desde los marcos normativos. Hasta las carreteras prevén en su trazado desvíos para los miradores. La señal de tráfico S-109 que “indica un sitio pintoresco o el lugar desde el que se divisa”, según el Código de Circulación, conforma normativamente el paisaje del

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viajero 4. En el pictograma se representa una antigua cámara fotográfica de fuelle que, a modo de homenaje, parece evocar la historia misma de lo pintoresco, no tanto desde los escenarios como en virtud de los dispositivos de los que nos hemos servido para ese fin de la admiración. Y, debajo de la aparente trivialidad por la que un código de Circulación se permite excursiones en el campo de la estética, lo cierto es que, como en tantos otros códigos de nuestra cultura, allí pervive una pulsión de captura. No es casual que tantos artistas contemporáneos recurran al género paisajístico, que pudiera parecer tal vez un tanto antiguo, porque se trata de una disciplina que adiestra en la captación y ofrece inmejorables fórmulas de acercamiento a fenómenos no menos sintomáticos de nuestro tiempo, como podría ser el turismo. Al igual que los títulos de las obras, los marcos preparan el terreno, o culminan una instancia que alude al que mira. Al evocar los títulos que los impresionistas daban a sus obras, entretejidos como material literario en la obra plástica, podríamos reproducir una sintaxis entrecortada de preposiciones y gerundios, o verbos sustantivados, que es 4. Expuse esta idea de la dimensión paisajística del código de circulación en un ensayo breve sobre la obra de Perejaume: Del Río, Víctor: “Perejaume y Cristina Iglesias: I. Perejaume. La obra del arte. / II. Cristina Iglesias. Nexos y soportes”, en Dialog. Kunst in pavillon, Lunwerg, Madrid, 2000. Catálogo para el Pabellón de España en la exposición universal EXPO 2000 Hanover (1junio- 31 octubre 2000), Sociedad Estatal Hanover 2000. A su vez, Domingo Hernández se haría eco de ello en otro ensayo sobre el paisaje, que también tomaría una idea de Jeff Wall, como veremos más tarde, sobre la perfección de los cementerios como tipología del paisaje. Véase: Hernández Sánchez, Domingo: “Pintoresquismo, fotogenia, escenografía y otras estéticas de la sobreexposición”, en Pliegos de Yuste, nº 5-6, 2007.

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propia de la escena. La escena se asimila así a un fenómeno del lenguaje, o de los signos de tránsito. Solo la acotación define la escena telegráficamente como “instante detenido”, antes de su fuga. Las fugas de la perspectiva cónica, construcción simbólica del Renacimiento, prevén la pérdida de lo visible, alentando la ilusión de su continuidad, adelantándose a la desaparición o adentrándose en ella. Del mismo modo, la escritura se piensa inagotable hasta que la acotan los márgenes de la página. Partimos los renglones para seguir leyendo en una secuencia espacial, y el espacio es condición necesaria de un logos siempre interrumpido. El encuentro entre arte y escritura es posible en el lugar de la inscripción. Por ello, los trazados de las vías de comunicación, la cartografía, los hitos nombrados con topónimos, y todos los demás recursos de las retóricas del espacio señalizan lugares de un esfuerzo de ocupación que resumiría la idea de cultura en la transcripción y en la inscripción del territorio. La acotación de lo natural o de lo otro en el espacio de la representación reúne en una misma empresa a la técnica y al arte. Jean-Marc Besse ha recordado, en su magnífico ensayo sobre Pieter Brueghel5, la vinculación de la pintura con la corografía en aquellos momentos, entendida esta última como la descripción detallada de un territorio, un país o una comarca en relación a los aspectos físicos, los accidentes geográficos y los detalles que demarcan toponímicamente y que se traduce en mapas y representaciones pictóricas instru5. Bese, Jean-Marc: La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010. [Edición de Federico López Silvestre, traducción Marga Neira, original del mismo año].

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mentales. Sobre la base de esta complicidad entre la pintura y la cartografía, traducida en su manifestación corográfica como híbrido operativo con una larga tradición, Besse va desgranando los matices de estos usos, que son componentes fundacionales y poco aludidos de nuestra más reciente idea del paisaje. En ello se integra el teatro mundo, o la inserción del drama humano y de la vida como elemento configurador. Advierte, con ello, que las representaciones artísticas y las científicas no siempre estuvieron tan lejos. El intento de hacer entrar al mundo por el estrecho margen que nos permite un encuadre parece contaminar al marco en su función ornamental de hojas de acanto o bagatelas. Así que, podría resultar paradójico que los marcos que rodean a la pintura descriptiva, la escena o el paisaje, se decoren con motivos vegetales. En las obras de muchos artistas contemporáneos, la dualidad entre naturaleza y artificio ya no tiene el aspecto de una antinomia moderna. La máquina de las oposiciones, neutralizada como pieza de museo, pone de manifiesto, más que una lucha, un vencimiento. Precisamente, la victoria del museo sobre ambos términos de la oposición, sobre la máquina superada y sobre el espécimen cautivo. El impresionismo incide en la voluntad de precisión y, apenas sin solución de continuidad, las vanguardias del siglo xx aparecen en muchos casos como la consumación de un arte embarcado también en las pretensiones positivistas de acceder al mundo detrás de los bastidores. Sobre ese impulso ilustrado solo cabe la ironía de Marcel Duchamp con sus museos portátiles y sus pinturas de precisión. La conciencia que resulta de este fracaso trata de reconstruir el

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anhelo exento de sus fines. Solo queda la impronta nostálgica de un cientifismo o una precisión que ya solo es estética. El impulso compilador y taxonómico se salda con huellas, es suplantado por otro impulso, esta vez quizá alegórico, donde es posible la melancolía del coleccionista, cuya tarea es inacabable por definición, como el logos interrumpido de nuestras ficciones o los focos infinitos que el horizonte nos señala en los paisajes. De todo ello se deriva una poética, en el sentido de una coherencia productiva que articula las obras, pero también en el sentido lírico de lo poético, como un género de la belleza nacido de la imposibilidad. El vedutismo contemporáneo no puede ser entonces una reedición del kitsch como recuerdo de una estética ajada, sino que en él habita una íntima identificación con una mirada hacia el abismo, hacia las muestras de un desfondamiento, o hacia la perfección de los desiertos. La lírica de las viejas miradas de los acuarelistas viajeros del Grand Tour y de los marcos rococó, no puede reducirse a lo ridículo, sino que contiene en sí misma el retrato de una imposibilidad. Son los restos de un arte entendido como mónada de la totalidad, restos de los que ahora solo retenemos la belleza de una máquina vaciada de su función. “La obra del arte”, más allá del sentido que le confiere Gérard Genette a esta expresión, es una conciencia saturada de imágenes, un museo imaginario y portátil en el que no caben más cuadros porque se han exhumado todos sus fondos para exponerlos en espacios atiborrados e impracticables. La obra del arte está instalada en nuestra

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mirada sobre las cosas y desactiva toda trascendencia, ciega el fondo al que se refieren nuestras representaciones. Miramos como si todo fueran escenas. La fijación por el aspecto circulatorio del arte en la obra de tantos artistas modernos y contemporáneos, el interés por el mundo de las costuras y los bastidores que sostienen el aparato de la representación, no es solo una cuestión de ingenio al modo barroco, sino una cuestión de fondos. Si atendemos a los fundamentos de una actividad artística como la pintura tendremos que reconocer que ésta se confirma en las técnicas de la veladura. Pintar es un ejercicio de ocultación, se vela con una sucesión de capas. La sabiduría de la pintura reside en la lógica de las superposiciones, en transparentar en su justa medida el fondo. Toda inscripción presupone un fondo previo, habla de una anterioridad en la que tiene lugar el signo. Tapar un cuadro con una grisalla es poner de manifiesto el gesto pictórico del fondo. Ese fondo, antepuesto a la representación no se traduce en una nada, sino que aporta en su textura mínima un negativo del acto mismo de pintar. Así parecería sugerirlo otro de los grandes síntomas del arte del siglo xx: el monocromo. La reflexión sobre el lugar del arte aporta precisamente una dislocación, un desencuadre “degasiano” lleno de consecuencias y de miradas invertidas. En Ombra de la motllura d’un quadre de Nicolau Raurich en una paret del Museu d’Art Modern de Barcelona, Perejaume convoca a la palabra para gestionar la ironía nacida de esa mirada vuelta sobre el arte. Las sombras de los marcos que se proyectan sobre la pared del museo acaban siendo el accidente periférico

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de una obra total, consumada en la historia. La huella de claridad dejada por el cuadro después de habitar durante años una pared es, en sí misma, la obra del arte. En la Filosofía del paisaje, de Georg Simmel, la condición fragmentaria de las porciones de la naturaleza que consideramos paisajes no es sino una alusión a una totalidad de lo natural como escenario del mundo que, sin embargo, necesita de la acotación para manifestarse. El mecanismo de nuestra mirada sería, así, al mismo tiempo metonímico y simbólico, y en el lenguaje con el que se escriben estos pasajes pervive el aliento de la filosofía romántica. Según esto, su descripción filosófica de la categoría “paisaje” sería una unidad autosuficiente, pero, a la vez, ligada con su propia proyección a una extensión infinita. En su reflexión recurrente sobre la relación entre las partes y el todo, o entre lo que separamos como seres humanos al mirar (o al pensar el conjunto de las cosas) y ese mismo conjunto, sitúa en la figura del camino la más exquisita expresión de esta voluntad de coligar lo que está separado y, con ello, proporciona un lúcido elemento de conformación de lo paisajístico que, por otro lado, comparece con frecuencia en las representaciones artísticas basadas en el paisaje: Los hombres que por primera vez trazaron un camino entre dos lugares llevaron a cabo una de las más grandes realizaciones humanas. Debieron haber recorrido a menudo la distancia entre el aquí y el allá y, con ello, por así decirlo, haberlos enlazado subjetivamente: sólo en tanto que estamparon el camino de forma visible sobre la superficie de la tierra fueron ligados objetivamente los lugares; la

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voluntad de ligazón se convirtió en una configuración de las cosas, que se ofrecía a esta voluntad para cualquier repetición sin seguir permaneciendo dependiente de la frecuencia o poca frecuencia con que la distancia era recorrida.6

Así, más allá de su potencia metafórica, que activa sus significados antes de que podamos referirnos a un trazado concreto, a un camino en particular, lo cierto es que la figura arquetípica que sugiere Simmel se desglosa en infinidad de tropos colaterales que se diseminan en esa categoría filosófica que él atribuye al paisaje. Así, los túneles, los puentes, las carreteras o los senderos más agrestes son en realidad trenzados necesarios del paisaje. Y ello, no solo porque sean propicios para detenerse en el camino a contemplar los lugares pintorescos, como sugería la señal de tráfico recogida en el código de circulación, sino porque el propio desplazamiento crea el paisaje. Así que Simmel no pasa por alto, como era de esperar, la otra figura arquetípica que es el puente. Sobre todas esas vías viajamos, y revelamos con ello que no podríamos invocar un paisaje si no nos desplazamos de nuestro propio cercado doméstico, de la habitualidad, aunque este desplazamiento se haga imaginariamente para vernos desde fuera en el terruño. Así, fingimos ser viajeros con la suerte de haber sido testigos de cosas extraordinarias para contar a la vuelta, convencidos de que apenas hay paisaje sin viaje.

6. Simmel, Georg: El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península, 1986, p. 46.

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EL VIAJE COMO AUTOFICCIÓN

Quienes descartan de sus referencias a los clásicos por clásicos, por obvios, en el mejor de los casos por haber sido leídos en período de formación y ser demasiado conocidos, se comportan como esos turistas que alardean de haber estado allí, en ese lugar que acabas de visitar, antes que tú. En esto habría una relación indudable entre los libros leídos y los lugares visitados, la misma que hay entre consumo cultural y turismo. Por eso, como las visitas a París o a Venecia, que se dan por supuestas en el viajero cosmopolita, algunos libros resultan casi innombrables en los círculos de quienes están al día, y no necesariamente porque hayan sido leídos, sino porque no reúnen la condición de actualidad necesaria para hacerlos notar en una conversación entre enterados. Citar a Jorge Luis Borges hoy, por ejemplo, podría parecer anticuado porque su figura se ha convertido sin duda en un fetiche literario. Aunque puede que los destinos de sus derechos de autor tras el fallecimiento de María Kodama activen de forma extraliteraria su presencia entre las figuras a recuperar que cíclicamente se incorporan a los anacronismos de la actualidad. En cualquier caso, como quien visita un lugar ya conocido por el mero placer de regresar, ya se sabe que los regresos pueden tener su propio goce implícito, vale la pena releer, porque quienes leen por segunda vez un mismo

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texto después de un tiempo ya no son los mismos lectores que lo leyeron la primera, en parte gracias a lo que el poso del texto deja en la memoria, que la segunda lectura será capaz de actualizar y transformar al mismo tiempo. En una ocasión, poco importa aquí si fue una anécdota real o apócrifa, se le preguntó a Borges en una entrevista por los viajes en el espacio, puede que con motivo de la llegada del Apolo 11 a la Luna, a lo que respondió ausente, mirando por una ventana, que hasta donde él sabía todos los viajes se realizan por el espacio. Seguramente el encargado del diálogo tenía pocas ideas sobre cómo abordar al ya consagrado y enigmático Borges. Con esa ironía ante una pregunta tan ingenua se rompió el hechizo por el que se presuponía que el autor debiera de tener alguna opinión sorprendente al respecto. En el lugar de la sorpresa o el misterio connotado en el oráculo, el retorno que propicia su respuesta es el de la lógica más prosaica. Borges se burla así de la idea romántica que subyace a la carrera espacial, rebajándola a una empresa fútil. Tiempo antes, con veintidós años, había arremetido ya con cierta saña contra el sentimentalismo emanado de la contemplación del paisaje. Hasta hoy, decía Borges en 1921, “ninguna reacción nueva se ha sumado a la totalidad de reacciones ya conocidas”. Algo irritante, previsible e irremediablemente convencional habría entonces en esas emotividades que suscita el paisaje: “Ir a admirar adrede el paisaje es paralelizarnos con los salvajes de la cultura, con esos indios blancos que desfilan en piaras militarizadas por los museos y que se quedan con los ojos arrodillados ante cualquier lienzo garantido por una firma sólida, y uno no sabe muy bien si están

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ebrios de admiración o si esa misma voluntad de entusiasmo les ha inhibido la facultad de admirarse”1. Podríamos concluir con el joven Borges, entonces, que el momento de impostura que a tiempo detectó en el paisaje, la voluntad de admiración como fenómeno de la estupidez colectiva, deviene en esta forma de ficción autorreferencial. Algo de esa impostura reside en el hecho mismo de contemplar las cosas con actitud estética, en la medida en que la voluntad o la conciencia de encontrar algo reseñable nos premia secretamente. La ironía de Borges sobre la carrera espacial se limitaba a delatarlo. Sin duda, esa experiencia que hemos tenido alguna vez tiende a la ficción, a la construcción, a través del paisaje, de una épica subjetiva. No hace falta llegar a la mitología espacial para convenir que hay un proceso de inmersión directa en la ficción a través del paisaje, una ficción que nos sitúa en algún punto de vista omnisciente que tendría su éxtasis en la vista desde fuera del propio planeta tierra. Sin embargo, en las visiones más cercanas al suelo también se recoge este mecanismo de autoficción. Si bien este concepto ha tenido su recorrido en la literatura actual, conviene recordar que su arraigo se sitúa en la estética romántica. Será, a fin de cuentas, una consecuencia natural de la autocontemplación en la contemplación. En este punto, las estrategias contemporáneas de eso que con tanta dificultad definimos como postmodernidad, encuentran infinidad de recursos para desdoblar y multiplicar los

1. Borges, Jorge Luis [firmado como Jorge Luis Biorges]: “Crítica del paisaje”, en Cosmópolis, Madrid, nº 34, octubre de 1921. Recogido en Borges, Jorge Luis: Textos recobrados (1919-1929), Barcelona, Random House Mondadori, 2011, p. 129.

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personajes implícitos que median en cada mirada y en cada enunciado. En cualquier caso, si podemos situar esa idea tan socorrida hoy para la literatura, la autoficción, que permite conjugar lo narrativo, lo ensayístico y lo ficcional en un espacio de construcción del yo ambiguo que habla en la escritura, ese sería probablemente el que consagran mediante la revisión de los artefactos románticos autores como Borges, Italo Calvino o Georges Perec, entre otros muchos. Los lugares imaginarios en los que habitan estos autores inauguraban lo que hoy se celebra sin demasiada memoria como autoficción. Este último concepto, por ello, nacía bajo el influjo, tal vez intencionadamente omitido, que estos autores han ejercido sobre varias generaciones de nuevos escritores. Y podríamos pensar que, a consecuencia de esas especies de espacios, lo que se configura es una forma de la autoría como paisaje, como lugar en el que reconocemos los hitos y los estilemas en virtud de una atmósfera creada a la que, de vez en cuando, retornamos. En todos ellos encontraremos ejemplos de narración en la que el viaje está presente como fenómeno corporal, lo que no deja de ser una experiencia en la que nos reconocemos fácilmente como partícipes de la autoficción. En los diversos avatares del viaje por el espacio y el tiempo, ya sea en la ironía de Borges o en la hipérbole de Perec, toda esta experiencia se llena de sensaciones derivadas del hecho de que el cuerpo está involucrado en la contemplación, al igual que lo está en la lectura de las novelas, como describía Calvino en los primeros compases de Si una noche de invierno un viajero…, analizando los titubeos de la mirada y la aco-

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modación del cuerpo a los asientos en los que nos retiramos a leer. Es bien sabido que a Borges siempre le interesaron los textos apócrifos, y cuando su obra se convirtió en un canon literario de gran alcance como referente reconocido de la literatura postmoderna, tal vez él mismo diera pie a ciertas producciones apócrifas. A Calvino, que en algunos momentos pareciera un avatar de Borges, también le gustaba la idea de escribir apócrifamente, como dijo en el Instituto Italiano de Buenos Aires en 1984: “La empresa de escribir novelas ‘apócrifas’, que me imagino escritas por un autor que no existe, la llevé a sus últimas consecuencias en mi libro Si una noche de invierno un viajero…” En 1979, en una respuesta a la reseña de Angelo Gulielmi de aquella obra, Calvino ya invocaba a Borges en la tradición de narradores que filtran “las emociones más novelescas a un clima de enrarecida abstracción, guarnecido a menudo con algún preciosismo erudito”2. En la novela de Calvino, que al fin y al cabo “…comienza en una estación de ferrocarril”3, el viajero se convertiría en el lector y viceversa, y en ese bucle se centraba el enfoque apócrifo que pudiera haber sido borgiano, si el maestro argentino no lo encontrara seguramente demasiado previsible. En su evocación antropológica del turismo, de nuevo el siempre certero MacCannell recuerda su encuentro con Claude Levi-Strauss y la falta de fe de este en la posibilidad de aplicar una mirada etnográfica a la propia modernidad

2. Calvino, Italo: Si una noche de invierno un viajero, Siruela, Madrid, 2001 [traducción de Esther Benítez]. 3. Ibidiem, p. 31.

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occidental. La identificación del turismo como un vastísimo y transversal campo de estudio antropológico y sociológico sería en cierta forma la rebeldía de MacCannell ante esa falta de aliento. Así que, el americano recuerda también en aquellas conversaciones en París, que el antropólogo estructuralista detestaba la figura del viajero, tal vez por cursi o por ser una emanación romántica de cuyo germen surgiría ese inequívoco síntoma etnográfico que es el turismo. En ello encontramos una análoga desafección a la generada por los turistas en la mirada cultureta. Los turistas no solo son presas para los ladrones y los carteristas callejeros, sino que son el blanco de una condescendencia de quienes trascendieron lo obvio de los lugares comunes. Y lo cierto es que, en ese afán por ser pioneros de lo que otros no conocen en el campo cultural, se encuentra de manera evidente la paradoja sobre el desprecio moral que suscitan los turistas frente a la figura enigmática del viajero. Ese desprecio resulta de una hipocresía socialmente extendida puesto que es prácticamente imposible no haber sido turista en algún momento para los habitantes del mundo privilegiado. Esta paradoja es extrapolable a las dinámicas de relación con lo nuevo si acudiéramos a Boris Groys, o a cualquier otra forma de intercambio cultural en el que el valor simbólico se asocia al descubrimiento de lo remoto o de lo alternativo. Este desprecio esconde, para MacCannell, una autoafirmación mayor, un reverso que confirma nuestra constitución cultural en Occidente. “En otras palabras, la vergüenza turística no consiste en ser turista, sino en no serlo lo suficiente, en no observar todo del modo en que ‘debería’ ser observado. La crítica turística del

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turismo se basa en el deseo de superar a los demás ‘simples’ turistas y alcanzar una apreciación más profunda de la sociedad y la cultura, y no se limita de ningún modo a las afirmaciones intelectuales. Todos los turistas desean, en alguna medida, este compromiso más profundo con la sociedad y la cultura, es un componente básico de la motivación para viajar”4. El nuevo escenario de turismofobia generado por la masificación de la industria, la gentrificación o el desalojo de los centros históricos, y los problemas de especulación inmobiliaria asociados a lo que denominaremos valor de las vistas, parecen solo confirmaciones de un proceso descrito en la génesis de esa industria. Sin embargo, la figura subyacente al turista, la que legitima su movilidad y su invasión de lo otro es ese personaje más prestigioso al que apuntara Levi-Strauss: el viajero. Pero, ¿qué es exactamente ser un viajero? ¿Cómo adoptamos ese papel y cómo opera esa autoficción que sale de la literatura o el cine para instalarse en esas insospechadas razones que nos han llevado a viajar tanto sin motivo aparente? En el trance del viaje las miradas se cruzan, los viajeros se observan brevemente y se clasifican en un rápido reparto de papeles al tiempo que fingen indiferencia por el resto. El viajero es un ser necesariamente misterioso. Hay personas que rompen el pacto de silencio entre los ocupantes de un vagón de tren, pero los buenos viajeros saben dosificar su estar ahí, las sutiles muestras de información sugeridas por su mera presencia. Es preferible admirar a ese viajero al que nos hubiera gustado conocer que abordarlo con cualquier vaga disculpa o con las 4. MacCannell, Dean: El turista, op. cit., p. 15.

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ganas de desvelar el misterio de nuestra propia autoficción para descubrir una encarnación decepcionante. El viajero es alguien por quien nos preguntamos en un determinado momento del trayecto, pero que ha de marcharse sin haber desvelado su identidad, ha de permanecer como un desconocido. Solo en la medida en que nos sentimos anónimos estaremos viajando. En este sentido, la experiencia del viaje solo es la de la ficticia disolución del yo en ese mundo que nos fascina. Por ese mismo principio, el viaje proporciona el resguardo de las huidas: lo que es ilocalizable es invulnerable. La paradoja del movimiento alimenta esa promesa de disolución, una promesa que rezuma melancolía como los lugares deshabitados. Por eso, no importa tanto la belleza del paisaje como la extraña forma que tiene de distanciarnos de los objetos, de los lugares y de las mercancías. Los paisajes de las road movies son los desiertos y los pueblos de la América profunda, o aquellos de otras latitudes que se les parecen, territorios donde la habitabilidad se nos hace impensable. Mercaderías de gasolinera, moteles al margen de la autopista, manchas en el asfalto de animales ya remotamente atropellados, carrocerías abandonadas en medio de las cunetas... todos ellos son tótems de la desolación. El cobijo que brindan las áreas de servicio es siempre fingido, nos advierten con sus infructuosos esfuerzos por resultar confortables de que son falsos oasis, pero contienen, como ellos, una invitación a seguir el viaje lo antes posible. La prisa por reanudar la marcha no está en la necesidad de alcanzar el destino sino en la amenaza indeterminada que albergan los lugares de tránsito, donde todos son extraños.

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La temporalidad dilatada de las esperas y los tránsitos del viaje se complementan con un determinado modo de mirar que también es propio del viajero. La transición entre puertos, puntos de encuentro, andenes, enlaces o túneles nos somete a una serie de rituales de la espera. En ellos, el paisaje, a veces enclaustrado en el hormigón de las estaciones, otras amplificado por los ventanales hiperbólicos de las salas de espera de los embarques, subyace en esa demora. Después, la acción misma de tomar el medio de transporte interrumpe esa visión y nos involucra en la ceremonia del acceso al trayecto. Resulta sorprendente la facilidad con la que nos hemos acostumbrado al sometimiento en esa experiencia algo alienante de traspasar los controles de un aeropuerto. Ese momento de despojamiento de nuestros efectos personales en bandejas que deben pasar por un escáner, la percusión de los objetos y su ruido opaco sobre el plástico, o la transparencia de nuestras maletas vistas en la pantalla del empleado de seguridad, no pueden parecerse más al régimen administrativo aplicado a los prisioneros. El viaje representa también una extraña forma de cautiverio temporal, lo que sitúa al paisaje como parte del polo dialéctico de la experiencia de reclusión. El viaje se inicia con una invocación a la seguridad en la que todos somos potencialmente sospechosos y víctimas, y el paisaje se ofrece como un lugar remoto por el que pasaremos temporalmente. En esa suspensión nos vemos sumergidos como si estuviéramos en una ficción cinematográfica. Resulta sorprendente comprobar cómo, tanto en el cine como en nuestra propia experiencia como viajeros, las imágenes del viaje en carretera son perfectamente autosuficientes. Basta-

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ría hacer un recuento de secuencias que transcurren en la carretera o que sirven de mera apertura o ambientación a una historia para establecer el vínculo que intuitivamente reconocemos entre la carretera y la experiencia estética. Por su parte, esas visiones en movimiento en el recorrido de un vehículo podrían ser consideradas un género paisajístico en sí mismo. Entretanto, cualquier imagen obtenida en movimiento, al menos durante unos minutos, es activadora de la expectativa sobre una narración. Si esto ocurre en la producción de ficciones contemporáneas es porque la experiencia del viaje se ha estandarizado. Para ello, la noción del paisaje en movimiento resulta previsible, y así lo recogen autores como Raffaele Milani con expresiones como “sorpresa de la mirada móvil”5. Esa monotonía no agota la paciencia porque pertenece a una narración interior y, por supuesto, autorreferencial. Somos protagonistas del viaje, los elementos que encontramos en el camino parecen haber sido creados para nuestra contemplación, el viaje y la contemplación se satisfacen entonces mutuamente. En los coches, el parabrisas, en los trenes, la ventanilla, en cualquier medio de transporte se nos ofrece un mirador que forma parte de la arquitectura del medio de transporte. Y este mirador es normalmente utilizado para evadir los pensamientos participando de la fugacidad de los paisajes que vemos pasar y que se recrean ante nosotros. Estamos hablando obviamente de un viajar burgués, el que sustenta el turismo o el trabajo, no el de los éxodos o las huidas forzadas de grandes masas de población que han tenido lugar 5. Milani, Raffaele: El arte del paisaje, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 94-100.

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desde antes de que la historia pudiera contarlo. En contraste, en nuestros actuales medios de movilidad, el hermetismo del coche, el vagón, el cubículo en el que viajamos, por lo general, nos atrapa convirtiéndonos en espectadores de escenas fugaces. Desde nuestra posición de viajeros recluidos, podemos ver a la gente de un pueblo por el que pasamos con el tempo de un travelling cinematográfico: el gesto del personaje o el entorno pintoresco queda retratado, retardado hasta su extinción por la temporalidad que impone nuestro movimiento. Justamente ese viaje de la mirada, ese repaso irreversible desde la distancia, nos coloca en el lugar de la narración. La idea de acceder a un espacio onírico en el medio de transporte era literalmente evocada por Chris Marker en Sans Soleil (1983), en aquellas grabaciones sobre el acceso de los viajeros al metro de Tokio y sus poses durante el trayecto. Como si adquirieran una entrada para asistir al cine, los vemos traspasando el umbral de acceso en el que se validan los billetes para penetrar en esa caverna que les permitirá llegar a casa. Después, muchos de los usuarios del metro dormirán durante sus largos trayectos sumergidos en una convivencia narcótica y contigua. El trance del trayecto suburbano operará entonces de forma simultánea como una forma de corporalidad y como abandono de lo físico. En este punto del retrato colectivo de los japoneses en la película de Marker, la ensoñación que se cobra el tiempo del trayecto sugiere una voluntad de pérdida, de disolución voluntaria en ese espacio y tiempo indeterminados. Recuerda también la condición corporal del viaje. ¿Cuál es la disposición del cuerpo del viajero y la del que contempla un paisaje?, ¿qué ocurre con sus movimientos

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voluntarios o involuntarios? Como en los primeros compases de Si una noche de invierno un viajero…, la autoconciencia corporal del viaje (o su olvido como ocurre con los tokiotas durmientes de Marker) serán condiciones al mismo tiempo necesarias y olvidadas en nuestro trance. Leer o dormir son actividades paliativas en la modorra del viaje rutinario, y en ambos casos sustituyen el paisaje del viajero por otro espacio imaginario. Marker grababa sus rostros y el balanceo de sus cuerpos mecidos por el movimiento de los vagones del metro. Los brazos se unen y los cuerpos se tocan involuntariamente, pero en ese momento, los viajeros están ausentes, ellos son el paisaje humano para la cámara de Marker. En otros casos en los que no conseguimos evadirnos, esa contigüidad es motivo de un pequeño infierno. Compartimos el espacio de los asientos en los transportes sin poder llegar a un acuerdo sobre quién apoyará el codo sobre el único reposabrazos que separa los dos asientos en una insultante muestra de tacañería del fabricante, ese que quiso dotar de más asientos al transporte, ya sea un humilde autobús o un avión. Tan incomprensible error de contabilidad (a dos pasajeros le corresponden dos reposabrazos) desencadena una represión que se proyectará sobre el viajero contiguo, un tipo que probablemente no ayuda a repartir el espacio y que nos recuerda que el mundo se divide entre quienes ocupan más espacio del que necesitan y aquellos que se encogen para que los demás quepan, o entre aquellos que pasan primero caiga quien caiga y aquellos que dejan pasar. Esa especie de ser humano que no tiene noción alguna de la vecindad es el origen de un estado de guerra permanente que empieza en la más

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silenciosa vida cotidiana, esa que no merece ser comentada al llegar a casa y que por ello se sublima en la ira que iniciará la invasión del espacio del otro. En los casos en los que en lugar de dormir o trabajar, miramos a través de esa arquitectura paisajística del viaje, la idea que nos acompaña en nuestro relato interior es de un protagonismo absoluto, universal, en el que el mundo queda reducido a nuestra pantalla y a nuestra localización improbable. Por lo tanto, el sentimiento del viajero como ser anónimo y por ello mismo libre, depende de un ejercicio de la mirada que ve en forma de paisajes fugaces todo aquello que se le presenta. El viajero fotografía efímera e imaginariamente los instantes porque se encuentra inmerso en un intervalo. Esa autoconciencia de anonimato, apenas rota por un instante en el trámite burocrático de presentar el billete y el pasaporte en un embarque, es una parte consustancial al estado de ánimo del viaje como experiencia paisajística. Las ideas de intervalo e instante son clave para Vladimir Jankélévitch en su obra La aventura, el aburrimiento, lo serio (1963); en ella, y en las categorías que dan título al ensayo, encontramos un análisis de las diversas experiencias de la temporalidad. Pero nos interesa aquí, como aspecto relevante del viaje, su contraposición a la vida (cotidiana) y, por lo tanto, su condición de fenómeno dado a las representaciones. Es decir, en la medida en que el viaje y la aventura nos sacan de la rutina, se convierten en un material privilegiado de las representaciones, ya sea a través de las imágenes, especialmente fotográficas y cinematográficas, o a través de la narración. En ambos casos, estaríamos ante los formatos clásicos

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con los que se ha representado la idea de viaje tanto en el arte como en la literatura. Si recordamos de nuevo a Simmel, que también incide en el vínculo con la materia de los sueños: “Precisamente porque la obra de arte y la aventura se contraponen a la vida, son una y otra análogas al conjunto de una vida misma, tal y como se presenta en el breve compendio y en el concentrado de la vivencia de los sueños”6. Así pues, el viaje es, ante todo, una representación-narración retroactiva. Pero se produce casi simultáneamente a su experiencia, lo que convierte a esta, en su actualidad, en un recuerdo creado sobre la marcha. Y en ese lapso es donde subjetivamente podemos incluir toda clase de aportaciones sentimentales. Por un lado, podríamos establecer como concepto de intervalo el lugar de inserción de la conciencia en el presente, el lapso no significativo del tiempo: la rutina. Por otro, el instante sería un momento privilegiado donde sucede lo extraordinario. Desde esa perspectiva habría que decir que incluso los instantes más fugaces y más extremos tienen un intervalo, es decir, un lapso de tiempo en el que cobrar conciencia de la situación. El viaje sería la prolongación del instante para convertirlo en un intervalo. El viaje consistiría en prolongar la experiencia de lo fugaz como contemplación. Ser consciente de esa situación de tránsito, de provisionalidad... Ser consciente y representarse la condición de lo efímero. Las raíces de esa fórmula de generación de imágenes para el recuerdo, ya sean en la memoria del viajero o en la memoria de sus dispositivos móviles cargados de fotos, estaría obviamente prefigurada en la pulsión de encuadre y 6. Simmel, Georg: Sobre la aventura, Barcelona, Península, 1988, pp. 11-12.

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en su implícita movilidad, en el hecho de que un punto de vista sugiere su desplazamiento potencial en función de un movimiento que es detenido provisionalmente en la imagen. Esa mutabilidad implícita en la aparición contingente de la imagen, sustituible por otras que hubieran sido resultado de diferentes decisiones de encuadre, unida a los usos sociales favorecidos por las oportunidades de viaje, tendrían su explotación definitiva en el fenómeno del turismo como industria. La intromisión exploratoria en lo ajeno y en lo que nos parece extraño e implícitamente pintoresco, y la conquista de lo nuevo como fetiche que conjura la rutina, serán nuevas aspiraciones de las clases medias. Sin embargo, los mecanismos asociados a estas experiencias industriales del viaje como forma de ocio dependen de infinidad de interferencias paisajísticas que violentan nuestra relación más o menos idílica con lo que vemos por una ventanilla. A su vez, otros recursos de encuadre experiencial intervienen también en nuestros dispositivos portátiles. En esos poliédricos formatos de la imagen nos involucramos conscientes de nuestra propia fugacidad como espectadores. Pronto nos habremos ido. Entre tanto, recibimos gustosos el vacío de lugares potencialmente pintorescos, dispuestos en los trazados de nuestras rutas, y los mensajes inscritos en la realidad material de los lugares que visitamos con la conciencia clara de no ser los primeros en hacerlo.

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LA VALLA

La idea romántica del paisaje podría hacer pensar que la mirada sobre un entorno tiende a preservar, al menos en la imaginación, algún grado de pureza originaria. En ello, la idea misma de paisaje parece remitir al polo opuesto de nuestra intervención, de nuestra manipulación o de nuestra presencia, como si nos creyéramos fuera de la escena. Al capturar lo que vemos en una imagen nos situamos fuera del encuadre (excepto en los selfis paisajísticos) para dejar que la elocuencia de las vistas hable por sí misma. Pero lo cierto es que, en la actualidad, como tendencia general, el acto instituyente de mirar algo como paisaje es una intrusión sobre aquello que se declara intacto. Es paradójico, pero al mismo tiempo queda manifiesta la vocación invasiva con la que nos tomamos eso de contemplar cosas bellas. Los paisajes, si son bellos, son nuestros. Porque lo que se instala en la idea de aquello que está a cierta distancia es nuestra propiedad, una forma de posesión de la imagen o del contexto como continente de nuestra presencia. Incluso cuando no son bellos esos paisajes, también son nuestra pantalla de proyecciones sentimentales o deseantes, y nos apropiamos de la indiferencia misma como signo de alguna melancolía. Tanto es así, que la publicidad, con su característico ingenio depredador, lo tuvo claro desde el principio, e ideó una

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serie de artefactos sorprendentes que estaban destinados a ocupar los espacios de tránsito de las grandes vías de comunicación terrestre. Así, los márgenes de las carreteras y las vías se poblaron de vallas, de siluetas troqueladas y de muñecos de gran tamaño que representaban figuras emblemáticas de las comarcas más remotas. Este intento de diseminar estímulos en estos entornos, de incorporar iconografías y tipografías al horizonte, tiene una complejidad que convierte a estas imágenes en mecanismos de inflexión sobre el propio género paisajístico. Esta sorprendente estrategia de intromisión en el espacio público tiene el efecto rebote de hacer, si cabe, más consciente la conciencia sobre la mirada paisajera (siguiendo la terminología de Alain Roger) al tiempo que la obstaculiza. Al entrometerse en el entorno del viajero cargados de mensajes, imágenes pretendidamente sugestivas, estos artefactos publicitarios refuerzan doblemente la contemplación ficcional en el trance del viaje. Esas vallas publicitarias, que ocupaban grandes espacios en los vestíbulos de las estaciones de tren y de los aeropuertos, o levantadas a lo largo de los anillos de circunvalación de las ciudades y sus entradas por autopista, comenzaron a ser elementos de atracción icónica destinados a aprovechar los intervalos de los viajeros, los encuadres fugaces con los que construían algún relato autorreferencial en el trance de un viaje. Incluso, en el caso de las que se situaban en la carretera, llegaron a ponerse en cuestión como uno de los posibles motivos de los accidentes de tráfico. Al menos, las restricciones normativas sobre su uso le atribuían una significativa fuerza de atracción como mensajes intrusos en el

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paisaje de la indiferencia. Ciertamente las ubicaciones de algunas de ellas, unidas a la peculiaridad de las campañas publicitarias, habían ofrecido inmejorables episodios de surrealismo o de ironía involuntaria. En sí misma, la valla publicitaria es una panorámica artificial que se impone en lugares donde el panorama, con bastante frecuencia, es desolador. Es, en definitiva, una pantalla de proyección alternativa destinada al desvío de una mirada en movimiento. En este contexto, la presencia de una valla publicitara exporta en cierto modo su marco al paisaje o lo convierte en un ornato de su propio mensaje. Centrífugamente alude al panorama que lo circunda. Ese contagio del encuadre, que pasa de la valla anunciadora al paisaje, es de carácter semántico. La valla publicitaria, en tanto que mensaje gráfico enmarcado, denota con su presencia el formato panorámico con que miramos el entorno; revela su condición de artefacto genético, productor de asociaciones. Se inserta siempre de forma activa en un espacio indiferente, y su propia arquitectura parece enfatizar esa autosuficiencia. Como un monolito que se ilumina a sí mismo con focos vueltos hacia su superficie, se orienta hacia su propio mensaje como un fenómeno de la atención y de las proyecciones, y acoge obsesiones y deseos de los espectadores fugaces. Con ello se constata que en esos límites se escenifica una relación melancólica que podríamos atribuir al propio género paisajístico desde su génesis. Los lugares se vuelven escenarios, pugnan en su anonimato por decirnos algo. El mensaje se traslada al paisaje y el paisaje se hace mensaje. En estos ambientes la intrusión de la publicidad impone una lectura obvia que contrasta con el azar

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de las escenas. La indudable intencionalidad del mensaje publicitario que parasita el paisaje contrasta con el abandono y la indiferencia que configuran el lugar. Aparece como un señuelo de la alegoría. La condición teleológica del discurso publicitario tiñe el escenario como si todos los cascotes y los restos hubieran sido concebidos como una respuesta a la escena intrusa. Los artistas contemporáneos desde mediados del siglo xx han explorado los juegos retóricos que la imagen de paisaje ofrecía a partir de estas inscripciones normalmente fuera de escala, convertidas en monumentos por la fuerza de la costumbre. En el camino se dará una sustitución de los tropos y los hitos heredados del paisaje por otros enfáticamente prosaicos, ajenos a cualquier encanto recomendado por la tradición de una pintura que había alcanzado altas cotas de sofisticación en la trasposición de impresiones paisajísticas. A cambio, los nuevos hitos serían portadores de una carga semántica arrastrada por las palabras con las que podríamos asociar los lugares. Las marcas o los emblemas, la iconografía, en definitiva, de lo que Roy Arden definiría como el paisaje del capitalismo repoblarían el nuevo género que algunos denominarían neopintoresquista. Y aunque términos como “capitalismo” hayan sufrido un notable desgaste, lo cierto es que el hito de la gasolinera, por ejemplo, presente en la pintura desde Edward Hopper en 1940, se convertiría en icono más tarde para Edward Ruscha con la reiteración, no solo de sus famosas veintiséis gasolineras, sino también de las marquesinas de la compañía Standard como motivo pseudoarquitectónico de algunas de sus series de pinturas. Lo mismo

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podría decirse de su obstinado retorno al motivo pictórico de las célebres tipografías del Hollywood Sign del monte Lee en el Parque Griffith. En todos estos juegos de palabras, imágenes y paisajes, el último personaje de la escena es siempre el espectador, que se ve involucrado en la mecánica representacional por una alusión implícita y, en este caso, por una inmersión contextual como destinatario de un mensaje. Entre el espectador y el paisano parecía haber una dialéctica por la que podían alternarse a condición de no coincidir nunca simultáneamente. Hasta que la dinámica del viaje incorpora la figura del espectador móvil, en tránsito, que viene a desactivar la unilateralidad del punto de vista. En la aparición de la valla como pantalla de proyección de los deseos que la publicidad induce en los espectadores, reconocemos el signo de una lógica ambivalente. Es decir, el doble marco, el de la imagen que ofrece la valla y la que potencialmente encuadra el paisaje circundante, intensifica en apariencia la inclusión del que mira en el espacio de representación. Y son numerosos los artistas que han aprovechado el vacío de contenido de la valla, su receptividad universal, para generar un diálogo entre los dos encuadres1. Porque, en 1. La escritura de este texto viene marcada por el diálogo con la obra de varios de los artistas que utilizan estos recursos. Uno de ellos es Paul Graham, sobre cuya obra versó una conferencia encargada por Bombas Gens Centre d’Art, en Valencia, en 2018. También Roy Arden, con quien mantuve una conversación todavía inédita en 2006, que incorpora recursos en los que los balizamientos urbanos, las vallas publicitarias y otros elementos del paisaje, cooperan en la complejidad intrínseca de una escena. Pero el primero de los diálogos emprendidos para dar lugar a esta

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definitiva, el verdadero y único mensaje que dará sentido a la valla es aquel por el que ella misma se ofrece cuando se alquila para ser ocupada por otros contenidos efímeros, por paraísos provisionales que no alterarán el vacío que contiene cuando solicita “anúnciese aquí”. Al registrar en un soporte fotográfico o pictórico el paisaje dentro del paisaje, el marco que rodea al cuadro interior, el contenido en la valla, disuelve en un olvido momentáneo y simbólico el marco exterior que limita el cuadro real. En el caso del paisaje, esta duplicación del marco adquiere mayor simbolismo si cabe en la medida en que está presente un género con una larga tradición. Las periferias se vuelven paisajes representados sobrealimentados por los logos de las compañías que tienen sus establecimientos a pocos kilómetros en una próxima salida de la autopista. La proliferación de llamadas de atención compite con las señales de tráfico, algunos elementos publicitarios incluso las imitan, y atravesamos así la maraña de signos que tratan de seducir tanto como de informar. El contexto de la carretera es igualmente propicio para este deslizamiento hacia la escenificación. Por si fuera poco, toda una tradición fotográfica que alude a esos espacios de las periferias ha creado un imaginario que actúa como fondo. El diálogo entre el escenario y el mensaje no va a parar a un punto de contacto en el que se ponga en contraste el mundo publicitario y el mundo real, sino que parte de esa

reflexión fueron los análisis sobre la obra de Ángel Marcos, en concreto, sobre su trilogía Alrededor del sueño [escenarios para el vacío], que recoge una selección de las imágenes intervenidas sobre los registros obtenidos en Nueva York, La Habana y Shangai entre 2002 y 2009.

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escisión de mundos para propiciar una experiencia disociada del paisaje. El deseo y la realidad se desafían ante nosotros con total descaro. La polaridad entre mensaje y paisaje no es una confluencia espontánea de la que se extrae una lectura política activada por el encanto de la casualidad, sino que es un presupuesto escenográfico de la mirada, un a priori que se incrusta en la idea misma de paisaje como construcción imaginaria. No parece una casualidad, según esto, que la casa fundada por el creador de Kodak y que lleva su nombre, el George Eastman Museum, fuera anfitriona de la que probablemente haya sido la exposición de fotografía de paisaje más influyente de la segunda mitad del siglo xx, con sus derivas hasta nuestros días: New Topographics: Photographs of a Man-Altered Landscape, (octubre de 1975 – febrero de 1976). En ella se incluía a los que serían los más destacados fotógrafos del nuevo paisaje americano (y por extensión europeo). El comisariado de William Jenkins no eludía el ascendente de Ruscha como antecesor de la estética del anonimato, de esa aparente indolencia hacia los hitos simbólicos del paisaje. Si lo que recogían aquellas imágenes eran cruces de caminos, hangares o polígonos, estaciones de servicio, arquitectura industrial obsoleta como la que presentaban Hilla y Bernd Becher (únicos europeos en la exposición), o agrupaciones de casas prefabricadas instaladas en medio de la nada, era porque la nueva impronta de las visiones del territorio venía marcada por los escenarios de la desolación. El hito histórico es bien conocido para quienes estén familiarizados con el nuevo paisajismo con-

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temporáneo, y podríamos invocar figuras análogas en otras latitudes que, con una penetrante capacidad de proyectar el misterio sobre esa desafección de los lugares, habían producido imágenes equivalentes en las zonas en apariencia menos agraciadas de sus entornos próximos. Después vendría la Mission Photographique de DATAR que, entre 1984 y 1988, desplegaría por el territorio francés a una serie de fotógrafos con la genuina intención de hacer de la fotografía una herramienta de comprensión del entorno, a medio camino entre la función artística y la pretensión de reconstruir una geografía cultural. En estos y otros episodios se instauraba, por lo demás, una estética arraigada en el paisajismo urbano o periurbano que ya ensayaran los clásicos como Eugène Atget en las calles de París. El mismo museo creado por George Eastman, fundador de la compañía Kodak, y por ello responsable de la mayor aportación a la historia del turismo, expondría también en 2010 en sus propias salas los famosos cologramas que habían decorado la estación de ferrocarril Grand Central de Nueva York y otros lugares emblemáticos del marketing urbano2. Se trataba de enormes paneles retroiluminados en los que se mostraban escenas fotografiadas después de una elaborada dirección artística que no dejaba nada al azar, todo ello con el único destino de reforzar la publicidad de la marca. En

2. Pudieron verse en España algunas de las reproducciones de impresión digital sobre aluminio de estas imágenes en la octava edición de Visiona/ HU (2021/2022), proyecto dirigido por Pedro Vicente, además de comisario de la exposición Imaginarios colectivos. La construcción de la imagen turística (Diputación de Huesca).

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ellas se mostraban escenas que invitarían al uso de la cámara para disfrutar de momentos únicos en las vacaciones de los norteamericanos. Se trata de las primeras escenas que exhiben sin tapujos algo que hoy nos parecería muy familiar, esto es, la transferencia de la experiencia de los lugares a la mera toma de imágenes in situ, es decir, la transmutación del estar en algún sitio por la obtención de una imagen del sitio, aunque esta haya sido replicada en innumerables ocasiones por otros individuos. En estas escenas el paisaje era protagonizado por la voluntad de uno o varios personajes de tomar imágenes con sus cámaras para celebrar la nueva posibilidad ofrecida por la compañía a través del carrete de película. Esta aportación fue la base del negocio de Kodak y representa la fórmula más extendida a escala global para registrar las experiencias cotidianas y turísticas de una significativa parte de la población, al menos, hasta la llegada de la cámara digital. Precisamente la llegada de la imagen digital acabaría con Kodak como modelo hegemónico de una industria de la fotografía doméstica y destinada por ello mismo al turismo, pero, antes, a lo largo de su asentado camino como referencia internacional del nicho de mercado que supuso el uso amateur de la cámara y el revelado, la compañía atornilló con una visionaria claridad el objetivo que se proponía. En su proyección publicitaria, los cologramas se colaron en el espacio público como imágenes idealizadas del modo de vida americano y occidental. No es demasiado difícil de imaginar que una buena dosis de la memoria un tanto inquietante de esas imágenes quedaría en el formato de la fotografía escenificada que se consolida a partir de los

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años ochenta en la práctica artística contemporánea. Jeff Wall ha reconocido que, al desarrollar un formato de cajas retroiluminadas desde sus obras de finales de los setenta, su intención había sido emular lo que acabaría siendo una práctica habitual en ese paisajismo del vestíbulo de estación, esa fórmula publicitaria que insertaba una escena dentro del enclaustramiento de viajeros y paseantes de esos lugares de paso3. Al igual que lo que harán más tarde los fotógrafos postmodernos como Wall, los cologramas eran cuidadosamente preparados como la escena de una película, con una composición tan calculada que el efecto resultaría ser una mezcla entre lo pictórico y lo más remilgado de la televisión. Personajes impecablemente vestidos, poses estudiadas hasta el límite de lo verosímil, escenas casi cómicas en sus resonancias postcoloniales, personas mirando a otras personas en un entorno paradisiaco mientras, a su vez, son miradas por la cámara que obtiene el encuadre. De modo que, los mismos promotores de la estética de la indiferencia a través de las “nuevas topografías”, habían hecho valer, décadas antes, estas estrategias publicitarias que parecían bascular hacia el polo opuesto. Seguramente la correspondencia opera como reverso: de la perfección chirriante de esa promesa de placer basada en la mirada a través del tomavistas o de la cámara fotográfica en los lugares paradisíacos que la clase media de los países económicamente saneados solía frecuentar, a sus verdaderas trastiendas deshumanizadas. 3. Lo recuerda en la entrevista que mantuve con él en 2006 y de la que se recoge una pequeña parte en Del Río, Víctor: La querella oculta. Jeff Wall y la crítica de la neovanguardia, Santander, El Desvelo, 2012.

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No haría falta esta genealogía para intuir el vínculo cultural entre la valla publicitaria, la fotografía y el cine que se condensaba en aquellos cologramas. Y tampoco hace falta un salto al vacío para entender retroactivamente la consagración de la pantalla como nuevo estatuto ontológico de la imagen en el que confluye el marco de un pintoresquismo portátil y prosaico, la movilidad de un punto de vista en tránsito, mediado por el viaje, y la propia señalética inscrita en el territorio. Elementos, al fin y al cabo, que subyacen a las nuevas poéticas también, aquellas que empiezan a declarar sus vistas como patrimonio valioso de los lugares dignos de ser preservados al tiempo que contradictoriamente fomentan los flujos masivos del turismo. La cuestión, sin embargo, tiene aún matices más complejos porque con la aparición de la pantalla como soporte prioritario de la imagen, la función del paisaje parece haber cambiado sin que apenas nos demos cuenta.

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PAISAJE-PANTALLA

Cuando los sistemas operativos instalados en los equipos informáticos de uso común empezaron a presentarse mediante metáforas visuales, con el fin de facilitar el trabajo a personas sin conocimientos de programación que debían llevar a cabo tareas más o menos complejas de forma intuitiva, se hicieron con un nuevo juego de figuras que han llegado a convertirse en auténticos iconos universales. Aquellos entornos gráficos que se denominaron interfaces fueron ganando profundidad y verosimilitud en su progresión, hasta el punto de que hoy los escritorios, las librerías (o bibliotecas), las carpetas, ventanas, llaveros, relojes, paneles de control e interruptores consiguen simular sus equivalentes físicos en los antiguos despachos de la oficina en la que se ha convertido nuestra propia gestión doméstica. De algún modo, la emanación burocrática de los archivadores y de las pequeñas herramientas de agrupación documental venía a ofrecer una versión estéticamente más amigable de la operativa interior de nuestras vidas, inevitablemente ya traspasada por ese vínculo magnético con las pantallas. Los ingenieros y diseñadores de los paquetes de software hegemónicos en el mercado no pararon de explorar en esta dirección vías de acercamiento al usuario, puesto que, de modo cada vez más evidente, nos habíamos quedado a vi-

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vir en ese protocolo de intercambio con las máquinas y se había conseguido una estandarización casi universal de los tiempos de espera y de trabajo que trascendería la jornada laboral para instalarse en los entornos domésticos y en el ocio. Aún estamos en el mundo quienes nacimos fuera de esa esfera y asistimos a la ocupación global de las costumbres, de modo que tenemos el privilegio de ser testigos de su progresiva sofisticación y, por lo mismo, de recordar su total contingencia desde los tiempos en los que nadie la necesitaba. Pero en su historia, tan corta como intensa, ese mundo gráfico tiene algunos hitos memorables que sitúan el problema, en realidad, en una nueva experiencia del paisaje inevitablemente condicionada por el hecho de que, como reza la plegaria más oída en nuestros días, “pasamos muchas horas delante de las pantallas”. Nuestra noción de paisaje, por tanto, ha de reinterpretarse en relación a esas nuevas ventanas virtuales. En la presentación de la edición del sistema operativo Windows XP del año 2001 se incorporó por primera vez un fondo de pantalla paisajístico que servía de base al escritorio virtual. Era solo una colina verde y un cielo azul poblado por unas nubes dispersas. Como había que dotar de un nombre al archivo digital, esta recibió el suyo: Bliss (dicha o felicidad). La imagen, que ya anunciaba su pretensión analgésica desde el nombre, procedía de una fotografía de Charles O’Rear, un fotógrafo que había trabajado para National Geographic. Según cuenta su autor, disparó la foto en 1996 paseando en su tiempo libre por una zona vinícola de California. Nunca una foto tan insulsa había sido tan rentable y, según los cálculos

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esotéricos de algunos, la más vista de la Historia. Sea la más vista o no, sin duda se trata de una imagen que profundiza en el vínculo metafórico que descubrieron quienes popularizaron la computadora como un nuevo y versátil electrodoméstico. De todas las metáforas visuales que animan las interfaces gráficas, sin duda hay algunas que mandan sobre las demás, que engloban a las otras en el juego de simulación. La ventana y el escritorio podrían ser dos de ellas. En realidad, ambas figuras se identifican aquí, y, desde el acierto de los creadores de Windows XP, la proliferación de imágenes de escritorio llenaría los repositorios de postales de stock alojados en los archivos de la Web y en las “librerías” de los nuevos equipos como parte del irresistible encanto de sus envoltorios. Serían así, en cierta forma, una nueva modalidad de parergon. Estas presencias paisajísticas formarían parte de una nueva disponibilidad de los archivos visuales que Bill Gates ya había considerado una potencial línea de negocio en 1989, cuando empezara a crear Corbis Images. Estos grandes bancos, que irían adquiriendo archivos locales y patrimonio colectivo para explotar los derechos de reproducción, se acabarían fundiendo en una acumulación gigantesca como la que representa hoy Getty Images (destino final de los archivos adquiridos por Corbis y otros bancos de imágenes). Un estudio detenido de las agrupaciones que ofrecen para el uso publicitario y para la ilustración de entornos profesionales, así como de los arquetipos que se muestran en ellas, daría para una reflexión sobre la iconografía actual en muy distintos ámbitos, pero especialmente reveladora para una suerte de antropología de los imaginarios. En ellos se incluirían, por consiguiente,

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tanto las imágenes creadas con el fin de disponer repertorios temáticos genéricos, como las que constituyen iconos históricos bien conocidos. Los bancos de imágenes de stock, con su característica perfección digital y su catalogación temática al modo de un “pantonario” de elementos decorativos y de ilustraciones genéricas, sería una de las fórmulas en las que el nuevo estatuto del paisaje se integra con mayor facilidad. Al conectar con estos yacimientos cuya difusión es cada vez más frecuente, y al situarse como un recurso amable en el tiempo de trabajo al alcance de todos los usuarios de computadoras, el fondo de pantalla impregnaría o contaminaría también la expectativa sobre la noción misma de paisaje en el mundo digital. En gran medida su influjo estético hizo que cierto tipo de imágenes, entre lo espectacular y lo alucinatorio, no puedan ya dejar de ser vistas sino como fondos de pantalla. A su vez, algunos entornos naturales, quizá ayudados por filtros, se asimilen, como nuevos productos pintorescos, a un uso potencial en la cortina digital que subyace a nuestras operaciones con los dispositivos tecnológicos. En este sentido, la proliferación de imágenes tales, con repertorios que transitan entre dunas desérticas, oasis y desiertos (cómo no) o las visiones de montaña otoñal en tonos rojizos, grandes masas forestales bajo cielos despejados, o formaciones rocosas caprichosamente esculpidas por el viento, adquirían un uso específico como imagen de bienvenida en las aperturas de las sesiones de los equipos, ya fuera para el trabajo o para el ocio, haciendo aún más difusa la frontera entre ambos estadios de lo que ya propiciaba el propio PC como elemento multitarea que sale de las oficinas para poblar

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los hogares. La idílica y anodina Bliss, la fotografía de O’Rear comprada por Microsoft, fundaba así la ficción de una oficina virtual con vistas que alimentaba, con un paisaje placebo, el anhelo escapista de millones de usuarios. El consentimiento de la metáfora digital, cortesía de los fabricantes de sistemas operativos y hardware informático, validaba una idea de paisaje visto a través de la ventana virtual que, en realidad, es una pantalla. Y esa aceptación proyectaría efectos estéticos en términos colectivos más sutiles y profundos de lo que podría sugerir su aparente banalidad. No es que este uso del paisaje propicie una cascada de consecuencias negativas, (al fin y al cabo, la estrategia como tal no era nueva, bastaría con sondear la inagotable producción de pintura decorativa basada en el paisajismo para encontrar un patrón similar); sino que su presencia resulta sintomática del nuevo estatuto de estas imágenes. Y si hubiera que definir brevemente ese estatuto, podríamos aventurar que tal vez las imágenes de paisaje se hacen a partir de entonces esencialmente intercambiables. Esto resulta ser una manifestación de la estructura fantasmal y proyectiva del paisaje. La intercambiabilidad que suscita el paisaje-pantalla no sería sino una continuidad estructural de su dimensión fenomenológica y esencialmente fugaz, anclada al aquí y al ahora de su constatación. Por eso, desde el punto de vista ecológico, nuestra noción del paisaje está desconectada de la relación con los pobladores, sean estos humanos o animales, y se convierte, incluso en sus versiones conservacionistas, en un entorno ajeno y frágil a preservar que desaparece al apartar la vista, que se recluye en su designación administrativa como espacio reservado. También

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por lo mismo, desde el punto de vista de nuestras prácticas sociales, el paisaje tiende a repetirse compulsivamente y es recursivo como tipología de la imagen. Y esa recursión lo será en los términos de su irrefrenable conversión a patrones que retornan como si todas las anteriores imágenes idénticas que han producido los seres humanos, por ejemplo, en el turismo, fueran fallidas. Además, esa parcialidad de su encuadre eclipsa toda la complejidad del territorio que le da su aparición en tanto que imagen. Al convertirse en pantalla de una realidad mayor, con sus procesos geológicos, naturales, ecológicos y culturales, oculta las condiciones materiales por las que el paisaje tiene lugar, opera como un fetiche. En este sentido, la idea misma de paisaje se asimila a la figura mitológica del oasis, ocultando sus fuentes de alimentación, ignorando o deteniendo el espectáculo de la desolación o de lo indistinto, para fijarse solo en su encuadre fragmentario. Los parques naturales y las zonas designadas como depositarias de un valor ecológico operan así bajo la lógica del paisaje-pantalla, es decir, fragmentando y descontextualizando una porción del territorio para preservarlo preventivamente de la propia devoración de la mirada. Si bien son prácticas necesarias para una subsistencia de lo que consideramos valioso para una biodiversidad que merma cada día, también revelan una concepción parceladora y funcionalizadora inscrita en los programas de explotación económica que operan a escala global. Por tanto, la idea de que nuestra experiencia actual del paisaje esté mediada por una entidad al mismo tiempo fenomenológica e ideológica como la pantalla, no se resuelve tan fácilmente con la constatación, bastante obvia, de que esta

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acaba siendo el soporte prioritario en el que vemos imágenes. La cuestión tendría más calado por ese poder de ocultación que el paisaje adquiere en su conversión en la pantalla misma al reducir al plano visual inmediato toda su condición material y su razón de ser. Cuando las imágenes se hacen intercambiables, reiterativas y, con todo ello, irrelevantes, estamos ante la asunción de que nuestros tenaces intentos de producirlas dan como resultado siempre instantáneas inobjetables, y, en un sentido que explicaremos más tarde, perfectas, algo que se encargarán de propiciar infinidad de recursos tecnológicos confluyentes integrados en la operativa del teléfono móvil, la tableta o la computadora. La edición digital se infiltra de modo inmediato y convierte todas estas imágenes, en definitiva, en paisajes perfectos. La imagen pantalla, que podríamos identificar como una versión material del consumo visual en nuestro tiempo, es por esencia un paisaje por cuanto reside en un fondo, crea un trasfondo para otras tareas o incluso otras imágenes, suministra un lugar de inserción para otro tipo de signos, distintos esta vez de los que provienen del trazado de las vías de comunicación, pero análogos a ellos en el tráfico de la información que intercambiamos, como lo hacía en cierto modo la valla anunciadora vacía, anunciándose a sí misma como espacio de inscripción. Por tanto, no importa tanto que el fondo de pantalla, la imagen de escritorio, el wallpaper, sea en efecto un paisaje, podría ser el pelaje de un felino en un encuadre cerrado sobre su cuerpo, o las formas curvas de un lactante y el pecho que le alimenta, su función sería equivalente a la de las montañas nevadas. El encuadre, por tanto, se sustenta

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en ese espacio de atención objetualizado, no por casualidad tendencialmente apaisado, o con la posibilidad de “apaisarse” según el caso. El formato de nuestras pantallas, con sus variaciones y peculiaridades, sería entonces parte del programa de encuadres posibles en los que se insertan nuestras escenas. Si las imágenes de fomento del turismo de Kodak se presentaban en forma monumentalmente panorámica, los nuevos dispositivos que erradicaron la era del negativo reconducen la problemática objetual de lo fotográfico a una relación específica con el dispositivo. La producción de las imágenes, entonces, se incrusta en su propio parergon para generar una práctica que será en su estructura una relación objetual con el dispositivo. Resulta necesario, por tanto, que este tenga su propio encanto, su propio ornato, aunque se manifieste de manera minimalista, dejando lucir la superficie negra del móvil o la tableta apagados como primer estadio de lo imaginario. Son los algoritmos, como apunta Hito Steyerl, los que estilizan nuestras imágenes saturando los colores o potenciando nuestra intención para devolvernos una versión optimizada del resultado con resonancias publicitarias, es la utilización de estrategias como el sistema Photo Live del iPhone la que permite captar una secuencia de tres segundos alrededor de la toma fotográfica que pretendíamos y ofrecer así un repertorio multiplicado de posibles instantáneas que conforman el momento como fragmento videográfico; pero son también los propios objetos, los dispositivos, los que, a modo de ornato, amplían la experiencia de obtener esas imágenes. En todo ello se reconoce una complicación entre la perfección y la intercambiabilidad. En la medida en que son

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perfectas las imágenes que produce el dispositivo, con independencia de la torpeza de su autor, los resultados serán una progenie infinita de intrascendencia, de aquello que no aporta nada al ya rebosante archivo de imágenes. Así que, la perfección se identifica con la irrelevancia en este caso. Sin embargo, sería un error considerar la perfección de los paisajes una cuestión técnica derivada de la sofisticación de los filtros y los algoritmos incrustados en el software de los dispositivos. La perfección a la que nos referimos es de carácter estructural, es parte de la historia misma del género paisajístico, aunque se demuestre precisamente en la proliferación de nuestros tiempos de imágenes irrelevantes.

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POR QUÉ TODOS LOS PAISAJES RESULTAN PERFECTOS

Todos los paisajes son perfectos. Lo son, en tanto que imágenes, y como resultado de la adecuación a su génesis material y a los procesos naturales que los decantan. En cierta forma son inevitables, se conforman con y en lo que son. El conjunto de árboles sobre los prados de hierba o las formaciones rocosas de las montañas están ahí, ante nuestros ojos, de forma necesaria, al mismo tiempo circunstanciales e indefectibles. Del mismo modo, los espacios creados por la acción humana son resultado de avatares que han conducido a una forma que se presenta ante la mirada con la cadencia de lo consumado. Al contemplar un paisaje constatamos un destino, una serie de acontecimientos que ya han tenido lugar y que dejan como resultado la escena, esa escena en particular. Esto incluye la llegada del espectador y la elección del punto de vista, y en cada una de las posiciones que se adoptan, el resultado de esa mirada será perfecta al margen de las preferencias relativas del observador. Los elementos que lo propician han llegado a ser así por los avatares geológicos que correspondan y han sido poblados por los vivientes del modo en el que los ecosistemas han modelado el entorno, de manera que, en el momento de ser reconocidos como paisajes, no podrían ser de otro modo. Lo

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mismo es aplicable al entorno urbano dado que este se naturaliza como escenario de la mirada en el momento mismo de crear una imagen. Esta necesidad leibniziana se asemeja bastante a la cadencia meteorológica a la que está también ligada su apariencia por lo que se refiere a los cielos y a los filtros atmosféricos con los que nos llega su apariencia en el momento exacto en el que los miramos. Pero no solo son perfectos por una necesidad natural o por su precedencia al acto de mirarlos, sino que lo son también como los tiempos verbales perfectos, en el sentido de satisfacer siempre sus propias demandas como fruto de un patrón visual, y por su adecuación al fin mismo de ser vistos como tales. Como los verbos perfectivos, su aparición es un factum. A ello se le adhiere de forma confusa la infiltración de una cualidad estética que se recubre con la resonancia de un género muy arraigado en la memoria visual colectiva. La mera écfrasis de cualquiera de ellos parece suministrar una dosis de poesía, como ya sugerían los apuntes meteorológicos de Johann Wolfgang von Goethe sobre las nubes. En cierto grado, su emanación estética depende de esa facticidad de la que somos testigos o de una verosimilitud en la ficción de un escenario natural, y en los sedimentos culturales de la visualidad reconocemos el carácter recursivo de las nubes, de los parajes verdes o resecos, de las formaciones rocosas y de las masas de agua que ofrecen su propia superficie como textura, la acumulación de construcciones humanas en un territorio, o su parcelación agraria. Sobre la base de la necesidad de su conformación, del hecho de ser formas teleológicas, los paisajes son un signo de la aparición natural

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o arquitectónica. Algunos paisajes nos parecerán más espectaculares que otros, algunos incluso podrían ser considerados feos, pero todos ellos partirán de su condición perfecta, completa, autosuficiente y autocontemplativa. En el momento de ser identificados, actúan como elementos autónomos. No necesitan más aderezo que la porción de espacio que cabe en el encuadre que los extrae de la realidad. Nuestra mirada se recrea entonces en la propia recreación de un espacio abierto, o en otro más angosto, o en el rincón visto a través de los ojos de otro espectador. En ese momento, la conversión a una imagen actúa de modo paradójico en dos direcciones, por un lado, desvirtuando la experiencia original y, por otro, perpetuando la aproximación intencional a su perfección intrínseca, a su vínculo con un estar allí mejor o peor registrado en la estampa que resulta. A pesar de esta completud, de esta perfección, los paisajes se multiplican y aparecen continuamente ante nosotros con infinitas variaciones que no alterarán la recurrencia de sus patrones. Por eso, legiones de fotógrafos improvisados, aficionados o profesionales, siguen intentando obtener una imagen que pueda asemejarse a la perfección del paisaje que vieron. Nada tan inexplicablemente decepcionante como la imagen obtenida por una cámara del paisaje contemplado y, sin embargo, de modo igualmente inexplicable, esta se hará autosuficiente a medida que se aleje del lugar del que fue testigo. Esta propiedad vincula de manera singular el paisaje con su imagen en tanto que categorías que sirven de soporte a nuestra experiencia sensorial y, en un nivel más sofisticado, a nuestra experiencia estética. Y en ello se reconoce su perfec-

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tividad, porque la pérdida de esa adecuación a la experiencia originaria que ha provocado la imagen sugiere también una perfección que se debilita o que se aleja, aunque persista de modo subyacente para justificar la imagen. Tal vez, después de todo, ese debilitamiento del vínculo con la experiencia originaria sea parte de su perfección. El soporte de las imágenes será progresivamente más determinante cuando la mayor parte pasen a ser generadas por dispositivos fotográficos, pero el efecto se remontaría a los tiempos del tratamiento pictórico de las vedute con tal de que se manifestaran como registros fieles de un escenario real. Existen polémicas historiográficas para dirimir si Canaletto o Johannes Vermeer recurrieron a la cámara oscura como dispositivo técnico para la ejecución de las obras, dada su verosimilitud. Pero esta polémica exhibe su propia irrelevancia ante la estructura preceptiva con la que eran concebidas las pinturas anteriores a la fotografía, en gran medida porque estaban orientadas al mismo objetivo en el registro de un paisaje perfecto. La voluntad de detalle en el soporte pictórico no haría sino reforzar esta hipótesis, más allá del empleo de unos dispositivos u otros, o la ausencia de ellos, en la ejecución técnica de aquellas obras. El hecho de que los pintores se acercaran con frecuencia a los escenarios reales para reproducirlos con verosimilitud no debería ocultar, sin embargo, que el asunto de la perfección comunica igualmente con las imágenes creadas de forma ficcional. Es decir, también en los montículos, en las rocas o en los bosques paradigmáticos e inexistentes recreados por los pintores renacentistas o por los primitivos

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flamencos para contextualizar sus escenas, sería posible reconocer la misma evocación de la necesidad, el hecho de que su estar ahí, en cierta medida arbitrario, corresponde con una experiencia del telos natural que configura las cosas. Las texturas del terreno o la disposición de los árboles confirman tautológicamente lo que estamos viendo como un análogo de la arbitrariedad de las apariencias de la naturaleza. Incluso en su supuesta falta de naturalidad, algunas de esas construcciones rocosas que protegen a los Jerónimos en el desierto de Joachim Patinir o de Bartolomeo Montagna, o los otros escenarios vegetales de tantas escenas similares del siglo xv, adquirirían en su caprichosa configuración una credencial de necesidad y de perfección. Por lo que se refiere a la recreación virtual de paisajes por medios digitales u otros efectos especiales, que han sido recursos empleados por algunos artistas y es habitual en numerosas industrias del ocio, como el diseño de videojuegos o el cine de animación, el principio subyace y podría verse como la confirmación consecuente de esa perfección. Del otro lado de lo real, la ficción adquiere aún su verosimilitud en el hecho de operar sobre los elementos constitutivos y recurrentes de un paisaje posible que actúa como fondo, como soporte narrativo de una acción que transcurre en algún lugar y en algún tiempo. En sintonía con ello, la serie Orogénesis de Joan Fontcuberta, de 2003, generaba paisajes virtuales a partir de modelos virtuales 3D creados con programas como Terragen o Vistapro sobre la base de escenarios pictóricos y fotográficos preexistentes. Estos paisajes geológicos ficcionales mostraban su perfección bajo el mismo

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principio por el que eran reconocibles como configuraciones potenciales y verosímiles. La propiedad perfectiva del paisaje es inherente a su origen material y a su génesis formal, pero no a su traslación al soporte de la imagen. Si la ejecución es técnicamente imperfecta, ya sea porque la pintura es torpe o la fotografía esté desenfocada, solo se altera este principio por cuanto tal imperfección afecta al momento de la transferencia. Si esta es razonablemente válida, el paisaje exhibirá su perfección como ejemplo de una necesidad y como emanación de su decantado definitivo en el tiempo y en el espacio al que se circunscribe. Lo será también en la medida en que albergue las resonancias históricas de un género por el que nos vemos avocados a la mirada de la mirada, al mirar a través de encuadres, al recolectar fragmentos valiosos de los rincones de un mundo indistinto, cambiante e indiferente a nuestra admiración. Tampoco afectan a esa perfección las preferencias del gusto por una tipología o una configuración determinada de la imagen en un paisaje en particular. Por mucho que nos inclinemos por una imagen esta será sustituible por un número infinito de imágenes similares y será multiplicada en el universo de las preferencias personales, por los gustos de otras personas que decidirán tomar la misma u otras parecidas perspectivas. Ni siquiera serán idénticas entre sí ninguna de las que se obtengan del mismo escenario. La proliferación de versiones sustituibles de imágenes sobre entornos naturales o urbanos podrá recoger la infinita variedad de formaciones geológicas o arquitectónicas producidas en el mundo, y en todas ellas persistirá la perfección de la vista como una forma de

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convencionalismo en el imaginario, un lugar común en el que reconoceremos condición intencional de la imagen de paisaje. Allí subyace el punto de vista de quien tomó el registro de esa perfección reconocible que será sustituida por otros puntos de vista tan pronto como lleguen nuevos miradores. Y es que es esa misma propiedad perfectiva de la imagen de paisaje la que explica el fenómeno de su repetición. La explica porque reproduce su satisfacción tautológica de forma inmediata, y porque permite acceder a una confirmación documental de nuestro estado de ánimo puntual en el acto de institución del paisaje como señalamiento localizado. Por otro lado, si bien las conformaciones con las que aparecen los paisajes no suelen ser voluntarias, excepto en aquellos creados artificialmente, la elección del punto de vista que lo origina sí lo es. En ese lugar se transparenta una presencia subjetiva que recoge la voluntad de señalar un panorama privilegiado y escenográfico de quien estuvo allí. En la recreación de la imagen obtenida a partir de un punto de vista se actualiza también ese momento panorámico, contemplativo y esencialmente escénico en el que se vio inmersa la mirada. La configuración elegida es, por tanto, una forma de activar la perfección inscrita en el hecho mismo de mirar un entorno, en la que no hay lugar a la objeción de su arbitrariedad sin hacerla extensible a todas las demás imágenes de paisaje o a la experiencia misma de su conformación. Por ello, los arquetipos del paisaje viven de forma inmanente en sus representaciones de un modo nítido y recurrente. Raffaele Milani expresa una idea que podría parecer integrada en el concepto de perfección del paisaje. Para

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ello, parte de las tesis de Simmel, a su vez, inspiradas por Friedrich Schlegel, y nos dice: “El paisaje es una forma espiritual que funde visión y creatividad, porque cada mirada crea un ‘paisaje ideal’ en nuestro interior”1. Con ello, está sugiriendo esta propiedad a la experiencia de mirar. El “paisaje ideal” alojado en nuestro interior no es exactamente lo mismo que el “paisaje perfecto” al que aquí nos referimos, pero con la afirmación de un cierto ideal paisajístico se pone de manifiesto que la perfección está en un lugar subjetivo como preconcepción satisfecha que constata una adecuación de lo que vemos a ciertas disposiciones del ánimo del contemplador. Es decir, estamos ante un vínculo entre la expectativa subjetiva y la aparición objetiva que se considera razonablemente satisfecho. Esta idealización del paisaje, que podría tener profundas raíces en la estética filosófica, también debe traducirse en términos semióticos como una proyección de sentido que retorna bajo un conjunto de asunciones que se completan y se identifican en la mirada del espectador, que se confirman como mecanismos del propio acto de mirar. Sin embargo, a la hora de entender la experiencia contemporánea del paisaje, podríamos invertir el vector que apunta a lo ideal (aunque sea un ideal interior) y devolverlo a la irresistible peculiaridad de aquello que vemos, a su caprichosa apariencia última ajena a nuestras preferencias o a nuestras idealizaciones. En la práctica, los sentimientos de adecuación que experimentamos estarían atrapados entre la fantasía de lo ideal y su irreductible concreción. Esta devolución vendría dada por dos aspectos de esa modificación 1. Milani, Raffaele: El arte del paisaje, op. cit. p. 51.

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contemporánea de la experiencia del paisaje. Por un lado, a través de su vínculo con el progresivo protagonismo de las imágenes documentales, que conviven dialécticamente con aquellas otras creadas virtualmente. Por otro, por la paradójica relación con la matriz en la que nace la idea misma de paisaje en occidente, esto es, en la praxis artística. Por ello, nuestros paisajes perfectos en el mundo contemporáneo lo son en gran parte por la inmediatez y la facilidad que los hace universalmente asequibles a cualquiera que contemple su entorno, y, al mismo tiempo, por su parentesco con los estratos de imágenes anteriores fraguados a lo largo de la historia del arte. Esta dramática insistencia del paisaje por repetirse o, para ser justos, nuestra exagerada afición por el género, no deja indiferente al oficio en cuyo seno se concibió como una tipología de la imagen: el arte. Que la mayoría de los paisajes producidos en el mundo actual no tengan mucho que ver con lo artístico no resta calado a la sorda rivalidad con el arte que en cada una de ellos se incuba. La casi paródica réplica de las marinas, de las campiñas, de las vistas del canal de Venecia o de cualquier otro referente convencional, devalúa la técnica que laboriosamente crearon los maestros y desafiando las marcas cualitativas que establecen la diferencia con la producción de imágenes artísticas, probablemente porque la característica esencial de lo perfecto es que no puede ser mejorado. De nuevo, sería el virtuosismo técnico de su ejecución en la pintura lo que podría confundirse con su perfección como paisaje en el caso de los grandes maestros; y por ello mismo la insolencia de la superproducción actual de imáge-

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nes revela esa perfección programática que aboca a su repetición infinita. La secreta rivalidad con el arte que subyace en la tentativa lúdica del turista es, sin embargo, mutua cuando son los artistas quienes imitan a los turistas o se mofan de las postales que estos compran haciéndolas parte de su propia diatriba estética. El subterfugio de las prácticas artísticas actuales en cualquier caso estaba previsto en el desvío en el camino que encontraron fácilmente quienes alumbraron la categoría estética de lo pintoresco, que escamoteaba a la idea de lo bello su pretensión de “paisaje ideal”. En su lugar, y en virtud de la propia praxis artística (no olvidemos que William Gilpin o Philipp Hackert, entre otros, eran antes que escritores buenos dibujantes, grabadores o pintores), los nuevos defensores de la belleza pintoresca apostarían por esa perfección intrínseca de las cosas dadas. Tanto es así que, en sus avatares contemporáneos, entre los artistas actuales que podríamos vincular teórica e historiográficamente con lo que se ha denominado neopintoresquismo, encontramos evidencias sobradas de un desvío hacia una visión política de ese mundo de lugares anodinos que, en el fondo (aunque no tanto en la forma), son tal como son. Es, por tanto, la revelación de un fondo más oscuro de la mirada, precisamente cuando se fuerza a contemplar lo invisible o aquello que pasamos por alto. Debajo de todo ello, en la meditación del fondo de las imágenes, aparece indudablemente una cancelación de resonancias metafísicas, un vaciado de lo simbólico de los hitos y los lugares. Quizá por ello Jeff Wall escribiera en 1996 que una de las tipologías de paisaje perfecto es el cementerio. Lo hacía aduciendo

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que en él se daba la distancia correcta, “lo suficientemente lejos como para apartarnos de la presencia inmediata de otras personas (figuras), pero no tan lejos como para perder la capacidad de distinguirlos como agentes de un espacio social”2. Pero también incorporando una asociación sutil al fenómeno de la muerte como trasfondo de esa contemplación de media distancia que sitúa al observador ante algo que podemos denominar paisaje.

2. Wall, Jeff: Ensayos y entrevistas, Salamanca, Centro de Arte de Salamanca, 2003, p. 316.

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LO QUE ENTIERRA UN PAISAJE: DE LO PINTORESCO A LO DOCUMENTAL

Además de que puedan ser paisajes perfectos, los cementerios serían una de las más emblemáticas figuras de lo pintoresco como antesala de la estética romántica, pero con ello, inaugurarían un nuevo elemento figurativo de la mitología material. Cierto grado de secularización o de ironía vendría a homologarlos con el resto de los territorios baldíos, o vendría a sugerir que debajo de cada paraje o cada vista privilegiada pudiera haber también un cementerio. La idea de que construimos nuestras aspiraciones sobre cementerios de ilusiones fracasadas estaría profundamente arraigada. Lo estaría como experiencia literalmente fetichista sobre el humus de los suelos que pisamos y sobre los cimientos de cualquier arquitectura de lo cotidiano, y adquiriría su versión políticamente más desoladora en la célebre afirmación de Walter Benjamin sobre el sedimento subyacente de barbarie para cada documento de cultura. Mucho antes, incluso, podríamos invocar también aquel otro extraño apunte de Kant para explicar el título de su obra, al abrir su ensayo de 1795, Sobre la paz perpetua, recordando la “satírica inscripción, escrita en el rótulo de una posada holandesa en el que había dibujado un cementerio”, y que, en la antesala de la reflexión, venía a servir

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de advertencia a los “políticos prácticos”, dadas sus maliciosas interpretaciones sobre las aportaciones de un filósofo. Kant nos dejaba esta alusión un tanto incierta pero inequívocamente cómplice para con sus contemporáneos con el fin de curarse en salud sobre la perversión implícita del diálogo racional en el contexto político de guerra permanente en Europa. Resulta por ello sugestiva la imagen del cementerio como paisaje. Su relación con el arquetipo paisajístico era suficiente como para que Kant hiciera notar al lector la pintoresca ironía de un dibujo perdido en la posada anónima de la memoria colectiva. Todo ello no sería sino una fórmula general para intuir la violencia soterrada de la que han sido escenarios los paisajes en sus más idílicas versiones. De nuevo, aquí, el paisaje es decisivo como paradigma cultural. En la medida en la que este aparece ante nosotros de modo inocente conlleva una memoria oculta que podría incluir una advertencia. Habrá entonces una memoria del paisaje vinculada con aquello que entierra. El paisaje es, según esto, opaco en relación a esa memoria, calla con total respeto ante los muertos y con idéntico desprecio ante los vivos. Pero si concebimos esa perfección del cementerio como paradigma del paisaje, es porque su esencia es la de mostrar en la superficie los signos de la muerte, la desaparición de lo vivo. El paisaje permanece tal como se presenta sin importar las atrocidades de las que haya sido escenario. Por ello, se hace urgente una arqueología del paisaje que descifre lo que emana de él. El cementerio, por consiguiente, actuaría como otra figura de la mitología material, así como de cualquier tarot esotérico. Es esta la gran

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potencia de los arquetipos, la de suplantar cualquiera de sus manifestaciones concretas para sobreponerse a la particularidad. Esta presunción sobre la memoria del paisaje abocará entonces a una tensión dialéctica entre el drama acontecido y remoto, y la pacificación del presente con la que se manifiesta como si nada hubiera ocurrido allí, como si se tratara de un presente eterno. El paisaje, en su perfección, sugiere también la anulación de toda trascendencia y la dolorosa cancelación de esa memoria que, como mínimo, está oculta. El presente del paisaje induce la sospecha sobre ese pasado que le da su forma particular, al tiempo que se afirma en su aquí y ahora. Esta dialéctica entre el presente aquietado con el que el paisaje se manifiesta y la perturbadora posibilidad de lo que se oculta bajo su apariencia sería, por lo demás, parte de la estructura que comparten los soportes documentales con sus referentes. En estos últimos, la consumación del hecho y la inmediatez del instante se presentan como parte de un conflicto dialéctico entre la actualidad de su aparición y la secuencia de acontecimientos precedentes que le han dado forma final en la imagen. Esa tensión irresoluble encuentra en la verosimilitud de la imagen su inconfundible capacidad de fascinación, esto es, el salto hacia la creencia contradictoria y confusa de que lo que vemos tiene algún vínculo con lo real, aunque la imagen sea insuficiente para demostrarlo. En este punto opera también el trasfondo de una idea de las huellas o las trazas humanas del paisaje, tanto como aprehensión documental, en el registro fotográfico o cinematográfico, como en la propia intervención sobre los terri-

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torios. Así, la perfección del paisaje que se objetiva con los medios técnicos de reproducción de imagen vendrá a crear también una idea del paisaje como huella de lo humano en la que, en última instancia, estaríamos presentes en la escena al menos como configuradores del punto de vista seleccionado. Pero, del mismo modo, el principio que activa esa tensión, ya sea en la imagen documental o en la lógica del paisaje, se encontraría en la filiación pintoresquista de occidente en tanto que proceso de secularización. A todas esas evocaciones que inscribieran las estéticas románticas en el hecho de la contemplación desinteresada de lo que nos ofrece el mundo se sobrepondrá un materialismo tenaz de la mirada, que vendría a rebajar las expectativas de lo que se considera bello como algo sospechoso de derivar en mera cursilería. Desde el punto de vista de una posible historia de las ideas estéticas, sin duda alguna la más influyente y significativa en los destinos de la imagen artística contemporánea será la de lo pintoresco. La memoria de los lugares, la historia enterrada en cada escenario, será un legado narrativo excedentario que se arrastra en el trasfondo de la imagen y al que los hechos del presente sirven como actualización y como pantalla. Solo en la medida en que ejercemos una arqueología del paisaje desvelaremos el hechizo de su insignificancia. Y no habría que forzar ninguna interpretación de las propuestas de artistas contemporáneos como Bleda y Rosa1, o Ana Teresa

1. Sobre Bleda y Rosa y otros fotógrafos significativos para esta idea podemos recordar el capítulo “Fotografía y territorio, el paisaje de la indiferencia”, en Víctor del Río, La memoria de la fotografía. Historia, documento y ficción, Madrid, Cátedra, 2021, pp. 220-224.

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Ortega2, para entender cómo se ha articulado esto en proyectos tan consolidados como los que ellos han desarrollado. Sin embargo, la importancia de lo pintoresco para la mirada contemporánea trasciende el ámbito privilegiado de lo que han sabido ver los artistas en los lugares más oscuros. Alude a una concepción global que instituye una forma de mirar el mundo que no tiene que ver con los temas o los referentes de las fotos que hacemos en nuestra praxis cotidiana. Sería en cambio una cuestión que afecta en lo profundo al vínculo secreto entre nuestras formas de producir esas imágenes y nuestros modos de mirarlas. En ese lugar lo estético y lo técnico se solapan íntimamente en la praxis con los dispositivos. En ello, no cabe duda, la historia de la fotografía será tan determinante como oportuna; pero el asunto se remonta a la génesis de una nueva sensibilidad estética que hoy compartimos de modo más o menos consciente y para la que resulta necesaria la idea de lo pintoresco. Esta sería una categoría clave que opera como condición de posibilidad de otra estética que posiblemente nos resulte más familiar y que identificamos con lo documental. En complicidad con la toma de conciencia sobre las sensaciones que produce aquella enigmática idea de lo bello, se hace patente la infinita variedad de objetos y sujetos que pueden verse bajo su luz o bajo sus sombras: “…incluso

2. Puede verse parte de esta reflexión en Víctor del Río, “Del claroscuro fotomecánico a las cartografías de la represión. Transiciones en la obra de Ana Teresa Ortega”, en Ana Teresa Ortega, Pasado y presente, la memoria y su construcción, Valencia-Pamplona, Consorcio de Museos de la Comunitat Valenciana - Museo de la Universidad de Navarra, 2019.

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las escenas más estériles desde el punto de vista de la belleza proporcionarán deleite”, nos dice Gilpin 3. Se tratará entonces de otras sensaciones más allá o más acá de lo bello. La idea misma de belleza, en realidad, se va dilatando a medida que la mirada protagoniza una búsqueda, incluso en las escenas más estériles. Con ello se está avanzando una de las características fundamentales del nuevo modo de mirar que suscita esa categoría estética, lo pintoresco, extrañamente postergada por las filosofías del arte actuales. En una muestra de nostalgia intempestiva, algunos autores bien conocidos de la estética analítica como Arthur Danto reivindicaron en los noventa del siglo pasado, en cambio, la belleza como una especie de paraíso perdido, cuando lo que parece estar pasando a nuestro alrededor, a poco que se mire con atención, tiene que ver con el crecimiento exponencial de los avatares de lo pintoresco bajo nuevas formas con claros vínculos en el origen del término en el siglo xviii. Para Christopher Hussey, lo pintoresco es la antesala de una estética romántica, porque, “…para permitir que la imaginación adquiriera el hábito de sentir a través de los ojos, era necesario el interregno pintoresco entre el arte clásico y el romántico”4. Pero la mutación de esa forma de mirar a lo concreto de la realidad, a lo que esta puede ofrecernos fuera de las proyecciones idealizantes que presupongamos, tendría sus consecuencias retardadas más allá de ese Romanticismo difuso. 3. Gilpin, William: 3 ensayos sobre la belleza pintoresca, Madrid, Abada, 2004, p. 94. 4. Hussey, Christopher: Lo pintoresco. Estudios desde un punto de vista, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, p. 30.

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En cierta forma podríamos afirmar que la pervivencia del espíritu romántico de nuestra mirada sobre el paisaje se constataría en la naturalidad con la que podemos leer a Carl Gustav Carus o a Goethe y reconocer las apreciaciones sensoriales y metafísicas entre las que basculan sus textos. Sabemos perfectamente a qué se refieren. En ellos es fluida y compatible la combinación de la observación objetiva y la capacidad de evocación trascendente de los datos y las imágenes. De tal modo que el aporte científico no se despoja de sus posibilidades en el enriquecimiento del espíritu humano, ni el arte se priva de la precisión de su propia construcción imaginaria. Entre los agentes de ese período de la historia de las ideas estéticas pervive así una complicidad entre estos polos dialécticos en la mirada romántica, y, como ha expresado Javier Arnaldo, “se intuye una, digamos, ‘ciencia del paisajismo’”5. En efecto, obras como la de Philipp Hackert: Sobre pintura de paisaje, de 1811, escrita desde la experiencia práctica como pintor, apostarían por una aproximación científica y objetiva. Esta relación íntima entre la estructura racional asumida en los fenómenos naturales y su contraste con la imprevisibilidad de la vida como experiencia subjetiva constituye el nervio estético de la preeminencia del paisaje en el silgo xix, y su influjo en la percepción que desde el presente tenemos de la idea misma de paisaje.

5. Arnaldo, Javier: “Introduccción”, en Carus, Carl Gustav: Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisaje. Diez cartas sobre la pintura de paisaje con doce suplementos y una carta de Goethe a modo de introducción, Madrid, La balsa de la medusa, 1992, p. 34.

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Al igual que lo que ocurre con Hackert, lo más significativo del enfoque de Gilpin, no solo en su tiempo, sino también a través de su recepción histórica, es su claro lugar de enunciación desde la práctica artística. Gilpin habla desde el conocimiento de la técnica de la acuarela y del grabado, y sitúa los problemas desde la mirada de alguien que debe vérselas con la representación de un entorno o una escena, y así constata el hecho de que a los pintores no puede interesarles del mismo modo un espacio natural intervenido geométricamente, o una puesta de sol excesivamente arquetípica, sino aquello que presenta una singularidad y una cierta naturalidad. Esto ocurre por la propia ejecución material de los dibujos y la pintura, fundamentalmente, en el hecho de que hay que hacer aflorar una imagen con materiales como el grafito o la acuarela, que han de adecuarse a una textura en el soporte, en un fondo que van a manchar y sugerir la propia textura de las cosas que vemos a partir de ese contacto físico. De ello se derivan dos rasgos distintivos muy reveladores. Por un lado, la autoconciencia de estar articulando un punto de vista diferente que genera algún tipo de resistencia: Cuál es, entonces, nuestra ofensa. Nosotros solo nos esforzamos en demostrar y en recomendar otro tipo más de belleza que, aunque entre las más interesantes, nunca hasta ahora, que yo sepa, ha sido objeto de investigación, y no lo hacemos en detrimento de ningún otro tipo de belleza. Es cierto que excluimos de las escenas pintorescas todo lo relativo a la agricultura y, en general, todas las obras de los hombres, que con demasiada frecuencia tienden a la precisión y al formalismo. Pero la exclusión de los objetos artificiales

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de uno de los tipos de belleza no significa su exclusión de todos los demás. Nosotros dejamos su propio disfrute al admirador general de las bellezas de la naturaleza, incluso las admiramos con él. Todo lo que nosotros deseamos es que nos deje también tranquilamente en posesión de una fuente más de deleite6.

Por otro, el enclave de la cuestión pintoresca en el plano literario, haciéndose cargo también de la condición ensayística de su escritura, a medio camino entre la investigación y la poesía. Gilpin reivindica sin rodeos el ensayo como medio óptimo de acercamiento al objeto de estudio: Hace varios años, me entretuve en escribir algunos versos sobre la pintura de paisajes y después se los mandé, como un fragmento (pues estaban sin acabar), a un amigo sin otro propósito que el de entretenerlo. Mi amigo me respondió que no podía decir gran cosa de mis versos pero que como consideraba que mis reglas eran buenas, me instaba a acabar mi fragmento y, si no me gustaba como poema, podría convertirlo en un ensayo en prosa. Puesto que yo no esperaba otra cosa, no me sentí molesto, aunque tampoco animado a seguir y dejé de fatigar mi mente con la escritura de versos 7.

Al hacer estas declaraciones perfila con sorprendente precisión, bajo esta premisa estilística y casi literaria, la dimensión pintoresca como una categoría intermedia entre lo bello y lo sublime que había descrito con admirable precisión Edmund

6. Gilpin, William: 3 ensayos sobre la belleza pintoresca, ed. cit., p. 50. 7. Ibid, p. 51.

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Burke. También sugieren la prelación de la prosa sobre la poesía, algo que se integrará al cabo del tiempo en las nuevas estéticas de lo prosaico o en la atención a lo cotidiano. Si tuviéramos que identificar en su propuesta un rasgo que lo distingue de esos dos grandes conceptos que Burke se había encargado de desmenuzar y diferenciar, tendríamos que decir que lo pintoresco rehúye la excepcionalidad de lo bello o lo sublime para situarse en un plano de verosimilitud y naturalidad. Lo pintoresco, aun con todos sus complejos y variables matices es quizá, por encima de todo, una singularidad, algo que está ahí y que se sitúa como objeto de nuestra atención. Progresivamente, en virtud del tratamiento de las formas naturales y de la liberación de los jardines de sus encorsetamientos geométricos al modo de Versalles, lo interesante de la experiencia paisajística pasaría a ser para estos teóricos y artistas su configuración azarosa. Con el tiempo, lo pintoresco se filtra en la mirada occidental con nuevos revestimientos, pero atesorando el irreversible descubrimiento de que no hay nada más pintoresco que la realidad misma. Un descubrimiento, por cierto, que también haría el Surrealismo tras contrastar su propio programa estético y político con la misma e imprevisible realidad, gracias a su “infinita variedad”, porque “no hay dos rocas o dos árboles exactamente iguales”8. Obviamente para Gilpin no vale cualquier objeto, imagen o entorno para declarar que estamos ante una belleza pintoresca, pero la estructura de la propia categoría, y su puesta en práctica en el contexto de las estéticas empiristas 8. Ibid, p. 86.

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inglesas, llevaría a la constatación de que lo más fascinante del mundo está en su aparición liberada de ataduras racionales o pretensiones humanas. Si la excepcionalidad de lo bello o lo sublime es algo muy distinto de la singularidad de lo pintoresco (excepción y singularidad serían en este caso conceptos con matices bien diferenciados), la belleza y la perfección de las cosas tal como acontecen en la naturaleza serían también cualidades diferenciadas. Lo perfecto no ha de ser bello por necesidad ni, al contrario, lo bello no ha de ser perfecto si se comprende que puede comparecer bajo formas inesperadas. Lo pintoresco apuesta por la aparición única de lo natural, perfecta en su completud, sin que se haya previsto su formación con trazas más o menos acertadas, sin cánones a los que servir. Lo pintoresco debe su encanto o su goce como experiencia estética a su condición material, esto es, real, y en ello podría anticipar la perfectividad de todo paisaje. El hecho de que el desarrollo de la categoría de lo pintoresco esté claramente vinculado al viaje, ya sea en el contexto del Grand Tour o como mera experiencia personal de la que daría buen ejemplo el propio Gilpin, implica que la estética de finales del siglo xviii se está desplazando hacia una actitud que prefiere admirar el encanto de las cosas tal cual se presentan. “No hay mayor placer al viajar que cuando una escena grandiosa irrumpe inesperadamente a la vista acompañada de alguna circunstancia accidental de la atmósfera que, armonizando con esa escena, duplica su valor”9. Esto se traduce en una riqueza que reporta al sujeto una determinada forma de entender el mundo, una tolerancia mayor y un componente moral 9. Ibid, p. 87.

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que no se puede excluir del complejo fenómeno cultural de la mirada. Porque, como dice al comienzo de su segundo ensayo, “muchos viajan sin ninguna finalidad en absoluto, recreándose sin ser capaces de dar una razón de lo que les recrea”10. En la medida en que la belleza y lo sublime resultan de experiencias que alejan al sujeto de su entorno inmediato o cotidiano, situándole en un trance excepcional, en ocasiones atravesado por desaforados sentimientos que alienan temporalmente en un plano cuasi-ficcional, la categoría de lo pintoresco, en cambio, vincula al sujeto con su mirada en una escala o en una condición íntima. Lo pintoresco es, por tanto, a todos los efectos, una belleza prosaica, como la escritura ensayística que aborda sus efectos en la obra de Gilpin tras lo que tal vez irónicamente describe como un fracaso poético. Se trata de una categoría que celebra lo real y se aleja de las ficciones y los ideales, busca lo tangible de nuestra percepción cotidiana y entronca, en gran medida, con el vaticinio que unos veinte años después haría Hegel sobre los destinos prosaicos del arte en el tiempo. Esta afición por lo pintoresco en tanto que realidad intacta de la naturaleza (o solo parcialmente retocada para parecer casual) desplegaría nuevas posibilidades en el pensamiento estético del siglo xix, pero encontraría sobre todo una nueva profundidad con la aparición de la fotografía y con la búsqueda de registros espontáneos que son fijados en imágenes. Podemos afirmar que, según el planteamiento programático de Gilpin, la idea de lo pintoresco se instala como matriz histórica y antecedente de toda una estética documental, una 10. Ibid, p. 85.

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estética en tanto que conjunto de propensiones subjetivas y apariencias objetivas que se materializa cuando las condiciones técnicas de las representaciones verosímiles así lo posibilitan. Porque el perfil de ese concepto, lo pintoresco, está en la base de esta contraposición de lo que aparece ante nosotros frente a su excepcionalidad, de lo real frente a lo ideal, de lo contingente frente a la geometría de las formas que propician las acciones humanas sobre el territorio (ya sea en la agricultura o en la jardinería), de lo natural frente a lo artificioso. Por tanto, a la idea que intuitivamente podemos entrever, esto es, que la mirada documental incorpora un filtro pintoresquista casi por defecto, sería fácilmente confirmada en una revisión de lo pintoresco como eje subyacente a muchas vías de desarrollo estético a lo largo de los dos siglos posteriores. En ello, la lógica de la captura de imágenes y momentos del viajero será decisiva como parte del modelo estético que se fragua, por tanto, bajo el influjo de la idea del paisaje como lugar de proyección de los sentimientos de la belleza, de lo sublime y de lo pintoresco. Y será, por consiguiente, la matriz cinegética de lo documental por cuanto se instala como la posibilidad de retener y preservar para la memoria un hallazgo. De este modo, esa fugacidad de lo provisional queda vinculada con la propia movilidad del punto de vista, con su desplazamiento en la dinámica del viaje. Según esta propuesta de asociación, lo pintoresco no sería solo el equivalente transliterado en lo fotogénico, como ha apuntado Jean-François Chevrier11, sino que sería además 11. Chevrier, Jean-François, « The Metamorphosis of Place », en Jeff Wall. Catalogue Raisonné 1978-2004. Basilea / Götingen, Schaulager / Steidl, 2005.

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parte del entramado ideológico de lo documental como fórmula de una búsqueda de sujetos subalternos, de excentricidades de nuestra naturaleza, de episodios luctuosos, de vestigios arqueológicos o forenses. Es decir, formaría parte de un corpus ideológico mayor y de más profundas implicaciones que sitúa nuestra forma de ver el mundo en una búsqueda continua de registros testimoniales. Que vivimos en una cultura forense, y que esa cultura forense necesita un paisaje o una escena del crimen, lo atestiguan los sintomáticamente numerosos casos de ficciones policiales en nuestro consumo audiovisual. De hecho, los científicos forenses son, en muchos casos, los propios protagonistas de las ficciones contemporáneas hasta convertirse en un síntoma demasiado obvio como para destacar en el ruido mediático. Digamos que, con la instauración de este fenómeno de la mirada que consiste en ver la realidad como cementerio y las cosas como si estuvieran muertas, antropológicamente más relevante que ningún otro, se convocan muchas de las tradiciones más poderosas de la historia de las imágenes. En ello reconocemos el efecto que lo pintoresco tiene sobre nosotros como consumidores de singularidades arbitrarias, sometidas al azar, a lo aleatorio de los hechos que acontecen sin ningún programa. Esta dimensión azarosa se filtra en la composición de las imágenes en la medida en que estas se hacen también aleatoriamente disponibles en el modo en el que se usan como receptáculos sin filtro que acogen los acontecimientos más irrelevantes como si fueran parte de alguna historia mayor. Esta transformación (o tal vez distorsión) de lo pintoresco se transforma en la diversidad de subgéneros documentales que

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relatan la vida o los avatares de los contextos más remotos. Series documentales que versan sobre las subastas de trasteros cerrados que han dejado de pagar su alquiler y cuyo contenido desconocen los subasteros, procesos de fabricación de los objetos más variados, tramperos en Alaska que sobreviven como colonos residuales del siglo xix, retratos costumbristas de los Amish, asesinatos brutales recordados por las generaciones mayores y revisados como acontecimientos que marcaron una época, entresijos de la Segunda Guerra Mundial o la propia contienda como gran epopeya de la destrucción, historias de la invención del helicóptero o del submarino, vidas de los artistas contemporáneos más excéntricos, empresas arqueológicas que nos permiten entender cómo vivían los antiguos, competencia evolutiva entre los neandertales y los sapiens en el origen del ser humano actual, enfermedades que han hecho Historia, grandes hitos de los medios de transporte, la lucha de las sufragistas como origen del feminismo, desalojo de las comunidades judías en la península en el contexto de la guerra cultural con el islam, documentales de fauna… Todo ello, configura una nueva voracidad pintoresquista que, de modo más ideológico que imaginario, trasciende la idea del paisaje para instalarse como modo de ver. Si bien en ello siguen presentes determinadas configuraciones paisajísticas, estas se encuentran sometidas a los nodos narrativos que configuran focos de interés singulares basados en la imagen de archivo y en el substrato documental. Las cosas no bellas estaban ya muy presentes desde que lo narrativo se instala en las representaciones pictóricas en la historia del arte desde el siglo xiv. Mostrar lo feo o

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lo banal se consolida, así, como una necesidad de los imaginarios, porque solo con la concurrencia del aspecto oscuro de lo real podía dotarse de entidad a las imágenes que ya no tenían en sí mismas el valor del culto o de la consagración simbólica, sino que eran esencialmente narrativas, esto es, alegóricas respecto a los corpus textuales que las dotaban de sentido. Y ya se sabe que el protagonista último y, casi podríamos decir que, exclusivo de cualquier historia es el mal, puesto que solo con el mal se dan las condiciones de posibilidad de un heroísmo cualquiera, es decir, de una superación de la adversidad. En este punto de inflexión de la imagen en la que comparece como artefacto metanarrativo, por lo demás sobradamente argumentado por la Historia del Arte desde el siglo xix, lo feo adquiere su propia prioridad hasta el punto de convertirse en el tema de los realismos en tanto que testaferros del detalle impertinente y de la iniquidad de las cosas tal cual se presentan en el mundo. En esta nueva prioridad de lo no bello que exhiben tanto los pintores realistas del xix como los fotógrafos (en esto fueron denostados conjuntamente por los mismos motivos: fijarse demasiado en los detalles no especialmente agradables de las cosas), subyace también el legado de un nuevo pintoresquismo, una forma de entender que el reconocimiento de ese convencionalismo del entorno, su ruina simbólica y la globalización de sus patrones de comportamiento no son sino la verdadera naturaleza del paisaje contemporáneo. De este modo, es más fácil entender la extraña afición por los lugares tristes, pobres o desolados que exhiben los paisajistas de los siglos xx y xxi. Al mismo tiempo, esa banalidad

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resulta casi preferible a cualquier otra historia que queramos contar. De modo que esa documentalidad pintoresca se alía con una nueva fascinación que recoge los hilos perdidos de los grandes acontecimientos en su más humilde origen cotidiano.

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NARRATIVAS DEL PAISAJE

Podemos comprobar fácilmente que lo documental contiene siempre un núcleo narrativo, y no porque nos refiramos al género cinematográfico que, con más claridad, se identifica con ese concepto; sino porque el hecho de conceder prioridad a los hechos es un factor que hace detonar un relato (de ahí que se convierta con relativa rapidez histórica en un género cinematográfico, precisamente). Hace detonar el relato porque se instala en una secuencia temporal retroactiva: el hecho remite a un pasado que lo propicia y al mismo tiempo lo proyecta a una continuidad en sus consecuencias presentes. Por otro lado, lo hace en calidad de registro de lo único y lo singular, y, por eso mismo, sometido a la mutabilidad temporal. Los arquetipos ideales están quietos en su mundo inaccesible, pero las cosas reales solo están temporalmente tal como las vemos, de modo que necesitan integrarse en el continuo que a efectos de ordenación recorrerían un flujo narrativo y, de paso, aspirar a convertirse en arquetipo también, aunque sea de lo cotidiano. De este modo, acompañando el movimiento de los espectadores viajeros, acaban por situarse como parte del hilo de un relato más o menos consciente. A lo que se sumará la memoria de los lugares, la historia enterrada en cada escenario de la que ya hemos hablado.

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Como sugiere Uvedale Price en 1794 en su Essay on the Picturesque, lo pintoresco nos carga con la tarea de adiestrar la mirada y acostumbrarla a mirar donde no se encuentra un encanto a primera vista, lo que aboca a una concepción dinámica de la propia estética del paisaje. Esta mutabilidad es la causa de que la categoría “paisaje” sea decantada como resultado de una atención detenida y una voluntad de ver, de encontrar algo en los rincones menos dignos de consideración. En esto, el concepto de lo pintoresco o la significatividad de los paisajes se somete entonces a distintos factores. Se somete, entre ellos, a una doble narrativa. Por un lado, la del propio desplazamiento del punto de vista en esa suerte de excursionismo de lo pintoresco, en el salir a buscar el encuentro afortunado y memorable que tal vez valga la pena registrar en un soporte, ya sea el lienzo o la placa fotosensible. Por otro, la narrativa que rodea los lugares y que genera a su alrededor una historia de la que el enclave es testigo o depositario. Bajo los resortes culturales más complejos, lo narrativo o lo especulativo se incorporan a la idea de paisaje, y la configuran en su localización específica como parte de la Historia general o de la leyenda local. En este punto, la pulsión narrativa coopera en la voluntad de ver y en la proyección de valor sobre los lugares que nombramos en los que reconoceremos un trasfondo histórico. El paisaje, en tanto que oasis arquetípico o paraíso provisional, señala un hito de significación en el continuo indistinto de lo desértico. Pero la mirada pintoresca tendrá, por así decirlo, la capacidad de encontrar oasis allá donde su adiestramiento y sus dotes de invención le permitan proyectar un sentido, o de encontrar el sentido mismo de los

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desiertos, si es que se puede sortear semejante contrasentido. Será esa proyección la que finalmente anime los lugares más estériles y dote de un alma a lo que parece inerte. Es esta búsqueda insaciable de lo significativo de los lugares la que multiplicará la potencia enunciativa de lo pintoresco diluyendo su presencia en un modo de mirar alternativo, generador de nuevos hitos paisajísticos que hubieran sido descartados bajo la lógica de lo bello o lo sublime. Por tanto, no puede obviarse la dialéctica entre lo contemplativo y lo narrativo inscrita en la idea misma de paisaje. En la lectura de los autores que con más detenimiento han analizado sus características, en el intento de definir con precisión o corregir los desvíos, encontramos con frecuencia la idea de que lo más puro del paisaje es ajeno a lo narrativo. John Brinckerhoff Jackson, en su introducción a Descubriendo el paisaje autóctono (1984)1, plantea una crítica a la tendencia del paisajismo y el urbanismo contemporáneo por contener un exceso de historicidad que se traduce en la sobrevaloración de cualquier resto del pasado en las ciudades norteamericanas. Anota que en las últimas décadas se impone la costumbre de ribetear y balizar simbólicamente, como depositarios de un valor histórico incuestionado, elementos arquitectónicos o paisajísticos de escasa trascendencia. Las comunidades locales se afanan por dotarse de hitos de reconocimiento identitario amparados por una historia sobredimensionada que acoge cada de1. Brinckerhoff Jackson, John: Descubriendo el paisaje autóctono, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010. [Edición de Joan Nogué, traducción de Maysi Veuthey, original de 1984].

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talle anecdótico. Contra ello, revindica la experiencia más directa del paisaje sin el filtro libresco o erudito con el que se reviste cada entorno. Paradójicamente la obra de J. B. Jackson está escrita bajo dos fórmulas recurrentes, por un lado, la reconstrucción filológica de los términos que influyen sobre las nociones del paisaje contemporáneo, por otro, la evocación de raíces antropológicas de los usos ancestrales de los elementos analizados. Ambos serían filtros narrativos de esa posible experiencia directa. Ambos recursos abocan finalmente a una suerte de propensión narratológica y especulativa asociada de nuevo a esa imperiosa necesidad de desentrañar un sentido en la experiencia paisajística. Parece con ello infructuoso el intento de librarse de esa adherencia alegórica que, por otro lado, con buen sentido crítico, Brinckerhoff detecta en la sobreexplotación de hitos pretendidamente turísticos en el territorio norteamericano. La pretensión de definir específicamente el fenómeno del paisaje conduce con frecuencia a una concepción restrictiva del concepto que, tal vez, venga marcada por la exitosa y, por otra parte, lúcida lista de cuatro condiciones que establece Augustin Berque2 para identificar una cultura paisajística, esto 2. Berque, Augustin: Les Raisons du paysage. De la Chine antique aux environnements de synthèse, París, Hazan, 1995. En esta obra, de la que se hacen eco otros autores decisivos para la teoría del paisaje, entre ellos Roger y Maderuelo, se establece que para confirmar la existencia del paisaje en un contexto cultural deben darse: palabras que signifiquen tal cosa; representaciones literarias vinculadas con su representación, ya sea en tradiciones orales o escritas; representaciones visuales y representaciones a través de la

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es: terminología específica para referirse a ello, descripciones literarias, representaciones visuales e intervenciones sobre el entorno. Cuando Javier Maderuelo reivindica El paisaje de dunas cerca de Haarlem (1603), de Hendrick Goltzius3, como el primero de carácter autónomo, es decir, desprovisto de figuras humanas o animales y, por tanto, centrado en la pura visión de un fragmento de tierra, está evidenciando una característica primigenia de lo paisajístico que le atribuye como un a priori. Esta característica sería la descriptividad, que se distingue y se sitúa en el caso de la obra de Goltzius, sustituyendo lo narrativo. Contraponer descripción y narración será, por tanto, una forma de definir un carácter paisajístico en un cierto grado de pureza. Obviamente, antes de 1603 habría infinidad de paisajes reseñables en la historia del arte, ya los había en Giotto; pero lo que aquí se requiere es la ausencia estricta de la figura humana, y, por tanto, su desvinculación de una historia más o menos personalizada sobre lo que nos acontece a los seres humanos. En esas otras imágenes en las que vemos un paisaje, pero que se puebla de figuras y sirve al fin de ilustrar una historia, asistiríamos más bien a una suerte de escenario para los episodios representados en la pintura y el bajorrelieve desde el Trecento. Son escenarios, en definitiva, y no paisajes autónomos según estas tesis. intervención de la naturaleza que tengan pretensiones específicamente estéticas. 3. En Maderuelo, Javier: El paisaje. Génesis de un concepto, Madrid, Abada, 2005 ya se identificaba este hito, y se le dedica un capítulo en una obra más reciente del autor: Maderuelo, Javier: El espectáculo del mundo. Una historia cultural del paisaje, Madrid, Abada, 2022, pp. 216-218.

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La distinción entre el paisaje que da contexto a unas figuras en determinada escena y la del que se presenta autónomamente resulta útil en una perspectiva cronológica para identificar momentos en los que se configura un concepto cuya génesis se está tratando de trazar. Nos permite situar hitos históricos definidos sobre los que asentar lo que, por otro lado, es un largo proceso de decantación. Sin embargo, desde un punto de vista sincrónico, por mucho que el paisaje congele la narratividad intrínseca de las imágenes verosímiles, cuando se independiza de los pobladores de las historias, a la vez se revela como condición necesaria de cualquier historia. Es decir, el paisaje, en tanto que escenario de las historias que se representan, sería una condición de posibilidad de la narración y, por tanto, antecedente lógico de esta. Esta dimensión apriorística sugiere que no es fácil disociar descripción y narración en la imagen, y que esta, sea como vacío anterior a la puesta en marcha del teatro de los personajes, o como condición espaciotemporal de las propiedades narrativas de cualquier escena, subyace como estructura en su más estricta autonomía. Buena prueba de ello sería, por otro lado, la percepción de ese estrato subyacente de lo que el paisaje entierra, porque solo si contiene un drama, aunque sea el de la cadencia de los días en las puestas del sol, obtendrá un sentido. Al contextualizar los tres ensayos de Gilpin, el propio Maderuelo recordará el vínculo estructural con lo narrativo que hay en lo pintoresco y que pondría en cuestión, en la medida en que se consolida como la estética primordial en

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el paisaje, la desvinculación con las historias que acompañan a los lugares y las imágenes: La idea de crear en los jardines unos paisajes que fueran como escenarios pictóricos condujo al interés por el diseño de contracciones escenográficas unidas a la narración de aquellas historias que eran propias de la pintura. Se recurre al escenario pintado pero también a la cita arquitectónica, colocando en el mismo jardín columnas y frontones clásicos, ruinas romanas, pirámides egipcias o templetes chinos con el fin de aportar datos ambientales sobre el lugar y el carácter de cada posible escena, ofreciendo visiones plurales de la historia de la misma manera que en una galería de pinturas se muestran cuadros que cuentan diferentes historias4.

Es fácil encontrar infinidad de narradores que testifican, a su vez, otra condición paisajística de los relatos. El paisaje, como el tiempo, es el lugar de enunciación de las grandes narraciones épicas, y también de las que no lo son tanto. Es la primera visión que ubica la inercia de la trama, es el país muy lejano en el que comienzan los cuentos y que, obviamente, tiene su paisaje como su correspondencia de esa lejanía en el tiempo y de la imprecisión de la memoria. El efecto de narratividad asociada al paisaje, por tanto, conlleva una asociación con el carácter dinámico de la mirada que muta y transfigura el sentido de lo que ve en consonancia con la narrativa interiorizada del espectador, al igual que ocurre con la experiencia del viaje o con el paseo con la 4. Maderuelo, Javier: Introducción a Gilpin, William: 3 ensayos sobre la belleza pintoresca, ed. cit., p. 19.

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que se establece una relación íntima; en el caso de este último, el caminar por parajes como acto de meditación, elevado a la categoría de nueva forma de pensamiento por algunas de las teorías actuales. Por tanto, no es solo que el Grand Tour propiciara una determinada forma de mirar y que contribuyera desde el punto de vista de una historia general de la cultura a construir la idea misma de paisaje que hoy tenemos interiorizada, sino que lo narrativo es semióticamente consustancial a la proyección de sentido y de significatividad sobre lo que vemos como paisaje, remontándonos a nosotros mismos como espectadores y generadores de un lugar de la mirada. La condición dinámica que se sedimenta en los arquetipos paisajísticos al amparo de lo narrativo responde, por tanto, a una vocación intencional en los modos de ver que estaría programáticamente reconocida en la idea de lo pintoresco. De esto sería buena muestra el hecho de que la propia categoría de lo pintoresco, como una de las matrices culturales de lo paisajístico, sea a su vez, del mismo modo, una categoría que va mutando con el tiempo, que adopta nuevos matices en diferentes contextos culturales y que se fragua en la manera de ver de cada época, encontrando nuevos yacimientos de lugares y cosas potencialmente pintorescas. Es posible que esto mismo les ocurra a otras categorías estéticas como la de la belleza, pero, sin duda, a diferencia de esta (que tiende a pensarse bajo una pretensión de perdurabilidad atemporal), lo pintoresco incorpora lo mutable como propiedad del mundo cambiante que contempla.

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PAISAJE DEL CAUTIVERIO Y DOCUMENTALES DE FAUNA

Hubo un tiempo en el que hablar de la “naturaleza muerta” era posible porque podía contraponerse a otra viva. La naturaleza muerta era un género de pintura ensayística en el que el pintor afinaba sus pinceles ante algunas muestras inertes del gran modelo básico de toda voluntad artística, es decir, de la naturaleza; una idea hoy invocada como una más de las fantasías ilustradas. Eran trofeos de caza menor que colgaban o yacían sobre la mesa de madera, a su vez una porción de naturaleza amoldada a las necesidades humanas y que serviría para sostener aquella otra masacre de frutas y pájaros, conjunto variopinto y dispuesto en un estudiado azar que permitía la observación detenida de las texturas y los efectos de la luz sobre los cuerpos. Se hacía necesaria, pues, cierta recolección de piezas de ese mundo del que el artista se distanciaba por el mero acto de la observación y, más aún, por aquel otro de elaborar un espacio virtual como el de la pintura. Pero, mucho más que la procedencia de aquellos objetos, el hecho de que fueran de origen cinegético, agrícola o artesano, lo que identifica una determinada actitud histórica es la mirada que sobre ellos ejercía el pintor. La captura de unos cuantos elementos representativos de un mundo en permanente mutación

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puede verse como toda una metáfora de la voluntad de poder técnico, aunque éste aparezca en la forma lúdica de la caza o el arte. El arte, como caza de instantes en los que la naturalidad es un valor fugaz que solo se alcanza con el talento; la caza, como ritual atávico que recrea el deseo de posesión y detención de esa realidad palpitante que se nos escapa y para la que somos perfectamente prescindibles. Pero, y esto es lo importante, lo más radical de la mirada, de su énfasis codificado en la pintura, es justo que con ella la naturaleza parece necesitarnos para ser retratada en los cuadros o en la fórmula de la caída libre de los graves. La mirada es allí arma recolectora y numérica porque realmente da número a la realidad en su reunión finita de elementos. Como arquetipos del conjunto ilimitado de las cosas, los bodegones, igual que los ejemplos de la aritmética escolar, escogen manzanas y aves. Hubo un tiempo en el que eran posibles las naturalezas muertas. Pero hoy el sentido de esas dos palabras muy bien podría estar más en la idea de un participio pasado que en la del adjetivo, habría que separar las dos palabras por una coma que expresara la idea de que, como otras muchas deidades, la naturaleza ha muerto, vencida por las artes humanas que la depredaron finalmente. Hoy tiene que ser rehabilitada en parques y sufre el afogonado electroshock de una conciencia ecologista tardía. La propia circunscripción administrativa del parque, del recinto destinado a la conservación, actúa como señalamiento paisajístico y como remedo de un cautiverio preventivo. El mito de su perfección y de su potencia sigue alimentando los documentales de fauna y las

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estampas de las publicaciones de National Geographic (fotografías a toda página que han sustituido los contenidos científicos por el asombro del gran angular); pero la verdad es que la ancestral antinomia entre naturaleza y cultura se resolvió en favor del ejercicio domesticador y acabó enjaulando a su oponente. Todo ello, habría que reconocerlo en consonancia con una nueva orientación del pensamiento ecológico, bajo una óptica de oposición o binarismo entre lo humano y la naturaleza que solo acaba conduciendo a la depredación o al paternalismo. Esta situación, transformada por el tiempo, determinará el lugar del arte, la posición contemporánea de lo humano frente a esa Physis de la que procede. Y, precisamente en el sentimiento íntimo de procedencia u origen, en la alternativa entre una idea de fusión con la naturaleza o la permanente conciencia de exclusión a la que su hostilidad nos somete, se encuentra algo del significado profundo y cambiante de las manifestaciones históricas del arte. En nuestros días, el signo de esa disconformidad con el medio natural tiene unas claves nuevas, aunque no independientes de las que históricamente la han propiciado. Algo del goce de la contemplación de los cuerpos inertes de los animales y de la reproducción minuciosa de su fisicidad pervive sin duda en las nuevas y más narrativas construcciones documentales de la industria audiovisual. Que los artistas modernos se recrearon con verdadero placer en las anatomías de los animales, ya fueran domésticos o traídos de tierras remotas, es algo que podrían atestiguar muy bien los dibujos de Alberto Durero o de Leonardo da Vinci. Algo en lo

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que los máximos representantes de la pintura holandesa de paisaje del siglo xvii, como Adriaen van de Velde, eran especialistas al integrar figuras animales en contextos naturales evocados con una minuciosa voluntad atmosférica. Los dibujos a sanguina y grabados diversos de estos artistas enfatizaban el goce de esa representación anatómica del animal, de su presencia y de su corporalidad. Otros, como George Stubbs hicieron del vínculo cultural inglés con los caballos una constante hasta la máxima descontextualización de Whistlejacket (1762), aquel pura sangre árabe del Marqués de Rockingham pintado casi a escala real al que nunca llegó a acompañar ningún fondo sobre el que se recortara su figura rampante, más allá de la grisalla neutra del lienzo, un fondo, después de todo. El espectáculo de la belleza animal sería así el único paisaje necesario en aquel caso. O tal vez la anatomía privilegiada de un ejemplar de pura sangre servía en sí mismo como paisaje. Sin embargo, hasta los animales más desgarbados pueden ser pintorescos en la tendencia a incluir la diversidad de formas y pelajes en el repertorio de intereses del observador de la naturaleza. El propio Gilpin invocará a otro pintor holandés, Nicolaes Berchem, y al alemán Philipp Peter Roos (Rosa de Tívoli) para valorizar desde la puesta en práctica de la representación pictórica las cualidades más ásperas y de ciertos ideales armónicos de la anatomía animal: La vida animal, al igual que la humana, es generalmente bella tanto en la naturaleza como en el cuadro. Admiramos el caballo en cuanto objeto real, la elegancia de sus formas, la majestuosidad de su paso, la energía de todos sus movimientos y el brillo de su

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pelaje. También lo admiramos en la representación. Pero en cuanto objeto de belleza pintoresca, admiramos más el viejo caballo de tiro, la vaca, la cabra o el asno, que, por sus líneas más duras y por su pelaje más áspero, muestran mejor las gracias del pincel. Para comprobar la verdad de esto, podemos examinar los cuadros de Berchem, podemos examinar la viva pincelada de Rosa de Tívoli. El león con su áspera melena, el hirsuto verraco, y el erizado plumaje del águila, todos ellos son objetos que pertenecen a esta categoría. Los animales de suave pelaje no pueden producir un efecto tan pintoresco1.

La propia zootomía en la que fue pionero Carl Gustav Carus, y a la que aportó hallazgos más importantes de lo que su propia teoría del paisaje representa para la estética, sería una disciplina científica necesariamente relacionada con la representación artística. Carus, en efecto, llevó a cabo una de las inducciones científicas más reveladoras para las teorías posteriores de la evolución, en concreto, el origen común y la homología funcional de la vértebra en los animales. A partir del patrón común de esta pieza ósea presente en una parte del reino animal, Carus llegó a la conclusión de que procedía de un mismo origen que se desplegaría en todas sus variantes entre los vertebrados, lo que implicaba una premisa básica de las teorías de la evolución en la medida en que estas tratarán de dar la respuesta subsiguiente a los mecanismos de transformación de estas y otras funciones zootómicas. Para todo ese conocimiento del entorno en el que asumimos nuestra presencia en el paisaje, por el que tratamos de 1. Gilpin, William, op. cit., pp. 63-64.

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anticipar la cadencia de la meteorología o nos explicamos la vida de los demás animales, serían necesarios entonces dispositivos de captura y visualización, al igual que la medicina necesitó de la disección de cadáveres humanos y de sus dibujos. Tales dispositivos están íntimamente interrelacionados. No es que sea una feliz casualidad que Carus, inmerso en la filosofía natural alemana del xix a su vez proclive a visiones integradoras y cosmológicas, haya dedicado su atención tanto al paisaje como a la zoología, sino que más bien, entre esos ámbitos hay un vínculo estructural que vendría precisamente de esa perspectiva a la que no somos ajenos aun después del tiempo transcurrido. Si asumimos nuestra parte como lectores históricos de estas consideraciones sobre el paisaje o sobre los animales, tanto en su plausibilidad científica como en su potencia estética, podríamos actualizar la asociación entre fenómenos que orbitan en este entramado de conexiones sutiles de comportamientos culturales y formas de representar el mundo. Uno de esos comportamientos ancestrales que se desarrolla en consonancia a las capturas cinegéticas es el de mantener a los animales salvajes en cautividad. De esta práctica se obtendrían algunos de los primeros dibujos anatómicamente precisos de los animales africanos o procedentes del continente asiático en la historia de la pintura europea, y podemos incluso aventurar cuáles de esas representaciones fueron realizadas sobre ejemplares vivos o muertos, o siguiendo descripciones indirectas en crónicas o en relatos orales. Los animales dibujados o pintados sobre fuentes descriptivas presentan su inconfundible aire quimérico que los emparenta con las especies reales por atributos parcialmente malinterpretados.

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El cautiverio de los animales salvajes, a su vez, tendría una relación específica con el paisaje, en ellos hay una doble captura, la del cuerpo vivo y la del origen remoto y pintoresco que se les atribuye bajo una evocación paisajística. El animal salvaje y el paisaje en el que fue capturado serían signos correlativos, o podrían interpretarse, quizá bajo la evocación de una semiótica antigua, como significante y significado respectivamente. La utilización del cuerpo de los animales salvajes en diferentes ámbitos, ya sea destinados a espectáculos más o menos sórdidos o a fines pretendidamente científicos, ha sido también una forma de reconstruir su origen (la selva, el desierto o la montaña), que nos excluye y del que, sin embargo, nos consideramos parte. Como ejemplares extraídos de su contexto, los animales arrastran entonces todo el trasfondo de su hábitat y lo representan como signos vivos del bioma. Ellos pueden evocar la tundra o la sabana, y por ello reproducimos en el mejor de los casos precarias escenificaciones de ese lugar remoto del que fueron alejados. Los parques zoológicos hacen así su vago intento de presentar a sus animales rodeados de algunas especies vegetales con las que pudieran convivir en su entorno y rellenan la jaula o el recinto con lianas, ramajes y escenografías geológicas que parezcan acordes con las habilidades naturales que exhibirían en su hábitat. Pero, en los zoológicos y en los acuarios, el mayor enemigo de la vida animal es el aburrimiento que propician esos paisajes que hemos creado para ellos. Al igual que otros usos espectacularizados de los animales salvajes, como el circo, la relación del cautiverio con la

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exhibición del animal vivo no podría ser más contraria a las sensibilidades actuales y, sin embargo, pasa casi desapercibida por un piadoso silencio que se enmascara bajo objetivos conservacionistas que no pueden eludir, a su vez, la necesidad de rentabilizar económicamente el espectáculo excitante de la presencia. Ese estar ahí, ante el animal, nos aleja del lugar en el que fue capturado, pero nos representa el paisaje con más intensidad en la medida en que el significante está vivo y es potencialmente hostil. El animal en cautividad, por tanto, esboza a su espalda otro paisaje improvisado por los seres humanos para contextualizar su figura, normalmente como un atrezo contenidamente triste por su apenas disimulada falsedad y por el intento de consolarnos sobre la realidad de la vida atrapada. Pero, desde la contraparte, el propio animal también mira un paisaje limitado, probablemente sin horizonte, un paisaje humano en el que habría que incluir la posible relación afectiva con sus cuidadores. En cualquier caso, la necesidad humana de tener espectáculos de animales en cautividad es la pretensión de congelar sus escenas, sus movimientos, o circunscribirlos al entorno controlado que los configura como imágenes y como una suerte específica de paisaje. Esta pulsión forma parte de la misma captura paisajística que posibilita la pintura de género, con la diferencia evidente de que el individuo animal es capturado en la totalidad de su existencia y el paisaje es sometido a un encuadre que no lo agota. Más allá de esta cuestión referida a lo que últimamente se denomina el animal no humano, debemos constatar que el propio concepto de cautiverio se relaciona con la

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ausencia del paisaje, o su cancelación como horizonte de libertad. En este sentido, el preso humano también añora un paisaje, algo que anuncie la vida más allá del muro de su celda. Al contraponerlo a su negativo en la rutina intramuros, el paisaje se reviste del valor simbólico de una libertad acogiendo su inequívoca carga moral. Pero ese muro del cautiverio se presenta a su vez, en sí mismo, como un paisaje texturizado donde reside una porción temporal que acota la existencia del preso. Por tanto, existe un vínculo indisociable entre el cautiverio y el paisaje, tanto por ausencia como por suplantación, en muchas ocasiones como resultado de la modificación de los espacios de reclusión que los cautivos, animales o humanos, adecúan a una perspectiva de la ausencia o la lejanía. En la tradición pictórica la figura animal se relaciona de forma lógica con el paisaje. Podríamos encontrar excepciones entre los animales asociados a los interiores domésticos, pero las representaciones ecuestres, por ejemplo, o más específicamente las relacionadas con el bucolismo o los géneros pastoriles, no pueden sino asociarse a un exterior, a un entorno que habrá de ser previsiblemente paisajístico. Sin embargo, la integración del cuerpo animal en la idea de paisaje es aún más profunda si atendemos al hecho de que forma parte de una captura en la imagen, un registro que rememora la experiencia física de esa inmersión en un espacio abierto en el que habitan otras criaturas. Al igual que los otros géneros mencionados, el progreso de las fórmulas de esta captura de la esencia del animal transcurre culturalmente con al menos dos momentos reveladores.

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El primero de ellos es el museo de historia natural y su consagración de la taxidermia como método para establecer una visión cuasi-presencial de los animales. En este aspecto, el enorme esfuerzo de clasificación, acopio y conservación de ejemplares sería una evidencia de esta concepción en la que confluye la voluntad de poder cinegético y la exhibición, a medio camino entre lo pedagógico y lo honorífico. En los dioramas que se representan en las salas de los principales museos de historia natural, el paisaje sirve como forillo, como un telón de fondo en el que se alterna la pintura y el attrezzo tridimensional para disponer a los animales disecados en un remedo imaginario, de nuevo, de su entorno natural. Las características del bioma aparecen recogidas en referencias a especies vegetales y piedras simuladas en esas escenografías que buscan sin éxito una verosimilitud para acompañar a los cuerpos sostenidos por estructuras de madera y alambre y envueltos por la piel del animal. Tampoco los animales disecados resultan totalmente verosímiles porque, a pesar de la sofisticación de las técnicas taxidérmicas, el rastro de la muerte del cuerpo desdibuja los rasgos y arruina en sus costuras el pelaje o el plumaje de esas criaturas ahora inmóviles, quizá como un efecto involuntario de aquella belleza convulsa de la que hablara André Breton. El museo de historia natural, tanto como las decoraciones domésticas atiborradas de trofeos de caza de los hombres potentados, ingresa en el orden de lo siniestro. La atención al fenómeno de la taxidermia como generadora de escenografías en las que se entrecruza lo kistch

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con la voluntad pedagógica de un discurso de divulgación científica no es fácil de encontrar en el arte actual o la filosofía contemporánea, a pesar de su potencial irónico o alegórico. Una de las obras donde se reconoce es en la de Donna J. Haraway, en su ensayo El patriarcado del osito teddy. Taxidermia en el jardín del Edén (2015)2. Por su parte, desde la investigación artística, Lorena Amorós3 ha analizado estos componentes estético-políticos recuperando la figura histórica de Martha Maxwell, la primera naturalista que en el siglo xix crea dioramas en los que intervienen remedos del paisaje junto a los animales disecados dispuestos para sugerir una escena. Tanto el citado ensayo de Haraway, como el de Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo (obra póstuma publicada en francés en 2006)4, han sido parte del marco teórico de los proyectos de Amorós en la medida en que ambos autores abordan la dimensión corporeizada y presencial de los animales en el imaginario colectivo. La costumbre de mostrar presuntas escenas de la naturaleza con pretensiones pedagógicas apunta a una forma de veneración atávica de la figura animal en una formulación arquetípica, paradójicamente desnaturalizada, que basa su eficacia en la presencia del cuerpo (esté vivo o muerto) como 2. Haraway, Donna J.: El patriarcado del osito teddy. Taxidermia en el jardín del Edén, Buenos Aires, San Soleil, 2015. 3. Amorós, Lorena: Escena inmóvil, Murcia, Centro Párraga, 2018 y Amorós, Lorena: Síntoma de lo vivo, Salamanca, Da2, 2021, serían publicaciones de referencia a este respecto. 4. Derrida, Jacques: El animal que luego estoy si(gui)endo, Madrid, Trotta, 2008.

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sujeto amenazante, lo que constituye un signo cultural tan revelador como poco atendido. De modo que, al igual que ocurre con otros muchos síntomas culturales pendientes de un estudio específico, la relación del arte con los animales revelaría una germinal vinculación simbólica y afectiva que se traduce en un imaginario con consecuencias claras en la idea de paisaje. De ello parece ser una confirmación la abundante producción y el correspondiente consumo de documentales de fauna como uno de los nichos mas poderosos de la industria audiovisual, y el segundo de los posibles paisajismos basados en la figura animal. Esta casi silenciosa o marginal omnipresencia en el contexto de la oferta televisiva debiera suscitar alguna reflexión al menos como proceso sintomático. Además, si hay un producto audiovisual que ha permanecido inalterable en su formato y en su éxito entre el público es, en efecto, el documental de fauna. El mundo animal resulta inagotable, no solo por el número de especies potencialmente interesantes, sino también por el vínculo que se crea entre nuestra mirada y algún trasfondo antropológico sobre el que valdría la pena preguntarse y que reside en la atenta contemplación de la vida de los otros animales. Esa vida transcurre así en los paisajes agrestes de lo salvaje y se recupera con el registro audiovisual de sus avatares una visión basada en esa fascinación de vector doble: por un lado, apuntando hacia el paisaje natural y la afanosa actividad de los vivientes; por otro, apuntando hacia el observador como una parte escindida pero empática de ese universo. De hecho, el instinto de vincularse con

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otras especies ha sido enunciado por Edward O. Wilson bajo el término “biofilia” en relación a, entre otros fenómenos, la producción audiovisual de documentales de fauna. De este modo, uno puede asistir en éxtasis a la vida de las medusas en nuevos formatos de imagen HD en los que la voz en off acompaña el hipnótico movimiento de esas faldas y esos tirabuzones flotantes de los invertebrados. Por mucho que las medusas nos parezcan animales obtusos, incapaces de propiciar ningún relato digno de mención, lo cierto es que las imágenes y la voz dan cuenta del universo paralelo en el que ellas viven. Su paisaje vital, a fin de cuentas, nos magnetiza con alguna forma de dramatismo atenuado. Podemos hablar de dramatismo porque en el mundo animal ocurren cosas terribles, pero las vemos como algo bueno, como si la naturaleza estuviera siempre en un lugar arcádico del que nosotros nos fuimos y que sigue su curso bajo la amenaza que solo la especie humana representa. Existe en todos esos relatos sobre la vida animal una premisa que normalmente no se cuestiona, y es la perfección funcional de la naturaleza. Todo sirve para algo, todo ha sido decantado por millones de años de evolución hasta llegar a proclamar el sublime vuelo del halcón, por ejemplo. Y podríamos traducir esa premisa como la idea de que todo está pensado. En ese salmo de la maravilla natural hay siempre un eco divino, una idea secularizada de la voluntad creadora y de su providencia que ha dotado de sentido a las cosas, a excepción, eso sí, de las aberraciones provocadas por el ser humano. Caben a esto dos objeciones obvias, la primera, que con la misma lógica podría asegurarse que la naturaleza

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es una monumental chapuza evolutiva dado que las especies no viven propiamente, sino que sobreviven (al menos las que pueden después de procesos de extinción masiva), y sostienen un infatigable instinto que solo se traduce en el ensayo y el error (a fin de cuentas, tanto la chapuza como la perfección no dejan de ser términos humanos). La segunda, en sintonía con el discurso antropocénico, que, a lo mejor, habría que incluir a la especie humana en el catálogo de los desastres naturales. Al margen de lo que pudiera derivarse de los debates sobre esa perfección del cosmos, la entropía y todas las demás ideas sobre la frágil relación entre el orden y el caos, el documental de fauna nos recuerda que al establecer aquella distinción ilustrada entre cultura y naturaleza nos olvidamos de que “lo natural” es la verdadera creación humana, y no un estado previo a nuestra conciencia. O, dicho de otra forma, que la cultura es la que crea la naturaleza, o su idea al menos. Es en ese prejuicio donde se desdobla un yo, una forma de la mirada, una posición que no por casualidad se construye con su máxima intensidad en el género documental. Allí comparece ese sujeto filosófico que es pura contemplación y que remite a la estética, a la del xviii en concreto, mucho antes que a la ciencia como podría parecer por el revestimiento de datos aportados por la biología en el estudio y catalogación de la fauna. En esas imágenes están intactas las viejas categorías de lo bello y lo sublime, y, cómo no, también la de lo pintoresco que las conserva en la operación de registro que refuerza el irresistible goce de constatar lo real.

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En el sujeto que narra, y en el que creamos como espectadores al completar el relato y la visualización de las escenas, tiene lugar una extraña cápsula moralizante, un lugar que está en apariencia a salvo de la necesidad de juzgar, lo que permite que se derive de ello una sutil adherencia alegórica sobre lo que nos pasa a los humanos. El documental sublima lo que de humano tiene la naturaleza en una devolución sobre lo que de natural tenemos nosotros. De manera que se da un intercambio reconciliatorio y un desdoblamiento en el que se proyectan nuestros propios dolores ante la lucha por la existencia, aunque se trate de aventuras protagonizadas por medusas; algo similar, podríamos apostillar, a lo que ocurre con el relato meteorológico. De nuevo Haraway proporcionó a través de sus ensayos escritos entre 1978 y 1989 algunas de las interpretaciones más brillantes sobre cómo el paradigma científico gestionaba estas proyecciones humanas sobre el comportamiento animal, especialmente en el estudio de los primates. Se daba allí, en los estudios de las sociedades animales un verdadero campo de pruebas empíricas sobre la idea de dominación social y competencia evolutiva que legitimarían el marco ideológico de algunas políticas. “Por otro lado, los animales han conservado su estatus especial como objetos naturales que pueden enseñar a las personas sus orígenes y, por tanto, su esencia precultural, preadministrativa y prerracional. Es decir, los animales han ocupado un lugar abominablemente ambiguo en la doctrina de la autonomía de las ciencias humanas y naturales. Así, a pesar de que la antropología pretende ser capaz de entender a los seres humanos solo con el concepto

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de cultura, a pesar de las pretensiones de la sociología de no necesitar nada más que la idea de grupo social humana, las sociedades animales han sido ampliamente empleadas en la racionalización y la naturalización de los órdenes opresivos de dominación en el cuerpo político humano. Han brindado a los teóricos liberales modernos el punto de unión entre lo fisiológico y lo político, mientras siguen aceptando la ideología de la división entre naturaleza y cultura”5. Si esto ocurría en los estudios más profundos de la primatología, la emanación mediática y divulgativa del documental no podría sino ilustrar con mayor alcance este tipo de sesgos ideológicos. Es cierto que hay algunas variantes entre las fórmulas del documental de fauna, pero todas ellas tienen que ver también con la aventura del narrador. El espectro varía entre las que proceden de algún sujeto omnisciente que explica los avatares de la existencia de esas criaturas, normalmente con voz masculina, como si el mismo Dios padre estuviera dándonos detalles sobre la maravilla de su creación; y las que involucran al biólogo aventurero que se adentra en la vida salvaje y al que vemos relatando a cámara aquello que se va encontrando, a veces doblado por otra voz en nuestra lengua materna que, sin embargo, deja oír al original como un murmullo de fondo. El momento más mediático de “gorilas en la niebla”, el efecto Dian Fossey, sería el de máxima comunión, cuando en este caso la bióloga, que incorporó el afecto hacia sus sujetos de estudio como una forma de producción de co5. Donna J. Haraway: Mujeres, simios y ciborgs. La reinvención de la naturaleza, Madrid, Alianza, 2023. [Original de 1991, traducción y prólogo de Helen Torres], pp. 33-34.

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nocimiento, llega a integrarse profundizando en su investigación con el grupo de gorilas en Karisoke, Ruanda. En cualquiera de los casos, esas variantes no dejan de ser distancias de un sujeto sobre el mismo objeto de un relato. Como todos, ese relato prefigura su propio sujeto en cuyo vaciado un tanto trascendente, cuando el narrador es abstracto e impersonal, nos situamos ante la pantalla siguiendo el montaje de las escenas. Escenas, y esto es importante, capturadas furtivamente de una vida salvaje que es ajena a nuestra curiosidad. En esto, como núcleo ideológico de lo documental, la captura de las imágenes que involuntariamente proporcionan los animales es en sí misma una aventura de la mirada que nos alude al pretender ofrecer una porción de realidad, es decir, al colocarnos como testigos de lo que pasa ahí fuera, en lugares remotos e inaccesibles donde habita el peligro. Que los animales sean el colmo de lo documental tiene que ver con esa condición de realidad sin paliativos, donde no hay actuación posible ante la cámara porque se presupone que el animal no es consciente de su propia imagen (a excepción de algunos rituales de cortejo). En ello reside la inocencia originaria que nos fascina. Los animales nos ofrecen el concepto mismo de “naturalidad”. En su mundo no necesitan de la impostura, la selva o el océano no son hipócritas, de hecho, son impracticables para un ser humano actual excepto si va a bordo de alguna máquina que, en términos generales, erosiona ese medio ambiente por el que transita. De este modo subrepticio imaginamos la dificultad de convivir con ellos en su hábitat natural, lo duras que fueron nuestras condiciones evolutivas en un tiempo del que ya

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no tenemos memoria (asociado, por cierto, a otro género pseudo-documental como es el que se dedica a la prehistoria), y lo lejos que estamos de esas dificultades ahora que invadimos los espacios naturales mediante una depredación que es más bien urbanística, más propia de nuestra especie. Y no es casual que esa desproporción en los medios de habitabilidad del mundo, que nos convierte en especie invasora, se contraponga a la sensibilidad ecológica haciéndonos conscientes de una agresión al mundo del que decidimos salir o del que tal vez fuimos expulsados por los dioses bajo esa culpa teológica heredada. A diferencia de lo que ocurre con los humanos, inevitablemente conscientes de la auto-representación que supone estar ante una cámara, el animal hace gala de su majestuosa indiferencia y nos muestra capacidades físicas a las que atribuimos una dimensión mitológica desde los tiempos ya no tan remotos de nuestra historia. Con ellos dibujamos los emblemas del poder de las casas feudales, las fábulas morales y todo aquello capaz de significarnos más allá de la miseria de la existencia. De modo que el documental de fauna, en su aparente objetividad, proyecta una nueva mitología del animal que responde a esa cápsula moral a la que nos referimos. Sin duda, se trata de una relación emotiva que se remonta a la experiencia primaria de los niños con los animales cuyo influjo en la psicología evolutiva parecería, como mínimo, un yacimiento de interés para la investigación de nuestro imaginario. La mirada sobre los animales remite al hecho de que algo nos conecta con ellos desde que somos niños, como sujetos de proyección empática o como objetos para el

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ensayo de la crueldad. De hecho, sabemos muy bien que los niños tienen una particular afección por los animales, una extraña atracción que ha creado algunas de las aberraciones más evidentes en el trato hacia los que mantenemos vivos en cautividad en los circos o los zoos. Es decir, que el recreo de la mirada en las acciones del animal no se reduce al ámbito del documental, donde normalmente los vemos en su hábitat, sino también en un cautiverio destinado a una empatía que sin embargo los somete a una suerte de condena de por vida. Lo que en definitiva nos muestran los documentales de fauna es el paisaje habitado de lo natural. Lo que ocurre en esos lugares inhóspitos e irresistiblemente bellos que nos muestran las fotografías de paisaje. Es el momento en el que, lo que encierran los bosques o las montañas, se manifiesta ante nosotros como lo que tiene lugar, un lugar al que no pertenecemos y que por fin vemos habitado por sus verdaderos poseedores. Pueden ser un recordatorio similar al que encontramos implícito en la contemplación de lo bello, esto es, la conciencia de que la muerte o el drama de los vivientes sostiene la trama de esa imagen contemplada, de lo que se ofrece a la vista como lugar de un encuentro con ese destino teleológico de cualquier admiración estética. En el documental de fauna, lo primero es el paisaje, que, en la medida en que comienza a mostrar las aventuras de los vivientes, se transforma en bioma o en hábitat. Y lo que sostiene esa narración de lo que pasa a los animales es el hábitat en el que tiene lugar, y ese será el avatar decisivo del paisaje cuando se tiene en cuenta como realidad ecológica. Si es valioso es porque sostiene la vida, es el lugar que habitan los vivientes.

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METEOROLOGÍA

El parte meteorológico, el tiempo, es como un oasis estético si se sabe oír lo que allí se dice, y, sobre todo, si te da igual si va a llover mañana. No es que sirva como contrapeso al ruido del mundo, es algo más: la crónica del tiempo se convierte en un lugar gobernado por cierta lógica que convive con una incertidumbre. Esa sucesión, que solo permite un pronóstico incompleto, que se resiste a los intentos por controlar el futuro, recomienda la paciencia como único antídoto contra la corta mirada con la que atendemos nuestros asuntos. Y lo hace en medio de un horizonte de reacciones que se repiten de forma cíclica y sutilmente distinta cada vez. En el curso habitual de la crónica meteorológica se restituye una paz: el reencuentro con lo que parece natural, con su siempre imperfecta asimilación al supuesto canon con el que deberían sucederse las estaciones, con la inevitable alusión a lo que sería “normal para esta época del año”. Allí se describen fuerzas que actúan como lo han hecho siempre, pero con diferencias que señalan un presente irrepetible, análogo al de otros años, variable y cadencial. La normalidad de la meteorología, entonces, se convierte en un ideal cuya ficción aceptamos de buen grado para poder establecer las diferencias del año en el que estamos, que reconocemos en la vigilan-

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cia de las variantes aceptables, de las llegadas de la nieve o el frío, de los veranillos y las estaciones intermedias, o todo aquello que contradice lo previsible. Con el fin de dar cuenta de esto, la estructura periodística de nuestros diarios y parrillas televisivas destina una parte, al final de su crónica, a explicar y pronosticar el estado atmosférico. Al hacerlo, todos los demás sucesos previamente relatados quedan en cierta medida impregnados de la misma inevitabilidad. Dada la dialéctica que activa la yuxtaposición de las noticias, a veces dramáticas, otras pintorescas o grotescas; el tiempo acoge la secuencia aleatoria de los hechos en su mismo seno de acontecimientos cíclicos, y de ese modo sabemos que, al igual que la llegada de las borrascas, retornarán tarde o temprano las guerras, las crisis económicas y los accidentes aéreos. En cierto modo, el deseo de una justicia imposible que se ve permanentemente violentada por los sucesos protagonizados por las personas en sus patologías colectivas se restituye bajo el funcionamiento incontrolable de la meteorología. Pero, del mismo modo casi milagroso, la transferencia se da en las dos direcciones, puesto que también se contamina la pureza del tiempo cuando nos damos cuenta de que las acciones humanas lo alteran. La advertencia científica relativamente reciente sobre el cambio climático introduce un factor político en el funcionamiento del tiempo, y de ese modo nos convertimos en causantes indirectos de sus manifestaciones extremas. El tiempo se hace político así, al anunciar un apocalipsis provocado por los seres humanos.

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El periodismo meteorológico, quizá por ello, ha gozado del prestigio de la neutralidad que, sin perder su compostura científica, puede acercarse al estado de ánimo que el mal o el buen tiempo pueden provocar. Los meteorólogos entablan su diálogo imaginario con los espectadores, aportando el rigor de la disciplina que proporcionan los pronósticos, pero recordando en el mismo gesto los consejos ancestrales de los mayores, y así es como nos recomiendan abrigarnos más en estos días, o nos advierten de las placas de hielo que podrían dificultar la conducción. Entre la cercanía amable de lo que no puede ser evitado y de nuestra necesaria paciencia para soportarlo, y la distancia de los fundamentos físicos y químicos de la dinámica de fluidos, se establece una comunión que obliga a reconciliarse con el cosmos. El narrador del tiempo sabe que sus vaticinios son importantes para los períodos de descanso, tanto o más que para las tareas de muchos trabajadores, de modo que en el informe que nos da se incrustan pequeños guiños de complicidad y se articula una cercanía en nuestra vulnerabilidad ante los procesos climáticos. Estamos atentos a ellos porque nos condicionan. Mientras tanto, hay que presentar como narración lo que ocurre o va a ocurrir en la próxima semana, y en el acto de contar los pormenores de lo que se espera, se recorre un territorio indiferente a la miseria de la historia humana, y se relatan las distintas áreas de incidencia de lo accidental. Todo ello acotado por las regiones que políticamente los seres humanos hemos inscrito en el territorio, de tal forma que el mapa da cuenta de los progresos de los fenómenos atmosféricos en un movimiento que requiere de las fronteras artificiales para ser percibido y

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nombrado. En esto, los mapas meteorológicos son un pálido reflejo de los conflictos entre los pueblos porque, al final, las lluvias azotan por igual a los territorios y a las fronteras más incómodas para aquella paz que anhelara Kant más allá de los cementerios. Los territorios, sin embargo, modifican ese paisaje cenital que ofrece la meteorología, y se ordenan a partir de los distritos políticos que hemos creado, modulando la forma misma de los mapas, y es así como, a pesar de las rotaciones de eje de la Tierra, la cordillera cantábrica aparecerá siempre como un paralelo del horizonte. En cualquier caso, aunque la representación del mapa no recoja esas inclinaciones, el relato del tiempo transcurre con toda su efectividad. Y hay verdaderos maestros de la narración oral que saben aplicar los énfasis y los silencios. Los textos aisladamente leídos o escuchados dejan traslucir una voz poética en la que basculan las referencias a lo humano y al destino cósmico de una climatología que nos trasciende, que nos proyecta hacia la mirada exterior de un satélite. De ese modo, se entremezcla lo divino y lo humano, lo efímero y lo eterno bajo una suerte de providencia climática. “Pocas precipitaciones en este primer fin de semana de la Semana Santa. Tendremos todavía algunas lluvias débiles el sábado por la mañana con el paso de este primer frente, y el domingo, tendremos presencia de nubes, sobre todo de tipo alto, debido a la cercana presencia de esa borrasca, Evelyn, que en su frente anunciado nos dejará lluvias a partir del próximo lunes. De momento, tenemos que hablar de altas temperaturas el Domingo de Ramos, porque la masa de aire cálido se va a situar sobre nuestro país recalentándose, con

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ese descenso de la masa de aire y vamos a tener temperaturas muy por encima de lo normal para esta época del año…”, nos dice Irene Santa el 8 de abril de 2022. Las nubes tienen una presencia, aparecen en el cielo, a veces más alto, otras más abajo hasta conformar mares bajo las montañas, las borrascas también tienen presencia y generan una respuesta en los otros fenómenos. Todos ellos reciben la transferencia de los caracteres humanos, de las facultades que nos identifican. Algunas incluso adquieren nombre propio, como Evelyn, una borrasca no muy importante, pero con la entidad suficiente como para ser llamada por su nombre. Las temperaturas bañan los acontecimientos humanos y se entremezclan con el Domingo de Ramos o con las resurrecciones de los relatos religiosos. De tal modo, que, después de que los meteoros hayan sido parte de nuestra mitología, a veces encarnados por figuras antropomorfas, se combinan además en cada momento simbólico de nuestro calendario, estableciendo una personalidad propia para cada rito: Navidad calurosa, Viernes Santo pasado por agua, Día de la Constitución con fuertes vientos… El orden entre los epítetos y los sustantivos se alterna como parte del ritmo enunciativo de los pronósticos, porque ellos mismos deben ser salmódicos, están invocando una cadencia que trasciende su propia objetividad fenoménica y se funde con la vida. La climatología habita en el cielo y despliega su paisaje allí, como un advenimiento ex machina que gravita sobre los cultivos o sobre las ciudades. Con ello, el tiempo se ve en el cielo y se recoge en la clasificación de las nubes. Su transitoriedad y su varia-

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bilidad son los mejores testigos de esa condición temporal por la que, de hecho, se identifican a veces erróneamente las palabras tiempo y clima en castellano. La inmediatez del tiempo se disocia de las expectativas climáticas en esa variabilidad, en lo que difiere de lo esperable climáticamente en cada momento concreto, aunque ambos conceptos roten como engranajes entrelazados de escalas diferentes sobre el transcurso de una temporalidad antropológica. Esa experiencia del paso del tiempo en el tiempo atmosférico y en el clima se inspira en un gesto ancestral por el que los seres humanos debemos mirar al cielo. Allí encontramos la mayor pantalla de proyecciones imaginarias. Y por lo que se refiere a la construcción cultural de la idea de paisaje, allí, sin duda, se encuentra la clave. Por ello, no podemos excluir el cielo de la idea de paisaje, existe una interdependencia en la que, por mucho que cerremos un encuadre sobre la tierra, estaremos incrustando una presencia del plano superior con el que se relaciona. En este aspecto, el cielo sería un elemento constitutivo del paisaje, cuando no su verdadero testaferro. Las vistas aéreas, cuya condición paisajística no deberíamos poner en duda, identifican, a fin de cuentas, el punto de vista con esa presencia del cielo, lo que no hace sino enfatizar de modo más radical si cabe esa interdependencia. Por su parte, la relación entre cielo y territorio, es decir, la porción de tierra delimitada en el paisaje, estaría mediada no tanto por el horizonte, que al fin y al cabo es la línea imaginaria que concreta su representación, sino por una atmósfera en la que in-

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terfieren con mayor o menor protagonismo fenómenos meteorológicos. La nitidez, la luz, el cromatismo, la forma, dependerá enteramente de la atmósfera que media entre ambos. Y es ese enclave entre dos planos, ese pliegue horizontal, el que estructuralmente brindaría una idea de paisaje. Que la mera descripción del acontecimiento atmosférico pudiera contener un aliento poético está implícito en las anotaciones descriptivas que Goethe, entre 1816 y 1820, escribe para el “servicio de nubes” del Ducado de Weimar de Carlos Augusto. En este diario meteorológico, acompañado por dibujos, Goethe parece limitarse a describir la evolución de las nubes y el estado del cielo en breves pasajes fechados. Pero, al hacerlo, construye una narrativa, a veces abstracta, como los dibujos que recogen un pedazo del cielo apenas identificado según la nomenclatura de las nubes creada por Luke Howard en su On the Manifestations of Clouds, de 1803, donde se registraban sus tipologías como estratos, cirros, cúmulos y nimbos y sus transiciones intermedias que aún hoy empleamos para referirnos a ellas. Treinta años más tarde, Howard publicaría su obra sobre El clima de Londres (1833), en cuyos volúmenes se analizaban las variaciones climáticas entre 1818 y 1830 en esa ciudad en la que el tiempo atmosférico forma parte de su identidad simbólica. Las observaciones analizan fenómenos de menor frecuencia, como las glorias o antihelios, fenómenos ópticos de interacción entre la luz solar y las nubes, en ocasiones, las minuciosas tablas de datos obtenidos se acompañan con estudios pictóricos de nubes.

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Tiempo antes, entre 1760 y 1770, Alexander Cozens, que publicó en 1789 su Nuevo método para asesorar a la inventiva al dibujar composiciones paisajísticas, realizaría algunos estudios sobre las nubes mediante dibujos esquemáticos destinados a definir patrones formales. También produjo acuarelas de diversos formatos, algunas de las cuales se conservan en la Tate, aunque no se dispone de datación fiable. Varios de estos estudios respondían con toda probabilidad al tratado sobre el que trabajaba titulado “Las diversas especies de composición del paisaje en la naturaleza”. La obra no fue finalmente publicada, pero los trabajos de elaboración en soportes como la acuarela constituyen una aproximación sistemática a la cadencia azarosa y recurrente de las formaciones nubosas. Esta voluntad de anotar los acontecimientos atmosféricos que comparten figuras como Cozens o Goethe alterna su enigmática autosuficiencia factual y su inexplicable potencia poética. Y el juego de las nubes aquí replicaría la dualidad del pensamiento de Goethe sobre la propia naturaleza, expresado con más detalle en su Ensayo sobre la meteorología y en otros momentos de su obra teórica, al incidir sobre la doble dimensión, material y simbólica de los fenómenos naturales. Que no podamos dejar de proyectar un ánimo moral y estético sobre los acontecimientos materiales indica que nuestras descripciones, por muy científicas que sean, siempre albergarán una dimensión simbólica que reúne el sentido último de los fenómenos con nuestra configuración subjetiva, como apuntaría Goethe en muchos momentos de su obra.

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Viernes, 28 de abril (1820)

Debido a su naturaleza, los cúmulos pueden verse principalmente flotando en una región intermedia: un montón de ellos pasan uno tras otro en largas filas, por arriba recortados, en el centro rechonchos, abajo rectos, como si se apoyaran sobre una capa de aire. Si el cúmulo sube, lo absorbe el aire de arriba, que a su vez lo disuelve y lo transporta a la región de los cirros; si baja, se vuelve más pesado, más gris, menos receptivo a la luz, descansa sobre una base de nubes horizontal y alargada, y abajo se transforma en estrato. Vimos cómo estas formas pasaban en toda su variedad por el semicírculo del cielo de poniente, hasta que la capa inferior de nubes, más pesada, atraída por la tierra, se vio obligada a descender en franjas de lluvia1.

Las anotaciones transcurren, en algunos casos, con referencias a lugares. El domingo 29 de abril de 1816, Goethe se encuentra en la localidad checa de Loket, (Elbogen), del distrito de Sokolov en la región de Karlovy Vary, según nos apunta la edición española del libro de pasajes nubosos de Goethe. Esta ubicación refuerza el carácter intercambiable del punto de vista del espectador, la dimensión efímera y transitoria del espacio tiempo en esta toma puntual de una nota sobre el estado de los cielos. El instante detenido, tan fáustico a fin de cuentas, sirve a Goethe para apuntalar el carácter metamórfico de lo natural y lo cultual, de la vida, en definitiva. 1. Goethe, J. W. von: El juego de las nubes, Alcobendas (Madrid), Nórdica, 2022, pp. 19-20.

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Miércoles, 24 de abril (1816)

Una parte del vapor alto ha caído en forma de rocío. El viento del Nordeste sopla con fuerza, el contorno superior de todas las franjas nubosas se disuelve en configuraciones flameantes, incluso salen de ellas columnas aisladas, igual que el humo que sale de la comida, pero que en lo alto volvían a colocarse en estratos, como si trataran de volver a adoptar su estado anterior 2.

En su ensayo sobre la meteorología, Goethe parte de los instrumentos de medición de las variables climáticas. Al partir de los sistemas de medición existentes en su época constata que la meteorología es uno de los ámbitos más inaccesibles a la previsión y el control, por lo que se lamenta, por ejemplo, de la escasa fiabilidad de los barómetros. Estos fracasan en los pronósticos y, al margen de lo que la sabiduría popular pudiera anticipar, será tiempo después, con la llegada de los satélites cuando las previsiones adquirirán cierto grado de fiabilidad a corto plazo. Esta tecnología enlaza con los sistemas de visión ultracenital que, a su vez, reinterpretan la idea de paisaje en nuestros días. En la extracción consecutiva de imágenes satélite sobre los movimientos de las nubes, densidad de la atmósfera y fluctuación de la presión, y otros factores, los satélites no hacen otra cosa que permitir un mecanismo de interpolación interpretativa que anticipa lo que, en las horas siguientes, hasta un máximo de una semana, pueden hacer tales movimientos. Es decir, calculan la ruta 2. Ibid. pp. 54-57

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que tendencialmente seguirán las borrascas, los anticiclones y los demás elementos climatológicos. Lo que Goethe intentaba, hacer un recuento de esos movimientos desde la tierra, lo proporcionan mediante imágenes los satélites. Si la visión es estrictamente cenital, entonces el cielo es el punto de vista. Entre el cielo y la tierra media la climatología, ella es el vínculo que nos conecta y por tanto es una sustancia del paisaje, un componente sutil pero necesario y con demasiada frecuencia descartado de la reflexión sobre lo paisajístico. Cuando además los fenómenos climatológicos adquieren un significado político en el contexto profético de nuestra propia extinción, bajo el signo del cambio climático, entonces resulta insoslayable. La Historia del Arte podría escribirse también a través de sus cielos y de sus nubes, de su atmósfera, de cómo han sido representados los espacios en los que habitan los personajes, incluso en los interiores, o en las representaciones fragmentarias que se dejan ver a través de las ventanas interiores de tantas obras de esa larga tradición de la pintura moderna. Puede hacerse tanto desde su función de trasfondo como desde el punto de vista de una atención específica reveladora, desde los estudios de Cozens hasta los equivalentes de Alfred Stieglitz. Creemos que el paisaje es una porción de tierra, pero la verdad es que en la mayor parte de las representaciones de lo que llamamos paisaje hay más porcentaje de cielos. Como demostraría la Historia del Arte y como demuestran las fotos enviadas por los espectadores de los espacios de la meteorología de los telediarios como costumbre adquirida de las grandes cadenas

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televisivas, los cielos son el verdadero paisaje y sus consecuencias en la tierra serían la emanación de nuestra mirada como espectadores impotentes ante lo que no parece gobernable. En el caso de la fotografía, la visión del mundo desde la mirada parcial de infinidad de posibles fotógrafos de los fenómenos permite una especie de complemento a la representación de los ciclos climáticos a través del satélite. Los espectadores, que voluntariosamente envían sus imágenes obtenidas en el entorno próximo, devuelven así la mirada al satélite que permite hacer la previsión, y confirman de paso algunos de los pronósticos. De este modo sencillo, la climatología se convierte en un safari fotográfico en el que obtener inmejorables vistas de territorios idílicos, paradisíacamente transfigurados, o cercanos a las visiones sublimes de esa Historia del Arte que actúa como trasfondo, todos ellos, sin duda, paisajes perfectos.

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CUADERNOS DEL TERRITORIO

El conjunto de propuestas paisajísticas que el arte contemporáneo pone en juego desde la segunda mitad del siglo xx, y su transferencia mayoritaria al soporte fotográfico, podría resumirse en una crónica de la demolición del patrimonio simbólico que toma como escenarios preferidos los entornos periurbanos, o de la celebración de los desiertos sobre los oasis de significación. Se prefieren así las tierras yermas a las postales que pudieran servir como fondos de pantalla, lo que no implica que los paisajes de la desolación no puedan finalmente acabar siendo encantadoras postales. Esta constatación, que no es solo una cuestión de imagen, sino que procede de una experiencia alienada del entorno contemporáneo bajo la conciencia de una hipertrofia poblacional en la que aceptamos las leyes de colonización del territorio como proceso de exclusión selectiva, se superpone a las representaciones de los mitos antiguos y arcádicos de un paisajismo naíf. En ello, media también la tradición pictórica recobrada y actualizada bajo formas irónicas en las que se instalan los nuevos escenarios pobres o pintorescamente cotidianos. Así, retornan sin complejos los patrones formales y las estructuras compositivas de los géneros de la pintura moderna, e incluso contemporánea si decidimos llegar hasta los hitos de la abstracción.

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Al fin y al cabo, quizá la forma craquelada con la que se nos ofrece la imagen de la tierra en Google Earth sea una emanación residual del informalismo de los mapas, de su involuntario parentesco con las pinturas abstractas como las de Jackson Pollock, un parentesco que exaltara la paranoia del macartismo cuando se elevó la sospecha de que aquellas superficies cubiertas de pintura azarosa contendrían en realidad mapas encriptados que revelaban al enemigo posiciones estratégicas. No deja de ser una hermosa metáfora de la propia dislocación del punto de vista sobre las cosas, en un momento en el que la Historia se hace histeria, que el cuadro abstracto se transforme en mapa, como en aquellos momentos de la pintura en los que esta noble disciplina se acercaba a las técnicas corográficas. Por tanto, lo que podemos reconocer es una desertización simbólica en los imaginarios, y ello pudiera ser el principal origen de la crisis ecológica. Antes que la desertización material acontece una devastación de lo simbólico. La batalla del pensamiento ecológico está perdida si no se recupera la lucha por los bosques de símbolos, si se quiere evocar a Charles Baudelaire. En el intercambio entre la desertización material y la desertización simbólica se pierde una perspectiva sobre lo que allí se está dirimiendo. Parece casi una obviedad que la idea de paisaje sea consecuencia de la construcción de un punto de vista en la historia del arte, un punto de vista único y situado. Pero por la misma lógica, el momento en el que el punto de vista se hace holísticamente cenital debiera ser también decisivo en este asunto, así que, tanto las vistas aéreas como la visión global del planeta desde el espacio inculcan

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toda una serie de significados implícitos en nuestra recepción de las imágenes obtenidas desde eso que llamamos, no sin cierta ingenuidad, espacio exterior. Los escenarios sin huellas o sin señas de reconocimiento que se dan en las nuevas apuestas de los artistas del paisaje, confirman los diagnósticos sobre un destino anómico de la modernidad. El núcleo melancólico de esa nueva experiencia del lugar fue, en efecto, pronosticado por numerosos autores en los dos siglos pasados. En el devenir de las prácticas artísticas la presencia de esta pulsión paisajística podría ser rastreada como una constante, y buena parte de la fotografía contemporánea no hace sino monumentalizar estas imágenes y transformarlas en cuadros que de modo romántico nos hablan de un sentimiento de lo sublime asociado a un sistema económico de la demolición. Así, si en el abecedario semiótico del paisaje enumeramos sus elementos básicos, sin duda uno de los más claros será la escala, vinculada con la altura del punto de vista y la distancia a los sujetos, lo que marca la posibilidad de interpretar una imagen como paisaje en relación a nuestra posición como espectadores. La idea de distancia intermediaria en la construcción del paisaje y su necesaria escala, coherente con la posición subjetiva contendría, en definitiva, como ha sugerido Wall, una estructura del teatro de las acciones humanas en relación a su entorno, y, con ello, una dimensión política inscrita en esa trama relacional interior a la imagen distante. Sería difícil destacar a un solo fotógrafo de los muchos que ponen en práctica este extrañamiento del paisaje en ese umbral histórico que señalara en 1975 New Topographics:

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Photographs of a Man-Altered Landscape, pero quizá algunos de ellos, como Robert Adams, reúnan paradigmáticamente los recursos y las poéticas que operan sobre esas nuevas políticas del paisaje. En su obra, sin duda, la gestión de esa escala del paisaje sería parte de una característica de su, por así decirlo, estilo fotográfico. En su obra parecen estar todos los tropos de la experiencia del paisaje con una discreta aureola poética que emanaría de su estricta objetividad, al tiempo que reinterpreta el espacio de construcción social que subyace en las imágenes. Cierto es que otros trabajaban en las mismas fechas representando gasolineras o casas prefabricadas, ambas estructuras, iconos de esa nueva precariedad instituida. Pero en Adams todo ello tiene el valor de un paisaje que contiene su propia decadencia. El vínculo que establece entre paisaje y creencia invocando a Theodore Roethke resulta sin duda oportuno1: vemos lo que creemos, y la fotografía de esa geografía configura un marco de creencias que nos sitúan ante el mundo como jueces de algo que va más allá de la anécdota que registran las imágenes. Y bajo la superficie de esos entornos desolados aparecen para los comentaristas de sus fotografías las recurrentes crisis energéticas que pudieran establecer

1. Puede verse el breve pero revelador texto de presentación del catálogo de su propia exposición en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en el que el propio Robert Adams escribe: “Por más que trato de mantenerme alejado de las abstracciones, a menudo me descubro planteándome tres preguntas, y las repito aquí a modo de puerta de entrada a este libro: ¿Qué es lo que nuestra geografía nos lleva a creer? ¿En qué nos permite creer? ¿Y qué obligaciones, si las hay, se derivan de nuestras creencias?”. Robert Adams: ¿En qué podemos creer y dónde? Fotografía del oeste americano, Madrid, MNCARS / La Fábrica, 2013.

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una conexión entre la de 1973 que viviera Adams tan de cerca, y la que nos afecta en la actualidad, medio siglo después. Este juego de interdependencias activa determinados signos del paisaje como arquetipos junguianos, con sus rastros que presentan una nueva carga simbólica que suplanta la de los antiguos hitos. La presencia del automóvil, sin ir más lejos, y los modelos de movilidad que prefiguran una forma de creer y mirar. En este punto, podríamos establecer incluso, quizá como encargo disciplinar de esa mitología material que vincula al paisaje con sus marcos culturales, toda una nueva iconología de la precariedad. Sin duda tendríamos la opción de enumerar una buena parte de sus elementos recurrentes e intentar acaso una descripción del paisaje de las crisis del capitalismo, pero ello no sería sino una estrategia insuficiente para aproximarse a lo que palmariamente muestran las imágenes. No bastaría con enumerar o detectar el impacto recurrente de las gasolineras, las casas prefabricadas, los tendidos eléctricos, los parkings infinitos, las encrucijadas, o las traseras de las manzanas de los barrios norteamericanos. Más revelador es, en cambio, atender a otros síntomas que perduran en el modo de hacer de los artistas a través de varias generaciones. Sin duda, una de esas características vinculada con la conformación del nuevo género paisajístico desde los años sesenta hasta nuestros días será la conversión a cuadernos o libros ilustrados sobre el territorio en el que los artistas merodean. Estrategias fototextuales que llevan implícita una clara vocación narrativa asociada a ese nuevo pintoresquismo que representa paradigmáticamente el paseo por los monumen-

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tos de Passaic (New Jersey), de Robert Smithson. Esta nueva forma de paisajismo es en realidad un conjunto de publicaciones y fotoensayos concebidos para ser tratados como pequeños relatos en los que se combina narración e imagen. Resulta sorprendente comprobar la coincidencia de intereses entre algunos de los artistas más influyentes formados y relacionados con el arte de concepto. Ruscha, Smithson, Dan Graham o Wall forman casi una estructura canónica de integración de lo fotográfico y lo paisajístico en un nuevo contexto narrativo. Sería en este aspecto necesario recordar que una parte significativa del arte catalogado bajo ese descriptor confuso de lo conceptual se fragua en esta matriz fototextual y paisajística. La relación entre el soporte libresco y la práctica artística define el paisaje contemporáneo hasta nuestros días, y lo hace con numerosos ejemplos. También estarán presentes los libros y los cuadernos del territorio como estrategias preferidas por algunos de los más destacados fotógrafos de los años cincuenta en España. Se trata, en todo caso, de una práctica instalada en la historia de la fotografía desde su origen, desde El lápiz de la naturaleza, de 1844, de William Henry Fox Talbot, o en el proyecto de Peter Henry Emerson, Vida y paisaje de los Norfolk Boards, de 1886, ambos publicados como libro ilustrado y portfolio respectivamente. Sin embargo, en el camino han ocurrido algunas cosas importantes, entre ellas, la relación con el paisaje, que se ha vuelto más irónica y corrosiva y, por otro, la reinterpretación de lo vernáculo que muestra las trastiendas y los escenarios marginales de lo local catalogados sistemáticamente.

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En cada contexto cultural lo vernáculo pugna por establecer un diálogo con esos escenarios deslocalizados en la desolación urbanística instalada como signo global de los tiempos y como parte de un continuo internacional, homogéneo e indistinto en cada lugar del mundo al que se acuda. Resulta paradójico que el vínculo entre lo pintoresco y lo documental que hemos propuesto se haga tan explícito en aquellas propuestas fototextuales, y que, al mismo tiempo, la singularidad de esa reinterpretación de los entornos se diluya en la indiferencia. En sintonía con Smithson y con Graham, el 27 de septiembre de 1969, Wall anunciaba como un experimento su Manual del paisaje. Una obra pocas veces mostrada desde el momento en que el canadiense se centra en sus más nítidos proyectos fotográficos por los que es conocido desde los ochenta y los noventa. Landscape Manual es en realidad un libro de 28 × 21,5 centímetros y 64 páginas. El volumen es publicado en Vancouver con una tirada de 400 ejemplares mostrando en su cubierta el precio de 25 centavos. En el interior puede encontrarse un texto mecanografiado y corregido con tachaduras y anotaciones en los márgenes. En realidad, el texto es la transcripción de una grabación de audio obtenida con un magnetofón que presumiblemente le acompaña en un Dodge Monaco convertible de 1968 con el que circula por las periferias de Vancouver. El discurso escrito en el manual del paisaje sugiere una especie de metanarrativa sobre la preparación de una obra en proceso2. Las frases, a veces solo conectadas por una serie de 2. “El comienzo de una interpenetración continua con fotografías aún no tomadas, con señales aún no recibidas del futuro aún sin existencia. Esta

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guiones, tienen la cadencia de ideas volcadas sobre la marcha. El registro en sí se confirma como un aspecto preeminente de esta suerte de guion improvisado para una investigación de orden estético. Tal como sugiere el texto, el carácter procesual sustituye la consecución de la obra, el procedimiento es la obra en sí. Algo que, en su caso, no es tanto una afirmación del proceso desmaterializador de este paisajismo conceptual, como una metanarrativa del propio arte de concepto. El texto incide en su materialidad con la afirmación de la escritura mecanografiada, o los procesos corporales del recorrido en coche. El acto de la conducción o las sensaciones asociadas al viaje forman parte del contenido de la obra en sintonía con otras narrativas, literarias y visuales, que tratan de evocar la experiencia física del tránsito como precondición de lo paisajístico. Se trata, por tanto, de la génesis de una factografía del acto intencional del registro, de la producción no tanto de los objetos encontrados en la vida, como en la intención misma de abordarla desde la mirada extrañante de este experimento. El trasfondo de los trabajos fototextuales está vinculado con al menos dos vectores recurrentes en las prácticas de los setenta en el contexto angloamericano. Por un lado, la dimensión factográfica y simulacionista por la que las obras se infiltraban en un ámbito de realidad, imitando las formas de publicación periódica o las ediciones de bajo costo que facilitaban su difusión. Por otro, en la objetualización y funcionalización fecha, 27 de septiembre de 1969, 7:15 p. m., marcará el ‘comienzo’ de este experimento sin fin.”. Wall, Jeff, Landscape Manual, Vancouver, [edición del autor], 1969, p. 1.

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del proyecto artístico en soportes alternativos al de la mera exposición en espacios asociados a la herencia de la neutralidad de la museografía moderna. Como en una paradoja en torno a la luz de los objetos expuestos, aquellas obras y sus artistas trataban de escapar de la sombra del “cubo blanco”. El paradigma anglosajón, en esto, si bien eclipsa con frecuencia la riqueza de otras manifestaciones locales, ofrece a cambio cierta consistencia de canon general que, con sus correspondientes variaciones, podría reconocerse a través de algunas constantes en otros lugares. El hecho de catalogar esos espacios anónimos, por ejemplo, el tratamiento fotográfico de las gasolineras, los parkings o los inmuebles, y la frecuencia con la que aparecen en estos libros, método que siguió Ruscha, permite pensar en una reorientación de su obra hacia posiciones que artistas posteriores como Graham desarrollarían en clave más propiamente conceptual. Es así como la obra de Ruscha ha sido asociada al arte de concepto a través de sus incursiones en el campo de la fotografía y en la edición de aquellos catálogos ignorando en parte el más frecuente uso de una pintura del paisaje de Los Angeles no exenta de ironía. En todo caso se puede reconocer con claridad el influjo de Ruscha sobre el fotoensayo que Graham dedicara al paisaje de la arquitectura en Homes for America. En la obra de 1966 Graham señala precisamente el carácter modular y anónimo de una arquitectura devaluada que parece ser el destino irónico del proyecto racionalista de Le Corbusier. De nuevo, el destino del proyecto de la modernidad desemboca en una arquitectura de la amnesia de la que han sido borradas todas las claves del reconocimiento y donde el individuo es igualado en una

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fórmula constructiva, a base de módulos idénticos y prefabricados. Así lo expresa Dominique Baqué cuando escribe: “A partir de 1963, Edward Ruscha fija el paisaje americano a través de sus emblemas más conocidos y más significativos. Twenty-Six Gasoline Stations (1963), Some Los Angeles Apartments (1965), Every Building on the Sunset Strip (1966), mientras que los conceptuales reconocían su deuda con Evans. Dan Graham confiesa que al menos le debe dos cosas: por un lado, su interés por la arquitectura vernácula; por otro, la idea de que el trabajo fotográfico pueda encontrar su plena realización en una revista”3. El nuevo paisajismo da prioridad al escenario real a pesar de su naturaleza perfectamente homogénea, tendente a la supresión de las diferencias y en cierto grado análoga a la modularidad minimalista. De hecho, esa modularidad minimalista se replica mediante recursos de reiteración sistemática, catalogando y registrando con formatos regulares motivos específicos del paisaje, ya sean silos, ruinas o viviendas prefabricadas. Estas configuraciones modulares y reiterativas necesitan una determinada estructura de montaje o un soporte, como el cuaderno o el libro, que permita expresar una sucesión de sutiles discrepancias sobre el canon al que apuntan como manifestaciones tipológicas. Por tanto, el recurso del libro o de la publicación resulta consustancial al propio método de trabajo, que adquiere la vaga resonancia de los cuadernos de campo. El efecto de fusión con esa realidad se verifica en la predilección de estos artistas por los objetos híbridos entre 3. Baqué, Dominique, La fotografía plástica. Un arte paradójico, Barcelona, Gustavo Gili, 2003, pp. 100-101.

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los que el libro o la inserción en prensa serán opciones vinculadas con la disolución del objeto artístico. La desafección del momento estético será otra de las características de estas imágenes que se integran en el discurso de la indiferencia, en el uso de una fotografía torpe en sus características técnicas y estéticas que imitan las fotos de catálogo de las inmobiliarias. Aunque una o dos fotografías indican en cierta manera un reconocimiento de los criterios de la fotografía artística, o incluso fotografía de arquitectura, (por ejemplo, 22014 Beverly Glen Blvd.), la mayor parte de ellas parecen disfrutar mostrando una rigurosa serie de lapsus genéricos: una relación incorrecta del objetivo con las distancias del sujeto de la foto, falta de sensibilidad ante el momento del día y la cantidad de luz, reencuadres excesivamente funcionales, con escisiones abruptas de objetos periféricos, falta de atención sobre el personaje específico que se está representando; en resumen, una interpretación jocosa, una imitación casi siniestra de la manera en que “la gente” reproduce imágenes de sus moradas4.

En esta nueva conciencia sobre la condición política del paisaje no se está subvirtiendo en realidad el concepto de lo pintoresco, sino que se está siendo rigurosamente fiel a su matriz conceptual, a su programa histórico, en este caso, adaptado a las políticas del territorio contemporáneo y al

4. Wall, Jeff, “’Señales de indiferencia’: aspectos de la fotografía en el arte conceptual o como arte conceptual” en AAVV, Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Barcelona, MACBA, 1997.

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suplemento documental que proporciona la fotografía. Por tanto, cuando se interpreta la obra de Smithson sobre los monumentos de Passaic como una ironía sobre lo pintoresco se cae en el error de reducir esa categoría a la idea de que se basa en lo que pueda ser motivo de ser recogido por una imagen y, por tanto, digno de ser representado. Con ello se olvida que la característica más radical de aquella categoría estética del siglo xviii, y que tal vez asumen los artistas contemporáneos, es la de devolver una imagen de lo real en su vertiente más extrañada y concreta. En esto, la idea de lo pintoresco podría muy bien enlazar con esa otra familia de conceptos estéticos propios del siglo xx que transitan entre el extrañamiento y lo siniestro, entre las descontextualizaciones y las desautomatizaciones. Estas imágenes se ofrecen, así, como ilustraciones inquietantes de los nuevos modos de vida instalados en cierta amnesia contemporánea, a los que corresponderían ciertas formas de mirar y producir imágenes. En este aspecto, de nuevo, los mecanismos descontextualizadores de esas escenas de lo cotidiano se integran en un programa que, visto con la debida distancia, aparece con sorprendente coherencia. La fotografía no ha hecho sino ubicarse en un lugar privilegiado desde el que mirar la ruina contemporánea como estructura constitutiva de nuestra experiencia del tiempo. En la idea de paisaje está implícita una distancia, la que hace que los personajes ubicados en el lugar sean suficientemente distinguibles como “agentes en un espacio social”. Esto se consigue mediante el despliegue de algunos dispositivos precisos de encuadre y enfoque. En ello, el po-

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sible humanismo de la tradición paisajista estaría obligado por las determinaciones biológicas de la visión. El ojo humano finalmente se revela clásico en la distancia que ha de tomar ante las cosas para poder verlas. Las ideas de Wall acerca del contenido político en la escala del paisaje se ven confirmadas de forma paradigmática en la obra de Andreas Gursky y de otros fotógrafos alemanes discípulos de los Becher como Thomas Struth, Thomas Ruff o Axel Hütte. En el contexto de una configuración globalizada del paisaje contemporáneo el testigo de este paisajismo americano es retomado en Europa. Algunas de las obras de la fotografía alemana de los noventa serían un inmejorable ejemplo de ese desbordamiento de la escala cuando la imagen se fuerza por medios técnicos a una visión panorámica y completa de los nuevos paisajes. La tensión entre los continentes espaciales y la figura humana o la mercancía que hormiguea dentro de ellos responde a la propia experiencia actual de hipertrofia productiva o arquitectónica.

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ECONOMÍA DE LAS VISTAS

En el sistema económico del mercado inmobiliario las vistas se pagan. Se paga el acceso a un panorama privilegiado sobre el mar o sobre un valle, o sobre parajes naturales de alto valor ecológico y, también, sobre zonas urbanas cargadas de historia situadas en cascos antiguos de las ciudades. Sin embargo, la propia construcción de estos inmuebles cuando son de nueva planta, y a veces la conversión de los que había en vivienda o en lugar de trabajo particular, introduce una paradoja estética y política al privatizar su disfrute e instalar un enclave ajeno a la identidad simbólica del lugar. Al ubicarse en el espacio reservado para la naturaleza o la historia, que en esto operan con análoga carga de valor económico, contaminan lo genuino que le otorgaba su condición de materia prima inalterada. La escena se ve comprometida por el mirador, por la propiedad sobre el punto de vista. Al quedarse a vivir allí, donde solo debieran habitar las águilas o los autóctonos, los colonos se convierten en devaluadores del que fuera un paraje auténtico en su propio sistema de atribuciones. Habría entonces una paradoja implícita en el hecho de ocupar un entorno exclusivo, puesto que al hacerlo merma la pureza de las vistas que le otorgan exclusividad. En ello, se manifiesta con toda su fuerza la contradicción a la que aboca el

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sujeto romántico en materia de construcción de imágenes. El sujeto que mira, y se mira mirando, es parte del paisaje, aunque se sienta omnisciente. Si a ello se suma la necesidad de habitarlo, de construir en él un espacio propio, la autorreferencialidad y la paradoja en la relación colonial con el entorno redobla su apuesta. En esta versión arquitectónica del habitar la tierra, de resonancias heideggerianas, la morada y la mirada se alían para desnaturalizar un territorio. Pero se tratará, además de todo ello, de un problema asociado al privilegio como sobreposición, como adquisición de una cierta altura (concepto que también jerarquiza el mercado inmobiliario), de una atalaya o un lugar, en definitiva, para mirar desde arriba. Esta relación económica con el paisaje y con la mirada, por otro lado, concita una disociación entre la voluntad de aislamiento y la necesidad de protección. Los habitantes del nuevo enclave han querido que sea exclusivo, poco frecuentado, virgen al menos hasta su llegada; pero eso mismo suscita un miedo en el que está en juego el privilegio adquirido. Se busca, por tanto, un asentamiento diáfano, un lugar sobre el resto, con vistas a una lejanía que nos separe de cualquier otro núcleo habitado, o solo rodeado de unos pocos más que acceden al círculo de exclusividad. Pero, al buscar esa preferencia se activa el miedo a perder el propio privilegio adquirido, tal vez por la vaga conciencia de que haya podido ser usurpado a un entorno que no nos pertenecía. Todo ello desplegará un conjunto de recursos para la salvaguarda de la seguridad de los habitantes. En la medida en que buscamos lugares aislados, nos sentimos al mismo tiempo vulnerables al asalto de nues-

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tro privilegio. Esto propiciará una nueva actividad económica en los mercados de la protección de la propiedad privada. Esta contradicción implícita del habitar desde la mirada o desde una posición paisajística ha tenido innumerables derivas. Algunas de las consecuencias de estos procesos urbanísticos, bajo diferentes formulaciones recurrentes, han sido objeto de debate en la política más actual, dado que el centro de la crisis financiera iniciada en 2008 afectaba al derecho a la vivienda. Sin embargo, no ha sido un freno para los procesos especulativos que incidían en entornos naturales. La amenaza urbanística sobre los parques naturales demostraría precisamente esta paradoja, por no decir, el absurdo del empeño de colonizar con campos de golf y urbanizaciones de lujo lugares reservados en el contexto del propio marco legal que trata de conservar paisajes de valor colectivo. Construir sobre zonas reservadas resulta rentable porque el precio de venta inicial se dispara ante la perspectiva de una exclusividad, pero, en el mismo momento, el hecho de hacerlo las deteriora. Esta política de tierra quemada define perfectamente el sentido de la explotación paisajística, porque lo que se busca es el rendimiento que corresponde al plazo de deterioro que inaugura el propio proyecto urbanístico. Después será propiedad de otros, lo que constituye una operación a corto plazo que implicaría, incluso, un menoscabo de las propias expectativas a largo plazo de los compradores. Mientras tanto, se multiplican las urbanizaciones sometidas a paralizaciones cautelares o a derribos ordenados por los juzgados, rectificaciones que son consecuencia del tanteo de los límites del patrimonio colectivo que fuerzan el marco le-

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gal con la esperanza de hacer prevalecer los hechos consumados. Con ello, no solo se corrompe el entorno natural, sino también el propio marco legal como patrimonio colectivo. Versiones atenuadas de esta colonialidad interna se dan en otros muchos enclaves bajo el amparo del marchamo legal de la sostenibilidad que otorgan las administraciones públicas que, en algunos casos, venden los suelos y los paisajes mediante el mágico instrumento de la recalificación. Esto ha sido así tanto en los procesos de especulación inmobiliaria, como de la colonización como fenómeno intercultural, que, en un plano íntimo, se solidarizan como parte de un mismo deseo de expansión y dominación. Sería bienvenido que, desde una perspectiva histórica, conceptual o teórica, se afrontara un análisis más centrado en la coimplicación entre los mecanismos neocoloniales y la especulación inmobiliaria. De la misma manera, sería oportuna una revisión de la cultura del paisaje desde la perspectiva post y decolonial. A veces, lo obvio pasa desapercibido. En todo caso, lo que se manifiesta en la depredación territorial bajo el deseo de las vistas privilegiadas es un malestar con el habitar masificado, con la convivencia y con el vecindario. En realidad, el problema subyacente afecta a la dimensión de lo colectivo y de lo público, y, por tanto, a una premisa que se encuentra en la médula de lo político en la necesidad de cohabitar. Cuando los ventajistas obtienen el privilegio del punto de vista sobre el mar o sobre la montaña, exhiben esa dimensión misantrópica que, siendo sinceros, nos afecta antropológicamente como una dialéctica entre dos necesidades de la cultura occidental que hay que equilibrar, la de una distancia social

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suficiente para salvaguardar la integridad individual y la de la gestión de lo común. Para sortear este problema, la explotación de estos espacios debe hacerse todo lo masiva que permita el valor del punto de vista, donde este debe ser garantía del valor económico, pero sin llegar a diluir la sensación de privilegio del comprador. El lugar donde mejor se resuelve esta contradicción es en los proyectos urbanísticos con vistas al mar, y por ello los litorales mediterráneos han sido incansablemente urbanizados. Allí, el horizonte que define el agua permite conjurar el problema, porque la dirección frontal de esa mirada tiene por delante un infinito juego de matices entre el cielo y el mar en la versión más elemental del paisaje perfecto. En este asunto, solo habría que hacer un análisis de los procesos de ocupación de la costa mediterránea en España en clave estrictamente paisajística, donde se concentren las miradas arquitectónicas, sociológicas y estéticas más allá de la lamentación sobre lo mal que se han hecho las cosas. Lo cierto es que, al construir hileras de edificios que miran al mar se conjuraba al menos en parte el problema de un bloqueo de la perspectiva. En esta nueva jerarquía, el pie de playa marcaba el punto de partida: lo que viniera detrás era una escala de accesibilidad ordenada de modo claro en medio del caos de las promociones febriles de inversores inmobiliarios. Una vez que se ha cumplido con la condición de estar en primera línea de playa, que proporciona la verdadera representación del privilegio, lo multitudinario que sea el vecindario importará menos. Al fin y al cabo, los demás quedan atrás. En efecto, los vecinos son numerosos en esos apartamentos, ya sean pro-

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pietarios, inquilinos o turistas. Sin embargo, el mar ordena sus miradas y su jerarquía habitacional. Así es como esta distancia con un horizonte inabarcable democratiza el sublime, pero refuerza la sensación de privilegio. Esta realidad de la depredación urbanística contrasta con los ideales de la arquitectura moderna, que en varios de sus representantes más destacados se manifestó como el intento genuino de establecer un diálogo con el entorno natural desde ciertas premisas de respeto paisajístico. La obra de Frank Lloyd Wright sería un ejemplo paradigmático de ello, y su célebre casa de la cascada situada en el paraje Mill Run, en Pensilvania, la residencia Kaufmann terminada en 1939, representa desde entonces casi un enclave mítico de la voluntad de una arquitectura orgánica, a su vez, sometida a las mismas tensiones entre lo invasivo y la demanda de la propia construcción privada. Tanto Wright como otros muchos representan, en cierto grado, la primera generación de arquitectos que incorporan la integración de la construcción en los entornos en los que se ponían en práctica recursos destinados a la sostenibilidad con una perspectiva de futuro. La integración de la arquitectura en la agenda de cambios programáticos de la conciencia ecológica vendría a reinterpretar la construcción como una operación osmótica con el entorno y con los accidentes geológicos, ecológicos y ambientales de los lugares en sus desarrollos posteriores, cuando la necesidad de adaptación a las consecuencias destructivas de nuestro propio habitar el mundo se hicieron patentes a través de la climatología. Sin embargo, la casa de la cascada no deja de ser una elegante forma de colonización del paraje, pero el fondo

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sobre el que contrastan estas buenas intenciones sería muy distinto si atendemos seriamente a las estadísticas de la proliferación de proyectos urbanísticos en la actualidad. La arquitectura sostenible queda, en cierto grado, asociada a otro de los avatares del privilegio, destinado sobre todo a casas o museos de lujo, mientras la gran mayoría de las construcciones continúan ejerciendo presión sobre los territorios como una derivada de los procesos especulativos de la economía, que encuentra en el derecho a la vivienda y en las necesidades habitacionales de una demografía desbordada una obvia fuente de explotación. Los desajustes y desviaciones de estos grandes proyectos de urbanización del suelo, los intentos con frecuencia fallidos de forzar el marco legal para ocupar espacios de privilegio y privatizar el patrimonio colectivo desde la gestión de una economía de las vistas, dejan, en su devenir tentativo y caótico, su propio paisaje inacabado y sus “ruinas modernas”, como apunta el proyecto de Julia SchulzDornburg, por poner un ejemplo de lo que sería una vía de reflexión artística actual sobre estos procesos. Los rastros de los intentos de planificación marcan los destinos inciertos de la nueva óptica paisajística sobre la base de la conciencia ya adquirida de los espacios baldíos, de la sensibilidad de los lugares que habían detectado los nuevos pintoresquistas. Pero lo que aquí queda es una huella territorial inquietante, excedentaria y ruinosa. El abandono de proyectos completos de urbanización o el trazado de carreteras sin destino que debían llegar hasta las puertas fantasmales de casas nunca construidas, rotondas infinitas o caminos sin salida serían algunos de los rastros de esta depredación que los fotógrafos

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actuales han registrado en proyectos sintomáticamente coincidentes que van a dar cuenta de este particular escenario de la crisis en el caso español. Mattias Qviström ha apuntado la idea de que la memoria de las intervenciones y de la planificación y construcción deja una huella específica en el paisaje. Por su cuenta, los artistas han convertido en parte de sus motivos y de los conceptos paisajísticos asociados al absurdo de la construcción especulativa una descripción de esa huella. Todo paisaje se desarrolla bajo la sombra de actividades e ideales anteriores. La interacción entre la planificación espacial, las representaciones del paisaje y el uso del suelo en cada momento de la historia deja un legado: una línea trazada en el suelo, un croquis del terreno, un párrafo en un documento legal o una práctica cotidiana que se convierte en un uso consuetudinario, que sigue influyendo en el futuro del paisaje1.

Además de la estratificación que requeriría de esa memoria arqueológica del paisaje, Qviström sugiere que el propio paisaje es una construcción desde esas capas de tentativas de planificación y uso. Esos senderos trazados por el caminar habitual de los viandantes o de los habitantes del entorno en los parterres de césped que obligan a rodeos innecesarios serían una prueba simple y fácil de comprobar esto. En ello

1. Mattias Qviström, “Shadows of Planning: On Landscape/planning History and Inherented Landscape Ambiguities at the Urban Fringe.” Geografiska Annaler: Series B, Human Geography 92, no. 3 (2010), pp. 219-235.

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se acoge un nuevo tipo de inscripción cuando se trata del territorio, entendiendo este como el resultado de una implícita apropiación y un cierto ejercicio de dominio o control de una porción de la superficie terrestre de cuya salvaguarda y defensa derivará una forma política de ocupación en la que interviene lo legal y lo ilegal. De ello no podría excluirse la idea de pertenencia o arraigo que decantan las propias costumbres humanas vinculadas con los lugares. Las marcas y los trazados dibujan literalmente sobre el territorio esta dimensión transformativa y temporal del paisaje. Estas incisiones también pueden reconocerse con claridad en las perspectivas cenitales propiciadas por las tecnologías vía satélite y que se convierten en dibujos sobre la superficie terrestre derivados de los intentos de parcelación, planificación y urbanización del suelo. Esta dimensión inscriptora del tratamiento territorial de los espacios habitados implicaría un elemento de transformación no exento de cierta violencia que se traducirá en distintas ópticas del paisaje. En cierta medida, lo que se representa en algunas de estas imágenes no es solo la huella sino también la cicatriz territorial, la pulsión invasiva y colonizadora de un modelo económico. Sin duda el más conocido y citado proyecto artístico en la reacción a estos procesos de dibujo territorial es Nación Rotonda. El proyecto colectivo formado por Miguel Álvarez, Esteban García, Guillermo Trapiello y Rafael Trapiello nace en 2013 como una plataforma online donde almacenar un “inventario visual del desastre urbanístico español de los últimos 15 años”, según su propia presentación. Esta definición será uno de los pocos aportes textuales que acompañan

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el proyecto, ya que junto a las imágenes no aparece ninguna descripción excepto la fecha y el lugar. Se sigue así una estrategia de apropiación fotográfica que recoge imágenes vía satélite obtenidas a través de internet, y se caracteriza por mostrar el antes y el después del territorio en un determinado intervalo de tiempo, entre diez y quince años, para poner de manifiesto la expansión de las promotoras inmobiliarias y los paisajes absurdos y paradójicos que han quedado tras su crisis. La plataforma online presenta un mapa interactivo donde se marcan con un punto rojo cada uno de los lugares que han protagonizado alguna de las entradas que periódicamente el colectivo iba publicando en la web. Para conocimiento del lector, dicho intervalo siempre aparecía indicado junto al nombre del lugar. Estas imágenes responden a la misma tipología: ortofotos y fotografías aéreas que colocan al espectador en una perspectiva alejada que le permite comparar y analizar el cambio sobre el territorio. Aunque en un principio surge como una página web, posteriormente la editorial de libros de fotografía PHREE publica el Libro Rotondo, obra que mezcla diversos tipos de imágenes en el discurso y que usa el diseño y la puesta en página como estrategia para señalar los excesos que representan el ámbito de su estudio. De nuevo, el soporte libresco participa de estos cuadernos del territorio que señalarían una vía de desarrollo clara del paisajismo contemporáneo. La obra impresa se presenta como la materialización de un discurso visual de acumulación de huellas: “Inventario visual del cambio de uso del territorio español en los últimos quince años, los de la burbuja inmobiliaria. Un re-

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corrido crítico por los desarrollos urbanísticos de España”. En este caso, el poder icónico de la rotonda como huella circular sobre el territorio, como forma de articular el perímetro y la distribución de parcelas cuya construcción no llega a hacerse, sirve para un ejercicio de arqueología irónica suficientemente reveladora. En este punto, la consideración de lo territorial, amparada por los sistemas tecnológicos de visualización cenital a través de las imágenes de satélite, es una reapropiación de materiales fotográficos de acceso libre cuya mera yuxtaposición sugiere un relato implícito. El fenómeno de la rotonda, como configuración de un modelo de movilidad estrictamente asociado al automóvil, y las formas reticulares que quedan después de una planificación errática, apresurada y finalmente inconclusa, aboca a un catálogo de dibujos que son huellas o cicatrices sobre el territorio, aunque esas ortofotos se combinen con imágenes a ras de suelo y recursos gráficos que ayudan a enfatizar el fenómeno. Los aportes ornamentales y escultóricos con los que algunos de estos espacios muertos se decoran, los circuitos de carreteras con nodos y conexiones cerrados en sí mismos que conducen a ninguna parte, el asfalto parcialmente invadido por una naturaleza que lentamente recobra su espacio, son parte de la iconografía que está plenamente conectada con los otros proyectos. En el caso español esta dualidad se traduce en una crítica sobre las huellas de la especulación inmobiliaria, cuyos sinsentidos dan un sesgo irónico a las imágenes, las arman como elementos críticos. El fenómeno de la burbuja inmobiliaria que da lugar a este nuevo paisaje no fue resultado de

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un colapso repentino. En décadas anteriores la liquidez de capitales y la disponibilidad crediticia inyectada por la banca internacional y gestionada irresponsablemente por la española —política económica amparada por dos legislaturas de gobiernos liberal-conservadores— facilitaron el acceso generalizado a bienes inmuebles y disparó la inversión en grandes infraestructuras por parte de las administraciones locales. La generosa y apresurada tramitación de los préstamos consiguió que el crédito hipotecario se multiplicase por once, dando lugar a un cambio de tendencia en el endeudamiento del país, que pasó de la deuda pública a la familiar. En el año 2000 los hogares españoles disponían de un superávit de 9.000 millones, y en 2007 alcanzaron una necesidad de financiación de 23.000 millones según algunos informes2. La rápida urbanización del territorio español como sustento de la economía se había visto impulsada por el desarrollismo franquista a través de medidas como la Ley del Suelo de 1956, con la que se apostó porque todos los españoles tuvieran vivienda en propiedad. Tiempo después, y bajo esas condiciones decantadas tras la década de los noventa y hasta 2008, los pequeños ahorradores adquirían viviendas con la intención de obtener un beneficio a medio plazo. Muchas familias y pequeños inversores se hacían con inmuebles pensando en su venta posterior en un contexto de previsible revalorización ante la escalada de precios propiciada por las

2. Rodríguez López, Emmanuel, e Isidro López Hernández. “Del auge al colapso. El modelo financiero-inmobiliario de la economía Española (19952010)”. Revista de Economía Crítica, Nº12, (segundo semestre 2011): pp. 39-63. ISNN 2013-5254.

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políticas fiscales. El precio de las viviendas durante la burbuja inmobiliaria se incrementó anualmente un 30% entre 2002 y 2008. Pero podríamos actualizar estas escaladas para comprobar que el proceso no parece haberse detenido tras el colapso financiero. Mientras tanto, las administraciones locales han competido en la construcción de grandes infraestructuras culturales y de transporte; y algunos empresarios creaban nuevas ciudades artificiales como complejos residenciales vinculados con otra de las grandes bases de la economía española: el turismo. Como es sabido, este escenario sería el que se interrumpe temporalmente con la crisis del 2008, a su vez, atajada con retardo por las administraciones posteriores del Partido Socialista dado que, en los años 2005 y 2006, en los que ya gobernaba, el número de viviendas construidas en España fue de 729.000 y 863.000 respectivamente. Las casi 800.000 nuevas viviendas visadas en 2005 igualan al número de la suma de las construidas en Reino Unido, Francia y Alemania3. En el proceso, un nuevo paisaje se añade al ya sobreexplotado turísticamente de la España de los ochenta. Estos datos se traducen en situaciones nuevas, como que nunca antes se hubiera urbanizado tanto suelo ni construido tantas viviendas en España. De modo que, en el imaginario paisajístico de la España turistizada de otras épocas, aparecían nuevos elementos vaciados del contenido con el que fueron proyectados. 3. Observatorio de la Sostenibilidad en España. Cambios de ocupación del suelo en España. Implicaciones para la sostenibilidad. (2006). Madrid: Mundiprensa Libros, S.A., DOI 10.13140/2.1.1897.1524

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El resultado del colapso de esta situación económica fue la parálisis de muchos de los proyectos inicialmente aprobados en esas administraciones locales y la aparición de una nueva modalidad de paisaje en el que proliferan las urbanizaciones-fantasma, aeropuertos vacíos y nunca utilizados, construcciones inacabadas en las periferias urbanas y ruinas prematuras. Buena parte de estos nuevos escenarios fantasmales contenían en sí mismos un relato implícito sobre el trasfondo socioeconómico que los había provocado, pero, del mismo modo, ofrecían una oportunidad única para reaprovechar las resonancias metafísicas y surrealistas propias de los lugares que han perdido su función, o que ni siquiera han llegado a ser habitados y quedan como huellas territoriales a disposición de una mirada crítica como la que han venido ejerciendo algunos artistas y fotógrafos actuales. En este punto, la coincidencia de las poéticas fotográficas en el substrato de una reinterpretación de la ruina urbana y en otros modelos iconográficos asociados al territorio adoptaba un nuevo significado en el contexto específico de la España posterior a la crisis de 2008. Encontramos buenos ejemplos de estos escenarios en el ya citado proyecto Ruinas Modernas. Una topografía de lucro, el libro publicado en 2012 por la citada Julia SchulzDornburg4. Como en otros proyectos de estas características que tratan de catalogar elementos de una misma tipología, el planteamiento es sistemático y se enmarca, además, en la idea del paisaje social representado por Lewis Baltz, Robert Adams y Stephen Shore. En el inventario de imáge4. Schulz-Dornburg, Julia. Ruinas modernas. Una topografía de lucro. Barcelona: Àmbit, 2012.

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nes podemos constatar una serie de hitos de la construcción especulativa que da como resultado el abandono de estructuras y elementos arquitectónicos no terminados. Una suerte de ficha técnica de cada uno de los enclaves estudiados, fechas, variables cuantitativas y estadísticas generales de los territorios como el número de habitantes, así como planos y fotografías aéreas de la zona, sirven como preludio de la selección de fotografías aportada por la artista. Por su parte, Instant Village es un proyecto fotográfico iniciado en 2010 por Simona Rota, diseñado en tres fases que concluyen en 2016, que gira en torno a los distintos usos que se han hecho del territorio en las Islas Canarias. En el texto que acompaña al proyecto se explica que la elección de este territorio como protagonista del conjunto de imágenes se basa en las características económicas y geográficas que han definido el lugar. Las Islas Canarias son un territorio que depende en mayor medida del turismo como actividad económica y eso ha propiciado que haya sido objeto de una creciente presión y especulación territorial en su desarrollo desde los años sesenta hasta la burbuja inmobiliaria de las últimas dos décadas. Al tratarse de un territorio insular, el recurso natural más preciado es precisamente el terreno, lo que ha creado una topografía de la “banalidad corrosiva”, como la define Rota. Ambos proyectos presentan caracteres comunes que interpretan las distorsiones de ese paisaje con recursos formales análogos, propios de la nueva configuración de esa mirada fotográfica de ambas autoras. El principal enlace entre estos aspectos se centra en el efecto constructivista de la

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estructura arquitectónica inacabada, un efecto que no elude la resonancia formal del movimiento artístico parodiada en cierto modo bajo las nuevas condiciones con las que la fotografía visibiliza el fracaso constructivo que aquí se registra. Esta vaga asociación estética con elementos inscritos en la modernidad arquitectónica y artística se transfiere ahora a encuadres cuidadosamente seleccionados con los que la imagen se articula a partir de las ruinas. En ello subyace la oscura alusión a esa modernidad que tanto en términos artísticos como en políticos recuerda un cierto halo del fracaso de los grandes proyectos utópicos del siglo xx, desde las vanguardias a la arquitectura moderna. Sería, por tanto, una suerte de estética de lo inacabado, del esqueleto arquitectónico y fallido que adopta una silenciosa pero elocuente capacidad de denuncia ahora recuperada de modo paródico. La modelización fotográfica del entorno, por tanto, se sirve de una retórica documental del paisaje, con altas líneas de horizonte, por ejemplo, en el caso de Schulz-Dornburg, puntos de fuga diagonal, estructuras recursivas que se reiteran en el horizonte y parajes que muestran el abandono de una arquitectura en la que está ausente la figura humana. En una combinación de soportes multimedia también Hans Haacke ha señalado los mismos conflictos estético-políticos que configuran el territorio depredado de la España posterior a la crisis. Invitado en 2012 por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía con motivo de una exposición que alternaba un enfoque retrospectivo con intervenciones de nueva producción, el artista germano-estadounidense propone la instalación Castillos en el aire. El título contiene

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casi una ingenua moraleja sobre lo que había ocurrido en España desde tiempo atrás en el mercado inmobiliario. El origen de la propuesta resulta vagamente anecdótico y plantea coincidencias con ciertas disposiciones pintoresquistas que reconoceríamos en esa mirada, en su caso lanzada a través de la ventanilla del taxi en el trayecto por el nuevo paraje desconocido que hace saltar la alarma de lo extraño. En uno de los primeros recorridos que realiza desde el aeropuerto hasta el museo durante los preparativos de la exposición, Haacke se da cuenta de que atraviesa una barriada con árboles, calles, farolas y bancos en la que, sin embargo, no hay una sola persona, ni parece haber una sola casa habitada. Tras investigar y probablemente ser asesorado descubre que la política económica española había convertido algunas zonas de la periferia de Madrid en barrios fantasma. Su búsqueda le lleva hasta el Ensanche de Vallecas, un entorno paradigmático de este fenómeno. A partir de ese momento, Haacke ve una clara oportunidad de inserción en el contexto local de su nueva exposición, al modo en que había desarrollado buena parte de sus obras anteriores enraizadas en los conflictos detectados en cada lugar de trabajo. En esta ocasión, la propuesta le permite revelar las contradicciones internas de un capitalismo depredador que han quedado de manifiesto en amplias áreas del paisaje urbano de la ciudad anfitriona de su nueva exposición. El proyecto, que implementa estrategias que son parte de sus procedimientos habituales, reúne escrituras inmobiliarias de hipotecas, documentos que muestran los procedimientos para la obtención de un crédito o un título de propiedad, planos, documentos audiovisuales de sus re-

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corridos por estas áreas y fotografías de las estructuras de los edificios, rotondas y calles vacías, además de las placas con los nombres de éstas, dedicados a los principales movimientos artísticos del siglo xx como si se tratara de una ironía involuntaria de los gestores urbanísticos. La presencia de Haacke en Madrid en 2012 y su propuesta para el MNCARS son una reacción crítica coincidente con el conjunto de propuestas que ya venían desarrollándose entre otros artistas de la periferia española. Todos ellos detectan desde diferentes contextos esta paradoja paisajística. Entre 2010 y 2016, numerosos proyectos muestran una sorprendente similitud y se constituyen en una modalidad de registro fotográfico que atraviesa varias de las poéticas conceptuales. El caso de Haacke parecería confirmar cómo esos modelos fundamentados en el arte de concepto se reubican ahora ante estos nuevos paisajes encontrados, y permite entender la continuidad lógica de estas propuestas con las experiencias que algunos de los artistas de aquella generación activa en los sesenta y setenta del siglo xx. El proceso que da sentido a estas imágenes de paisaje, que se podría traducir hoy en los datos de una crisis económica, proporcionaba también una nueva gama de signos estéticos que se insertarían en un imaginario que la fotografía ha incorporado a su discurso. En la clasificación de los datos derivados del proceso podemos establecer tres vías que describen la recepción de este escenario social en el campo artístico: la reinterpretación de la ruina como figura estética en el contexto irónico de los restos dejados por la crisis; la modificación del punto de vista desde el clásico paisajismo horizon-

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tal hacia la incorporación de perspectivas cenitales asociadas a los nuevos medios tecnológicos de acceso público y a una concepción del territorio como fenómeno inscrito en un mapa global; y, por último, la atención a los espacios transicionales y de frontera que sostienen la nueva dialéctica entre el territorio ocupado y el territorio natural. Estos y otros proyectos como los de Xavier Ribas, Nomads (2008); Cristian Rodríguez, Naturaleza difusa (2016); Argider Aparicio, Aledaños, (2012); Ignasi López, Agroperifèrics, (2012) o Blas López Fajardo, Paisaje entrecortado (2012), responderían a estas premisas compartidas. Todos ellos estarían, a su vez, vinculados con la tradición paisajística que hemos mostrado desde los antecedentes históricos de aquellos cuadernos del territorio, y en su conjunto permiten un diagnóstico sorprendentemente homogéneo en cuanto a las respuestas generadas entre artistas contemporáneos en la reinterpretación de una idea de paisaje actualizada en la que se integran algunas de las más importantes tradiciones históricas con las prácticas sociales en torno a la imagen5. 5. Los proyectos mencionados en este capítulo han constituido el objeto de estudio del número especial que la revista Photographies dedicó a la fotografía peninsular en su conjunto bajo diferentes problemáticas actuales: Del Río, Víctor y Gómez Isla, José (eds.): “Photography in the Iberian context”, en Photographies. Taylor & Francis. Volume 13. 2020. En este número especial hacíamos además un diagnóstico específico junto a Susana Delgado de esta nueva escena del paisajismo en España en: Del Río, Víctor y Delgado, Susana: “Traces of the Territory in Spanish Photography since the 1990s” en Photographies. Taylor & Francis. Volume 13. 2020. Una parte de este capítulo, correspondería a este estudio publicado hasta la fecha solo en inglés.

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Todo ello debería integrarse en una reinterpretación de las políticas del paisaje, tanto en sus manifestaciones socioeconómicas como de las respuestas que las prácticas artísticas han podido dar de modo más o menos acertado. En esa tarea, lo artístico no podrá desligarse de la pragmática social de unos usos de la imagen que nos constituyen en el revestimiento con el que operamos sobre los territorios que habitamos hasta el punto de condicionar nuestros proyectos de esa incierta transición ecológica que tratamos de construir incluso a través de ministerios gubernamentales. Lo cierto es que, bajo los nuevos desafíos de la imagen subyacen las estructuras en las que se superponen las categorías estéticas que desde el siglo xviii operan en nuestro imaginario, junto a las más cercanas en el tiempo en la capa de visualidad aportada por las imágenes técnicas y por la estética documental, o más recientemente aún por la generada en el contexto digital. Así es como esa economía de las vistas que genera un impulso de ocupación territorial en el poderoso mercado inmobiliario, jerarquizando los enclaves en los que se asientan sus empresas, devuelve su propia estampa como fracaso del ladrillo cara vista. En una suerte de retorno, los absurdos de la construcción de grandes proyectos y de ciudades para el ocio se convierten a su vez en el resultado de esa paradoja de querer ocupar un lugar como forma de privilegio. El intento de incrustar nuestro habitar en el paisaje como una emanación del propio acto de mirar, que trata al mismo tiempo de perpetuarse como contexto en el que vivir, nos recuerda el vacío y la paradoja de una pretensión imposi-

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ble. Una voluntad de aunar la participación como habitante de una idea de paisaje, la aspiración de fundir los extremos de la autoexclusión contemplativa y de inmersión colonial. Finalmente, esta depredación implícita en la mirada se llevaría a cabo como un acto de conversión de los oasis en desiertos, cuando el resultado del intento de habitar aquellos entornos presuntamente privilegiados arroje el saldo de las ruinas del absurdo. Todos estos fenómenos históricos explicarían, además, la naturaleza compleja de nuestros actuales puntos de vista sobre el mundo y sobre la idea misma de paisaje. Una complejidad en la que intervienen de modo intrínseco los modos de mirar desde las nuevas ópticas, indudablemente tocadas por esa suerte de síndrome de Ícaro que nos eleva hasta las visiones ultracenitales y a las proyecciones espaciales, para constatar la fragilidad de nuestra propia supervivencia en un mundo cuya habitabilidad hemos hecho cada vez más difícil.

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EPÍLOGO SOBRE LA IDEA DE ANTROPOCENO

La aparición del término “Antropoceno” podría considerarse una ironía espontánea exclamada en un congreso por el químico Paul Jozef Crutzen, según su propio relato. Mientras alguien recordaba que el mundo en que vivimos se sitúa en la era geológica denominada Holoceno, el premio Nobel de química apuntó que en realidad vivíamos en el Antropoceno. Implícitamente estaba aludiendo a su propio trabajo sobre la descomposición de la capa de ozono como una de las tempranas alertas sobre el cambio climático provocado por la actividad humana. En el año 2000 Crutzen publicaría junto a Eugene F. Stormer un breve texto titulado “El Antropoceno” justificando el concepto con la pretensión de proclamar, en efecto, una nueva era. El término hizo fortuna y se extendió como una forma de denominar nuestra situación límite porque permitía aglutinar diversos fenómenos por los que una sola especie, el ser humano, estaba llegando a alterar aspectos masivos y elementales como la composición química de la atmósfera, necesarios para la vida en el planeta. Así es como la etiqueta sugerida por los estudios químicos de la atmósfera se superponía a las escalas de la temporalidad geológica, lo que podríamos considerar aquí, a fin de cuentas, como

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una dialéctica eminentemente paisajística. Entre lo que ocurre en los cielos y lo que ocurre en la tierra se instala esta forma de entender un mundo en decadencia. En el pliegue entre ambos planos, el de la química atmosférica con su peculiar temporalidad y el de los tiempos geológicos, se instalaría también una polémica disciplinara que involucraría a las ciencias y a las reacciones culturales y políticas que suscitaba el neologismo. Para una parte de la comunidad científica, especialmente para los geólogos, la imposibilidad de establecer registros estratigráficos en el minúsculo margen temporal que nos corresponde en el transcurso de la existencia del planeta Tierra haría del término Antropoceno una metáfora de orden político que nada tendría que ver con su disciplina. Que el ser humano pueda ser protagonista de una edad geológica resultaría, a los ojos de estos expertos, algo desproporcionado por ahora. Podrían argumentar, de paso, que la proclamación del Antropoceno formaría parte de la misma arrogancia antropocéntrica que habría propiciado el descuido del medioambiente. Parece probable, si se atiende al origen casi anecdótico del término, que la pretensión de Crutzen nunca fuera propiamente hacer de ello un aserto rigurosamente científico en términos geológicos, pero sí acuñar concepto que daría cuenta de un estadio diferente derivado del alto grado de transformación obrada por el ser humano en los últimos siglos. Pero la expansión mediática del término como aglutinante de una conciencia ecológica transversal que conectaba con otras ciencias y con disciplinas diversas en las humanidades, daría

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como resultado su transformación en un concepto cultural. Cuando decidimos denominar Antropoceno a una posible etapa de la vida en la Tierra estaríamos haciendo referencia a los sedimentos de lo cultural en un progresivo deterioro de las condiciones de esa vida tal como existían antes de la expansión industrial y demográfica del ser humano. Una expansión que dejaría una huella irreversiblemente autodestructiva en el planeta. Por un lado, esta visión integraría nuestra existencia, la presencia humana, en una temporalidad geológica que asume parte del cambio cíclico en las condiciones climáticas o medioambientales, por otro, atribuiría a lo humano un factor de destrucción equiparable a otros eventos catastróficos, como el impacto de los meteoritos o los anteriores cambios climáticos. Pero, al mismo tiempo, en el desarrollo cultural y mediático de estos conceptos, fuera ya de los límites impuestos por la enunciación científica, se implica una paradoja análoga a la que se deriva de la autorreferencialidad de cualquier reflexión antropológica. La pregunta es: ¿Desde dónde se enuncian las preguntas y las respuestas teniendo en cuenta que se refieren a nosotros mismos como si fuéramos un fenómeno externo? A ello se suma una dificultad añadida si pensamos en que hay una escisión entre parte del pensamiento ecológico, que defiende una fusión y una interrelación universal entre todos los seres, y la conciencia ecológica mediática, que sigue operando en sus construcciones éticas y emotivas sobre la escisión entre el ser humano y la naturaleza, como si teoría y práctica social actuaran desde premisas contradictorias.

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Al considerar la Tierra como lo otro del ser humano, y a este como un consumidor o instrumentalizador de los dones que proporciona, o en su versión moralmente reprobable, como agresor que deteriora su entorno y artífice de cosas antinaturales, se perpetúa la dialéctica entre cultura y naturaleza a la que algunos de estos mismos discursos culpan ideológicamente del origen del conflicto de convivencia. Pero sería insuficiente pensar que esta cuestión sea una crisis de la malinterpretada y manida Ilustración europea. Más bien, el paradigma subyacente sería de raíz teológica y se vería mucho mejor transparentado en los discursos antropocénicos si acudimos a episodios del Génesis y al relato de otra culpa, la del desacato que nos expulsa de una armonía originaria con el paraíso de la creación. La versión más extrema de esta posición ideológica sería la del Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria, que voltea esta visión del lado del Apocalipsis, y defiende la extinción programada del ser humano para que el planeta Tierra, casi personificado como víctima de una plaga, pueda seguir su curso sin nuestra interferencia. En su deriva cultural, cada vez más cuestionada, la idea del Antropoceno es casi una narración distópica propia del ciberpunk. Es claramente extincionista. Es la concepción imaginada de una huella geológica que correspondería a nuestro paso por un mundo en el que ya no estamos. El estrato que dejamos, es la huella arqueológica de unas criaturas ya ausentes, remotas y culpables de su extinción. En ella, en la idea de Antropoceno, somos el resto de un retrofuturismo. En tanto que evocación imaginaria que se proyecta a esa arqueología del futuro geológico, se comporta bajo la misma pretensión

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del paisaje puro que tiende a excluir cualquier figura de su perfecta configuración horizontal. De hecho, la idea de paisaje que implícitamente pudiera contener el Antropoceno, excluiría incluso al espectador que, paradójicamente, intenta medir el tiempo según las huellas geológicas disponibles. Para cuando culmine la etapa que se designa bajo ese nombre, presumiblemente no habrá espectador humano que constate el paso a un nuevo estadio. Por todo ello podríamos convenir que el concepto mismo constituye una abstracta y futurista evocación del paisaje de la desolación, sería la consagración del desierto como paisaje perfecto, autosuficiente, infinito… Enlaza así con las estéticas que en el devenir contemporáneo de las artes registran la destrucción y enmarcan la dramática e impasible belleza de los vertederos. Tal vez por ello, Dona Haraway, con una ironía implícita en muchas de sus alusiones y figuras literarias, se distanciaba de este término sugiriendo otros alternativos, como el Chthuluceno, que vendría a sortear de forma más profunda y telúrica si cabe la carencia afectiva que se puede suponer si se acude a la geología como fuente de metáforas. A la superación del concepto de Naturaleza que defienden algunos autores del pensamiento ecológico, le corresponderá la superación de lo humano en lo que se ha considerado un nuevo posthumanismo que encuentra en Heidegger un inesperado aliado al que se cita discretamente. En realidad, en la mayor parte de estas teorías subyace un dilema, el de diluir lo humano en un cosmos interconectado, desjerarquizar al animal humano del resto de los vivientes y liquidar el antropocentrismo, o el reivindicar precisamente un humanismo ambien-

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tal o un ecofeminismo que asuma la responsabilidad sobre las consecuencias de nuestras acciones, algo que por otro lado no podrían hacer las otras plagas animales que azotan los ecosistemas. La incidencia de lo humano sobre los ecosistemas del planeta desde las revoluciones industriales es más que patente, y podemos constatar que consumimos recursos naturales sin control y con un efecto extenuante sobre muchos entornos, que en definitiva nuestros modos de vida se vuelven tóxicos para nosotros mismos y para las otras especies que habitan aquí; sin embargo, conviene ser consciente de que el punto de vista que adoptamos en ese lugar de enunciación en el que nos situamos con demasiada frecuencia es una especie de fuera de campo de la escena que describimos, remontándonos a una omnisciencia que imparte justicia en un litigio imaginario y, desde luego, de incumbencia exclusivamente humana. Persiste, por ello, una proyección teológica subyacente en ese punto de vista, tal vez favorecida por la visión extraplanetaria de nuestro mundo. Quizá debamos revisar qué significan las imágenes que creamos del cosmos para nuestras políticas y nuestras éticas actuales. Ese paisaje extraterrestre, esa visión de la Tierra como planeta que se hace visible con la carrera espacial, sería parte del sedimento de un imaginario que entronca con los antiguos relatos sobre los orígenes y que se hace consciente del fracaso de ese progreso que nos permite, solo en apariencia, vernos desde fuera. La ruina del planeta enlaza así con las fantasías sobre la habitabilidad de otros mundos como parte de las nuevas mitologías de la ficción contemporánea.

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Si somos coherentes, desde ese mismo punto de vista geológico o planetario que se esgrime con cierta solemnidad, nuestra presencia sería irrelevante y previsiblemente indistinta de las demás catástrofes que han propiciado la extinción masiva de otras formas de vida en la Tierra. Por ello, en otra posible versión de los hechos, esta oposición es un espejismo, y la humanidad, con todos sus desarrollos tecnológicos sería, en todo caso, parte de las crisis cíclicas que un planeta como el nuestro ha sufrido y seguirá sufriendo con o sin nuestra participación. Según esto, los efectos del paso por el mundo no serían muy distintos de los de una glaciación, y en la medida en que no puede constituirse una conciencia colectiva y unánime sobre ese aspecto, solo cabe esperar el anunciado desastre. Tal vez quienes ven en los usos alternativos de la tecnología una oportunidad para revertir el proceso, y quienes fomentan los consumos responsables de recursos y la automoderación, con independencia de las situaciones coyunturales, puedan ofrecer argumentos más convincentes para detener esa profecía. En todas estas concepciones sobre la relación que establecemos con el mundo nos encontramos con una dimensión que concierne al punto de vista, a la forma de ver el entorno, lo que implica también una responsabilidad como sujetos activos sobre aquello que vemos. Porque a estas alturas, la conciencia ecológica se instala de modo general en sectores de la población que disponen de recursos para una expectativa de vida razonable, es decir, en el mundo privilegiado nacido de aquellas mismas sobreexplotaciones de los recursos. Por ello, el nuevo ecologismo mediático no solo

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es un conjunto de ideas asentadas en nosotros como agentes responsables de una relación con el entorno, sino también, una serie de cauces paradójicamente rentables para el mismo sistema económico que ahora se lucra con su propia mala conciencia. Podría parecer frívolo situar esta cuestión en una suerte de paisajismo contemporáneo, habida cuenta del riesgo galopante que los científicos han advertido de forma mayoritaria; sin embargo, es precisamente el origen representacional de la Naturaleza como concepto humano, (su peculiar estética, o sea el conjunto de manifestaciones aparienciales y sensoriales que la convierten en experiencia colectiva) lo que origina, tanto la vocación depredadora y transformadora, como su retorno en clave apocalíptica. Sabemos que la fascinación contemplativa conlleva un reverso autocontemplativo, y que esa correlación multiplica como un juego de espejos enfrentados nuestro vértigo ante las cosas. Por ello, el paisaje bajo sus avatares específicos en la actualidad resulta ser un núcleo de la autopercepción contemporánea de lo humano, una visión que imperiosamente acaba volviendo sobre nosotros mismos. La urgencia y el drama autodestructivo de una cultura insensible a ese vínculo ontológico con lo natural parece incuestionable en estos momentos. Pero su condición enteramente romántica, es decir, inscrita en lo más profundo de la cultura occidental, es también indudable. Infinidad de síntomas de nuestro comportamiento ilustrarían esta situación, desde la afición por los fondos de pantalla alucinantes y metafísicos de un paisajismo sometido a los filtros cromáticos de nuestro software para la edición

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de imágenes, hasta la proliferación de los documentales de fauna como género televisivo. Este libro ha tratado de analizar algunos de esos síntomas, y ha sido concebido a partir de la reivindicación de los diálogos, y a veces las conversaciones reales, mantenidas con artistas contemporáneos cuyas obras dan cuenta de una mirada que traspasa esas pantallas mediáticas y que recupera el poso de ironía que permite avanzar al menos en la lucidez sobre los problemas que nos superan. En la medida de lo posible, esas complicidades con sus obras y con sus palabras han sido reflejadas a lo largo de estas páginas con referencias explícitas. Pero también es cierto que muchas otras conversaciones imaginarias subyacen en lo que aquí se dice, y esas responden a un agradecimiento del que no siempre se puede dar cuenta con una nota a pie de página. Agradecimientos por legados valiosos con los que seguimos pensando acerca de cosas tan arraigadas como el paisaje en relación a problemas tan inabarcables como la crisis ecosocial.

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¿Por qué hoy todos los paisajes resultan tan perfectos como intercambiables al margen de las preferencias de estilo o las virtudes compositivas de cada imagen? ¿Cómo incide en la conciencia del paisaje la visión extraplanetaria de la Tierra? ¿Cuál sería el paisaje de eso que se ha denominado antropoceno? Este libro aborda la posibilidad de un punto de vista contemporáneo sobre el paisaje. Desde algunos conceptos instalados en lo que aquí se denomina mitología material, a partir de los encuadres y los marcos, los viajes espaciales, las pantallas, las vallas publicitarias, las ficciones subjetivas del viaje, los documentales de fauna o el relato de las previsiones meteorológicas, se abordan nuevas declinaciones con las que lo paisajístico se instala en las concepciones sobre lo que somos y sobre cómo nos situamos ante el mundo.

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