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Diferenciando el canon

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GRISELDA POLLOCK DIFERENCIANDO EL CANON El deseo feminista y la escritura de las historias del arte


GRISELDA POLLOCK Griselda Pollock es profesora emérita de Historias Sociales y Críticas del Arte en la Universidad de Leeds, Reino Unido. Considerada una de las académicas más innovadoras que escriben sobre arte moderno y contemporáneo, en marzo de 2020 fue galardonada con el Premio Holberg en reconocimiento a sus cincuenta años de investigación feminista y poscolonial en historia del arte, estudios cinematográficos y análisis cultural. Su libro más reciente es Killing Men and Dying Women: Imagining Difference in 1950s New York Painting (2022).




GRISELDA POLLOCK DIFERENCIANDO EL CANON El deseo feminista y la escritura de las historias del arte Traducción de Francisco López Martín y Ana Useros Martín


colección

Título original: Differencing the Canon. Feminist Desire and the Writing of Art's Histories Publicado originalmente por Routledge en 1999, 1ª edición (ISBN 9780415067003), autoría/edición de Griselda Pollock © 1999 Griselda Pollock Edita: Producciones de arte y pensamiento SL C/ Juan de Iziar, 5 • 28017 Madrid (España) Telf.+34 914049740 www.exitmedia.net © Del texto, Griselda Pollock, 1999 © De la traducción al castellano, Francisco López Martín y Ana Useros Martín, 2022 © De la presente edición, Producciones de arte y pensamiento SL, 2022 ISBN: 978-84-120832-8-6 Depósito legal: M-15264-2022 Editor: Clara López Editora adjunta: Marta Sesé Revisión y corrección: Juan Albarrán, Jorge Van den Eynde, Clara López, Marta Sesé Diseño gráfico: Jaime Narváez Impresión: Kadmos Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reimpresa o reproducida o utilizada en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico o de otro tipo, ahora conocidos o inventados en el futuro, incluyendo la fotocopia y la grabación, o en cualquier sistema de almacenamiento o recuperación de información, sin permiso por escrito de los editores. Se ha hecho todo lo posible por contactar a todos los titulares de los derechos de autor. La editorial se compromete a modificar/subsanar en futuras ediciones cualquier error u omisión que se les señale por las vías pertinentes.

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte




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DIFERENCIANDO EL CANON

En esta importante obra, la renombrada historiadora del arte Griselda Pollock interviene de modo apasionante en un debate que se sitúa en el centro mismo de la historia feminista del arte: ¿hay que rechazar, substituir o reformar el canon tradicional de los “Maestros antiguos”? ¿Qué “diferencia” pueden establecer las “intervenciones feministas en las historias del arte”? ¿Debemos limitarnos a rechazar la sucesión exclusivamente masculina de “grandes artistas” en favor de una letanía exclusivamente femenina de heroínas artísticas? ¿O debemos desplazar las presentes demarcaciones de género y permitir que las ambigüedades y complejidades del deseo configuren nuestras interpretaciones del arte? Diferenciando el canon se mueve entre relecturas feministas de los maestros modernos canónicos —Vincent van Gogh, Henri de Toulouse-Lautrec y Édouard Manet— y las artistas “canónicas” de la historia feminista del arte, Artemisia Gentileschi y Mary Cassatt. Griselda Pollock evita tanto una crítica sin matices de los cánones masculinos como una celebración incondicional de las mujeres artistas. Recurre al psicoanálisis y a la deconstrucción para examinar las “inscripciones en lo femenino”, y se pregunta cuáles pueden ser los signos de la diferencia en una obra de arte realizada por un artista que es “una mujer”. Pollock sostiene que para entender la diferencia como algo más que el binarismo patriarcal de Hombre/Mujer debemos reconocer las diferencias entre mujeres que quedan configuradas por las jerarquías racistas y coloniales de la modernidad. Pollock recupera el precepto de Gayatri Spivak, según la cual siempre debemos preguntarnos “¿Quién es la otra mujer?”, y explora cuestiones relativas a la sexualidad y la diferencia cultural en representaciones del arte moderno de mujeres negras como Laure en Olympia de Manet y en la obra de la artista contemporánea Lubaina Himid. Griselda Pollock es profesora emérita de Historias Sociales y Críticas del Arte en la Universidad de Leeds, Reino Unido. Considerada una de las académicas más innovadoras que escriben sobre arte moderno y contemporáneo, en marzo de 2020 fue galardonada con el Premio Holberg en reconocimiento a sus cincuenta años de investigación feminista y poscolonial en historia del arte, estudios cinematográficos y análisis cultural. Su libro más reciente es Killing Men and Dying Women: Imagining Difference in 1950s New York Painting (2022).



Para Sarah Kofman Que su recuerdo sea una bendición



Lista de ilustraciones Nuevo prefacio para la edición española Prefacio Agradecimientos

parte i Quemando el canon

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1 Sobre los cánones y las guerras culturales Modelos teóricos para la crítica del canon: ideología y mito Estructuralmente, ¿qué es el canon? La inversión psicosimbólica en el canon o el infantilismo ante los artistas

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2 Diferenciando: el encuentro del feminismo con el canon Tres posiciones Sobre la diferencia y la différance Pensar acerca de mujeres… artistas

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parte ii Leyendo a contrapelo: leer buscando… 3 La ambivalencia del cuerpo materno: re/dibujar a Van Gogh Mujeres agachadas En un estudio detrás de la vicaría de Nuenen Sexualidad y representación

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¿De qué están hablando en realidad? Clase, sexualidad y animalidad Freud, Van Gogh y el Hombre de los Lobos: Mater y niñera ¿Quién está viendo a la madre de quién? El deseo feminista y el caso de Van Gogh 4 Padres del arte moderno: Madres de la invención: Levantando una pierna ante Toulouse-Lautrec Llegada tardía y marcha prematura Humillación y deseo: los registros de la diferencia sexual y social Admirando a papá Cuando lo pequeño no basta ¿El Falo perdido de quién? ¿Quién es el falo? ¿Qué hay en los guantes? Deconstruir el derrière: lo otro físico Mujeres amantes Conclusiones

parte iii Heroínas: situando a las mujeres en el canon 5 La heroína y la creación de un canon feminista: las representaciones de Susana y Judit de Artemisia Gentileschi ¿Ver a la artista o leer la imagen? El feminismo y la historia del arte: ¿qué mujeres? Susana y los viejos Trauma, memoria y el alivio de la representación Decapitación o castración: Judit decapitando a Holofernes 6 Mitologías feministas y madres perdidas: Virginia Woolf, Charlotte Brontë, Artemisia Gentileschi y Cleopatra Un mito feminista del siglo xx: la creatividad asesinada y el cuerpo femenino El encuentro de Lucy Snowe y Cleopatra: la lectora feminista resistente y el cuerpo femenino Madres perdidas: inscripciones en lo femenino: Cleopatra Coda: escenas de violación y Lucrecia

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7 Venganza: Lubaina Himid y la construcción de nuevas narrativas para nuevas historias ¿Una venganza feminista y poscolonial contra el canon? Sobre algunos cuadros de Venganza Pintura histórica Sobre duelo y melancolía Pacto versus terrorismo

parte iv ¿Quién es el otro? 8 Algunas cartas sobre feminismo, política y arte moderno: cuando Edgar Degas compartió espacio con Mary Cassatt en la Exposición en beneficio del Sufragio, Nueva York, 1915 Carta i: Sobre la cuestión de yo y no-yo Carta ii: Sobre el otro social Carta iii: Sobre la jouissance del otro Carta iv: Sobre la mortalidad del otro Carta v: Sobre la exposición con el otro 9 Historia de tres mujeres: ver en la oscuridad, ver doble, como mínimo, con Manet Introducción: Laure, Jeanne y Berthe Berthe Jeanne Laure Conclusiones Epílogo Bibliografía Índice analítico

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Lista de ilustraciones

1.1. Johan Zoffany, La tribuna de los Uffizi 1.2. Faith Ringgold, Bailando en el Louvre 1.3. Richard Samuel, Nueve musas vivientes 2.1. Adelaide Labille Guiard, Autorretrato con dos alumnas 2.2. Angelica Kauffmann, Diseño 2.3. Edmonia Lewis 3.1. Vincent van Gogh, Mujer campesina encorvada, vista desde atrás 3.2. Tarjeta postal con cubiertas de libros 3.3. Jean-François Millet, Las espigadoras 3.4. Jules Breton, La retirada de las espigadoras 3.5. Jules Breton, La cosecha de semillas de amapola 3.6. Camille Pissarro, Bocetos de campesina agachada 3.7. Camille Pissarro, Cuatro bocetos de mujeres desnudas agachadas 3.8. Ernest-Ange Duez, Esplendor 3.9. Jules Breton, La espigadora 3.10. Jules Breton, El ocaso 4.1a. Condesa Adèle Tapié de Céyleran de Toulouse-Lautrec 4.1b. Henri de Toulouse-Lautrec 4.1c. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec 4.2. Henri de Toulouse-Lautrec, Retrato de Adèle de Toulouse-Lautrec 4.3. Henri de Toulouse-Lautrec, Inspección médica en la Rue des Moulins 4.4. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec vestido de escocés 4.5. Henri de Toulouse-Lautrec, boceto de Jane Avril en el Jardin de Paris 4.6. Henri de Toulouse-Lautrec, Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine 4.7. Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine 4.8. Henri de Toulouse-Lautrec, Los guantes de Yvette Guilbert 4.9. Henri de Toulouse-Lautrec, Yvette Guilbert 4.10. Yvette Guilbert 4.11. Henri de Toulouse-Lautrec, boceto de Moulin-Rouge: La Goulue 4.12. Henri de Toulouse-Lautrec, Chocolate bailando 4.13. Henri de Toulouse-Lautrec en una barca con Viaud 4.14. Henri de Toulouse-Lautrec con su madre, la condesa Adèle de Toulouse Lautrec, en Malromé 5.1. Pierre Dumoustier Le Neveu, La mano de Artemisia Gentileschi sosteniendo un pincel 5.2. Artemisia Gentileschi, Susana y los viejos 5.3. Jacob Jordaens, Susana y los viejos 5.4. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, 1612-1613 5.5. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, ca.1620 5.6. Michelangelo Merisi da Caravaggio, Judit decapitando a Holofernes 5.7. Orazio Gentileschi, Judit y su doncella Abra con la cabeza de Holofernes 6.1. Man Ray, Virginia Woolf 6.2. Hans Mackart, La muerte de Cleopatra 6.3. Edouard de Bièfve, La almeh 6.4. William Etty, La llegada de Cleopatra a Cilicia 6.5. Angelica Kauffmann, Cleopatra adornando la tumba de Marco Antonio 6.6. Edmonia Lewis, La muerte de Cleopatra 6.7. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, 1621-1622 6.8. Giorgione, Venus dormida 6.9. Detalle de Artemisia Gentileschi, Cleopatra

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6.10. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, principios de la década de 1630 6.11. Artemisia Gentileschi, Lucrecia 6.12. Rembrandt van Rijn, Lucrecia 6.13. Tiziano, Tarquinio y Lucrecia 7.1. Lubaina Himid 7.2. Lubaina Himid, Entre las dos se equilibra mi corazón 7.3. James Tissot, El astillero de Portsmouth 7.4. Lubaina Himid, Acto primero sin mapas 7.5. Mary Cassatt, En el palco 7.6. Lubaina Himid, Cinco 7.7. Ernst Kirchner, Bohemia moderna 7.8. Dos mujeres en un café 7.9. Man Ray, Gertrude Stein y Alice B. Toklas 7.10. Cecil Beaton, Gertrude Stein y Alice B. Toklas 7.11. Jan Victors, Ruth y Noemí 8.1. Theodate Pope, Mary Cassatt leyendo 8.2. Louisine Havemeyer como sufragista 8.3. Mary Cassatt, Joven madre cosiendo 8.4. Sonia Boyce, Hablan las mayores 8.5. Mary Cassatt, Louisine Havemeyer y su hija Electra 8.6. Elisabeth Vigée-Lebrun, Autorretrato con su hija Julie 8.7. Mary Cassatt, La carta 8.8. Johannes Vermeer, Mujer escribiendo una carta 8.9. Mary Cassatt, En el ómnibus 8.10. Mary Cassatt, La prueba 8.11. Edgar Degas, Las pequeñas sombrereras 8.12. Mary Cassatt, Mujer lavándose 8.13. Mary Cassatt, El beso de la madre 8.14. Mary Cassatt, La caricia maternal 8.15. Mary Cassatt, Leyendo Le Figaro 8.16. Mary Cassatt, Retrato de Katherine Kelso Cassatt 8.17. Fotografía de cuadros y pasteles de Mary Cassatt 8.18. Fotografía de cuadros y pasteles de Edgar Degas 8.19. Detalle de Mary Cassatt, Joven madre cosiendo 9.1. Berthe Morisot 9.2. Édouard Manet, Reposo 9.3. Berthe Morisot 9.4. Édouard Manet, El balcón 9.5. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, óleo sobre lienzo 9.6. Édouard Manet, Mujer tendida con vestido español 9.7. Édouard Manet, La sultana 9.8. Caricaturas de El reposo en el Salón de 1873 9.9. Édouard Manet, Berthe Morisot con sombrero, de luto 9.10. Detalle de Gustave Courbet, El estudio del artista 9.11. Charles Baudelaire, Jeanne Duval 9.12. Fotografía de trabajadoras en la casa número 2 de la rue de Londres 9.13. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, acuarela 9.14. Detalle de Manet, La amante Baudelaire en un diván 9.15. Édouard Manet, Retrato de Laure 9.16. Édouard Manet, Niños en el Jardín de las Tullerías

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Lista de ilustraciones

9.17. Édouard Manet, Olympia 9.18. Instantánea de Imitación a la vida 9.19. Detalle de Manet, Olympia 9.20. Jean-Marc Nattier, Mademoiselle Clermont en el baño 9.21. Paolo Veronese, Judit con la cabeza de Holofernes 9.22. Jean Jalabert, Odalisca 9.23. Léon Benouville, Esther 9.24. Eugène Delacroix, Mujeres de Argel 9.25. Jean-Léon Gérôme, El baño moruno 9.26. Frédéric Bazille, Africana con peonías 9.27. Marie-Guillermine Benoist, Retrato de una africana 9.28. Máscara mortuoria de Saartjie Baartmann 9.29. Caricaturas de Olympia en el Salón de 1865 Julie Manet Julie Manet después de casarse

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NUEVO PREFACIO PARA LA EDICIÓN ESPAÑOLA Escribí este libro, Diferenciando el canon, en la década de 1990, y lo publiqué veinte años después de haber completado junto con Rozsika Parker Maestras antiguas: mujeres, arte e ideología. Rosie Parker y yo habíamos hecho una intervención específica en el emergente proyecto feminista en el arte y la historia del arte. No solo aspirábamos a hacer que las mujeres artistas fuesen plenamente conocidas como parte de una historia inclusiva del arte. Queríamos identificar un problema estructural, al que ahora llamamos sexismo estructural e institucional, que, como el racismo o la homofobia estructurales e institucionales, no va a responder a peticiones educadas para que cambie de actitud. Tras los movimientos Black Lives Matter y MeToo, incluso la prensa y la sociedad en general empezaron a admitir que el problema va más allá de los individuos o de la ignorancia. La palabra canon denomina los relatos oficiales del arte o de la historia que pre-configuran nuestro conocimiento del pasado, del presente y nos designa como miembros de una sociedad cuyas historias e historias del arte son selectivas y exclusivas. A diferencia de Linda Nochlin, quien sostenía que la discriminación institucional en el pasado había impedido a las mujeres y a muchas otras minorías obtener una formación y un reconocimiento artísticos como artistas profesionales, Rosie Parker y yo demostramos que las estructuras más profundas —el lenguaje o la terminología crítica para el elogio y la evaluación del arte, las categorías que se convierten en jerarquías de valoración y las iconografías y representaciones del género y de la sexualidad repetidas por las artes plásticas— producen continuamente, aquí y ahora, las diferencias canónicas. Esos hábitos canónicos, que se repiten performativamente en la Historia del Arte presentada por los museos y enseñada y escrita por los historiadores del arte, son tan profundos y estructurales que se han vuelto invisibles. En 2020 me concedieron el premio Holberg por mi larga trayectoria de creación de historias del arte feministas, postcoloniales, queer, internacionales y sociales. Realicé numerosas entrevistas y la pregunta más frecuente era: ¿han mejorado las cosas? En algunos aspectos menores pude decir que sí. Pero en muchos otros hube de responder que no. En 2019, Julie Halperin y Charlotte Burns (https://news.artnet.com/womens-place-in-the-art-world/female-artists-represent-just-2-percent-market-heres-can-change-1654954) hicieron y publicaron una investigación sobre artistas contemporáneas en el mercado del arte. Descubrieron que en 2019 las ventas en subasta de obras de mujeres representaron menos del 2% de los 196.600 millones de dólares del comercio del arte. De


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ese minúsculo 2%, el 40,7% se gastó en solo cinco artistas: Yayoi Kusama, Joan Mitchell, Louise Bourgeois, Georgia O’Keeffe y Agnes Martin. Cuatro son estadounidenses y solo una es asiática. ¿Por qué esas artistas son ahora inversiones seguras? ¿Cuántos argumentos feministas se necesitaron para llamar la atención sobre ellas para ser después olvidados por resultar demasiado “políticos” cuando esas artistas escogidas se convirtieron en inversiones seguras? El mercado del arte está en auge, en un momento en el que banqueros e inversores descubren un ámbito completamente nuevo para sus prácticas especulativas, creando vastos museos ocultos e invisibles en puertos libres de impuestos en todo el mundo, dotados con unos medios de conservación del máximo nivel y salas de exposición para hacer los tratos comerciales. Sin embargo, la jerarquía de género y el sistema de valores excluyente que las feministas identificamos y contra el que protestamos durante cincuenta años no solo sigue en pie, sino que se ha consolidado en los más crudos términos económicos. Esta estremecedora revelación confirma que el problema no consiste en una posible falta de conocimiento acerca de que las mujeres siempre han creado arte codo a codo con los hombres en todas las épocas y sociedades y de tantas maneras distintas. Nos enfrentamos a un sistema todavía activo que produce continuamente un canon masculinizado, permite brillar a unas pocas excepciones y deja que la gran mayoría de las artistas trabajen en un olvido relativo o con una seguridad económica limitada. Peor aún, nos privan del mundo tal como se ve con la compleja diversidad que los artistas nos revelan. En Diferenciando el canon he explicado lo que es un canon, cómo se forma y cómo se enfrentan las historiadoras feministas del arte a sus diferentes efectos. En un plano más profundo, mi gran pregunta era: ¿qué mantiene en su lugar al canon? ¿Por qué es tan resistente? ¿Quién desea esta versión de nuestra identidad cultural, que ahora vemos inscrita en la versión más grosera del sistema de inversión capitalista? También examiné los efectos del canon en los intentos realizados por las historiadoras feministas del arte de desafiar las versiones canónicas exclusivamente masculinas, blancas y heterosexuales de las historias del arte. ¿Qué influencia tiene el canon en los proyectos feministas? ¿Cómo deforma nuestra imaginación con la tentación de crear heroínas para contrarrestar la denigración sistemática y la constante infravaloración de la creatividad de las mujeres? Las intervenciones feministas en la historia del arte no son operaciones de rescate de artistas olvidadas. De hecho, necesitamos hacer la investigación. En los últimos cincuenta años se han hecho numerosos y valiosos trabajos por parte de brillantes historiadoras feministas del arte que han


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descubierto archivos, han publicado documentos y han recopilado las obras de artistas como Sofonisba Anguissola y Artemisia Gentileschi, ambas reconocidas en la actualidad con exposiciones en los museos más importantes, como el Museo Nacional del Prado en Madrid o la National Gallery en Londres. Sin embargo, existe el peligro de reproducir las formas mismas de historia del arte que son sistemáticamente sexistas y, de hecho, indiferentes a una comprensión real de determinaciones y condiciones sociales que moldean y sustentan creatividades diversas. En este libro propuse dos conceptos: el deseo feminista y la diferenciación del canon. Por una parte, yo deseo —en el plano de una necesidad psicológica profunda, necesaria para ser una persona que se nombra mujer— que se me ofrezca un mundo que dé acomodo y celebre la(s) diferencia(s). Yo deseo entender la complejidad de las masculinidades, las feminidades, las sexualidades, los cuerpos, las psiques, las diversidades vividas, en lugar de que se me ofrezca el modelo uniforme, blanco, patriarcal, masculinista, heterocrático e “indiferente” de la clase privilegiada, con la sexualidad de género como la norma humana. Eso no supone defender a las mujeres como artistas, ya que las mujeres tampoco son una entidad homogénea. El trabajo feminista es interrogar la diferencia, ser sensible a sus significados y valores, leer las obras de arte buscando en ellas el proceso de diferenciación de las normas dadas, las iconografías heredadas, las formas socialmente sancionadas de ser una persona dentro de la diversidad de clase, raza, género y capacidad. Este libro es la demostración de una práctica feminista de lectura del arte con un deseo de comprender que destroza las jaulas de la comprensión modeladas por los patriarcados racistas y capitalistas. Es un manifiesto metodológico y una demostración de una práctica feminista que siempre tiene que cuestionarse a causa de los inevitables puntos ciegos. Incluye dos capítulos sobre artistas que son hombres, con los que se argumenta que las interpretaciones feministas también pueden reconfigurar la idealización y la heroización de los artistas masculinos llevada a cabo por el canon. A continuación, hago una demostración de otra intervención feminista: escapar a las limitaciones de las estrictas cronologías de la historia del arte. Establezco un diálogo entre el desafío radical y la brillante participación de Artemisia Gentileschi en los compromisos del barroco con relatos de intenso dramatismo y complejidad psicológica, y una artista negra británica contemporánea, Lubaina Himid, cuya serie de cuadros titulada Venganza evoca los dramas y mascaradas del siglo xvii creadas en las monarquías absolutistas emergentes de esa época, que fue también la del


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momento inicial de los proyectos coloniales europeos y el comercio de esclavos. Procesos que configuraron la herencia africana y experiencia actual de Himid como mujer negra en la Europa occidental. La última sección del libro se inspira en la agonía de los artistas negros y específicamente de las artistas negras, y en la invisibilidad de sus deseos en una historia del arte que ha sido tan estructuralmente racista como sexista. Diferenciando el canon supone un autocuestionamiento continuo: ¿qué es lo que no estoy viendo? ¿Qué clase de recursos teóricamente enriquecidos y ampliados necesitamos para reconocer lo que nos deja ciegos y sordos ante un mundo de una injusticia tan lacerante? Me baso en ideas psicoanalíticas, según las cuales el sujeto humano es un agente racional, auto-consciente y éticamente responsable de sus propias acciones y un sujeto escindido en su interior y predeterminado por un inconsciente, un depósito de arcaicas e infantiles pulsiones y angustias, deseos prohibidos y odios intensos, un sujeto formado por el narcisismo y el miedo al otro, así como impulsado por deseos que no pueden satisfacerse. Esta comprensión de la mente como psique, uno de los mayores aportes del siglo xx, se desarrolló al mismo tiempo que las teorías estructuralistas del lenguaje, las tesis de Albert Einstein sobre la relatividad y el universo físico, la comprensión materialista de la memoria y la imaginación elaborada por Henri Bergson o el cuestionamiento del Ser propuesto por Edmund Husserl. No es una tesis excéntrica, sino parte del rico abanico del pensamiento moderno. Lo he empleado de manera crítica, porque tiene también su propia exclusividad y su masculinismo, pero es una herramienta vital para el análisis feminista. Por último, al volver la vista atrás a la altura de 2021, cuando este libro está a punto de cobrar una nueva vida en su maravilloso idioma y su exquisita cultura, quiero señalar que lo que todos mis libros tienen en común es la creación de conceptos, conceptos feministas, con los que pensar como feminista: Maestras antiguas, Visión y diferencia, Gender and the Colour of Art, Generations and Geographies in the Visual Arts y Diferenciando el canon. El más reciente y todavía en circulación es Encuentros en el museo feminista virtual. El proyecto continúa, explorando el pasado y recurriendo a todos los conceptos con los que seguir cuestionando y desafiando un mundo que no puede abarcar toda la complejidad y diversidad de la creatividad humana y, por encima de todo, atendiendo a la importancia creativa de la “diferencia” como un principio que mejora el mundo, no como una categoría que nos divide en jerarquías, ahoga nuestras voces y niega nuestras contribuciones a una transformación conjunta de sistemas opresores. La historia del arte parece estar alejada


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de las luchas de muchos para vivir, para llevar una vida soportable, para vivir con dignidad humana, pero no es así, aunque realice su tarea entre las elites de los museos y la economía cultural. Diferenciando el canon forma parte de mi débil lucha para pensar, imaginar y enseñar. Espero que este texto goce de buena fortuna en su nueva lengua y espero que quienes lo lean encuentren en sus páginas recursos para su propia lucha y su propio pensamiento. Las grandes luchas y alianzas inscritas en el pensamiento postcolonial, queer, feminista, internacional y social en la historia del arte, la producción artística y los análisis culturales siguen siendo urgentes, todavía más en unos momentos en que nuestro mundo destruye el planeta con la misma indiferencia hacia todo lo que no sea el beneficio económico que impera en el mercado actual del arte. Como dijo Hannah Arendt, pensar y pensar juntos para hablar y actuar juntos es nuestra obligación. Doy las gracias a los editores y, en especial, a mis traductores por su trabajo para lograrlo. Griselda Pollock, Leeds, 2021



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PREFACIO Este libro plantea la pregunta “¿Qué es el canon?” desde una perspectiva feminista, explorando los problemas que la canonicidad plantea a las intervenciones feministas en el campo de las historias del arte, desde el punto de vista de la exclusividad del canon y también de las interpretaciones y metodologías canónicas. La existencia de un único criterio de valor artístico, absoluto y transhistórico, encarnado por el artista excepcional, ejemplar, representativo y universalista —una cuestión que siempre forma parte del encuentro del feminismo con el relato del arte occidental que ha institucionalizado la historia del arte museística, especializada y publicada— ha planteado problemas teóricos e historiográficos de primer orden. ¿Cómo podrían diferentes narrativas, modelos o identidades intervenir en lo que por lo general se acepta como la historia del arte sin limitarse a confirmar el juego interminable de lo Uno y su Otro? ¿Puede la diferencia de lo “femenino” establecer una diferencia con lo que aprendemos del pasado cultural? ¿Podemos eludir el idealizado Relato de los Grandes Hombres sin anhelar a las Mujeres Heroicizadas? Desde 1971, cuando Linda Nochlin propuso por primera vez la idea de que “la cuestión de la mujer” trascendía el hecho de poner las cosas en su lugar reincorporando a algunas “maestras antiguas”, las feministas se han esforzado en llevar a cabo un cambio de paradigma en la conceptualización de los relatos culturales y las prácticas artísticas que, para Nochlin, era la posibilidad y la responsabilidad del feminismo. Yo soy un producto de ese momento de audacia intelectual y renacimiento político que se produjo en la década de 1960 y cuyo resultado, por primera vez en la historia, sería un número y una densidad suficiente de mujeres dentro de la academia y en profesiones relacionadas con ella, no con el mero objeto de dar lugar a un incremento en cifras simbólicas, sino de crear una revolución teórica y cultural que ha remodelado todas las disciplinas y las prácticas a las que ha llegado. Desde que el feminismo y mi interés académico en la historia del arte chocaron por primera vez, las cuestiones relativas a los motivos por los que las mujeres y el arte se contraponen en la cultura moderna y al modo de interrogar esa estructura discursiva e ideológica ha modelado el trabajo que he realizado tanto dentro de la historia del arte como contra ella. En este libro, que puede leerse como una vuelta al territorio historiográfico y teórico que cartografié por primera vez junto a Rozsika Parker en Maestras antiguas: mujeres, arte e ideología (publicación original de 1978-1981, traducción al español de 2021), propongo una doble estrategia. Valiéndome del prisma teórico del pensamiento feminista contemporáneo, interpreto


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estudios de caso selectos, casi todos ellos procedentes del primer arte moderno europeo, e interrogo representaciones visuales de ese momento histórico, acontecido a finales del siglo xix, para entender el legado histórico de la modernidad, que necesitaba y dio lugar a una revuelta y una re-visión feministas: la modernización feminista de la diferencia sexual. La sexualidad, la subjetividad y la representación forman un conjunto decisivo de cuestiones interrelacionadas para los análisis culturales feministas de las representaciones visuales que atraviesan los territorios del deseo, la fantasía y la ambivalencia, cuya teorización procede de la modernización concurrente de la psicología: el psicoanálisis. Buscar la tensión y el diálogo creativo entre un análisis histórico y social de la semiótica de la representación y la atención al plano psico-simbólico de la subjetividad y sus enunciaciones en las prácticas estéticas parece una necesidad feminista. La primera parte, Quemando el canon, participa en las llamadas “guerras culturales”. Propongo que el canon debe entenderse como una estructura discursiva y de narcisismo masculino dentro del ejercicio de la hegemonía cultural, y examino las cuestiones teóricas y políticas que entraña no el desplazamiento del canon sino su “diferenciación”, exponiendo su compromiso con una política de la diferencia sexual, pero admitiendo que esa misma problemática establece una diferencia en el modo en que interpretamos las historias del arte. La segunda parte, Leyendo a contrapelo, trata sobre estrategias de lectura, y expone casos de estudio de dos artistas que son hombres —Van Gogh y Toulouse-Lautrec— para explorar el modo en que una interpretación feminista de creadores canónicos puede producir una lectura diferente sobre sus representaciones de mujeres y, por lo tanto, de la masculinidad como posición psíquica ambivalente de enunciación cultural. Los dos artistas disfrutan de un estatus mítico tanto en la historia del arte como en la cultura popular, cada uno por motivos radicalmente distintos. Su vida y sus obras sustentan la mitología del héroe sufriente del arte moderno. Enmarco sus prácticas en la intersección de las historias de la sexualidad y la modernidad en torno a la figura de la Madre, y sostengo que las cuestiones reprimidas relativas no solo al género, sino también a la sexualidad y a la diferencia sexual, deberían reconocerse como elementos decisivos tanto del contenido como de la forma del arte moderno y de la historia del arte canónicamente reconocidos. Empezar en el corazón de la canonicidad confronta la estrategia de introducir la diferencia en el canon para evitar dos peligros. El primer peligro, la segregación de los estudios feministas de historia del arte por su interés exclusivo en el arte producido por mujeres limita las posibilidades del feminismo como una perspectiva amplia desde la que reconsiderar la constitución misma del estudio de todas las historias


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del arte. El segundo peligro es el corolario de la adulación feminista de sus “maestras antiguas” recuperadas: a saber, la crítica despiadada de la cultura masculina. Lo que me interesa es leer algunas obras artísticas realizadas por artistas varones con una ironía compasiva, que es también autoironía, para establecer el modo en que un deseo conscientemente feminista e inconscientemente femenino puede reconfigurar los textos canónicos para otras lecturas. La tercera parte, Heroínas, se enfrenta al problema de “Situar a las mujeres en el canon” examinando el interés feminista por la obra y por la muy maltratada biografía de una pintora del siglo xvii, Artemisia Gentileschi. Someto la escritura feminista a un autoanálisis igualmente crítico, y concluyo que debemos responsabilizarnos de las fantasías y las mitologías feministas creadas en torno a la mujer artista por el discurso feminista. Como consecuencia de los problemas padecidos por las mujeres artistas en los archivos y en la historia del arte, los contenidos exactos de la obra de Artemisia Gentileschi son todavía tan inestables que podemos preguntarnos: ¿Qué buscamos en la obra que pensamos realizada “por una mujer”? ¿Cuáles serían los signos de la diferencia, si rechazamos las nociones de autoría y expresividad que sustentan las historias del arte al uso? ¿Acaso la interpretación autorreflexiva que busca diferenciaciones, en lugar de la atribución proyectiva de una diferencia absoluta derivada de ideas preconcebidas sobre el género puede tener un lugar en la práctica histórica del arte? Apartándome del proyecto de leer “como mujer”, propongo leer buscando las “inscripciones de lo femenino” para crear una “visión desde otra parte” (Teresa De Lauretis). Me centro en cuatro cuadros de Artemisia Gentileschi —Susana, Judit, Lucrecia y Cleopatra—, que presentan el cuerpo de una mujer como el núcleo de una compleja narratividad sobre sexualidad, trauma, pérdida e identificación imaginaria, y ofrezco posibles lecturas de su obra “a contrapelo”, tanto de la celebración feminista como del sensacionalismo canónico. Para los textos que componen esa sección, recurro al trabajo de Mieke Bal, cuyo estudio semiótico y narratológico de la pintura barroca de historia ha proporcionado una serie de profundas revelaciones teóricas sobre el modo en que los espectadores procesan las imágenes y sobre cómo podemos formular una política de lectura de imágenes cultural, autoconsciente y políticamente responsable1. Bal elabora un nuevo concepto, histeria, para describir una poética feminista que conjuga semiótica y psicoanálisis. Una lectura histérica atiende a la retórica de la imagen más que al argumento que parece ilustrar, prefiere centrarse en un detalle revelador más que en la propuesta general y nos conduce a identificarnos imaginativamente con la víctima, en lugar de ver el episodio a través de los ojos del protagonista, por lo general masculino. Como contra-estrategia, la histeria


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expone la violencia implícita y misógina que se da en el seno de la representación y que las interpretaciones canónicas aprueban y naturalizan. No obstante, si la diferencia no va a limitarse a reproducir las ideologías falocéntricas de la diferencia —basada en la oposición heterosexual reificada del Hombre frente a la Mujer—, debe reconocer las divisiones que se dan dentro de la colectividad de mujeres, que producen conflictos reales, antagonistas, modelados por la cara racista e imperialista de la modernidad. La sección sobre Gentileschi y las posibilidades de la representación figurativa narrativa en la tradición occidental conducen a examinar otros ejes de diferencia. Un capítulo dedicado a la obra de la artista británica contemporánea Lubaina Himid estudia la lucha por la articulación de feminidades negras postcoloniales reprimidas tanto por el discurso feminista blanco como por los cánones del imperialismo. ¿Cómo van las intervenciones feministas en las historias del arte, con su canon casi enteramente blanco, a respetar esa diferencia de tal manera que las historias de artistas negras formen parte del texto cultural ampliado de las otras modernidades y corrientes del arte moderno? ¿Podemos desear también una alianza sin negar las diferencias que constituyen nuestros legados históricos, sociales y psicológicos? ¿Cuáles son las posibles implicaciones culturales de la representación de vínculos entre mujeres, sociales, políticos o sexuales, en la lucha contra la canonización de una sola forma de diferencia y una vinculación jerárquica: el género? La última parte plantea la pregunta ¿Quién es el Otro? en dos capítulos que vuelven al terreno histórico de la cultura del arte moderno con el que arrancó el libro. El capítulo 8 se centra en una exposición en apoyo del sufragio femenino celebrada en Nueva York en 1915 en la que obras de Mary Cassatt y Edgar Degas se exhibieron unas frente a otras en la Galería Knoedler. En ese momento histórico, una artista, que en estos momentos es una heroína feminista, expuso su obra frente al artista moderno canónico de peor reputación y más debatido por sus ideas misóginas y sus representaciones de mujeres2. Valiéndome del concepto de clase, en lugar de recurrir solo al de género, para desentrañar las condiciones de una lectura histórica de proyectos tan contradictorios, busco un modo de cuestionar mi propio partidismo como historiadora feminista del arte que estudia a Mary Cassatt. El último capítulo se centra en un trío de mujeres que figura en el comienzo del arte moderno: Laure (sin apellido conocido), la modelo de la mujer negra en Olympia de Manet (1863-1865); Jeanne Duval, la compañera afro-europea del poeta Charles Baudelaire, supuestamente retratada por Manet en 1862; y Berthe Morisot, la pintora francesa y modelo recurrente para Manet entre 1868 y 1872. Al entretejer esos tres relatos, rastreo la presencia africana real e imaginaria en la formación del


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arte moderno masculino blanco. Laure, como algunas figuras que aparecen en la serie de grabados a color realizada en 1891 por Mary Cassatt que examino en el capítulo 8, trabajó como criada. La sirvienta doméstica es una figura liminal que muchos textos feministas han destacado como hito de diferencia social entre mujeres y como una figura mítica que rompe el hermético recinto de la ideología doméstica y familiar burguesa, donde se articuló y se impuso una feminidad mediada por la clase y la raza3. Esta última sección analiza las relaciones sociales entre mujeres en sus diferencias, tal como aparecen representadas en obras tanto de hombres como de mujeres, enfrentándose una vez más a lo que en otra parte he llamado “el género y el color de la historia del arte”. En retrospectiva, descubro que hay una agenda inconsciente. El libro trata en parte sobre la pérdida, el duelo y la restauración. Experiencias que viví con intensidad durante el proceso de escritura de un texto que casi se fue a pique por la dificultad de mantenerse en el filo de la “angustia depresiva” que, según Melanie Klein, es el destino de todos los sujetos, la condición del impulso creativo y el espacio infantil al que un duelo incompleto puede precipitarnos en cualquier momento. Ahora, pasados tres años desde el momento de la escritura, puedo ver con mayor claridad la forma en que mi propia aflicción sin procesar como hija sin madre impulsa y moldea mis intereses, mi atención a las facetas de un cuadro o de un debate, así como mis idealizaciones y mitologías. Pido indulgencia por el modo en que un relato personal informa y hasta, podría decirse, se inmiscuye en materiales aparentemente históricos. Al mismo tiempo, encuentro apoyo en las palabras de Shoshana Felman cuando habla de un pacto de lectura en la exploración de las autobiografías ausentes de las mujeres4. En oposición a ideas feministas simplificadas sobre la conveniencia de “entrar en lo personal”, Felman propone que nuestras historias están ausentes, pero podemos encontrarlas al leer las de otras mujeres. Aunque, siguiendo a Hayden White, debemos reconocer que existe una convergencia entre “escribir historia” y escribir ficción, ya que todos los textos están estructurados por sus propias figuras retóricas. La conciencia de lo “narrativo” cuando escribimos “historia” tiene resonancias especiales para los feministas, dado su deseo no solo de hacer historia de otra forma, sino también de relatar de un modo que establezca una diferencia en la totalidad de los espacios a los que llamamos conocimiento. He utilizado este libro para encontrar mi propia autobiografía en la misma medida en que he prestado algo de mi propia historia a los textos que he descubierto en los archivos. El truco consiste en establecer una alianza creativa entre ambos. En ese momento de distancia y anhelo se desarrolla lo que yo llamo “deseo”.


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notas

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Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1991. Kendall, Richard y Pollock, Griselda (eds.), Dealing with Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Londres, Pandora, 1992; reimp. Londres, Rivers Oram. Gallop, Jane, “Keys to Dora”, en Feminism and Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction, Londres, Macmillan, 1982. Felman, Shoshana, What Does a Woman Want? Reading and Sexual Difference, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1993.


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AGRADECIMIENTOS La búsqueda de una forma de explorar “el deseo feminista en la escritura de las historias del arte” me ha llevado a mantener muchas conversaciones reales e imaginarias. Quiero agradecer las que tuvieron lugar con autoras de libros que me fueron de especial ayuda y con personas de carne y hueso: Mieke Bal, Shoshana Felman, Mary Garrard, Lubaina Himid, Judith Mastai, Nanette Salomon y Adrian Rifkin. Helga Hanks me brindó apoyo y comprensión durante los muchos años que duró la génesis de este libro y mi propia re-creación. He dedicado el libro a la memoria de Sarah Kofman, cuyo trabajo sobre los puntales psicológicos de la escritura sobre arte he utilizado para estructurar este estudio y cuya muerte, en medio de mi tardío descubrimiento de sus textos académicos y autobiográficos, puso radicalmente en el punto de mira las cuestiones del duelo, la aflicción y la pérdida en esa compleja conjunción de la escritura y el tejido de la historia personal que ofrece la experiencia judía en el siglo xx. La redacción de este libro ha necesitado mucho tiempo y quiero expresar mi más profundo agradecimiento a mis dos editores, Jon Bird y Lisa Tickner, que han leído y releído el manuscrito y han ofrecido consejos inteligentes y apoyo continuo para remodelar un texto difícil de manejar hasta darle su actual forma. Han brindado el aliento más valioso y la guía más sagaz durante la larga génesis de un texto que aceptaron amablemente en sus colecciones, pese a la displicente indiferencia del informe original. Ha sido un proceso productivo y he aprendido mucho de ambos. Doy las gracias a Marquard Smith y a Nancy Proctor, mis ayudantes de investigación en diferentes momentos del proyecto. Su asombrosa habilidad para utilizar los nuevos motores de búsqueda y bancos de datos estuvo a la altura de sus interesantes y alentadoras conversaciones sobre el proyecto. También quiero dar las gracias a Rebecca Barden, de la editorial Routledge, por su constante apoyo al proyecto y la sabiduría con la que ha llevado a cabo el proceso de revisión y publicación definitiva. Griselda Pollock Leeds 1998



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“Por lo que respecta a los cánones en las disciplinas académicas, el canon de la historia del arte es uno de los más virulentos, de los más ‘virilentos’ y, en última instancia, de los más vulnerables”. “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, 1991 — Nanette Salomon


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Ilustración 1.1. Johan Zoffany (1733/1734-1810), La tribuna de los Ufizzi, 1772-1777/1778, óleo sobre lienzo, 123,5 × 155 cm. Londres: Su Majestad la reina Isabel II


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1 SOBRE LOS CÁNONES Y LAS GUERRAS CULTURALES

El término canon procede del griego kanon, que significa “regla” o “criterio”, lo que a la vez evoca la regulación social y la organización militar. En origen, la palabra canon tenía connotaciones religiosas, porque era la lista oficialmente aceptada de los textos que forman las “Escrituras”. El primer ejercicio de canonización fue la selección de las Escrituras Hebreas, tarea de la que se encargó una clase sacerdotal emergente alrededor del siglo vii a. C. Sobre esta elección, la historiadora Ellis Rivkin ha defendido que “no fue principalmente trabajo de escribas, académicos o editores que investigaran tradiciones olvidadas sobre la experiencia del desierto, sino obra de una clase que luchaba por adquirir poder”1. Por lo tanto, se pueden concebir los cánones como la espina dorsal que legitima retrospectivamente una identidad cultural y política, como una narración unificada de los orígenes que confiere autoridad a los textos que se han seleccionado para naturalizar esta función. La canonicidad se refiere tanto a la supuesta calidad de un texto ahí incluido como al estatus que este texto adquiere porque pertenece a una colección autorizada. Las religiones confieren santidad a sus textos canonizados, a menudo dando a entender que estos tienen, cuando no directamente una autoría divina, sí al menos una autoridad divina. Con el auge de las universidades y academias, los cánones se han vuelto seculares, remitiéndose a conjuntos literarios o al panteón de las artes (Ilustración 1.1). El canon designa lo que las instituciones académicas establecen como los mejores, más representativos y más importantes textos (u objetos) de la literatura, la historia del arte o la música. Repositorios de un valor estético transhistórico, los cánones de las diversas prácticas culturales establecen qué es lo que incuestionablemente posee grandeza, así como lo que deben estudiar como modelo quienes aspiren al oficio. El canon constituye en su integridad el patrimonio de cualquier persona que quiera que se la considere “culta”. Como comenta Dominick LaCapra, el canon reafirma “un sentido religioso desplazado del texto sagrado en tanto es el modelo ideal de la cultura común para una elite cultivada”2.


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La historia nos dice que nunca ha habido únicamente un solo canon. La historia del arte nos muestra cánones en competición. Durante la gran época de actividad de la historia del arte en el siglo xix, muchas escuelas y tradiciones, así como muchas individualidades se redescubrieron y reevaluaron. A Rembrandt, por ejemplo, se lo reivindicó en el siglo xix como a un gran artista religioso y espiritual, en lugar de ser relegado, como había ocurrido durante el siglo xviii, a la categoría de torpe pintor de temas vulgares, mientras que Frans Hals, durante mucho tiempo soslayado como un pintor flamenco de género menor, sin gran destreza ni mérito, se convirtió en una inspiración para Manet y los artistas de su generación en su búsqueda de nuevas técnicas para pintar la “vida”3. Sin embargo, asociada con la canonicidad como estructura, encontramos siempre la idea de un valor universal, revelado de manera natural, así como de un logro individual que sirve para justificar una pertenencia privilegiada y enormemente selecta dentro de un canon que niega cualquier carácter selectivo. Como registro del genio autónomo, el canon parece surgir de manera espontánea. En ¿Qué es una obra maestra? el historiador del arte Kenneth Clark deja constancia de las fluctuaciones en el gusto causadas por los cambios sociales e históricos que permitieron que se desdeñara a Rembrandt en el siglo xviii o que artistas que ahora no valoramos fueran muy cotizados en el siglo xix. No obstante, Clark insiste en que “aunque hay muchos significados que confluyen en torno a la expresión ‘obra maestra’, esta es sobre todo el fruto del trabajo de un artista genial que ha sido absorbido por el espíritu de su época de tal manera que sus experiencias individuales se han hecho universales”4. El canon no es únicamente el producto de la academia. También lo crean los escritores y los artistas. Los cánones se forman a partir de las figuras ancestrales evocadas en la obra de artistas/compositores/escritores mediante un proceso que Harold Bloom, autor de la principal defensa de la canonicidad, El canon occidental (1994), identificaba como la “angustia de las influencias” y que yo llamo, en otra modalidad de argumento, el gambito vanguardista de la “referencia, deferencia y diferencia”5. El canon, por lo tanto, no solamente determina lo que leemos, miramos, escuchamos y contemplamos en las galerías de arte y estudiamos en las escuelas o en la universidad. Está retrospectivamente formado por lo que los propios artistas seleccionan como sus antecesores, los que les legitimaron o capacitaron. Pero, si hay artistas —porque son mujeres o porque no son europeos— que se quedan fuera de los registros y se ignoran como parte de la herencia cultural, el canon se convierte, generación tras generación, en un filtro cada vez más empobrecido y empobrecedor sobre la totalidad de las posibilidades culturales. Hoy los


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cánones se fijan según patrones muy conocidos, gracias al papel de instituciones como los museos, las editoriales y los currículos universitarios. Conocemos estos cánones —Renacimiento, modernismo, etc.— gracias a las obras que cuelgan en las galerías, se interpretan en los conciertos, se publican y enseñan como literatura o como historia del arte en las universidades y escuelas, y se incluyen para su estudio en el currículo de todos los niveles del proceso educativo (de aculturación, de asimilación) como temas comunes y necesarios. En los últimos años han estallado guerras culturales a medida que los nuevos movimientos sociales señalaban a los cánones como pilares de las elites establecidas y como sostén de los grupos sociales, clases y “razas” hegemónicos6. La canonicidad ha sido sometida a una crítica devastadora por la misma selectividad que niega tener, por su exclusividad racial y sexual y por los valores ideológicos que consagra, no solamente en la elección de los textos, sino en los métodos de su interpretación; afirmaciones que celebran un mundo en el que, según la expresión de Henry Louis Gates Jr. “los hombres eran hombres y los hombres eran blancos, cuando los críticos y académicos eran hombres blancos y cuando las mujeres y las personas de color eran trabajadores o sirvientes sin voz ni rostro, que servían el té y rellenaban las copas de coñac en los salones de los clubes privados”7. La crítica del canon ha sido promovida por quienes se sienten privados de voz y de una historia cultural reconocida, porque el canon excluye los textos escritos, pintados o compuestos e interpretados por su comunidad social, de género o cultural. Sin un reconocimiento de ese tipo, estos grupos carecen de representaciones de sí mismos para disputar las representaciones estereotipadas, discriminatorias y opresivas que figuran en lo que ha sido canonizado. Henry Louis Gates Jr. explica las implicaciones políticas de unos cánones ampliados que incluyan la voz del Otro: Reformar los currículos básicos, dar cuenta de la elocuencia comparable de las tradiciones africana, asiática y del Próximo Oriente, es empezar a preparar a nuestro alumnado para su papel como ciudadanos de culturas del mundo mediante una idea verdaderamente humana de las “humanidades”, en lugar de convertirlos —como les gustaría al señor Bennett [secretario de educación en el gobierno de Ronald Reagan] y al señor [Harold] Bloom— en centinelas del último puesto fronterizo de la cultura del varón blanco occidental, guardianes de los tesoros del amo8.

El “discurso del Otro” debe necesariamente “diferenciar el canon”. Pero también revela una nueva dificultad. Por muy necesario en términos estratégicos


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que sea (y sin duda lo es) este nuevo privilegio del Otro en un mundo tan radicalmente desequilibrado a favor del “varón privilegiado de la raza blanca”, sigue conservando una oposición binaria que no podrá nunca liberar al Otro de ser el otro de una norma dominante. Han sido necesarios movimientos de diversos tipos para tan siquiera imaginar una forma de salir de la trampa. Toni Morrison ha defendido que la literatura americana, cuyo canon excluye de manera tan contundente las voces afroamericanas, debería leerse, ni más ni menos, como condicionada estructuralmente por una “presencia africanista oscura, pertinaz, señalizadora”9. Al identificar esta relación, de base negativa, con la cultura africana y con los africanos dentro del canon americano de la literatura blanca, el concepto de los otros excluidos se transforma en un cuestionamiento de la formación del dominio intelectual eurocéntrico y el empobrecimiento resultante de lo que se lee y se estudia. Este argumento puede compararse con el que Rozsika Parker y yo propusimos por primera vez en 1981, como contraposición a un inicial intento feminista de colocar a las mujeres dentro del canon de la historia del arte. Usamos la aparente exclusión de las mujeres en cuanto artistas para revelar cómo, de manera estructural, el discurso falocéntrico de la historia del arte se apoyaba en la categoría de una feminidad negada para garantizar la supremacía de la masculinidad dentro de la esfera de la creatividad10. A principios de la década de 1990, el tema de la absoluta asimetría de género dentro del canon, implícita en todos los cuestionamientos feministas de la historia del arte, se convirtió en una plataforma articulada gracias a una sesión organizada por Linda Nochlin, Firing the Canon, en Nueva York en el año 1990 y a los escritos críticos de Nanette Salomon sobre el canon, desde Giorgio Vasari hasta Horst Woldemar Janson, que se citan en el encabezado de la Parte 111. Las críticas feministas a los cánones de la cultura occidental podían criticar fácilmente el club exclusivamente masculino representado por la Historia del arte de Ernst Gombrich y las ediciones originales de la History of Art de Janson, en las que no figuraba una sola mujer artista12. El feminismo ha mostrado que los cánones crean de manera activa una genealogía patrilineal de sucesión padre-hijo y reproducen las mitologías patriarcales de una creatividad exclusivamente masculina13. Susan Hardy Aiken, por ejemplo, traza los paralelismos entre las prácticas académicas modeladas sobre la competitividad, los relatos edípicos narrados por los cánones y las rivalidades que sirven como un motor inconsciente de desarrollo intelectual o cultural, todo lo cual produce la coincidencia del “noble linaje de la textualidad masculina, la formación paralela de los cánones y los proyectos


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colonizadores de la Europa Occidental, organizados retóricamente en torno a la oposición entre civilización y barbarie”. Concluye: Estos vínculos entre la autoridad sacerdotal, las implicaciones de la textualidad “oficial” y los motivos exclusivistas y hegemónicos dentro de la formación del canon tienen una importancia obvia para la cuestión de las mujeres y lo canónico […] Las mujeres […] se convierten en una profanación, en una voz herética desde la naturaleza salvaje que amenaza el patrius sermo –la Palabra ortodoxa, pública, canónica– con toda la fuerza de otra lengua –una lengua materna– la lingua materna que para quienes se encuentran aún dentro de los confines del viejo orden debe seguir siendo abominable14.

¿Es feminismo intervenir para crear una genealogía materna que compita con el linaje paterno e invocar la voz de la Madre para contrarrestar el texto del Padre consagrado por los cánones existentes? Susan Hardy Aiken advierte que “pudiera ser que, al atacarlo, reificáramos el poder al que nos oponemos”15. Contra la biblioteca cerrada, de la que, en su famosa parábola feminista sobre la exclusividad del canon, Una habitación propia (1928), Virginia Woolf ha mostrado con tanta elocuencia cómo se había desterrado a las mujeres, podríamos proponer algo más que otra sala de libros. En lugar de ello necesitamos un polílogo: “la interacción de muchas voces, una especie de ‘barbarismo’ creativo que interrumpiría los impulsos monológicos, colonizadores, céntricos de la ‘civilización’. […] Una visión así vive, como nos ha enseñado Adrienne Rich, en una revisión: una relectura excéntrica, un redescubrimiento de lo que escondería el manto sacerdotal del canon: los enredos de toda literatura con las dinámicas de poder de la cultura”16.

MODELOS TEÓRICOS PARA LA CRÍTICA DEL CANON: IDEOLOGÍA Y MITO

La crítica de los cánones se ha construido sobre la base de una oposición dentro/fuera. El canon es selectivo en sus inclusiones y se revela como político en sus patrones de exclusión. Podríamos, no obstante, abordar el problema del canon como intrusas críticas partiendo de uno de estos dos proyectos. El primero sería ampliar el canon occidental de manera que incluyese todo lo que hasta ahora ha rechazado, por ejemplo, a las mujeres y a las culturas minorita-


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Ilustración 1.2. Faith Ringgold (n. 1930), Dancing in the Louvre, procedente de The French Collection, 1991, acrílico sobre lienzo con tela pintada. 187,7 × 200 cm. Colección privada

rias (Ilustración 1.2). El otro sería abolir todos los cánones y argumentar que todos los artefactos culturales tienen importancia. Este último parece inherentemente más político en su crítica totalizadora de la canonicidad. A nivel estratégico, sin embargo, yo diría que necesitamos un análisis más complejo, si no queremos terminar en una posición en la que los de dentro —representantes de los cánones europeos masculinos occidentales— se atrincheran para defender la verdad y la belleza y sus tradiciones contra lo que Harold Bloom llama con desdén la Escuela del Resentimiento17, mientras que los antiguos intrusos siguen siendo intrusos, “las voces del Otro”, desarrollando “otras” subdisciplinas: Estudios Afroamericanos o Estudios Negros, Estudios Latinos, Estudios de Género, de Mujeres, Estudios LGTB, Estu-


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dios Culturales y muchas más. No hay duda de lo necesario y lo creativo que resulta este compromiso de realizar esfuerzos de investigación, dedicar recursos y brindar reconocimiento a áreas hasta ahora ignoradas y mal estudiadas. Pero nada de esto puede evitar el peligro, tan evidente en las sociedades de clases, que son en esencia, y a menudo abiertamente, racistas y sexistas, de que estas iniciativas reproduzcan de manera involuntaria la misma segregación —“guetización”— que los grupos excluidos pretendían desafiar exigiendo derechos intelectuales y educativos iguales para su propia minoría excluida. Siguiendo a Teresa de Lauretis, podemos desplazar la oposición entre dentro y fuera. De Lauretis sitúa el proyecto crítico del feminismo como “una visión desde otra parte” que, sin embargo, nunca está fuera de lo que se está “revisando” críticamente. Pues este “otra parte” no es ningún pasado distante mítico o ninguna historia utópica futura; es el “otra parte” del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de campo, o sus representaciones. Pienso en ello como los espacios en los márgenes de los discursos hegemónicos, espacios sociales tallados en los intersticios de las instituciones y en las grietas y astillas de los aparatos de conocimiento-poder18.

El movimiento no se produce desde los espacios de las representaciones existentes hasta los espacios situados más allá, “el espacio exterior al discurso”, porque puede que no tengamos ese recurso. Teresa de Lauretis se refiere más bien a “un movimiento a partir del espacio representado por/en una representación, por/ en un discurso, por/en un sistema sexo-género hacia el espacio no-representado pero implicado (no visto) en ellos”19. Este otro escenario, que ya está ahí, que aún no se ha representado, sin embargo, se ha convertido en casi irrepresentable por los modos existentes de los discursos hegemónicos. Trabajando “a contrapelo”, leyendo “entre líneas”, Teresa de Lauretis apunta a que tenemos que asumir las contradicciones en las que concurren lo representado y lo no representado. Al igual que la Mujer en la cultura falocéntrica, el feminismo ya se presupone como la diferencia, es decir, como algo ajeno a y fuera de la historia del arte, que contradice su lógica inevitable. Por lo tanto, la historia del arte feminista es un contrasentido. En este libro voy a explorar cómo emplear esta posición de aparente alteridad —la visión desde la otra parte/la voz de la Otra/ Madre— para deconstruir las oposiciones dentro/fuera, norma/diferencia que en último término se condensan en el par binario hombre/mujer del cual el resto se convierte en metáforas relacionadas. La cuestión es cómo establecer una


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diferencia analizando esta estructuración de la diferencia, que ya me implica como escritora de maneras que solamente podrá exponer el propio proceso de escritura. El título que he escogido emplea la forma verbal activa, Diferenciando el canon, en lugar del sustantivo “Diferencia y/en el canon”, para subrayar la activa relectura y reelaboración de lo que es visible y está autorizado en los espacios de representación con el fin de articular aquello que, aún reprimido, está siempre presente como el otro estructurante. Además, señalo que necesitamos reconocer otro aspecto de la diferenciación sexual, es decir, el deseo en la formación de cánones y en la escritura de contrahistorias. La tenacidad de los defensores del presente canon se explica tan solo en términos de una profunda inversión en los placeres que sus relatos y sus héroes proporcionan en más de un nivel social o incluso ideológico. Argumentaré que hay una dimensión psicosimbólica en el apoyo al canon, más en sus ideales masculinos que en su intolerancia de la feminidad entendida como un desinterés e indiferencia masculinista hacia los placeres y recursos de la feminidad como una forma posible y ampliada de relacionarse con y representar el mundo. Puesto que están estructuralmente posicionadas como intrusas, las feministas son sensibles al deseo de crear heroínas que sustituyan o suplementen a aquellos héroes que nuestros colegas varones encuentran tan inspiradores dentro de la estructura canónica. Mi deber es cuestionarme tanto ese deseo como la posibilidad misma de su realización analizando de nuevo las mitologías de la mujer artista que ha fabricado el feminismo occidental. La introducción de este término, mitología, señala un desplazamiento del énfasis desde las inquietudes habituales de una historia social del arte, con su deseo de reconfigurar las condiciones de la producción artística de tal manera que se acerquen más al meollo de las prácticas sociales y culturales históricamente situadas. En este libro trabajo desde el lado de la lectura y la escritura, leyendo los textos que nos han dejado diferentes prácticas históricas, y escribiendo otros que entran dentro de un “pacto de lectura”, en una búsqueda plenamente reconocida de relatos de mujeres, incluidos los míos, que admito por completo. El concepto de mito parece por el momento tan vivo y útil como la noción de ideología20. Vinculando los conceptos estructuralistas del mito con las teorías marxistas de la ideología, Roland Barthes identificaba las estructuras profundas que daban vida a las culturas contemporáneas, que se basaban en el carácter del mito mismo para renegar y apartar de la vista los significados ideológicamente. Según Barthes, el mito es el discurso despolitizado y su singular forma burguesa funciona precisamente para renegar de la Historia, creando la Naturaleza, un borrado mítico del tiempo y por lo tanto de la posibi-


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lidad del desafío y del cambio político21. En la escritura de las historias del arte, el lugar del artista y de la mujer artista están supra-determinados por las estructuras míticas que naturalizan una gama concreta de significados para la masculinidad, la feminidad, la diferencia sexual y cultural. Producir una diferencia en el canon, en sí un mito de la creatividad y del privilegio de género, no es algo que pueda lograrse sin un escrutinio repolitizador tanto de sus estructuras profundas —¿Por qué son las mujeres el Otro a/dentro de este?— como de sus efectos en la superficie: la indiferencia hacia la obra de las artistas que son mujeres y su exclusión del canon. Así pues, la cuestión del deseo —tanto del consagrado dentro del canon como del que motiva su crítica— discurre en paralelo al análisis de la estructura mítica codificada en la diferencia (sexual) que encarna el canon. Considerar el canon una estructura mítica evita polémicas molestas acerca de quién y qué está o no está, quién debería o no estar en qué canon. Más allá de las guerras culturales sobre su contenido, lo que nos mantendría en el nivel mítico de un debate sobre la calidad, el arte, el genio, la importancia y otras cosas, necesitamos atravesar el caparazón naturalizador del mito para delinear los intereses sociales y políticos en el canon, que lo convierten en un elemento tan poderoso en la hegemonía de los grupos e intereses sociales dominantes, y preguntarnos: ESTRUCTURALMENTE, ¿QUÉ ES EL CANON? Más que una colección de objetos/textos valorados o una lista de maestros reverenciados, defino el canon como una formación discursiva que constituye los objetos/textos que selecciona como productos de la maestría artística y que, de esta manera, contribuye a la legitimación de la identificación exclusiva de la masculinidad blanca con la creatividad y con la Cultura. Aprender de arte, mediante el discurso canónico, es entender la masculinidad como el poder y el sentido, y estas tres cosas como idénticas a la Verdad y la Belleza. En la medida en que el feminismo también trata de ser un discurso sobre el arte, la verdad y la belleza, únicamente puede confirmar la estructura del canon, y haciéndolo así corroborar la maestría y el poder masculino, por muchos nombres de mujer que tratemos de añadir o por muchos relatos históricos más completos que consigamos producir. Ahora ya hay mujeres artistas famosas: Mary Cassatt, Frida Kahlo, Georgia O’Keeffe. Pero un análisis minucioso de sus estatus descubrirá que no son canónicas: no proporcionan un punto de referencia para la grandeza. Son más bien artistas escandalosas, espectaculares, mercantilizables


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o icónicas y se las atacará con una virulencia tan grande como el amor con el que se las idolatrará. El obstáculo sempiterno para su reconocimiento dentro del canon radica en la cuestión inasimilable de la diferencia sexual en cuanto problema para la posibilidad misma de una “regla” o de un “criterio”, es decir, de lo que define al canon. La canonicidad existe de muchas maneras. La mejor de ellas produce, en el plano cultural e ideológico, el criterio único de lo más grande y de lo mejor en todos los tiempos. La “Tradición” es el rostro “natural” del canon y, bajo esta forma, la regulación cultural participa en lo que Raymond Williams llama hegemonía social y política. Diferenciándose de las formas más groseras de dominación coercitiva social o política, el término marxista hegemonía explica el modo en que un orden concreto social y político satura culturalmente una sociedad de una forma tan profunda que su régimen es experimentado por sus poblaciones simplemente como el “sentido común”. La jerarquía se convierte en un orden natural y lo que, debido a su importancia inherente, parece sobrevivir del pasado determina los valores del presente. Williams dice que “la Tradición […] en la práctica [es] la expresión más evidente de las presiones y los límites dominantes y hegemónicos”. Siempre es, sin embargo, “más que un segmento inerte historizado; de hecho, es el medio práctico más potente de inserción”22. La Tradición no es meramente, por lo tanto, lo que nos lega el pasado. Debe entenderse siempre como una tradición selectiva: como “una versión conformada de manera intencional de un pasado y de un presente preformado, que entonces es potentemente operativa en el proceso de definición e identificación social y cultural”23. La Tradición cultiva su propia inevitabilidad borrando su carácter selectivo en lo que se refiere a las prácticas, los sentidos, el género, las “razas” y las clases. Lo que se hace opaco, por lo tanto, es el proceso activo de exclusión u olvido que opera en manos de los actuales fabricantes de tradición. “Lo que hay que decir acerca de toda tradición”, argumenta Williams, “es que es […] un aspecto de la organización social y cultural contemporánea, según los intereses de dominación de una clase concreta”24. Las versiones del pasado ratifican un orden presente, produciendo una “continuidad predispuesta” que favorece al que Gayatri Spivak denomina “el varón privilegiado de la raza blanca”25. Algunas estrategias características, o incluso definitorias, de la disciplina de la Historia del Arte en el siglo xx pueden interpretarse no solamente como parte constitutiva de una tradición selectiva que privilegia la creatividad masculina blanca ante la exclusión de todas las mujeres artistas y los hombres de las culturas minoritarias. Las formas específicas de las formaciones discursivas


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de la historia del arte cuentan mucho más que una historia del arte. También articulan configuraciones históricamente cambiantes entre las clases, las razas, las sexualidades y los géneros, garantizadas por la producción de la diferenciación sexual y por otras diferenciaciones de poder dentro de nuestra cultura. La discriminación contra las mujeres artistas, por ejemplo, se puede entender en términos institucionales. Podemos combatirla mediante el activismo político, haciendo campañas para que haya más mujeres artistas en la Bienal de Whitney, etc., como lo hicimos en los inicios de la década de 1970. Pero recordemos la respuesta a la Bienal de Whitney de 1993, en la que una amplia y completa representación de artistas de todas las comunidades estadounidenses, equitativamente divididas por género, clase y sexualidad, se topó con una negación extrema y conservadora del evento por parte de la prensa. Se decidió que la exposición no era representativa de la cultura y la tradición estadounidenses que estos críticos canónicos buscaban legitimar con exclusividad. La reacción en contra reveló que la creencia de que podríamos corregir los desequilibrios era errónea. Para desplazar las líneas de demarcación debemos atender tanto al nivel de la enunciación —lo que se dice en los discursos y lo que se hace en la práctica en los museos y galerías— como al nivel de los efectos, es decir, al modo en que lo que se dice articula jerarquías y normas, afirma la dominación y el privilegio de la elite blanca heterosexual masculina como “sentido común”, e insiste en que cualquier otra cosa es una aberración antiestética: mal arte, política en lugar de arte, partidismo en lugar de valores universales, expresiones motivadas en lugar de verdad y belleza desinteresadas. Puesto que la potencia de la hegemonía no es pura dominación y absoluta exclusión, funciona tratando de atraernos, de manera que se construya así una autoidentificación eficaz con las formas hegemónicas: una “socialización” específica e interiorizada que se “espera que sea positiva, pero que, si eso no fuera posible, se basaría en un (resignado) reconocimiento de lo inevitable y lo necesario”26. La lucha cultural del momento se centra específicamente en una batalla en torno a los cánones de la literatura, la música y el arte. Estos desafíos a las versiones existentes y selectivas de la creatividad histórica y contemporánea, presentadas como lo singular y lo válido para todos los tiempos y lugares, y a las que llamamos Tradición, han surgido de aquellas comunidades que experimentan más agudamente los efectos de las exclusiones. En nuestro deseo de ser artistas, o especialistas o docentes, esta interiorización forzada de lo que el currículo estándar o el estudio decreta acerca de la ausencia, la marginalidad o la negación de nuestras propias comunidades de la esfera de la producción


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cultural y de la fabricación de sentido nos produce un conflicto. De las filas de los excluidos que protestan conjuntamente contra el canon llega una contrahegemonía, con sus contraidentificaciones o, por lo menos, llega el inicio de esas alianzas mediante las cuales se puede contrarrestar la dominación de un grupo social por parte de los otros a los que niega y degrada. En este momento la resistencia está fragmentada en estudios especializados, cada uno de ellos centrados en unas prioridades que dicta una política identitaria radical. Los conceptos de hegemonía y contrahegemonía apuntan en la dirección de estrategias cuyo fin es promover las alianzas entre los fragmentos astillados del mundo contemporáneo. Estas alianzas deben implicar una comprensión de cómo funciona en la actualidad la diferencia para organizar la segregación y la división e incluso cómo nos hace desear la perpetuación de las fronteras. Al mismo tiempo, sería contraproducente pretender abolir la diferencia, puesto que un ideal universalista sin particularidades conserva una noción imperialista de unidad y semejanza imaginadas. Las diferencias pueden coexistir, fertilizarse y desafiarse mutuamente, ser reconocidas, confrontadas, celebradas y no ser destructivas con el otro en un espacio cultural ampliado pero compartido. En lugar de la actual exclusividad del canon cultural contra la que se enfrentan los estudios particulares fragmentados, todos ellos sobre la premisa de las oposiciones binarias de la política identitaria (los de fuera/los de dentro, márgenes/centros, alta/baja, etc.), el campo cultural puede reimaginarse como un espacio de ocupaciones múltiples donde la diferenciación crea un pacto productivo que se opone a la lógica fálica que nos ofrece únicamente la perspectiva de la seguridad en la semejanza o el peligro en la diferencia, de la asimilación o la exclusión de la norma canónica. Puesto que podemos definir la historia del arte como un discurso hegemónico, estamos entonces obligadas a preguntar: ¿pueden las feministas ser “historiadoras del arte”, es decir, profesionales dentro de su jurisdicción ampliada de la curaduría, la historia y la crítica? ¿O eso no implicaría en sí mismo una autoidentificación con la tradición hegemónica encarnada en la historia del arte institucionalizada, con lo canónico como el patrón sistemático de las inclusiones y las exclusiones que se generan ahí y que sostienen las estructuras profundas del poder económico y social? Todos los sistemas hegemónicos dependen para su supervivencia de algún grado de flexibilidad hacia las fuerzas o los grupos que protestan y se resisten a la incorporación. Estas oposiciones pueden bien ser incluidas o descalificadas. No está claro aún si el feminismo podrá ser incorporado o si desarrollará por sí mismo formas que resistan e irriten a lo hegemónico de manera radical.


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La noción de hegemonía implica la negociación constante de estos conflictos inevitables mediante la táctica de inducir a los sujetos —tanto los potenciales historiadores del arte como el público amante de las artes— a una identificación con su versión selectiva del pasado. La concesión y la innovación pueden contribuir a incorporar mejor determinadas actividades o posturas con el fin de proteger los intereses subyacentes. En realidad, un poquito de novedad y controversia puede mantener viva la disciplina y, por lo tanto, se permitirá, pero siempre en los márgenes. Sin embargo, lo que denuncie con energía las formaciones subyacentes del poder, lo que exponga la historia del arte como un ejercicio académico mediante una lectura más crítica de sus efectos y de sus propósitos, se despreciará y se considerará una aberración. Una estrategia ha consistido en decir que, por ejemplo, las historias sociales del arte o los estudios feministas ya no son historia del arte. Son política, sociología, ideología, metodología o “estudios sobre la mujer”, o lo peor de todo: Teoría. Ahora el feminismo se enfrenta a una nueva paradoja. Si nos retiramos a los ámbitos más hospitalarios de los estudios interdisciplinarios sobre la mujer o a los estudios culturales, si no nos enfrentamos continuamente con la historia del arte como discurso e institución, nuestra labor no alterará el canon y sus discursos sobre el arte y los artistas. Pero puede que necesitemos distanciarnos de los modos disciplinarios profesionalizados de la historia del arte para poder así desarrollar nuestra capacidad de suscitar la cuestión reprimida del género en su interior. No podemos limitarnos a levantar el campamento. Eso dejaría a los artistas a merced de los discursos canonizantes de la historia del arte, lo que, en términos reales, podría perjudicar seriamente sus posibilidades de trabajar y vivir como artistas cuando se pertenece a un grupo social no canónico. Como tradición selectiva así definida, el canon plantea otros problemas específicos y complejos para el feminismo, que superan el estrecho planteamiento de este análisis marxista que aquí mencionamos por su necesario reconocimiento de la hegemonía como una fuerza social y política en la cultura. Cito a Sigmund Freud sobre Karl Marx: La fuerza del marxismo claramente radica, no en su visión sobre la historia o en las profecías sobre el futuro basadas en esta, sino en que señala con sagacidad la influencia decisiva que las circunstancias económicas del hombre tienen sobre sus actitudes intelectuales, éticas y artísticas. De ese modo se desvelaron cierto número de relaciones e implicaciones que antes habían sido ignoradas. Pero no puede darse por sentado que los motivos económicos son los únicos que deter-


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minan a los seres humanos en sociedad. […] Es de todo punto incomprensible cómo se pueden pasar por alto los factores psicológicos allí donde lo que importa son las reacciones de los seres humanos en sociedad27.

LA INVERSIÓN PSICOSIMBÓLICA EN EL CANON O EL INFANTILISMO ANTE LOS ARTISTAS En su interpretación de la estética de Freud, Sarah Kofman nos ha proporcionado una forma de analizar lo que se invierte en el canon en un nivel situado más allá de los intereses económicos o ideológicos de los grupos sociales dominantes. Los cánones se defienden con un celo casi teológico que señala algo más que una coincidencia histórica entre el uso eclesiástico de la palabra canon para los textos reverenciados y autentificados de la Biblia y su función en el tradicionalismo cultural. El canon es fundamentalmente un medio para la adoración del artista, que, a su vez, es una forma de narcisismo masculino. Presentándose como un simple lego en la materia, Freud minimizaba así su propia contribución a la comprensión del arte. Kofman opina que estas reticencias eran, de hecho, irónicas. Pero al final del texto, como en “Lo siniestro”, los connoisseurs quedan reducidos a la categoría de charlatanes superficiales enmarañados en opiniones subjetivas, que elevan sus propias fantasías acerca de las obras de arte al estatus de conocimiento, pero que son incapaces de resolver el enigma del texto en cuestión. Así pues, la súplica que Freud les hace para que no sean críticos con él debe interpretarse de manera irónica. Lo que Freud quiere decir es que el connoisseur de arte critica sin saber de qué habla, puesto que está hablando sobre sí mismo; únicamente el psicoanálisis puede destapar la “verdad histórica”, si no la verdad “material” de lo que está diciendo28.

Por lo tanto, la opinión de Freud es que el “interés real del público por el arte no radica en el arte mismo, sino en la imagen que se tiene del artista como un ‘gran hombre’”, aun cuando este hecho esté a menudo reprimido29. Desentrañar el enigma de un texto es, en consecuencia, violentar la imagen idealizada del artista como genio, cometer una especie de “asesinato”, y de ahí la resistencia, no solamente a la labor psicoanalítica sobre el arte en general, sino a cualquier intento de análisis desmitificador como el que llevan a cabo


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las historias sociales, críticas y feministas del arte. Tanto en los escritos sobre el arte —sus contemporáneos fueron algo así como los padres fundadores de la disciplina y de los cánones de la historia del arte— como en el interés del público general por el arte, Freud identificaba una combinación de tendencias teológicas y narcisistas. Freud establecía paralelismos entre la historia de la humanidad revelada en la antropología y la historia psicológica del individuo que cartografiaba la disciplina que estaba inventando. De esta manera, los antiguos rituales y formas de la religión, como el totemismo y el deísmo, parecían corresponderse con los estadios del desarrollo psicológico infantil que opera en cada individuo30. Freud discernía la manera en que lo que podíamos imaginar como una práctica social muy sofisticada —la apreciación artística— puede estar influida por estructuras psíquicas que son características de determinados momentos potentes de la experiencia arcaica en la historia del sujeto humano y que, de una forma sublimada, se perpetúan culturalmente en las instituciones sociales y en prácticas culturales como la religión y el arte. La valorización excesiva del artista en la historia del arte del Occidente moderno como un “gran hombre” se corresponde con el estadio infantil de la idealización del padre. Esta fase, sin embargo, queda rápidamente minada por otro conjunto de sentimientos —de rivalidad y decepción— que pueden dar lugar a una fantasía de competición y a la instalación de otra figura imaginaria: el héroe, que siempre se rebela, que derroca o que incluso asesina al padre todopoderoso. Sarah Kofman explica: La actitud de la gente hacia los artistas repite esta ambivalencia. El culto al artista es ambiguo, dado que consiste en la veneración del padre y también del héroe; el culto al héroe siempre es una forma de autoveneración, puesto que el héroe es el primer ideal del yo. Esta actitud es religiosa, pero también reviste un carácter narcisista y repite la del niño hacia el padre y la de los padres hacia el niño, a quien atribuyen todos los “dones” y la buena fortuna que se atribuyeron a sí mismos durante su periodo narcisista en la infancia31.

El tema del artista que incorpora tanto la devoción hacia el padre idealizado como la identificación narcisista con el héroe nos conduce a otra observación que debería resonarle a quien la lea pensando en la historia del arte canónica y sus formas típicas de monografía, biografía y catalogue raisonné. Si el artista funciona como un objeto heroico de fantasía narcisista, heredando la adoración que se le profesaba al padre, esto podría explicar el fuerte interés por la biogra-


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fía, la psicobiografía y por la forma en la que, por ejemplo, en la historia del arte, buena parte del trabajo sobre las obras de arte se dirige a producir una vida para el artista, un viaje heroico a través de luchas y penurias, una batalla con los padres profesionales para finalmente ganar un lugar en el que siempre es su canon (el de su padre). También nos conduce más allá de los temas del sexismo y la discriminación, pues el artista es así una figura simbólica, a través de la cual se da forma figurativa a las fantasías públicas. Hasta cierto punto estas fantasías, infantiles y narcisistas, no tienen un género exclusivamente masculino. Pero sí funcionan para sustentar una leyenda patriarcal. Escribir acerca de un artista de un modo biográfico es en sí una operación doblemente determinada. Por una parte, representa un deseo de acercarse al héroe, mientras que, por otra, la obra y el héroe deben seguir sacralizados, ser tabú, de manera que se evite el asesinato inconscientemente deseado del padre que el héroe disfraza y, a la vez, se mantenga la ilusión teológica del arte que compensa de manera similar estos deseos en conflicto. Así, Freud escribía en su estudio sobre Leonardo da Vinci: Los biógrafos están obsesionados por sus héroes de una manera bastante especial. En muchos casos han escogido a su héroe como el tema de sus estudios porque — por razones de su propia vida personal emocional— han sentido un especial afecto por él desde el inicio. Entonces dedican sus energías a esta tarea de idealización, con el fin de incluir al gran hombre entre sus modelos infantiles, de revivir en él, tal vez, la idea que el niño tiene de su padre. Para colmar este deseo borran los rasgos individuales de la fisionomía de su sujeto; aplanan las huellas de las luchas de su vida con las resistencias internas y externas y no toleran en él ningún vestigio de debilidad o imperfección humanas. Entonces nos obsequian con lo de que de hecho es una figura fría, extraña, ideal, en lugar de un ser humano con el que podríamos habernos sentido cercanos en la distancia32.

En su análisis de la interpretación que hace Freud de los biógrafos, que podríamos aquí sustituir por los historiadores del arte, Kofman señalaba el juego de la idealización, de la identificación y también de la necesidad de mantener al artista como alguien distinto y especial. Así, Freud dispone minuciosamente un espacio para que el psicoanálisis funcione como un mediador entre el artista y el público. El biógrafo/connoisseur/historiador del arte escribe desde una ambivalencia constante, desde un deseo de acercar al artista y a la vez mantener una distancia, de gestionar la admiración y la rivalidad en la que los deseos asesinos inconscientemente dirigidos


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hacia el padre y desplazados hacia el héroe admirado se gestionan mediante la maestría del autor sobre su sujeto. La veneración teológica del artista vela su reverso, una identificación narcisista con un héroe idealizado. La aplicación del psicoanálisis al arte parece en sí asesina, puesto que trata de renunciar a estas inversiones infantiles en la figura del artista/héroe, para permitir que el artista sea analizado y explicado por los mecanismos psíquicos a los que todos estamos sometidos. Por una parte, la obra de arte es una de las ramificaciones de lo que está reprimido en el artista, y como tal es simbólica y sintomática. Puede descifrarse a partir de huellas, de detalles minúsculos que señalan que la represión no ha sido del todo lograda; este fracaso es lo único que abre un espacio de legibilidad en la obra33.

Para Freud no hay misterio en el arte; pero sí el desafío de descifrar sus significados, desafío que no se suscita porque el artista sea diferente, sino como resultado de la “normalidad” del artista, del hecho de que este sea como el resto de nosotros. El psicoanalista actúa como mediador entre el artista y el público, entre el padre y el hijo, porque el hijo no puede soportar mirar a su padre a la cara más de lo que puede confrontarse a su propio inconsciente. […] La contribución del psicoanálisis a la biografía es haber mostrado que el artista no es más héroe o gran hombre de lo que lo somos nosotros. La “aplicación” del psicoanálisis invierte completamente la actitud de las biografías tradicionales. “Matar” al padre quiere decir renunciar tanto a la idealización teológica como a la identificación narcisista que da pie al deseo del sujeto de ser su propio padre. Pero también significa respetar el superyó, que es el único que hace posible la renuncia al principio de placer34.

Sarah Kofman sitúa a Freud, e indirectamente al psicoanálisis, como el “nuevo iconoclasta”, desafiando la idealización religiosa y la identificación narcisista con el artista de forma que se pueda superar “la infancia del arte” y llegar al ámbito de la necesidad, donde la admiración idealizadora hacia el artista queda superada por el análisis “adulto” de las obras artísticas en tanto textos que deben descifrarse. En última instancia, el análisis desmitificador revelará, según Freud, no a un genio místico, “sino a un ser humano con quien nosotros podríamos sentirnos en una cercanía distante”. Esta idea es de una importancia particular para el feminismo en su lucha con el canon. Si introducimos en nuestras lecturas sobre la


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historia del arte demasiados apuntes acerca de la vida personal del artista —traumas o experiencias específicamente femeninas, por ejemplo— o, si nos basamos en nuestras propias experiencias vitales para ayudar a entender qué estamos mirando, podrían rechazarnos por ofrecer unas lecturas demasiado subjetivas que están insuficientemente contenidas por la necesaria objetividad de la distancia histórica racional. Por otro lado, el feminismo puede reclamar de modo legítimo estas ideas freudianas para apoyar la labor teórica de equilibrar la investigación histórica con unas ideas cuidadosamente presentadas y desarrolladas a partir de nuestras historias vividas acerca de la importancia de lo psicosimbólico en la elaboración y la interpretación de textos culturales. El proyecto que propone Freud, sin embargo, que emerge en el mismo momento que la propia Historia del Arte llega a su madurez como disciplina, se ha encontrado y aún se encuentra con una resistencia considerable, porque: El psicoanálisis infligió al hombre una de sus tres grandes heridas narcisistas, al deconstruir la idea de un sujeto autónomo dotado de autosuficiencia y autodominio, de hecho, un sujeto que era su propio creador. El narcisismo, sin embargo, es esencialmente una fuerza de muerte, así que denunciarlo es trabajar a favor de Eros35.

La lectura que hace Sarah Kofman de Freud, por lo tanto, establece dos registros. Uno nos permite tener alguna intuición de lo que está en juego en la canonicidad, en cuanto formalización de esta estructura religiosa-narcisista de idealización del artista. La otra es hasta qué punto esa estructura está muy generizada. Padres, héroes, rivalidades edípicas, no solo reflejan el sesgo específicamente masculino de la atención de Freud. Apuntan a que, en términos estructurales, los mitos del arte y del artista están moldeados dentro de la diferencia sexual y así lo representan en la escena cultural. La pregunta fundacional de Linda Nochlin “¿Por qué no hay ‘grandes artistas mujeres’?” —con este añadido: “en el canon”— puede, mediante este análisis, utilizarse para exponer las estructuras de narcisismo e idealismo del canon, profundamente masculinistas36. La cuestión, por lo tanto, es: ¿podríamos invertir esos elementos e insertar una versión femenina? ¿Madres, heroínas, rivalidad edípica femenina, narcisismo femenino, etc.? ¿Querríamos hacerlo? ¿O deberíamos intentar aliarnos con Freud en el movimiento hacia una relación adulta, y no infantil, con el arte, buscando desinvertirla incluso de un mito femenino, revisado, del artista, y dedicarnos al análisis del enigma de los textos sin el obstáculo de esta idealización narcisista?


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Ilustración 1.3. Richard Samuel (fl. 1768-1787), Nine Living Muses, 1779, óleo sobre lienzo, 130 × 152,5 cm. Londres: Royal Academy of Art. (De izquierda a derecha, sentadas: Angelica Kauffmann, Catherine Mabaulay, Elizabeth Montagu; de pie: Elizabeth Carter, Anna Laetitia Barbauld, Elizabeth Linley-Sheridan, Hannah More, Charlotte Lennox)


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Seguramente querríamos estar de parte de Eros y no de Tánatos, del amor y el deseo en nuestra escritura, y no de parte de la muerte, que, bajo la forma del “asesinato” no consumado del padre/madre mediante la idealización del héroe/ heroína, ejerce una constante presión sobre la historia del arte. Utilizando el análisis de Sarah Kofman de la estética de Freud, podemos entonces dirigir el foco analítico al deseo feminista, a la inversión de las mujeres en el arte y a las artistas que son mujeres (Ilustración 1.3). Planteo esta pregunta: ¿Qué es lo que hace que nos interesemos en artistas que son mujeres? Parece una pregunta sencilla con una respuesta obvia. Pero ha sido únicamente el feminismo, y no el hecho de ser una mujer, lo que ha permitido y generado este deseo y ha creado, en su política, sus teorías y sus formas culturales, un apoyo representativo que pueda liberar en el discurso aspectos del deseo femenino (que es, no obstante, profundamente ambivalente) por la madre y, en consecuencia, por el conocimiento sobre las mujeres37. A la luz de lo anterior, sin embargo, cualquier deseo, feminista o de otro tipo, parece ahora más complejo. ¿Por qué, como feminista, me intereso por artistas que, debido al sexismo de la historia del arte, no ofrecen ninguna recompensa en cuanto figuras canonizadas, culturalmente idealizadas? ¿Pueden las olvidadas mujeres artistas del pasado funcionar para mí como un ideal narcisista? ¿Quiero elevarlas como heroínas semidivinas? ¿Qué estamos haciendo cuando intentamos que funcionen como tales (si es que, de hecho, podemos hacerlo dentro de los regímenes actuales de la diferencia sexual)? ¿Y si deseo algo distinto de estos relatos de mujeres? Es decir, ¿es posible hacer la labor que quiero hacer sobre las mujeres artistas dentro de una disciplina apuntalada por una estructura mítica y psíquica no reconocida que activamente obstaculiza el descubrimiento histórico de la diferencia, que hace que las historias recordadas de las mujeres no sean interesantes? La respuesta probablemente es no. Una escritura de las historias del arte mediada por el deseo feminista, ¿marcaría una diferencia de otro tipo, una diferencia antimítica, no heroica, y aun así capaz de analizar las obras de arte en busca de las huellas de subjetividades que no son como yo, pero que pueden hablarme “en lo (históricamente variable) femenino” debido a una feminidad común? Desde hace tiempo he sostenido que la “historia del arte”, en la medida en que encarna y perpetúa este narcisismo dual y esta actitud religiosa hacia el artista como núcleo de su disciplina, no puede sobrevivir al impacto del feminismo, una práctica que, necesariamente, debe deconstruir ese núcleo si es que quiere poder hablar de las prácticas artísticas de las mujeres. Pero aquí quiero proponer que apliquemos las intuiciones teóricas que hemos adquirido de la obra de Freud sobre los connoisseurs


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a la práctica feminista. Aquí precisamente hay un espacio para la intervención feminista. Incluso aunque el psicoanálisis freudiano en último término privilegia el lugar del Padre, entendiendo todos los relatos culturales como modelados sobre las angustias edípicas masculinas, y, como aquí, haciendo que el Padre/Héroe ocupe un lugar central en su análisis de la historia del arte, en su teoría ofrece una manera de exponer los deseos y las fantasías que hasta ahora han hecho que sea inconcebible imaginar a las mujeres en el canon. Las mujeres, en tanto que representantes de la Madre, no son Héroes. La historia de la relación femenina con la Madre adopta un curso totalmente diferente. Por eso empezaré el libro leyendo la obra de artistas canónicos en busca de huellas de lo maternal. Las historiadoras de arte pueden incurrir en la identificación, la idealización y la fantasía narcisista, puesto que muchos de los procesos psíquicos que Freud analizó son comunes a los sujetos masculinos y femeninos en la formación preedípica, y, lo que es más importante, porque, en ausencia de otras leyendas, mitos e imágenes, las mujeres construyen subjetividades hibridizadas con el bricolage de lo que ofrece la cultura falocéntrica. La cultura falocéntrica, sin embargo, se basa en sustituciones y represiones, especialmente de la Madre. Si uno de los proyectos clave del psicoanálisis es leer buscando las huellas de la represión incompleta, una manera de avanzar sería, por lo tanto, leer a contrapelo paterno en busca de lo materno. Podemos leer en busca de la Madre, de manera global, en la obra de artistas que son hombres y que son mujeres, aunque descubriremos especificidades y diferencias que no son la diferencia única que decreta la lógica fálica. Esto proporciona un territorio en el que podemos tanto deconstruir el mito del “gran hombre” como, después, leer productivamente las obras de artistas hombres más allá de sus limitados y repetitivos estribillos. De este modo, podría hablarse de los mitos, las figuras y las fantasías que nos permitirían ver lo que han hecho las mujeres artistas, leer buscando las inscripciones en lo femenino para proporcionar, con nuestra escritura crítica, un apoyo figurativo para los deseos femeninos en un espacio que pueda también albergar los deseos masculinos en conflicto, liberados de su envoltura teológica en la imagen idealizada del artista canónico. Además, las diferencias entre los hombres que actualmente se reconocen tan solo en la supresión de todos los egos ideales del grupo con la excepción de uno, pueden articularse sin la angustia que acecha incluso la escritura de Freud cuando tiene que abordar la homosexualidad de Leonardo38. La diferencia ya no será la línea de demarcación entre lo canónico y lo no canónico, sino el tema mismo que abordemos de manera compleja en el ampliado y más comprensivo análisis de la cultura, liberado de la idolatría hacia el Padre blanco y el Héroe blanco.


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19 Ibíd., p. 26. 20 Barthes, Roland, “Myth Today”, en Mythologies [1957], Annette Lavers (trad.), Londres, Paladin Books, 1973 [ed. org.: Mythologies, París, Éditions du Seuil, 1957; ed. esp.: Mitologías, Buenos Aires, Siglo xxi, 1980]. 21 “Lo que el mundo aporta al mito es una realidad histórica, definida […] por la manera en la que los hombres la han producido o empleado; y lo que el mito da de vuelta es una imagen natural de esta realidad.” Ibíd., p. 142. 22 Williams, Raymond, Marxism and Literature, Oxford, Oxford University Press, 1977, p. 115 [ed. esp.: Marxismo y literatura, Guillermo David (trad.), Buenos Aires, Cuarenta ríos, 2010]. 23 Ibíd. 24 Ibíd., p. 116. 25 Spivak, Gayatri Chakravorty, “Imperialism and Sexual Difference”, Oxford Literary Review 8, 1-2, 1986, p. 225. 26 Williams, Raymond, op. cit., p. 118. 27 Freud, Sigmund, New Introductory Lectures [1933], Penguin Freud Library, 2, Harmondsworth, Penguin Books, 1973 [ed. org.: Neue Folge der Vorlesungen zur Einfuhrung in die Psychoanalyse, G.S., 12, 151; G.W., 15; ed. esp.: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933), José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2017]. 28 Kofman, Sarah, The Childhood of Art: An Interpretation of Freud’s Aesthetics, Winifred Woodhull (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1988, p. 11 [ed. org.: L’enfance de l’art: Une interprétation de l’esthétique freudienne, París, Payot, 1970; ed. esp.: El nacimiento del arte. Una interpretación de la estética de Freud, Patricio Cantó (trad.), Buenos Aires, Siglo xxi, 1973]. 29 Ibíd., p. 15. 30 En este punto siempre hay quien se altera, porque parece sugerir que se está llamando infantiles a determinadas poblaciones que aún se aferran a estas formas de religión. El error es suponer que el estadio infantil es propio de la infancia, así como que se supera alguna vez. Las experiencias arcaicas y sus fantasías correspondientes siguen siendo un rico recurso y un condicionante de peso en el comportamiento adulto. Infantil es un término técnico y se refiere tanto a los momentos fundacionales de las historias psicológicas individuales como a un registro continuado de sentidos y afectos en el sujeto humano. 31 Kofman, Sarah, op. cit., p. 18. 32 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], en Penguin Freud Library, 14, Harmondsworth, Penguin Books, 1985, pp. 143-232 [ed. org.: Fine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, G.S., 9, 371; G.W., 8, 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2014]. 33 Kofman, Sarah, op. cit., p. 15. 34 Ibíd., p. 20. 35 Ibíd., p. 21. 36 La primera versión de este famoso ensayo, publicado en Vivian Gornick y Barbara K. Moran (eds.), Woman in a Sexist Society, Nueva York, Basic Books, 1971, pp. 480-511, llevaba ese título. La publicación posterior en Thomas B. Hess y Elizabeth C. Baker (eds.), Art & Sexual Politics, Nueva York y Londres, Collier Macmillan, 1973 se titula: “Why Have There Been No Great Women Artists?” 37 Me apoyo aquí en los argumentos de Silverman, Kaja, en The Acoustic Mirror, Bloomington, University of Indiana Press, 1988, p. 125, sobre la manera en que el feminismo se basa en los “recursos libidinales del complejo de Edipo negativo”, refiriéndose este último al deseo edípico de la niña por la madre, así como su identificación con ella en la formación de su propia feminidad. Ese deseo, presente en todas las mujeres, está reprimido por la cultura. Este comentario no quiere decir que el feminismo descubriera el deseo sexual centrado en la mujer, sino que desató dentro de una corriente cultural ese elemento del inconsciente femenino al que lo Simbólico falocéntrico niega el apoyo representacional. 38 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood”, op. cit.


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Ilustración 2.1. Adélaïde Labille Guiard (1749-1803), Autorretrato con dos alumnas: la señorita Marie Capet (1761-1818) y la señorita Carreaux de Rosemond (fl. 1788), 1785, óleo sobre lienzo, 210,8 × 151,1 cm. Nueva York. Museo de Arte Metropolitano


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2 DIFERENCIANDO: EL ENCUENTRO DEL FEMINISMO CON EL CANON

El encuentro del feminismo con el canon ha sido complejo y se ha producido en muchos niveles: político, ideológico, mitológico, metodológico y psicosimbólico. Quiero plantear una serie de estrategias que se corresponden con las posturas, relacionadas pero también contradictorias, que ha adoptado el enfrentamiento del feminismo con el canon a partir de que el movimiento de las mujeres entrara por primera vez en las guerras culturales, a principios de la década de 1970. Estas diferentes posturas representan momentos tácticos, cada uno de ellos tan necesario como contradictorio, mientras que la acumulación de nuestras prácticas y de nuestra actividad de pensamiento está empezando a producir una disonancia crítica y estratégica con respecto a la historia del arte que nos permite imaginar otras formas de ver y de leer las prácticas visuales, distintas a las encerradas dentro de la formación canónica. TRES POSICIONES primera posición El feminismo se enfrenta al canon en cuanto es una estructura de exclusión La tarea inmediata posterior a 1970 fue la necesidad absoluta de rectificar los huecos en el conocimiento histórico producidos por la omisión sistemática de las mujeres de todas las culturas en la historia del arte (Ilustración 2.1)1. El único lugar donde se podía atisbar la obra de una mujer era en los sótanos o en los almacenes de los museos nacionales2. La recurrente reacción de sorpresa que nosotras, como docentes, conferenciantes y escritoras, observamos regularmente en el alumnado de cada nueva clase o en el público nuevo de nuestras conferencias sobre mujeres artistas cuando descubren que ha habido mujeres artistas en general, y que, además, han sido tantas y tan interesantes, es prueba de la reiterada necesidad de esta investigación básica. Las evidencias de la parti-


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cipación continua de las mujeres en las bellas artes siguen siendo el paso fundamental para exponer el carácter selectivo del canon y sus sesgos de género. Pero, a pesar del volumen en aumento de las investigaciones y de las publicaciones sobre artistas que son mujeres, la Tradición sigue siendo la tradición, con las mujeres en sus compartimentos especiales y separados, o añadidas como suplementos de corrección política. En el Relato sobre el Arte, las artistas mujeres son un contrasentido, un añadido incomprensible, disponible en nuestros tiempos postfeministas para aquellas mujeres interesadas en leer sobre esta marginalia. La verdadera historia del arte sigue sin haber sido afectada en lo esencial porque su centro mitológico y psíquico no tiene que ver de manera fundamental o exclusiva con el arte o con sus historias, sino con el sujeto masculino occidental, con sus apoyos míticos y sus necesidades psíquicas. El Relato del Arte es un Relato ilustrado del Hombre. Con ese fin y, paradójicamente, necesita invocar de forma constante una feminidad concebida como lo otro negado, que es lo único que permite la inexplicada sinonimia entre hombre y artista. Sin embargo, como apunta de manera tan sugerente la expresión “Maestra Antigua”, empleada por primera vez en 1972 por Ann Gabhart y Elizabeth Broun, la exclusión de las mujeres es algo más que un mero descuido3. No hay un término equivalente de valoración y respeto para las grandes maestras del arte que pueda compararse con el de los maestros antiguos que forman la sustancia misma del canon. Estructuralmente, sería imposible volver a admitir a las mujeres artistas excluidas, como Artemisia Gentileschi o Mary Cassatt, a un canon ampliado, sin malinterpretar de manera radical su legado artístico o sin que se produzca un cambio de peso en el concepto mismo de canon en cuanto el discurso que legitima el arte que debemos estudiar. A nivel político el canon está “en lo masculino”, así como en el plano cultural es “de lo masculino”. Esta afirmación no resta valor a la labor vital e importantísima que se ha llevado a cabo en la investigación, la documentación y el análisis de las mujeres artistas en antologías, monografías y estudios exhaustivos. Los términos establecidos por la tradición selectiva hacen que revisar por completo el olvido de las mujeres artistas sea un proyecto imposible, porque una revisión de este tipo no se enfrenta a dichos términos, que son los responsables de ese olvido. Así pues, después de más de veinte años de labor feminista rectificando los huecos del archivo, aún nos enfrentamos a la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos conseguir que el trabajo cultural de las mujeres sea una presencia efectiva en el discurso cultural, que cambie tanto el orden del discurso como la jerarquía de género en un único y mismo movimiento deconstructivo?


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segunda posición El feminismo se enfrenta al canon como una estructura de subordinación y dominación que margina y relativiza a todas las mujeres según su lugar en las estructuraciones contradictorias del poder: raza, género, clase y sexualidad. En respuesta no solamente a la exclusión sino a la devaluación sistemática de cualquier aspecto estético asociado con las mujeres, las feministas han intentado valorizar las prácticas y los procedimientos que practican especialmente las mujeres que carecen de estatus en el canon, o que se relacionan con ellas, por ejemplo el arte fabricado con textiles y cerámica4. Patricia Mainardi escribía en 1973: Las mujeres siempre han creado arte. Pero las artes más valoradas por la sociedad masculina les han estado vedadas a las mujeres únicamente por ser mujeres. En lugar de dedicarse a ellas, han invertido su creatividad en las artes de la aguja, que existen en una variedad increíble, y que, de hecho, son una forma de arte universal femenina que transciende la raza, la clase y las fronteras nacionales. El de la aguja es un arte en el que las mujeres controlaban la educación de sus hijas y la producción de arte, en el que eran también la crítica y el público. […] Es nuestra herencia cultural5.

Las obras tejidas, bordadas o cosidas de las mujeres han revelado que el intento del canon occidental de valorar por encima de todas las demás su cultura de las bellas artes mediante una jerarquía de medios, instrumentos y materiales reviste un carácter problemático. Crear arte con pigmentos y lienzos, mármol o bronce se ha convertido en algo culturalmente más avanzado que hacerlo con telas e hilos, madera, arcilla y pigmentos. Las feministas, sin embargo, han defendido que en el textil reside un valor cultural profundo, más allá de su valor utilitario, y que constituye un espacio de producción de significados culturales (religiosos, políticos, morales, ideológicos). Así, la división canónica entre las formas de arte manuales e intelectuales, entre las prácticas auténticamente creativas y las meramente decorativas, ha sido desafiada en nombre no solo de las mujeres occidentales sino de las culturas no occidentales en general. Al mostrar cómo el arte del bordado, que en un momento dado fue la forma cultural más valorada de la cultura eclesiástica medieval, fue progresivamente desprofesionalizado, domesticado y


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feminizado, las historiadoras del arte feministas han denunciado tanto la relatividad de las valoraciones culturales como la relación íntima entre el valor y el género6. Las prácticas culturales que suelen minusvalorarse porque se identifican (de manera incorrecta) con lo doméstico, lo decorativo, lo utilitario, lo diestro —cosas todas ellas que la lógica patriarcal caracteriza de manera negativa como “femeninas”— aparecen como meros ejemplos de la diferencia y confirman paradójicamente (en lugar de cuestionarlo) el estatus canónico —normativo— del resto de las prácticas de los varones. Aquí tenemos un buen ejemplo de lo que supone estar atrapadas en un binarismo en el que la valoración inversa de lo que hasta el momento había sido devaluado no quebranta en absoluto el sistema de valores. No obstante, el discurso feminista sobre y desde la posición marginada, que interrumpe la historia del arte mediante una voz política que desafía las jerarquías del valor, sí tiene una fuerza subversiva. Pelea dentro de la estructura subyacente que yo me empeño en exponer: el arte es a menudo un debate disfrazado sobre el género. Así pues, la base de la revalorización de las colchas de retales tejidas y cosidas reside en el cambio en la apreciación de la labor y la creatividad de la esfera doméstica, o en la valoración de las tradiciones de las elecciones y problemas estéticos de las mujeres de clase obrera. Dentro de la división categórica de los géneros hay un realineamiento de lo que se valora estéticamente mediante el establecimiento de relaciones más complejas entre el arte y las experiencias sociales de sus productoras, que pertenecen a una clase y a un género concretos. La dificultad sigue estribando, no obstante, en que, cuando habla de las mujeres y desde ellas, el feminismo confirma la concepción patriarcal de que la mujer es el sexo, el signo del género, perpetuamente el Otro particular y sexualizado de un signo universal Hombre que parece transcender su sexo para representar a la Humanidad. Este interés en el arte que se queda apegado a las prácticas de la vida cotidiana también mantiene este arte vinculado al ámbito de la Madre. Los temas del Otro y de la Madre, siempre potentes recursos para la resistencia, nos atrapan no obstante en un compartimento regresivo de una narración patriarcal y de una mitificación de la Cultura como el ámbito del Padre y del Héroe. Por lo tanto, hablar abiertamente de la cuestión reprimida del género equivale a confirmar las peores sospechas de la cultura dominante, es decir, que, si a las mujeres se les permite hablar, de lo único que saben hablar es de (su) sexo.


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tercera posición El feminismo se enfrenta al canon en cuanto estrategia discursiva en la producción y reproducción de la diferencia sexual y de sus complejas configuraciones con el género y los modos de poder relacionados. Deconstruir las formaciones discursivas conduce a la producción de conocimientos radicalmente nuevos que contaminan los dominios en apariencia “agenéricos” del arte y de la historia del arte mediante la insistencia en que el “sexo” está en todas partes. El canon se vuelve visible como enunciación de la masculinidad occidental, ya ella misma saturada por su propia formación sexual traumatizada. La diferencia clave con la segunda posición es esta. Con el mismo gesto por el que confirmamos que la diferencia sexual estructura las posiciones sociales, las prácticas culturales y las representaciones estéticas de las mujeres, también sexualizamos y, por lo tanto, desuniversalizamos lo masculino, exigiendo que el canon se reconozca como un discurso generizado y que engen(e/d)ra7. No es una cuestión de sexismo a la inversa. Esta tercera estrategia supera el sexismo y su inversión directa nombrando las estructuras que implican tanto a hombres como a mujeres porque producen de manera relativa la masculinidad y la feminidad, suprimiendo, en el mismo movimiento, la complejidad de las sexualidades que desafían este modelo de sexo y género. La interrupción feminista de la división (hetero)sexual naturalizada identifica las estructuras de la diferencia sobre las que se erige el canon, analizando los mecanismos que emplea para mantener únicamente esa diferencia: la mujer como Otro, sexo, carencia, metáfora, signo, etc. Esta tercera posición ya no opera desde dentro de la historia del arte como una protesta o un correctivo a la disciplina. Su propósito no es la equidad. No solo busca que haya más mujeres en los libros de historia del arte o una mejor cobertura de las artes decorativas en comparación con las bellas artes (primera postura). Tampoco opera desde fuera, o en los márgenes, no expresa la absoluta diferencia de las mujeres, valorando la esfera femenina (segunda postura). Implica un desplazamiento, desde los espacios estrechamente limitados de la historia del arte en su calidad de formación disciplinaria, hacia un espacio de sentido emergente y opositor que llamamos el movimiento de las mujeres, que no es un lugar aparte, sino un movimiento a través de los campos discursivos y de sus bases institucionales, a través de los textos de la cultura y de sus cimientos psíquicos.


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El juego con la palabra “movimiento” nos permite seguir teniendo presente la colectividad política en la que debe basarse la labor feminista y, al mismo tiempo, nos permite rechazar su encierro dentro de una categoría llamada feminismo. El feminismo no solo será un enfoque más en la pluralización caótica a la que una historia del arte amenazada recurre desesperadamente con la esperanza de conservar su hegemonía mediante la incorporación táctica. El concepto de movimiento se asocia también con lo que hace el ojo mientras lee un texto: la re-visión, en los términos de Adrienne Rich. Leer se ha convertido en un significante cargado de un nuevo tipo de práctica crítica, re-leer los textos de nuestra cultura de manera sintomática, buscando tanto lo que no se dice como lo que sí. El significado se produce en los espacios intermedios y eso es lo que estamos moviendo a través de los cánones, las disciplinas y los textos, para escuchar, ver y entender de nuevo. Precisamente, fue a través de estos movimientos entre las formaciones disciplinarias, entre la academia y la calle, entre lo social y lo cultural, entre lo intelectual y lo político, entre lo semiótico y lo psíquico, como las mujeres pudieron aprehender las interrelaciones entre las formaciones dominantes en torno a la sexualidad y el poder que dan forma a los signos externos y visibles de los hábitos concretos y los procedimientos profesionales de una disciplina o una práctica pero quedan a la vez ocultas por ellos. Así, desde el espacio nuevo y las nuevas relaciones entre mujeres que operan en muchos campos creados por la aparición del movimiento de las mujeres, las feministas intervienen en la historia del arte para generar formas ampliadas para las historias del arte8. Yo misma estudio algunos de los objetos que estudiaría el historiador canónico del arte —Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Degas, Manet— así como los que la historia del arte ignora: Artemisia Gentileschi, Mary Cassatt, Lubaina Himid. Empleo algunos de los mismos procedimientos y examino algunos de los mismos documentos. Pero trabajo desde y sobre otro ámbito de estudio, que produce un objeto diferente. Michel Foucault definía un discurso no por los objetos dados que estudia, sino por los objetos que produce. Así, la historia del arte no puede entenderse simplemente como el estudio de los artefactos artísticos y de los documentos que el tiempo ha depositado en el presente. La historia del arte es un discurso en la medida en que crea un objeto: el arte y el artista. Desde el “espacio fuera de campo” del feminismo, no confirmo el estatus místico del objeto arte ni el concepto teológico del artista, que son los proyectos centrales del discurso histórico del arte. El terreno que exploro es el proceso sociosimbólico de la sexualidad y la constitución del sujeto dentro de la diferencia sexual, que a su vez se sitúa dentro del campo de


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la historia, en cuanto moldea y es moldeada dentro de una historia de representaciones visuales compuestas con intención estética. La frase “el sujeto en la diferencia” nos traslada más allá de cualquier idea fija de la masculinidad o de la feminidad, nos lleva al proceso dinámico de la subjetividad constituida social e históricamente en el nivel psicosimbólico, que es el nivel en el que las culturas se inscriben sobre cada persona sexuada, hablante. La historia se concibe tradicionalmente en términos de cambios acelerados, impulsados por el desarrollo de los acontecimientos. La escuela de historiadores franceses de los Annales, sin embargo, centró su atención en el impacto sobre la vida social y cultural de factores que tenían una larga duración, como el clima, la localización geográfica, la producción alimentaria, la cultura y el folklore establecido. Muchas cosas que debido a su temporalidad extensa parecen ser ahistóricas pueden así entenderse de manera diferente, como históricas. Julia Kristeva ha asumido este desafío reflexionando sobre los temas de la diferencia sexual y de su inscripción mediante formaciones psíquicas que tienen historias tan largas —como el orden falocéntrico en Occidente— que acaban por parecer hechos naturales e inmutables9. Las teorías de Freud sobre la subjetividad y el sexo a menudo se consideran universalistas y ahistóricas por las mismas razones. Claramente la sexualidad y la subjetividad tienen historias en distintos planos y temporalidades; cambian bajo la fuerza de los levantamientos sociales, políticos y económicos, mientras que, en otros niveles, siguen siendo más constantes10. El feminismo —un producto de una coyuntura histórica moderna que se fecha a partir de mediados del siglo xix— tiene una longue durée en la que aún estamos, a finales del siglo xx, esperando a que termine su misión: la modernización de la diferencia sexual, que ha atravesado diversas fases, desde lo filosófico a lo político y ahora a lo corpóreo, lo sexual, lo semiótico y lo psicológico. Pero este intento de modernización puede también leerse como un nuevo capítulo de la historia de las antiguas estructuras de la diferencia sexual. La teoría feminista, en su contemporánea complejidad arraigada en sus legados históricos, puede ahora imaginar y diseñar un desafío a la longue durée de las estructuras profundas de los sistemas patriarcales o falocéntricos de todo el mundo, que han prevalecido durante tanto tiempo y que han acabado por parecer “un hecho natural”. Por eso, el psicoanálisis es uno de los principales aliados en las intervenciones feministas en los campos de la historiografía y la historia del arte. Se ha convertido en el recurso teórico provisoriamente necesario dentro de la modernidad, que nos permite operar en la cúspide de estas temporalidades entrecruzadas, aunque a menudo ampliadas, del sexo, la subjetividad y la diferencia.


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Según el discurso psicoanalítico, cada sujeto, cada sexo, cada identidad experimenta procesos y estructuras de diferenciación que, sin embargo, aparecen en las representaciones culturales, desde el lenguaje hasta el arte, como posiciones separadas, como sexos fijos, como identidades distintivas que no necesitan de una producción. Salir de la representación de una diferencia innata, anatómica o biológicamente determinada, y encaminarse hacia los procesos siempre inestables y desintegradores de la diferenciación psicológica y semiótica, con el juego siempre dinámico de la subjetividad, crea espacios para una diferenciación feminista de la canonicidad, que es un elemento en la política más amplia de la diferenciación de los órdenes actuales de la diferencia sexual. Si esta alianza con las historias del sujeto y con las teorías de su sexuación nos permite desestabilizar la imagen ilusoria del sujeto masculino, también deshace todo mito comparable de la feminidad, la idea de que la feminidad es algo o tiene una esencia, que es el opuesto de la masculinidad, que lo femenino es, en cualquier sentido, menos conflictivo o deseante. Para el sujeto femenino, por definición, debe haber una subjetividad tan compleja, ambivalente, contradictoria y precaria. En algunos momentos ambos comparten procesos comparables en su formación arcaica. Pero están sometidos a marcas de distinción allí donde una cultura ya erigida sobre la diferencia del sexo se anticipa a sus sujetos aún no formados con unas expectativas fijas y que fijan. Estos signos culturales de un sistema concreto de la diferencia sexual son la señal de entrada que el análisis feminista escoge para su enfrentamiento con el falocentrismo. Pero lejos de limitarse a repudiar cualquier señal de feminidad y de diferencia femenina como el efecto de un sistema falocéntrico, el feminismo también reconocía que en las variaciones, etiquetadas como femeninas, de las trayectorias que conducen a la sexuación (inestable) de la subjetividad se sitúan las fuentes del placer en y de lo femenino y la articulación de deseos femeninos específicamente confrontacionales. Por supuesto, hay feminidades en plural, más que una feminidad y punto. El enfrentamiento entre las lecturas feministas y el canon debe desordenar el familiar régimen de la diferencia, pero no en el nombre de una indiferenciación liberal (somos todos seres humanos) ni en términos de una diferencia absoluta y fundamental (hombres contra mujeres) (¿Qué hombres? ¿Y qué mujeres?). El proyecto de una crítica feminista se emprende en nombre de quienes sufren más los efectos de un régimen de la diferencia que impone su precio a todos los sujetos que constituye. Quienes viven bajo el signo de Mujer, marcadas como “femeninas”, tienen un interés especial en la deconstrucción del falocentrismo y un propósito concre-


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to para la comprensión ampliada de todas las subjetividades y de sus condiciones sociales, al que contribuyen las relecturas feministas. El término “femenino” puede, por lo tanto, entenderse radicalmente para designar tanto al otro negado del modelo falocéntrico —una ausencia— como a la potencialidad aún ignota de lo que hay más allá de la imaginación falocéntrica —una ampliación—. Lo femenino es, por lo tanto, una “diferencia de” la norma y el significante de una estructura de subjetividad potencialmente diferenciadora. Las intervenciones feministas deben implicar una concepción materialista y social de lo que Gayle Rubin ha denominado “la economía política del sexo”11. Del mismo modo, al abordar lo social mediante la subjetividad como proceso, necesitamos atender a un ámbito interrelacionado pero también irreductible, teorizado por el psicoanálisis: el ámbito psicosimbólico12. El sujeto de esta teoría está escindido, es consciente e inconsciente, y se forma mediante su implicación en el empleo de símbolos, es decir, del lenguaje, que lo separa radicalmente de su materialidad nunca conocida por completo. El sujeto es una acumulación de pérdidas y separaciones que lo hacen derivar lejos del cuerpo y el espacio de la madre, creando, en esa división, fantasías retrospectivas sobre la completitud, la unidad y la indiferenciación. Es aquí donde el terror de la diferencia marca por primera vez al sujeto masculino con una angustia hacia el otro, que está significado por lo femenino. La división que se produce en su devenir sujeto, que se señala mediante el acceso al ámbito Simbólico del lenguaje, y que cada cultura moldea de maneras específicas, genera otro espacio de significación, que acompaña siempre al sujeto hablante. Esto es lo que Freud llama el inconsciente. El inconsciente es el lugar de determinación activa de todo lo que se reprime a partir del largo y duro viaje que el individuo emprende para convertirse en sujeto, dentro del sexo y el lenguaje. Lo que no se admite en la consciencia por parte del orden regulado de la cultura, por el orden Simbólico, es remodelado por su transformación en el otro régimen de significación que caracteriza al inconsciente, y se nos da a conocer únicamente mediante sueños, lapsus y en una represión incompleta que sale a la superficie en las prácticas estéticas. A su vez, lo reprimido se convierte en una especie de inconsciente estructurante del sujeto, quien, tanto a consecuencia del inconsciente cultural encarnado en el lenguaje al que accede, como debido al inconsciente individual producido por su singularidad familiar y su historia social, vive en una condición paradójica de no saber perpetuamente qué es, pese a estar colmado de ilusiones y representaciones que fabrican una identidad que sigue ignorando sus condiciones reales de existencia.


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SOBRE LA DIFERENCIA Y LA DIFFÉRANCE La diferencia, definida sociológicamente como diferencia de género y concebida en fechas más recientes como una posición psíquica y lingüística mediante el psicoanálisis, entendida como diferencia sexual, ha desempeñado un papel esencial en la teoría feminista. La diferencia significa la división entre “hombres” y “mujeres” cuyo resultado es una jerarquía en la cual a quienes están situadas dentro de la categoría social del género femenino o asignadas a la posición psicolingüística como femeninas se les valora negativamente en relación a lo masculino u “hombre”. El filósofo francés Jacques Derrida ha inventado un término nuevo, différance, para expresar dos sentidos del verbo francés différer: “Por una parte [différer] indica la diferencia entendida como distinción, inequidad o discernibilidad; por otro lado, expresa la interposición de un retraso, el intervalo de espaciar y temporalizar que relega a “después” lo que se niega en el presente”13. Este segundo sentido se acerca más al verbo diferir en castellano (defer en inglés). Lo importante aquí es que el lenguaje, cuyos significados son producidos por las diferencias (más que en términos positivos), trata de fijar las distinciones necesarias para que haya un significado, mientras que estructuralmente socava cualquier carácter fijo del significado, puesto que todo significado se apoya en lo que no se ha dicho, es decir, en todo el resto de significantes dentro del sistema en su conjunto, o en un grupo de ellos, que están ahí esperando, apoyando negativamente al significante que ha sido pronunciado o escrito. Hombre y Mujer, dos términos que afirman mutuamente una diferencia aparentando ser los polos fijos de una oposición natural, no son sino dos significantes relativos en una cadena descendente cuyo significado se difiere de manera constante. Hombre no puede significar nada sin ese otro término cuya copresencia en el significado mismo de cada uno de los dos términos socava el tipo de valor o significado fijo que Hombre trata de afirmar y contener. Différance no es un concepto que reemplaza a diferencia. Lo desafía, desbordando y alterando la “economía clásica del lenguaje y la representación”, que es el instrumento de la jerarquía y del poder social. Hombre es un momento en una cadena de signos que siempre incluye a sus otros diferenciadores, productores de significado: Mujer, Animal, Sociedad o sea cual sea la diferencia que sirve de eje para cada afirmación. El significante Hombre parece prometer la presencia, autoconstituida y fija, de algún ente. De hecho, no hay ninguna presencia, sino una relación implícita y negativa con una serie de significantes, que tampoco están vinculados firmemen-


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te a una esencia. La oposición binaria que estructura buena parte de la cultura burguesa moderna es Hombre frente a Mujer: dos elementos, dos categorías, dos seres separados y distintos. La deconstrucción apunta que lo que tendríamos en su lugar es un sistema cuyo efecto es esa división binaria aunque, de hecho, es un sistema de significación que arbitrariamente crea distinciones que siempre son codependientes, coextensivas y cambiantes. Los significantes Hombre y Mujer no solo son arbitrarios en el plano del lenguaje. Crean una diferencia, inscriben un valor social y culturalmente determinado sobre lo que está así diferenciado. Esto no se hace mediante meros marcadores lingüísticos de la diferencia dada, sino mediante significantes que sirven para diferenciar prima facie de maneras concretas. La semiótica identifica así el carácter abiertamente ideológico del recurso a la naturaleza, es decir, a las diferencias dadas, visibles o deductibles, deconstruyendo esas premisas para exponer un régimen de diferenciación que siempre está social y políticamente motivado. Los significantes Hombre y Mujer, además, marcan espacios en un continuo de significados que dependen del sistema completo para los valores que se les atribuyen a estos términos concretos. Mujer pertenece a un conjunto que incluye naturaleza, cuerpo, pasividad, víctima, sexo letal, intemporalidad, etc., mientras que Hombre se relaciona con los conceptos de mente, social, racional, histórico, actividad, autoridad, agencia, autodeterminación, etc. Estas secuencias son políticas e históricas, y por lo tanto pueden transformarse y se han transformado de manera radical. Confrontar los usos de los signos y articularlos de diferente manera —una batalla de representación— es tanto posible como, desde una perspectiva feminista, necesario14. Aunando la semiótica y el psicoanálisis en su propio neologismo, semanálisis, Kristeva, al igual que Derrida, aunque partiendo de una premisa diferente, la de la división del sujeto definida psicoanalíticamente, subraya el proceso de creación de sentido en el lenguaje por encima de su estructura15. El lenguaje no es un sistema de signos; el significado es más bien un proceso de significación que se mueve constantemente entre (y es movido por) las tensiones entre lo semiótico —el término que Kristeva usa especialmente para la disposición hacia el lenguaje que se encuentra en el ritmo, el sonido y sus huellas de una relación con el cuerpo y sus pulsiones— y lo simbólico, que es lo que convierte a estas disposiciones en articulaciones formales, que tratan de regular y establecer una unidad, una fijación momentánea para el significado y su comunicación social16. El lenguaje se convierte en un espacio doble una vez que el sujeto se sitúa como parte de él, poniendo al


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cuerpo psíquico y material (lo que Freud llama los impulsos y sus representantes) a interaccionar con las limitaciones sociales de sus procesos y potencialidades (la familia, los modos de producción, etc.), poniendo las relaciones de fantasía (el inconsciente) a interaccionar con la función del intercambio social y el establecimiento de autoridad. Este modelo siempre implica los medios del cambio, una transgresión de la frontera de lo simbólico por las irrupciones procedentes del exceso de lo semiótico con sus relaciones privilegiadas con los momentos arcaicos de las pulsiones y del espacio/voz/mirada materna. Kristeva sitúa el arte —literatura, poesía, danza, música, pintura— como un medio privilegiado y, sin embargo, no regresivo para renovar —y en ocasiones para revolucionar— lo simbólico y lo social, es decir, para cambiar radicalmente el orden social del significado, porque hace posible nuevas concatenaciones de significantes y nuevas relaciones subjetivas con ellos. Pero puesto que en sí es un metalenguaje, la semiótica no puede hacer más que postular esta heterogeneidad: en cuanto habla de ella, homogeneiza el fenómeno, lo vincula con un sistema, pierde su dominio sobre él. Su especificidad puede conservarse únicamente en las prácticas de significación que activan la heterogeneidad en cuestión: el lenguaje poético al utilizar libremente el código del lenguaje; la música, el baile y la pintura al expresar las pulsiones psíquicas que no han sido empleadas por los sistemas de simbolización dominantes, renovando así su propia tradición17.

Julia Kristeva, que se ocupaba de una manera bastante abstracta de la lingüística y sus temas, identificaba la feminidad, como posición lingüística, con la transgresión y la renovación semiótica, aunque sin hacerla equivaler a las mujeres. Percibida como una laguna intelectual, su posición ha suscitado mucha crítica por la ausencia de una explicitación feminista de las implicaciones de su teoría. Desde entonces, Kristeva, mediante su propio compromiso más activo con el psicoanálisis, ha confirmado su interés en la feminidad como el ámbito psíquico de las mujeres, así como del otro del sistema simbólico fálico. Pero pasar de un marco lingüístico abstracto que vincula la feminidad y la poética revolucionaria a un compromiso más concreto con las mujeres es precisamente traicionar lo más importante de sus formulaciones tempranas. Esa feminidad —aunque nosotras bien podamos estar obligadas a vivir bajo ella e incluso a abrazarla a la postre— no es equiparable con un término, “mujer”, o con la colectividad social, “mujeres”, que siempre es una fijación de solamente algunas


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de esas posibilidades en un sistema partidario de los significados del término “hombre”, que niega la feminidad y sus potencialidades. Por otro lado, Julia Kristeva se atreve a insistir en un cuerpo para el sujeto que habla, un cuerpo que nunca es una naturaleza y nunca tiene una identidad fijada. Es un cuerpo freudiano, radicalmente heterogéneo y fantástico, el lugar de los impulsos móviles y de los recursos de significación que lo simbólico trata de emplear para sus fines represivos pero socialmente productivos. El cuerpo en este punto no se piensa en términos de género y nunca podrá pensarse así. Pero, a medida que su obra progresa hacia el psicoanálisis, Kristeva puede entender cómo la experiencia del bebé de su cuerpo indiferenciado se moldea en relación a las fantasías de los cuerpos sexualmente marcados, los cuerpos materno y paterno. La conformación del sujeto hablante implica una estructuración de su cuerpo mediante la identificación con unos cuerpos culturalmente diferenciados más que físicamente diferentes y mediante la relación que mantiene con ellos. La diferencia sexual llega a la criatura desde el exterior mediante su incorporación de imágenes y significantes entre los cuales la cultura (a) hace una distinción, pero (b) coloca en relación mutua. Así, la figura parental de la vida temprana del infante, dominada como lo estará por un cuerpo, una voz y una presencia materna y nutricia, aunque incluye un padre arcaico, se divide culturalmente en el estadio edípico, solo cuando el tabú del incesto crea la necesidad de que la criatura se alinee únicamente con un aspecto de su generación parental, lingüísticamente marcada por los términos “madre” y “padre”, que representan la división de roles sexuales y de género, instituida así como masculina y femenina. Puesto que este proceso —que se narra de forma hipotética como un paso desde el nacimiento hasta el acceso al lenguaje y la edipización, la sexuación y la sexualización— ocurre siempre en presencia de un sistema simbólico formado por completo, y puesto que siempre se aprehende de manera retrospectiva y en el presente, como los contenidos reprimidos del inconsciente, que se forma mediante el acceso a lo Simbólico, tenemos que imaginar, por difícil que resulte, que el cuerpo de la criatura es a la vez indiferenciado y siempre ya una parte de ese proceso de différance. Así, sin evocar una feminidad natural, dada, innata, podemos y debemos imaginar a la criatura hembra experimentando su cuerpo emergente y su conformación psíquica como preparación para su inserción en el lenguaje y en lo simbólico de la cultura de maneras que puedan expresarse usando términos sexualmente diferenciados. Lo que hay son posibles cuerpos que devendrán femeninos, que no están previamente dados, sino siempre en el proceso de devenir, y de ahí que podamos hablar tanto de feminidades efectivas como afectivas.


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Así, la prehistoria de la criatura que será llamada a verse a sí misma como mujer no es la imagen en el espejo de ese término porque haya nacido mujer. Esa prehistoria, sin embargo, está siempre en proceso de devenir un sujeto en lo femenino y siempre habrá un exceso específico para ese sujeto protofemenino porque ese devenir ocurre bajo el siempre y ya activo falocentrismo, en sí estructurado por la feminidad que trata de negar en cuanto ausencia. Por lo tanto, la ecuación entre feminidad y exceso transgresor que puede oponerse al orden presente es a la vez una propiedad estructural, tal y como propone Kristeva en sus primeras obras, y un proceso más experiencial que el feminismo emprende de manera activa. Pero, si adoptamos esa posibilidad de hablar de la feminidad y de su relación privilegiada con la revolución sin tener en cuenta el aspecto lingüístico estructural, caemos de bruces en la trampa falocéntrica de las oposiciones binarias, de la diferencia fijada, como si el feminismo o la práctica estética tuviera que alimentarse únicamente a partir de lo que las “mujeres” son. La feminidad entonces tendría únicamente el significado de un sinónimo innecesario de Mujer/mujeres, cuando todo el sentido de este difícil pasaje teórico a través de la semiótica, la deconstrucción y el psicoanálisis es tratar de definir la magnitud de la distancia y la diferencia entre “ser mujer” y “devenir en lo femenino”. De esa diferencia depende nuestra política y la posibilidad de un cambio real. En las partes finales de este libro me basaré en otra teoría psicoanalítica feminista que trata de realinear el orden simbólico mediante un reconocimiento de una estructuración no esencialista del sujeto en relación con la invisible especificidad del cuerpo femenino y sus efectos en la fantasía sobre la formación psíquica de la subjetividad, la sexualidad y el arte. Es la teoría de la Matriz propuesta por Bracha Lichtenberg Ettinger18, que defiende que las revisiones teóricas de Julia Kristeva están aún insertas en un relato fálico de la aparición de la subjetividad sexuada. Lichtenberg Ettinger define lo femenino como la base para un estrato de la subjetividad en la que hay una diferencia mínima —distancia y cercanía— desde la concepción, y no solamente después de la castración o en la anticipación de esta. Frente a un modelo falocéntrico en el que el sujeto se forma mediante el encuentro siempre traumático con el principio de diferencia, mediante una serie de separaciones amenazantes que están veladas por la angustia y, en el sujeto masculino, rechazadas vía el fetichismo y el complejo de castración, Lichtenberg Ettinger delinea una coemergencia arcaica de subjetividades parciales “en lo femenino”. Estas se derivan de la huella fantástica de la especificidad invisible de la sexualidad femenina en los sujetos-en-devenir, tanto femeninos como masculinos. El concepto de la Matriz, que realinea la subjetividad alejándose de


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la influencia solitaria del Falo como significante soberano, es una teorización revolucionaria que señala una brecha histórica dentro del canon del discurso psicoanalítico que ha hecho que la feminidad sea casi impensable. Desplaza incluso más productivamente las relaciones del feminismo y la teoría psicoanalítica hacia el terreno de las prácticas estéticas, en las que Lichtenberg Ettinger identifica una correlación entre creatividad y sexualidad19. PENSAR ACERCA DE MUJERES... ARTISTAS Si usamos el término mujeres para hablar de artistas, diferenciamos la historia del arte proponiendo artistas y “artistas mujeres” (Ilustración 2.2). Nos invitamos a nosotras mismas a asumir una diferencia, que nos hace suponer que sabemos cuál es con demasiada facilidad. Además, el arte se convierte en su depósito y vehículo expresivo. La visión de la práctica estética de Julia Kristeva como una fuerza transgresiva y renovadora, a veces capturada por el sistema y reificada en algo semejante a la religión o a la trascendencia, en otros momentos revolucionaria en sus transformaciones poéticas, se basa en su definición de un proceso de significación. Las prácticas estéticas desplazan significados, deshacen fijaciones y pueden crear una diferencia. No deberíamos leer la obra de artistas a las que llamamos mujeres buscando signos de una feminidad conocida —ser mujer, ser mujer como nosotras...— sino buscando signos de la feminidad estructuralmente condicionada y de la lucha disonante con el falocentrismo, una lucha con las definiciones históricamente específicas que ya existen y con las disposiciones cambiantes de los términos Hombre y Mujer dentro de la diferencia sexual. Podemos leer buscando inscripciones de lo femenino que no proceden de un origen fijado, de esta pintora o de aquella mujer artista, sino de las que trabajan dentro del atolladero de la feminidad en las culturas falocéntricas en sus diversas formaciones y variados sistemas de representación. Por lo tanto, puede que no haya manera de “añadir mujeres al canon” y que no tenga ningún sentido hacerlo. Hay, no obstante, formas productivas y transgresivas de releer el canon y los deseos que representa; hacer lecturas deconstructivas de la formación disciplinaria que establece y custodia el canon; cuestionar las inscripciones de la feminidad en la obra de artistas que viven y trabajan bajo el signo de la Mujer, que fueron formadas en feminidades histórica y culturalmente específicas. Y, por último, hay maneras de cuestionar nuestros propios textos por los deseos que inscriben, por los intereses que fingimos mediante el relato de las


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Ilustración 2.2. Angelica Kauffmann (1741-1805), Dibujo, 1779, grisalla, 130 × 147 cm. Londres: Royal Academy

historias de nuestros propios egos ideales: las mujeres artistas que hemos terminado por amar y que necesitamos amar para encontrar un espacio cultural y una identificación para nosotras, como manera de articularnos nosotras, de crear una diferencia con los sistemas actuales que gestionan la diferencia sexual como una negación de nuestra humanidad, creatividad y seguridad. Estoy buscando maneras de ser capaz de escribir sobre artistas que son hombres y artistas que son mujeres para ir más allá del concepto de diferencia binaria de género. En mi viaje por los desfiladeros del psicoanálisis me encuentro rastreando tanto las coincidencias como las divergencias entre los dos. El signo de un interés convergente de lo masculino y lo femenino, siempre sexualmente diferenciado y diferenciador, es la “madre”, un signo en la fantasía psíquica y un aspecto del espacio de significación cuyo “asesinato”, o tal vez represión, ha sido identificado de manera sistemática como una necesidad estructural para las sociedades patriarcales y un mito fundacional de estas. Una de las caras de la cultura moderna es la construcción de la identidad artística que no es solamente viril, sino autogenética, que reclama la creatividad para su yo masculino mediante un desplazamiento radical de lo materno femenino en imaginarios de cuerpos lesbianos y prostitucionales. El cuerpo figuradamente no materno de la mujer


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sexualizada, de la prostituta, funciona dentro del canon del arte moderno, desde Manet a Picasso y De Kooning, de una forma tan obsesivamente recurrente como lo hicieron las imágenes de la Madonna ausente y su Hijo rey en la cultura renacentista. Pero, como defenderé en los dos capítulos siguientes, lo materno invade la cultura que los hijos modernos trataron de crear. Una “visión desde otra parte” feminista dentro del campo discursivo político, que escudriña el primer arte moderno, revela la “ambivalencia del cuerpo materno” en la retórica estilística y las “innovaciones” formales por las que esta fracción de la vanguardia ha sido canonizada. La madre es un espacio y una presencia que estructura subjetividades tanto masculinas como femeninas, pero de manera diferente. La trayectoria del libro sigue, estudiando caso a caso, las cuestiones de la diferenciación feminista del canon mediante el deseo de reconocer de alguna manera y de hablar de lo materno en toda su ambivalencia y centralidad estructural para los dramas del sujeto, de las narraciones de la cultura y las posibilidades de lectura dentro de las “inscripciones de/en/desde lo femenino” de la cultura. Sin privilegiar en absoluto el maternalismo o la maternidad, las teorizaciones feministas de lo femenino y los análisis de las representaciones fabricadas dentro de sus economías psíquicas tienen que retrabajar y pensar a través de la madre: voz, imagen, recurso, ausencia y espacio fronterizo matricial (Bracha Lichtenberg Ettinger). Identificar e incluso interrumpir el asesinato matricida característico de la cultura del período moderno occidental en la obra de Van Gogh y Toulouse-Lautrec, explorar la fantasía y la pérdida de lo materno en las formaciones culturales y las trayectorias individuales subjetivas en las pinturas de la artista italiana del siglo xvii Artemisia Gentileschi y reconocerlo en la obra de la artista moderna americana Mary Cassatt, una obra que ya ofrecía una contramodernidad en los mismos espacios que su canónico confrère Degas, leer buscando la co-emergencia femenina a través de los discursos de clase y raza en Manet: este es mi proyecto. Pero mientras que la figura de “la madre” funciona como una inquietud organizadora, se explora también la de “la hermana” a través del estudio de las diferencias entre mujeres y de las posibilidades de alianza (Ilustración 2.3). La sororidad ha sido un eslogan muy importante para el movimiento de las mujeres de la década de 1970 y naufragó en los acantilados del racismo y las relaciones de clase no reconocidas. Pero el feminismo, aunque ya no asuma con complacencia una colectividad llamada mujeres, debe, por la naturaleza de su proyecto, trabajar sin cesar para crear una colectividad política. La ambivalencia y el antagonismo entre mujeres no puede borrarse mediante una idealización eufórica. Pues, una vez que exploremos los temas de lo materno y de la pérdida femenina, tendremos que generar activamente


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Ilustración 2.3. Edmonia Lewis (1844-1907), fotografía. Washington, D.C.; National Archives of American Art

nuevas relaciones entre mujeres: filiaciones electivas. El capítulo que concluye la parte 3, sobre el proyecto de Lubaina Himid, Venganza, y el capítulo final del libro, Un cuento de tres mujeres, desarrollan esta otra labor necesaria de diferenciación de todos los cánones, incluyendo aquellos que pueda parecer que yo, como historiadora de arte feminista blanca, estuviera imponiendo. En su conjunto, este libro se mide con algunas de las complejidades de la teoría feminista contemporánea y sus políticas culturales. No podemos dejar que nuestra obra sea reducida a un simple “enfoque” o a una nueva “perspectiva” esperando a que sea rechazada por pasada de moda. Es un enfrentamiento en el campo de la representación, del poder y del conocimiento que debe incidir en todos los campos y todos los temas. Escribo asumiendo el papel de una lectora interesada de la cultura y en el de una analista motivada de la representación. Una diferencia que yo puedo introducir en el canon es la diferencia de esa posición específica, interesada, histórica y socialmente determinada desde la que yo leo y desde la que después escribo y que espero que a su vez se lea como una contribución a la producción continuada de intervenciones provocadoras, polivocales y feministas en las historias del arte. La fuerza que me impulsa es el deseo de cambio, el deseo de encontrar historias que sustenten a quienes están llamadas o preparadas para identificarse con las mujeres, que nos permitan descubrir qué es ser el “sujeto histórico de un feminismo [de larga duración]”.


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Este es el descubrimiento y el argumento principal de Parker, Rozsika y Pollock, Griselda, Old Mistresses: Women, Art & Ideology, Londres, Pandora Books, 1981 (nueva ed.: Londres, Rivers Oram Press, 1996) [ed. esp.: Maestras antiguas: Mujeres, arte e ideología, Raquel Vázquez Ramil (trad.), Madrid, Akal, 2021]. 2 El primer artículo que escribí como “feminista” en 1972 fue un estudio de las pinturas obra de mujeres artistas que se encontraban en las galerías abiertas al público del sótano de la National Gallery, en Londres. Inicié una correspondencia con Michael Levy, entonces su director, acerca de por qué todos los cuadros con autoría de mujer estaban colocados en el trastero. Entre ellos estaba La feria de caballos, de Rosa Bonheur, la primera obra de un artista vivo que era admitida en la National Collection. Es cierto que no se trata de la versión original, que se encuentra ahora en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Es cierto que, para pintar esta versión reducida encargada por Ernest Gambart, el marchante, que quería hacer un grabado a partir de la obra, Rosa Bonheur contó con la ayuda de otra artista, su compañera Natalie Micas. Estas razones se esgrimieron para defender que no se exhibiera el único cuadro de esta gran y condecorada artista del siglo xix. Un gran retrato al pastel, El hombre de gris, de Rosalba Carriera, estaba también en el sótano, y una obra de Berthe Morisot, parte de la Lane Collection, se encontraba en Dublín en aquellos momentos. Michael Levy opinaba que se tergiversarían las razones del museo si yo no tenía todos estos factores en cuenta. 3 Ese era el título de su exposición en la Waiters Art Gallery de Baltimore. Para un debate al respecto, véase Parker y Pollock. 4 Uno de los textos clásicos de este momento es Judy Chicago, The Dinner Party (1979), expuesto de nuevo en 1996. Para una revisión de las respuestas ante este proyecto y sus significados dentro del feminismo, véase Jones, Amelia, Sexual Politics: Judy Chicago’s Dinner Party in Feminist Art History, Los Ángeles, University of California Press, 1996 y Chicago, Judy, The Dinner Party, Londres, Penguin Books, 1996; Callen, Anthea, Angel in the Studio: Women and the Arts and Crafts Movement, Londres, Astragel, 1979. 5 Mainardi, Patricia, “Quilts - The Great American Art”, The Feminist Art Journal 2, 1, 1973, reimpreso en Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva York, Harper & Row, 1982, p. 331. 6 Parker, Rozsika, The Subversive Stitch: Embroidery and the Making of the Feminine, Londres, Women’s Press, 1984. Véase también “Mujeres mañosas y la jerarquía de las artes”, en Parker, Rozsika y Pollock, Griselda, op. cit. 7 De Lauretis, Teresa, “The Technology of Gender”, en Technologies of Gender: Essays on Theory, Film and Fiction, Londres, Macmillan, 1987. 8 Este concepto se elaboró originariamente en la introducción a mi libro Vision and Difference: Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988 [ed. esp.: Visión y diferencia, Azucena Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013]. 9 Kristeva, Julia, “Women’s Time” [1979], en The Kristeva Reader, Toril Moi (ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1986, pp. 187-213 [ed. org.: “Le temps des femmes” en 33/44: Cahiers de recherche de sciences des textes et documents 5, invierno 1979, pp. 5-19]. 10 Foucault, Michel, The History of Sexuality, Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1: La voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.), Siglo xxi, 2005] sería un gran ejemplo de cómo inscribir la sexualidad en la historia y situar el psicoanálisis dentro de un marco histórico. 11 Rubin, Gayle, “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of Sex”, en Toward an Anthropology of Women, Rayna Reiter (ed.), Nueva York, Monthly Review Press, 1975, pp. 157-210 [ed. esp.: “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, Revista Nueva Antropología, noviembre, año/vol. VIII, número 030, 1986, UNAM, pp. 95-145]. 12 Para un útil debate sobre la importancia social y el estatus teórico distintivo de lo que teorizó Freud, véase Hirst, Paul y Woolley, Penny, Social Relations and Human Attributes, Londres, Tavistock Publications, 1982, especialmente el cap. 8: “Psychoanalysis and Social Relations”, pp. 140-163.


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13 Derrida, Jacques, “Différance”, en Speech and Phenomena and Other Essays on Husserl’s Theory of Signs, David B. Allison (trad.), Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 129 [ed. org.: La Voix et le Phénomène, París, Presses Universitaires de France, 1967; ed. esp.: La voz y el fenómeno, Patricio Peñalver (trad.), Valencia, Pre-Textos, 1993]. 14 Este argumento es convincentemente situado en su contexto histórico por Riley, Denise, Am I That Name? Feminism and the Category of “Woman” in History, Londres, Macmillan, 1988. 15 Kristeva, Julia, “The System and the Speaking Subject”, Times Literary Supplement, 12 de octubre de 1973, pp. 1249-1252, reimpreso en The Kristeva Reader, pp. 24-33. 16 Es confuso porque ella usa este término, simbólico, de una manera que difiere de como lo emplea Lacan, con una S mayúscula, Simbólico. En la teoría de Kristeva, semiótico y simbólico son características de los sistemas de significación, no los nombres, como Imaginario o Simbólico, de registros actuales del sentido y disposiciones psíquicas. Lo Simbólico es un ámbito o un orden que contiene elementos tanto simbólicos como semióticos, aunque no puede agotar lo semiótico. Véase Oliver, Kelly, Reading Kristeva, Bloomington, Indiana University Press, 1993, pp. 9-12. 17 Ibíd., p. 30. 18 Para ver una muestra de la escritura sobre arte y la Matriz de esta teórica/artista, véase Lichtenberg Ettinger, Bracha, “The With-In-Visible Screen”, en Inside the Visible: An Elliptical Traverse of Twentieth Century Art in, of and from the Feminine, Catherine de Zegher (ed.), Boston, MIT Press, 1996, pp. 89-116 [ed. esp.: “La pantalla con-in-visible”, en Lichtenberg Ettinger, Bracha, Protoética matricial. Ensayos filosóficos sobre el arte y el psicoanálisis, Julián Gutiérrez Albilla (trad.), Barcelona, Gedisa, 2019]. 19 La bibliografía sobre las teorías de Bracha Lichtenberg Ettinger es ya bastante amplia. Algunos escritos clave son “Matrix and Metramorphosis”, Differences 4, 3, 1992, pp. 176-207; The Matrixial Gaze, University of Leeds, Feminist Arts and Histories Network Press, 1994; “The With-in-Invisible Screen”, op. cit., y “The Red Cow Effect”, en Beautiful Translations ACT 2, Londres, Pluto Press, 1996 [ed. esp.: “El efecto de la vaca roja”, en Lichtenberg Ettinger, Bracha, Proto-ética matricial. Ensayos filosóficos sobre el arte y el psicoanálisis, op. cit.].


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El canon se sostiene gracias a la potencia de los relatos que narra sobre los artistas. Estas mitologías no son siempre la misma. Algunas recurren a imágenes de sufrimiento personal que tienen casi un aura religiosa; otras inciden en un personaje laico, abiertamente sexual. Tanto lo sacrificial como lo viril son elementos de una construcción de la masculinidad moderna. En esta sección, dos artistas, Vincent van Gogh y Henri de Toulouse-Lautrec, proporcionan dos casos de estudio de estas diferentes facetas de las mitologías masculinistas del arte moderno. Se someten aquí a una lectura feminista irreverente, que busca desacralizar los discursos que sostienen su iconicidad cultural. El propósito, no obstante, no es desnudarlos, sino más bien encontrar maneras de leer ese momento de la historia del arte que, de manera diversa, representan Van Gogh y Toulouse-Lautrec, en busca de otro subtexto que un análisis feminista podría sacar a la luz a partir de las mitologías de los relatos sobre el arte moderno y de vanguardia. Nuestra intención es entender las maneras en que los regímenes históricos de la diferencia sexual, tal y como los teorizó su contemporáneo más joven, Sigmund Freud, conforman una trayectoria del arte moderno en torno a lo que he denominado “la ambivalencia del cuerpo materno”.


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Ilustración 3.1. Vincent van Gogh (1853-1890), Mujer campesina encorvada, vista desde atrás, 1885, tiza negra sobre papel, 52,5 × 43,5 cm. Otterlo, Rijksmuseum Kroeller Mueller


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LA AMBIVALENCIA DEL CUERPO MATERNO: RE/DIBUJAR A VAN GOGH

Me gustaría explorar cómo se podría introducir la diferencia dentro del problema del canon, permitiendo que coexistan varios discursos y engordando el flaco volumen que la lógica falocéntrica blanca occidental inscribe dentro de la cultura. Tenemos que superar las heroizaciones en competencia, dejar de usar la cultura para dar forma a nuestros egos ideales. Tenemos que madurar, renunciar a los placeres regresivos de las inversiones infantiles para volver la mirada hacia nosotras, mediante las inscripciones que han dejado en la cultura esos seres no místicos, los artistas, que sienten el impulso de dar forma a sus deseos en modos que quiebran lo personal (fabricado socialmente) para rozar los territorios comunes de la fantasía y el deseo1. Las formas en que los discursos de la historia del arte estarcen las imágenes de la masculinidad sobre los materiales que ofrecen las prácticas culturales no son uniformes. Artistas diferentes son canonizados de diversas maneras. Se ha argumentado desde hace mucho tiempo que hay un imperativo heterosexista en la historia del arte canónica2. Nanette Salomon defiende que serviría para poder excluir las referencias a la homosexualidad de los textos canónicos sobre grandes artistas como Miguel Ángel y Caravaggio3. A Pablo Picasso, sin embargo, se le festeja en buena medida como un hombre potente y, la sexualidad, señalada tanto por la imaginería fálica de su obra como por sus compañías femeninas, es una parte aceptada y necesaria de la caracterización de su obra y de su estatus como figura representativa del artista en la época moderna4. En casos como el de Degas, la sexualidad funciona en negativo. Al artista se lo representa como célibe o como sexualmente disfuncional mediante un relato de su vida que produjo en el plano artístico una manera desconcertante, aunque oblicua, de abordar lo sexual en el arte, algo que, sin embargo, se niega a fuerza de prestar una intensa atención formalista a su empleo del pastel o del monotipo, o a su osadía compositiva. En el caso de Van Gogh, una identificación cristológica, como el marginado sacrificado por una cultura mercenaria, hace que cualquier referencia a la sexualidad relacionada con su nombre o su arte resulte casi obscena5.


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Ilustración 3.2. Postal con portadas de libros, incluyendo El anhelo de vivir, de Irving Stone y Moulin Rouge, de Pierre La Mure


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La heterosexualidad masculina se ha convertido en un tópico constitutivo del mito de la maestría masculina, fálica, en el arte moderno, un tópico que circulaba mediante la imagen del artista varón con la mujer desnuda en el estudio (Ilustración 3.2)6. Estas imágenes, al tematizar el arte moderno como una forma de sexualidad, también apuntan a un concepto específicamente psicoanalítico, en el que la sexualidad es casi sinónimo del inconsciente. Este concepto se relaciona con la fantasía y con las estructuras mismas de la subjetividad y de la construcción de la diferencia sexual. Mediante la introducción de esta sexualidad psíquicamente formada —y no más bien de una vida sexual— dentro del campo canónico de los estudios sobre Van Gogh, mi propósito es leer sus obras planteando la cuestión de la “sexualidad en el campo de visión”. Es decir, pretendo cuestionar las configuraciones y angustias presentes en la formación de la subjetividad dentro de las vicisitudes de la diferencia sexual en los inicios del arte moderno. Cabría entonces encontrar un lugar en el que la diferencia pueda estudiarse sin excluir las trayectorias del deseo masculino o femenino, porque lo que constituiría el objeto de un análisis contemporáneo, de una investigación psicoanalítica, sería la complejidad misma de su formación, de sus represiones y de sus defensas. MUJERES AGACHADAS Empecemos con un dibujo que no me gusta nada (Ilustración 3.1). Es un dibujo de Vincent van Gogh (1853-1890). Lo hizo en la aldea de Nuenen, en la provincia de Brabante al sur de los Países Bajos, durante el verano de 1885: Mujer campesina encorvada, vista desde atrás. Hay unas pocas figuras más realizando tareas de cosecha en la parte superior derecha, incluyendo otro boceto de una mujer campesina agachada, sus caderas y nalgas exageradas. El dibujo pertenece a una serie de estudios de hombres y mujeres, campesinos de la aldea de Nuenen, mientras realizan labores agrícolas, producida en los meses de verano de 1885, después de que Van Gogh sufriera un duro revés porque su amigo artista Anton van Rappard había rechazado su gran pintura al óleo Los comedores de patata (terminada en abril de 1885, Ámsterdam, Rijksmuseum Vincent van Gogh), considerando poco apropiada la invocación de Van Gogh del nombre de Jean-François Millet (1814-1875), el pintor francés de las escenas y figuras rurales, como un punto de referencia para una obra de “pintura campesina”. Para demostrar que había entendido cómo representaba


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Ilustración 3.3. Jean-François Millet (1814-1875), Las espigadoras, 1857, óleo sobre lienzo, 84,5 × 111 cm. París, Musée Orsay y Londres/Nueva York. Fotografía: Bridgeman Art Library Ilustración 3.4. Jules Breton (1827-1906), La retirada de las espigadoras, 1854, óleo sobre lienzo, 93 × 138 cm. Dublín, National Gallery of Art Ilustración 3.5. Jules Breton, La cosecha de semillas de amapola, tiza negra, 32 × 49 cm. Francia, colección privada

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Millet los cuerpos trabajando, Van Gogh se dedicó a dibujar a los campesinos locales mientras realizaban las labores típicas rurales y estacionales que se habían popularizado en la serie de grabados de Millet, Les Travaux des Champs (Las labores del campo), de 18537. La mayoría de los estudios de Van Gogh según el modelo de Millet son dibujos mucho más elaborados que Mujer campesina encorvada. Tienen más contexto y representan una tarea reconocible, como cavar patatas o gavillar cereal. Muchos de ellos muestran a mujeres campesinas de avanzada edad agachándose para hacer su trabajo. Agacharse tiene, por lo tanto, unas connotaciones de clase específicas. Es una postura agotadora. Las damas no se agachan ni podrían hacerlo. Es también una postura vulnerable. Potencialmente es una postura sexual para un tipo de coito conocido como more ferrarum, al estilo de los animales. A veces el dibujo (Ilustración 3.1) lleva el título de Mujer campesina espigando. Ese título específico intenta asociar el dibujo a un género, a una narración histórica del arte mediante la cual pueda insertarse a Van Gogh dentro de una tradición, dentro del canon, a través de su aparente deferencia hacia los pintores establecidos del género de la pintura rural: Las espigadoras de Millet (Ilustración 3.3) y La retirada de las espigadoras de Jules Breton (Ilustración 3.4). La versión escultórica de la postura que ejecuta Millet parece desmentir cualquier connotación sexual, dignificando la acción del trabajo, el espigar; situando a estas trabajadoras, las más pobres del medio rural, en primer plano de un cuadro monumental sobre las relaciones sociales en la agricultura capitalista moderna8. Los cuerpos están cuidadosamente construidos mediante la representación de sus trajes. La tela basta, pesada, lastra los cuerpos. Los rostros serios y las manos castigadas por la acción del clima, del color de la tierra y del cuerpo, insisten en una lectura de los cuerpos laboriosos conformados, marcados, reforzados y agotados por las puras exigencias físicas del trabajo cotidiano. Son imágenes de mujeres trabajadoras, de mujeres a quienes el trabajo que las empobrece las ha hecho como son. El punto de vista que propone la composición de Millet define una manera de leer el cuadro. La persona que mira el cuadro se sitúa en un ángulo oblicuo con respecto a las mujeres que avanzan desde el fondo. La mujer que vemos casi de espaldas no se agacha, sino que se la ha captado inclinándose hacia adelante, en el principio o el final del movimiento. La posición del observador es también baja; la mirada se dirige hacia arriba, pasa por las mujeres y llega hasta la inmensa explanada que se extiende detrás, donde una buena dosis de actividad, brillantemente iluminada, atrae (y, por lo tanto, distrae) su atención.


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La práctica y las posturas del espigado —con sus connotaciones políticas en un momento de lucha por los derechos agrícolas tradicionales y de una economía agraria que se está capitalizando— atrajeron a muchos artistas a mediados del siglo xix. Jules Breton, un pintor del Salón, con mucho éxito y joven contemporáneo de Millet (Ilustración 3.5), representa a las mujeres campesinas agachadas o arrodilladas, vistas desde atrás, y también lo hizo Camille Pissarro, miembro del grupo independiente parisino que pasó a la historia del arte con la denominación “los impresionistas” (Ilustración 3-6). Pissarro llegó incluso a probar la pose desnuda en el estudio, tal vez para entender qué le ocurre al cuerpo cuando se estira y alarga la espina dorsal y el cuerpo se dobla desde lo alto de los muslos y aplana las caderas (Ilustración 3.7). Pissarro suele conservar una vista de perfil; pero cuando se mueve en torno al cuerpo y se topa con la visión trasera, su lápiz vela con angustia lo que potencialmente queda expuesto. El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) podría llamarse un dibujo ofensivo de una mujer campesina, con sus anchas caderas y enormes nalgas presentándose a la vista. ¿Negarme a identificarme con la veneración canónica del dibujo de Van Gogh me permitiría leerlo no solamente como una mujer, o como una feminista,

Ilustración 3.6. Camille Pissarro (1831-1903), Bocetos de campesina agachada, 1874-1879, tiza negra, 23,8 × 31,6 cm. Oxford, Ashmolean Museum Ilustración 3.7. Camille Pissarro, Cuatro bocetos de mujeres desnudas agachadas, inicios de la década de 1880, tiza negra, 17,5 × 21,9 cm. Oxford, Ashmolean Museum


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sino contra el hombre o, mejor dicho, contra el orden que crea esa división sexual? Aquí estoy cayendo en mi propia trampa, en una oposición binaria, limitándome a devolver la violencia que yo siento que se le ha hecho a la mujer por parte del hombre que la convirtió en el modelo de esta imagen con mi propia violencia ruda que denuncia el dibujo y al hombre que lo hizo. Esta manera de negociar mi incomodidad es demasiado ad hominen así como demasiado ad feminam, y para captar mejor los problemas estructurales y su resolución deberíamos comentar con una pregunta adecuada de historia del arte: ¿Cómo se hizo este dibujo? EN UN ESTUDIO DETRÁS DE LA VICARÍA DE NUENEN En agosto de 1885 un hombre holandés con algo de dinero le pidió a una mujer anciana que fuera su modelo improvisada. Él es burgués; ella procede de la clase obrera rural. Él es de la elite protestante que es dueña de las fábricas de la aldea; ella forma parte de la mayoría católica empobrecida de trabajadores del campo y de la fábrica a los que da empleo la burguesía protestante. ¿Por qué accedió ella? Van Gogh se queja en sus cartas de las dificultades que tiene para conseguir modelos en esta aldea tan alejada de los centros de producción artística. Las trabajadoras locales acceden a las extrañas peticiones del artista únicamente porque necesitan dinero. ¿Por qué necesitan dinero? A mediados de la década de 1880, la tradicional economía de subsistencia del campesinado estaba siendo rápidamente invadida por la tardía capitalización de la agricultura, que introducía el dinero como la necesaria moneda de intercambio. La familia Van Rooij, de donde procedían las modelos que Van Gogh contrataba, no poseía tierras en la comuna de Nuenen. Trabajaban para otras personas por un salario, sobre todo como temporeros en la época de la cosecha. En ese momento no habrían necesitado el dinero de Van Gogh. Él trató primero de seguir a los cosechadores en los campos y dibujarlos mientras trabajaban. Pero los dibujos se ensuciaban y se llenaban de moscas y de arena. La gente no se quedaba quieta. Así que contrató modelos entre quienes aún no tenían empleo, eran demasiado viejos o estaban demasiado enfermos para que los contrataran en los campos. Como aquellas mujeres urbanas a las que la pobreza empujaba a la prostitución, esta mujer se vendió al artista. Intercambió la vista de su cuerpo, posando


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como si trabajara, por el dinero que necesitaba porque no estaba trabajando. Este intercambio entre el artista y la modelo articula su relación social dentro de las transformaciones socioeconómicas de la capitalización del campo holandés, en la que el poder de clase era tanto una parte integral como un efecto nuevamente intensificado. Pero el artista con el dinero para comprar este cuerpo, mirarlo y dibujarlo, está también empoderado por su género. La dominación de género se representa en el dibujo. El artista, con el dinero que le permite decidir cómo va a trabajar el cuerpo de ella, es un hombre. El hombre obliga a la mujer a agacharse. Se coloca prácticamente detrás de ella. Ella tiene que adoptar una pose que nunca adoptarían las mujeres de su familia burguesa, su madre o sus hermanas, al menos no delante de un hombre y de un extraño. Aunque ella se agachara así cuando trabajaba, nunca habría posado con su cuerpo para que se la viera de esa manera. El cuerpo de la dama burguesa había sido disciplinado para no agacharse desde su infancia, tanto por las convenciones como por el corsé. El cuerpo femenino de la burguesía funcionaba a través del artificio o el efecto del traje: la mascarada de una feminidad descorporeizada. Se convirtió en un paisaje esculpido, carente de todo recordatorio innecesario de las piezas reales —piernas, brazos, nalgas, etc.—, o uno tan artificialmente remodelado para enfatizar sus curiosas ondulaciones que cualquier correlación entre sus contornos reales y los que esos vestidos ofrecían a la vista garantizaba una dislocación radical y fetichista entre la forma corporal de la hembra y el vestido erotizado de esta feminidad fantástica9. El cuerpo de la mujer de clase obrera, en cambio, se definía precisamente por hacerse físico con insistencia. Su marca era un vestido que revelaba la construcción corporal que envolvía. Sin corsés, el traje de la mujer trabajadora, compuesto de una falda y una chaqueta cosidas de manera tosca, acentuaba un cuerpo vivo con brazos (revelados por la tela arremangada), con piernas (expuestas por las faldas cortas), con una cintura y unas caderas (acentuadas por el contraste de las dos prendas), con pechos (enfatizados por la falta de contención) y nalgas (Ilustración 3.8)10. Las topografías erotizadas de los cuerpos femeninos erotizados eran muy diferentes a las que se producen hoy mediante los anuncios dirigidos a un público específico y mediante la mercantilización asociada de los cuerpos más visibles y más físicamente expuestos. Brazos desnudos y alzados, tobillos y pies desnudos, manos grandes, torsos sin corsé, cuellos a la vista, todos estos rasgos, hoy imperceptibles, eran el objeto de una atención fascinada en el arte, la literatura y la fotografía del siglo xix, en contraste con el artificio forzado y el vestido de elegante caída que daban forma


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IIustración 3.8. Ernest-Ange Duez (1843-1896), Esplendor, 1874, óleo sobre lienzo, 119,1 × 102,5 cm. París, Musée des Arts Décoratifs. Fotografía: Laurent-Sully Jaulmes

a la dama burguesa. Y también lo eran las nalgas, pero pocas veces se imaginaron o se hicieron imagen como en el dibujo de Van Gogh. Los cuerpos del siglo xix estaban definidos por la clase, además de por el género. Para las mujeres trabajadoras, estos dos órdenes —del poder y de la identidad social y sexual— a menudo estaban en contradicción. Un cuerpo que trabajaba devenía un cuerpo femenino que ya no era cotizado, atractivo. Sin embargo, el cuerpo de la mujer trabajadora era claramente un cuerpo sexual distinto. Mediante los complejos desplazamientos del imaginario social y sexual burgués, el cuerpo de la mujer trabajadora significaba “hembra” en el


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sentido relacionado con lo físico e incluso con lo animal y creaba así un estadio de la dicotomía entre lo femenino y la hembra que tan importante fue para el desarrollo psicosexual masculino burgués. Como Freud demostraba en sus artículos sobre la psicología del amor, los hombres burgueses fantaseaban en el hiato entre los cuerpos incongruentes de las damas —lo femenino (derivado de la madre idealizada y pocas veces atisbada)— y de las mujeres de clase obrera —la hembra (la doncella o la criada, socialmente inferior, pero íntimamente conocida, olisqueada y tocada)—. Los hombres burgueses proyectaban en esa disyuntiva el dolor de su propia formación masculina, y castigaban al cuerpo hembra que les incitaba a la ambivalencia imaginándolo como el locus de una sexualidad animal, desregulada, que era a la vez liberadora y asquerosa, familiar y extraña. Este cuerpo fantaseado y socialmente otro, era un vínculo consolador a algún momento arcaico y, sin embargo, a la vez, era profundamente perturbador en esa reminiscencia de la dependencia o incluso de la vergüenza infantil y de la necesaria expulsión edípica de una intimidad anhelada pero prohibida y de una etapa de la erotización primaria11. Cuando se mira con más atención, el cuerpo sobre la hoja dibujada de la obra de Van Gogh es bastante perturbador por unas malformaciones que lleva algún tiempo percibir. Las distorsiones podrían malinterpretarse como los rasgos de la firma artística de lo “Van Goghiano”. Su singular estilo gráfico en toda la superficie nos distrae de escrutar demasiado atentamente el cuerpo que ha creado. Tal vez aceptamos las rarezas porque se amoldan a las expectativas de una clase sobre el cuerpo de su otro social. ¿O no sabe todo el mundo que las mujeres campesinas ancianas están gordas, son feas y les perjudica el exceso de trabajo y la escasez de alimento? Esta figura enorme, casi gigantesca, sufre momentos de significativa desproporción. Apenas tiene cabeza y su cara queda oculta en las sombras. Un brazo demasiado largo surge de la blusa, sin articulación, y se hincha en un antebrazo tumefacto que termina de manera abrupta en un enorme puño (casi más grande que la cabeza de la figura). La escala sugiere un cuerpo arcaico, materno, vasto, un cuerpo que un niño pequeño no podría dominar, un niño que se sentiría consolado y alarmado a la vez. Tanto las distorsiones como el énfasis desmesurado en las manos, los pies y las nalgas apuntan al proceso de fetichismo y, por tanto, de deseo y negación simultáneo. La ampliación incita a la mirada, pero distrae la atención de lo que se busca, y a la vez se teme, en la ausencia, para la cual solamente el tamaño es una compensación inadecuada.


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Todas estas rarezas se multiplican por la inconsistencia de los puntos de vista, que se desplazan en torno y por encima del cuerpo en este viaje escópico. El torso es demasiado estrecho y demasiado corto para el enorme espacio que ocupan las caderas y las nalgas, casi la mitad del área dibujada. Esto sugiere un punto de vista alto, el artista mirando hacia abajo y observando a su modelo desde atrás. Pero, en la cara y las manos, el punto de vista es el ángulo derecho de la modelo. Por lo tanto, se desplaza. Las piernas y los pies se definen desde atrás y desde una postura baja, casi sentada. Finalmente señalamos que las nalgas, que se han observado y dibujado tanto desde arriba como desde abajo, también se han girado para que se extiendan por la superficie plana del dibujo, ofreciendo casi una vista frontal. Esto propicia un deseo incontrolable de mirar ahí. Hay una zona de falda desproporcionadamente amplia que cuelga de las partes traseras e inferiores del cuerpo. La falda se levanta justo por encima de nuestra línea de visión, pero no vemos nada. El dibujo produce una fantasía de las señales de la condición de hembra que se apoya en un desplazamiento temeroso de la sexualidad, no solo velado, sino enmascarado. Comparemos este cuerpo con el dibujo de Jules Breton (Ilustración 3.5). Una única línea continua define el arco de la espalda, recorriéndola desde el cuello hasta la parte superior de los muslos. Termina con una súbita caída de la tela que forma la falda. El torso está alargado y vemos el cuerpo en un continuo perfil. En el dibujo de Van Gogh, el círculo hinchado de las caderas y las nalgas es posible únicamente porque el dibujante concibió y dibujó un cuerpo que conocía pero que no veía. Lo que está aquí representado es un cuerpo que cambia de manera brusca en la cintura, según un atuendo de clase y no según una anatomía enseñada, estudiada e interiorizada en una escuela de arte o en una academia. El cuerpo concebido en este dibujo difiere de manera considerable del cuerpo percibido de la dama burguesa, de cuya silueta es abolida la cintura por la larga línea del rígido corsé, que va de manera continua hasta las caderas: la división crucial es la cabeza frente al cuerpo, no la cintura señalada por la chaqueta y la falda. El cuerpo que dibuja Van Gogh difiere del de Breton porque este último exhibe señales de la formación en la escuela de arte, que, basándose en las proporciones anatómicas de la escultura clásica, define el torso como una única unidad anatómica. La topografía inusual del dibujo de Van Gogh hace que la mujer se agache de maneras que están cargadas de significación potencial, precisamente porque se desvía de esas convenciones que aspiraba a asimilar. Son los signos de lo que Freud llamaba la represión incompleta. Esas son las huellas que podemos leer.


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Ilustración 3.9. Jules Breton, La espigadora, 1875, óleo sobre lienzo, 73,5 × 54,9 cm. Aberdeen, City Art Gallery


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SEXUALIDAD Y REPRESENTACIÓN Lo que estamos viendo aquí es la producción de un cuerpo fantástico12. Los movimientos de una mano han registrado el viaje de una mirada por encima y en torno a un espacio, no a una persona; a un objeto (en el sentido psicoanalítico, el objeto de una pulsión) y no a un sujeto13. Las marcas que ha dejado la mano que dibuja registran un deseo de ver, señalado por sus énfasis, y anamorfizan una fascinación motivada por zonas seleccionadas de un cuerpo que está siendo recompuesto a partir de los fragmentos discretos pero sobredeterminados que constituían un cuerpo que, en realidad, nunca estuvo en aquel estudio en agosto de 1885. Sobre la pantalla opaca de la representación se está reensamblando un cuerpo imaginario, conformado por los patrones del deseo y la angustia que contaban con el respaldo de formaciones culturales legítimas como el género de imaginería rural, extremadamente popular tanto en la pintura de Salón como en el mercado del grabado durante la segunda mitad del siglo xix. De hecho, en el juego de los cánones, uno de los fracasos de la historia del arte es haber sido incapaz de dar cuenta de la importancia cultural del género rural en general y de la mayoría de sus economías estéticas específicas14. El dibujo de Van Gogh registra una interacción de significados y pulsiones. Algunos de ellos son intencionados, pruebas de un artista ambicioso que quiere triunfar en el mundo artístico de su época mediante la participación en un género artístico específico. Otros son inconscientes, huellas del “autor” concreto, sociopsíquico, histórico al que, después de leer los patrones de toda su obra, llamamos “Van Gogh”15. La moneda de cambio del dibujo es la relación activa entre las estructuras de fantasía que unieron a este concreto “Van Gogh” y a la masculinidad burguesa de un momento histórico específico al que diversas formas culturales dieron un apoyo figurativo y una articulación cultural, pública. Si leemos desde este uso ampliado del psicoanálisis para conformar un análisis de las prácticas culturales en la historia, yo plantearía el argumento siguiente. En la cultura burguesa el cuerpo operaba como una metáfora privilegiada de los significados sociales mediante la “transcodificación”16. El burgués europeo es la cabeza, su esposa el corazón, las clases obreras de todos los pueblos son las manos y, en general, se asocian con la parte inferior del cuerpo —y, por lo tanto, con todo lo que se suprime de la cerebral definición que el burgués hace de sí mismo: suciedad, sexualidad, animalidad. La cultura burguesa ha dramatizado las angustias que son el resultado de este cuerpo social metafórico a través de una


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obsesión tanto por la ciudad como por su figura tópica clave, la prostituta, que encarna una oscuridad, una bajeza y un misterio sexual fascinante pero abyecto; a la vez un canal y una alcantarilla sexual. En contraste con las transcodificaciones relacionadas con la suciedad urbana, con las cloacas, la oscuridad, los callejones y los sótanos, el campo se convirtió en una sede imaginaria en la que se invertía muchísimo, significando un espacio saludable para acceder a un placer sexual no regulado, señalizado mediante la transcodificación de sus habitantes femeninas con la Naturaleza. Los placeres que ofrecía ese género de imaginería rural, tan a menudo poblada exclusivamente de madres dando de mamar y mujeres jóvenes núbiles volviendo de cosechar, son de un tipo regresivo, lo que da lugar a un espacio imaginario en el que re-imaginar el acceso a la Madre arcaica y benefactora de la infancia. Esto, sin embargo, debido a la oposición de clase y la oposición alto/ bajo, puede reconducirse fácilmente, mediante giros psíquicos posteriores, hacia otras fantasías infantiles que conducen a una identificación de la mujer rural con los animales, hasta desembocar en el bestialismo. Así, en las imágenes bañadas por el sol de mujeres de grandes cuerpos que se agachan o que trabajan de otras formas, se pueden cifrar con seguridad placeres anales imaginarios sin transgredir los límites socialmente vigilados entre la limpieza y la suciedad, entre burgués y prostituta, una frontera en torno a la cual las angustias salen con muchísima insistencia a la superficie: en el carácter obsesivo de los discursos sobre la prostitución en la ficción, en la medicina, en los archivos policiales y, por supuesto, en el arte moderno del siglo xix (Ilustración 3.9). El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) sustrae el cuerpo de la mujer trabajadora rural de la evocación pictórica elaborada de un escenario rural benefactor, bañado por el sol, fértil, así como del contexto narrativo del naturalismo social. Van Gogh era un autodidacta y, al carecer de los largos años de formación artística, no había interiorizado las reglas que rigen la fabricación del arte. Dichas reglas, que varían históricamente, sirven para gestionar las pulsiones psíquicas liberadas y sostenidas por la figuración artística. En la formación artística que denominamos naturalismo rural del siglo xix, las convenciones que Van Gogh debería haber aprendido proporcionaban el atuendo de la conversión estética para sublimar los placeres equívocos que los hombres burgueses disfrutaban mediante el consumo de visiones de ese otro social que era la mujer trabajadora y de los cuerpos sexualmente configurados solazándose en una Naturaleza imaginaria. El cuerpo no es sexuado de manera innata. Cartografiado, por así decirlo, para la sexualidad mediante la fantasía, se produce una topografía sexual a tra-


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vés de la localización de inversiones psíquicas en zonas erotizadas que progresivamente sexualizan diversos lugares como la boca, el ano, el pene o el clítoris y, tardía pero traumáticamente, focaliza la sexualidad en los genitales, mientras que deja las huellas de una erotización más dispersa y desregulada que Freud llamaba polimorfa y perversa. Las nalgas, que son un rasgo tan destacado de este dibujo, eran una zona erógena determinada de manera múltiple, fijada por las disposiciones sociales del cuidado infantil en la familia del siglo xix. Aquí la división social recubre una división sexual que producía el encuentro del niño varón con una feminidad que se dividía entre la parte superior del cuerpo (el corazón y la cabeza), asociada con una madre limpia pero distante, y otro cuerpo más físico, el de la ama de cría y la niñera, que acariciaba el cuerpo del niño en las rutinas cotidianas de limpieza, alimentación y juego. El cuerpo proletario era el que llevaba en sí los recuerdos de las intimidades infantiles, asociadas con la configuración de la geografía sexual del chico burgués. Los efectos de este dispositivo fueron señalados por Freud en su artículo “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa” (1912), en el que analizaba casos en los que hombres burgueses amaban únicamente donde no podían desear y deseaban únicamente donde no podían amar17. De hecho, el objeto sexual debe ser degradado para despertar el deseo y una actividad sexual efectiva. En un contexto así, de transcodificación imaginaria, el erotismo anal se representa en términos de sexualidad bestial, una fantasía de huida del ordenamiento heterosexual burgués regulador, es decir, reproductivo, que necesariamente se gratifica solo mediante la proyección de este sobre los cuerpos del otro social, así como del otro sexual o el otro racial. Puede también entenderse como una defensa contra los placeres primarios de la pasividad asociados con el manejo del bebé por parte de mujeres mayores. Estos recuerdos serían difíciles de acomodar en una sexualidad postedípica sin que saliera a la superficie un deseo homosexual pasivo que el sujeto masculino identificado como heterosexual debe rechazar a cualquier precio. En la fantasía burguesa, las mujeres de clase obrera deben equipararse a animales. En la novela de Émile Zola La terre [La tierra] (1888), que Van Gogh leyó con admiración, una joven lleva una vaca a que la monte el toro local y tiene que ayudar manualmente a la criatura con su copulación. La sexualidad invade toda la escena, ejecutada entre los animales, ayudada por la chica, observada por un hombre. Esta escena sexual desplazada bastó para que la novela estuviera prohibida en Inglaterra hasta 1954. La cosecha era un escenario narrativo habitual para estas tramas y para los deseos ardientes que despertaban


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la visión de las mujeres agachadas en los campos. Zola escribía: “Cuando [Buteau] de vez en cuando se enderezaba, tan solo el tiempo necesario para enjugarse la frente con el reverso de la mano, y veía a la muchacha demasiado atrás, con las nalgas en alto, la cabeza a ras del suelo, en esa postura de la hembra que se está ofreciendo, su lengua parecía secarse más aún...”18. Agacharse para espigar trigo es algo que se representa ante el lector como una provocación sexual mediante el dispositivo de un sustituto del lector, el campesino excitado que observa a las mujeres trabajando. La mujer campesina se compara con una perra en celo, ofreciendo sus nalgas. Reducida a esa parte de su cuerpo, se la reduce por lo tanto al sexo. Pero el sexo se imagina tanto desde la perspectiva infantil como desde la masculina. La mujer es únicamente esa parte o ese lugar que él necesita para obtener gratificación. La bestialización de la mujer trabajadora se convierte en un signo necesario dentro de esta construcción hecha por un escritor burgués de la animalidad de otra clase, en contraste con las convenciones y las culpas de la sexualidad burguesa pero también como una huida fantaseada de ellas. Y, como argumentaba Foucault, la “sexualidad”, en su sentido moderno, es un constructo específicamente burgués19. ¿DE QUÉ ESTÁN HABLANDO EN REALIDAD? Pocos de los intentos actuales que la historia del arte está llevando a cabo para reivindicar el naturalismo de Salón contra el desdén mostrado por el canon del arte moderno hacia artistas como Breton han abordado la centralidad de la joven campesina en la pintura de género rural. Solo Linda Nochlin ha apuntado directamente al corazón del éxito de Jules Breton. Breton expulsó del campo a los hombres y llenó sus escenas bañadas por el sol con mujeres y niñas sensuales20. Sobre estos cuerpos seleccionados se desarrollaban una serie de posibilidades estilísticas, sondeando la densa carga de sentido que podía asumir el paisaje rural feminizado, tanto dentro de una política burguesa como de una economía sexual. La tosquedad escultórica de Millet contrasta con las superficies pulidas y suaves de las escenas narrativas rurales que pintaba Breton durante la década de 1860 (Ilustraciones 3.4 y 3.5). Pero en las décadas de 1870 y 1880 aparecieron estilos más rudos en las obras de Jules Bastien-Lepage, Léon Lhermitte, Josef Israels, Léon Frédéric y Cécile Douard. La crítica se angustió ante la franca abyección de esas representaciones de un campesinado empobrecido y sin idealizar. La obra de Jules Breton fue cambiando a lo largo de su extensa


Ilustración 3.10. Jules Breton, El ocaso, grabado a partir del cuadro expuesto en el Salón de 1865. Actualmente en paradero desconocido

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carrera y las composiciones de múltiples figuras en paisajes amplios dieron paso a estudios monumentales del cuerpo musculoso de la mujer campesina como, por ejemplo, Cosechadoras de patatas (1868, Filadelfia, Pennsylvania Academy of Fine Arts) y El ocaso (1865) (Ilustración 3.10). Estos cuadros tuvieron un enorme éxito crítico y popular. Pero ¿en qué términos se elogiaba a Breton mientras que se lamentaba el estilo de los otros cuadros? Las respuestas críticas a la tendencia idealizadora respaldaban la revelación de la “poesía” del trabajo rural, y escribían sobre armonía y belleza. Sin embargo, en el pacto entre el crítico y su lector había muchas cosas que no se decían. Veamos, por ejemplo, lo que escribe el crítico republicano Théophile Thoré sobre El ocaso, de Breton (Ilustración 3.10). Mediante una negación abierta, el texto atraviesa un doble registro, se dice lo estético y no se dice lo sexual: El cuadro de Breton, casto en la idea, sobrio en el estilo y en la ejecución, traduce la serenidad de una vida de duro trabajo, en la que se desconocen las pasiones artificiales. Sus personajes tienen una distinción natural, sin afectación. ¿Puede encontrarse una belleza así de forma, de figura y de expresión en los salvajes del campo? Aparentemente una joven campesina, que lleva una gavilla sobre la cabeza, evoca la imagen simbólica de Ceres mejor que una bohemia parisina que se desnuda en un estudio21.

Evocar la castidad es imaginar su opuesto. Cuando Thoré aprueba la sobriedad del estilo, suscita el fantasma de lo que dicho estilo y ejecución deben disciplinar. El trabajo y el sexo funcionan como antídotos. El buen trabajo del artista en tanto pintor se hace equivaler a la dedicación del campesino a sus labores. Ambos trabajan para prevenir su opuesto: las pasiones artificiales. Contra la figura de la mujer que trabaja duro en los campos, surge la sombra de otro tipo de mujer trabajadora en la ciudad: artificial, apasionada, atraída por la sexualidad al mundo moneitizado del lujo y del consumo. La mujer rural es el antídoto natural de su hermana afectada, urbana y sexualizada: la prostituta. Pero entonces se produce una ruptura en el discurso del crítico. Tiene que crear violentamente una distancia, racializando de manera abrupta a la población rural como “salvajes”. Dando un paso atrás para identificarse con la ciudad “superior”, con la civilización, el crítico establece otra dicotomía. La figura casi simbólica de la mujer rural, convertida en intemporal y alegórica mediante la invocación a Ceres, de la que es “naturalmente” su modelo, se opone a la modelo de estudio urbana, contratada, comprada por dinero, que artificialmente


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se desnuda para representar a la diosa clásica de la abundancia. La mujer rural trabaja y da con la abundancia de la naturaleza: sin el intercambio monetario, la representación simbólica de todas las mercancías. La sexualidad significada como “pasiones artificiales” se liga al dinero y a la ciudad de las mercancías en una cadena de asociaciones negativas. A pesar de todas las dudas y los peligros sobre el salvajismo rural, el campo se consolida como el mundo de la naturaleza, donde los artistas castos y sobrios pueden trabajar con seguridad para producir un lugar para un placer inmaculado significado como arte. El arte es, por supuesto, un artificio. Pero, suministrado por la naturaleza y no por la sexualidad venal, un ámbito rural desmercantilizado puede ser sobriamente manufacturado para la contemplación estética, que es subliminalmente erótica, dentro de una economía burguesa, masculina y heterosexual. CLASE, SEXUALIDAD Y ANIMALIDAD Los escritos de Van Gogh muestran una incoherencia comparable entre la superioridad de clase ante el campo y sus trabajadores y la identificación con ellos. Escribió: “A menudo pienso en cómo los campesinos forman un mundo aparte, en muchos sentidos mucho mejor que nuestro mundo civilizado y culto. No en todos los sentidos, porque qué sabrán ellos del arte y de otras cosas”22. No eran opiniones fuera de lo habitual, pero el mundo rural podía derivar su atractivo de ser un escenario de emociones mucho más violentas y conflictivas. En 1885, Van Gogh lee Germinal, la novela de Émile Zola sobre el conflicto industrial que surge en una comunidad minera. Van Gogh eligió copiar para su hermano una de las escenas dramáticas clave, en la que se revela la intención de Zola en la novela. En una carta a su alumno Édouard Rod, Zola escribió sobre esta sección que su plan era colocar “por encima de la eterna injusticia de clases, el dolor eterno de las pasiones”23. Para Van Gogh, la figura del dueño de la mina, Hennebeau, sexualmente frustrado, se convirtió en la figura de identificación. —¡Pan, pan, pan! [gritan los huelguistas hambrientos] —¡Imbéciles! —repitió Hennebeau—. ¿Soy yo acaso dichoso? Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer fai-


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sán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre […]. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! […] Hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. [souffrance inassouvie des passions]24.

A partir de pasajes así, no puede quedar ninguna duda sobre cuál es la sexualidad que está en juego en el conflicto ficticio entre las clases. Las construcciones del placer, del deseo y del cuerpo, que el término sexualidad trata de especificar distinguiéndolas de las formas históricamente diferentes de la gestión de la procreación, están imbricadas en la constitución y la representación de la identidad de clase burguesa. Como revela este fragmento, solo los burgueses son imaginados como seres sexuales, como sujetos con psicología y pasiones. El cuerpo proletario figura como un otro radical a través del cual desplazar las frustraciones sexuales y fantasear con un estado de licencia física sin trabas, no limitado por la moralidad o ni siquiera por la vergüenza. Más próximos a los animales, los trabajadores carecen de la angustia de la vida psicológica y siguen siendo seres de instinto, satisfechos con la mera actividad física. El burgués sufre pasiones insatisfechas que necesitan y definen la sexualidad: prácticas sexuales que no pueden proporcionar la gratificación del deseo —la pasión— que motiva el acto. Así, los varones burgueses están atrapados dentro de la ley del deseo, según la visión de la novela. El objeto (perdido) del deseo, dentro de una economía sexual determinada por la castración, o el Nombre del Padre, es la unidad imaginaria con el cuerpo de la Madre, con su sueño de re-asimilación en un espacio materno de plenitud indiferenciada: la Madre Patria, el País de la Madre, la Madre en tanto que País. Pero la rabia y la ira contra la imposibilidad de gratificación convierten al deseado cuerpo materno en el objeto del odio y crean el deseo de degradarlo, de reducirlo a la fisicidad bestial, castigada, usada, violada y abyecta que, en la novela, está significada por la mujer minera de clase obrera que trabaja en el oscuro interior de la tierra mortífera. En el texto de Zola, el burgués Hennebeau se imagina vengándose de su mujer infiel, la que afirmó su propia sexualidad fuera de las leyes de la propiedad, soñando con practicar sexo con el cuerpo feo, sucio y sin nombre


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de una mujer de clase obrera, al que se puede acceder sin el requisito del amor y del decoro, simplemente ejerciendo sus derechos y sus atributos en tanto hombre y en tanto burgués. La escena de Zola de Hennebeau furioso es una fantasía de violencia y una fantasía violenta proyectada, a partir de un sentido masculino de traición edípica, sobre el cuerpo bestializado de una mujer del proletariado rural que está “ennegrecida”, sucia y agredida, y que es el lado oscuro de las imágenes de plenitud rural, idílicas y bañadas por el sol, de Jules Breton. Con sus temas recurrentes de la fealdad y la suciedad (ambas metáforas de la abyección y de la permisividad sexual), el texto de Zola está conectado con el proyecto de Van Gogh. Que Van Gogh seleccionara este extracto de la novela apunta a una lectura que no atendía al proyecto político de Zola. La lectura de Van Gogh ahonda en y se identifica con la economía burguesa que la novela desordena con imaginación mediante sus cuerpos proletarios semióticamente raciales y sus acciones políticas desesperadas. El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) necesita leerse contra las delineaciones literarias de los cuerpos de las mujeres trabajadoras de Zola, de forma que la inversión que en estos temas hace la cultura burguesa del siglo xix no pueda borrarse dentro de la asexualidad esterilizada de los discursos canónicos sobre el Arte. “Leer en contra” supone reconocer las valencias políticas discrepantes de este vocabulario en el cuerpo ficticio del otro social y sexual. La mujer agachada de Van Gogh trae a la vista le derrière de l’ouvrière. Pero será otro contemporáneo literario de Van Gogh, algo más joven, quien en última instancia permitirá hacer una lectura de ello. FREUD, VAN GOGH Y EL HOMBRE DE LOS LOBOS: MATER Y NIÑERA En su estudio del caso del Hombre de los Lobos, “De la historia de una neurosis infantil” (1918), Sigmund Freud identificaba los desplazamientos entre la parte superior e inferior del cuerpo, así como entre lo humano y lo animal, en las formaciones de la sexualidad de su paciente25. La excavación arqueológica de Freud, a través de las capas de la memoria que constituye el inconsciente del Hombre de los Lobos, arroja luz sobre el hecho de que, como adulto, este hombre solo podía disfrutar del sexo con una mujer de clase obrera y únicamente usando la entrada posterior. Freud recreaba una escena primaria en la que, cuando era un bebé, el hombre había presenciado el coito a tergo de sus padres, en respuesta a lo cual había defecado. Freud postulaba que sobre esto se impuso más tarde un


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recuerdo aún no comprendido del pene paterno desapareciendo y su asociación con su propio ano y la contemplación de animales apareándose a tergo. Fue significativo, además, que las neurosis iniciales del Hombre de los Lobos se precipitaran por el repentino despido de su niñera de clase obrera por parte de su familia. Fue como si su cuerpo incorporara algunos de estos recuerdos no formulados del cuerpo y sus movimientos y sentimientos. Su pérdida representaba una especie de tajo brusco de un cuerpo materno, desplazando lo que había contenido sus síntomas, ahora manifiestos. Este caso era a la vez un análisis detallado de la historia concreta de un individuo y una revelación de lo que estructuraba la fantasía masculina burguesa en esta época dentro de esa interfaz de las relaciones sociales reales y su inversión mediante significados y fantasías inconscientes durante el azaroso viaje a través de las marañas psíquicas de la formación como sujeto sexual. La obra de Van Gogh como artista entre las comunidades campesinas de Neunen, en su provincia natal de Brabante, entre 1884 y 1885, combina elementos comparables de su historia individual, en cuanto chico educado tanto por su madre burguesa como por su niñera campesina, con una tradición artística y una historia social que condicionan su transformación en arte. Lo que sus representaciones de mujeres campesinas revelan no es la articulación de la sexualidad burguesa a través de esos tópicos generalizados de la dama/esposa pura versus la prostituta degradada, que llegaron a estructurar buena parte de la cultura de la modernidad urbana canonizada como arte moderno26. Más bien saca a la luz otra fantasía, igualmente absorbente, que oscila entre la madre y la niñera campesina, la kinderfrau, una figura que forma parte tanto del hogar de Theodorus van Gogh como del de Jacob Freud o el del Hombre de los Lobos27. En el dibujo que hemos estado analizando, la figura de la mujer campesina se debe leer como un vórtice de registros y efectos contradictorios. Materna en escala, la figura se diferencia obsesivamente del tipo corporal de la madre burguesa mediante un énfasis exagerado y “grotesco” en la diferencia. La campesina del dibujo está diseccionada y desfigurada en cada trazo de tiza con la que se produce la imagen, por su descoyuntada atención a los enormes puños, a los pies anchos y planos y al infantil pero humillante gesto de levantar las faldas sobre las nalgas, que se ofrecen así, como si se contemplaran desde arriba, para la humillación o el castigo28. Representadas por el dibujante en el espacio ficticio del dibujo, revividas por el hombre en ese espacio social con la mujer cuyo tiempo y cuerpo le ha adquirido el dinero de su hermano, las relaciones de poder de clase y género proporcionaban la puesta en escena para unas fantasías de bestialismo que señalan el dolor de la pérdida y su reverso, la agresión,


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siendo esta última una defensa contra la primera. El dibujo y sus disposiciones psíquicas se produjeron bajo las condiciones sociales y de formación del sujeto de esas relaciones históricamente específicas entre los hombres burgueses y las mujeres de clase obrera. Allí donde los códigos de clase predominaban en forma y punto de vista, uno de los cuerpos se produce para ser agresivamente devaluado y rechazado en tanto anciano, impúdico y bestializado. Sin embargo, contra esa presión, otro cuerpo, monumental y materno, se hincha para dominar y embelesar a un niño diminuto, curioso y deseante. Este dibujo dramatiza —o superpone en sus diferentes registros— un conflicto que puede ser analizado esquemáticamente así. Una fantasía de amor y placer preedípica, asociada con el cuidado de las mujeres trabajadoras y con una corporalidad femenina, se disputa el espacio del dibujo con una agresión que se resiste, edípica, temerosa de la castración, que aflige con violencia el cuerpo de este cuerpo inferior de mujer, que es un otro social y casi bestialmente abyecto. En un caso, el tamaño y la fisicidad del regazo, las nalgas y el torso de este cuerpo son los signos propios de la comodidad. En el otro, la exageración de estas partes, enfrentada a la falta de cabeza o de cara, de mirada o de posible voz, registra la violación y el rechazo de la humanidad de este no-ser fantaseado. El dibujo alterna estos registros de la amenaza y el placer, del amor y la agresión, del miedo y el deseo. Son las huellas de la represión fallida, huellas que hacen legible la negociación desigual del proceso sacrificial mediante el cual se forma la masculinidad en sus peculiares relaciones con los cuerpos maternos perdidos que se crean en la división social de la crianza infantil burguesa de la época29. ¿Qué sentido tiene hablar de la incoherencia y de las contradicciones de la masculinidad burguesa europea, y nombrar el precio al que se produce (lo que Freud llamó “castración”, con el típico énfasis en el cuerpo del siglo xix, pero que Julia Kristeva, fiel a una lectura posestructuralista del psicoanálisis, con su énfasis en el lenguaje, llama “sacrificio”)? He empezado este capítulo con la intención de infligir una violencia “simbólica” a un dibujo que he afirmado odiar, con la intención de fracturar el canon con el que se protege la violencia de estas representaciones de las mujeres de clase obrera en tanto gran arte hecho por grandes hombres. He hecho un viaje teórico e histórico a través de una serie de textos visuales, verbales y teóricos del siglo xix, que categorizan el dibujo como una simple violación visual de una mujer por un hombre, sin importar la clase. El paso por los análisis de Freud de los hombres de su clase y de su generación nos ha traído de vuelta a la matriz de la violencia que define la formación de la subjetividad según el modelo psicoanalítico clásico. La revelación de ese mo-


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delo es la formación de la subjetividad humana, en tanto hablante y sexuada, a un terrible precio, que es el precio que exigen los regímenes occidentales (y probablemente todos los regímenes) de la diferencia sexual. El precio es la separación del cuerpo materno, de la plenitud de su espacio, de la presencia de su voz, la fantasía a la vez emocionante y temible de su plenitud y su potencia. No obstante, se lo representa a través de los mecanismos del complejo de Edipo, como una defensa contra la supuesta carencia materna y el peligro de que contamine al sujeto chico con esa carencia. Pero para ser un sujeto, hablante y sexuado, esta separación debe interiorizarse también por los sujetos femeninos; solo, que según una lógica asimétrica que nunca acepta por completo la no verdad patriarcal acerca de quién carece de qué. No es que las mujeres no carezcan. Pero no son carencia y los hombres, inevitablemente, también “carecen”30. El niño adquiere algún sentido de su ego por la presencia de un Otro ya poseído y empoderado: el lenguaje, la cultura, mediada y representada por una generación más mayor ya incorporada en la pareja familiar legalmente definida, Madre y Padre. Ante el lenguaje, la cultura y la familia, el niño descubre la imposibilidad de la gratificación de sus deseos y la imposibilidad de gratificar los deseos de quienes figuran como sus objetos amorosos iniciales. La masculinidad rechaza su carencia —como un niño ante el mundo adulto, como un sujeto ante el lenguaje— proyectando todo sentido de carencia y de amenaza sobre el cuerpo de la antaño todopoderosa y deseada Madre (como hemos visto, una figura compuesta, dividida a lo largo de líneas de fractura psíquicas proporcionadas por las relaciones de clase), es decir, sobre un cuerpo que, desde un punto de vista literal, carece menos. Las feministas a menudo cuestionan el privilegio que el psicoanálisis otorga al falo, con quien el pene se encuentra en una relación imaginaria. ¿Por qué no percibe el niño, en lugar de ello, que el cuerpo de la madre está ricamente dotado de aquello de lo que carece el niño varón: de un vientre y de unos pechos? Por supuesto. Pero lo que parece que ocurre es que, mediante la cultura, así como en el lenguaje, estos atributos deseables, precisamente porque son inaccesibles para el sujeto masculino, son borrados por aquello que, precisamente porque es aquello a lo que el sujeto masculino carente tiene un acceso singular, debe ser entronizado como el único y solo atributo deseable del cuerpo simbólicamente privilegiado y erigirse así en una defensa. Por lo tanto, el falo es un significante muy inestable de “tener” frente a “no tener”, porque enmascara las transposiciones, sustituciones, inversiones y rechazos que son necesarios para que una cosa tan insignificante adquiera la soberanía que el falo acaba por disfrutar en un orden simbólico falocéntrico. Lo


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que hay tras esta formación no es una ausencia real, como no hay tampoco una presencia real, sino las complejas fantasías orquestadas por los significantes que ofrece el lenguaje para gestionar la terrible experiencia a la que, según la lógica fálica, todos los sujetos deben someterse: la separación y la pérdida del espacio, de la voz y de la mirada materna. Así pues, las ironías continúan. Julia Kristeva ha defendido que el feminismo debe renunciar a las fantasías de la diferencia absoluta o a las ambiciones de la igualdad semejante, que convertirían al feminismo en una repetición de una lógica incansablemente falocéntrica “o bien/o bien” y debe, por lo tanto, interiorizar también “la separación fundacional del contrato sociosimbólico” para “introducir su filo en el interior de toda identidad, ya sea sexual, subjetiva o ideológica”. Comentando esto en relación con el deseo femenino, Kaja Silverman concluye: “Este es el punto en el que hay que señalar que Kristeva sabe cómo leer la maternidad como el emblema, no de la unidad, sino de su opuesto – el ‘calvario radical de la escisión del sujeto” (cursivas mías)31. El cuerpo materno puede, por lo tanto, ser liberado de su función como una fantasía de completitud —a semejanza del campo, con sus cuerpos abundantes, fértiles, arcaicos— y, su inevitable reverso, como horror abyecto32 —la sede/la visión de la carencia y su amenaza de muerte— para funcionar como un signo complejo del ambivalente proceso de la subjetividad humana. En el ambicioso intento de Van Gogh, condenado de antemano, de dominar la retórica de las representaciones contemporáneas de la vida y el trabajo rural, el campo habría funcionado, si su capacidad artística hubiera estado a la altura, como la reescenificación de una fantasía preedípica que lo acercaría a los escenarios y los cuerpos de sus recuerdos de la infancia y a esas sensaciones arcaicas que se sitúan incluso más allá del recuerdo. Pero ese mismo paisaje fue sellado con la ley edípica que exigía el sacrificio ante la ley paterna de la deseada proximidad con el cuerpo materno. La potencial destrucción de la diferencia de clase era controlada por la necesidad de conservar las distinciones de género. La ley patriarcal de la diferencia sexual tiene el efecto de marcar todos los cuerpos como carentes ante el Padre. No obstante, la ley permite a los sujetos masculinos proyectar la violencia de esa “castración” sobre el cuerpo femenino, que en este dibujo se ha convertido en una figura fantástica de desintegración psíquica, puesta en imágenes como una distorsión física. Idealmente, en el género pictórico rural de la campesina, el cuerpo femenino en conflicto debe ser domesticado y reconfigurado para no recordar nunca lo que contuvo una vez, o debe ser estéticamente convertido en una imagen evidentemente mágica de


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una diosa fértil, natural, arcaica. En el dibujo de Van Gogh, estas separaciones, mantenidas a distancia por los diferentes géneros artísticos, se derrumban. Únicamente al ver la coexistencia y la tensión entre los cuerpos maternos, femeninos y de hembra se puede explicar el poder de la imagen, que hace que la gente siga contemplándola. ¿QUIÉN ESTÁ VIENDO A LA MADRE DE QUIÉN? EL DESEO FEMINISTA Y EL CASO DE VAN GOGH La diferenciación del canon no consiste en la rectificación feminista del arte canónico y de los hombres artistas, ni en el pronunciamiento de un juicio moral sobre estos. La cuestión es admitir también la radical escisión del sujeto feminista. Puedo percibir estas presencias múltiples que están en juego dentro de la imagen solamente en la medida en la que admito compartir algunos de los materiales y procesos psíquicos. La madre, de la que yo estoy argumentando que hay en esta imagen una huella estructural y una fantasía, puede ser atisbada tanto porque quien mira, que en este caso es una ella, puede verla, como porque quien la produjo, que entonces era un él, depositó inconscientemente sus huellas en el proceso de dibujar. ¿Qué será lo que mi escritura inscriba: mi resistencia a la exclusión de los placeres masculinos del canon o la presencia de un deseo feminista que cohabita con deseos de otros, a la vez coincidentes y distintos? Ambas cosas pueden estar presentes de una manera que también nos da acceso a un “Van Gogh” que no tiene por qué ser canónicamente grande para ser interesante, bueno y agradable en tanto héroe acerca del cual escribir. Allí donde la escritura de mi deseo se encuentra con las representaciones históricas conformadas en el suyo, hemos diferenciado el canon y hemos convertido en una irrelevancia su jerarquía y sus valoraciones, cediendo estas su lugar a un rastreo más polilógico de las semióticas sociales y de las inversiones psíquicas que caracterizan la subjetividad, la sexualidad y la producción artística dentro de un momento histórico específico. Al empezar por un dibujo de Van Gogh, el paradigma supremo de la concepción popular del genio masculino moderno, sufriente, pretendo distanciarme de la leyenda del artista, tan fundamental para la historia del arte canónica. La racionalidad distanciadora de la historia social del arte rechaza la identificación con un “Van Gogh” mítico, pero también sobrepsicologizado e individualizado. La fascinación popular por una hagiografía, biografía o martirología aberrante pero


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tipológica se desplaza mediante el uso de conceptos psicoanalíticos que producen efectos muy diferentes: leer una imagen en lugar de leer una vida ajena a la obra y volver después a la obra. En lugar de la biografía sobrepsicologizada, este dibujo y otros se vuelven disponibles para una lectura más crítica, semiótica y analítica de la práctica artística como lugar de una subjetividad “en proceso” y “de prueba”, que se define tanto por sus articulaciones singulares como por sus inscripciones culturales más amplias en las formaciones artísticas y literarias. En mi escritura, la relación de las experiencias singulares en un sujeto histórico, psicosocial, y de los patrones más generales de la formación sexual (Freud cruzado con Williams) rastreados en los discursos culturales (Millet, Breton, Thoré y Zola) crean una nueva intimidad con un dibujo holandés del siglo xix de una trabajadora rural hecho por un hombre burgués. Hay que encontrar un equilibrio entre las reivindicaciones del otro representado y del autor que representa. La historia del arte canónica —y el caso de Van Gogh es un epítome al respecto— convierte a los artistas en héroes. Y, sin embargo, no aspiro a un antihumanismo similar al de los análisis estructuralistas que eliminan todas las huellas del sujeto y de la subjetividad. En el campo de la historia del arte y de sus críticos, hemos oscilado entre un concepto místico y un concepto mítico del artista como el espejo magnificador del yo ideal occidental y un borrado deconstructivo del sujeto, insistiendo únicamente en la textualidad y la estructura. El feminismo necesita una revisión irónica de ambas improbabilidades. ¿Cómo podemos atender a las especificidades de la práctica artística en cuanto inscripción, representación y “afección y donación de sentido” mientras mantenemos un concepto claro de que hay personas trabajando para producir historias que son singulares y que a la vez están culturalmente formadas, que son fantasmáticas, pero que también forman parte de una estrategia consciente y reflexiva dentro de unas motivaciones ideológicas y políticas? A fin de elaborar relaciones posibles entre el análisis histórico social, el psicoanálisis y la teoría feminista, trato de encontrar una diferencia que nos permita leer imágenes, prestar atención a la representación visual y tal vez encontrar otras historias sobre nosotras mismas en la inevitable intersubjetividad de nuestra lectura y escritura, que será siempre una puesta en escena del deseo.


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Esta referencia freudiana, que se basa en Kofman, Sarah, The Childhood of Art: An Interpretation of Freud’s Aesthetics, Winifred Woodhull (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1988, p. 11. [ed. org.: L’enfance de l’art: Une interprétation de l’esthétique freudienne, París, Payot, 1970; ed. esp.: El nacimiento del arte. Una interpretación de la estética de Freud, Patricio Cantó (trad.), Buenos Aires, Siglo xxi, 1973], se desarrolló en el capítulo 2. 2 Véase Richard Easton, “Canonical Criminalisations: Homosexuality, Art History, Surrealism and Abjection”, Differences 4, 3, 1992, pp. 133-175. 3 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, en (En)gendering Knowledge: Feminism in Academe, Joan Hartmann y Ellen Messer-Davidow (eds.), Knoxville, University of Tennessee Press, 1991, p. 229. 4 Esto se hizo evidente en las reseñas de la prensa generalista de la exposición Picasso and Portraiture, París, Grand Palais, 1996 y también está presente en la biografía en varios volúmenes de John Richardson, A Life of Picasso, Londres, Jonathan Cape, 1995. 5 En “Sorrowing Women; Rescuing Men: Van Gogh’s Images of Women and the Family”, Art History 10, 3, 1987, pp. 352-368, Carol Zemel ha analizado la dimensión del amor en los dibujos de Christina Hoornik realizados por Van Gogh. 6 Esta observación es uno de los puntos en los que se fundamenta la lectura feminista del arte moderno y la primera que la enunció fue Carol Duncan en su artículo pionero “Virility and Male Domination in Early Twentieth Century Vanguard Art’, Art Forum, diciembre de 1973, pp. 30-39; reimpreso en Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva York, Harper & Row, 1982, pp. 292-313. 7 Adrien Lavieille había hecho grabados a partir de estos cuadros y Van Gogh poseía la versión barata impresa que usaría repetidamente en su propia educación artística en la década de 1880 y, una vez más, en 1889, cuando hizo una versión en pintura de la serie. Otra serie, Las cuatro horas del día (1860), le había proporcionado el tema de Los comedores de patatas, que representa algo emparentado con la escena de noche titulada La velada. En LT 418, Van Gogh llama “veldarbeit”, labores del campo, a las series que está haciendo. La numeración precedida por LT se corresponde con las cartas de Vincent van Gogh a Theo van Gogh en The Complete Letters of Vincent van Gogh, 3 vol., Londres, Thames & Hudson, 1959. 8 Chamboredon, Jean Claude, “Peinture des rapports sociaux et l’invention de l’ éternel paysan: les deux manières de Jean-François Millet”, en Pierre Bourdieu (ed.), Actes de la Recherche en Sciences Sociales, París, noviembre de 1977, pp. 17-18. 9 Por supuesto, me refiero a su cuerpo real en tanto opuesto al cuerpo ficticio y artificial que se escribía sobre la forma física de la dama mediante modas y trajes fetichistas y que, a menudo, hacían daño e impedían el movimiento. 10 En una carta a su hermano, Van Gogh escribía que su territorio era más las mujeres que vestían faldas y chaqueta que las que llevaban vestidos (LT 395), y más tarde afirmaba que la chica campesina, con su chaqueta polvorienta y remendada, era más hermosa que una dama y que, a su parecer, cuando se ponía un vestido “de dama, perdía su encanto peculiar” (LT 404). Sobre el traje campesino de Brabantia, véase “Die jakken en rokken dragen”: Brabantse klederachten en streeksieraden, s’Hertogenbosch, Noord Brabants Museum, 1986. 11 Estas ideas se publicaron originalmente en “The Ambivalence of the Maternal Body: Psychoanalytical Readings of the Legend of Van Gogh”, International Journal of Psychoanalysis 75, 4, 1994, pp. 802-813. Mi argumento ha mejorado mucho por la lectura de Swan, Jim, “Mater and Nannie: Freud’s Two Mothers and the Discovery of the Oedipus Complex”, American Imago 31, 1, 1974, pp. 1-64. Swan aporta un análisis de la clase y de la formación sexual que combina freudianismo y marxismo mediante una minuciosa lectura de la biografía y de los sueños de Freud para mostrar que las versiones teóricas del complejo de Edipo y sus angustias y agresiones relacionadas velan el conflicto entre la madre burguesa y la mujer campesina checa de clase obrera que fue la niñera de Freud en sus primeros años.


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12 Este concepto lo derivo de la obra de Dawkins, Heather, “Frogs, Monkeys and Women: A History of Identifications across a Phantastic Body”, en Dealing with Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Richard Kendall y Griselda Pollock (eds.), Londres, Pandora, 1992, pp. 202217 (ahora Londres, Rivers Oram). 13 No se trata de la habitual acusación feminista hacia el arte masculino que convierte a las mujeres en objetos. En la teoría freudiana, deseamos únicamente objetos; el objeto es uno de los elementos que define la pulsión. Así, en la economía psíquica las pulsiones están dirigidas a objetos que prometen gratificación. Uno de los objetos primarios es la cuidadora, “la madre”. Cousins, Mark, “Contributions to a Psychoanalytic Theory of Love”, conferencia en la University of Leeds, 26 de enero de 1994. 14 Jean-François Millet fue admitido de nuevo en el canon gracias al esfuerzo de Robert Herbert, a partir de la década de 1960, mientras que Jules Breton y Jules Dagnan-Bouveret siguen fuera de él en tanto realistas Salonnier, inasimilables a las historias teleológicas del arte moderno. 15 Sobre mi argumento acerca de esta designación, véase “Agency, and the Avant-garde: Studies in Authorship and History by Way of Van Gogh”, en Orton, Fred y Pollock, Griselda (eds.), Avant­ gardes and Partisans Reviewed, Manchester, Manchester University Press, 1996. 16 White, Allon y Stallybrass, Peter, The Politics and Poetics of Transgression, Londres, Methuen, 1986, pp. 125-146. 17 Freud, Sigmund, “On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love” [1912], Standard Edition, vol. 12, Londres, Hogarth Press, 1953-1974, pp. 177-190 [ed. org.: “Über die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens”, G. S., vol. 5; G. W., vol. 8; ed. esp.: “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, vol. 11, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2013]. 18 Zola, Émile, La Terre [1888]; Earth, Ann Lindsay (trad.), Londres, Elek, 1954, p. 195. Traducción citada: La tierra, Mariano Gómez Sanz (trad.), Barcelona, Ed. Lorenzana, 1966. 19 Foucault, Michel, The History of Sexuality, Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1: La voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.), Siglo xxi, 2005], p. 127. 20 Nochlin, Linda, reseña de The Realist Tradition, Gabriel Weisberg (ed.), Nueva York, Brooklyn Museum of Art, 1980, Burlington Magazine 123, abril de 1981, pp. 263-269. 21 Thoré, Théophile, “Le Salon de 1865”, en Salons de Willem Bürger: 1861 à 1868, París, 1870, p. 188, citado en Sturges, Hollister, Jules Breton and the French Rural Tradition, Nueva York, The Arts Publisher, 1982, p. 79. 22 LT 404. 23 Una carta fechada el 27 de marzo de 1885, citada en Germinal, Henri Mitterrand (ed.), Bibliothèque de la Pléiade, Les Rougon Macquart, vol. 3, París, Gallimard, 1964, p. 1440. Para un análisis de este pasaje en el contexto de la obra completa véase Petrey, Sandy, “Discours social et littérature dans ‘Germinal’”, Littérature, 22, 1976, pp. 59-74. 24 Transcrita en LT 410; Germinal, traducción citada: Zola, Émile, Germinal, Mauro Armiño (trad.), Madrid, Alianza editorial, 2019. 25 Freud, Sigmund, “From the History of an Infantile Neurosis” [1918], Standard Edition (1955), pp. 1-122 [ed. org.: Aus Der Geschichte Einer Infantilen Neurose, G.S., vol. 8, pp. 439-567; ed. esp.: “De la historia de una neurosis infantil”, en Obras completas, vol. XVII, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1979]. 26 Véase capítulo 5. 27 Véase Swan sobre la kinderfrau checa, católica y de clase obrera de Freud. 28 El lenguaje que se emplea puede resultar potencialmente ofensivo a determinadas personas cuya constitución ósea las conduzca a tener proporciones inusuales. Yo no veo el tamaño o la escala de esta mujer automáticamente como “desfigurados”. Lo que estoy apuntando es que fue manufacturada, en parte, para que se leyera como diferencia de la formación ideal del cuerpo de la


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feminidad burguesa blanca. En este sentido, la maternidad y sus efectos sobre el cuerpo femenino son percibidos por la cultura, de manera significativa, como “no femenino”. Es lo que la Reina Victoria, significativamente, llamaba las “partes animales” de ser una mujer. Originalmente había especificado masculinidad heterosexual, pero he dejado abierta a propósito esta cuestión. Más adelante en este mismo capítulo aportaremos una explicación más completa de estos curiosos argumentos sobre la carencia. Silverman, Kaja, The Acoustic Mirror, Bloomington, Indiana University Press, 1988, p. 126; haciendo referencia a Kristeva, Julia, en The Kristeva Reader, Toril Moi (ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1986, pp. 187-213 [ed. org.: “Le temps des femmes” en 33/44: Cahiers de recherche de sciences des textes et documents 5, invierno 1979, pp. 5-19], p. 210. En la novela de Zola, Germinal, La Maheude, la figura materna, que se describe reiteradamente haciendo referencia a sus pechos grandes, llenos de leche, nutricios, muere al final del relato, tras verse obligada, por la destrucción de su familia, a volver a las minas a trabajar en “los intestinos de la tierra”.


Ilustración 4.1a. Condesa AdèIe Tapie de Ceyleran de Toulouse-Lautrec. Foto: Charles Rodat, Albi: Musée Toulouse-Lautrec Ilustración 4.1b. Henri de Toulouse-Lautrec, ca. 1867. Foto: Georges Beaute. Albi: Musée Toulouse-Lautrec Ilustración 4.1c. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec. Foto: Charles Rodat. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

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4 PADRES DEL ARTE MODERNO: MADRES DE LA INVENCIÓN: LEVANTANDO UNA PIERNA ANTE TOULOUSE-LAUTREC

¿Cuál es el significado de la pierna levantada en Henri de Toulouse-Lautrec? El punto de partida de este proyecto no son las obras autorales, los queridos depósitos de autoridad artística que constituyen la materia, el objeto de los relatos fetichizadores del genio individual que elabora la historia del arte, sino un subtexto compuesto por fotografías del artista y su círculo. Dada la aparente afirmación documental de la presencia, el ser y la identidad atribuida a la imagen fotográfica, esas fotografías prometen una autenticidad histórica al “artista y su época”. Me propongo introducir una problematización feminista en ese archivo y desplazar las categorías definitorias de la historia del arte, de la obra y del autor, por los temas de la fantasía y del fetichismo que están empezando a otorgar un carácter específico al análisis feminista del campo visual1. LLEGADA TARDÍA Y MARCHA PREMATURA A Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901, Ilustración 4.1b) lo sobrevivieron sus padres, la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec (1841-1903), que estaba a su lado cuando murió (Ilustración 4.1a), y el conde Alphonse de Toulouse-Lautrec (1838-1912), que insistió en conducir el coche fúnebre en el funeral de su hijo (Ilustración 4.1c). Gran parte de la correspondencia publicada de Henri se dirige a su madre y revela una relación fluida y sincera entre ambos, que a menudo incluye referencias cariñosas a su padre2. Henri dibujó y pintó a su madre en numerosas ocasiones. Hay varios retratos que resultan imponentes, por ejemplo uno de su madre a una mesa de café realizado en 1883 (Albi, Musée Toulouse-Lautrec) y otro, pintado en 1886-1887, que la muestra de perfil en un salón (Ilustración 4.2). Se trata de imágenes decorosas, aparentemente muy capaces para estar a la altura entre los nuevos pintores de París, en los que sutiles orquestaciones de múltiples tonalidades de blanco crean un interior luminoso que recuerda bastante a un retrato más monumen-


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Ilustración. 4.2. Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901), Retrato de Adèle de ToulouseLautrec, 1886-1887, óleo sobre lienzo, 59 × 54 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec Ilustración 4.3. Henri de Toulouse-Lautrec, Inspección médica en la Rue des Moulins, 1894, óleo sobre cartón montado sobre madera, 83,5 × 61,4 cm. Washington, D.C., Chester Dale Collection, National Gallery of Art


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tal pintado por Mary Cassatt, la Mujer a una mesa de café (1883-1885, Nueva York, Metropolitan Museum of Art). En el retrato de 1884 (Brasil, Museo d’Arte de São Paulo) la condesa aparece en un jardín, vestida en su brillante traje blanco de día. En los tres retratos, la condesa aparece convenientemente situada en lo que he llamado en otra parte los espacios de la feminidad, la escena de un mundo cerrado y retirado3. En los retratos baja los ojos y aparta la mirada. Su cuerpo está quieto, mientras su mirada silenciada se pliega hacia su cuerpo, contenido y en reposo. En el jardín aparece prendida en la superficie del lienzo, con la mirada perdida. La figura, carente de volumen y sustancia, se mezcla con el entorno rural, cultivado pero orgánico, del que se hace eco y que configura un moderno hortus closus. Ese cuerpo femenino aristocrático está inmóvil y resulta icónico en todos los sentidos. Está pintado con un afectuoso respeto y es, no obstante, a la vez idealizado y distante. La condesa Adèle es la antítesis misma de los cuerpos (Ilustración 4.3) con los que su hijo Henri establecería su paternidad artística y lograría que el antaño “glorioso” nombre de la casa de Toulouse-Lautrec viviera más allá de la arcaica superfluidad de la aristocracia francesa y formara parte de los anales del arte moderno: véase también Baile en el Moulin Rouge (1889-1890, Philadelphia Museum of Art). Esas imágenes producen cuerpos femeninos antitéticos que significan una fisicidad desregulada. Su actividad, el libre movimiento de sus extremidades o la falta de la tela que envuelve la feminidad, escapan a los contornos limitadores de la contención decorosa o del control encorsetado. Revelan a mujeres sin significar feminidad. Como ya sabemos, la feminidad era en el siglo xix una construcción de clase y raza. No incluía a la totalidad de las mujeres, aunque era la norma hegemónica porque se las juzgaba y (ab)usaba a todas. La oposición entre la sosegada, remota e idealizada feminidad de la madre blanca de clase alta y la energía animal, orgiástica, de la bailarina de clase trabajadora o la fisicidad abyecta de la prostituta de clase obrera que aguarda la inspección médica constituye, por lo tanto, una inscripción de la diferencia de clase y de la diferencia sexual, un lugar en el que se construyen mutuamente a través de las proyecciones de las fantasías del varón aristocrático en la alteridad física percibida de mujeres trabajadoras, cuyo significado simbólico se establece en oposición a las vírgenes blancas, calmas y reposadas, de su incestuoso objeto de deseo, la madre. Es a esa madre a la que hay que ver como la ausencia estructuradora que crea la necesidad de una incesante re-unión con los cuerpos de su “otra” y de las deformaciones estilísticas respecto del realismo burgués que llegaron a convertirse en la marca formal distintiva de su obra, perteneciente al arte moderno.


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HUMILLACIÓN Y DESEO: LOS REGISTROS DE LA DIFERENCIA SEXUAL Y SOCIAL En 1912, Sigmund Freud escribió una ponencia sobre algunos pacientes masculinos que padecían una forma específica de impotencia4. Eran “hombres de un carácter profundamente libidinoso”, cuyos órganos eran físicamente capaces de excitación y descarga sexual, y que estaban motivados psicológicamente para actuar de esa forma. Según Freud, esa paradoja de actividad sexual acompañada de impotencia tenía que explicarse por el carácter complejo del objeto sexual. Freud establecía la existencia de dos corrientes, la afectuosa y la sensual, que, al llegar a un mutuo acuerdo, aseguran la sexualidad adulta. La afectuosa es la más antigua de las dos y surge en la primera infancia. Se basa en el instinto de autoconservación y se dirige hacia los miembros de la familia que cuidan del niño. En la relación de dependencia del niño con su cuidadora primaria ya se encuentran presentes los componentes de la sexualidad, que producen apego y erotizan la relación con las cuidadoras maternas, convertidas así en el primer objeto de elección del infante. Mediante sus normas y tabúes, la Cultura aspira a desviar esas pasiones de sus objetivos sexuales inmediatos, al tiempo que los mantiene como promesa para un futuro objeto sustituto, al que también se vinculará la otra corriente, la sensual, que se desarrolla durante la pubertad como la expresión adulta de las pulsiones sexuales infantiles transformadas. Esa corriente sensual debe dirigirse siempre hacia objetos sexuales socialmente aprobados; en el caso de un hombre heterosexual, las mujeres que no son su madre, su tía, su hermana, etc. Sin embargo, los nuevos objetos serán elegidos a partir del modelo o de la imagen formados en la infancia, y atraerán sobre sí el afecto erotizado que inspiraron antaño. El patrón ideal viene determinado por la ley cultural que prohíbe el incesto y que Claude Lévi-Strauss identifica como la norma fundadora de la sociabilidad humana. En esta formación del hombre heterosexual adulto, lo afectivo y lo sensual deben reunirse en una figura femenina sustituta, que asegure la conjunción de la lealtad derivada de los antiguos afectos con el deseo generado por la denegación y el nuevo despertar de la pubertad, y de la alta valoración social y emocional de la amada con el placer derivado de la actividad erótica con un objeto sexual. En el caso de los pacientes que experimentaban una impotencia periódica, Freud planteaba la hipótesis de una profunda disparidad entre lo afectivo y lo sensual, procedente de la incapacidad de superar el complejo de Edipo con el resultado socialmente deseado y la inclinación al interés sexual. La brecha podía


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atribuirse a dos factores: en primer lugar, un exceso de frustración, que en realidad se opone a nuevas elecciones objetuales5; en segundo lugar, la continua atracción ejercida por los objetos de la infancia. En esos casos, la libido se aparta de la realidad —es decir, de la norma socialmente sancionada por la que hay que elegir a una mujer adulta conveniente— y es presa de la fantasía, de la promiscuidad imaginativa en cierto sentido, al quedar fijada en los objetos del afecto infantil, que, por supuesto, son siempre tabúes desde un punto de vista sexual. De modo que esos objetos solo se pueden desear inconscientemente: “la sensualidad del joven queda vinculada a objetos incestuosos en el inconsciente […] fijada a fantasías incestuosas inconscientes”, y el resultado es la impotencia total6. La impotencia psíquica sobre la que escribe Freud es una variante menos grave, dado que la corriente sensual es lo bastante fuerte para encontrar una descarga parcial en la realidad. Sin embargo, Freud señala que la corriente sensual de esas personas es caprichosa, resulta fácilmente perturbada y no se consuma con demasiado placer. La razón estriba en que la corriente sensual está apartada de la corriente afectiva por la fijación de esta en objetos incestuosos prohibidos. Por lo tanto, concluye Freud: En esas personas, toda la esfera del amor queda dividida en dos direcciones, personificadas en el arte como el amor sacro y el amor profano (animal). Donde aman no desean, y donde desean no pueden amar. Buscan objetos que no necesitan amar, para mantener su sensualidad alejada de los objetos que aman; y, de acuerdo con las leyes de la “sensibilidad compleja” y del retorno de lo reprimido, el extraño fracaso mostrado en la impotencia física hace su aparición siempre que un objeto que se ha elegido con el fin de evitar el incesto recuerda al objeto prohibido por alguna característica, a menudo inadvertida7.

La impotencia física aparece cuando el objeto sexual elegido imita o no puede dejar de recordar al objeto incestuosamente amado y prohibido: la madre o sus sustitutas. La principal estrategia para evitar ese desastre consiste en recurrir a la degradación del objeto sexual, separándolo claramente de la sobrevaloración emocional —el amor— asociada con la integración del afecto y la sensualidad, que se reserva para el objeto incestuoso y sus representantes. Por lo tanto, Freud concluye diciendo: “Ahora podemos entender los motivos que se ocultan tras las fantasías del muchacho mencionadas [más arriba8], que degradan a la madre hasta el nivel de la prostituta”9. Ahí tenemos el síntoma de un intento de salvar el abismo, pero en otros casos el abismo resulta insalvable y el hombre degrada


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a la mujer o elige a una mujer de un grupo socialmente devaluado para mantener la división que históricamente se conoce como “la doble moral”. A mi juicio, ese texto de Freud, escrito en 1912, describe la formación psicológica de una heterosexualidad masculina que tiene una localización específica, histórica, institucional y económica en la familia burguesa y las relaciones sociales burguesas hegemónicas de las que Freud (nacido en 1856) y sus pacientes masculinos, así como los artistas de las primeras generaciones del arte moderno de finales del siglo xix, eran un producto. Aunque puede sostenerse que el tabú del incesto es la ley de la cultura en general, lo cierto es que se la ha impuesto o sancionado de maneras específicamente históricas. La peculiaridad de la situación del grupo social y de género del que procedían tanto los pacientes de Freud como la compresión que estos tenían de su situación consistía en que el tabú del incesto había resultado sumamente difícil de imponer precisamente a causa del programa ideológico que Foucault ha denominado la “sexualidad” de la burguesía10. La reconfiguración de la familia como un conjunto íntimo de relaciones, en especial entre la mujer, ahora idealizada como la madre amante, y los hijos, vulnerables a las inversiones emocionales en virtud de una intimidad y una culpa familiares que eran la marca ideológica de la familia burguesa, acentuaron los conflictos para cuya gestión surgió el psicoanálisis, una tecnología de la sexualidad moldeada en el espejo de esa estructura familiar burguesa. La familia burguesa, en cuanto ideología y tecnología sexual, desarrolló modos de intimidad y dependencia emocional que promovieron una angustia y una culpa concomitantes11. La familia era, al mismo tiempo, un invernadero de incitación sexual y el lugar de una rigurosa vigilancia y represión del propio erotismo que estimulaba. Las generaciones que el tabú del incesto debía mantener sexualmente apartadas estaban, de hecho, atadas por las nuevas ideas sobre el vínculo maternal y el cuidado personalizado del bebé (se abogaba por la lactancia materna y se exigían intensos lazos emocionales con el recién nacido). En efecto, al niño se lo alentaba a ser Edipo y a amar a su madre por encima de todas las mujeres. Pero esa estructura ideológica y emocional de la familia burguesa se ponía en práctica dentro de una división social y sexual del trabajo12. La formación de clase de esa tecnología sexual significaba que la cuidadora materna probablemente quedara escindida, dividida entre la madre burguesa angélica e idealizada, una mujer casi inimaginable como genetrix y como cuerpo sexual, y las mujeres de clase trabajadora empleadas como nodrizas y niñeras que lavaban el cuerpo infantil, lo acariciaban, lo ali-


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mentaban con sus pechos y configuraban los componentes de su sexualidad mediante la atención continua a sus necesidades y procesos físicos. La presencia corporal de la niñera de clase trabajadora y esa semiótica físicamente mediada de las transacciones mujer-niño estaban grabadas en la psique del sujeto burgués y masculino, y despertaban recuerdos de plenitud y placer sensual. Sin embargo, estaba cubierta por la jerarquía social, que, en términos de poder y estatus sociales, efectivamente “castraba” a las cuidadoras del niño. Cuando la clase pasaba a experimentarse como diferencia y poder, las mujeres de clase trabajadora cada vez aparecían en mayor medida como carentes de poder ante la madre burguesa, que entonces atraía hacia sí una noción sobrevalorada y defensiva de la dicha maternal, figurada en la feminidad angélica pero intocable que significaba en su “distinción” estetizada. Al buscar los placeres perdidos de la infancia en los cuerpos sudorosos de actrices y cantantes, con su facilidad de palabra y su exuberancia física, tal como hizo Toulouse-Lautrec, el hombre burgués se veía abocado a experimentar el conflicto en un nivel que bien podía incitar la agresión contra esos aparentes objetos de fascinación sexual. Asimismo, ese complejo podía tomar la forma de un sadismo simbólico, estatuido en representación en la pantalla ficticia sobre la que el inconsciente puede dirigir la mano que dibuja. El dibujo y la pintura, la manipulación simbólica o vicaria mediante la fabricación de un cuerpo ficticio en la imagen gráfica o pintada, proporcionaban una experiencia de dominio, al tiempo que producían el espacio para nuevas representaciones inconscientes de escenarios fantasmáticos del juego entre hostilidad y deseo; de la fascinación con —y el miedo a— la diferencia en los que la diferencia social y la diferencia sexual resultan difíciles de desenmarañar, dado que una es la condición de la otra. ADMIRANDO A PAPÁ Aunque las relaciones de Lautrec con las mujeres estaban escindidas entre su posición como hijo de su madre y su experiencia de la masculinidad, lograda gracias a la proximidad social y sexual con —y a la manipulación artística de— los cuerpos de mujeres trabajadoras, esta última práctica era la que le permitía identificarse con su padre. La “identificación”, en el sentido freudiano clásico, tiene lugar dentro de la “faceta paternal-homosexual”,


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que, mediante la supresión edípica del deseo por el padre, se expresa a través de los vínculos homosociales13. El conde Alphonse-Charles de Toulouse-Lautrec-Monfa (Ilustración 4.1c) era un tipo legendario a su manera, que, según se cuenta, compensaba la insignificancia política del aristócrata —Bernard Denvir la ha llamado impotencia14— dando la nota en los locales nocturnos de París. Era un gran cazador, y el mundo de los caballos, las carreras y la caza formaba parte de los rituales de su clase y de sus masculinidades. También frecuentaba los lugares urbanos donde se practicaba una caza más explícitamente sexual y con los que su hijo, no solo como consumidor sino también como pintor, acabaría forjándose una pequeña reputación artística. El conde Alphonse estaba fascinado por la creación de imágenes, pero no como pintor serio. Dibujaba e incluso esculpía. Como su contemporánea Virginia Verasis, la condesa de Castiglione15, a Alphonse de Toulouse-Lautrec le gustaba engalanarse delante de la cámara, y tenía todo un guardarropa de trajes con los que se fotografió: de turco, de caucasiano, de cruzado y de escocés de las Highlands (Ilustración 4.4). Su hijo Henri compartía esos gustos, y contamos con algunos ejemplos de sus fotografías de mascaradas: vestido de samurái en 1892 y de niño de coro para un baile de disfraces organizado por Le Courier Français en 1889. La fotografía de un episodio de travestismo desencadena una imaginativa cadena de especulación. Representa a Henri vestido con las ropas y con el traje de Jane Avril (1892, Albi, Musée Toulouse-Lautrec)16. El travestismo era también uno de los pequeños juegos del conde Alphonse; en cierta ocasión bajó a almorzar vestido con un plaid y un tutú de bailarina. Pero se produce una rima visual sumamente llamativa entre la foto del conde Alphonse como escocés halconero, con su falda y una pierna embutida en una media negra y levantada (Ilustración 4.4), y la pose en que Henri inmortalizó a Jane Avril en el cartel Jane Avril en el Jardin de Paris (1893), del que además se conserva un boceto (Ilustración 4.5). En Moulin Rouge (1893, París, Colección Josefowitz), Louis Anquetin pintó a Jane Avril en esa misma postura, que tal vez procediera de una foto “anterior a 1893”17. La pierna levantada de Jane Avril se ha convertido casi en el signo gráfico por antonomasia de Toulouse-Lautrec, en la marca distintiva de su autor en cuanto creador de imágenes, en su firma estilística, por decirlo así18. En un plano formal, la imagen para el cartel (Ilustración 4.5) logra su impacto, y se impone en su diferencia moderna, por el carácter llamativo del diseño, más que por sus elementos icónicos, que no resultan inhabituales en la imaginería efímera del período. La semiótica distintiva de un Toulouse-Lautrec entraña una simplificación formal radical lo-


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Ilustración 4.4. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec vestido de Highlander, fotografía. París, Bibliothèque Nationale Ilustración 4.5. Henri de Toulouse-Lautrec, estudio para Jane Avril en el Jardin de Paris, peinture à l’essence sobre cartón, 99 × 72 cm. Colección privada

grada mediante la represión de los semitonos en favor de audaces contrastes de color. Estos últimos se resaltan además por el uso de zonas decorativas de un negro puro. La derivación formal de precedentes ya valorizados en la comunidad artística que frecuentaba en París —Manet y los grabados japoneses—, igual que otros diseñadores gráficos, no explica el poder de esta sorprendente condensación, que los historiadores del arte del grabado identifican con razón como una ruptura importante respecto de la ñoñería contemporánea incluso de cartelistas destacados como Jules Chéret, cuyas enérgicas composiciones habían sido ya tan importantes para Georges-Pierre Seurat en su intento de producir una imagen de la modernidad reducida a entretenimiento venal y comercial (El can-can, 1889-1890, OtterIo, Rijksmuseum Kroeller-Mueller). El recurso formal —la táctica estilística de la pierna flexionada, embutida en una media negra— se ofrece como el significado del nuevo arte que Seurat y Toulouse-Lautrec estaban elaborando19. Los historiadores sociales del arte han indagado en los significados suplementarios del formalismo que se volvieron tan palmarios en ese momento histórico proponiendo un segundo nivel de significación, connotativo o mítico, en el que la forma significa, aunque no el contenido ideológico real, al menos sí las condiciones históricas de la práctica y sus ideologías20. Así, la planitud, que subrayaba la bidimensionalidad y la materialidad del lienzo y la pintura, era una estrategia polivalente, que permitía al pintor moderno


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aludir a sus condiciones de existencia en el mito de la modernidad capitalista. “Las circunstancias del arte moderno no eran modernas, y solo llegaron a serlo al otorgársele las formas del llamado ‘espectáculo’”21. Las historiadoras sociales feministas del arte también han propuesto lecturas ideológicas de la semiótica del espacio del arte moderno concebido como la puesta en escena de miradas con componente de género con el fin de identificar los espacios de la modernidad como campos de lucha de la sexualidad y las formas del arte moderno como significaciones formales de la diferencia sexual. La táctica estilística de Toulouse-Lautrec —condensado en la pierna negra, doblada y danzante, una forma fantástica que destaca totalmente en relación con su entorno de colores simples, que la separan del cuerpo y al mismo tiempo le hacen representarlo— está, como diría Freud, “sobredeterminada”22. Puede significar la doble carga de la diferencia artística (la táctica moderna) y de la diferencia sexual (la paradoja de la sexualidad masculina). Para ser psicoanalíticamente más precisa, es en el registro del fetiche donde el recurso formal de Toulouse-Lautrec funciona como estéticamente posible y culturalmente significativo. En el psicoanálisis freudiano clásico, el fetichismo crea un sustituto para el pene que parece faltar en el cuerpo de la madre. Su curiosidad y su importancia teórica estriba en que funciona como recurso psíquico con el que se puede repudiar la realidad. Así pues, se convierte en un modelo para todas las creencias que sobreviven a la contradicción en la experiencia. Su estructura fundamental es la denegación: la afirmación oscilante “Sé pero no sé”. Según Freud, el fetichismo es una tendencia característicamente masculina que, de una forma u otra, puede afectar a todos los varones, aunque solo una minoría se convierte en fetichistas clínicos y utiliza el fetichismo como única forma de gratificación sexual. Freud describe el fetichismo como una defensa contra el “descubrimiento” de la anatomía carente de la mujer. Sin embargo, las lecturas feministas de la psicopatología de la formación revisan la propuesta freudiana y sostienen que el fetichismo es uno de los procedimientos psíquicos esenciales con los que los sujetos masculinos se defienden del descubrimiento de su propia carencia, creada por la llegada tardía y por el propio lenguaje. La masculinidad se forma mediante la proyección de esta falta simbólica fuera del cuerpo masculino, en el cuerpo del otro, la mujer, que de ese modo llega a significar tanto la falta como la amenaza de la “castración”. El lenguaje determina la diferencia sexual al separar al niño y la madre, al crear una escisión psicológicamente cargada que no precipita solo una división entre el niño y la cuidadora primaria que lo mantenía vivo, sino que inicia el miedo a la muerte en el sujeto masculino separado y diferenciado, quien, entonces, queda


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arrojado a la deriva de lo que hasta ese momento representaba, en su fantasía, la vida y su sustento. La castración mediante el sometimiento al lenguaje produce una nueva fantasía, el miedo a no ser, que también resulta fascinante y deseable porque se asocia con un retorno a la madre. La angustia de castración se centra en los genitales masculinos solo a través de una compleja coyuntura. La angustia relacionada con la separación y la sumisión a la ley del padre mediante el lenguaje pasan a primer plano en un punto del desarrollo psíquico en el que los genitales adquieren un interés en la significación simbólica, así como un lugar en el narcisismo, mediante la producción de un excedente de placer que no tiene que ver con comer o defecar. En cuanto parte del cuerpo, lugar de placer y símbolo de la sintaxis en evolución del cuerpo psíquico y del cuerpo social, los genitales masculinos se convierten en el signo corporal de un narcisismo primario, la fase necesaria en la que se usa el propio cuerpo como un objeto de valor y de placer sensual. En la medida en que el niño invierte una parte de su propia libido en sí mismo mediante el placer que proporciona ese órgano, el pene se eleva al nivel de aproximación al significante, al Falo (siempre paterno), y la aparente ausencia de los genitales masculinos en el cuerpo de la madre se convierte en un signo condensado de una fantasía anatómicamente inconexa, el miedo a la muerte o el no-ser, que procede del destino humano de la alienación en el lenguaje como la condición de acceso a la sociabilidad, la subjetividad y la sexualidad. Las condiciones amenazadoras de la aparición de la subjetividad masculina deben denegarse (un fetichismo primario, y simbólico, ayudado por el uso del lenguaje, que oculta ese peligro con la palabra mujer) o proyectarse en el otro femenino, que entonces se vuelve figura de la diferencia como desfiguración necesitada de un fetichismo secundario o literal, en el que se busca un sustituto visual para la imaginada insuficiencia anatómica del cuerpo femenino. Mi argumentación sobre Henri de Toulouse-Lautrec necesita desarrollar la cuestión del fetichismo un poco más. Para Freud, el fetichismo es la denegación del hecho físico de la diferencia sexual. Al ver una ausencia, el niño se guarda del pleno reconocimiento de esa amenaza encontrando un sustituto, que es el mecanismo por el cual la creencia en la diferencia femenina puede mantenerse y denegarse al mismo tiempo. Así, el fetichismo permite la siguiente afirmación: “Ella tiene un pene pese al hecho de que no lo tiene, en la forma del sustituto”. Significativamente, Freud23 demostró que el fetichismo nunca funciona de verdad: Otra cosa ha ocupado su lugar, ha sido nombrada como sustituto, por decirlo así, y entonces hereda el interés que antes se dirigía a sus predecesores. Pero ese


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interés aumenta también de un modo extraordinario porque el horror a la castración ha levantado un memorial de sí mismo con la creación de dicho sustituto [la cursiva es mía]. Por otra parte, la aversión, siempre presente en todo fetichista, a los genitales femeninos reales no deja de ser un estigma indeleble de la represión que ha tenido lugar. Ahora podemos ver lo que logra el fetichista y qué es lo que lo mantiene. El fetiche es un símbolo de triunfo sobre la amenaza de la castración y una protección contra ella24.

John Ellis señala, de manera provechosa, que el significado de la polaridad ausencia/presencia es un resultado de la formación cultural y de su significación de la diferencia sexual, lo que elimina definitivamente cualquier esencialismo anatómico residual que pueda haber en Freud25. El pene es solo un sustituto, un símbolo de lo que instituye el significado en un sistema falocéntrico, a saber, el Falo, que no es nada y lo es todo, un significante. El fetichismo no es solo una denegación de la falta del pene materno, sino que ha de entenderse como una forma forzada de resistencia masculina a todo el sistema, a la estructuración fálica de la diferencia sexual. En cuanto denegación, el fetichismo parece conferir —mediante el sustituto— un falo a la mujer que es mujer, sin embargo, en virtud de su carencia. Esa restitución imaginaria mantiene, por lo tanto, la importancia del falo y, en consecuencia, recuerda constantemente al sujeto la posibilidad de la diferencia. Como el fetichismo es ya una cuestión de significación mediante la sustitución, conecta la fantasía y el lenguaje. El lenguaje —todo el sistema del significado basado en símbolos que, en la forma de palabras y signos, representa lo real— nos castra “simbólicamente”, es decir, nos separa de modo definitivo de lo que, en retrospectiva, fantaseamos como una corporalidad e intimidad incondicionales con la Madre. Sin embargo, el lenguaje, en cuanto guión de culturas y órdenes sociales específicos, significa el hecho universal de la castración sexual de manera diferente para nosotros, en función de si, bajo su ley, devenimos masculinos o femeninos. Ellis también somete el caso con el que Freud comenzaba su ensayo “Fetichismo” a una deconstrucción lacaniana suplementaria. El paciente de Freud, educado en Inglaterra, utilizaba el brillo en la nariz de una mujer como su fetiche. Este fetiche funciona, de hecho, lingüísticamente. El niño era bilingüe y la palabra Glanz en alemán significa “brillo”, pero suena como la palabra inglesa glance, “vistazo”, que probablemente fuera el sustituto original para este paciente: el niño miraría el rostro de su niñera para consolarse antes o después del traumático encuentro o “visión” de su diferencia. Ellis penetra en el relato


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de Freud y revela dos miradas: la mirada del niño que recorre el cuerpo de la mujer para el reconfortante “sin embargo”, el sustituto; y la propia mirada de la mujer, que presenta ese consuelo y se convierte así en una mirada fálica. Esto ha de quedar denegado y cubierto por la mirada siempre curiosa del muchacho, que una y otra vez busca el eterno antes, la tendencia a congelar la imagen de un cuerpo de mujer en el momento anterior a la exposición visual de la diferencia sexual. La cronología de la visión y el conocimiento queda bloqueada, en un rechazo del movimiento narrativo que lleva del mirar al ver y que incesantemente conduce a un conocimiento ineludible, es decir, al reconocimiento de la castración como un hecho y un destino necesarios. Me he detenido en esta reelaboración para poder especificar en el plano teórico el interés estético en la imagen fija de cuerpos que bailan. En el caso de Henri de Toulouse-Lautrec, algunas características recurrentes de su obra pueden leerse como ese vistazo detenido en el que el fetichismo funciona como una denegación necesaria y un “memorial” repetido del complejo momento de fascinación y terror. Ahora podemos entender el fetichismo como una estructura de sustitución de significantes determinada en relación con el falo/el lenguaje/la diferencia/el poder. No está exclusivamente vinculado, como pretendía Freud, a una localización física y a un momento de la percepción de la diferencia sexual, lo que para Freud establecía una distinción absoluta entre lo masculino y lo femenino. Siguiendo una lectura lacaniana, el fetichismo queda expuesto como un régimen semiótico de representación que dramatiza el sufrimiento del sujeto en relación con el conocimiento y la posibilidad de cualquier asunción de identidad. En cuanto tal, el fetichismo revela un momento en el que Freud y Foucault podrían unirse para elaborar la sexualización de la subjetividad en el plano social, institucional, simbólico, familiar y psíquico. Con la aparición y la dispersión de las formas familiares burguesas occidentales y sus formaciones psicosimbólicas concomitantes, el problema de la madre se desplazó del discurso religioso para ejercer presión sobre todas las áreas de formación subjetiva, y en ninguna de un modo tan complejo o fundamental como la de la sexualidad. Bajo un sistema que simplificó de forma tan radical o que expuso de manera tan drástica la Ley del Padre, y que produjo en Freud y sus seguidores a aquellos que nombrarían y analizarían la función paternal de ese sistema, tal vez sea la Madre, que escapa a su presencia congelada en la representación cultural como la icónica Virgen, quien estructure, incluso en ausencia, la actividad figurativa de los artistas modernos, sus hijos26. En virtud de este rastreo psicoanalítico de las paradojas del


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fetichismo, propongo que Madre no queda desplazada por una cultura secular que ya no se cimenta en una iconografía visible de lo maternal, sino que experimenta una transfiguración en la cultura moderna que los contemporáneos de Freud modelaron y significaron mediante sus sustitutos fetichizados. CUANDO LO PEQUEÑO NO BASTA Henri de Toulouse-Lautrec siempre fue físicamente más pequeño que sus padres. Su matrimonio endogámico lo marcó con un cuerpo que significaba su permanente insuficiencia. ¿Podría tal cosa permitirnos especular sobre las razones por las que su arte extrajo cada vez en mayor medida su urgencia y su energía de la fascinación por la manipulación de algunas partes del cuerpo, sobre todo las piernas en el baile, por la exuberancia, el atletismo y la flexibilidad sobrehumana que hicieron tan famosos a La Goulue y Valentin le Désossé, el hombre sin huesos? De su fama Henri tomó prestada una imagen de energía que significativamente cayó presa de la fetichización de la imagen no solo fija, sino además gráfica, impresa. Congelado y aplanado en la página, el cuerpo fantástico, imaginado como radicalmente libre en unos movimientos que desafían toda credibilidad por su movilidad e inventiva, se ve privado justo de lo que lo volvía fascinante para quienes lo veían en movimiento. Por todo ello, queda fetichizado de manera aún más intensa como un objeto de deseo perdido, ausente, imposible, o como un lugar para el proceso constante e inconsolable del complicado desplazamiento del deseo. Si comparamos un cartel de Toulouse-Lautrec con la fotografía publicitaria de la compañía de baile de Mademoiselle Eglantine (ca. 1896), a la que pertenecía Jane Avril, y en la que se basó Henri para realizar el póster que ella le encargó para la gira por Inglaterra de 1896, podemos empezar a apreciar el proceso de fetichización que tiene lugar aquí, incluso entre dos sistemas figurativos, la fotografía y la imagen pintada o impresa, ambos propios de un régimen fetichista de representación (Ilustraciones 4.6 y 4.7). La diferencia que quiero señalar radica en la destilación, por decirlo así, de la pierna con la media negra para que en la imagen del cartel funcione como el motivo repetido y dominante, destacado sobre una versión gráficamente simplificada de la actividad y el “frufrú” de las capas de enaguas tan evidente en la exhaustividad indiscriminada de la foto. Al tiempo que una pieza de publicidad mundana, es una ocasión para la aparición del motivo de la pierna levantada. Se promete


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Ilustración 4.6. Henri de Toulouse-Lautrec, Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine, 1896, litografía. Londres: Victoria and Albert Museum Ilustración 4.7. Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine, fotografía. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

la exposición, pero se deniega el riesgo de ver, dado que la imagen del movimiento está congelada. A diferencia de la fotografía, tomada en un momento separado del tiempo y que promete la posibilidad de ver en la siguiente toma, o en otra posterior, la materialidad de los colores impresos bloquea la fantasía, suspende la visión en un eterno antes, promete que aquí, en realidad, nada hay que ver salvo la imagen manufacturada, que es en sí misma el sustituto, el fetiche. La danza representada en la fotografía propone que todo puede ser revelado. La fotografía desplaza esa amenaza mediante la multiplicación de las enaguas en cuanto modernos velos púbicos. En su indiferencia, la fotografía puede registrarlo todo, o, diríamos, su tonalidad deviene una retórica de cierta forma de fetichismo, asociada con la moda. El cartel de Toulouse-Lautrec desecha e invierte toda la estructura semiótica de la fotografía y el gesto danzante


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que representaba para el público, que observaba el movimiento perpetuo de las bailarinas y el torbellino de las enaguas para entrever lo prohibido y lo temido. Las imágenes de Toulouse-Lautrec fijan la danza, congelan la sugestión de movimiento mediante la repetición de la pierna, de esa forma negra con punta y tacón afilados que resalta en acusado contraste con el papel limpio, el cual solo sugiere las faldas y las enaguas de forma residual mediante los esbozos curvilíneos que conectan un espacio por lo demás en blanco. En términos freudianos, la pierna es el fetiche del falo perdido, restaurado a la mujer para que resulte soportable mirarla como objeto heterosexual. Sin embargo, como ha sostenido Laura Mulvey a propósito de la obra de Alan Jones, la pierna embutida en una media negra, con el pie dentro de un zapato de punta fina y tacón de aguja, también significa el castigo de la mujer mediante la sumisión en una forma occidental de sadismo27. Las piernas de Henri se fracturaron cuando estaba a punto de entrar en la pubertad y después sufrieron los peores efectos de la picnodisostosis causada por el hecho de que sus padres eran primos en primer grado, lo que limitó su crecimiento posterior. Una estatura disminuida podía tener profundas implicaciones respecto de la identificación con la masculinidad paterna (aunque el propio Alphonse no era un hombre alto y Henri medía su buen 1,60 m). Ya sabemos que el tamaño se relaciona con nociones sobre quién parece poseer el falo. Por lo tanto, una persona de tamaño reducido podría sentirse “castrada”, de modo que las piernas se convertirían en un signo sobredeterminado no solo de un fetichismo que funcionaría en torno a los relatos freudianos habituales sobre la diferencia sexual de carácter heterosexualizante, sino también al hilo de una relación igualmente crucial, la de los hombres entre ellos, sobre todo a través de la función simbólica que los padres tienen para los hijos.

¿EL FALO PERDIDO DE QUIÉN? ¿QUIÉN ES EL FALO? ¿QUÉ HAY EN LOS GUANTES?

Contra las tesis existentes sobre el fetichismo, quiero proponer que, en este caso concreto, lo que se deniega al hijo disminuido es el falo del padre aristocrático. La huella del recuerdo detrás del cartel de Jane Avril de 1893 y del cartel de Eglantine de 1893, con la sobredeterminada firma estilística de la pierna enfundada en una media negra, es la pierna levantada del conde Alphonse (Ilustración 4.4) y lo que representa en jerga, que solo puede significarse de una forma desplazada


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Ilustración 4.8. Henri de Toulouse-Lautrec, Los guantes de Yvette Guilbert, 1894, peinture à l’essence sobre cartón, 62.8 × 37 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec Ilustración 4.9. Henri de Toulouse-Lautrec, Yvette Guilbert, 1894, carboncillo, peinture à l’essence sobre papel de calco, 186 × 93 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec Ilustración 4.10. Yvette Guilbert, fotografía. París: Bibliothèque Nationale


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mediante la proyección sobre esos cuerpos poco femeninos, pero de mujer (es decir, no maternales sino sexualizados). La cadena de identificaciones y desplazamientos que esta serie de fotografías nos permite vislumbrar va desde un hombre con falda escocesa hasta una mujer en una pose similar, con Henri ocupando lo que Kaja Silverman identifica en Freud como una posición edípica dual, tanto positiva como negativa28. Quiere estar en la posición pasiva ante su padre, pero eso, como ya sabemos, evoca la amenaza de la castración. La mascarada le permite ocupar una posición de deseo por el padre mediante la identificación con Jane Avril, pero, en la medida en que recupera el falo mediante la repetición visual fetichizada de la postura fálica de su padre, la identificación con lo femenino y, por lo tanto, su deseo edípico por el padre pueden tener cabida, mientras que la castración se deniega. La estructura de la propia representación hace posible precisamente una lectura fetichista porque permite la coexistencia de creencias o deseos que son contradictorios entre sí y que se extienden y camuflan por la serie de travestismos y mascaradas representadas por esos dos intérpretes que son el aristócrata y la mujer de clase trabajadora. Otro elemento de la fotografía del conde Alphonse (Ilustración 4.4), la mano enguantada, es un anzuelo para un nuevo plano de fetichismo, característico de la obra de Henri, esta vez en relación con otra de las estrellas femeninas cuyo cuerpo, arte y mascarada colonizó para elevar su nombre por encima de la condición de heredero forzoso. La primera formación que Henri recibió como pintor estuvo a cargo de uno de los muchos amigos artistas y compañeros de equitación de su padre, René Princeteau (1839-1914), un famoso pintor de caballos que en 1874 dibujó a padre e hijo juntos à cheval (Albi, Musée Toulouse-Lautrec). Los primeros esbozos de Henri tienen que ver con los caballos y, por lo tanto, con el mundo que él y su padre compartían como parte de los rituales masculinos de su clase. Sin embargo, estos eran ya en parte una actividad nostálgica. La función caballeresca o utilitaria que habían tenido en tiempos estaba quedando rápidamente parodiada por el desarrollo de la caza como nueva actividad de ocio burgués. Los caballos y el mundo equino como significantes de virilidad aristocrática se volvieron algo imposible para Henri, a consecuencia de su enfermedad congénita. El solaz de los caballos, los sabuesos y los halcones —la fauconnerie— en los espacios abiertos le quedó vedado no tanto por su estatura, que tampoco era tan escasa, como por la debilidad de sus huesos. Henri se trasladó a París y buscó otros espacios para su actividad artística, como ya he propuesto arriba, y para otras cacerías:


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faux con-eries. Allí, en lugar del guante de cetrería, encontró un sustituto (Ilustración 4.8). Tan famosos son los guantes negros lucidos por Yvette Guilbert que ahora significan “Toulouse-Lautrec” en lugar de Guilbert, así como la calculada autoría de su propio traje de intérprete y su marca distintiva. Guilbert había encargado un cartel a Henri, del que esa imagen es un dibujo preparatorio. La imagen no le gustó porque la hacía parecer muy fea, y se negó a que Henri la hiciera circular así por París (Ilustración 4.9). Los guantes de Yvette Guilbert (Ilustración 4.8) significan lo que ausentan. Fetichistas en sí mismos, esos extraños objetos casi animados devienen el sustituto fetiche de la mujer artista que los había convertido en su marca artística distintiva. La intérprete/artista queda reducida a las formas flácidas pero fantásticas que, pese a todo, se arrastran por los escalones como una hidra o una serpiente de muchas cabezas. Vacías, todavía gesticulan. No forman una mano con cinco dedos, sino que una especie de telaraña produce una figura grotesca, casi inhumana. Los guantes se convierten en una imagen repugnante, siniestra y mortífera. Esos guantes negros son un lugar habitado por deseos e historias en conflicto. Tenemos constancia de las razones por las que Yvette Guilbert los eligió como su marca distintiva. En sus memorias recordaba a una profesora, Mlle Laboulaye, quien llevaba unos largos guantes negros que solo se quitó en una ocasión, en la que dejó a la vista de aquella niña de siete años una imagen que le cambiaría la vida, “unas manos maravillosas, con uñas de coral rosado (…) manos como las de la Virgen María”. Guilbert escribía lo siguiente: Quién sabe si la impresión que esos largos guantes negros causaron en mi tierna infancia no influyó en la elección que hice cuando buscaba una silhouette que fuera inusual y económica. En mis primeros tiempos yo era muy pobre y los guantes negros eran más baratos, ¡así que los escogí! Pero tuve la precaución de ponérmelos con vestidos de colores claros, y de que fueran largos, para exagerar la delicadeza de mis brazos, y hacer que mis hombros y mi cuello parecieran aún más delgados y esbeltos29.

Yvette Guilbert también señala otra faceta del uso de los guantes: “Y, por último, me ponía los guantes para mis propias audacias”; era famosa por cantar canciones bastantes risqué: “Mis guantes negros eran un símbolo de elegancia que yo introduje en una atmósfera un tanto canaille y carente de ingenio”30.


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Si nos permitimos escuchar en busca de la voz de la mujer de clase trabajadora que se forjó a sí misma como intérprete y cantante hasta llegar a ser una estrella, los guantes permanecen vinculados al sujeto que los hizo significar, al cuerpo que modeló en cuanto que vehículo de su práctica artística, al lugar de sus recuerdos y de su identificación con otra mujer, quizá de otra clase social, sin duda de otra feminidad que podía convertir en pastiche como parte de su intervención en las ambiguas y fluidas arenas de la mezcla entre clases que formaron los lugares de ocio y los convirtieron en los espacios de la modernidad. Sus guantes, o su mascarada, de la que eran un signo, constituían su táctica como artista moderna. En la portada de Toulouse-Lautrec para el álbum sobre Yvette Guilbert escrito en 1894 por Gustave Geffroy31, los guantes reptan por unos peldaños imaginarios (Ilustración 4.8). De modo fetichista, se dota al signo de la mascarada de la intérprete con el poder de significar no a Yvette Guilbert, la autora, sino al artista que se apropió de su imagen para remodelarla y hacerla propia, para convertirla en su pasaporte a la futura fama. El artista “mata” a esa mujer, al significarla con el cascarón vacío, su nombre vinculado a una mera mercancía, por lo demás barata, a su vez una imitación degradada de una elegancia perteneciente a una mujer más cercana a él, en lugar de a la clase de ella; más cercana al objeto incestuoso y prohibido de él: su madre. El nombre de Yvette Guilbert, al lado de lo que en realidad se lee mediante su autoafirmación moderna como formas de colores planos, se convierte en un apéndice decorativo, mientras que los artistas varones, Gustave Geffroy y H. de Toulouse-Lautrec, afirman su autoría y su presencia con sus nombres y emblemas. Una solitaria fotografía publicitaria de la cantante devuelve las fantasías artísticamente conjuradas en torno a Yvette Guilbert y sus guantes a la facticidad inexpresiva e indiscriminada de su medio artístico (Ilustración 4.10). Vemos a una mujer delgada, dotada de un rostro con carácter, brazos elegantes y flexibles y un escote esculpido para destacar el garboso molde de la cabeza y los hombros. Aunque en ningún sentido pretendo sugerir que esa es la verdad de Yvette Guilbert —dado que la fotografía representa a la estrella según una retórica fotográfica—, la imagen contrasta de modo llamativo con las producidas por el pequeño Henri, las cuales, en su agresiva diferencia, revelan que la especificidad de su trabajo tiene el carácter de una malvada caricatura. Toulouse-Lautrec envejece el rostro de Guilbert, exagera la dureza de los rasgos que el traje y los guantes pretendían armonizar


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en las líneas estilizadas de un elegante vestido tubo. El artista reproduce los efectos fortuitos de las candilejas y la radical transformación del rostro humano y su expresión que, de manera sorprendente, produce una iluminación tan ingrata. DECONSTRUIR EL DERRIÈRE: LO OTRO FÍSICO Yo diría que el suyo, el de Lautrec, es un arte que representa una crueldad obstinada pero vicaria, que se deleita en el poder del que disfrutaba para demonizar a sus otros sociales. La degradación para la que este arte encontró un vocabulario tan popular puede leerse, sin embargo, en busca de una ambivalencia más compleja entre sadismo y anhelo, que es la condición de las denegaciones que semejante demonización significa. La faceta paterna-homosexual que discierno en la obra de Toulouse-Lautrec encuentra su lugar en la representación mediante imágenes de hombres, casi siempre predadores, ataviados con sombrero de copa y levita. Es significativo que ese sea también el vestuario de Valentin le Désossé, cuyas elásticas piernas y su tremenda habilidad para hacer el split le valieron el sobrenombre de “el sin huesos”. Aparece como una presencia misteriosa, ya que era la pareja de baile y el descubridor de Louise Weber, también conocida como La Goulue, sobrenombre interesante que significa “la avariciosa”. Louise Weber, como yo prefiero llamarla, con su identidad social, era el cuerpo que supuestamente labró la fama de Toulouse-Lautrec con su famoso cartel de 1891 para el Moulin Rouge (Ilustración 4.11). Las piernas dobladas y las siniestras manos enfundadas en guantes negros forman parte de ese vocabulario emergente. Pero el centro del cartel, cuando lo examinamos con cuidado y teniendo presente las estructuras del fetichismo y de la diferencia sexual, exhibe una ausencia decisiva. Creemos estar mirándole el trasero32. Pero, ¿qué es lo que se ve en realidad? Al estudiar la imagen más famosa pero más embarullada del cartel (Ilustración 4.11), podemos rastrear el proceso de formación del vocabulario distintivo de Toulouse-Lautrec. El espectador se posiciona cerca, pero detrás, de la figura danzante de Louise Weber. Sin embargo, está en parte tapada por la enorme figura de Valentin le Désossé, situada en el primer plano a la derecha. Su nítido perfil, con el sombrero de copa, repite las formas modeladas por sus gigantescas manos enguantadas, que hacen un gesto espectacular pero extraño


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Ilustración 4.11. Henri de Toulouse-Lautrec, estudio para Moulin-Rouge: La Goulue, 1891, carboncillo, difumino, pastel, aguada y óleo sobre papel dispuesto sobre lienzo, 154 × 118 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

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(otro eslabón en la cadena metonímica que se remonta a los falos enguantados del Padre). Más allá de esa figura, y destacada sobre las oscuras figuras de otros espectadores, definidos solo en contra-jour y silhouette, formando una hilera desigual de plumas ondulantes y sombreros de copa, vemos los componentes fragmentados de La Goulue: el pelo rubio que se enrosca en el moño, el rostro de perfil, cortado en el cuello por una banda de terciopelo, la blusa de lunares y después… una sutil nada que ocupa el centro de la imagen. La leemos, pues la mayoría de nosotras estamos formadas para adensar la más nimia sugestión gráfica y hacerla remitir e incluso connotar. Llenamos ese vacío, como una visión que se nos revela a nosotros, espectadores privilegiados, una visión de lo que los otros espectadores no ven: la mujer con la falda levantada, las bragas al descubierto, la pierna doblada. Sin embargo, mirar nada tiene de peligroso. El dibujo ofrece la tranquilidad de que ahí en realidad no hay nada que ver. El vacío no es el sexo de la mujer, que tanto empeño ha puesto en borrar el arte occidental. Con su deseo incesante de mirar por debajo de las faldas, la forma neurótica del desnudo se reafirma al no encontrar nunca nada que incline la cuestión de un lado o del otro. Esa es la extraña paradoja del desnudo, y lo sitúa aparte de la “honestidad” pornográfica, que castiga a la mujer al revelar su castración y desplaza la angustia mediante su fetichización del cuerpo en su conjunto o mediante la función de la mirada de la mujer a la cámara/el espectador33. En Moulin Rouge – La Goulue (Ilustración 4.11), la mano que dibuja crea y escenifica un momento fetichista que vuelve a representar el momento de la “mirada”, en el que la vista “se desvía” del sexo velado, para rebotar en torno a una imagen de la que brotan unos fetiches fálicos que enmarcan y distraen la atención del agujero vacío del centro de la imagen. Pero, para no ponernos demasiado retóricas sobre esa ausencia, debo señalar que en la misma época se censuró una portada de revista que mostraba a una mujer columpiándose en una luna creciente, ataviada con un ligero tutú, medias negras y ligas. Esta imagen, portada de la revista Fin de Siècle diseñada por Alfred Choubac, quedó legalmente prohibida en 1898. Aunque en la imagen original se había colocado firmemente una rodilla que impedía ver su sexo, con toda probabilidad solo parcialmente cubierto, el área central de la figura fue objeto de censura. La portada se imprimió con una amplia leyenda sobre la parte inferior del cuerpo en la que se leía: “esta parte del dibujo ha sido prohibida”. Lo que quedaba era un efecto nada alejado a los producidos por Toulouse-Lautrec como su firma estética decisiva en


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Ilustración 4.12. Henri de Toulouse-Lautrec, Chocolat bailando, dibujo, pintura y lápiz, 65 × 50 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

sus imágenes y carteles de Jane Avril o de la compañía de Mademoiselle Eglantine. Las molestas minucias de la ropa interior, pese a toda su superficialidad, quedaban borradas y reemplazadas por la escueta simplicidad de la yuxtaposición de las piernas suspendidas de lo que, en efecto, constituye una extraordinaria ausencia. Lautrec decretó su propia censura y eso es, irónicamente, lo que expone la represión incompleta.


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Sin embargo, me siento llamada a profundizar en los resbaladizos senderos de mi propia fantasía por otra imagen de un trasero, el de otro famoso y gimnástico bailarín, Chocolat. Los archivos no recogen el nombre real de ese intérprete de ascendencia africana. “Chocolat”, junto a su coestrella “Footit”, eran intérpretes populares en el Nouveau Cirque de París en la década de 1890. Su fama creció por su aparición en una campaña de publicidad descaradamente racista para una marca de chocolate que jugaba con uno de sus nombres artísticos: “Sucio negrito, no eres chocolate… Solo hay un chocolate… y es el Chocolat Potin”34. En el dibujo de Chocolat bailando realizado por Toulouse-Lautrec para el periódico Le Rire en 1898 (Ilustración 4.12), las partes corporales que están fetichizadas —es decir, detenidas y fijadas para distraer la atención subrayando aspectos aparentemente triviales de la diferencia física— son la cara y la mano. Estos elementos, en los que Toulouse-Lautrec concentra la diferencia, enfatizan la oscuridad de la piel de Chocolat, abyectamente subrayada por su nombre artístico. Ambos confirman la interesante idea de Homi Bhabha según la cual podemos aplicar los conceptos psicoanalíticos del fetichismo entendidos como el mecanismo de defensa contra el encuentro con la diferencia al discurso colonial y su racismo epidérmico35. El color de la piel se convierte en el fetiche capaz de aterrorizar y, sin embargo, desplazar la amenaza de la diferencia cultural entre hombres. El fetichismo es siempre un juego que entraña una vacilación, escribe Bhabha, entre “un momento arcaico de completitud y semejanza”, en el que era posible creer que todos son iguales, y la conmoción de la diferencia interpretada en los términos de la cultura dominante como carencia (algunas personas no tienen pene; algunas personas no tienen la misma cultura/piel/raza). “En el interior del discurso, el fetiche representa el juego simultáneo entre metáfora (que enmascara la ausencia y la diferencia) y metonimia (que registra contiguamente la carencia percibida)”36. La táctica estilística de Toulouse-Lautrec entrañaba el uso de crudos contrastes de audaces negros contra un papel casi intacto (aunque a menudo utilizaba fondos coloreados). En los dibujos sin terminar, que nos permiten apreciar lo que atrajo la máxima atención en la elaboración original de una imagen y advertir los lugares de inversión psíquica y estética, las áreas negras se subrayan y enmarcan por un audaz empleo del blanco, por ejemplo siguiendo los contornos de la mano del hombre africano, o visible en torno al otro foco principal en el que se concentró la energía del dibujante: el perfil de su cara, en parte oscurecida bajo el cuello alto y la gorra calada. Toulouse-Lautrec redujo


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Ilustración 4.13. Henri de Toulouse-Lautrec en un bote con Viaud, ca.1899, fotografía. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

el color a sus más audaces contrastes y feroces oposiciones. Eso atrae nuestra atención, pero nos distrae de lo que se representa, insistiendo en los medios de su aparición, el fetichismo que ocupa el centro del carácter privilegiado que el arte moderno concede al propio proceso significante. El dibujo Chocolat bailando, reproducido en la revista cómica Le Rire, imita formalmente la disposición compositiva de la escena primaria escenificada en el Moulin Rouge (Ilustración 4.11). En cuanto espectadores, se nos otorga un lugar desde el que vemos el trasero de Louise Weber, mientras que el rostro de Chocolat queda casi oscurecido por el képi que le baja hasta los ojos, un efecto exagerado por la caricatura de los rasgos de la supuesta diferencia racial. Ahora lo que aleja nuestra mirada del sexo del cuerpo no es la pierna negra, sino la negritud de su piel expuesta en (traspuesta a) su cara, y esa extraordinaria mano “doblada”, solitaria, aislada en la parte superior del dibujo y cuidadosamente contenida dentro de los límites que marcan los gruesos trazos de blanco. ¿Qué le ocurre a nuestra lectura de esta imagen cuando la yuxtaponemos con dos autorretratos de Henri? Me asombra el parecido del perfil del artista con el que aparece en el dibujo de Chocolat bailando. En las descripciones de Toulouse-Lautrec ofrecidas por la mayoría de las biografías y los libros de historia


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del arte se da una gran importancia a las aparentes desfiguraciones que sufrió a consecuencia de su enfermedad congénita. Los historiadores del arte y los biógrafos citan piernas debilitadas y arqueadas, un pecho enorme, unos labios protuberantes y babeantes. Es difícil apreciar los extremos de esas descripciones ficticias en las fotografías que ahora también forman parte del archivo. Incluso hay fotos de Henri desnudo en un bote, a punto de tomar un baño (Ilustración 4.13). Ciertamente, su cuerpo parece pequeño, pero está formado sin tacha y en absoluto carece de proporción. Podemos especular con la idea de que llevaba ropa poco favorecedora para disimular el simple hecho de que detestaba ser relativamente bajo para ser un hombre blanco de la época. Las descripciones de su figura que hacen los historiadores del arte emplean un vocabulario racista para expresar la aparente aflicción que les produce, o tal vez para registrar la propia angustia imaginaria del autor ante la supuesta deformidad del artista. En la actualidad, gracias a nuestra mayor conciencia del lenguaje utilizado para hablar de la discapacidad, tenemos que prescindir a toda referencia a la deformidad y su significación que entronque con la africanización, admitiendo, con toda la razón, la posible importancia de Toulouse-Lautrec como un artista posiblemente discapacitado que padecía de una ligera disfunción motora. En la mayoría de los autorretratos realizados por este artista no contemplamos un parecido exacto, sino una proyección cargada de odio por sí mismo que encontró expresión mediante la marcación física del cuerpo/yo detestado y gráficamente reunido con los signos de unos “otros” culturalmente degradados y dañados: mujeres de clase trabajadora o intérpretes de ascendencia africana (por ejemplo, Autorretrato, ca.1887, localización desconocida, Toulouse-Lautrec, 1991). Henri envidiaba a bailarines como Louise Weber o Chocolat, sobre todo por la libertad física y la exuberante agilidad de las que él no podía disfrutar. Nunca pudo bailar o ser tan ágil como ellos. Pero también es importante que no pudiera querer ser completamente como ellos. La libertad de la que gozaban era en última instancia trivial, pues, como muestra la historia de Louise Weber, no ofrecía ninguna seguridad contra el empobrecimiento. Era solo una libertad imaginada para esos intérpretes por un aristócrata como una liberación momentánea de las limitaciones que experimentaba dentro de las normas de etiqueta y decoro de clase alta en las que lo habían educado. Sus cuerpos eran la antítesis de los cuerpos disciplinados para emitir los signos de una elite dominante, con su idea del autodominio como coartada para la dominación de aquellos representados como menos controlados y más físicos. En los autorretratos de 1887 o 1897, Henri se colorea con el “fetiche” de la piel negra, representándose como


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otro del yo ideal de su clase social37. Los cambios en su fisionomía transcodifican la incapacidad de sus piernas, en correspondencia con la forma en la que lo que envidia es la movilidad de Chocolat y, aun así, lo representa mediante el color de su rostro. Sin embargo, también aparece ataviado con sombrero hongo, cuello duro y monóculo, objetos que reafirman el vestuario —el decoro— de su clase y de su raza, ambas privilegiadas. En esas imágenes se condensa la polaridad que he establecido entre el confinamiento icónicamente encorsetado e inmóvil de las representaciones de su madre, la condesa (Ilustración 4.3), y la exposición físicamente no regulada de la prostituta que espera la inspección médica (Ilustración 4.4), y, por decirlo así, se introyecta o se despliega por su cuerpo masculino y de clase. Su deficiencia, su castración frente a los yo-ideales de clase y género se significan mediante la incorporación de los signos de una figuración carnavalesca de sus otros sociales38. MUJERES AMANTES Como Walter Benjamin reveló en sus lecturas de la poesía de Baudelaire, los alter egos del héroe moderno eran mujeres ataviadas con el traje específico de los sistemas de género de la modernidad: la prostituta, pero también la lesbiana39. En su análisis de los escritos del propio Benjamin sobre la diferencia de género y la modernidad, Sigrid Weigel ha sostenido que la “puta” y la “lesbiana” funcionaban como identificaciones históricamente importantes para el artista como figuras en el umbral. Significan la antítesis de la madre, es decir, la mujer no procreadora40. Aunque el enfrentamiento entre la madre y la “puta”41 opera claramente dentro de formaciones de clase, resuena en otros registros. La denegación de la madre mediante la idealización de la mujer en su función de ser sexual que no es procreador permite al héroe moderno en cuanto artista apropiarse de una creatividad liberada, asimilando la sexualidad masculina a una (pro)creatividad estética vicaria. Pero la elisión de la puta y la lesbiana —posibilitada por la explotación de género y de clase en la institución socioeconómica del burdel— creó la posibilidad de introducir otro giro en el juego de las identificaciones, que otorgó al héroe moderno/artista autogenético un acceso imaginario al objeto prohibido, incestuoso, y a la proximidad deseada pero tabú al cuerpo de la madre. Tal vez debería decir a un cuerpo de madre, al cuerpo de una persona femenina que se había ocupado de su propio cuerpo en los rituales diarios del cuidado infantil, ya que debemos recordar la división social por la que la madre natural y quienes


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atendían al niño no solo eran personas diferentes, sino también representantes de posiciones sociales y sistemas corporales distintos. En ese aspecto, este archivo resulta al mismo tiempo típico y revelador. A diferencia de Vincent van Gogh (1853-1890), el otro artista que murió a los treinta y siete años y, con ello, ofreció su historia vital como materia para la leyenda del arte moderno, Henri de Toulouse-Lautrec no sufría discapacidad mental. La tragedia psicológicamente inducida de Van Gogh se ha narrado siempre como ajena al sexo. Su vida fue casta e infeliz, según el mito, en el que no tienen cabida los detalles de su gonorrea y su frecuentación de burdeles. En cambio, la discapacidad de Henri, como la discapacidad en general, se suele imaginar como algo demoníaco y grotesco. El otro fantástico pero masculino del varón occidental está dotado de una exagerada potencia sexual, que, desplegada por un varón de una supuesta anormalidad física, ofrece una fantasía excitante. El propio Toulouse-Lautrec pareció permitir esa fantasía. Aparte de una imagen publicada en la que se le practica una felación, en su arte hay pocos elementos explícitamente sexuales. Ninguna de sus imágenes apareció en las listas oficiales de obscenidades perseguidas42. Lo que sostengo es que la obra de este artista, lejos de significar lo que la leyenda popular e histórico-artística de Toulouse-Lautrec ha producido como la imagen de un hombre hipersexuado, en realidad exhibe los signos de la impotencia psíquica sobre la que Freud escribió en su estudio “La tendencia universal a la degradación en la esfera del amor”43. Casi todas sus estructuras revisten un carácter fetichista, y se acompañan de identidades cambiantes e inestables. En las series de cuadros de mujeres que trabajaron en las maisons closes, los burdeles regulados de París, a partir de 1891-1892, hay, sin embargo, representaciones explícitas de la sexualidad femenina. Hay pasteles y dibujos de mujeres haciendo el amor entre sí. La mayoría de los libros que he encontrado ilustran delicadamente el dibujo de una mujer que lleva a su amante al orgasmo. La composición, que muestra a la mujer activa descansando sobre su codo encima de su compañera, oculta los detalles específicos del acto sexual al espectador, y, una vez más, la posición de este se sitúa detrás de la protagonista principal (Dos amigas, 1895, colección privada). Existen otras imágenes, la mayoría de ellas ejecutadas en un estilo más próximo al naturalismo que Toulouse-Lautrec adoptó a comienzos de la década de 1880, tal vez el mismo en el que retrató a su madre. Esos dibujos se expusieron en noviembre de 1892 en la galería Le Barc de Boutteville, y muchos de ellos llegaron a colecciones de contemporáneos literarios e intelectuales, como Roger-Marx, Gustave Pellett y Maurin. Esos pasteles mues-


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Ilustración 4.14. Henri de Toulouse-Lautrec con su madre, la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec, en Malromé, ca.1899-1900, fotografía. París: Bibliothèque Nationale

tran a mujeres que se besan y se abrazan (En la cama, colección privada; El beso, colección privada, reproducida en Toulouse-Lautrec, 1991, 428). Esas imágenes me resultan incómodas. Probablemente fueran el producto del dinero empleado por Toulouse-Lautrec para comprar el espectáculo del amor lésbico como parte de los servicios eróticos que las mujeres prestaban en el burdel. Las imágenes están pintadas para un hombre que ocupará el lugar utilizado por el artista para esbozar el asunto, si no para ejecutar el cuadro final. Convierten el placer sexual y la intimidad entre mujeres en otro placer voyeurista. A finales del siglo xix, la literatura decadente y la pornografía hizo un extenso uso de la imaginería lésbica. Así pues, no hay que leer esas imágenes como fantasías privadas, sino como síntomas de un mercado cultural más amplio de imágenes concebidas para excitar la sexualidad masculina44. Sin embargo, las imágenes resultan fascinantes en su representación de una sexualidad activa entre mujeres. El amor lésbico no parece ser un mero preludio, como suele ocurrir en la pornografía, para la sexualidad fálica del espectador varón. Por otra parte, las amantes de los cuadros de Toulouse-Lautrec, a diferencia de las famosas protagonistas de El sueño (1866, París, Musée du Petit


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Palais), no aparecen dormidas tras el coito. Las representaciones de Henri imaginan un espacio de sexualidad autónoma entre mujeres movidas por el deseo, y difieren de las que Courbet pintó para su mecenas, Khalil Bey, en que, dentro de la proximidad que Toulouse-Lautrec fabricó para sí y para el espectador, se invertía en escenas que no exhiben los típicos componentes del uso pornográfico —voyeurista— masculino del acto sexual lésbico. Ofrecen al espectador acceso visual a una intimidad femenina de placer sensual y sexual. El voyeurismo depende invariablemente del mantenimiento de cierta distancia45. Se dice que Toulouse-Lautrec hizo la siguiente afirmación: “El sexo de una mujer, de una mujer hermosa, fíjese, no está hecho para hacer el amor. (…) Es demasiado bueno, ¿eh? Para hacer el amor no importa con quien estés, cualquier cosa sirve.46” Es posible que el sexo nunca llegara a ser muy gratificante para Henri. Sin embargo, en el hecho de ver a dos mujeres haciendo el amor, o yaciendo en la intimidad encerrada de una cama privada, y en el acceso vicario que proporcionaba a la sexualidad de las mujeres, había algo digno de contemplarse repetidamente. Eso lo llevó a recrear ese escenario en su propio estudio y a prolongarlo a través de su arte. ¿Qué placer proporcionaba al autor y a los coleccionistas burgueses que compraban tales imágenes? ¿Existían posibilidades de identificación entre clases y géneros que parecían ofrecer una escapatoria fantástica, aunque momentánea, de los confines de una masculinidad de clase? ¿O se trataba de un asunto de vigilancia de clase y de las sexualidades voyeuristas a cuyo servicio estaba? Ver a mujeres de clase obrera haciendo el amor era parecido a ver a Louise Weber bailando, levantándose las faldas y exhibiendo el trasero ante la multitud, o excitándola con gestos obscenos mientras hacía los splits. Todos esos cuerpos desregulados disfrutaban de experiencias físicas, sensuales y sexuales censuradas por los códigos burgueses del decoro corporal, la distancia sexual y la segregación arquitectónica. Eso hacía que se los envidiara y desdeñara, que se los convirtiera en un asunto para el artificio del arte, en la materia prima de la calculada táctica profesional de un artista que se mostraba, por turnos, envidioso y sádico. No solo el acto sexual lésbico, sino la clase social de las mujeres de los burdeles fue lo que las puso bajo la mirada de Toulouse-Lautrec y le permitió observarlas como otra faceta de la alteridad, la visión fascinante pero incómoda de la libertad, que al mismo tiempo es una forma de desviación disfrutada por sus otros sociales. Montmartre, “la metrópolis de los anarquistas, los artistas y aquellos a quienes molestan las leyes de la sociedad se convirtió en el gran centro lésbico de París”, nos dice Philippe Jullian en su libro homónimo47. Es posible que los cuerpos de


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las prostitutas de clase trabajadora no significaran como lesbianas. Las imágenes de mujeres haciendo el amor, sumergidas en la envolvente, aislada y descontextualizada suavidad de sus lechos íntimos, permitían a hombres como Toulouse-Lautrec, Maurin, Roger Marx y otros sortear la censura que les vedaba el acceso al idealizado, amado y deseado cuerpo materno. Así pues, su propia obra artística, el emblema mismo de la liberación del héroe moderno respecto de su propia historia, es decir, respecto de su madre, se invierte en las imágenes generadas por esa individualidad artística para situar a esa figura materna ausente pero aún estructuradora como la huella que determina el delirio de la modernidad masculina. En el plano bio-histórico, ella, su madre, la condesa Adèle, estuvo allí para cuidarle mientras su fuerza física declinaba. Fue a su madre a quien volvió para morir en su presencia. En la fotografía (Ilustración 4.14) que tanto contradice las leyendas de Toulouse-Lautrec, la anciana condesa vuelve a estar sentada en su jardín, pero vestida con un delantal, como las mujeres que le cuidaron de niño. CONCLUSIONES El archivo ampliado “Toulouse-Lautrec” puede leerse como un episodio en una historia de heterosexualidad de clase y de su formación en un momento histórico concreto. Las tesis de Freud ofrecen una estructura para leer la entrada de obras en este archivo como huellas de un proceso histórico de subjetividad que no es un retorno a la biografía —psicológica o de otra clase— del hombre. La obra no constituye la expresión de un genio discapacitado y torturado, como las monografías de la historia del arte que la celebran pretenden que creamos. Tenemos que hablar sobre la cuestión de una vida vivida y sobre la energía y las pulsiones que estructuran y generan los placeres ambivalentes de una práctica estética. Las intersecciones de esos elementos son los cuerpos psíquicos habitados en el tejido social e histórico de la Francia de la década de 1890, y también los fantaseados a través de las prácticas gráficas y pictóricas de representación en el idioma emergente del arte moderno. En cuanto síntoma de una formación social específica que entró en la representación mediada por la trayectoria psíquica de un sujeto social individual, el archivo se lee por sus subrayados, sus énfasis, sus ausencias, sus hábitos y sus patrones. Todos esos componentes se vuelven significativos en la intersección no solo de los significados y los significantes de un sistema semiótico general, sino también de la superficie y el


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sujeto, como Fred Orton y Charles Harrison han definido la problemática del arte moderno48, la especificidad textual en la que, dentro de la modernidad, se generó la retórica del arte moderno. Pero, aunque sostengo que es importante revisar ese archivo, que trata de la formación cultural del arte moderno, quiero refutar cualquier sugerencia de que pueda servir de base para volver a plantear la pretensión de convertir a Toulouse-Lautrec en otro padre del arte moderno. Producido en la matriz a la que llamamos modernidad occidental y su experiencia social metropolitana, su proyecto era, pese a todo, una empresa absolutamente realista. Las obras exhiben una presión figurativa en la que la inventiva estilística y formal del arte de vanguardia y su musée imaginaire fue objeto de un saqueo dirigido a producir una pornografía. Esa palabra significa “escritura sobre prostitutas”. Sin duda, Toulouse-Lautrec dibujó y pintó a prostitutas, pero no haciendo su trabajo. El proyecto total de Toulouse-Lautrec no es la representación de una práctica erótica, sino más bien la representación como una especie de practica erótica desplazada y bloqueada, y lo que es más importante, de la representación como la estasis y el fracaso de la sexualidad típica de esa época y de sus regímenes clasistas y racistas. Propongo que es el registro sintomático de la impotencia psíquica que Freud percibió en sus pacientes. De ahí el arte del cuerpo fragmentado del otro social, sexual y racial: el arte del fetiche y del estereotipo. He utilizado los retratos o las fotografías de la condesa Adèle y las fotografías del conde Alphonse como recursos heurísticos para representar la teoría del drama edípico elaborada por Freud como la matriz de la masculinidad heterosexual moderna. A partir de la interacción entre ambas —las imagos parentales y los productos artísticos del hijo— discierno el patrón de repeticiones sintomáticas de deseos rivales que ofrecen una escena para las determinaciones psíquicas de ese proyecto. Pero en los retratos inmóviles, icónicos, desesperados de la madre también encontramos las fuentes de la invención. Alrededor de su cuerpo, ausente casi siempre en la parte popular de la obra, y de sus sustitutos fetichizados, tan masivamente presentes como sinónimos virtuales para el artista, circulaba una fatal ambivalencia. Seré clara a este respecto. La tragedia de esa estructura era claramente masculina, pero tenía siempre tantas compensaciones que tentaba a los hombres a sostenerla. Sin embargo, y lo que es más importante, la tragedia es nuestra. Me atrevo a utilizar el inclusivo e incondicional “nuestra”, pues aquí es donde podemos plantear los vínculos estructurales entre el diversificado colectivo de las


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mujeres, divididas como estamos por la raza, la clase, la sexualidad, la discapacidad. “Nuestra” no se refiere a la diversidad social real de nuestras experiencias vividas, que pone en ridículo cualquier comunidad dada entre personas llamadas mujeres. Convoca un nosotras imaginado, producido como una diferencia negativa respecto de la fantasía de la clase, la raza y el género dominante de una madre blanca, angélica e ideal. Como sujetos femeninos dañados por la clase y el racismo, como sujetos femeninos también engañosamente empoderados por la clase y la raza, podemos identificar una causa frágil pero común en el análisis crítico de la tendencia masculina moderna a la degradación en la esfera del amor y a su inscripción en la cultura hegemónica occidental como la sintaxis del arte de la era moderna. El objetivo del análisis feminista de la representación es deconstruir las relaciones sujeto-objeto de la cultura dominante, colocar una subjetividad histórica bajo una mirada crítica, analítica, entendiéndola como el lugar de la formación de una dominación que es racial, tanto como es una jerarquía de clase y género. Las imágenes producidas en la cultura moderna son la escena figurativa en la que se despliegan las fantasías que caracterizan esa jerarquía. Así pues, la teorización feminista de la imagen visual queda definida en el punto crucial en que cuestiona los procedimientos con que la historia del arte normaliza las relaciones de poder y sexualidad que esas imágenes encarnan en sus procesos de producción, consumo y canonización.


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No puedo reclamar el mérito de haber establecido ese archivo suplementario. Encontré las fotografías “ya allí”, en el catálogo de la exposición, en la nueva monografía de Bernard Denvir para la colección World of Art, a la espera de ser leídas, de convertirse en parte de una cadena semiótica, que condujera a formas de producir un análisis feminista histórico de lo que podría ser la imagen gráfica o pintada; no de ellas, sino acerca de ellas. Unpublished Correspondence of Henri de Toulouse-Lautrec, Lucien Goldschmidt y Herbert Schimmel (eds.), Londres, Phaidon Press, 1969, carta 102, p. 115. Pollock, Griselda, “Modernity and the Spaces of Femininity”, en Vision and Difference: Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988, pp. 50-90 [ed. esp.: Visión y diferencia, Azucena Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013]. Freud, Sigmund, “On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love” [1912], en Standard Edition, Londres, Hogarth Press, 1953-1974, vol. 11, pp. 177-190, y en On Sexuality, Penguin Freud Library, vol. 7, Harmondsworth, Penguin Books, 1977, pp. 243-260 [ed. org.: “Über die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens”, G.S., 5, 198; G.W., 8, 78; ed. esp.: “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, volumen XI, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2013]. Este ensayo fue traducido al inglés por primera vez en 1925, nada menos que por Joan Rivière. Ibíd., p. 81 (Sexuality, p. 250). Ibíd., p. 182 (Sexuality, pp. 250-251). Ibíd., p. 183 (Sexuality, p. 251). Freud, Sigmund, “A Special Type of Choice of Object Made by Men” [1910], Alan Tyson (trad.), Standard Edition, vol. 11, p. 171 [ed. org.: “Über einen besonderen Typus der Objektwahl beim Manne”, G. S., vol. 5, p. 186; G. W., vol. 8, p. 66; ed. esp.: “Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor I”, en Obras completas, vol. XI, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2013]. Freud, Sigmund, “Universal Tendency”, op. cit., p. 183 (Sexuality, p. 252). Foucault, Michel, The History of Sexuality, Volume I: An Introduction [1976], Robert Hurley (trad.), Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1: La voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.), Siglo xxi, 2005]. Poster, Mark, Critical Theory of the Family, Londres, Pluto Press, 1978, pp. 171-178. Davidoff, Leonore, “Class and Gender in Victorian England”, en Sex and Class in Women’s History, Judith L. Newton et. al. (eds.), Londres, Routledge, 1983, pp. 17-70; Gallop, Jane, Feminism and Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction, Londres, Macmillan, 1982. Sobre la identificación, véase Laplanche, Jean y Pontalis, Jean-Bertrand, The Language of Psychoanalysis, Londres, Karnac Books, 1973, pp. 205-207 [ed. org.: Le Vocabulaire de la psychanalyse, París, PUF, 1967; ed. esp.: Diccionario de Psicoanálisis, Fernando Gimeno Cervantes (trad.), Barcelona, Paidos Ibérica, 1996]. Para mi argumento general me apoyo en el trabajo de Julia Kristeva y Kaja Silverman, particularmente en un libro de esta última, The Acoustic Mirror, Bloomington, Indiana University Press, 1988. Denvir, Bernard, Toulouse-Lautrec, Londres, Thames & Hudson, 1991, p. 18. Solomon Godeau, Abigail, “The Legs of the Countess”, October 39, 1986, pp. 65-108. La identificación procede del catálogo de la exposición de 1991: Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, New Haven, Yale University Press, 1991. Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, op. cit., p. 296b. Debo reconocer mi deuda con Adrian Rifkin por su estudio sobre la pierna levantada en la danza del siglo xix. En la ponencia que dictó en el Congreso Toulouse-Lautrec celebrado en el Courtauld Institute of Art de Londres en 1991, puso de relieve que en origen era un tropo masculino: elevar la pierna formaba parte del baile de los hombres, y las mujeres solo adoptaron ese recurso con posterioridad, sobre todo en el can-can. Esa transición, relativamente reciente, desde los intérpretes


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masculinos a las intérpretes femeninas sirve para apoyar las sugerencias que formularé sobre las oscilaciones en la identificación entre cuerpos masculinos y cuerpos femeninos. Pollock, Griselda, Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992. Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers, Nueva York y Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984. Ibíd., p. 15. La palabra “sobredeterminación” tiene dos significados. Se refiere al hecho de que las formaciones del inconsciente, es decir, los sueños, los síntomas, las fantasías, etcétera, pueden tener varios factores determinantes. La comprensión más habitual del concepto de Freud no la entiende solo como pluralidad, sino en el sentido de que “la formación se relaciona con una multiplicidad de elementos inconscientes que pueden estar organizados en secuencias dotadas de sentido, cada una con su propia coherencia específica en un nivel particular de la interpretación”, Laplanche, Jean y Pontalis, Jean Bertrand, The Language of Psychoanalysis, op. cit., p. 293. El valor de ese concepto para el análisis cultural estriba en que los signos no pueden reducirse a un solo significado, social o psíquico. En su lugar estamos ante procesos de condensación, la formación de puntos nodales en los que convergen patrones complejos y capas de significado para dar a la imagen resultante su forma distintiva en cuanto configuración de significados, no en cuanto símbolo, señal o reflejo de su propia condición de existencia. Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], Standard Edition, vol. 11, pp. 59-137 [ed. org.: Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, G. S., vol. 9, p. 371; G. W., vol. 8, p. 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2014]; “Fetishism” [1927], Standard Edition, vol. 21, pp. 147-154 [ed. org.: “Fetischismus”, G. S., vol. 11, p. 395; G. W., vol. 14, p. 311; ed. esp.: “Fetichismo”, en Obras completas, vol. xxi, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1979]. Freud, Sigmund, “Fetishism”, op. cit. p. 148. Ellis, John, “On Pornography”, Screen 21, 1, 1980, pp. 81-108 (p. 100). Y, por supuesto, de sus hijas, pero ese es el asunto que abordaré en las dos próximas secciones del libro. Véase también Pollock, Griselda, “Critical Critics and Historical Critiques or the Case of the Missing Women”, en Griselda Pollock, Looking Back to the Future: Essays from the 1990s, Nueva York, G&B Arts International, 1999. Mulvey, Laura, “You Don’t Know What is Happening, Do You Mr Jones?” [1973], reimpreso en Visual and Other Pleasures, Londres, Macmillan, 1989, pp. 6-13. Kaja Silverman habla de la práctica de vendar los pies como de un ejemplo supremo de fetichismo, en el que el vendado significa la castración y sumisión de la mujer, pero después se lo idealiza como si se elogiara a las mujeres con pies vendados por haber aceptado su castración y castigo, desviando la amenaza del sujeto masculino (Silverman). Silverman, Kaja, The Acoustic Mirror, op. cit. Guilbert, Yvette, La Chanson de ma vie, París, Grasset, 1927, versión inglesa: The Song of My Life: My Memories, Beatrice de Holthoir (trad.), Londres, George Harrap & Co., 1929, p. 87. Para un estudio más detallado de Guilbert y el contexto de su trabajo, véase Rifkin, Adrian, Street Noises: Parisian Pleasure 1900-40, Manchester, Manchester University Press, 1993. Gracias a Adrian Rifkin y Lisa Tickner. Guilbert, Yvette, La Chanson de ma vie, op. cit. Geffroy, Gustave, Yvette Guilbert, París, Marty, 1894. Yvette Guilbert recuerda que Louise Weber tenía un corazón bordado en las bragas que quedaba de repente a la vista cuando “se inclinaba indecorosamente ante el público”. Guilbert, Yvette, La Chanson de ma vie, op. cit., p. 174. Véase Ellis, John, “On Pornography”, op. cit. Citado en Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, op. cit., p. 57.

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35 Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, Screen 24, 6, 1983, pp. 18-36 [ed. esp.: “La otra pregunta: el estereotipo, la discriminación y el discurso del colonialismo”, en El lugar de la cultura, César Aira (trad.), Buenos Aires, Manantial, 2002]. 36 Ibíd., p. 21. 37 Cuando presenté por primera vez esta ponencia, Tamar Garb tuvo el acierto de señalar la otra presencia en esta racialización de sus propios rasgos, lo que asimismo confirmaría esta dialéctica de la proyección del yo odiado sobre el “otro” culturalmente definido. Los rasgos que diseña también podrían leerse dentro de las representaciones visuales del antisemitismo. Sobre ToulouseLautrec y el Otro judío, véase Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, op. cit. 38 Para un estudio sobre los usos de la imagen corporal en el discurso de clase y en el imaginario social burgués, véase Stallybrass, P. y White, A., The Politics and Poetics of Transgression, Londres, Methuen, 1986. 39 Benjamin, Walter, Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, Harry Zohn (trad.), Londres, New Left Books, 1973 [ed. Org.: Charles Baudelaire. Ein Lyriker im Zeitalter des Hochkapitalismus, en Gesammelte Schriften, vol. 1-2, Fráncfort, Suhrkamp Verlag, 1989; ed. esp.: Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo, Alfredo Brotons (trad.), en Obras, libro I/vol. 2, Madrid, Abada, 2008]. Véase también Buck-Morss, Susan, “The Flâneur, the Sandwichman and the Whore: The Politics of Loitering”, New German Critique 39, otoño 1986, pp. 99-140; Buci-Glucksman, Christine, “Catastrophic Utopia: The Feminine as Allegory of the Modern”, Representations 14, 1986, pp. 221-229. 40 Weigel, Sigrid, “From Gender Images to Dialectical Images in Benjamin’s Writings”, New Formations: The Actuality of Walter Benjamin 20, 1993, pp. 21-32. 41 La palabra es tan odiosa y fea que quiero insistir en que la empleo solo para señalar el abuso al que la cultura dominante somete a las mujeres que trabajan en lo que sus trabajadoras llaman la industria del sexo. 42 Agradezco a Adrian Rifkin esa información. 43 Véase nota 1. 44 Richard Thomson, en Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, ToulouseLautrec, op. cit., p. 435. 45 Así lo ha argumentado por extenso Christian Metz, sobre todo en “Story/Discourse: a Note on Two Kinds of Voyeurism”, en Psychoanalysis and Cinema: The Imaginary Signifier, Londres, Macmillan, 1982, pp. 89-98 [ed. org.: Le Signifiant imaginaire, París, Union Générale d’Éditeurs, 1977; ed. esp.: Psicoanálisis y cine: el significante imaginario, Josep Elias (trad.), Barcelona, Gustavo Gili, 1979]. 46 Natanson, Thadée, Un Henri de Toulouse-Lautrec, Ginebra, Cailler, 1951, p. 52. 47 Jullian, Phillipe, Montmartre, Anne Carter (trad.), Oxford, Phaidon, 1977, p. 88 [ed. org.: Montmartre, Elsevier Séquoia, 1977]. 48 Orton, Fred y Harrison, Charles, “Jasper Johns: Meaning What You See”, Art History 7, 1, 1984, pp. 78-101.


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PARTE III

Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon

Esta tercera parte aborda la aparición de un canon feminista examinando a una candidata al estatus canónico que se ha convertido en una heroína feminista: Artemisia Gentileschi (1593-1653). En mi preocupación por las pérdidas en las que incurrimos cuando tratamos de adaptar su obra para que cumpla con los criterios del canon, exploro aquí formas de leer algunos de sus cuadros que desplacen la autoridad del discurso histórico sobre el arte, de forma que produzcan una genealogía feminista: leer “el pasado a través de nuestras madres”, como decía Virginia Woolf. Esta re-visión se basa en relatos sobre el cuerpo, el cuerpo de la mujer, el cuerpo de la pintura, el cuerpo pintado, el cuerpo observado y el cuerpo muerto. Los siguientes capítulos adoptan la forma de un diálogo imaginario con otras intérpretes, en el que mi propósito es introducir un cierto grado de autorreflexividad feminista dentro del campo de lectura de la imagen visual. La sección concluye con una reflexión sobre una artista contemporánea, Lubaina Himid, una pintora que explora la posibilidad de una pintura histórica feminista postcolonial, donde esa autoconsciencia es tan inevitablemente política como estética y posmoderna.


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Ilustración 5.1. Pierre Dumoustier Le Neveu, La mano de Artemisia Gentileschi sosteniendo un pincel, 1625, tiza roja y negra y carboncillo, 21,9 × 18 cm. Londres, Trustees of the British Museum


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5 LA HEROÍNA Y LA CREACIÓN DE UN CANON FEMINISTA: LAS REPRESENTACIONES DE SUSANA Y JUDIT DE ARTEMISIA GENTILESCHI

Si las mujeres se proponen transformar la historia, se podría decir con seguridad que todos los aspectos de la historia quedarán alterados por completo. En lugar de ser producida por los hombres, la tarea de la Historia sería crear a las mujeres, producirlas. Y es en este punto en el que la obra de las mujeres mismas acerca de las mujeres podría entrar en juego, lo que no solamente beneficiaría a las mujeres, sino a toda la humanidad. Hélène Cixous1

Hace unos años me contactó una investigadora de la BBC que estaba preparando una serie de programas sobre mujeres importantes pero olvidadas por la historia. Uno de los programas sería sobre la artista italiana del siglo xvii Artemisia Gentileschi. Gentileschi iba a ser la única artista de la serie. Eso me hizo sospechar mucho. Junto con Frida Kahlo y Georgia O’Keeffe, Gentileschi es ahora una de las más famosas entre las artistas mujeres recuperadas, pero su fama se debe más al escándalo y el sensacionalismo que a un interés auténtico o a una comprensión de “Gentileschi” en cuanto una serie de significados creados mediante el arte (Ilustración 5.1). La historia del arte se refiere a ella como una “muchacha lasciva y precoz”, una mujer adicta a “las artes del amor”, cuya historia nos recuerda a la película de Federico Fellini, La dolce vita2; como la escultora francesa Camille Claudel, se ha convertido en carne de melodrama romántico en el cine. Un documental dramatizado sobre la artista estaría obligado a centrarse en el extraordinario juicio que siguió a la violación que sufrió a manos de su “maestro”, Agostino Tassi. Ella tenía entonces diecinueve años. Se centraría en los cuadros cuyo tema aparente fuera la violencia sexual y la violación, como Susana y los viejos (1610, Ilustración 5.2), y los que pudieran leerse como una “expresión” de los sentimientos de venganza de las mujeres hacia los hombres como resultado de una agresión sexual traumatizante, como Judit degollando a Holofernes (1612-1613, Ilustración 5.4). La vida se reflejaría en el arte como en un espejo y el arte confirmaría el tema de la biografía: una mujer dañada. El arte de Gentileschi hablaría solo de ese acontecimiento, que apuntaría directamente a la experiencia y que no ofrece


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ningún problema de interpretación. Esos cuadros serían una elección predecible, puesto que trataban supuestamente de la agresión sexual y la violencia. No quise participar en el proyecto. ¿VER A LA ARTISTA O LEER LA IMAGEN? Hay un abismo entre la concepción popular del “arte y los artistas” y la perspicacia crítica actual del análisis feminista de la historia del arte. Quienes producen programas de televisión quieren revivir la biografía del artista mediante las obras, mientras que la analista cultural feminista busca que la obra en sí cobre vida decodificando el proceso dinámico por el cual se produce el significado y explorando qué tipos de lecturas posibilitan sus signos3. En el modelo tradicional, la obra de arte es una pantalla transparente a través de la cual no hay más que mirar para ver al artista, entendido como un sujeto psicológicamente coherente, que es el origen de los significados que tan perfectamente refleja la obra. El modelo crítico feminista se basa en la metáfora de la lectura, más que en la de mirar al espejo. Incluso en los cuadros que más emplean la ilusión figurativa, lo que vemos son signos, porque el arte es una práctica semiótica. El concepto de leer el arte vuelve opacas, densas, recalcitrantes las marcas gráficas y las superficies pintadas del arte; nunca ofrecen directamente su sentido, sino que tienen que descifrarse, procesarse y discutirse4. En el arte, por supuesto, siempre hay algo que ver. Sin embargo, lo que ve el ojo al atravesar el cuadro y buscar sus medios y sus efectos es un procesamiento de los signos que pueden producir significados. Incluso en el cuadro más abstracto, el acto físico de aplicar la pintura a una superficie nos sumerge en algún tipo de narratividad. Puede ser únicamente la narrativa del proceso de la producción de la pintura, la secuencia de las marcas de su creador, la manera en la que alguien ha meditado sobre la superficie de un lienzo y sus efectos. No obstante, en algunos momentos de la historia del arte occidental, ha habido una intención más explícitamente narrativa de hacer que el proceso formal cooperara en la producción de un sentido decodificable en el plano narrativo. En este capítulo me centraré en un momento culminante de esa producción de pintura histórica del período barroco tan motivada por lo narrativo. Pretendo utilizarlo como un ejemplo para estudiar los temas que plantearía un análisis feminista de Artemisia Gentileschi. Eso me permitirá abordar el problema: no tanto qué es una historia feminista del arte, sino qué aporta el feminismo


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a la historia del arte cuando interviene en su campo discursivo. Esa cuestión depende de que se trate otra: ¿Qué desea el feminismo cuando observa la obra de artistas mujeres? Así, más allá de la pantalla crítica de una lectura semiótica, quiero remontarme a la estética freudiana para discernir no solamente mi proyección sobre su pantalla imaginaria, sino las huellas de los materiales psíquicos reprimidos de manera incompleta que podrían señalar una subjetividad histórica, en lo femenino, significada, no expresada, en esas complejas negociaciones de los signos, los significados, las fantasías y los afectos que podríamos denominar, con sutileza kristeviana, prácticas estéticas. EL FEMINISMO Y LA HISTORIA DEL ARTE: ¿QUÉ MUJERES? Han pasado ya veinte años desde que el impulso feminista revitalizado de finales del siglo xx empezó a remodelar las posibilidades del conocimiento en el nombre de las mujeres. Pero ¿qué “mujeres” son el tema del análisis feminista? ¿Mujeres blancas, mujeres de color, mujeres judías, mujeres musulmanas, lesbianas, madres, madres lesbianas, no madres, mujeres con discapacidades, mujeres de Europa, de Asia, de África, de las Américas, de Oriente Próximo y de todas las diásporas que atraviesan esas geografías imposibles? A pesar de la necesidad de insistir en la especificidad de las mujeres arriba citadas, e incluso en el conflicto entre ellas, quedaría aún el problema planteado por la categoría “mujeres”, categoría creada por la forma en que la sociedad trata a quienes así designa. La Mujer, con la M mayúscula, es una ficción y un mito, pero durante las últimas décadas de este siglo nos hemos organizado en cuanto mujeres, hemos imaginado una colectividad política de mujeres en sus relaciones sociales, concretas. No obstante, incluso esto se ha cuestionado de manera radical. El término “mujeres”, rastreado a través de los campos diversos de la historia, la sociología, la filosofía, la historia del arte y la literatura, ya no ofrece demasiadas garantías para la historiadora crítica o la analista cultural. Los textos, las imágenes y las prácticas discursivas tienen que analizarse históricamente y en su diversidad cultural en cuanto los lugares en los que la categoría “mujeres” se fabrica mediante los mismos discursos y prácticas que producen y nombran este signo como parte de la constitución de los regímenes de clase y de raza, así como de género y sexualidad5. El feminismo no habla por las mujeres; políticamente desafía esas construcciones de “mujeres” produciendo contra-construcciones que no se basan en una naturaleza, en una verdad, en una ontología. Así pues, lo que defendemos y desde dónde lo defendemos es algo que está en continua fabricación.


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Los análisis de las “mujeres” basados en las teorías de la diferencia sexual niegan que la anatomía sea la base de las ficciones que determinan la identidad sexual. El cuerpo femenino, no definido de manera esencialista, sino como un recurso para las potencialidades imaginativas, psicológicas, experienciales, puede invocarse teóricamente como la fuente reprimida de nuestra significación radical como “no-mujeres-mujeres”. Julia Kristeva define la significación radical de la feminidad en las culturas falocéntricas por esta negatividad. Puede que tengamos que utilizar el eslogan “mujeres” para publicitar nuestras exigencias en el campo de la crianza, los derechos reproductivos y la igualdad laboral, pero, según Kristeva, en un nivel más profundo, sin embargo, una mujer no puede “ser”; es algo que ni siquiera pertenece al orden del ser. De ahí se deduce que una práctica feminista solamente puede ser negativa, no puede concordar con lo que ya existe, para que podamos decir “que no es eso” y que “aún no es eso”. En “mujer” yo veo algo que no puede ser representado, algo que no es dicho, algo por encima y más allá de las nomenclaturas y las ideologías6.

El proyecto feminista pretende introducir una diferenciación efectiva que permita que la(s) diferencia(s) de las mujeres se representen de manera imaginativa y simbólica, sobre los planos del lenguaje, la filosofía y el arte, en los que lo femenino tradicionalmente significa solo la diferencia negativa del hombre o la fantasía de este acerca de su otro. El cuerpo femenino ha acabado por ocupar un lugar privilegiado a la hora de pensar los recursos materiales e imaginativos para las significaciones diferenciales. Algunas teóricas feministas han tratado de explorar la morfología específica del cuerpo femenino (que es diferente que su anatomía) como recurso para la invención metafórica necesaria para una revolución semiótica a favor de la diferencia no representada de las no-mujeres-mujeres7. El cuerpo femenino sexualmente jouissant y el cuerpo materno, el cuerpo que es el lugar de las pulsiones y la energía, los placeres y los dolores, su invisible especificidad sexual, estos elementos corporales imaginarios, que sin embargo son, de manera fundamental, recalcitrantemente materiales y enigmáticos, son los que fascinan a las escritoras feministas. En formas diversas hemos reclamado la importancia radical de la corporeidad en la lucha de las “no mujeres” para sondear de manera analítica, así como para para crear, a partir de esas posibilidades, feminidades que tengan una corporeidad, pero una que no se defina y se aprehenda en el interior de los discursos patriarcales sobre la filosofía, la religión, la ciencia biológica, el arte o incluso el psicoanálisis tal y como hoy existe8.


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Estas radicales propuestas teóricas feministas crean los medios para releer las inscripciones de lo femenino en los textos del pasado. Ahora podemos, en retrospectiva, emplear conceptos teóricamente concebidos sobre la feminidad entendida como otra diferencia para descifrar lo que las mujeres artistas pudieran haber estado haciendo en su arte: es decir, fabricando a las “mujeres” en las historias del arte, creando una diferenciación en lugar de expresar una diferencia dada de antemano. En el laboratorio del pasado, sus textos e imágenes nos ofrecen, en el presente, un material experimental mediante el cual analizar las diferencias de la(s) feminidad(es) bajo la presión de articular lo que podría ser lo femenino, tanto dentro de la ley falocéntrica de lo Mismo como en su perpetua transgresión de esta. El psicoanálisis, sin embargo, socava la idea de un sujeto fijado con una diferencia sexual lograda. El psicoanálisis hipotetiza el resultado socialmente deseado de una formación sexuada del sujeto (cómo la mayoría de nosotros se convierte en mujeres u hombres capaces de tomar una serie de decisiones sexuales) pero revela en ese mismo proceso las condiciones de una disrupción perpetua de esos resultados mediante el inconsciente y la fantasía. El psicoanálisis imagina ya esa inevitable negatividad en la subjetividad que permite que el sujeto sea considerado no solo un autómata robótico manufacturado socialmente, sexuado y con un género, ambos establecidos de una vez y para siempre, sino un proceso dinámico y contradictorio. Las revisiones feministas del psicoanálisis defienden que esta inestabilidad estructural y creativa sucede porque el régimen falocéntrico del sujeto —de hecho, el que Freud y sus seguidores están describiendo— se basa en la represión de la madre y, con ella, en la represión de las posibilidades de unas diferencias diferentes que el cuerpo, la voz y el espacio materno acaban por representar en un sistema falocéntrico. Un sistema así, represor de la madre, se organiza en torno a la autoridad del Padre, el representante de la Ley, que hace que el precio a pagar por la adquisición del lenguaje, de la sexualidad y, por lo tanto, de la subjetividad sea la separación de la Madre. A lo largo de nuestras historias vitales vividas somos fabricados y desmontados como sujetos una y otra vez, en nuestros encuentros con el lenguaje, con los demás, con la cultura. El sujeto se halla, además, escindido y está, por lo tanto, siempre socavado o, mejor dicho, determinado desde algún otro punto: por ejemplo, el inconsciente dentro de la historia individual y en la estructura del lenguaje. Este proceso y su inestabilidad regular se configuran de manera diferenciada para el sujeto femenino debido a la asimetría de los regímenes falocéntricos de la diferencia sexual en


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la mayoría de nuestras sociedades. El signo de esta dificultad es la desrepresentatividad de la feminidad como algo distinto al otro negado de la masculinidad, es decir, como lo que no es lo masculino. Este espacio vacío que, no obstante, se nombra como feminidad es apropiado como una imagen en proceso del sujeto masculino, que enmascara una carencia atribuida a este, y entonces, en un giro maligno de la lógica falocéntrica, se le hace pasar como aquello que podría causar la carencia en el sujeto masculino. Y entonces mujer significa castración, monstruosidad, muerte y otras cosas9. Así pues, sin recaer en las esencias anatómicas o biológicas, podemos todavía hablar de la especificidad de la feminidad como una figura en las representaciones culturales contemporáneas que ya existe de forma negativa. Se representa bajo estas apariencias negativas y peligrosas. Pero también cabría imaginarse como lo que podría ser excesivo para estas limitadas significaciones de la feminidad en cuanto no masculinidad, ofreciendo otra diferencia en potencia. La feminidad es tanto “nada” (en la lógica falocéntrica) como todo lo demás que aún no se conoce bajo esa economía. Hay otro importante concepto del psicoanálisis que tenemos que examinar: el carácter inconsciente de la subjetividad basado en la escisión del sujeto en consciente e inconsciente. En la teoría lacaniana, el inconsciente se forma por el pasaje del sujeto al lenguaje y al orden Simbólico de la cultura. Sus contenidos son todo aquello que tiene que reprimir el sujeto para reconocerse de forma errónea en las posiciones y los términos que nos ofrece el lenguaje. Lo que está reprimido es lo fantástico, es decir, las relaciones imaginarias del infante con los demás, especialmente con la presencia, la mirada, la voz y el cuerpo de la madre, con su propio cuerpo fracturado, arcaico, y con sus impulsos polimorfos —aún no canalizados y que fluyen libremente—. La fantasía es el registro que gobierna el modo Imaginario, que teóricamente precede al acceso a lo Simbólico pero se define siempre por este y coexiste dentro de sus significantes. Lo Imaginario es, por lo tanto, una alternativa a los modos Simbólicos, a la vez que opera dentro del sujeto como un registro rival y copresente del significado. La localización dentro del inconsciente de las fantasías reprimidas de la corporeidad arcaica y materna implica dos cosas importantes. La primera es que el sujeto existente está escindido en el presente, de manera que el inconsciente abarca los contenidos de un pasado que se hace siempre presente a través de un modo concreto de significación y de desplazamiento, característico del inconsciente, que aparece en los sueños, las ensoñaciones, los lapsus de la escritura, los lapsus linguae o los chistes. La segunda es que el sujeto siempre es, en gran medida, desconocido para sí mismo.


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El psicoanalista escucha y busca señales del inconsciente, que se pueden rastrear en el habla y las acciones del analizante cuando interrumpen los patrones conscientes con sus propios ritmos y sentidos. En un estilo semejante, puede decirse que el análisis cultural lee los textos y las imágenes artísticas o literarias para buscar las huellas de esa escisión de la subjetividad y los diversos registros en los que podemos producir significado. Así, el significado inconsciente no se expresa de la manera que lo hace, por ejemplo, una imagen surrealista, mediante un intento consciente de reproducir o representar los contenidos y los modos del inconsciente. Los materiales inconscientes reajustan sutilmente el texto producido de manera consciente mediante su propia sintomatología concreta. Así, una imagen puede significar tanto dentro de una semiótica social de la producción artística y literaria pública como desde esta “otra escena”, como denominaba Freud al inconsciente. Tanto en el psicoanálisis clásico freudiano como en el lacaniano, esa “otra escena” se identifica a menudo con la “Mujer”, quien, por lo tanto, permanece reprimida en cuanto es la oscuridad del continente oscuro, el enigma de lo inconsciente, lo eterno reprimido pero determinante. Sin embargo, desde una revisión feminista, “esa otra escena” es también un lugar de las huellas de otra mujer, de otra feminidad identificada por el deseo feminista, interesado por la especificidad de la feminidad como otra cosa que el código de ese monstruoso y peligroso Otro, que sin embargo refuerza la masculinidad. Esta conclusión nos plantea graves problemas para las feministas dentro de la historia del arte cuando intentamos reinscribir las historias de las artistas en la historia cultural. Todo nuestro proyecto se ha volcado en devolver la visibilidad a las mujeres en cuanto artistas cuya importancia para nosotras radica en la diferencia que pudieran aportar a los relatos sobre el arte que ya existen: al canon. Pero ya no estamos en terreno seguro. Mi propuesta es que reformulemos entonces el proyecto. En lugar de leer “buscando a la mujer” —a favor de lo que anticipamos que será una experiencia de género— leamos buscando las inscripciones de la otra otredad de la feminidad, es decir, buscando esas huellas de una articulación inesperada de lo que podría ser específico de las personas hembras en el proceso de convertirse en sujetos en lo femenino —sujetos, subjetivados y subjetivantes— mediante el juego mutuo de las identidades sociales y las formaciones psíquicas dentro de las historias. Estas últimas son inherentemente complejas e inestables y, lo que es más importante, nunca se conocen de antemano ni se pueden conocer hasta que no adquieran algún tipo de articulación o significación.


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El feminismo, dotado con estos conceptos teóricos, se convierte, por lo tanto, en una lucha en torno a la representación que, en sí misma, opera de manera simultánea en varios registros. Comentando el radical intento de Luce Irigaray de inventar una metafórica del cuerpo femenino diferente, un intento que ha sido en general incomprendido, Elizabeth Grosz argumenta: Los “dos labios” no son una imagen verdadera de la anatomía femenina, sino un nuevo emblema mediante el cual se puede representar positivamente la sexualidad femenina. En el caso de Irigaray, el problema para las mujeres no es la experiencia o el reconocimiento del placer femenino, sino su representación, que activamente construye la experiencia que tienen las mujeres de su corporeidad y sus placeres. Si la sexualidad y el deseo femenino se representan relacionados de algún modo con la sexualidad masculina, se quedan sumergidos en una serie de limitaciones definidas por lo masculino. Al contrario de la objeción que suele hacérsele de que está describiendo una feminidad innata, natural o esencial, desenterrándola de su tumba patriarcal, el proyecto de Irigaray se puede interpretar como una respuesta a las representaciones patriarcales en el nivel mismo de la representación cultural10.

El objetivo es desafiar la historia del arte en cuanto sistema de representación, que no solo ha perdido nuestro pasado, sino que ha construido un campo visual para el arte en el que las inscripciones femeninas han sido invisibilizadas mediante la exclusión o el olvido, además de haberse hecho ilegibles debido a la lógica falocéntrica que únicamente permite un sexo. Reclamar la creatividad para las mujeres es hacer algo más que encontrar unos pocos nombres femeninos para añadirlos en las listas canonizadas en los estudios sobre el arte occidental. Es transgredir los principales ejes ideológicos del significado en una cultura falocéntrica, desordenar el régimen prevaleciente de la diferencia sexual. Durante mucho tiempo se ha argumentado que desafiar la negación cultural de la creatividad de las mujeres era algo más que una cuestión de recuperación histórica. Pero pocas de nosotras hemos pensado realmente hasta qué punto es imposible la tarea de hacer algo más. Como feministas que trabajan en la historia del arte, redescubrimos la obra de las artistas. Pero entonces ¿qué decimos sobre esta obra? Podríamos juzgar su arte mediante los criterios existentes. Pero, puesto que estos han sido elaborados para tratar exclusivamente con la obra de artistas varones blancos, puede que no sean relevantes. Si entonces admitimos que hay una diferencia, ¿cuáles serían sus signos? ¿Cómo sé que lo que yo asumo que son los signos del trabajo de la conciencia de una mujer no son tan solo la imposición de ideas


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culturalmente estereotipadas de la feminidad social que me han conformado, que definen “mujer” en mi propia época y cultura, en mi propia clase y en mi origen étnico? Así que debo preguntarme qué es lo que estoy buscando y qué es lo que veo o leo en la obra de artistas que son “mujeres”, cuando el proyecto feminista queda atrapado en la paradoja de deconstruir la categoría “mujeres” en nombre de las “mujeres” como el objeto del feminismo. Cuando recibimos nuestra formación en la historia canónica del arte, pasamos muchas horas en aulas donde se muestran imágenes de agresiones sexuales a mujeres: La violación de Lucrecia, La violación de Europa, La violación de las Sabinas. Siempre estuve convencida de que debía tratarse de un tipo distinto de “violación” que la que yo temía que me ocurriera a mí, la que mis amigas habían experimentado con horror, cuando temieron por sus vidas y sintieron que en aquel momento algo les había sido robado sin remedio y les había destrozado por dentro. ¿Cómo podíamos debatir cortésmente sobre el genio artístico, la perfección formal, la innovación compositiva, la procedencia iconográfica o la armonía del color mientras nos enfrentábamos al delito mediante el que los varones ejercen el mayor control sobre las mujeres11? La violación artística era agradable, un poco excitante, normal, porque los hombres desean a las mujeres, especialmente cuando están ahí con la ropa medio caída. Pero eso es en lo que te convierte el feminismo: siempre tan zafio e insensible ante la estética y, por supuesto, siempre llevándolo todo al terreno personal, incapaz de mantener cosas como el arte y la sociedad en sus respectivos terrenos. Pero, de hecho, lo cierto es lo contrario. El arte es el lugar donde se representa retóricamente ante nosotros el encuentro de lo social y lo subjetivo. Esto ocurre de formas que confunden esa relación, que dan autoridad canónica a un tipo concreto de subjetividad y de poder social. Lo que estamos haciendo como feministas es nombrar esas conexiones implícitas entre lo más íntimo y lo más social, entre el poder y el cuerpo, entre la sexualidad y la violencia. Las imágenes de intimidación sexual son centrales para este problema y, por lo tanto, para una crítica de la representación canónica. SUSANA Y LOS VIEJOS Quiero explorar —discrepando de ella— una lectura feminista de un cuadro de Artemisia Gentileschi sobre el tema de Susana y los viejos (Ilustración 5.2), fechado y firmado en 1610, pintado cuando la artista tenía diecisiete años12.


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Artemisia Gentileschi nació en Roma de un padre pintor, Orazio Gentileschi, y de Prudentia Montone. Artemisia era la única hija en una familia de hijos y la única que tenía aptitudes reales para la profesión de su padre. Como muchas artistas de esa época, adquirió su formación en el taller de su padre y lo ayudó en grandes proyectos como los planes decorativos de varios de los nuevos palazzi que se estaban construyendo en Roma en las primeras décadas del siglo xvii. Trabajó en Roma, Florencia, Génova, Venecia e incluso Londres y murió en Nápoles, donde se había instalado en 1642. Sus inicios como artista en Roma coincidieron con la inspiración que proporcionó el nuevo estilo y el tratamiento dramático de los temas psicológicamente intensos que hacía el pintor Michelangelo Merisi (1571-1610), más conocido como Caravaggio. Caravaggio provocó un enorme impacto en Roma con las extraordinarias pinturas de las iglesias de San Luigi dei Francesci y Santa Maria del Popolo. Dos cuadros de principios de la década de 1610 muestran a Artemisia trabajando con una combinación entre el estilo florentino de su padre y las formas más rotundas y la simplificación dramática desarrolladas por Caravaggio y después abrazadas también por su progenitor. Orazio dispuso que su talentosa hija estudiara perspectiva con quien era su colaborador en las pinturas decorativas, Agostino Tassi. Tassi violó a Artemisia en mayo de 1611 y, en marzo de 1612 (¿nueve meses después?), Orazio demandó a Tassi por daños y perjuicios. El juicio supuso que a Artemisia se la torturara y se hicieran una serie de alegaciones en contra que cuestionaban la castidad de la joven. Tassi estuvo en prisión un breve tiempo; Artemisia se casó y se mudó a Florencia. Tuvo una carrera exitosa en Italia e Inglaterra, aunque conservamos únicamente treinta y cuatro lienzos atribuidos y firmados de toda su obra. Muchos retratos se han perdido. Uno de los hitos del desafío feminista a la historia del arte es la monografía de Mary Garrard sobre Artemisia Gentileschi, que se publicó en 198913. Garrard se centra en los principales cuadros narrativos de Artemisia Gentileschi sobre “mujeres heroicas”: Susana, Judit, Cleopatra y Lucrecia. El relato bíblico de Susana y los viejos trata de una mujer joven judía, casada, que vive en Babilonia durante el primer exilio del pueblo judío (después del 586 a. C.)14. Susana se está bañando en su jardín. Envía a sus dos criadas a la casa a traer perfumes y aceites para su baño. Dos viejos lascivos de la comunidad la espían y conspiran para obligarla a someterse sexualmente a ellos. La amenazan con que, si se niega, la denunciarán por adulterio con otro hombre, siendo el adulterio, según la antigua ley judía, un delito castigado con la muerte para las mujeres. Susana se niega: prefiere morir antes de ceder al pecado que le proponen. Enton-


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Ilustración 5.2. Artemisia Gentileschi (1593-1653), Susana y los viejos, 1610, óleo sobre lienzo, 170 × 119 cm. Pommersfelden, Kunstsammlungen Graf von Schönborn

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ces los viejos la acusan en falso y se la condena a muerte. Daniel, famoso por el pozo de los leones, demuestra la inocencia de Susana exponiendo las mentiras de los viejos. Los interroga por separado y les pregunta bajo qué árbol vieron a Susana cometer adulterio. Cada uno de ellos señala un árbol de una especie diferente. Entonces se los ejecuta por el delito de falso testimonio. El relato es una compleja narración de deseo sexual y tentación visual, de castidad femenina y ley masculina. Durante el Renacimiento, el foco dramático sobre el momento de la desnudez de la mujer mientras se baña estando expuesta a una conspiración lasciva enfatizaba los aspectos sexuales, voyeurísticos y de violencia visual del tema, a la vez que proporcionaba una justificación bíblica e incluso teológica para pintar un desnudo femenino erótico, un género que estaba surgiendo en este periodo y que modificaba las connotaciones del desnudo femenino, desde su asociación iconográfica tradicional con la Verdad hasta su significado moderno del deseo (masculino) y de su visualidad privilegiada. Garrard defiende que el tratamiento que hace Artemisia Gentileschi de Susana troca el “erotismo duro”, la “pornografía descarada” y “la violación, imaginada por los artistas, y probablemente también por sus clientes y mecenas, en una aventura osada y noble”15. “En un claro contraste con otras imágenes parecidas, el núcleo expresivo del cuadro de Gentileschi es la tragedia de la heroína, no el placer anticipado de los villanos”16. La base de esta diferencia es el género: “En el arte, prevalecía una interpretación sexualmente distorsionada y espiritualmente sin sentido de este tema porque la mayoría de los artistas y mecenas habían sido varones, atraídos por su instinto a identificarse más con los malvados que con la heroína”17. “La Susana de Artemisia nos ofrece una imagen que escasea en el arte, la de un personaje femenino tridimensional que es heroico en el sentido clásico, pues en su lucha contra fuerzas que en último término exceden a su control exhibe un espectro de emociones humanas que nos impulsa, como en el caso de Edipo o Aquiles, a compadecerla y admirarla”18. La afinidad especial de la artista con este tema se encuentra tanto en el hecho de que fuera una mujer19, en lugar de un hombre, como en que fuera esta mujer en concreto, ella misma vulnerable a una agresión sexual no deseada en el momento de pintar la Susana, una mujer que después sería violada como resultado de esa vulnerabilidad, antes de pintar su primera versión del tema Judit degollando a Holofernes (Ilustración 5.4). Mary Garrard concluye así su capítulo sobre la Susana de Artemisia Gentileschi: Lo que el cuadro nos ofrece, por lo tanto, es una reflexión, no sobre la violación misma, sino más bien sobre qué sentía una mujer joven acerca de su propia vulnera-


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bilidad sexual en el año 1610. Es significativo que Susana no exprese la violencia de la violación, sino la presión intimidatoria de la amenaza de violación. La respuesta de Artemisia ante la violación en sí probablemente se refleja más en su primera interpretación del tema de Judit, la oscura y sanguinaria Judit degollando a Holofernes. (…) En esta imagen —como han percibido incluso los críticos más conservadores— la decapitación de Holofernes a manos de Judit proporciona un equivalente pictórico escandalosamente equivalente al castigo de Agostino Tassi. Por supuesto que ningún lienzo y, sin duda alguna, ningún gran cuadro es una simple autobiografía en crudo. Pero una vez que reconocemos, como deberíamos hacer, que los primeros cuadros de Artemisia Gentileschi son vehículos de expresión personal en un grado extraordinario, podemos rastrear la evolución de su experiencia, primero como víctima de intimidación sexual y después de violación, dos fases de una secuencia continua que halla su contrapartida pictórica en la Susana de Pommersfelden y en la Judit de los Uffizi respectivamente. [cursivas mías]20

¿Por qué deberíamos debatir esto? Tal vez las distinciones que quiero señalar sean demasiado sutiles para merecer excesiva atención. Pero creo que aquí se juega una buena parte de lo que tratan las intervenciones feministas en la historia del arte. El argumento de Mary Garrard es muy persuasivo porque parece que resucita a la artista del siglo xvii para que veamos su obra como una especie de testimonio personal, un testimonio de sus propios traumas. Pero ¿en qué difiere esto de lo que podemos encontrar en los relatos normalizados de la historia del arte, de la ecuación de la vida biográfica del artista y el arte mediante los mecanismos de la expresión? Nanette Salomon ha señalado que, mientras que la biografía ha conservado un lugar privilegiado en los modos de hacer historia del arte desde que Vasari iniciara el modelo heroico con sus Vite (Vidas) de los artistas famosos21, en lo que respecta al género el material biográfico funciona de manera diferencial: Mientras que Vasari utilizaba el dispositivo de la biografía para individualizar y mitificar las obras de los varones con talento artístico, el mismo dispositivo tiene un efecto profundamente distinto cuando se aplica a las mujeres. Los detalles de la biografía de un hombre se describen como la medida de lo “universal”, aplicable a toda la humanidad; en el genio masculino, estos detalles están simplemente aumentados e intensificados. En cambio, los detalles de la biografía de una mujer se usan para subrayar la idea de que es una excepción; se dedican únicamente a convertirla en un caso interesante. Su arte se reduce a un registro visual de su constitución personal y psicológica22.


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Salomon defiende que en la historia del arte, ya sea feminista o no, las obras de Artemisia Gentileschi “se reducen a expresiones terapéuticas de su miedo, su ira y/o su deseo de venganza. Sus esfuerzos creativos ceden, en términos tradicionales, ante lo personal y lo relativo”23. Los materiales biográficos sin duda proporcionan recursos importantes y necesarios para la producción pospuesta de la autoridad de las mujeres. Pero sin duda tiene que haber una diferencia entre una interrogación minuciosa del archivo, que incluya materiales de una vida vivida, y vincular los cuadros a la concepción burguesa occidental del individuo dentro de los discursos sobre la biografía. La biografía, además, nunca puede ser un sustituto de la historia. Podríamos aquí recordar, adecuadamente modificada, la famosa sentencia de Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852): “Las mujeres hacen su propia historia, pero no la hacen a su gusto; no la hacen bajo circunstancias que ellas mismas hayan elegido, sino bajo las circunstancias con las que se encuentran directamente, las que se reciben y transmiten desde el pasado”24. Cuando escribió su biografía histórica del novelista francés del siglo xix Gustave Flaubert, Jean-Paul Sartre trató de teorizar cómo acceden a la conciencia de clase los individuos pertenecientes a una clase dada. Sartre argumenta que un niño burgués, como lo era Flaubert, aislado de la conciencia de clase dentro de la homogeneidad de su familia, podría, por ejemplo, presenciar algún gran acontecimiento histórico, una revuelta, un levantamiento, una batalla, una huelga. En esa momentánea cristalización de los antagonismos de una sociedad de clases, a la criatura se le obliga a ver a su familia burguesa “desde fuera”, como el objeto de un odio proletario o de un desdén aristocrático25. Mediante esta conjunción de la percepción personal de los grandes acontecimientos públicos, que de repente revelan las fuerzas sociales que conforman al individuo, este último se ve obligado a reconocer la necesaria interacción de lo privado y de lo público, de lo personal y de lo social, y descubrirse definido por ello. Sartre concluye: “En realidad, para descubrir la realidad social dentro y fuera de uno mismo, no basta con sufrirla; tiene que verse con los ojos de los demás”26. Exactamente así podríamos leer el calvario público del juicio Gentileschi/ Tassi en 1612, como un momento que cristalizaba las relaciones entre la sexualidad y la dominación de género en la Roma del siglo xvii. El proceso de la re-presentación pública de su trauma, sexual pero sin duda social, podría haber revelado (articulado) a Artemisia Gentileschi cuál era su lugar como mujer en cuanto objeto de intercambio entre varones, un lugar en el que su violación no significaba tanto su sufrimiento personal como un delito contra los derechos legales de los varones sobre los cuerpos de las mujeres para determinar su esta-


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tus social en esta economía sexo-género. Nanette Salomon examina la estructura de significado que el juicio pone en escena para situar la “experiencia” dentro de la representación histórica de las relaciones de género: Aunque las actas del juicio puedan o no añadir algo a nuestra comprensión del arte de Gentileschi, lo pueden hacer tan solo cuando se consideran parte del discurso fuertemente codificado sobre la sexualidad y sobre las políticas de la violación en el siglo xvii. Tal vez más que ninguna otra cosa, lo que ponen de manifiesto es el hecho de que Artemisia, su cuerpo y su alma, era tratada como el lugar de intercambio entre varones, especialmente entre su padre/mentor y su amante/ violador/mentor. (…) Este proceso de intercambio comenzó cuando se la “entregó” a Tassi como alumna y continuó cuando este la “poseyó” con violencia, cuando su honor quedó “redimido” y cuando fue de nuevo entregada y tomada. El vínculo homosocial entre estos hombres que el ritual representa una y otra vez convierte a “Artemisia” en un constructo históricamente esquivo. Si algo revela el testimonio del juicio es a una persona con un sentido obstinado de sus propias necesidades sexuales y sociales. Sus cuadros ya no parecen tanto “mujeres heroicas” como el nexo de una serie de complicadas negociaciones entre la convención y la alteración, entre “Artemisia” y Artemisia27.

¿Qué aspecto tendría una autobiografía cocida?28 Jugando con la elección de palabras que ha hecho Mary Garrard, autobiografía cruda, me remito aquí a la imagen que acuñó Levi-Strauss de la diferencia entre naturaleza y cultura como una diferencia entre lo crudo y lo cocido29. Garrard está diciendo que el arte nunca entrega elementos no mediados de la vida de un artista, pero su texto nos ofrece la imagen del arte como un espejo: reflejo, expresión, “contrapartida pictórica” y equivalente pictórico. ¿Cuál es el agente que cocina, cuál es el proceso por el que lo que nos ocurre se transforma de acontecimiento en experiencia, en memoria y, por lo tanto, en significado? Yo propongo que es la representación, a la vez como proceso semiótico y como un filtro de la “otra escena”. TRAUMA, MEMORIA Y EL ALIVIO DE LA REPRESENTACIÓN Las investigaciones actuales sobre el trauma apuntan a que cuanto más terrible ha sido el dolor, más difícil es hablar al respecto o lidiar con ello. Cathy Caruth defiende que la patología del trauma es “la estructura de su experiencia o recep-


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ción: el acontecimiento no se asimila o experimenta por completo en su momento, sino que se hace con retraso, en su posesión repetida por parte de quien experimenta”. El núcleo enigmático del trauma es el hecho de que una historia cruda habita al sujeto: “la persona traumatizada lleva consigo una historia imposible, o se convierte en el síntoma de una historia de la que no puede apropiarse por completo”30. Esto crea otra paradoja más. En el trauma, la mayor confrontación con la realidad puede darse bajo la forma de un entumecimiento absoluto ante ella: “que la inmediatez pueda adoptar la forma de un retraso, lo que es bastante paradójico”31. Esto crea, entonces, una crisis de verdad. En el testimonio de una persona que ha sobrevivido a un trauma, expresado únicamente cuando ya ha comenzado alguna transformación, el psicoanalista no escucha el acontecimiento, sino la distancia incipiente por parte de la persona superviviente de su presencia cruda y sobrecogedora. Caruth escribe que los estudios sobre “la inaccesibilidad del trauma, su resistencia a un análisis teórico y comprensión completa (…) también abren una perspectiva sobre las maneras en las que el trauma puede hacer posible la supervivencia, y sobre los medios de confrontar esta posibilidad mediante los diferentes modos de abordaje terapéutico, literario, pedagógico”32. Y, añadiría yo, de abordaje artístico e, incluso, historiográfico. El psicoanálisis, la práctica dedicada al estudio y, con suerte, al alivio del trauma, empezó tratando a mujeres jóvenes, conocidas como histéricas, de las que se decía que “sufrían de reminiscencias”, pero que ya no podían recordarlas, que estaban traumatizadas por acontecimientos innombrables. Las mujeres jóvenes diagnosticadas como “histéricas” a las que Josef Breuer y Sigmund Freud trataron durante las décadas de 1880 y 1890 eran un revoltijo de síntomas mediante los cuales estas experiencias traumáticas de la agresión sexual, la traición y la pérdida habían sido apartadas de la memoria, puesto que su inmediatez abrumadora seguía siendo indigerible por el aparato psíquico del sujeto. Estas experiencias habían sido convertidas a un lenguaje de señales corporales: afasia, anorexia, parálisis, dolor localizado y disfunciones, ceguera, gestos recurrentes que conservaban, incluso como transposiciones metafóricas, una especie de elocuente literalidad33. La cura se efectuaba mediante la devolución de los acontecimientos a la memoria y, por lo tanto, entregándolos a la representación. El modelo expresivo de la historia del arte, que imagina una violencia vicaria terapéutica en los cuadros de Artemisia Gentileschi, fracasa en esta comprensión esencial de los mecanismos psíquicos que nos defienden contra el dolor del trauma sintomatizándolo, y tampoco entienden lo que supone “trabajar en” una


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representación de este. Michèle Montrelay, escribiendo acerca de la censura de la feminidad y de su liberación necesaria a través de la “represión” en el discurso, defiende que, para que tengamos un acceso placentero y creativo a la sexualidad, debemos someternos a la estructuración del discurso, a la represión que se conoce también como “castración” simbólica. La representación nos alivia de lo “real” inmediato del cuerpo (y de los acontecimientos traumáticos). Es por lo tanto una representación “castrante”, aunque específicamente no sea una representación de la castración. Al ayudar al analizante a entrar en el discurso, la liberación paradójica de la represión ocurre mediante la interpretación que quien psicoanaliza hace de los síntomas de la persona analizada. Aquí, por lo tanto, el placer es el efecto de la palabra del otro. Más específicamente, ocurre con la llegada del discurso estructurante. Porque lo esencial en la cura de una mujer no es hacer la sexualidad más “consciente” o interpretarla, al menos no en el sentido que habitualmente se le da a este término. La palabra del analista adopta una función completamente diferente. Ya no explica, sino que, por el mero hecho de articular, estructura34.

¿Qué placer, se pregunta Montrelay, puede haber en la represión que se produce en el momento de la interpretación? “Estas palabras [que se producen en la interpretación psicoanalítica] son otro; el discurso del analista no es reflexivo, sino diferente. Y como tal es una metáfora, no un espejo, del discurso de la paciente. Y precisamente la metáfora es capaz de engendrar placer”35. Quiero presentar este argumento en sí como una metáfora de la práctica artística. La práctica del arte puede pensarse como una metáfora, para así interrumpir el deslizamiento de las personas que son artistas bajo su propio arte, como hace sistemáticamente la historia del arte. La obra que crea un artista es literalmente otro porque es un producto de la labor del artista y de un objeto externo. Es también otro desde el momento en que hacer un cuadro, por ejemplo, implica participar de los lenguajes públicos de la cultura cuyos protocolos formales, convenciones retóricas y narraciones aportadas podría decirse que estructuran el material que hace presión sobre el artista, funcionando como el impulso, la necesidad y el deseo de producir. Además de toda la manipulación consciente de las convenciones semióticas de la cultura bajo la que quien produce arte se haya formado y disciplinado, y bajo las que opera, hay un intercambio entre los materiales aún no formulados del artista para su discurso y la articulación que se hace posible por su enunciación a través del discurso del otro: los sistemas de signos y los relatos de una determinada cultura.


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Pero si estas convenciones y relatos dados son otro de una manera que solo proporcionen un campo de representación alienante, inconmensurable con la forma y los deseos del sujeto porque el sujeto creador es femenino y el discurso es falocéntrico, se producirá una contradicción. En ese espacio entre una otredad necesaria y una ajena podemos empezar a buscar los rastros de un desplazamiento en los circuitos del significado, que podrían haber servido como el lugar del descubrimiento de la experiencia de la creadora y de la comprensión de la lectora de feminidades históricamente distanciadas. Los relatos bíblicos de Susana y Judit que tanto se apreciaban en el periodo barroco son ejemplares (Ilustración 5.3). Propongo que no los consideremos

Ilustración 5.3. Jacob Jordaens (1593-1678), Susana y los viejos, ca. 1630, óleo sobre lienzo, 189 × 177 cm. Bruselas, Museo de Bellas Artes


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únicamente los medios por los que Artemisia Gentileschi “expresaba” su yo femenino violado, que ya “conocía” antes de su representación. Los relatos y las formas cambiantes de su representación y, por lo tanto, de su sentido y afecto potenciales proporcionaban metáforas mediante las cuales, fuera cual fuese el impacto psicológico del acontecimiento, su trauma puede haber encontrado el alivio de la representación. La barrera de la represión es tanto la marca estructural de la entrada en el Lenguaje, el Orden Simbólico, como el límite local de un orden simbólico históricamente específico. No podemos, por lo tanto, asumir que conocemos el significado que tienen estos acontecimientos. Contamos con las minutas del juicio y con los cuadros que pintó el testigo principal del juicio. Ambas cosas son un lugar de “articulación” socialmente mediado y semióticamente enmarcado; de maneras específicas e ideológicas, esos textos estructuraban los sentidos que se les daba a tales acontecimientos. Si asumimos que los tribunales romanos en la Italia del siglo xvii expresaban, incluso en su especificidad histórica, algún aspecto de la lógica patriarcal en lo que se refiere a los delitos sexuales, así como una lógica de clase y una lógica política, pudiera ser que parte del trauma afectivo de los acontecimientos, tal y como Artemisia Gentileschi los experimentó, no pudiese entonces articularse en la representación de un cuerpo femenino como mercancía dañada, previamente defectuosa o aún prístina dentro de una disputa legal. Las metáforas eran inadecuadas para “curar” a la mujer, para darle la jouissance o permitir que la presión de la herida traumática se trasladara al discurso, que se la situara a cierta distancia. Entonces ¿no debemos analizar los cuadros en detalle buscando las maneras en las que la obra creativa, bajo determinadas presiones, puede verter en el discurso artístico significados diferentes de los ya enjaulados en las metáforas existentes? Los relatos y el repertorio de las representaciones anteriores de Susana y Judit son metáforas que debían ser revertidas y desplazadas para poder articular el material inarticulado de la violación sexual y de lo que esto puede haber significado para esta mujer romana dentro de un universo semiótico conformado por las legalidades vigentes y las narraciones culturales. Así, las imágenes necesitan leerse a distancia de la artista, buscando la distancia articuladora que la representación creó para el sujeto que era la artista. Separo los dos por un momento para insertar la relación como problemática, y me alejo de la forma legendaria de la subjetividad artística construida de manera biográfica, que efectivamente colabora con la devaluación canónica de las artistas36. Los topoi de Susana y Judit eran muy populares en esa época, tanto entre los artistas como entre los mecenas, y separarla de ese contexto cultural, en el que


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las imágenes de sexo y violencia tenían un lugar tan central en la imaginería, sería el ejemplo más claro de deshistorización y de exceso de personalización de la obra de una artista. Por lo tanto, mejor que imaginar que podemos leer estas imágenes buscando la respuesta personal a un trauma, tenemos que preguntarnos cómo podría una artista abordar un tema, como la agresión sexual, que era popular dentro del repertorio artístico y que representa situaciones que ella misma había experimentado, pero que había experimentado desde la posición que el tema y sus representaciones artísticas tradicionales objetivizan. ¿Cómo se pinta para la víctima y en cuanto la víctima, de camino a convertirse en superviviente, empleando una iconografía que da por sentado a un espectador que nunca podría ser la víctima? Es cierto que estos temas, que eran tan centrales en la pintura narrativa barroca, suponían oportunidades para algunas artistas porque aparentemente figuran en ellos mujeres de manera destacada. Pero, del mismo modo, los significados que tradicionalmente denotan no tratan en último término sobre las mujeres. “Mujer”, como Susana, Judit, Lucrecia y Cleopatra, es un signo, comunicado entre hombres cuando emplean la castidad o la sexualidad de las mujeres como símbolo de sus relaciones, de su comercio y de su competición entre ellos37. La coyuntura de Artemisia Gentileschi, el sujeto de ese conjunto de acontecimientos históricos y la autora de un cuadro sobre el tema mítico de Susana en una fecha posterior a los acontecimientos, plantea aún la cuestión de por qué esta mujer podría y querría apartarse de los prototipos dominantes del tema. Si leemos Susana y los viejos (Ilustración 5.2) como un cuadro de esta mujer, Artemisia Gentileschi —todavía se debate acerca de la atribución, a pesar de que la obra está firmada y fechada—, podríamos entonces preguntar: ¿Qué espacio era posible abrir en el repertorio iconográfico mediante la reconfiguración de las formas y los cuerpos, los colores y los significados del lienzo? La lectura que hace Mary Garrard de Susana y los viejos, del cuerpo angustiosamente expuesto y retorcido de manera incómoda, coronado por el rostro angustiado, en un cuadro que nos coloca tan cerca de la vulnerabilidad de la mujer desnuda, con los hombres tan amenazadoramente próximos, se corresponde con precisión con lo que vemos. Pero ¿cómo entendemos lo que estamos viendo, históricamente? Si la obra se desviara tanto de la norma, ¿por qué habría sido pintada, adquirida y exhibida? ¿Cuáles son las condiciones de su carácter renovador o desviado, al margen de la presuposición de la artista como una mujer cuya experiencia podemos decir con seguridad que entendemos? ¿No hay otras lecturas del mismo material en las que esta vulnerabilidad y angustia, pudiera agudizar, por ejemplo, el placer sádico que


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ofrece el cuadro? ¿Acaso la exposición del cuerpo y la excitación para un espectador masculino no es tan aparente como en el resto de cuadros sobre el mismo tema, estando el cuerpo desnudo tan en primer plano, expuesto ante nosotros, aunque se gire para ocultarse de la amenaza de los mirones lascivos, cuya visión está obstruida para mejor facilitar la nuestra? Cuadros así son un espacio en el que significados posiblemente contrarios pueden rivalizar entre sí. Aunque ninguno queda excluido, algunos pueden tener preferencia, según la perspectiva del lector o del espectador, y de si lo están leyendo o no dentro de una formación cultural dominante o subordinada. En este nivel, la pintura no “expresa”. Es un lugar productivo para varios sentidos posibles, en el que Artemisia Gentileschi trabajó sobre materiales y convenciones ya existentes, reconfigurándolos para permitir determinadas inflexiones, pero sin el control de la gama de significados una vez que su obra entra dentro de los contextos sociales de consumo. Es por lo tanto posible que una lectura desviada coexista con las que venderían el cuadro a un cliente insensible ante el resto de lecturas que el tratamiento que la artista da a este tema posibilitan. El significado que triunfe dependerá en último término del deseo del espectador. Ese deseo tiene género, por lo tanto, siempre es político. El feminismo crea las condiciones de nuestra necesidad de relatos sobre nosotras mismas, de relatos de mujeres, de búsqueda de las pistas de los rastros femeninos en las metáforas dominantes de la sexualidad en nuestras diversas culturas. Pero seguimos aún imaginando el cuadro como Mary Garrard lo ha representado para nosotras, en términos de una escena de amenaza de violencia sexual infligida por el varón. El espectador de este cuadro en el siglo xvii, conociendo la historia, puede haber percibido esta escena mediada por la anticipación de la conclusión del relato. Los viejos acaban condenados a muerte por su transgresión de las leyes que gobierna el derecho de los varones a la posesión de las mujeres, que regulan a quién se le permite mirar a una mujer ya adjudicada: No desearás a la mujer de tu prójimo. La narración versa fundamentalmente sobre el uso legal frente al uso ilícito del cuerpo de una mujer por parte de los hombres. El relato reafirma los derechos del marido sobre los deseos de los viejos, dándole una dimensión edípica, puesto que el deseo masculino transgeneracional se castiga mediante el estatus legalmente establecido de la mujer como la casta esposa de un hombre, es decir, como una mujer poseída únicamente por un solo hombre, más joven. La difunta Shirley Moreno estudiaba el surgimiento del desnudo erótico en Venecia en el siglo xvi relacionándolo con la negociación de las normas del


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matrimonio y de los vínculos de parentesco. Cuando abordaba la sexualidad en los cuadros de desnudos, argumentaba en contra de un análisis no histórico del desnudo en términos de las concepciones modernas del erotismo masculino generalizado. En muchos de los cuentos de Ovidio, que Tiziano utilizó en su ciclo de desnudos eróticos para Felipe II de España, una mujer de alcurnia, cuya desnudez en este caso representa su pureza, como es el caso de la casta diosa de la luna, Diana, es observada de manera ilícita por un hombre mortal, cuyo posterior destino es la muerte. Cuadros como Diana y Acteón (Edimburgo, National Gallery of Scotland) deben leerse como admonitorios: desplegando el campo de la tentación visual a la vez que colocando a un hombre sustituto dentro del cuadro, o del relato, que será quien sufra la pena de muerte, protegen al espectador contra el castigo que merece la transgresión de observar de manera ilícita la desnudez de una mujer prohibida38. El cuadro Susana y los viejos (Ilustración 5.2) crea algunos efectos singulares. El más impresionante se debe a la compresión radical del espacio en el interior del cuadro. Lo que Artemisia Gentileschi fue a estudiar con Agostino Tassi, su preceptor convertido en violador, fue la perspectiva. La perspectiva, más que una destreza útil, no solamente representaba una tecnología para la producción de una ilusión de espacio en las superficies bidimensionales; era una construcción discursiva de un mundo y una manera de establecer una relación ideológica con ese mundo, una relación medida, dominada, exhibida, legible, racional, matemáticamente calculable. La perspectiva hacía simbólico el espacio visualmente representado39. Hay muy poco espacio en la Susana. Esto probablemente es un resultado de la falta de formación de la pintora en las complejidades de establecer el espacio según este sistema. Esta carencia, no obstante, crea la tensión afectiva del cuadro; le otorga su intensidad dramática y produce su profunda ambivalencia. Al espectador se le ofrece una posición que teóricamente lo colocaría dentro de la piscina o mikveh40. Es decir, el espectador no puede tener una relación racional con ese espacio en tanto observador. Estamos demasiado cerca de lo que está ocurriendo. Esta excesiva proximidad se repite en el posicionamiento de los viejos, demasiado grandes, que se ciernen sobre el muro, sentados tan cerca que podrían alargar la mano y tocar a Susana mientras se baña, a la vez que parecen comportarse como si estuvieran acechando a una distancia suficiente para conspirar en susurros mientras se limitan a observarla. En la versión de Rubens del tema, casi contemporánea, fechada en 1609-1610, hay un uso compositivo parecido de un entorno de jardín formal con una balaustrada de piedra y una bañera ornamen-


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tal. Pero uno de los viejos se sube sobre la balaustrada en un gesto espectacular y toca la piel desnuda de la mujer de la que el otro hombre está arrebatando la tela que la cubre. Como la figura de Susana se aparta de la agresión, toda la composición adquiere un impulso dinámico hacia la izquierda que se compensa por la mirada ligeramente sorprendida de la mujer hacia atrás, hacia los intrusos41. Rubens se esfuerza en involucrar a todas las figuras en una conversación creada narrativamente, centralizando el foco y empleando esta composición centrífuga para expresar la intimidad intrusa de la escena ilícita. En el cuadro de Artemisia Gentileschi, los hombres y la mujer existen en zonas radicalmente diferentes. Los viejos están pintados como una unidad, separados por la balaustrada, hablando entre sí. El cielo azul, liso, compone un tosco telón de fondo. ¿Dónde están los árboles tan cruciales para la narración (el engaño de los viejos se revela porque cada uno de ellos dice a Daniel que espió el adulterio de Susana y que tuvo lugar bajo un árbol diferente)? ¿Dónde están los indicios del jardín, tan habituales en otras composiciones, que crean una situación edénica donde resituar el crudo conflicto entre la concupiscencia masculina y la desnudez femenina? En lugar de un entorno desarrollado, el cuadro no proporciona esta narrativa implícita mediante los detalles y el exceso. En una sencillez que delata la inmadurez de la artista (es decir, su formación a medio cocer y que se iniciaba en cómo gestionar las convenciones de sus modelos escogidos), el drama de la situación se revisa para plantear una masculinidad duplicada —una vieja, una joven— contra una feminidad angustiada —una mujer joven, desnuda—. A diferencia de otras versiones de este tema, el cuadro no hace que los espectadores se relacionen con la visión de los viejos, babeando bajo el abrigo de los árboles, mientras la joven mujer alegremente sigue con sus abluciones, expuesta a una visión que acoge tanto a los hombres de dentro del espacio ficticio del cuadro como a los que están fuera de este (como ocurre, por ejemplo, en la versión pintada por Jacopo Tintoretto en 1555-1556 que se conserva en Viena, Kunsthistoriches Museum). El cuadro de Artemisia Gentileschi, por lo tanto, no es una metáfora de la visión, de un placer visual que es sexualmente excitante. Tampoco dramatiza la intrusión y las propuestas no deseadas de los hombres. La expuesta y los conspiradores están toscamente yuxtapuestos dentro del espacio incómodamente comprimido. Se les niega la distancia necesaria para permitirles articular una narrativa. Mi propuesta es que los cuadros de Artemisia Gentileschi exhiben una tendencia que socava las narraciones de sus topoi escogidos para revelar, en forma de tableau, las oposiciones que subyacen y estructuran el relato. Cuando miramos su cuadro,


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tenemos que preguntarnos: ¿Por qué en este ejemplo está Susana tan afligida, dado el momento de la historia que se representa?42 Hay un exceso en el cuerpo desnudo, en el retorcimiento que arruga el cuerpo, en las manos extendidas, en el cuello tenso y en la cabeza gacha. El rostro de Susana es también inquietante. Su modo expresivo está afinado casi demasiado agudo y su postura lo aleja del cuerpo, creando registros diferenciados de representación. Esta tensión apunta a dos modelos diferentes para la expresión facial y para el gesto corporal, empleados en conjunción disonante en un solo cuadro, lo que perturba la carga ideológica que cualquier plantilla procedente del arte contemporáneo podría estar aportando. Estos elementos de pose, gesto y expresión facial, la gramática de la pintura histórica legados por la Academia del Renacimiento Temprano, dotan al cuerpo femenino, que es el centro luminoso de la escena, de una energía, un pathos y una subjetividad que sin duda contrarrestan la figuración del desnudo femenino como exhibición y así deshacen parte de los significados canónicos del género. Ese desplazamiento del efecto no es, diría yo, el resultado de una intención consciente de Artemisia Gentileschi, ni de su experiencia. El cuadro podría apuntar al inicio tentativo de una gramática posible, que surgiera de su inexperiencia como artista y fuese el resultado de las dificultades para resolver la integración de los elementos y para gestionar el espacio como un dispositivo narrativo. La potencia e intensidad inesperadas de la imagen son el fruto de un proceso de trabajo mediante el cual la artista podría haber reconocido una manera de reunir las figuras que podría usarse de nuevo, conscientemente, a propósito, para que fueran los signos mediante los cuales se pudiera inscribir una diferencia femenina en los textos de una cultura que proporcionaba únicamente relatos que enumeraban el intercambio de las mujeres entre los hombres. De la misma manera, estos mismos elementos podían leerse sádicamente mediante una identificación con los viejos y en contra de la mujer. Pero el espectador masculino imaginado querría que se lo apartara del destino de los viejos y encontrar una manera en la que complacerse en la visión y disfrutar a la vez de la distancia protectora de una narración conocida en la que está también la figura de Daniel, el salvador y redentor de la mujer acosada. Ofrezco aquí únicamente una contrahipótesis, una lectura semiótica del cuadro que busca rastrear el nivel en el que podríamos buscar la inscripción de la diferencia. La diferencia consiste, por lo tanto, en la existencia de otros significados, que no son los mismos significados masculinos dominantes encarnados en las representaciones narrativas de Susana, y en qué es lo que esos


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significados dominantes decretan que sea lo femenino. La mujer artista trabaja en la oscuridad, buscando un hueco entre esos dos polos. Es ese espacio de posibilidad lo que, en tanto feministas, deseamos ver. Los detalles aberrantes en un cuadro que no alcanza la resolución de sus elementos me dan las pistas que deseo encontrar acerca de cómo una mujer artista podría haber encontrado su diferencia a través del acto mismo de hacer arte, que es el proceso de trabajar el canon en cuya presencia busca ella encontrarse a sí misma como artista. DECAPITACIÓN O CASTRACIÓN: JUDIT DECAPITANDO A HOLOFERNES El historiador del arte y experto en el Barroco R. Ward Bissell escribe: “Era también lógico que ella representara a la famosa heroína, y que incluso se identificase con ella. De hecho, su quejumbrosa versión de Judit decapitando a Holofernes, ahora en los Uffizi, nos hace preguntarnos si, de manera consciente o inconsciente, Artemisia no habría colocado a Agostino Tassi en el desgraciado papel de Holofernes”43. La historia de Judit y Holofernes, sin embargo, no trata sobre la venganza. Su base bíblica es la historia de una ejecución política llevada a cabo por una viuda44 que se arriesga a entrar en el campamento del enemigo asediador para asesinar al general y así desanimar a sus tropas y liberar a su pueblo de un asedio moral que ha organizado su decapitado enemigo. La historia procede de un momento tardío de la historia judía, en torno al segundo siglo a. C., y parece que podría ser una reelaboración alegórica de textos históricos más antiguos, en los que mujeres asesinaban a varones de importancia política en situaciones político-militares de una gravedad semejante. El libro bíblico de los Jueces nos proporciona la historia del asesinato del General Sísara por parte de Yael; la entrega de Sansón a sus enemigos por parte de Dalila y la ejecución por parte de una mujer desconocida de Abimelec, que estaba asediando la torre desde la cual una mujer dejó caer una piedra de molino sobre su cabeza. El análisis feminista de Mieke Bal sobre los asesinatos de hombres por mujeres y los asesinatos de mujeres por hombres que se recogen en Jueces expone lo que ella llama la disimetría estructural entre las motivaciones y los significados de los asesinatos entre personas de distinto sexo45. Analiza las diferencias entre las mujeres como víctimas y las mujeres como verdugos y destaca que, en estos relatos, las mujeres asesinan por razones políticas, velando por los intereses de


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su pueblo. Aunque puede haber elementos sexuales en cada uno de los relatos, Dalila, Yael y la mujer anónima de la torre están subordinadas a la causa más general y planifican sus acciones en un contexto militar. Pero los significados posteriores, míticos, elaborados sobre ese modelo, de Dalila y las mujeres se centran abrumadoramente en la sexualidad, que se dota en ese momento de un peligro letal para los hombres. Es el sexo, y no la política, lo que mata. Los relatos bíblicos de Jueces proporcionaron topoi para el arte cristiano. En el arte secular de la Edad Media la aparente subversión del orden social que representaba que las mujeres asesinaran a los varones se convirtió en un tema popular para un cuento moral admonitorio conocido en general como “el poder de las mujeres” o “las mujeres por encima”46. Los cuentos sobre la inversión de las relaciones entre los sexos permitían reconocer en la representación la amenaza y la ansiedad asociadas a ello y, en el mismo gesto, presentarse como una perversión47. La representación de “las mujeres por encima” funciona metafóricamente para deslegitimar cualquier papel que adopten las mujeres que no sea de subordinación, puesto que su altanería únicamente significa desorden, una inversión antinatural de la jerarquía de los sexos, decretada por la divinidad. En el periodo barroco los relatos de Jueces proporcionaron recursos abundantes para la representación artística. Las bíblicas y canonizadas Yael y Dalila, tan populares en el arte secular medieval, perdieron su lugar, sin embargo, a favor de Judit. En las complejas proyecciones ideológicas de esta figura, que operaba, como Susana, en los espacios que emergían de manera contradictoria para la sexualidad en la representación visual, en la encrucijada del catolicismo de la contrarreforma y las formaciones modernas del Estado nación secular, el mythos de Judit se reconfiguraba para elaborar una dimensión específicamente sexual de unos acontecimientos que, en el texto apócrifo, claramente se afirmaba que tenían un sentido político y no sexual48. En un ensayo sobre el cuadro de Judit de Artemisia Gentileschi, Roland Barthes narra el cuento con sencillez. Judit, una heroína judía, sale de la ciudad asediada, va hacia el general enemigo, lo seduce, lo decapita y regresa al lado de los hebreos49. Barthes enumera una serie de versiones modernas de Judit que atribuyen complejos motivos psicosexuales para su asesinato: Judit está dispuesta a matar por razones patrióticas, pero sucumbe a su deseo por Holofernes y se recupera para asesinarlo, para vengar así su despertar sexual; Judit, aún virgen a pesar de ser viuda, quiere ser famosa. Auténticamente enamorado de ella, Holofernes reconoce esto y se ofrece a ella. Ella queda impresionada y le permite seducirla, pero recupera el autocontrol y le corta la cabeza. Barthes concluye este repaso resumiendo lo que nos dicen


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las transformaciones del relato: la ambivalencia del vínculo, a la vez erótico y fúnebre, que une a Judit y Holofernes. Incluso aunque permitiéramos esta sexualización del drama, sería importante destacar que el asesinato de Holofernes por parte de Judit sería entonces el resultado de una perturbación creada por el placer, la excitación sexual, la jouissance, y que no procede de una violación. Es una narración de imaginada seducción y muerte, en la que el hombre es usado sexualmente y sufre un castigo a manos de una mujer, a la que aquí se le adjudica únicamente el significado de una sexualidad perturbadora. El tema no solo une a Judit y a Holofernes mediante la relación entre lo erótico y lo letal, sino que vincula la sexualidad femenina y la muerte, en directa oposición con la elaboración original de un topos de una mujer y una ejecución política altruista y salvadora de la nación. En el estudio dedicado a Rembrandt, contemporáneo de Artemisia Gentileschi, Mieke Bal defiende que estos relatos pueden tratarse como mitos. Bal redefine el mito como una pantalla vacía sobre la cual proyecta quien lo usa, lo mira o lo lee. Esta proyección ocurre en el contexto de lo que Bal denomina una relación de transferencia. En la medida en que la pintura o la literatura ya son respuestas a otras respuestas a relatos míticos, aquí acontece una secuencia de transferencias en las que el pintor/escritor y el lector/espectador son parte de los relevos mediante los textos que componen o que leen. La diferencia entre mito y texto literario o imagen artística, como la diferencia entre la fantasía primaria y otras fantasías, tiene que situarse en el nivel del sujeto que transfiere y su relación con el mito, con una pantalla vacía. La ilusión del significado estable permite al usuario del mito proyectar más libremente sobre la pantalla. Pero lo que él o ella asume que es un significado, en realidad funciona como un significante. (…) No tiene un significado, pero sustenta el significado, proporcionando a la proyección del sujeto un medio de librarse de su subjetividad y, por lo tanto, de garantizar a las proyecciones subjetivas su estatus universal50.

La transferencia como hipótesis para analizar textos e imágenes culturales nos libera tanto de la maestría atribuida al texto original del que se deriva el tema como de la maestría de la interpretación en cuanto el hallazgo del verdadero significado, proyectado sobre el autor para disfrazar la inversión subjetiva del intérprete. Como concluye Mieke Bal, no hay historia, únicamente relatos. En cada ocasión, los relatos abren significados y posibilidades, variando así, por


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Ilustración 5.4. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, 1612-1613, óleo sobre lienzo, 168 × 128 cm. Nápoles, Museo di Capodimonte


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Ilustración 5.5. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, ca.1620, óleo sobre lienzo, 199 × 162,5 cm. Florencia, Galeria degli Uffizi

ejemplo, el significado de la mujer dentro de la historia. “La importancia del relato reasigna la responsabilidad, retirándosela a quien relata, que dispone de los medios para proponer su propia visión, y adjudicándosela a quien observa, lee o escucha, que la asume procesando las obras”51. A la luz de esto querría extraer tres conclusiones. Para empezar, centrándonos en la historia de Judit y en las diversas proyecciones que ha sustentado la armadura de este relato, me puedo alejar de la tendencia de las “lecturas” psicobiográficas. En lugar de ello me dedicaré a trabajar con detalle sobre los “relatos” del mito de Judit ofrecidos por Artemisia Gentileschi para rastrear mediante esa resignificación actual de los componentes míticos la diferencia que podrían señalar las proyecciones de este sujeto y crear una pantalla para mis deseos feministas, diferentes. En segundo lugar, esto me permite seguir accediendo a la particularidad de un sujeto, Artemisia Gentileschi, pero no como autora y como artista auto-autoral. Sucede más bien que ella, como la analizante en la metáfora del psicoanálisis, está aprendiendo quién es a través del análisis de sus propias transferencias. El mito es la pantalla vacía sobre la que el texto o la imagen graban un conjunto concreto de significados conformados por el intercambio entre las proyecciones


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que hace la artista y las posibilidades de desconocimiento y proyección que el mito ofrece. Artemisia no es Judit y no se identifica con Judit; pero podría, sin embargo, haber descubierto algo de sí misma en la composición en su conjunto, en su luz, color, escala, espacio, figuras, que hubiera esculpido en esta pantalla proporcionada por la cultura. En tercer lugar, si habiéndome distanciado tanto de la tendencia biográfica como de la autoría, me hago responsable en tanto espectadora tanto de la lectura de la transferencia de la artista como del reconocimiento de la mía, descubro una capa más del proceso que impide que esta forma de pensar invite a un “todo vale”. No es abrir las puertas al relativismo. El término que usa Mieke Bal es responsabilidad y se acerca a lo que yo estoy proponiendo mediante la hipótesis de que lo que motiva la lectura y la interpretación es el deseo y de que tenemos la responsabilidad de reconocer ese deseo. Por lo tanto, hay que analizar la transferencia que tiene lugar cuando miramos un cuadro. Si no lo hacemos así, podríamos desconocer esos significados que estamos poniendo en juego ante nosotras y tomarlos por un gesto de maestría que pretenda ser un simple descubrimiento de una verdad que fuera inherente a lo que vemos. En 1620 Artemisia Gentileschi pintó otra versión (Ilustración 5.5) de Judit decapitando a Holofernes (1612-1613, Ilustración 5.4). Las ligeras diferencias entre estas dos obras son la medida de la afirmación de que “todo depende de cómo se cuente”. La diferencia principal radica en los efectos producidos por el espacio ampliado del segundo cuadro. Hay diferencias menores en los detalles: en la versión de 1620 Judit lleva un brazalete de oro en el brazo que sujeta a Holofernes. La colcha es de un color diferente. La sangre mana de la herida. En la segunda versión los colores se combinan en una armonía general de dorados y rojos intensos. Pero la composición en su conjunto se aleja del espectador mediante la ampliación de la cama y el añadido de oscuridad por encima de las figuras. El cuerpo de Judit se inclina más hacia el borde derecho del lienzo, relajando el impulso dinámico de su acción. Toda la escena se convierte en un tableau estático que, a pesar de la aparente recreación de los elementos originales, crea un efecto mucho menos íntimo y dramático. El carácter específico de la Judit de 1612 (Ilustración 5.4) deriva de la intensidad de la pose y de la proximidad espacial de los personajes entre sí y de la escena para el espectador. El contorno oscuro del fondo es a la vez el requisito narrativo de la tienda y una expresión de su creciente interés por el estilo de iluminación caravaggista y de su empleo competente. Al espectador se le hace sentir cerca del acontecimiento. Se nos coloca a los pies de la cama o del catre.


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Tal vez nos veamos situados como el objeto al que apelan los ojos desesperados del hombre que sufre. El hombre mira hacia arriba, hacia el exterior de ese espacio claustrofóbico, con una mirada que está en el filo del terror viviente y la muerte que lo invade. Los ojos de las dos figuras femeninas están cubiertos por sus párpados, puesto que miran hacia abajo en dos líneas de visión convergentes que forman los dos lados de un triángulo cuyo vértice es esa cara masculina distorsionada, desencajada, horrorosa. Vestida con su traje color vino, Abra, la criada de Judit, asoma su mirada con sorprendente sangre fría por encima del puño desmesurado que debería hacer un contacto violento con su corpiño o su vestido, pero que no lo hace. La posición de Abra, erguida sobre el torso del general tumbado, crea la sensación de profundidad del cuadro, prometiendo un espacio del que ella procede y creando una dimensión más por su movimiento hacia Holofernes y, por lo tanto, hacia el espectador. Contra este eje, Judit está descentrada, a la derecha, vestida con un vestido azul festoneado en oro, de corte bajo y manga corta, buscando con tranquilidad el equilibrio necesario para lograr la complicada tarea de cortarle el cuello a un hombre. Está modelada con energía gracias al potente empleo del claroscuro dramático que redondea sus hombros y sus brazos y que mantiene la mitad de su rostro en sombra. El estilo pictórico es el anverso de la Susana de 1610 (Ilustración 5.2). La oscuridad y la noche sustituyen a la iluminación generalizada de una escena diurna; el interior al exterior; los vestidos lujosos a la desnudez femenina. Dos mujeres se imponen a un hombre, mientras que, en el cuadro anterior, una mujer era intimidada por dos hombres. La muerte sustituye a la concupiscencia. Pero, en ese uso del triángulo de las tres figuras, en la combinación de dos agentes y una víctima, una de ellas una mujer angustiada, la otra un hombre agonizando, podemos discernir una estructura convincente que a la artista le pareció útil y que podía reelaborar. Este relato y los medios de representarlo le llegaron a Artemisia Gentileschi a través de una secuencia de transferencias y proyecciones masculinas que remodelaban constantemente el mitema del asesinato de un hombre por parte de una mujer. Caravaggio había pintado una Judit decapitando a Holofernes (Ilustración 5.6). Despliega la historia en un único plano, rellenando el fondo con pesadas telas. Una Judit muy joven, con el ceño fruncido por la concentración, ya se ha abierto paso hasta el cuello de Holofernes. La boca de Holofernes se abre por la sorpresa, sus ojos se esfuerzan en mirar a su asesinada. Tiene barba. Judit agarra el pelo, que asoma por sus dedos. Judit está a la derecha del cuadro, sus brazos forman potentes líneas de fuerza que enmarcan la cabeza de Holofernes. Abra es,


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Ilustración 5.6. Michelangelo Merisi da Caravaggio (1573-1610), Judit decapitando a Holofernes, ca.1599, óleo sobre lienzo, 144 × 195 cm. Roma, Galería Nacional de Arte Antiguo (Palazzo Barberini)

sin embargo, una anciana que observa con inmenso interés la decapitación desde el extremo derecho. Al apuntar, como debe ser, que Artemisia se basó mucho en este cuadro, mi esperanza es sortear la ruta de transmisión preferida por la historia del arte: la influencia (que, en el caso de las mujeres, siempre redunda en su detrimento). Podemos pensar en la referencia y en la cita como medios para garantizar la genealogía de la pintura posterior, su pertenencia al grupo basado en el hombre que pinta Caravaggio. Esto invocaría, en nombre del cuadro, connotaciones asociadas con esa escuela. Podemos pensar también en unas transposiciones más sutiles. ¿Y si lo que la artista adopta más claramente son las horribles contorsiones del rostro del general moribundo, dándole la vuelta y haciendo que apele directamente al espectador? ¿Acaso así la cita del cuadro de Caravaggio no sirve para incluir un poco de “Caravaggio” en el lienzo y dejar así clara su lealtad, sus intereses y también dónde creará su diferencia? Su padre Orazio fue uno de los primeros seguidores de Caravaggio en Roma. Pintó una Judit (Ilustración 5.7) en una muy clara combinación de la sencillez de Caravaggio y sus propios colores, más puros. Orazio crea una


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Ilustración 5.7. Orazio Gentileschi (1563-1639), Judit y su criada Abra con la cabeza de Holofernes, 1610-1612, óleo sobre lienzo, 143,9 × 154,3 cm. Hartford, Wadsworth Atheneum (The Ella Gallup Sumner and Mary Caitlin Sumner Collection Fund)

composición clásica con Judit y su joven criada formando los dos lados de un triángulo central. Ambas miran a lo lejos creando una fuerza centrípeta que enmarca pero que se niega a dirigir la mirada a la cabeza serena, inmaculada, que acunan entre las dos, metida en una cesta sobre las rodillas de Judit, mientras que esta última aún blande el arma. La versión de Caravaggio trata sobre la acción de matar, de morir. Su compañía de actores la componen una mujer frente a un hombre y un espectador. La versión de Orazio tiene lugar después. Dos mujeres juntas con el trofeo, con el símbolo de la virilidad ausente. A Judit se la hace fálica con la espada, pero maternal con su botín, con la cabeza del bebé varón. El drama de la escena es la atención que prestan las mujeres a lo que ocurre en el exterior de la escena descrita, un escenario que la hija de Orazio también adoptaría y reelaboraría con una intensidad caravaggista en 1625 (ahora en Detroit, Institute of Arts). La Judit decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi incorpora, invoca, muestra deferencia y difiere de la


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de Caravaggio mediante el obvio empleo de los elementos claves de la versión de este: los brazos de Judit, su ceño fruncido, el expresionismo de la cabeza de Holofernes. También adopta la composición triangular de la obra de Orazio, pero la invierte para crear ese drama intenso y focalizado de acción (caravaggista) en oposición a la pasividad del fresco de Orazio. Pero la acción de Judit, cumpliendo la desagradable tarea, que Roland Barthes apunta que le habría sido más sencilla a la criada, acostumbrada a degollar animales y a tratar con la carne muerta, se representa en el momento más caravaggista de la pintura. En cierto sentido, por lo tanto, la pantalla no estaba vacía. Para las artistas ya está repleta de proyecciones masculinas. Afirmarse como la única hija de un pintor de renombre y una de las pocas pintoras en Italia en esa época implicaría no solamente la eliminación de determinadas prescripciones interiorizadas sobre la feminidad, sino también un asesinato simbólico de los padres, que eran a la vez figuras de identificación necesaria y de rivalidad profesional. Requería de una confrontación filial específicamente femenina con la “angustia de las influencias”, que Harold Bloom insiste en que es lo que proporciona a una obra su mordiente y su derecho a acceder al canon frente al cual el artista siempre es un rezagado52. Mi representación de Artemisia Gentileschi tiene que incluir su profunda conexión con su padre, su identificación con él en calidad de su sucesora preferida, la única que hereda su talento y su profesión en una familia de hijos varones. Como la Cleopatra de Shakespeare, Artemisia Gentileschi afirmaba tener el alma de un hombre en el cuerpo de una mujer, lo que claramente era una defensa ampliamente empleada en aquel momento contra las ideas generalizadas sobre la debilidad de las mujeres53. Pero, como ocurre con todos los hijos, el padre es idealizado y a la vez tiene que ser desplazado para permitir que el hijo rival tenga su lugar en el mundo. ¿Adquiriríamos otra perspectiva sobre estos cuadros si fuéramos más allá de una reversión de la corriente biográfica dominante representada por Ward Bissell y de la inversión que de ella hace Mary Garrard? Estos cuadros eran una manera de determinar cuál era el lugar de una hija-pintora: una mujer dentro de una genealogía de figuras paternas, que tienen mucho que ofrecer y aun así deben ser vencidas por miedo a que nieguen a su hija el espacio creativo. Ese espacio debía ser excavado en un mundo visual ya ocupado y figurado por sus invenciones artísticas y sus imágenes cargadas. El cuadro Judit no trata de la venganza. Pero sí del asesinato. Sin embargo, es una metáfora, una representación en la que la literalidad de asesinar a un hombre se desplaza sobre un mitema en el que la acción es necesaria, tiene una


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justificación política, no obedece a motivos personales. Esa sería mi diferencia. No su trágica biografía, “expresada” en la escena violenta de venganza sobre seductores y violadores. “Judit” podía convertirse en un medio para estructurar el deseo de una determinada clase de identidad artística, la de una mujer activa que puede producir arte, creándose a sí misma en esa acción de entrar en la representación, una especie de asesinato que no es únicamente la representación de un asesinato; una representación castrante que no es la representación de una castración. “Judit”, tal y como está producida por esta negociación de las transferencias existentes llamadas las fuentes de Artemisia Gentileschi, puede convertirse tanto en un apoyo para la proyección del deseo de agencia de Artemisia Gentileschi en el mundo como en una figuración de lo que podría ser ese deseo: la imagen le da una estructura, le permite una articulación, entrar en el discurso artístico. Hélène Cixous busca animar a las mujeres a convertirse a sí mismas en mujeres produciendo textos-mujeres. Su intuición de lo que estos podrían ser implica una construcción teórica específica de la feminidad y de sus inconfesadas relaciones con la corporeidad femenina. Así pues, escribe: “No nos fijemos en la sintaxis, sino en la fantasía, en el inconsciente: todos los textos femeninos que he leído están muy cercanos a la voz, muy cercanos a la carne del lenguaje”54. Esto produce un cuerpo textual femenino como una huella de una economía libidinal femenina. La posibilidad de que esta diferencia surja en los textos se crea cuando se persigue el acceso a otro inconsciente. Hay un inconsciente cultural que nos cuenta viejos relatos, compuestos de lo reprimido en la cultura: los mitos. Pero cuando las mujeres se aventuran más allá de los límites de lo que el inconsciente cultural masculino censura, los lugares en los que “esas descaradas mujeres que asumen riesgos pueden meterse cuando se adentran en lo desconocido para buscarse a sí mismas”, entonces algo que “todavía no” es se hará posible. La llamada de Cixous es una llamada a la escritura feminista en la historia del arte, tanto como en la ficción y la poesía. Pero también nos permite teorizar de nuevo toda la trayectoria de las intervenciones feministas en la historia del arte que parecen saber prematuramente qué es una mujer. Leer la obra de Artemisia Gentileschi “buscando a la mujer” es afirmar conceptos de humanidad que de hecho pueden tener un origen masculino y que, en cualquier caso, entran dentro de las fantasías culturales existentes de la “liberación psíquica” (Garrard) y del heroísmo. En mi insistencia tanto en una historización del estudio de las artistas como en un reconocimiento del


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sujeto escindido y conflictuado, de las estructuras psíquicas, las fantasías y el deseo, habrá quien pueda lamentar la pérdida de la fuerza positiva y jubilosa del feminismo del que brota la afectuosa admiración que Mary Garrard siente por Artemisia Gentileschi. ¿Dónde más podrían radicar los placeres de las revisiones feministas de las historias del arte? En su ensayo “Le Sexe ou la tête”, Hélène Cixous recupera el relato chino de cómo el general Sun Tse convirtió a las 180 esposas del rey en soldados. Primero, cuando el general hizo formar a las mujeres al son de los tambores, las mujeres se rieron y no le hicieron caso. Considerando que era un comportamiento amotinado, el general obligó al rey a acceder a que se las sometiera al castigo por amotinamiento: la decapitación. La esposa principal fue ejecutada. El resto de las esposas desfilaron de un lado a otro como si hubieran sido soldados toda su vida. Cixous concluye: “Las mujeres no tienen otra opción que ser decapitadas y, en cualquier caso, la moraleja es que, si no pierden de verdad su cabeza bajo la espada, la mantienen únicamente con la condición de perderla. Perderla, es decir, que estén en completo silencio, convertidas en autómatas”55. El significado de los cuadros de Gentileschi sobre la decapitación reside solo de manera parcial en su función como imágenes que ofrecen una inflexión específica de una iconografía de las mujeres heroicas. Lo importante aquí es que existen en el campo de la representación tan poderosamente dominado por el son de los tambores masculinos, por la economía de sus deseos, por las proyecciones de sus miedos y fantasías mediante figuras como las de Susana o Judit, que son convertidas en mujeres castrantes. La presencia de otra enunciación procedente del lugar de una feminidad concreta, histórica, ofrece un desplazamiento en el patrón de los significados de una determinada cultura. Esta presencia de una diferencia tiene que ser producida; estos significados no son significados alternativos, sino el efecto de las diferenciaciones creadas en el nivel del relato textual y de nuestra lectura. Presencia no es una expresión sino una producción a contrapelo semiótico y psíquico de esas estructuras que le “cortarían a ella la cabeza”, silenciarían su diferencia en cuanto mujer y harían que “mujer” funcionara únicamente como “cuerpo sin cabeza”, como quizás un desnudo. El trabajo de Gentileschi en su especificidad —tema, sujeto, tratamiento, sintaxis— puede leerse como una transposición de ese silencio impuesto. En sus versiones de Judit, tanto como en Susana, el hombre está amenazado con la violencia que, de manera típica, aunque metafórica, se ejerce sobre las mujeres en una cultura que se niega y que niega que el intelecto creador de las


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mujeres participe en ella. Algunas de estas imágenes muestran gráficamente el aspecto de la violencia, la hacen visible invirtiendo el género de sus verdugos y víctimas. En ese choque, en ese desorden radical, en ese mundo cabeza abajo que es la fascinación y la amenaza del topos mismo, pero que su tratamiento dramático, audazmente caravaggista, convierte en algo psicológicamente gráfico, se hace la voz de una mujer, nombrando otro topos para el mitema que ha tomado prestado.


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Cixous, Hélène, “Castration or Decapitation?”, Annette Kuhn (trad.), Signs 7, 1, 1981, pp. 41-55 [ed. org.: “Le Sexe ou la tête”, Cahiers du GRIF, nº 13, 1976, pp. 5-15]. Todas estas citas proceden de fuentes de la historia del arte recogidas por Sebestyan, Amanda, “Artemisia Gentileschi”, Shrew 5, 2, 1973. Bal, Mieke, Double Exposures: The Subject of Cultural Analysis, Nueva York y Londres, Routledge, 1996, aporta algunas lecturas importantes sobre el tema de Judit, especialmente sobre su tratamiento por parte de Artemisia Gentileschi. En todo este capítulo estoy en deuda con la obra de Mieke Bal, en especial con su artículo “Reading Art?”, en Griselda Pollock (ed.), Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Londres, Routledge, 1996, pp. 25-41. Este es el meollo del esencial artículo de Cowie, Elizabeth, “Woman as Sign”, M/F 1, 1978, pp. 49-64: “Quiero defender que la película [o cualquier otro régimen de representación visual] como sistema de representación es un punto de producción de definiciones. Pero no es ni único ni independiente, ni se puede reducir simplemente al resto de las prácticas que definen la posición de las mujeres en la sociedad” (p. 50). Kristeva, Julia, “La Femme ce n’est jamais ça” [1974], en Elaine Marks e Isabel de Courtivron (eds.), New French Feminisms, Brighton, Harvester Press, 1981, pp. 137-141. Por ejemplo, Luce Irigaray contrasta las metáforas de lo fijo y de la unidad asociadas con las fantasías de los cuerpos masculinos con las imágenes de pluralidad —dos labios, que se tocan— y fluidez asociadas con la sexualidad femenina y explora las diferentes implicaciones filosóficas de estas diferencias. Esto es muy diferente a decir que, puesto que los labios de la vulva se tocan, las mujeres tienen por lo tanto una mente más abierta por naturaleza. Escribí estas secciones del libro antes de que se publicara el importante texto de Elizabeth Grosz. En gran medida, sus argumentos proporcionan un respaldo filosófico profundo a esta tendencia del pensamiento feminista. He adquirido una enorme deuda con su obra Volatile Bodies: Towards a Corporeal Feminism, Bloomington, Indiana University Press, 1994. Explico esto con detalle en mi artículo “lmages/Women/Degas”, en Richard Kendall y Griselda Pollock (eds.), Dealing with Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Londres, Pandora Books, 1992. Ahora Londres, Rivers Oram Press. Grosz, Elizabeth, Sexual Subversions: Three French Feminists, Sydney, Allen & Unwin, 1989, p. 116. Brownmiller, Susan, Against Our Will: Men, Women and Rape, Londres, Secker & Warburg, 1975 [ed. esp.: Contra nuestra voluntad. Hombres, mujeres y violación, Susana Constante (trad.), Barcelona, Planeta, 1981]. Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi: The Image of the Female Hero in Baroque Art, Princeton, Princeton University Press, 1989. Véase también Ward Bissell, Richard, Artemisia Gentileschi and the Authority of Art: Critical Essays and a Catalogue Raisonné, Pittsburgh, State University of Pennsylvania Press, 1998. Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit. Este relato se incluye en el Libro de Susana, que es parte de los Apócrifos, pero no un texto canónicamente aceptado tanto dentro de la Biblia hebrea como de la cristiana. Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., pp. 188 y 192. Ibíd., p. 189. Ibíd., p. 194. Ibíd., p. 200. “No pretendo insistir con esto en que todo el arte hecho por mujeres lleva alguna marca inevitable de feminidad; las mujeres han tenido el mismo talento que los varones para aprender los denominadores comunes del estilo y de la expresión en las culturas específicas. Sin embargo, sí quiero defender que la asignación definitiva de los roles de género en la historia ha creado diferencias fundamentales entre los géneros en cuando a su percepción, experiencia y expectativas sobre el mundo, unas diferencias que no pueden evitar trasladar al proceso creativo, donde en ocasiones dejan sus huellas” (Ibíd., p. 202).


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20 Ibíd., p. 208. 21 Vasari, Giorgio, Le vite de’ piu eccelenti pittori, scultori e architettori nella redazione 1550 e 1558, R. Bettarini y P. Barocchi (eds.), Florencia, Sansoni, 1966-1971, y Spes, 1976-1987. Sobre Vasari y la biografía véase también Rubin, Patricia, “What Men Saw: Vasari’s Life of Leonardo da Vinci and the Image of the Renaissance Artist”, Art History 13, 1, 1990, pp. 34-46. 22 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, en Joan Hartmann y Ellen Messer-Davidow (eds.), (En)gendering Knowledge: Feminism in Academe, Knoxville, University of Tennessee Press, 1991, p. 229. 23 Ibíd., p. 230. 24 Marx, Karl, The Eighteenth Brumaire of Louis Napoleon [1852], en Karl Marx y Friedrich Engels, Selected Works in One Volume, Londres, Lawrence & Wishart, 1970, p. 96. [ed. org.: Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, Hamburgo, Otto Meißner, 1869; ed. esp.: El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Elisa Chuliá (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2015]. 25 Sartre, Jean-Paul, “Class Consciousness in Flaubert”, Modern Occasions 1, 2, 1971, pp. 379-389 [ed. org.: “La Conscience de classe chez Flaubert”, Les Temps modernes 240, mayo de 1966, pp. 1921-1952]. Una versión feminista de este modelo, también transformado porque se trata de la infancia de una niña de clase obrera, se puede encontrar en la doble autobiografía de Steedman, Carolyn, Landscape for a Good Woman, Londres, Virago Press, 1986. Steedman reelabora también la leyenda de Freud de la visión traumática de los genitales femeninos por parte del niño —leída como carencia y, por lo tanto, como castración— para explorar el descubrimiento por parte de una niña de clase obrera de que sus progenitores carecían de poder ante las autoridades burguesas. 26 Sartre, Jean Paul, “Class conciousness in Flaubert”, op. cit., p. 381. 27 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, op. cit., p. 230. 28 En los capítulos siguientes mi intención es cuestionar aún más el tema de la autobiografía como algo ni siquiera posible para las mujeres. Aquí tenemos que dejar abierta la cuestión para que pueda participar en el juego. 29 Lévi-Strauss, Claude, The Raw and The Cooked, Harmondsworth, Penguin Books, 1964 [ed. org.: Mythologiques, vol. I: Le Cru et le Cuit, París, Plon, 1964; ed. esp.: Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, Juan Almela (trad.), México, Fondo de Cultura Económica, 1968]. 30 Caruth, Cathy, “Introduction”, American Imago 48, 1, 1991, número especial, Psychoanalysis, Culture and Trauma, pp. 3-5; reimpreso como Caruth, Cathy (ed.), Trauma: Explorations in Memory, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1995. 31 Ibíd., p. 5. 32 Ibíd., p. 9. 33 Imposibilidad de caminar porque un paciente temía avanzar en la vida; dolor en la cara porque una frase había sentado como una bofetada, etc. 34 Montrelay, Michèle, “Inquiry into Femininity”, Parveen Adams (trad.), M/F 1, 1978, pp. 95-96. 35 Ibíd., p. 96. 36 Véase Pollock, Griselda, “Artists, Mythologies and Media... “, Screen 21, 3, 1980, pp. 57-96. 37 Irigaray, Luce, “Commodities among Themselves”, en This Sex which Is Not One, Catherine Porter (trad.), Ithaca, Cornell University Press, 1985, pp. 192-197 [ed. org.: Ce sexe qui n’en est pas un, París, Éditions de Minuit, 1977; ed. esp.: “Mercancías entre ellas”, en Ese sexo que no es uno, Raúl Sánchez Cedillo (trad.), Madrid, Akal, 2009]. 38 Moreno, Shirley, The Absolute Mistress: The Historical Construction of the Erotic in Titian’s “Poesie”, trabajo fin de máster inédito, University of Leeds, 1980. Shirley Moreno estaba haciendo su doctorado sobre este tema en el momento de su muerte. 39 Baxandall, Michael, Painting and Experience in Fifteenth Century Italy, Oxford, Oxford University Press, 1972; Damisch, Hubert, The Origin of Perspective, John Goodman (trad), Boston, MIT Press, 1994 [ed. org.: L’origine de la perspective, París, Flammarion, 1987; ed. esp.: El origen de la perspectiva, Federico Zaragoza (trad.), Madrid, Alianza, 1997].


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40 Según las normas judías de la pureza (niddah) las mujeres debían bañarse para señalar el final de su menstruación. Así pues, que la mujer se estuviera bañando podría haber adquirido unas connotaciones sexuales específicas, porque demostraba que era a la vez “pura” y que estaba sexualmente disponible, es decir, que su marido podía tener sexo con ella de nuevo. El texto, sin embargo, menciona específicamente que Susana se estaba bañando porque hacía calor. 41 Un cuadro anterior de Pieter Paul Rubens sobre el mismo tema, probablemente pintado durante su estancia en Italia, entre 1607 y 1608 (Madrid, Real Academia de San Fernando), usaba también el recurso de colocar a Susana desnuda en primer plano contra una balaustrada. Pero en este cuadro ella tiene que retorcerse para mirar desde abajo a las figuras que se ciernen sobre ella e invaden su espacio. 42 Tintoretto muestra a Susana absorta en sí misma y desprevenida. Versiones posteriores a la de Gentileschi muestran a Susana acobardándose cuando los viejos se acercan para hacerle su proposición. 43 Ward Bissell, Raymond, “Artemisia Gentileschi - A New Documented Chronology”, Art Bulletin 50, 1, 1968, pp. 155-156. 44 Judit —Yehudit—, la forma femenina del término genérico Yehuda, un descendiente de Judá, de donde deriva el término judío. Es por lo tanto una hija representativa de Israel, más que un personaje singular dentro de un relato. Su viudedad es también representativa: de una nación que carece del necesario guerrero-redentor varón. 45 Bal, Mieke, Death and Dissymmetry: The Politics of Coherence in the Book of Judges, Chicago, University of Chicago Press, 1988. 46 Smith, Susan L., The Power of Women Topics and the Development of Secular Medieval Art, tesis doctoral inédita, University of Pennsylvania, 1978. 47 Zemon Davis, Natalie, “Woman on Top”, en Society and Culture in Early Modern France, Stanford, Stanford University Press, 1965. 48 Judit acude al campamento de Holofernes y se ofrece para servir a su rey. Por esta razón se le recompensa con respeto y protección. El general la invita a cenar con ella. Ella no puede consumir su comida, así que debe llevar la suya en una bolsa. También pide permiso para abandonar el campamento cada noche para rezar. Una semana después, ya establecidas estas rutinas, Holofernes la invita a cenar con la esperanza de seducirla. Pero él mismo se emborracha y se desploma sobre la cama. Sus criados han salido discretamente, dejando a solas a Judit y el general. Ella le corta la cabeza y la esconde en la bolsa en la que su criada trae la carne de su cena. Después salen del campamento, a rezar, como de costumbre, pero en realidad regresan a Betulia, la ciudad asediada, donde Judit muestra la cabeza del general. Judit vivió hasta los 102 años, con honores, y no volvió a casarse durante el resto de su larga vida. 49 “Deux Femmes/Two Women”, en Mot pour Mot/Word for Word No. 2 Artemisia, París, Yvon Lambert, 1979, p. 9. Agradezco a Nanette Salomon la referencia de este texto y los esfuerzos que hizo para facilitarme su acceso. 50 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1991, p. 99. 51 Ibíd., p. 127. 52 Bloom incide en la relación de sus argumentos sobre la angustia de las influencias con su concepto del canon en The Western Canon: The Books and Schools of the Ages, Nueva York, Harcourt Brace, 1994, p. 8 [ed. esp.: El canon occidental, Damián Alou (trad.), Barcelona, Anagrama, 1995]. 53 Artemisia Gentileschi escribió a Don Antonio Ruffo el 13 de noviembre de 1649: “Encontrará el espíritu de César en el alma de esta mujer”, citado en Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, p. 397. También cita como epígrafe una afirmación de Boccaccio: “Se diría que la Naturaleza a veces yerra cuando adjudica almas a los mortales. Es decir, le da una a una mujer creyendo que se la da a un hombre” (p. 141). 54 Cixous, Hélène, “Castration or Decapitation?”, op. cit., p. 54. 55 Ibíd., p. 43.


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Ilustración 6.1. Man Ray, Virginia Woolf, 1934, fotografía, Londres, National Portrait Gallery

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6 MITOLOGÍAS FEMINISTAS Y MADRES PERDIDAS: VIRGINIA WOOLF, CHARLOTTE BRONTË, ARTEMISIA GENTILESCHI Y CLEOPATRA

Releer como una mujer es como mínimo imaginar el lugar de la señora; imaginar al leer el cuerpo de una mujer; leer rememorando que su identidad se re-mem(o/b)ra en relatos del cuerpo. Nancy K. Miller1 Re-visar —la acción de mirar atrás, de ver con nuevos ojos, de entrar en un texto viejo con un nuevo sentido crítico— es para las mujeres mucho más que un capítulo de la historia cultural: es una acción de supervivencia. Adrienne Rich2

UN MITO FEMINISTA DEL SIGLO XX: LA CREATIVIDAD ASESINADA Y EL CUERPO FEMENINO En Una habitación propia (1928), Virginia Woolf (Ilustración 6.1) imaginaba que William Shakespeare hubiera tenido una hermana y dramatizaba el problema de la sexualidad, el género y la creatividad en una cultura patriarcal. Describía la juventud de William, un chico vivaz y asilvestrado, con una buena educación —sobre todo, en cultura clásica— en una escuela privada, sexualmente precoz. Debido a una travesura que culminó en un matrimonio apresurado tuvo que irse a Londres a probar fortuna sobre los escenarios. Su hermana imaginaria, Judith, languidecía en casa con el mismo corazón que el poeta, pero al que se le había privado de toda educación que lo nutriera. Se le pedía que remendara calcetines, lo que la apartaba de la lectura en secreto de los libros de su hermano; su amante padre le presentó como un hecho incontestable que se casaría con quién él había convenido. Esto le impulsó a huir y también se fue a Londres, pero allí encontró que se le cerraban en la cara las puertas del teatro, custodiadas por hombres que se reían y que “bramaban algo sobre perritos que bailaban


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y mujeres que actuaban”. No pudo formarse en su oficio, aunque, al igual que su hermano, tenía un don para la ficción. Finalmente —pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas—, Nick Greene, el actor-director, se apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y —¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en un cruce de caminos donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna de “Elephant and Castle”3.

El suicidio de “Judith” crea una imagen de la interiorización por parte de las mujeres del asesinato social de la potencial artista “apresada y embrollada” en un cuerpo de mujer. En opinión de Woolf, la corporeidad genérica de las mujeres solamente puede ser antagonista de la creatividad de una manera que aleja su feminismo del feminismo de finales del siglo xx, que no se ha visto obligado a retirarse de modo tan drástico de la madeja de una feminidad corpórea. En lugar de ello, ahora hemos asumido el problema y, de formas teóricas e imaginativas diversas, hemos peleado para relacionar ambas cosas. La poeta contemporánea Adrienne Rich pregunta “si la mujer podrá comenzar de una vez para siempre a pensar con su cuerpo, y a relacionar todo aquello que tan cruelmente ha visto desorganizado: nuestras grandes capacidades mentales, apenas utilizadas; nuestro sentido del tacto, tan desarrollado; nuestro talento para la observación aguda; nuestro organismo complicado, resistente al dolor y capaz de múltiples placeres”4. La imagen de las mujeres confinadas y constreñidas de Virginia Woolf, aisladas, amargadas y belicosas, ha tenido, no obstante, una enorme influencia, conformando buena parte de los posteriores análisis literarios feministas de maneras que también han sido reproducidas en las historias feministas del arte5. Así, el consenso general sostiene que, para una mujer, era muy difícil, cuando no imposible, ser autora o artista en este período de formación del canon, el Renacimiento. Sin embargo, la precisión de la lectura que hace Virginia Woolf de las relaciones de las mujeres con la producción literaria en la Inglaterra del siglo xvi ha sido cuestionada, por ejemplo, por Margaret Ezell, quien argumenta que, en la medida en que los estudios literarios feministas adoptaron la muerte de “Judith Shakespeare” como axiomática, su tarea se convirtió en explicar las fuerzas sociales que prohibían o coartaban la actividad literaria de


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las mujeres. De esta forma las investigadoras se preguntaban perpetuamente por qué las mujeres no eran escritoras (o artistas) y, una y otra vez, respondían esa pregunta haciendo referencia a las limitaciones que la sociedad patriarcal imponía a las mujeres. Puesto que este enfoque se alía con el canon masculino, Ezell ha investigado modos diversos de producción literaria en el siglo xvi que revelan la presencia de muchas mujeres escritoras y poetas. La invención de Judith Shakespeare puede leerse como un mito feminista que, paradójicamente, confirmaría la negación canónica de las mujeres y la creatividad. No quiero por esto desdeñarlo. El mito y su potencia ininterrumpida para conformar el modo en que pensamos cómo han peleado las mujeres por el arte es mítico, precisamente, en la medida en que no representa una verdad histórica —como revela la investigación de Ezell— sino una verdad psicológica. En su lectura de la lucha de Virginia Woolf para escribir para sí misma y para las mujeres, Shoshana Felman sitúa el dolor de la pérdida y, especialmente, de la pérdida temprana de su madre en un lugar importante de la biografía de la escritora. Felman entiende que “Judith Shakespeare” es una Ilustración de la dolorosa búsqueda por parte de Woolf de un “yo” mediante el cual articular su propia historia en tanto escritora. Sin duda, Virginia Woolf ahora está inmersa en un proceso de generación distinto, al tratar de dar precisamente a luz —a través de la interacción de la teoría, la literatura y de su propia vida— (…) a la “hermana de Shakespeare”, no solamente como un genio feminista sino como escritora de la propia autobiografía de Woolf; una autobiografía que no es casual que incluya la locura y el suicidio como las representaciones de su propia imposibilidad y de su propia aniquilación6

Shoshana Felman presta una atención especial al agudo sentido del dolor psicológico de su antecesora imaginada, Judith Shakespeare, que demuestra Virginia Woolf. Woolf escribe: Quizás esto sea cierto, quizá sea falso —¿quién lo sabe?—, pero lo que sí me pareció definitivamente cierto, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, es que cualquier mujer nacida en el siglo xvi con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera. (...) Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento


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para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón. (…) Esta mujer, pues, nacida en el siglo xvi con talento para la poesía era una mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma7.

Conjurando repetidamente para sus lectores la imagen de las estanterías vacías, en las que no se acumulan los libros con las obras de teatro y la poesía escritos por mujeres, Virginia Woolf viste con las prendas de la historia una angustia contemporánea, su propia lucha dentro de una familia burguesa inglesa concreta y en un momento determinante del feminismo europeo —el libro se publicó en 1928, la fecha en la que se logró el sufragio completo para las mujeres adultas—. La potente imagen feminista que genera Woolf de la “creatividad femenina asesinada”, interiorizada como una muerte autoinfligida —o una cordura amenazada— encarnada en el mito de Judith Shakespeare, necesita analizarse, por lo tanto, para ver lo que revela sobre la base de su simbolismo negativo, tanto en el feminismo moderno como en el resto de la historiografía y la crítica cultural. Al pasar por alto los cimientos históricos, psicológicos y autobiográficos concretos del mito y al emplear un mito como una propuesta históricamente válida, la crítica feminista ha contribuido a ocultarnos las historias divergentes que necesitamos para comprender las actividades de las mujeres en la cultura. En cuanto historiadoras, repetimos la palabra “asesinato” y compartimos la pérdida de las madres ausentes. No basta, sin embargo, con refutar el mito negativo de Virginia Woolf sobre las poetas mujeres locas o prematuramente fallecidas. Necesitamos recuperar de ese mito el deseo de Woolf de historias que permitieran a las mujeres escribir o pintar sin las ausencias destructivas que de manera tan elocuente testimonió Woolf bajo la forma desplazada de un mito de los orígenes (un mito que activa al intentar “escribir de vuelta a través de nuestras madres”): mientras, el deseo de una genealogía materna, debido al canon y a sus culturas masculinistas, se experimenta en todas partes como una ausencia tan amenazadora y negadora que el pasado parece únicamente un vacío oscuro, un agujero negro, la muerte. En el corazón del mito de Virginia Woolf está el duelo. Su nudo de afecto inexpresado estaba probablemente conectado con su propia madre, como ha señalado Shoshana Felman8. Si, no obstante, se vuelve a leer el mito de Judith Shakespeare creado por Virginia Woolf, no buscando ese vacío sino el deseo


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de otras historias, puede darse la vuelta para crear espacios para lo inesperado, para una diferencia dentro de la escritura de la historia que permite que estas historias diferentes creen una diferencia. EL ENCUENTRO DE LUCY SNOWE Y CLEOPATRA: LA LECTORA FEMINISTA RESISTENTE Y EL CUERPO FEMENINO Para contrarrestar el deprimente escenario de Woolf quiero analizar otra “figura” de la mitología feminista: la “lectora resistente” que, a primera vista, parece un modelo de conducta más positivo9. En su novela Villette, publicada por primera vez en 1853, Charlotte Brontë creó una escena en la que su protagonista, Lucy Snowe, que se recupera de una crisis provocada por un total aislamiento personal, social y psicológico, visita la galería de arte de Bruselas y se encuentra ante un cuadro. Cierto día, bastante temprano por la mañana, me encontré casi sola en una galería, delante de un cuadro de colosales dimensiones, muy bien iluminado y protegido por un cordón, frente al que habían colocado un cómodo banco para los entendidos […]: aquella tela parecía considerarse a sí misma la reina de la colección10.

La introducción de su encuentro con el cuadro revela la perspicacia de Brontë ante la estratégica puesta en escena de la experiencia del gran arte por parte del espectador: una gestión del espacio de exhibición y la orquestación de una mirada específica: Representaba a una mujer, de tamaño considerablemente mayor que el real, pensé. Calculé que aquella dama, en una balanza destinada a la recepción de grandes mercancías, pesaría indefectiblemente entre noventa y cien kilos. Lo cierto es que estaba muy bien alimentada: debía de haber consumido mucha carne, además de pan, verduras y líquidos, para alcanzar aquella altura y anchura, aquella masa de músculos, aquella abundancia de carnes. Yacía recostada en un sofá, sería difícil decir por qué. La luz del día brillaba a su alrededor; parecía gozar de buena salud y ser suficientemente fuerte para hacer el trabajo de dos cocineras; no podía alegar la menor dolencia en la espina dorsal; tendría que haber estado de pie o, por lo menos, sentada muy erguida.


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Lucy Snowe sigue observando el cuadro y se queja: “Tendría, asimismo, que haberse vestido decentemente, y llevar un traje que la cubriese como era debido, algo muy alejado de la realidad.” “Se las ingeniaba para que una gran cantidad de ropajes y telas […] resultaran insuficientes para lograrlo”, a la vez que permitía un desorden total de ollas y cacharros —”quizá debería decir jarrones y copas”—. Lucy Snowe concluye así: “Pues bien, estaba yo sentada contemplándola con asombro (ya que había un banco, me pareció oportuno aprovecharlo), pensando que, aunque algunos detalles […] estaban pintados con gracia, el conjunto era un adefesio”. ¡Audaces palabras! No hay muchas críticas feministas que hoy se atrevieran a pronunciar en público un disgusto y desdén tan inequívoco hacia cualquiera de las “grandes” obras de la pintura barroca, a las que esta imagen representa de manera genérica. Es decir, representa lo que el museo conserva como la gran cultura occidental, la pintura narrativa histórica que celebra, mediante su compleja retórica y puesta en escena, los relatos, mitos y leyendas que sustentan esa cultura y su propia imagen, que sin embargo se reelaboran y se remodelan continuamente para aprobar lo nuevo en el nombre de lo constante y lo inmutable. Brontë identifica el cuadro como “Cleopatra”, un tema que pertenece a un amplio género de elaboración de imágenes, a partir de relatos y leyendas de mujeres famosas de la antigüedad, que escenifican tramas complejas de sexo y violencia codificadas como alegorías morales de fortaleza, castidad, honor y lealtad (Ilustración 6.2). Las biografías de Brontë han apuntado que la descripción del cuadro de Villette se basa en un cuadro que Charlotte Brontë vio en 1842 en el Salón trienal de Bruselas, La almeh, de Édouard de Bièfve (Ilustración 6.3)11. Este cuadro de una bayadera tumbada es sin duda una obra orientalista, pero no es una figura monumental y está demasiado vestida. No puedo aceptar esta identificación. Charlotte Brontë sabía mucho más de arte. La desnudez, la escala, la referencia a la luz del día, el revoltijo de objets d’art, todos estos elementos señalan a la historiadora de arte un conocimiento de la pintura del siglo xvii: Guido Reni, Rubens, Jordaens y otros grandes maestros. De hecho, para librarse de una carrera como institutriz o profesora, Brontë se había formado como artista, para lo cual estudió cuadros tanto al natural como mediante reproducciones12. Llegó a exponer su obra en vida. Charlotte Brontë visitó la National Gallery y la Royal Academy Exhibition en 1848 y vio la exposición de William Turner en la National Gallery en 1849. También coleccionó y copió una serie de obras de grandes maestros a partir de reproducciones13.


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Ilustración 6.2. Hans Mackart, La muerte de Cleopatra, 1875, óleo sobre lienzo, 191 × 254 cm. Kassel, Staatliche Kunstsammlungen: Neue Galerie Ilustración 6.3. Édouard de Bièfve, La almeh, 1842, óleo sobre lienzo, 41,25 × 181.8 cm. Vendido por Sotheby’s, Londres, el 19 de abril de 1978

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Hay un cuadro de un artista conocido de la familia Brontë que se acerca más a lo que podría ser un modelo específico. La llegada de Cleopatra a Cilicia (1821) (Ilustración 6.4), uno de los cuadros con más renombre del academicista William Etty, fue expuesto en Manchester en la Royal Society of the Arts en 1846, justo cuando Brontë pasaba seis semanas en la ciudad con su padre. La escala del cuerpo femenino es, no obstante, demasiado escasa, a pesar de que sí responde a las críticas de Brontë sobre la desnudez del cuerpo a plena luz del día. Lo que Charlotte Brontë evoca en Villette es, apuntaría yo, una astuta fusión histórico-artística de una serie de representaciones de mujeres de porte regio procedentes del siglo xvii, cuyos ejemplos rubensianos Brontë podría haber visto también en la National Gallery o durante su estancia en Bélgica: por ejemplo, una Susana y los viejos de Jordaens en el Museo de Bellas Artes de Bruselas, que incluye algunas hermosas copas y bandejas en primer plano, así como un desnudo femenino bien alimentado (Ilustración 5.3). Sin embargo, Charlotte Brontë sí toma de la obra de Bièfve, La almeh, el concepto de Cleopatra como mujer de color cuando habla de la “enorme reina gitana de tez oscura”, a pesar de que, en el arte occidental, a Cleopatra se la representa de manera habitual como una mujer de blancura lechosa (Ilustración 6.2)14. Pero al cuadro —o a su tema— se le da un título muy relevante. El paso de bailarina a Cleopatra es muy significativo y debe ser explicado15. La reina Cleopatra vii pertenecía históricamente a la dinastía tolemaica, descendía del general griego Ptolomeo, que a la muerte de Alejandro se quedó a cargo de Egipto, dentro del imperio que este último había creado16. Pero, en el plano mítico, dentro de la cultura occidental, Cleopatra se ha convertido en un signo de la otredad oriental, en el que tanto su sexo como su cultura funcionaban como una peligrosa antítesis de las ideologías occidentales de la dominación masculina. En cuanto monarca gobernante mujer, procedente de una cultura que, a diferencia de Grecia y Roma, no negaba a las mujeres ni el poder, ni la autoridad pública (las mujeres en Egipto gobernaban y heredaban propiedades), ni la autodeterminación sexual (las mujeres en la sociedad egipcia elegían a sus maridos), “Cleopatra” fue incorporada a la cultura occidental para representar un complejo de papeles fundamentalmente misóginos que dramatizaban tanto la oposición Oriente/Occidente que Edward Said ha denominado “orientalismo” como el conflicto hombre/mujer típico de un legado grecorromano, reclamado y festejado en el Renacimiento y la Ilustración17. Mary Hamer afirma:


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El significado literal del nombre de Cleopatra es “gloria de su padre”. Pero las connotaciones del nombre no respaldan la autoridad patriarcal. El término “Cleopatra” expresa la combinación de la autoridad y de la responsabilidad pública con una sexualidad femenina activa. Localiza el poder político en un cuerpo que no puede codificarse como masculino. En cualquier sistema patriarcal, expresa la transgresión de la ley. El acto de evocar a Cleopatra mediante la representación cuestiona la ley y destaca la posición de las mujeres dentro del orden social18.

Cleopatra tal vez sea un correctivo del pesimismo de Virginia Woolf. Aquí hay un deseo “embrollado” en el cuerpo empoderado de una mujer. A la luz de esta lectura moderna, feminista, del signo “Cleopatra”, se hace evidente que la imagen de Cleopatra que nos transmite Charlotte Brontë, como una forma de fisicidad grosera, indecencia e indolencia, signos codificados de una sexualidad desbocada, estaba conformada en los términos orientalistas del siglo xix, lo que confirma una vez más que las diferencias de raza y de género están entrelazadas en el imaginario occidental de maneras complejas y que siempre estamos determinadas por la formación social en la que estamos posicionadas en tanto sujetos sociales19. Con esta importante salvedad crítica, podemos reclamar temporalmente a Lucy Snowe como un tipo de historiadora del arte feminista occidental, pero de una manera que de inmediato colocaría el “feminismo” exclusivamente del lado de las feminidades, si no imperialistas, sí europeas. En lugar de deferencia y admiración por el canon occidental y por su lenguaje heroico de pintura narrativa y espectáculo sexual, el texto de Brontë ofrece lo que aparentemente sería una literalidad iconoclasta que desmitifica la obra mediante una aparente y voluntaria malinterpretación de los códigos del arte barroco. Brontë se niega a contemplar de manera acrítica la belleza estética ofrecida en la representación, buscando en su lugar una lectura que haga descender a la obra de su pedestal y la estrelle. Abre una manera de explorar las fisuras en una cultura oficial y aprobada, así como en sus narrativas, negándose a participar en sus juegos: el lenguaje del consumo connoisseur y de la escopofilia heterosexual masculina que el museo consagra desde el interior de una economía del deseo sexualmente específica. El análisis solitario y escéptico que hace Lucy Snowe de la paradigmática Cleopatra se ve interrumpido por el placer visual que obtiene de “unos pequeños bodegones, realmente exquisitos: flores y frutos silvestres, y nidos cubiertos


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de musgo […] [que] colgaban humildemente bajo aquel tosco y ridículo lienzo”, e incluso ese placer es interrumpido por la llegada de un profesor de su escuela, Monsieur Paul Emanuel. Escandalizado por la audacia que muestra “al sentarse y contemplar descaradamente ese cuadro con la flema de un garçon”, le pide que se traslade a una esquina de la galería a estudiar una serie de cuatro aburridos cuadros que en conjunto representan “La Vie d’une femme” (La vida de una mujer; compuesta de Novia, Esposa, Madre, Viuda). Estos cuadros se han identificado con una trilogía de obras expuestas en el Salón de Bruselas de 1842 con el título La vie d’une femme, de Fanny Geefs20. Lucy Snowe siente el mismo desprecio hacia este cuadro “sermoneador”. “¡Qué mujeres! ¡Quién podría vivir con ellas! ¡Falsas, malhumoradas, necias, sin sangre en las venas! Tan malas a su manera como Cleopatra, la enorme e indolente gitana”. El texto de Charlotte Brontë fabrica la respuesta de Lucy Snowe ante la Cleopatra y ante las pinturas de las ideologías de la feminidad del siglo xix para reclamar otra identidad mítica para su protagonista, que se determina en el momento de su producción como parte de la emergente conciencia feminista burguesa que más tarde dará forma a los escritos de Virginia Woolf21. En cuanto personaje de ficción de una novela, Lucy Snowe representa la reivindicación de una mujer de un tipo específico de individualidad europea burguesa22, creada por una narración en primera persona, que se basa en un empleo repetido de “Yo creía”, “Yo diría”, “Me preguntaba”, que no encaja bien con las convenciones de la feminidad que se presentan en la novela mediante las imágenes de la galería de arte. La figura del connoisseur, repantingado en su cómodo sofá ante la “reina” de la colección, sugiere que las relaciones entre el lienzo y el espectador permiten míticamente una representación imaginativa de la Reina Cleopatra para una mirada masculina y erotizante, en la que su cuerpo pintado es el signo de una sexualidad peligrosa pero excitante, o de un exceso sexual asociado con el otro cultural, así como con el otro sexual. Las mujeres, y sin duda las mujeres no casadas, están estructuralmente excluidas de este intercambio, incluso aunque puedan allanar ese espacio como un desafío, como hace Lucy Snowe cuando contempla en solitario el cuadro. Las mujeres pueden entrar en el recinto del museo, pero después deben quedarse en sus márgenes, donde pueden aprender sobre sí mismas en cuadritos didácticos que trazan los espacios limitados del lugar que se les permite a las mujeres en el patriarcado, como objetos de intercambio y empleo por parte de los varones: Fanny Geefs titula a los tres momentos de la vida de una mujer Amor, Piedad, Tristeza. En ese rincón especialmente aburrido, a Lucy Snowe, una mujer culta, deseante, independiente en términos económicos, se le pide que mire a la mujer


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Ilustración 6.4. William Etty (1787-1849), La llegada de Cleopatra a Cilicia, 1821, óleo sobre lienzo, 106,25 × 131,25 cm. Liverpool, Walker Art Gallery Ilustración 6.5. Angelica Kauffmann, Cleopatra adornando la tumba de Marco Antonio, 1770, óleo sobre lienzo, 126,5 × 100,3 cm. Stamford, Burghley House, fotografía: Courtauld Institute of Art Ilustración 6.6. Edmonia Lewis, La muerte de Cleopatra, 1876, mármol, 157,5 × 78,1 × 115 cm. Washington D.C., The National Gallery of American Art

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solo como Novia, Esposa, Madre y Viuda. Aquí no encuentra carne, ni lujuria, ni desorden, ni siquiera el placer visual que obtenía de las evocaciones a lo John Ruskin de la belleza vital, abundante y natural en los diminutos bodegones que anidan junto al “tosco y ridículo lienzo”. El acceso de los hombres a la cultura occidental se representa como un acceso a la sexualidad vicaria y a los placeres visuales permitidos; se supone que las mujeres deben contemplar el arte para aprender sus lecciones en las representaciones estéticamente limitadas de una feminidad aburrida y soporífera. Lucy Snowe emerge como una articulación diferenciadora de la subjetividad femenina burguesa occidental en la distancia textual creada por una oposición más —la que existe entre su personaje y el contraste de las feminidades para hombres y para mujeres que acabamos de resumir: Cleopatra, una “gigante gitana”, una feminidad fantástica, racialmente otra, producida como una proyección masculina, frente a la “buena mujer [blanca]”, una representación mítica de la simbólicamente necesaria “mujer para el hombre”—. Pero esa diferenciación es históricamente específica y está políticamente cargada, es profundamente contradictoria y problemática —un producto de sus condiciones y de su momento histórico, burgués, racista, individualista, protestante, ruskiniano—, y está imbricada en las ideologías que conforman las presiones y los límites de ese momento de la historia de las mujeres europeas y de la forma novela como el escenario cultural de una autoarticulación limitada, específica de clase y de raza, del sujeto burgués. Este también es, por lo tanto, en último término un mito desfigurador, que, sin embargo, al igual que el caso de Virginia Woolf, nos deja acceder al problema de las mujeres y de la cultura, al que ni las feminidades que se sacrifican trágicamente ni las que resisten proporcionan una solución sencilla, aunque los textos en los que se inscriben ofrezcan imágenes con las que debemos, no obstante, trabajar de manera crítica. El mito de la mujer en nuestra cultura está atrapado entre el creador ausente y la criatura demasiado presente —la mujer como imagen—, ya se haya producido esta para el deleite visual de los hombres o para la tediosa instrucción de las mujeres. Pero ¿qué hay de las mujeres que producen, de las mujeres que pintaron o esculpieron a Cleopatra (Ilustraciones 6.5, 6.6)? ¿Qué diría Lucy Snowe, la “lectora resistente”, acerca de estas obras de mujeres y de sus representaciones de la feminidad y del cuerpo sexual, voluptuoso, femenino adulto? ¿Qué equivalentes podríamos encontrar para una “Judith Shakespeare” que hubiera sobrevivido y negociado, bajo la forma de las artistas que, durante el Renacimiento o en


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la época inmediatamente posterior, hubiesen en cambio representado la violación, el suicidio o el asesinato de mujeres? Teniendo en cuenta el papel del cuerpo en el inventario de la pintura barroca occidental, ¿cómo leeremos los cuerpos femeninos pintados como construcciones y proyecciones imaginativas por un sujeto productor femenino? ¿Podemos ver la diferencia? ¿Cuáles serían sus signos, sus cuerpos, sus formalismos o su poética? La pintora italiana barroca Artemisia Gentileschi nos presenta un caso de estudio para proporcionar respuestas provisionales a esta proliferación de preguntas retóricas e históricas. MADRES PERDIDAS: INSCRIPCIONES EN LO FEMENINO: CLEOPATRA Han sobrevivido dos cuadros atribuidos a Artemisia Gentileschi titulados Cleopatra. Uno se pintó entre 1621 y 1622 y está en Milán (Ilustración 6.7), mientras que hay una versión posterior, ahora en una colección privada en Gran Bretaña, datado aproximadamente a principios de la década de 1630 (Ilustración 6.10). Querría, sin embargo, emplear esa atribución precaria de los cuadros de Cleopatra de Artemisia Gentileschi como un recurso feminista23. No podemos saber con seguridad si estas obras son de Artemisia Gentileschi. Pero esa duda nos obliga a explorar cómo podríamos plantear un caso analítico —no de connoisseur— para las obras que pudieran ser suyas. No se trata de reinventar una heroína artista, sino de preguntarse sobre las inscripciones de lo femenino en el arte, pensar sobre los textos que podrían ofrecer, en algún nivel, una dirección femenina, que podrían generar cebos visuales para el deseo femenino, que podrían abrir los espacios psíquicos e imaginativos de la feminidad, que podrían escenificar la angustia femenina e incluso la agresión y la ambivalencia. La misma falta de confirmación de la autoría femenina convierte a la feminidad en una pregunta que planea constantemente entre el texto y el espectador y, solo entonces, entre el espectador y el productor histórico imaginado. Sea lo que sea lo que estos cuadros tengan que decir acerca de la feminidad, o a una lectora “en lo femenino”, tendrá que producirse mediante un trabajo con los signos que ofrecen los cuadros. En ese sentido, el autor (generizado), en tanto origen mítico y fuente coherente de un sentido ahí depositado, está desterrado. En lugar de importar un bagaje lleno de supuestos acerca de las mujeres artistas y sobre lo que las mujeres sienten o dicen, interrogaremos al texto buscando inscripciones en lo femenino. Podríamos


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usar el caso de la incertidumbre sobre la obra de Artemisia Gentileschi para plantear la pregunta: “¿Cómo puedes saber la diferencia?” La primera versión de Cleopatra probablemente fue pintada en Roma, en 1621-1622, por Artemisia Gentileschi por encargo de un cliente genovés, Pietro Gentile, a quien podría haber conocido en una visita que hizo a la importante república de Génova, un centro financiero y de transporte marítimo, con su padre Orazio en 1621. Gentile poseía otro cuadro de Gentileschi, Lucrecia (ca.1621, Génova, Palazzo Cattaneo-Adorno), del que hablaremos después. El cuadro (Ilustración 6.7) muestra a una figura femenina de cuerpo entero desnuda, reclinada de izquierda a derecha sobre una cama medio cubierta con una tela de terciopelo rojo. Al fondo cuelga una tela de un rojo aún más intenso cuyos pliegues forman una U casi en el centro del cuadro. De hecho, este movimiento significativo del telón de fondo está descentrado por una abertura en el extremo derecho del cuadro que está iluminada y que destaca de manera prominente en una reproducción en blanco y negro. Como si se sostuviera por su propia estructura interna, la cortina está alzada y abierta y descubre un rectángulo de pura oscuridad. Tal vez represente una puerta en la distancia, la puerta por la que pronto entrará su enemigo Octavio para descubrir su macabro triunfo. La muerte de Cleopatra por la mordedura de un áspid es uno de los tres topoi principales de su vida que se representan en la pintura. (Los otros dos son su llegada en la barcaza para recibir a Antonio y el banquete en el que disuelve una perla preciosa en vinagre y se lo bebe). ¿Qué vería Lucy Snowe? Otra mujer enorme, sin duda. Esta figura de mujer no es un desnudo frágil. Su torso es “amplio”, según Garrard, pero la pose, cuando se la compara con prototipos posibles, hace que el cuerpo haga cosas que normalmente los cuerpos femeninos no hacen en los desnudos eróticos del arte occidental de los siglos xvi y xvii. La espalda está arqueada. Las rodillas levantadas. El cuello estirado. Su puño es firme. Veamos por contraste la Venus dormida de Giorgione (1505-1510, Ilustración 6.8), donde el cuerpo femenino desnudo es una única línea ondulante desde la punta del codo alzado hasta la curva de la pantorrilla, que desaparece embutida bajo la pierna izquierda. Aquí la mirada del espectador se pasea de una pierna a la otra para seguir otra línea continua que sube por el cuerpo, solo delicadamente interrumpida por el perfil del pecho izquierdo, antes de llegar de nuevo a la cabeza de la durmiente. Dentro de esta silueta, el vientre se hincha con suavidad, las manos se curvan y los dedos se apoyan en la entrepierna, como cubriéndola. Todo es gracia, y todo fluye, suave, ondulante y contenido. La


Ilustración 6.7. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, 1621-1622. óleo sobre lienzo, 145 × 180 cm, Milán, Amedeo Morandotti

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Ilustración 6.8. Giorgione (1467/8-1510), Venus dormida, 1505-1510, óleo sobre lienzo, 108 × 175 cm. Dresde. Gemäldegalerie

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otra principal fuente formal para la figura femenina tumbada es más antigua, como la escultura helenística Ariadna dormida (ca. 240 a. C., Roma, Museo Vaticano), que no es un desnudo. Es una escultura monumental en la que el flujo subyacente del cuerpo tumbado es animado por la viveza contrapuesta de la caída muy trabajada de la ropa —sus pronunciados pliegues y nudos subrayan el contraste con la cabeza de la durmiente, totalmente relajada, descansando sobre un brazo y sujeta por el otro, que se curva con gracia sobre la cabeza para terminar en una abultada franja de carnosos dedos—. Solo un pecho desnudo está alerta y se asoma entre el generoso velo de tela para destacar la feminidad de este cuerpo. Estas dos imágenes representan el sueño y la inconsciencia de manera eficaz y excelente. La Cleopatra de 1621-1622 (Ilustración 6.7) no lo hace. Ejecutado por una artista consciente de estos posibles recursos formales, el cuerpo de este cuadro se representa de una manera muy distinta. El grado de inclinación del tronco y la posición de las piernas crea una especie de tensión en su articulación que produce en el espectador la sensación de que las dos partes están a punto de cerrarse. Mary Garrard apunta que donde ahora está esa difícil transición entre el torso y las piernas hubo antes una tela, pintada originalmente o añadida después, pero que se retiró dejando una incómoda junta que se nota sobre todo en el lugar donde el muslo izquierdo linda con la curva del estómago24. Pero este no es el único punto en el que el cuerpo se niega a cooperar con las convenciones de la representación artística que ordenan al arte abandonar la estructura anatómica del cuerpo y servir en cambio a fines estéticos e ideológicos. En lugar de una línea que cumple con un papel de contención, reteniendo un cuerpo de mujer dentro de sus límites modelados artísticamente, es una línea afilada, discontinua y desconcertada por los efectos de la carne tensa o comprimida. El cuerpo se coloca contra una tela que agudiza su perfil izquierdo, interrumpido por un pezón plano cuidadosamente delineado. La línea que parte del codo en alto no fluye con facilidad hasta el torso, sino que desciende hacia la nada. Es desplazada por otra línea que comienza en una fea oscuridad, donde la carne del hombro se presiona contra los brazos alzados. Esta describe el bulto de la musculatura por encima del pecho (¿qué otro pintor occidental de mujeres blancas nunca permitió la presencia de los pectorales femeninos para que compitieran con el volumen de un joven pecho?) antes de señalar también una caja torácica y la hendidura de una cintura. La forma redondeada del abdomen está perforada de manera prominente no por una suave sombra sino por un ombligo anatómicamente preciso. Al otro lado del cuerpo, el pecho


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se resbala hacia el espectador, obedeciendo a la gravedad que parece desafiarse demasiado a menudo por la voluntad artística en las versiones dominantes de las mujeres desnudas. Por encima de este, una arruga en la carne vuelve a interrumpir el lirismo de la forma estética con los signos de un cuerpo físico que la artista ha incluido claramente aquí, donde los músculos contraídos del lado más próximo del cuello se desploman sobre el hombro mientras la caída hacia atrás de la cabeza estira hasta el límite el tórax de la mujer, pero no lo suficiente para borrar las dos arrugas gemelas que insisten en que la carne es el signo de la vivencia y la edad. ¿Qué significa todo esto? Una lectura podría decir que solo una mujer artista se negaría a idealizar de esa manera el cuerpo de una mujer, insistiendo por el contrario en su realidad y sus imperfecciones, conocidas y vividas desde el interior. Es una forma posible de explicarlo. Pero no es una forma ni profunda ni interesante. Tenemos un conflicto entre dos deseos en competición frente a la artista mujer. Hay quien quiere que este artista sea una mujer artista, y que señale esto mediante un realismo específico respecto del cuerpo femenino. Sin embargo, en realidad no tengo ni idea de por qué, en cuanto mujeres, deberíamos favorecer la realidad prosaica de las arrugas sobre la perfección idealizada, que es una fantasía que llevamos en nuestras cabezas y según la cual disciplinamos a nuestros cuerpos para que se conformen a ella. Además, queremos que nuestra artista sea capaz de competir en igualdad de condiciones en el mundo del arte. Lo que he estado describiendo no son representaciones en competición de un cuerpo real, sino dos ficciones. La tradición de Giorgione representa una potente pulsión de representar, mediante la figuración de un cuerpo en cuanto femenino, tanto los peligros de la carne, la sexualidad, la naturaleza y el tiempo, como su contención25. Las convenciones estéticas no mienten sobre el estado real, arrugado, hinchado, caído, de la carne femenina real. Son representaciones fantásticas del cuerpo en cuanto signo de una economía psíquica específica, a la que se sirve mediante las convenciones de los regímenes de representación que han evolucionado históricamente. El cuadro de Artemisia Gentileschi suspende estas convenciones canonizadas. Pero la extensa investigación iconográfica de Mary Garrard muestra otros cuadros de Cleopatra con arrugas en su carne, musculatura y variadas alteraciones de la perfección alisada, suavizada de las chicas de calendario más populares de la alta cultura occidental. Así que nos encontramos más bien ante un problema de memoria selectiva que muestra, sin embargo, que Artemisia Gentileschi sí pertenecía a una comunidad de fabricantes de imágenes.


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Ilustración 6.9. Detalle de la cara de Cleopatra, Artemisia Gentileschi (Ilustración 6.7)

desear la diferencia Pero yo quiero, yo deseo su diferencia, porque, si no, el cuadro de Artemisia Gentileschi no es sino otro ejemplo en el archivo de representaciones occidentales de Cleopatra tumbada con una serpiente. Así que volvemos al cuerpo creado en cuanto signo pintado y nos preguntamos si esta insistencia en los hechos de la corporalidad es importante y por qué lo sería. Mary Garrard llama nuestra atención hacia el rostro de la mujer (Ilustración 6.9). A primera vista, los ojos parecen cerrados, como si la muerte hubiera ya sobrevenido a la reina. Un análisis más atento revela que aún están un poco abiertos y este detalle altera de manera radical toda la imagen. Un cuerpo somnoliento o recién muerto es un cuerpo en el que el sujeto está temporal o permanentemente ausente.


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La inconsciencia del sueño o de la muerte reciente hace que leamos la imagen como un cuerpo: el cuerpo de una mujer puede ser contemplado cuando está así, muerta o dormida, pues, en cierto sentido, es precisamente la mejor manera en la que puede estar una mujer26. Casi muerta, aún casi consciente o tal vez todavía contemplando su última y desesperada acción como reina —suicidarse para seguir a cargo de sí misma en lugar de verse reducida a ser una pieza del botín de Octavio— con el áspid sujeto con firmeza por su mano derecha, mantenido a distancia del pecho hacia el cual apuntan de manera fálica su boca abierta y su lengua, ahora la figura se mantiene sin duda en el filo de una subjetividad que es, mediante la declaración de este cuerpo corpóreo, femenina. La feminidad es señalada por el carácter específico, más que genérico, del cuerpo representado. No es un “desnudo femenino”, un convencionalismo que siempre resulta una generalización y una contención de una imagen masculina heterosexual de la Mujer27. No es la estetización de la muerte mediante su proyección en una feminidad mortal o soporífera. Se convierte, mediante el rechazo de estos tropos, en un cuadro de una mujer a la que aquí se retrata y a la que se concede el estatus de sujeto asociado con el retrato. Las señales de un cuerpo vivo, de un cuerpo específico, que es un cuerpo vivo femenino en particular, interrumpen lo que los signos estéticamente concebidos de un desnudo idealizado y selectivo tratan de negar: un sujeto femenino en su historia significada por una “escritura del cuerpo”. Estoy apuntando, por lo tanto, a que la cualidad insolente de este cuerpo desnudo se emplea contra la categoría de desnudo, conjugando de manera diferente las relaciones entre la feminidad, la subjetividad y la corporeidad. El difícil pasaje del cuadro en el que los muslos se juntan con el estómago, estuviera o no cubierto con una tela, funciona para evitar que la imagen sea una Venus y, en especial, una Venus púdica. Ningún gesto indica (y, por lo tanto, no enfatiza y borra a la vez) el lugar peligroso y temible de su sexualidad28. Su sexo está encerrado entre sus piernas. La mano que suele cubrir el sexo para a la vez apuntar hacia él y resguardarlo, en lugar de ello agarra un signo fálico: el instrumento de su muerte, pero también, como muchos comentarios han señalado, el signo de inmortalidad, que era un atributo habitual de las representaciones de la diosa en las culturas semíticas y de la Grecia arcaica. La espalda arqueada, las piernas tensas y ligeramente levantadas, la mano que agarra con fuerza: todos los detalles funcionan para crear la antítesis absoluta de las venus y ninfas deshuesadas, sin músculo y durmientes de los prototipos pictóricos. Todos estos signos elaboran ese detalle crucial pero que a menu-


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do se pasa por alto, es decir, su conciencia ininterrumpida que claramente sitúa una presencia subjetiva dentro del cuerpo. El cuerpo se convierte no solo en su lugar sino también en su articulación. Velado por los párpados caídos, pero una vez encontrado, ese signo momentáneo de conciencia vigila toda relación puramente escópica en relación al cuerpo, convirtiendo ese cuerpo en un lugar del ser. Su tensión, sus gestos, su desnudez extrema y solitaria proporcionan un pathos de expresividad que no se encuentra en los capítulos sobre el desnudo femenino que incluye el análisis connoisseur de Kenneth Clark del desnudo en el arte occidental29. Habrá tal vez quien esté justamente tentado de entender la cabeza lánguida y el cuerpo, no obstante, tenso, como una sugerencia de erotismo femenino. De la misma manera que esas feministas que leyeron la entereza y la intensidad física de los desnudos de Degas, el pintor francés del siglo xix, como representaciones del placer femenino, podemos disfrutar sin duda de una imagen que permite cierta representación de la fisicidad erótica femenina ocupada en su propio placer, si bien mortífero30. Esa debe ser sin duda la razón por la que la imagen es notable y por la que era vendible. Pues, mientras buscamos establecer alguna diferencia en lo que se refiere a su representación del cuerpo femenino y a la persona que pudiera justificar nuestra sensación de una autoría femenina, podríamos convertir la imagen en algo que históricamente no podría ser. Las condiciones históricas de producción son aquí relevantes. Pues sin amoldarse hasta cierto punto al gusto contemporáneo y, específicamente, al gusto de la elite masculina, Artemisia Gentileschi no podría haber funcionado como una artista en el mercado público. Artemisia Gentileschi trataba de funcionar dentro del mercado. Vivía de sus encargos y, hasta donde sabemos, la mayoría de sus clientes eran hombres. Por mucho que podamos buscar e incluso encontrar signos de diferencia, tenemos que conceder que estos funcionan para que Cleopatra sea un objeto idóneo para la mirada fantasiosa y sexualizada de algunos hombres en quienes la colisión del erotismo y la muerte forma parte de una sexualidad violenta o, como poco, ambivalente. ¿Podríamos, sin embargo, empezar a trazar el punto en el que los intereses en conflicto eran negociados para crear una imagen que de manera simultánea pudiera leerse en conformidad —aunque fuera creativamente osada en su manera de hacerlo— con un gusto masculino dominante mientras que a la vez insinuara dentro de ese espacio oficial la presencia de significados femeninos en competición que dependieran de los intereses o del género de quien mirara? ¿Podríamos entonces tener que volver a imaginar a Artemisia Gentileschi, no


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solo como una productora sino como una de sus propias espectadoras, como una lectora resistente, una Lucy Snowe secreta, que se proporcionara a ella misma, en tanto artista, un público alternativo, impugnador, para una obra que, a la vez que se calculaba para significar su autoría única y vendible dentro de los mercados dominantes y de los deseos y gustos predominantemente determinados por lo masculino, podía no obstante ofrecer huellas de otra economía de significados? De hecho, yo quiero que sea las dos cosas, para así ver lo que la contradicción nos fuerza a confrontar. No veo salida en este caso lógicamente intolerable pero históricamente necesario de soplar y sorber a la vez; de hecho, las intervenciones feministas de la historia de arte podrían residir precisamente en este deseo perverso. Mediante el distanciamiento teórico del productor y el autor he adquirido una forma de estudiar a artistas que trabajan bajo condiciones de producción específicas que conforman su práctica dentro del campo más amplio de la cultura artística, a la vez que permiten que el productor no conozca de antemano cuál será el significado o el afecto de la obra creada bajo dichas condiciones. La ficción del/de la autor(a) se liga con los conceptos de un sujeto coherente que existe con anterioridad a su obra, que es el depósito de sus significados expresados: significados ex-presados, sacados y embutidos dentro del cuadro. La idea de productor(a) permite una práctica históricamente localizada por parte de individuos singulares en términos biográficos. La obra, como defendía Freud, se trata como un texto en el que sus significados, semejantes a adivinanzas, se producen en muchos registros, de manera polisémica, y solo cuando son procesados por lectores o espectadores alcanzan temporalmente cualquier contundencia, aunque siempre sea variable. Para quienes la han producido, su propia obra es un texto que deben leer para descubrir lo que han producido y, mediante esa inscripción, lo que son, artísticamente. Las mujeres viven las condiciones de la producción artística de manera diferente, según las estructuras, tanto sociales como subjetivas, de la diferencia de género y sexual, de la posición económica y cultural. La pintura o cualquier otra forma de práctica cultural no solamente está determinada por instituciones sociales y estructuras semióticas, sino que es el lugar en el que estas se articulan, negocian y transforman. El lenguaje poético o las prácticas artísticas son especialmente susceptibles de desplazar el esquema de significados dominante mediante su mayor proximidad a aquellos recursos de lo preconsciente y del inconsciente que el orden dominante trata de domar, ordenar y fijar31. Según Julia Kristeva, el papel renovador del arte depende de las relaciones mutua-


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mente construidas y transformadoras entre signo y sujetos, y específicamente del sujeto32. La formulación de Kristeva nos permite explorar no el intento de una mujer artista, lo que está expresando porque es una mujer, sino más bien el deseo femenino y el placer femenino que tan solo puede realizarse mediante su inscripción en algún lugar y de alguna manera, enmascarado (o, mejor dicho, camuflándose en las convenciones) y transgrediendo (perturbándolas) al mismo tiempo. Por eso me parece que el argumento de que los artistas masculinos modelan mujeres ficticias para su placer visual, pero que las mujeres artistas son ásperamente prosaicas o realistas frente al cuerpo, es una manera empobrecida de contemplar el arte hecho por las mujeres. No permite el deseo o la fantasía. Permite muy poca ambivalencia y aún menos angustia en el sujeto femenino en proceso. Podemos usar las teorías de Julia Kristeva, bastante abstrusas e indiferentes al género, sobre “el sistema y el sujeto que habla” para abrir una discusión sobre una poética de la transgresión femenina, es decir, una relación con la productividad de los sistemas de signos que hable desde las formaciones específicas inconscientes de las feminidades culturales e históricas y les dé forma. “Artemisia Gentileschi” sería entonces el nombre asociado a una serie de cuadros que no son la expresión de su ser mujer, porque “mujer” no reside en el plano del ser. El nombre de la autora hace referencia a unos textos que pueden ser descifrados “en lo femenino” por aquellas que hallan alguna afinidad con el disfrute, el placer que esas imágenes hacen posible, mientras que a la vez encuentran en cuadros como el de una mujer agonizante, una estructura para la angustia, o tal vez para el dolor. La imagen de Cleopatra de Artemisia Gentileschi, por lo tanto, debe tener un valor de cambio en su propio momento de producción, determinado comercial e ideológicamente, a principios del siglo xvii. Debería haber alcanzado este valor simplemente por ser un desnudo femenino a gran escala, colocado de manera espectacular sobre una cama cuyo saturado y exquisito terciopelo rojo se destaca contra un efecto delicadamente logrado de lino o seda arrugado. Parte de su potencia se deriva de la sencillez caravaggiesca del escenario: sin aspavientos, ni ornamentos, un color audaz, un contraste fuerte, una luz potente y la gestión soberbia de la pose, el gesto y la expresión facial. La composición general y sus disposiciones formales muestran deferencia hacia lo clásico tanto como hacia los repertorios contemporáneos, de moda, confirmando así la competencia y el saber hacer de la artista a la hora de manejar tanto su herencia artística como los debates estéticos actuales en Roma. Pero estos mismos recursos referenciados se gestionan para crear el espacio para la diferencia que el cuadro


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debe lograr para hacer que este cuadro concreto sea valorado en 1621-1622. Dicho valor —la definición singular por parte del artista de un tópico genérico: las muertes de mujeres heroicas— será apropiado por el cliente, que, en tanto coleccionista, exhibe su compra como una prueba de su gusto exquisito. La singularidad de la obra, por lo tanto, se admirará como parte de una colección, y su pertenencia a esta será lo que confirme su lugar en una tendencia contemporánea culturalmente aprobada33. Así, en vez de una lectura que busque la diferencia, en la que podríamos leer de forma errónea lo que distinguía a la obra en su propia época y tomarlo como los signos de nuestras suposiciones de finales del siglo xx sobre una autoría femenina generalizada, tenemos que leer buscando signos de diferenciación más matizados en un juego que ya implica el juego sutil de la afinidad y la distinción. El cuerpo de Cleopatra, como el evidente y primer signo del cuadro en cuanto desnudo femenino monumental, se reconfigura cuando el observador examina de cerca sus detalles en apariencia dispersos. Estos culminan en esa ambigua cara que sitúa ahí una representación rival, permitiendo que su gama de significados se modifique34. Hasta ahora he estado intentando establecer una especie de semiótica social, atender al cuadro como una serie de signos cuya legibilidad se localiza en un conjunto históricamente específico de condiciones de producción, mecenazgo y colección artística a principios del siglo xvii en Italia, específicamente en Roma y Génova. En lugar de enfrentar un artista con otro, el pintor masculino contra la pintora femenina, tenemos una configuración más complicada de una pintora ambiciosa que es una mujer y de sus clientes, que pertenecen a una elite masculina aristocrática, cuyas colecciones tienen fines públicos, que ideológica y personalmente buscan una autoglorificación que excede el mero interés por el arte. Quiero apuntar que una de las maneras en las que nos es posible ver la Cleopatra de Artemisia Gentileschi, como a la vez perteneciente a un tipo especial de diferenciación y efectuando esa diferenciación debido a lo que ella aportaba a este tema en cuanto mujer, es trasladándonos a lo que podría parecer que es el ámbito privado, de nuevo teorizado a través de Julia Kristeva como el punto de interfaz entre el sujeto y el sistema de significados dentro del cual el sujeto es significado y es capaz de significar. El cuerpo representado no es únicamente un cuerpo ficticio, sino un cuerpo imaginario. Sería, no obstante, un error imaginar que lo psíquico es menos social o histórico que otras determinaciones que puedan calcularse toscamente como razones comerciales. Al igual que Julia Kristeva, yo opino que el


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materialismo histórico y las teorías psicoanalíticas pueden ser, y de hecho deben ser, colocados en arneses conjuntos para el análisis de los textos culturales. De hecho, cualquier proyecto feminista se define hasta cierto punto por la necesidad de atravesar, de manera teórica y práctica, los campos teorizados diferencialmente por Freud y Marx. Es en el antagonismo mismo entre estos dos principales discursos o teorías de la modernidad donde algo transgresoramente llamado lo femenino se convertirá en un objeto teórico y en una posibilidad política. complaciendo la mirada Todo cuadro nos hace esta pregunta: ¿Por qué la gente contempla cuadros y por qué hay personas que querrían contemplar este en concreto? ¿Qué placeres hay en ver esta imagen? Cuando esa imagen implica una representación del cuerpo, nos trasladamos a otro registro en el que el placer sexual y la mirada operan en el nivel psíquico de la fantasía. Esto no ocurre porque todas las personas tengamos un cuerpo, sino porque la imagen del cuerpo desempeña un papel fundamental en la construcción del ego y, por lo tanto, de la subjetividad y porque las formas del cuerpo —pulsiones y energías más que las anatomías que las contienen— son las materialidades mismas a partir de las cuales se forma la subjetividad mediante las dialécticas de la negación y de la represión. Más aún, cuando la imagen del cuerpo en cuestión parece estar codificada como femenina, se nos precipita a ese ámbito que el psicoanálisis ha tratado de cartografiar: los procesos de la diferencia sexual, en los cuales una imagen-mujer [el cuerpo de la carencia] es un signo crucial pero, en último término, no fijado y no fijante dentro de un sistema falocéntrico de la diferenciación sexual. Para toda imagen que leemos como mujer, al menos dos cuerpos coexisten en la fantasía, como he apuntado en los dos primeros capítulos. En un continuo desigual, la representación del cuerpo femenino puede moverse desde una memoria placentera de la plenitud y de la potencia del cuerpo materno hasta el fetichismo castigado y degradado, o estetizado e idealizado del cuerpo femenino como el signo de la castración y del otro castrado o castrador. Volvamos a Cleopatra. En el caso de “Cleopatra” como signo el significante es: antigua Reina de Egipto, mujer y autoridad política. El significado es: amenaza transgresora para el patriarcado grecorromano cristiano. En un sentido crucial, “Cleopatra” funciona como un signo de lo que vino previamente y fue derrocado en la fundación de Occidente por parte de los romanos. Mary Ha-


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mer escribe: “Cleopatra y su historia tienen el peso de un mito de los orígenes en la cultura occidental; y, cuando se emplean como metáfora, están especialmente predispuestas para iluminar el lugar de las mujeres en el orden social”35. Por ejemplo, en su influyente antología de los relatos de 104 mujeres famosas, recopilados entre 1355 y 1359, Giovanni Boccaccio presentaba así a Cleopatra: Cleopatra era una mujer egipcia que se convirtió en objeto de habladurías para el mundo entero (…). Adquirió gloria apenas por nada más que su belleza, mientras que, por otro lado, se hizo conocida en todo el mundo por su avaricia, crueldad y lujuria (…). Así, Cleopatra, habiendo logrado su reino mediante dos crímenes, se entregó a sus placeres36.

Boccaccio borra todas las huellas del papel de Cleopatra como una gobernante sabia y económicamente astuta, una hacedora de alianzas que gestionó Egipto durante periodos de crisis agrícola y amenazas políticas y que solo tuvo dos relaciones en su relativamente breve vida37. Mary Hamer recorre la historia de Occidente, rastreando las funciones diferentes y contradictorias del signo de Cleopatra en el Renacimiento y la Reforma, en los siglos xviii y xix, hasta el reciclaje y la transformación que llevó a cabo Hollywood con Elizabeth Taylor en el papel protagonista. Más allá de estas representaciones históricamente variadas subyace otro nivel de su atractivo y significación mediante los topoi selectivos asociados con Cleopatra. “Por su estatus como mito originario, la figura de Cleopatra se alinea también con un componente importante del inconsciente individual”. Así, los significados de Cleopatra, una figura femenina “que se echa a dormir” en el “inicio de las narraciones constitutivas de la cultura [occidental]”, se solapan de manera inevitable con la figura de la madre en la historia individual. “El término ‘Cleopatra’”, apunta Hamer, vincula la idea del cuerpo de una mujer y la idea de autoridad de maneras que evocan la figura de la madre en el inconsciente, “la huella de la experiencia temprana, cuando el cuerpo de la madre es supremo y su cuerpo es el horizonte de deseo”. Hamer argumenta que es útil pensar también en Cleopatra en términos de “los múltiples deseos del niño que encuentran su satisfacción y su emblema en el cuerpo de la madre”38. Mary Garrard aborda este nivel del análisis especulativo en su estudio de los cuadros de Artemisia Gentileschi sobre la muerte de Cleopatra cuando rastrea los vínculos iconográficos entre estos y las imágenes de las versiones del antiguo Egipto de la diosa madre, especialmente de Isis. Garrard interpreta la versión de


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Gentileschi de Cleopatra como una teofanía —la revelación de lo divino en lo mundano— y apunta a una lectura del cuadro en el que el concepto de Cleopatra aparece justo en la cúspide del regreso de la reina mortal a su divinidad eterna. En el nivel del análisis cultural, no obstante, podríamos localizar una explicación menos mística para las continuidades apuntando, como hace Mary Hamer, que en estos mitos y leyendas estamos viendo representaciones de aspectos de las fantasías humanas que testimonian tanto los cimientos psíquicos de la subjetividad como la longue durée —esa otra temporalidad sobre la que escribe Kristeva— de los modos de reproducción, es decir, de la diferencia sexual. Entramos aquí en un territorio difícil, porque podría parecer que argumentando así caigo en lo peor del universalismo imperialista, que me estoy apropiando de las antiguas culturas semítica y egipcia para las teorías burguesas modernas sobre el sujeto. Lévi-Strauss, sin embargo, discernía en los mitos la estructura de la mente humana. Los mitos y las leyendas nos ofrecen representaciones culturalmente variantes e históricamente específicas del proceso estructural de la formación del sujeto en relación con las cuestiones desconcertantes que todos los niños deben investigar: ¿De dónde vengo? ¿Cómo es que yo, que soy uno, vengo de dos? ¿Qué soy yo si hay diferencia? Cuestiones de vida y muerte, de orígenes y fines, de la madre y del padre, de la diferencia sexual, son recurrentes. Pero las formas de las respuestas no lo son. Así, los sistemas míticos del Oriente Medio antiguo celebraban a la mujer en cuanto la Diosa Madre tanto de la vida como de la muerte, de la sexualidad y de la procreación, en una variedad de apariencias y personae míticas que pueden haber reflejado las posibilidades materiales de las sociedades reales en las que a las mujeres se les concedía un papel en la producción social, se les daba autoridad pública o ritual y una autodeterminación sexual, pero que, además, configuraban de manera placentera fantasías psíquicas de la poderosa madre de nuestra primera infancia. Y, por supuesto, lo contrario es también cierto. Las disposiciones culturales y sociales que respetan el poder de las mujeres reflejaban el estatus psíquico no censurado del poder generativo y sexual del cuerpo materno. Cleopatra, una figura histórica, fue incorporada por Occidente a la historia de las transformaciones a partir de una economía psíquica tan favorable a la mujer. “Cleopatra” puede funcionar como el signo en la cúspide de la postergada pero aún insegura derrota de los restos egipcios de semejante visión del mundo por parte de los patriarcales romanos. Según el psicoanálisis, la derrota histórica de la “era de la madre” se vuelve a representar constantemente, y asimismo se deshace, en el viaje de cada individuo hacia la subjetividad bajo


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la ley falocéntrica del Padre. Puede entenderse que este conflicto genera en las formas culturales —arte, cine, literatura— la necesidad de volver a interpretar esa pérdida de manera perpetua y siempre ambivalente. La reina Cleopatra vii, aunque de ascendencia griega, se implicó activamente en las leyendas y los mitos de herencia egipcia, identificándose en los espectáculos públicos con los antiguos cultos de Isis, que apoyarían ideológicamente, así como afirmarían psicológicamente, su condición de mujer poderosa, sexual y maternal. Es este nexo de significado femenino y estatus imaginativo lo que fue derrotado, en el nivel político, por la victoria de Octavio en 30 a. C., y en el nivel cultural mediante el empleo de la imagen de Cleopatra, no para significar esa plenitud del cuerpo materno representado por la diosa a la que adoraba, sino para convertirse en el signo visible del desorden, la transgresión de la ley paterna romana por una mujer que ahora se representa como monstruosa, que tenía que ser visualizada una y otra vez como agonizante o muerta. Pero, al tener que representar esta negación mortífera para negar las significaciones del poder adjuntas a esta figura materna, siempre queda el peligro de que su antigua fascinación se afirme, sonsacando de la represión efectuada por la sumisión a la ley del Padre fantasías arcaicas, anhelos y deseos que son tanto una parte de la psique protomasculina como de la subjetividad protofemenina. Así, cualquier cuadro occidental de Cleopatra contiene en su tema intereses y peligros contradictorios. Estos pueden a la vez confirmar una lógica falocéntrica y amenazar con minarla de maneras que abren imágenes a otros deseos formulados en relación con el cuerpo de la madre y en el sentido de la subjetividad materna. Así, una mujer podía pintar el tema de tal manera que sirviera a la agresión ideológica masculina contra la poderosa reina, a la que se muestra agonizante, mientras que a la vez complace las fantasías infantiles sobre la omnipotencia y la plenitud de un cuerpo regio, es decir, idealizado, de la madre poderosa. La representación permite la puesta en escena (volver a poner en escena) el campo mismo sobre el que se construyen la sexualidad, la subjetividad y la diferencia de maneras que temporalmente deshacen el tiempo lineal que apunta a la identidad fija de género y permite el juego de fantasías arcaicas en torno al cuerpo materno. Hemos nacido dentro de una cultura que ya nos anticipa como sujetos sexuados. El sujeto es un compuesto de capas arqueológicas que contienen las huellas y los recuerdos, si bien reprimidos e inconscientemente censurados, de la historia de nuestro viaje hacia una subjetividad sexuada y hablante. Así, en esa complejidad de muchos tiempos, capas y registros que compone un sujeto,


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siempre en proceso, puede haber placeres y agresiones antiguas que operan dentro de la presencia estructurante del deseo edipizado. El caso de los cuadros de Cleopatra se abre exactamente sobre este campo ambivalente que abarca tanto la pulsión hacia subjetividades sexualmente diferenciadas como el “juego” que siempre habrá en ese proceso nunca finalizado. Se puede entender que las mujeres artistas producen obra que abre rutas diferentes a través del territorio del sujeto. En lugar de la pregunta: ¿Esta imagen está hecha por una mujer? —cuyos términos ya han sido completamente problematizados—, yo pregunto: ¿De qué maneras puedo leer este texto buscando signos de su juego y su placer para un sujeto femenino? Basándose, además, en el modelo que Freud empleó repetidamente, el estudio de un caso, en el que exploraba las estructuras de la subjetividad a través de las especificidades de las historias de vida de individuos concretos, puedo preguntar también: ¿Cuáles son los signos de este sujeto femenino específico, más que genérico? La biografía, por lo tanto, sí puede tener un papel. Es simplemente lo que nos da acceso a una historia de un sujeto mediante la cual podemos descifrar los síntomas rastreados en la superficie del texto. el duelo por la madre Prudentia Montone murió el 26 de diciembre de 1605, a la edad de treinta años, cuando su hija Artemisia tenía unos doce. Se ha debatido sobre Artemisia Gentileschi casi exclusivamente en términos de su padre Orazio, cuya obra ha tenido que desembrollarse tanto de la de su hija. Padre e hija tenían una relación personal y profesional compleja, a menudo trabajaban juntos y, de manera muy importante, compartían intereses artísticos y competían en su tratamiento de los temas y tópicos comunes39. Pero casi nadie se pregunta sobre la madre de la artista o sobre la posible importancia de la temprana pérdida de la madre para la hija. En el libro de Mary Garrard, la muerte de Prudentia Montone se registra en una nota al pie de la transcripción del juicio por violación de 161240. La ausencia de una madre colocaba a la muchacha en una situación socialmente vulnerable en la Roma de inicios del siglo xvii. Parece ser que fue por la necesidad de contar con una mujer adulta como carabina por lo que Donna Tuzia, que parece haber sido en algún sentido cómplice de Tassi en la agresión sexual de Artemisia Gentileschi en mayo de 1611, fue instalada por Orazio en un piso contiguo. Si a la hija la hubiera supervisado su propia madre, en lugar de


Ilustración 6.10. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, inicios de la década de 1630, óleo sobre lienzo, 117 × 175,5 cm. Londres, Matthiesen Gallery

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una extraña venal o traicionera, pudiera ser que nunca se hubiese producido la situación en la que Artemisia Gentileschi fue violada por Agostino Tassi. Mientras que la violación sigue siendo crucial en un estudio de esta artista, yo querría temporalmente desplazar su trauma centrándome en cambio en otro, no reconocido en los estudios sobre Artemisia Gentileschi: la pérdida de la madre. En el contexto de la artista como una hija afligida, hay elementos de “Cleopatra” que podrían poner en escena una relación diferente entre feminidad y muerte, cuando la madre fantaseada se muestra para siempre sostenida por el cuadro “antes de la muerte”, mantenida al borde de abandonar la vida, pero aún ahí. ¿Podría describirse el cuerpo femenino poderoso, maduro y sexual que caracteriza la obra de esta artista como un cuerpo materno? ¿Podría haber sido generado por un recuerdo? ¿Podría ser la recreación de la mujer tal y como la fantaseara una niña en compensación por una pérdida que es inevitable cuando la Ley del Padre o la Ley de lo Simbólico nos obliga a separarnos del cuerpo materno? En este caso, esa ruptura obligatoria y el deseo ahí creado estaban sobredeterminados por la muerte prematura de la madre antes de que la hija hubiera entrado en su propia pubertad y su sexualidad adulta, antes de que las relaciones arcaicas reprimidas madre-hija pudiesen haber sido trabajadas en la edad adulta para ayudar a la niña en su propio acceso a una feminidad adulta41. El desarrollo de una niña siempre se interrumpe en algún grado cuando una madre muere de manera prematura. Es impredecible cómo va a conformar este hecho la vida psíquica de la hija, pero debemos suponer que tendría un efecto. Este efecto puede permanecer desconocido para la hija excepto como un exceso que se revelaría repentinamente cuando se dedicara a pensar sobre un cuadro que serviría como detonante y, al mismo tiempo, como una estructura para “pensar a través” de una serie de asuntos no cerrados en relación con la mortalidad materna. Parece que Gentileschi pintó una segunda Cleopatra, a principios de la década de 1630, posiblemente durante su visita a Londres, puesto que se encuentra ahora en una colección privada inglesa (Ilustración 6.10). Es totalmente diferente en su concepción y su efecto del cuadro de 1621-1622. La reina está muerta, pálida y quieta. El cuerpo se apoya en un costado y está cubierto por una tela azul intenso, el color de la Madonna. La cabeza está echada hacia atrás, por lo que la cara se ve en un violento escorzo que nos permite ver el interior de la nariz, el blanco de los ojos bajo unos párpados aún semiabiertos. La boca, también semiabierta, se ve desde abajo, marcando el grosor del labio superior y revelando una fila de dientes.


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No me encuentro en posición de decidir sobre las pretensiones de atribución, pero una vez que se nos presenta la posibilidad de que este cuadro sea de Artemisia Gentileschi podemos al menos rechazar la idea de que se pueda saber que este cuadro es de una mujer debido a cualquier continuidad entre esta versión y la anterior. Es un tratamiento radicalmente distinto. Al centrarse en el momento posterior a la muerte, se obliga al espectador a confrontarse con un cuerpo materno muerto. En Over Her Dead Body, Elisabeth Bronfen argumenta que “la cultura emplea el arte para soñar las muertes de mujeres hermosas”, y añade: Como indica mi título, el intersticio entre la muerte, la feminidad y la estética se negocia sobre las representaciones del cuerpo femenino muerto claramente marcado como siendo otro, como siendo no mío. Representar sobre su cadáver señala que el cuerpo femenino representado también reemplaza conceptos distintos a la muerte, la feminidad y el cuerpo, en especial el artista masculino y la comunidad de los supervivientes42.

Este tropo de la mujer hermosa muerta es y no es a la vez lo que parece ser. Puede significar diferencia sexual, porque la imagen funciona como el Otro —y, aun así, como la proyección— de las subjetividades masculinas productoras y visualizadoras en las que se origina y para cuyas fantasías proporciona una iconografía. El tropo ofrece un repertorio para las narrativas masculinas de la muerte. Si las mujeres representan la muerte mediante la imagen de un cuerpo femenino, ¿hay una diferencia de otro orden? ¿Se sobreidentificarán de manera masoquista el sujeto productor femenino y su espectador putativo con una imagen que fusiona feminidad y muerte, o podrá ella negociar, a partir de sus relaciones psíquicas específicas con el cuerpo de vida y muerte femenino, asociado a la madre, un espacio diferente en el que reajustar la representación de la muerte y la feminidad? Sinceramente, no lo sé. Pero es una cuestión importante: muerte y diferencia sexual. He intentado abordarlo en otro lugar usando mi propio caso como estudio, mi propia experiencia de dolor por la pérdida materna en la adolescencia y el encuentro con los cadáveres de los seres queridos, para cuestionar las narraciones existentes de la muerte y buscar la diferencia dentro de las que puedo producir43. A la luz de ese trabajo, yo veo esta imagen (Ilustración 6.10) como la antítesis de la primera Cleopatra (Ilustración 6.7), cuya plenitud corporal y conciencia resistente a la muerte logran una imagen de subjetividad y corporeidad femenina unidas en una fantasía compensatoria que tiene que articularse mediante una referencia a


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la sexualidad de la mujer, donde de hecho ella experimenta tanto la vida como la muerte. En este último cuadro de Cleopatra (Ilustración 6.10) se abandona el atributo fálico de la serpiente. Se aparta del cuerpo, que es frágil y exangüe. Está pintado de una forma pobre y bastante prosaica. Los pechos desafían a la gravedad y hay muy poco en el cuerpo que pueda enganchar a quien lo mira. Dos lugares de interés pictórico activo, la mano y la cara extraña, perturbadora, atraen nuestra atención a ese área del cuadro, en la que descubrimos una enorme perla (¿la pareja de la que la leyenda dice que Cleopatra disolvió en una copa de vino y que se bebió en su famoso banquete?) y una masa en cascada de un pelo castaño sedoso. Me encuentro confrontada inexorablemente con el horror de la muerte. Me siento tentada a sugerir que, si este cuadro fuera de Artemisia Gentileschi, esa crueldad de la representación implacable, desestetizada del rostro muerto tal vez fuese un recuerdo perturbador y perturbado de su propia mirada a la cara de su madre muerta. En mi cultura pocas de nosotras vemos a menudo cadáveres. Esta imagen no se priva de mostrar que la muerte no se parece nada al sueño. Aquí tenemos la repentina relajación de la tensión muscular que deja caer la mandíbula, que hace girar los ojos. Pero también incluye los efectos del rigor mortis en esa muñeca duramente doblada, encajada en su lugar, mientras que la mano cae inerte. El cuadro parece un manojo de incoherencias: un bello bodegón, como el que Lucy Snowe apreciaría bajo el codo de la reina muerta, y las figuras en la sombra de las criadas aún vivas, que apartan una cortina y aparecen como descubridoras de la muerte y sus primeras testigos compungidas. Pero nosotras, las actuales espectadoras, cuyo lugar ante el lienzo da por sentado su composición, debemos ver el cuerpo bajo una luz violenta, cruel, y la larga línea recta del cuerpo frío y blanco obliga al ojo a buscar el interés en la cara y en el brazo, solo para ahí confrontar la muerte como algo que se le hace a un cuerpo que antes estaba vivo, como una ausencia, una palidez, una frialdad y una violencia que, quien fuera que pintó esa cabeza, no se retrajo a la hora de ver y de compartir con el espectador. En esta Cleopatra (Ilustración 6.10) la muerte está encarnada y, por lo tanto, representada como la negación de una vida y de una subjetividad. Cualquiera que haya presenciado la muerte de un ser querido —o quien haya sostenido en sus brazos a alguien recientemente fallecido— sabrá lo difícil que le resulta a la mente y a las emociones humanas comprender el momento en el que la “vida” abandona el “cuerpo” y vacía la substancia vital de la persona y reduce los restos a una morada inhabitada. Lo que queda es, de repente, un mero simulacro. El cuerpo se enfría y la piel amarillea. Es esa persona y a la vez no lo es. En ese momento nos preguntamos qué es la vida, qué es eso que nos hace sujetos en


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un cuerpo, que puede desaparecer cuando su sistema bioquímico deja de funcionar. No es extraño que hayamos producido tantos mitos sobre almas, sobre vidas después de la muerte, renacimientos y reencarnaciones para distraernos de la pura dificultad de contemplar la muerte mientras parece robarnos a quienes amamos, dejando esa horrible huella de un cuerpo que ya no proporciona un acceso material a los procesos humanos (in)materiales: amor, afecto, deseo. La composición Cleopatra (Ilustración 6.10) de Artemisia Gentileschi hace que el observador sea un testigo de la muerte. Elisabeth Bronfen dice que, al estetizar la muerte mediante la imagen de la mujer hermosa, la muerte misma se mal representa o, mejor dicho, se des-representa. Por el contrario, este cuadro parece privar a la muerte de un desplazamiento así. De ahí los extraños detalles, su carácter disyuntivo, la serpiente aquí con su propia ropa de cama, la cesta de flores primaverales, la borla del cojín y ese otro escenario de las intrusas, pintadas en un estilo y una paleta de colores diferentes. Esos detalles posibilitan un regreso a la primera versión, la de 1621-1622 (Ilustración 6.7), para recordar la apertura vacía de ese cuadro —la posible puerta, el umbral entre la habitación de Cleopatra y el mundo exterior— de la que hay que hablar en términos metafóricos como una representación desplazada del pasaje que es el nacimiento y la muerte, la entrada y la salida. Pintado con voluptuosidad, en un rojo sangre (de vida), un terciopelo que se sostiene solo, plegado, rodea una negrura rectangular. Ahí la muerte acecha en cuanto nada, una rareza notable en un cuadro como este que sitúa la fantasía creada por el voluptuoso cuerpo materno autohabitado contra el horror vacío y crudo de la muerte, que se desplaza a un vacío significante. mirar al núcleo oscuro y no mentir Encuentro en esa frase una asombrosa conexión entre este momento, el más extraño de la pintura italiana del siglo xvii, y la literatura de las mujeres que escriben autoconscientemente como feministas en nuestro siglo. En su ensayo “Mujeres y honor: algunas notas sobre la mentira”, Adrienne Rich escribe: La mentirosa teme el vacío. El vacío no es algo creado por el patriarcado, o el racismo, o el capitalismo. No desaparecerá con ninguno de ellos. Es parte de toda mujer.


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“El núcleo oscuro”, lo llamó Virginia Woolf, escribiendo sobre su madre. El núcleo oscuro. Está más allá de la personalidad; más allá de quién nos quiere o nos odia. Empezamos desde el vacío, desde la oscuridad y la vaciedad. Es parte del ciclo que la vieja religión pagana comprendía, que el materialismo niega. De la muerte, el renacer; de la nada, algo. El vacío es la creadora, la matriz. No es mero hueco y anarquía. Pero en las mujeres se ha identificado con falta de amor, infertilidad, esterilidad. Se nos ha presionado para llenar nuestra “vaciedad” con criaturas. No se supone que debamos bajar hasta la vaciedad del núcleo. Pero, si podemos arriesgarnos, el algo que nace de esa nada es el inicio de nuestra verdad. En su terror, la mentirosa quiere llenar el vacío con cualquier cosa. Sus mentiras son una negación de su miedo, una manera de conservar el control44.

Virginia Woolf, cuya frase “una mujer que escribe piensa de vuelta a través de sus madres”45, es aquí citada por Rich, reclamada para una especie de genealogía materna de mujeres artistas o escritoras. Pero, como Shoshana Felman ha señalado, este era un legado de muerte. “Marcada por el trauma de la temprana muerte de su propia madre, Virginia Woolf puede pensar de vuelta a través de su madre autobiográficamente solo en la medida en que su madre (…) es, en lo esencial, una madre muerta —muerta como resultado de cumplir con demasiada perfección (…) sus ‘deberes como mujer’—”46. Lucy Snowe era también una hija sin madre, como también lo era su creadora, Charlotte Brontë. La imagen de Virginia Woolf de la “asesinada” Judith Shakespeare funciona como espejo y también como resistencia a su propio conflicto y a su miedo de la relación entre la muerte y la maternidad. El dilema de Lucy Snowe en la galería de arte, entre lo que le parece monstruosamente sensual en el cuerpo materno gigante y las imágenes tediosas y mortíferas del “deber de la mujer”, también expresa el conflicto que vivió Charlotte Brontë, la artista. Vista a través del prisma desplazado de los cuadros de Artemisia Gentileschi, Woolf y Brontë se leen de manera diferente. Ambas escritoras nos ofrecen ahora no tanto mitos feministas como imágenes feministas de los miedos y los conflictos que asaltan a quienes han intentado conjugar feminidad y creatividad dentro de la cultura patriarcal. Una tenue cadena de asociaciones entre núcleos oscuros, madres muertas y “el corazón de un poeta enmarañado en el cuerpo de una mujer” rompe tanto los límites disciplinarios como las fronteras vigiladas entre los diferentes períodos


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históricos. En este espacio fluido yo sugiero que podemos leer las inscripciones femeninas en el campo de la pintura narrativa italiana del siglo xvii. Este “femenina” no deriva de una esencia biológica o transhistórica. Con este término denomino el jeroglífico de la diferencia que, hasta este punto de nuestro siglo feminista, hemos tenido pocos medios para decodificar. El movimiento feminista en la época moderna rompe el silencio canónico que ha asesinado repetidamente el arte y las palabras de las mujeres, silenciándolas, echándolas tras el umbral del interés canónico y la inteligibilidad. No estoy trazando un vínculo esencial entre Rich, Woolf, Brontë y Gentileschi. Retrospectivamente, estoy creando una genealogía feminista. Estoy sumando un nombre a una cadena establecida por Shoshana Felman y su estudio de las mujeres y la escritora, What does a Woman Want?, un libro que, según ella, es una autobiografía. Felman hace una afirmación importante sobre para qué escriben las mujeres y qué es el feminismo: El feminismo, diría yo, es, de hecho, para las mujeres, entre otras cosas, leer literatura y teoría con su propia vida, una vida, sin embargo, que no está enteramente en su posesión consciente. Si, como apunta con agudeza Adrienne Rich, “leer o re-visar, el acto de mirar hacia atrás, de ver con nuevos ojos, de entrar en un viejo texto con una nueva dirección crítica, es para las mujeres algo más que un capítulo en la historia cultural: es un acto de supervivencia”, es porque la supervivencia es, profundamente, una forma de autobiografía47.

Felman nos advierte, sin embargo, de que “leer autobiográficamente” no debe confundirse con la tendencia reciente de “partir de lo personal”. Todas nosotras estamos ya poseídas por la cultura dentro de la cual vivimos, hemos sido formadas y educadas y que practicamos en cuanto analistas culturales. Nos volvemos “personales” con ideas y creencias implantadas. Estamos formadas para ver de manera canónica y podemos, como dice ella, hablar con una voz prestada, sin tan siquiera saber que lo hacemos y de quién hemos tomado prestada esa voz. Como Lucy Snowe, resistimos únicamente desde dentro de las ideologías que ya enmarcan esa resistencia. Yo diría que ninguna de nosotras, en cuanto mujeres, ha tenido aún, de manera precisa, una autobiografía. Formadas para considerarnos objetos y ser posicionadas como Otro, extrañadas de nosotras mismas, tenemos una historia que por definición no puede autopresentarse ante nosotras, una historia que, en otras palabras, no es una historia, pero debe convertirse en una historia48.


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Para que esta historia, aún no apropiada, se convierta en una historia, necesita lo que Shoshana Felman llama el lazo de la lectura, una especie de pacto entre la historia de la Otra y las mujeres que la leen, las mujeres que leen historias de otras mujeres, historias contadas por otras mujeres. Así, concluye: Más bien querría proponer aquí que pudiéramos ser capaces de engendrar, o de acceder a nuestra historia solo de manera indirecta —conjugando la literatura, la teoría y la autobiografía mediante el acto de leer y leyendo así, en los textos de cultura, a la vez nuestra diferencia sexual y nuestra autobiografía en tanto perdida—49.

Aquí está la enorme diferencia entre mirar los cuadros de mujeres con la presuposición de que expresan algo sobre las mujeres que o bien la artista o bien nosotras conocemos de manera espontánea. Lo que encontramos son historias —quizás leyendas— que requieren del vínculo de la lectura para convertirse en una historia para nosotras, es decir, en una representación significativa de nosotras. Los materiales que nos ofrece el arte de las mujeres pueden leerse de varias maneras, leerse mal o no percibirse en absoluto. La lectura feminista es el deseo activo de esa diferencia, de esa posibilidad del descubrimiento de algo sobre nosotras que aún no sabemos, que requiere alguna articulación, alguna forma de representación para que lo que sea que somos se vuelva disponible mediante su conjugación de la experiencia vivida, de los repositorios inconscientes de la memoria y la fantasía, y de la teoría, es decir, para que se convierta en una representación de todo eso en lo Simbólico. Por lo tanto, yo presto mi propio dolor y mi sentido de ser hija sin madre a una serie de textos que me complacen en la medida en la que puedo discernir que articulan algunas de las complejidades innombradas de esa condición a través de las leyendas de Cleopatra y de las retóricas del Barroco italiano y, específicamente, de la pintura caravaggista. Esto no es generalizar una condición de mujer o ni siquiera una feminidad a lo largo del espacio y el tiempo. Pues yo no reclamo que mi interés en estos dos cuadros de Cleopatra de Artemisia Gentileschi agoten su gama de significados. Estoy identificando algo que se ha perdido en la literatura, en el análisis histórico del arte, aunque puede que esté ahí, en el cuadro: la madre. Como ha apuntado Adrienne Rich, el destino de la mujer ha sido llenar el vacío —el núcleo oscuro era la madre— con criaturas, un desplazamiento de una pérdida que, cuando se usa de esta manera, agrava la cultura mentirosa de las


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mujeres, las mentiras que las mujeres están obligadas a contarse a sí mismas, de forma que no cuenten sus propias historias para que otras mujeres las posean y se conviertan así en mujeres en ese pacto de “compañeras-en-la-diferencia”. La creatividad en las formas simbólicas, la fabricación de textos e imágenes, las figuraciones míticas que se hacen posibles a través del discurso y de la representación, no compensan ni borran la pérdida real de una madre. Pero le dan un campo simbólico en el que el sujeto femenino puede participar en hacerse a sí mismo, en una especie de generación simbólica de significados. El carácter específico de esta generación simbólica en cuanto femenina no radica en una única voz, en un contenido monolítico Mujer, sino en las diversas articulaciones de las trayectorias variables a través de las feminidades cultural, social, histórica y biográficamente específicas. Lo que nos ofrece el arte, la poesía, la literatura y la teoría feminista contemporáneas son las pistas por las que empezar a leer estas inscripciones históricas, estas historias de la Otra mujer. El cuerpo femenino y la madre son marcadores aproximados en las entradas a las inscripciones en lo femenino. CODA: ESCENAS DE VIOLACIÓN Y LUCRECIA Durante un juicio que duró siete meses y que empezó en marzo de 1612, Artemisia Gentileschi testificó bajo juramento que en mayo de 1611 había sido violada por Agostino Tassi, un pintor colega de su padre. Una vez desvirgada, como Judith Shakespeare, fue sin embargo sometida a relaciones sexuales recurrentes bajo la promesa de un matrimonio que sería lo único que podría salvarla del deshonor que sufriría una mujer desprovista de su castidad según los códigos de la práctica sexual y el parentesco en el siglo xvii en Italia. Estando ya casado, Tassi no cumplió su promesa y, nueve meses después de la primera violación, Orazio Gentileschi denunció a Tassi, exponiendo a su hija a un segundo trauma: un juicio por violación que supuso que fuera torturada. En el mismo año que empezó la primera Cleopatra, 1621, Artemisia Gentileschi pintó un cuadro de Lucrecia, que compró también Pietro Gentile de Génova, a donde lo llevó Orazio en 1622 (Ilustración 6.11)50. El tema de Lucrecia era muy habitual en la cultura de los siglos xvi y xvii. Como Judith Shakespeare, el cuerpo explotado sexualmente y suicidado de una mujer era el símbolo de la comunicación teórica y cultural entre hombres. Como Cleopatra, Lucrecia es también un mito originario de la cultura romana. La violación de la casta


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Ilustración 6.11. Artemisia Gentileschi, Lucrecia, ca.1621, óleo sobre lienzo, 137 × 130 cm, Génova, Palazzo Cattaneo-Adorno


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Ilustración 6.12. Rembrandt van Rijn, (1606-1669), Lucrecia, 1666, óleo sobre lienzo, 105,1 × 92,3 cm. Minneapolis, Minneapolis Institute of Arts (The William Hood Dinwoody Fund)

matrona Lucrecia por el hijo de la dinastía gobernante de los Tarquinio conduce a su derrocamiento y a la fundación, dirigida por Bruto, de la república romana. La cruz de la historia es, sin embargo, que Lucrecia, habiendo sido violada, se suicida para demostrar su castidad en presencia de su marido, su padre y Bruto, que alza su daga manchada de sangre como el signo de la revuelta contra la monarquía corrupta. El mito de Lucrecia pone a la mujer violada y a su cuerpo moribundo al servicio de los fines del poder político masculino. En su estudio del tema de la violación en las dos versiones de Lucrecia que pintó Rembrandt [1644 (National Gallery, Washington, D.C.) y 1666 (Minneapolis Institute of Arts) (Ilustración 6.12)], Mieke Bal defiende que la violación es un lenguaje que emplea el cuerpo de una mujer como signo para producir y publicar el odio, la competición y la venganza entre varones51. Bal


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Ilustración 6.13. Tiziano (Tiziano Vecellio, ca.1487/90-1576), Tarquinio y Lucrecia, 1568-1571, óleo sobre lienzo, 182 × 140 cm. Cambridge, Fitzwilliam Museum

argumenta que la violación en sí apenas se visualiza en la pintura, no porque sería demasiado horrible mostrarla, sino porque lo que es la violación no se puede visualizar en la mera descripción de una agresión sexual. La violación es una forma metafórica de asesinato52. Hay unos pocos cuadros que se centran en el momento de intimidación sexual, por ejemplo, el de Tiziano (Ilustración 6.13), pero tienden a mostrar el momento previo a la violación concreta y, por lo tanto, confirman la afirmación de Mieke Bal acerca de la invisibilidad de lo que hace la violación como un acto intersubjetivo de violencia tanto semiótica como física. Mieke Bal afirma que la violación hace invisible a la víctima:


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Lo hace de manera literal —primero el perpetrador la cubre— y de manera figurada —después la violación destruye su imagen de sí misma, su subjetividad, que temporalmente queda narcotizada, definitivamente cambiada y a menudo destrozada—. Finalmente, la violación no puede visualizarse porque la experiencia es interna, de forma física a la vez que psicológica. La violación tiene lugar dentro. En este sentido, la violación, por definición, se imagina; solamente puede existir como experiencia y memoria, como imagen traducida a signos, nunca objetivable de manera adecuada53.

Desde esta perspectiva, no parecería en absoluto lógico que una mujer que hubiera experimentado este proceso de “asesinato del yo” abordara un tema que visualmente representa eso mismo. ¿Cómo podría una mujer artista negociar este tema connotado en términos negativos? La Lucrecia de Artemisia Gentileschi (Ilustración 6.11) coloca al observador junto a una única figura, a gran escala, de una mujer sentada de perfil, que mira intensamente hacia arriba y que, por lo tanto, parece recular ante algo amenazador que se alza sobre ella y que se encuentra fuera de nuestra línea de visión. Aunque solo hay una figura en el cuadro, la vacuidad del espacio y la posición del cuerpo implican la intimidad casi intrusiva del espectador con la mujer o la presencia de un otro amenazador. En ninguno de estos dos casos se nos permite participar cómodamente en esta puesta en escena imaginaria. La distancia necesaria para el voyeurismo se rompe sin que haya una figura subrogada dentro del cuadro que nos alivie de esta proximidad intensa. Con su mano derecha, la figura de Lucrecia se agarra el pecho izquierdo mientras que, de forma inesperada, su mano izquierda sostiene enhiesta una larga daga, visible contra el fondo oscuro solo gracias a un brillo ligeramente pintado a lo largo de su filo. Es una manera extraña de agarrar. Una persona que está a punto de apuñalarse a sí misma no sostiene así una daga. Y hacer zurda a Lucrecia sería sin duda una novedad. Lucrecia no está desvestida, como lo está la figura casi desnuda y por lo tanto convertida en un desnudo convencional en el cuadro de la violación obra de Tiziano (Ilustración 6.13), ni tampoco está completamente vestida con ropa amplia, como en el cuadro del suicidio de Rembrandt (Ilustración 6.12): el estado de su ropa en este cuadro es de desarreglo. El corpiño resbala por los hombros y el pecho, las faldas están levantadas por encima de la rodilla, mientras que el resto del vestido de terciopelo rojo se ha deslizado por debajo


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de su cintura. Narrativamente este estado de su vestimenta sugiere el desvestido violento de una mujer durante una violación o su estado de confusión inmediatamente después. El caos de la ropa de la mujer acentúa el efecto y la intensidad de la actividad violenta y le da al acontecimiento de la violación una especie de temporalidad inmediata. Acaba de ocurrir. Esto tiene que leerse con cuidado. La presencia de la daga vincularía a primera vista la escena no con la violación —cuando sería Tarquinio quien tuviera el arma— sino con el suicidio54. Unir el expresivo desorden del momento inmediatamente posterior a la violación con el momento del suicidio de Lucrecia precipitaría la secuencia narrativa convencional en una única imagen, superponiendo el suicidio sobre la violación para producir el significado patriarcal que la lectura de Rembrandt realizada por Mieke Bal ha liberado para poder reconocerla. Pero, en el cuadro de Artemisia Gentileschi, la daga no apunta al cuerpo de Lucrecia sino hacia arriba, siguiendo la dirección de su mirada. Este detalle me permite argumentar que el cuadro se resiste a la lógica canónica según la cual el suicidio debe suceder para completar el asesinato que la violación inicia, confirmando la violación como un asesinato del yo ab initio. La daga devuelve la violencia hacia el violador. La imagen de Artemisia Gentileschi rompe con la lógica de la doxa patriarcal según la cual, una vez que una mujer pierde la castidad mediante su posesión ilegal y por más de un hombre, debe morir. Esto convierte a la muerte en la conclusión lógica y necesaria del acontecimiento. El suicidio, sin embargo, convierte a la mujer en guardiana y verdugo de la ley patriarcal. Mieke Bal ha argumentado en su lectura de los cuadros de Rembrandt que la secuencia, la metonimia, se rompe por la manera en la que se dispone la escena, de forma que el violador, sin embargo, se convierte en una parte de la escena posterior, una presencia que revierte el suicidio y convierte la representación en una confirmación del asesinato del yo de una mujer que ya ha sido cometido por la violación. El cuadro de Gentileschi parece hacernos partícipes de un acontecimiento reciente, en el que la daga con la que el violador amenazó a Lucrecia está ahora en su mano, en el lugar de su violador, de su pene y del instrumento de su muerte autoinfligida, culturalmente prescrita, en la cual hasta ahora esta figura femenina no está colaborando. Este cuerpo no expresa ni una aceptación pasiva ni una resolución estoica. La concepción dramática del cuerpo es todo tensión, rodilla y codos doblados y las manos aferrando con firmeza tanto el pecho como la daga. Se aplica presión sobre el pecho hinchado, que se sostiene en un gesto de protección y, sin


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embargo, posiblemente se esté haciendo daño. La cara está alzada y pintada con una expresión de concentración y angustia. Hay obvios prototipos del arte antiguo que asocian una posición tan extrema con la angustia. Refundida a través del realismo caravaggista como un retrato individualizado y nada idealizado, la cara aporta una inmediatez desgarradora al drama mítico que nos impide ahondar demasiado en el tradicional mito de Lucrecia. La fantasía queda en suspenso por la contundencia de esta encarnación de una mujer violada que se enfrenta a una elección terrible que aún no ha tomado. Puede que la violación sea la muerte psicológica —el robo de la personalidad—, pero en términos legales es también una muerte social, pues cambia el estatus de una mujer. Las culturas patriarcales tienen un término específico para la mujer no casada que implica su castidad, parthenos, virgen o zitella en la Italia del siglo xvii. Era ese estatus lo que se juzgaba cuando Agostino Tassi y Donna Tuzia trataron de sugerir que Artemisia Gentileschi ya era sexualmente activa, ya no era zitella. El estatus sexual es también un estatus legal en las culturas grecorromanas, en las que a la mujer se la concibe únicamente como el objeto de intercambio entre los hombres y en las que su valor radica en el paso de esa propiedad —su castidad, su estatus de mercancía no abierta— de un hombre, el padre, que la conserva, a otro hombre, que es el único que la usa. Artemisia Gentileschi no murió como resultado de la violación de Agostino Tassi. No se suicidó como resultado del juicio. No es la Lucrecia de la leyenda. Sobrevivió. Pintar a Lucrecia desde esa experiencia de supervivencia es cuestionar la leyenda. ¿Dónde está esa “diferencia”? Un lugar posible dentro del cuadro para la identificación con la víctima de la violación y una resistencia a la representación o la narración de ese asesinato del yo de la mujer mediante la “traducción” del texto es la manera en la que se negocia el cuerpo de la mujer. En sorprendente contraste con la completa desnudez de Cleopatra (Ilustración 6.7), este cuadro usa las relaciones entre estar vestida y desvestida para permitir que el cuerpo produzca una representación de la acción del robo de la identidad. Que Lucrecia hubiera estado casi desnuda, como hace Tiziano, habría sido arrojarla a la categoría de su sexualidad para el hombre (Ilustración 6.13). Mantenerla vestida, como hace Rembrandt (Ilustración 6.12), es prestarle dignidad y pathos pero perder el lugar sexual de la subjetividad y su borrado mediante la violación55. La violación es y no es sexual a la vez; emplea los genitales de los cuerpos sexuados como su gramática y produce sus efectos a través de la intimidad violadora de dos cuerpos. Este cuadro muestra a una mujer cuyos vestidos están completamente desordenados, dejándola expuesta


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pero no —como Mieke Bal defiende, incluso para la versión de 1644 de Rembrandt— “publicada”56. Lucrecia agarra su ropa para cubrir el pecho y vemos la pierna. Un equilibrio minuciosamente calibrado entre el cuerpo y la ropa significa la violencia de lo que ha tenido lugar a la vez que deja cierto grado de entereza a la mujer. Me impresiona un elemento en la transcripción del juicio, donde Artemisia Gentileschi afirma que, en cuanto se separó de Tassi después de la violación, alargó la mano para coger un puñal y le amenazó con matarlo por la deshonra que le había causado. De hecho, se lo lanzó al pecho y le hirió. La daga del cuadro sin duda no está agarrada como para herir a la propia Lucrecia y, del mismo modo, tampoco para atacar a otro. Se parece más a cómo agarra Cleopatra el áspid, en un movimiento en suspenso, ¿mientras se decide a resistir? ¿O jura venganza? Ser capaz de defenderse revela un resurgimiento de la subjetividad, una negativa a ser contaminada y aniquilada. Gentileschi era una superviviente, se había abierto camino a través del juicio y de la publicidad y de un matrimonio apresurado para llegar a la creatividad con la que se estableció como artista por encargo y se mantuvo a sí misma y, más tarde, a sus hijas. Lucrecia, una imagen que establece un paralelo con la figura mítica de la asesina de mujeres de Virginia Woolf, también se resiste a ese mito. El cuadro de Artemisia Gentileschi niega su complicidad tanto con los mitos patriarcales como con los feministas. Capaz de dramatizar visualmente la angustia mediante la semiótica de un cuerpo femenino, la obra se niega a la dicotomía que expresa la imagen de la feminista moderna del corazón de un poeta mortalmente embrollado en el cuerpo de una mujer. De la misma manera, la individualista victoriana Lucy Snowe no entendería el significado retórico de tanta tela cubriendo de manera tan poco adecuada el cuerpo y me temo que no le gustaría la generosidad de esta potente corporeidad femenina. Tal vez fuera la conjunción histórica del dramático encuentro de esta mujer romana del siglo xvii con la definición de mujer de su cultura —en el juicio— y un repertorio de relatos culturales que trataban de las mujeres heroicas embrolladas en la imaginación masculina, lo que creó los espacios semióticos para una negociación concreta, para una diferenciación específica del canon. Texto a texto, caso a caso, leemos buscando el relato de la otra mujer, para encontrar a su través no una “gran mujer”, una heroína y madre idealizada, sino, en palabras de Freud, “un[a] [mujer] como nosotr[a]s, con la que podamos sentirnos emparentadas en la distancia”57. Para Artemisia Gentileschi fueron Susana, Judit, Cleopatra y Lucrecia; para nosotras es la pintora remo-


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delando en su cultura la iconografía y la mitología de estas mujeres históricas. Sobre la pantalla de la representación que su cultura proyectaba, la artista trabajó la visibilidad, para ella tanto como para nosotras, sus espectadoras tardías, de posibilidades que desplazan el significado canónico de sus temas. Tanto en Cleopatra como en Lucrecia podemos discernir huellas de la historia de la artista. Pero los elementos de esa historia son diferentes de los que han creado la mala fama de Artemisia Gentileschi dentro de la historia del arte. El duelo, la pérdida materna y la supervivencia postraumática no son el material habitual del cotilleo patriarcal. El deseo feminista produce maneras de articular la especificidad de las formaciones psíquicas femeninas, de la sexualidad y de las maneras de negociar una cultura mortífera y ginofóbica. Allí donde la creatividad teórica y la conciencia política feminista se encuentra con las inscripciones de lo femenino en el pasado, hay un pacto creativo de lectura que nos permite empezar a descubrir nuestras propias historias.


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Miller, Nancy K., “Re-reading as a Woman: The Body in Practice”, en Susan R. Suleiman (ed.), The Female Body in Western Culture: Contemporary Perspectives, Cambridge, Mass. y Londres, Harvard University Press, 1988, p. 355. Rich, Adrienne, On Lies, Secrets and Silence. Londres, Virago Press, 1980 [ed. esp: Sobre mentiras, secretos y silencios, Margarita Dalton Palomo (trad.), Madrid, Horas y horas, 2011], p. 35. Woolf, Virginia, A Room of One’s Own [1928], Harmondsworth, Penguin Books, 1974 [ed. esp.: Una habitación propia, Laura Pujol (trad.), Barcelona, Seix Barral, 2001], pp. 49-50. Rich, Adrienne, Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution, Nueva York, Norton Press, 1976 [ed. esp.: Nacemos de mujer, Ana Becciú (trad.), Madrid, Traficantes de sueños, 2019], p. 284. La novelista y filósofa Hélène Cixous escribe: “Escribir. Una acción que no solamente “haga realidad” la relación sin censura de la mujer con su sexualidad, con su ser de mujer, que le dará acceso a su energía nativa; le devolverá sus posesiones, sus placeres, sus órganos, sus inmensos territorios corporales que han permanecido sellados […]. Una mujer sin un cuerpo, sorda, ciega, probablemente no pueda ser una buena guerrera”, Cixous, Hélène, “The Laugh of the Medusa” [1975], Keith y Paula Cohen (trad.), Signs 1-4, 1976, pp. 875-893. Reimpreso en Elaine Marks e Isabel de Courtivron (eds.), New French Feminisms, Brighton, Harvester Press, 1981, pp. 245-264 [ed. org.: “Le Rire de la méduse”, L’Arc 61, 1975; ed. esp.: en La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura, Ana María Moix (trad.), Barcelona, Anthropos Editorial, 2001], p. 250. Ezell, Margaret J. M., “The Myth of Judith Shakespeare: Creating the Canon of Women’s Literature”, New Literary History 21, 11, 1990, pp. 579-592. Felman, Shoshana, What Does a Woman Want? Reading and Sexual Difference, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1993, p. 148. Woolf, Virginia, A Room of One’s Own, op. cit, pp. 51-52. Felman, Shoshana, What Does a Woman Want?, op. cit., p. 147. Véase Fetterly, Judith, The Resistant Reader: A Feminist Approach to American Literature, Bloomington, Indiana University Press, 1977. “Sin duda, la primera acción de la lectora feminista debe ser convertirse en una lectora resistente en lugar de una lectora consentidora y, mediante este rechazo a consentir, empezar el proceso de exorcizar la mente masculina que nos ha sido implantada” (p. xii). Brontë, Charlotte, Villette, Mark Tilly (ed.), Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. esp.: Villette, Marta Salís (trad.), Barcelona, Alba editorial, 2005]. Estas conclusiones se basan en los hallazgos de Charlier, Gustave, “Brussels Life in Villette”, Bronte Society Transactions 12, 5, 1955, pp. 386-390. Alexander, Christine y Sellars, Jane, The Art of the Brontës, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. Aunque a Charlotte la llevaron a ver dos obras de Shakespeare, al parecer no vio el éxito de esa temporada: Isabella Glyn en el papel epónimo de un montaje nuevo y extraño de Antony and Cleopatra de Shakespeare. Cuesta creer que no leyera o escuchara nada acerca de la interpretación escultural de la reina egipcia que hizo Glyn. En 1851, de nuevo en Londres, Charlotte visitó Somerset House, así como las colecciones privadas de la marquesa de Westminster y el conde de Ellesmere. La llevaron a ver a la gran actriz francesa Rachel en Londres. Rachel interpretaba una obra sobre Cleopatra escrita especialmente para ella en 1847. Ewbank, Inge-Stina, “Transmigrations of Cleopatra”, University of Leeds Review, 29, 1986/1987, p. 72. Ibíd., p. 65. Publicaré próximamente un artículo sobre Brontë y Cleopatra y la cuestión de la identificación. Esta información e interpretación procede de Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, Londres y Nueva York, Routledge, 1993. Said, Edward, Orientalism, Londres, Routledge, 1978 [ed. esp.: Orientalismo, María Luisa Fuentes (trad.), Barcelona, Ediciones Libertarias/Prodhufi, 1990] y Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit., pp. 1-23.


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notas

18 Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit., p. xix. 19 Una lectura sutilmente orientalista de esta escena de Villette la proporciona Lewis, Reina, Gendering Orientalism: Race, Femininity and Representation, Londres y Nueva York, Routledge, 1996, pp. 35-43. 20 Charlier, Gustave, “Brussels Life in Villette”, op, cit., p. 387. Agradezco a la doctora Valerie Mainz su ayuda para localizar las obras de Fanny Geefs. 21 Para ejemplos de crítica literaria feminista que lea esta novela en términos de sus intentos de construir el sujeto escritor femenino, véase Newton, Judith, “Villette”, en Feminist Criticism and Social Change, Newton y Deborah Rosenfelt (eds.), Nueva York y Londres, Methuen, 1985, pp. 105-133; y Jacobus, Mary, “The Buried Letter: Feminism and Romanticism in Villette”, en Women Writing and Writing about Women, Mary Jacobus (ed.), Londres, Croom Helm, 1979, pp. 42-60. 22 Gayatri Spivak, “Three Women’s Texts and a Critique of Imperialism”, Critical Inquiry 12, 1985, pp. 243-261. Spivak escribe sobre otro de los libros de Charlotte Brontë, Jane Eyre, y apunta a la manera en la que lo que algunas feministas occidentales leen como un momento progresista en la lucha de las mujeres por la autodefinición tiene como premisa el sueño de las mujeres blancas de participar en un tipo de propiedad de sí —individualidad— que se les niega específicamente a las mujeres “nativas”, recordando a todas las feministas la necesidad de prestar una atención especial a las especificidades históricas e ideológicas de los feminismos históricos y contemporáneos. 23 Algunas investigaciones atribuyen la Cleopatra de 1621-1622 a Orazio, aunque Morassi y Bissell le adjudican la autoría a Artemisia, como hacen también Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi: The Image of the Female Hero in Baroque Art, Princeton, Princeton University Press, 1989 y Ward Bissell, Richard, “Artemisia Gentileschi - A New Documented Chronology”, Art Bulletin 50, 1, 1968, pp. 153-168. 24 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., pp. 244-245. 25 Esta tradición es la que homenajea Clark, Kenneth, The Nude: A Study in Ideal Art, Harmondsworth, Penguin Books, 1956 [ed. esp.: El desnudo: un estudio de la forma ideal, Francisco Torres Oliver (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1981] y analiza de manera crítica Nead, Lynda, The Female Nude: Art, Obscenity and Sexuality, Londres, Routledge, 1992 [ed. esp.: El desnudo femenino: arte, obscenidad y sexualidad, Carmen González Marín (trad.), Madrid, Tecnos, 1998]. 26 Bronfen, Elisabeth, Over Her Dead Body: Death, Femininity and the Aesthetic, Manchester, Manchester University Press, 1992. 27 Así argumenta convincentemente Lynda Nead. 28 Sobre la historia de esta forma y los significados del gesto, véase Salomon, Nanette, “The Venus Pudica: Uncovering Art History’s ‘Hidden Agendas’ and Pernicious Pedigrees”, en Griselda Pollock (ed.), Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Londres, Routledge, 1996, pp. 69-87. 29 Pathos es una categoría del desnudo en el libro de Clark; su figura principal es el Cristo crucificado. 30 Lipton, Eunice, Looking into Degas: Uneasy Images of Women and Modern Life, Berkeley, University of California Press, 1986. 31 Kristeva, Julia, “The System and the Speaking Subject” [1973], en Toril Moi (ed.), The Kristeva Reader, Oxford, Basil Blackwell, 1986, p. 30. 32 Ibíd., p. 29. 33 Como escribe Garrard: “Los cuadros de Gentileschi ocuparon su lugar en los palazzi de la aristocracia coleccionista de arte, entre las obras de Van Dyck, Guercino, Guido Reni, Rubens, Sebastiano del Piombo, Correggio y Tiziano” (Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 56). 34 Pero, incluso aquí, existe el peligro de que yo no esté diciendo nada más de lo que dice Kenneth Clark, cuando afirma que la Olympia de Manet de 1863-1865 (Ilustración 9.17) es excepcional porque “colocar en un cuerpo desnudo una cabeza con tanta personalidad individual es poner en peligro la premisa misma del desnudo” (The Nude, op. cit., p. 153). 35 Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit., p. xvii.


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36 Boccaccio, Giovanni, Concerning Famous Women [De Claris Mulieribus], Guido Guarino (trad.), Londres, George Allen & Unwin, 1964 [ed. esp.: Mujeres preclaras, Victoria Díaz-Corralejo (trad.), Madrid, Cátedra, 2010], pp. 192-193. 37 Hughes-Hallett, Lucy, Cleopatra: Histories, Dreams, Distortions, Londres, Bloomsbury, 1989. 38 Ibíd., p. xviii. 39 Menzio, Eve, “Self Portrait in the Guise of ‘Painting’”, en Mot pour Mot/ Word for Word. No. 2 Artemisia, París, Yvon Lambert, 1979, pp. 16-43, debate esta relación con una profundidad considerable. Agradezco a Nanette Salomon que me señalara este libro. 40 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 419. 41 Me baso aquí en la obra de Wardi, Dina, Memorial Candles: Children of the Holocaust, Naomi Goldblum (trad.), Londres y Nueva York, Routledge, 1992 [ed. org.: Le candele della memoria. I figli dei sopravvissuti dell’Olocausto. Traumi, angosce, terapia, Sansoni, 1993], para entender los efectos de la muerte prematura o la separación traumática de la madre en el desarrollo de la sexualidad y de la capacidad de maternar de las chicas jóvenes. 42 Bronfen, Elisabeth, Over Her Dead Body, op. cit., p. xi. 43 Pollock, Griselda, “Deadly Tales”, en Looking Back to the Future: Essays from the 1990s, Nueva York, G&B Arts International, 1999. 44 Rich, Adrienne, On Lies, Secrets and Silence, op. cit., p. 191. 45 Woolf, Virginia, A Room of One’s Own, op. cit., p. 96. 46 Felman, Shoshana, What Does a Woman Want?, op. cit., p. 147. 47 Ibíd., p. 13. 48 Ibíd., p. 14. 49 Ibíd. 50 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 56. 51 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1991. 52 Ibíd., p. 91. 53 Ibíd., p. 68. 54 En las múltiples versiones de la mujer desnuda de Guido Reni el signo iconográfico que distingue a Cleopatra de Lucrecia es que en la primera el áspid apunta al pecho y en la segunda lo que apunta es el puñal. 55 En la versión de 1666, no obstante, la herida sangrante que mancha el corpiño blanco, que se ve porque el vestido dorado ha resbalado de los hombros, invita metafóricamente al espectador a ver un cuerpo dañado con violencia. 56 Bal, Mieke, Reading Rembrandt, op. cit., p. 71. 57 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], en Penguin Freud Library, 14, Harmondsworth, Penguin Books, 1985, pp. 143-232 [ed. org.: Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, G. S., vol. 9, p. 371; G. W., vol. 8, p. 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2014], p. 223.


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Ilustración 7.1. Lubaina Himid, fotografía: Sam McClaren

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7 VENGANZA: LUBAINA HIMID Y LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVAS NARRATIVAS PARA NUEVAS HISTORIAS

La correlación de duelo y melancolía parece justificada por el cuadro general de los dos estados. Además, las causas que las excitan, debido a influencias ambientales, son (…) las mismas para ambos estados. El duelo es regularmente la reacción a la pérdida de un ser amado, o a la pérdida de alguna abstracción que ha ocupado el lugar de uno de ellos, como el país, la libertad, un ideal, o similar. Sigmund Freud, 19171 Tras el Duelo viene la Venganza. Lubaina Himid, 19922

¿UNA VENGANZA FEMINISTA POSCOLONIAL CONTRA EL CANON? Venganza fue el título de una exposición en la Rochdale Art Gallery en 1992 de A Masque in Five Tableaux, de Lubaina Himid, una artista nacida en 1954 en Zanzíbar y que vive en la actualidad en el norte de Inglaterra (Ilustración 7.1)3. Se compone de nueve cuadros, dieciséis estudios, una instalación y textos. En su análisis de Venganza, Jane Beckett y Deborah Cherry señalan que las máscaras eran una forma cultural importante en los inicios del siglo xvii. Las de la corte inglesa fueron diseñadas por Inigo Jones como una “manifestación espectacular de poder”. Argumentan que, lejos de ser una celebración de la expansión imperial y de la autoridad política absolutista, la invocación que hace Lubaina Himid en el siglo xx de una forma cultural del siglo xvii es “una lamentación, un monumento a la supervivencia del pueblo africano y a las transformaciones de la cultura africana. Es un espectáculo visual sobre la historia del poder y el poder de la historia”4. Lubaina Himid estudió diseño teatral en la Wimbledon School of Art (1973-1976). La referencia a la máscara en Venganza indica una apropiación


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transformadora de los temas de la puesta en escena, de la interpretación y la teatralidad, así como el desmontaje de las ilusiones creadas por los accesorios del escenario, derivados de su experiencia en cuanto artista que trabaja con estos recursos estéticos. Venganza, sin embargo, es sobre todo una renovación calculada del compromiso con la pintura, a través del tableau —un guiño dirigido tanto al empleo del tableau-vivant en la mascarada, en el teatro y más tarde en el cine como a la palabra francesa que designa el nivel más logrado y, por lo tanto, el más apreciado, de la pintura académica: la pintura histórica—. La pintura histórica era el culmen del sistema académico debido a que practicarla con éxito requería la integración tanto de la ambición intelectual y una conceptualización enormemente culta del tema a tratar como el dominio más completo de las gramáticas, las retóricas y las prácticas del arte: dibujo, composición, gesto, expresión, forma, color, perspectiva y espacio narrativo. Aunque el género se modificó en la época moderna a manos de pintores como Manet, después de la década de 1860 aún hay tableaux modernos, como, por ejemplo, Las señoritas de Avignon o el Guernica de Picasso, y forman parte de las obras que sustentan esos discursos espacializados que son nuestros museos de arte moderno5. Cuando pienso en Lubaina Himid dentro del contexto de este libro, me imagino un linaje que parte, en un extremo, de la Cleopatra heroica pero agonizante, de la reina egipcia. En el medio estaría Artemisia Gentileschi y su empleo recurrente de una composición con una mujer desdoblada, Judit y Abra dedicadas al asesinato político y la liberación nacional. En el otro polo están las parejas de mujeres negras intelectuales y artísticas en los espacios de la modernidad que pinta Lubaina Himid. Los escenarios modernos del barco de Colón (Ilustración 7.2), la ópera (Ilustración 7.4) o algún café parisino de la década de 1920 (Ilustración 7.6) destierran la derrota, la muerte y el peligro para proponer la estrategia que yo había rechazado específicamente como una explicación psicológica de los cuadros de Artemisia Gentileschi sobre Judit: la venganza. A diferencia de Lucy Snowe, en cuanto lectora resistente “feminista” que, a pesar de ello, activa el orientalismo de su posicionamiento británico cultural y de clase, a Lubaina Himid se la podría denominar una “creadora resistente” que, como una Cleopatra de nuestros días, mujer y reina egipcia en una cultura no patriarcal y antioccidental, convertida en Artemisia Gentileschi, la pintora, se niega a ejecutar la otredad impuesta y a contribuir a la muerte que Occidente debe infligir sobre lo que representa la otra/mujer. En lugar de ello, Himid pinta una serie de imágenes desmitificadoras que se multiplican, que exigen


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que sus diversos espectadores hagan un desplazamiento radical de su propia comprensión de quiénes son y dónde están con relación a la puesta en imagen de narrativas históricas diferenciantes. Situada en un punto distante históricamente con respecto al momento de la expansión colonial británica del siglo xvii, Venganza incorpora los temas dominantes del teatro del siglo xvii —el duelo y la venganza— para retrabajar a través suyo los nefastos legados de ese mismo proyecto colonial tan festejado en las mascaradas cortesanas del siglo xvii. La diferenciación del canon necesita abrirse a este plano histórico en el que las relaciones entre unos pintores y otros, entre unas formas artísticas y otras pueden convertirse en la sede, no de una formación retrospectiva del canon a lo Harold Bloom, mediante la invocación edípica de figuras ancestrales, sino de su deconstrucción en nombre del deseo de una lectura diferente de la historia. La obra de Lubaina Himid trata de las narraciones y de las historias en las que los temas del duelo y la venganza son inevitables, no solo debido al dolor individual, sino como resultado de un trauma histórico de una magnitud aterradora, cuyas repercusiones son manifiestas en las sociedades contemporáneas de la diáspora africana. El trauma, no obstante, no se reduce a quienes, en tanto sus “víctimas”, luchan por ser sus supervivientes. Toda persona que desciende de una Europa cuya preponderancia política y económica fue alimentada por el comercio de esclavos porta un trauma aún no llorado. La diferencia transformadora y creativa es un efecto, no una condición previa. La diferenciación se produce como una perturbación de las tendencias dominantes de los sistemas semióticos disponibles. Esta problemática es a la que se enfrenta la artista poscolonial que trabaja atravesando los campos híbridos de la dominación cultural y de la resistencia creada en los trescientos años posteriores al inicio de la explotación cultural y económica de África por parte de Europa. ¿Cómo consigue esta obra que la diferencia signifique de manera diferente? Tal vez vengándose del canon cultural en el que las relaciones coloniales se han inscrito de manera estética. En su condición de elemento activo de las hegemonías contemporáneas, el canon custodia la entrada de los artistas contemporáneos al panteón del arte. La escritura dedicada a artistas vivos deja al descubierto su selectividad, su exclusividad, su partidismo. Trabajar para diferenciar el canon implica cuestionarse las divisiones: entre lo históricamente demostrado, o lo validado por el mercado y el museo, y los artistas cuya obra exige la atención hacia los criterios que la han generado en otro lugar, pero sin traicionar su aspiración a ser


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considerados “artistas”. Las prácticas artísticas tienen un significado estratégico tanto como una potencia y un afecto estético según las diferentes comunidades y circunscripciones a las que se dirigen. Este es, sin embargo, un argumento peligroso. La valoración del arte por medios distintos a los que el canon dice que son razones estéticas universalmente reconocidas se utiliza con facilidad para descalificar la obra y para decir que no es arte en absoluto. El canon opera valorizando el arte producido en una comunidad de elite y destinado a ella, mientras que etiqueta el arte que habla desde o para cualquier otra geo-etnicidad. La obra de Lubaina Himid ha desarrollado un vocabulario estético para desafiar el encasillamiento que tan importante resulta a la hora de conservar la exclusividad del canon occidental. El arte moderno no le dio la espalda a la historia, así, sin más, como intentó hacernos creer una historia del arte puramente formalista elaborada durante la Guerra Fría, en la década de 1950. Para afrontar, evadir o negar (que es, sin embargo, una forma de reconocimiento fetichista) los horrores, la obscenidad y la violencia de la historia moderna se necesitaba una investigación artística que indagara en un repertorio ampliado de producción simbólico-estética6. Sin embargo, a través de las perspectivas colonialistas y racistas del “descubrimiento” de las culturas no occidentales que proporcionaron al arte moderno sus nuevos vocabularios en los inicios del siglo xx, las culturas no occidentales de África y Oceanía fueron distorsionadas y malinterpretadas. Así, ya fueran “prestados” o mal apropiados colonialmente, los sistemas simbólicos y de representación de los primeros períodos del arte occidental y de todos los períodos del arte mundial fueron reclutados para posibilitar que los artistas occidentales de la época moderna retrabajaran sus relaciones ambivalentes con la historia occidental. Los lenguajes propios del arte moderno son, así, doblemente históricos: constituyen una respuesta sintomática ante el desolador reverso de la modernidad occidental y una apropiación estética de los recursos culturales disponibles para los artistas, ofrecidos por la expansión colonial de la modernidad occidental. Esto ha producido una especie de visibilidad desconcertante para las culturas externas a Europa. “Globalizadas” y enmarcadas, se “modernizan” bajo los ropajes artísticos europeos o se confinan a los museos de antropología y etnografía, donde únicamente deben exhibir su diferencia atemporal. Ampliada incluso a los artistas contemporáneos, la estrategia de “cartografía geo-étnica”, políticas de la identidad y una falsa demanda de “autenticidad”, conserva la separación canónica entre las prácticas artísticas occidentales y las que no son occidentales. Jean Fisher escribe:


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Por encima de todo, desde mi punto de vista, evade las complejas negociaciones que deben tener lugar entre los lenguajes estéticos europeos y los del resto del mundo. Para Occidente, enmarcar y evaluar todas las producciones culturales a través de sus propios criterios y de sus estereotipos de otredad es reducir la obra a un espectáculo de tipología esencialista racial o étnica e ignorar sus ideas individuales y sus aplicaciones universales, un trato que no se les inflige a la obra de los artistas europeos blancos7.

¿Entender de manera histórica puede implicar una inserción táctica del presente en un campo histórico, mediante la cita crítica de las historias del arte, para significar la formación histórica del presente? En sus peores momentos, el posmodernismo parece autorizar la desaparición de la distancia histórica en la estética voluntarista del pastiche contemporáneo. Fredric Jameson identificó el pastiche como uno de los dispositivos de la canibalización posmoderna del pasado que produce un historicismo que, en efecto, eclipsa la historia, o socava cualquier comprensión histórica8. Concluye “que este nuevo modo estético fascinante surgió como un síntoma elaborado de nuestra historicidad menguante, de nuestra posibilidad vivida de experimentar la historia de alguna manera activa”9. El proyecto de Lubaina Himid, sin embargo, desafía esta tendencia. Venganza implica una forma de cita y reconfiguración que apunta precisamente a posibilitar una práctica históricamente conformada de la pintura en la década de 1990, una nueva forma de pintura histórica que es requerida por la necesidad urgente de desmentir el mito occidental de África, que contribuye al borrado de una subjetividad creativa para los artistas de ascendencia africana. Su práctica se dedica a trabajar de manera muy articulada y autoconsciente con y sobre el canon del arte occidental en la presencia creativa del complejo abanico de formas culturales e historias de los pueblos africanos. Uno de los resultados más sorprendentes de este juego con un museo que es historia del arte canónica es la revelación explícita de que ahí, imbricado en sus momentos más significativos y en los monumentos principales, hay un discurso tanto sobre la raza como sobre el género. Ninguna interrogación feminista de la canonicidad puede reclamar una pertinencia histórica si no se enfrenta con “el género y el color de la historia del arte”10. Sintomáticamente, y a menudo sin entenderlo del todo, los artistas de la época moderna registraban lo que Theodor Adorno llamaría la “dialéctica negativa” de la modernidad11. El rostro idealizado de la modernidad —progreso, ilustración, libertad, democracia y racionalidad— enmascaraba una capacidad


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aterradora para la inhumanidad, la violencia, la explotación, la masacre y el genocidio. La tradición clásica había creado una gramática de la forma representacional cortada según el patrón de la autoidealización del hombre occidental. Los legados de la modernidad y su “barbarismo” desvelado han exigido nuevas formas estéticas porque ese engaño se hizo insostenible, excepto cuando los regímenes fascistas intentaron la resurrección perversa del clasicismo como su vocabulario cultural oficial. Venganza resiste al pastiche posmoderno y a su borrado de la historia, mientras que cita y hace referencia a los códigos artísticos asociados con los momentos históricos dentro de la modernidad que están sellados por la violación colonial de África. En esto, la obra de Lubaina Himid pide tanto una etiqueta moderna como posmoderna. En un debate justamente sobre esta problemática, en su estudio de la obra de tres mujeres artistas negras en Gran Bretaña, Gilane Tawadros concluye que “la práctica cultural negra no puede definirse en términos de posmodernismo o posmodernidad”, precisamente porque dichas prácticas no tratan de distanciarse de “las configuraciones históricas y políticas de la modernidad”12. Tawadros ha argumentado con minuciosidad en contra de considerar la posmodernidad como una ruptura con la modernidad; la considera más bien, en la estela de Jürgen Habermas, como una reacción a algunos de los efectos de la modernización social, incluso aunque conserve una continuidad subyacente con las jerarquías hegemónicas occidentales del conocimiento y del poder. En este contexto, afirma: “el ‘modernismo populista’ de la práctica cultural negra, diría yo, señala una reapropiación crítica de la modernidad que brota de una afirmación de la historia y de los procesos históricos”13. Gilane Tawadros identifica una estética de la resistencia en las prácticas de artistas como Sonia Boyce, Sutapa Biswas y Lubaina Himid, una resistencia que contradice la propuesta de Fredric Jameson de que el posmodernismo hace imposible cartografiar la subjetividad dentro del mundo fragmentado y deshistorizado de lo posmoderno: el nuevo mito de la cultura de finales del siglo xx y sus teorías que tan a menudo proclaman el final de la historia y la muerte del sujeto. “En lugar de ello, el mundo de estas artistas confirma la importancia de cartografiar la subjetividad personal e individual dentro de las estructuras materiales de la historia y la política”14. Una práctica artística guiada por el propósito subyacente de crear narrativas e historias para quienes han sido borrados no solo por su esclavización y asesinato, sino también por su asimilación mítica, como el otro enmudecido en las narrativas imperiales y las historias del arte coloniales, puede, paradóji-


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camente, encontrar en los iconos artísticos de los relatos occidentales y en las herramientas estéticas del arte moderno occidental los materiales precisos con los que articular una inscripción de una subjetividad históricamente resistente. SOBRE ALGUNOS CUADROS DE VENGANZA Entre las dos se equilibra mi corazón (Ilustración 7.2) coloca a dos mujeres en una barca en alta mar. La elevada línea del horizonte es clara y la vista está despejada. Una mujer viste de un rojo brillante, saturado; la otra en una tela plisada con audaces rayas grises, rosas y negras sobre un fondo blanco. Se la ve de perfil y la cabeza es claramente egipcia, nos recuerda a la moda de las cabezas alargadas que conocemos a través de las esculturas que deben su nombre a la reina egipcia Nefertiti. Ambas figuras ejecutan gestos clave. Una de ellas se pasa trocitos de mapas rotos de una mano a otra; la otra se gira para sacar un volumen coloreado de una pila de mapas y cartas de navegación para arrojarlos por la borda. Con sus colores intensos, su pincelada audaz y su economía de trazos a lo Matisse, especialmente en el retrato de las caras, es un cuadro que se sabe perteneciente al arte moderno, o que hace un uso consciente de la pintura para invocar la modernidad, entendida como una manera de pintar y como un sistema de significado arraigado en una relación histórica específica entre Europa y África. Pero, en el nivel iconográfico, el cuadro establece un diálogo con un pintor y grabador desterrado de ese canon, un artista francés que también trabajó en Inglaterra, James Tissot (1936-1902). Contemporáneo de Manet y Degas, de James McNeill Whistler y Alfred Stevens, Tissot fue un pintor de género de escenas del tedio burgués cotidiano y lánguidas intrigas sexuales, que resultaban siempre interesantes por su ambiente psicológicamente complejo. Su estilo pictórico y su lenguaje figurativo pocas veces son objeto de debate, porque este momento de la pintura victoriana no entra en las historias canónicas del arte moderno sobre la modernidad urbana y su representación15. No solamente es Tissot un pintor de la burguesía moderna, sino que sus cuadros sitúan sus intrigas dentro de un campo sociopolítico. Tissot comprendió el “lenguaje de la moda”, los signos codificados del vestir, antes de que Roland Barthes abordara este vocabulario cultural mediante la semiótica. Lubaina Himid retoma el estilo, la tela, el estampado y el corte del vestido y lo convierte en un sistema de significación de la misma manera que lo hizo Tissot, tanto


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Ilustración 7.2. Lubaina Himid (n. 1954), Entre las dos se equilibra mi corazón, 1991, acrílico sobre lienzo, 150 × 120 cm. Londres, Tate Gallery Ilustración 7.3. James Tissot (1836-1902), Portsmouth Dockyard, 1877, óleo sobre lienzo, 38 × 54,5 cm. Londres, Tate Galler

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para mantener el interés visual de sus cuadros como para hacerlos inteligibles, a la vez que siempre parecía evitar cualquier intento de efecto retórico. Tomemos, por ejemplo, El astillero de Portsmouth (Ilustración 7.3), que es un referente para Entre las dos se equilibra mi corazón (Ilustración 7.2). La frase, de hecho, es el título del grabado (Providence, Museum of Art, Rhode Island School of Design) que Tissot hizo a partir de su cuadro para destacar las imprecisas relaciones sexuales y personales entre el Highlander y sus dos compañeras mientras rema para regresar al buque de transporte de tropas que lo espera. El cuadro de Lubaina Himid cita la barca cortada, que tiene el efecto de situar al espectador no a una distancia teatral, sino ahí mismo, con el resto de los pasajeros. El espectador debe sentarse con los remeros, con la energía que impulsa la barca hacia su desconocido destino. Tissot empleó este dispositivo compositivo varias veces. En una versión anterior, El Támesis (1876, Wakefield City Art Gallery), dos mujeres se recuestan en los bancos de la barca. La bandera imperial, la Union Jack, revolotea en el mástil superponiéndose con el mascarón de proa de un enorme barco que se asoma por detrás de la barca del amor. Una figurina femenina blanca, medio vestida de blanco, con una mano cubriéndose los ojos, observa el curso del navío. Las orillas del Támesis están atestadas de todo tipo de embarcaciones, de vapor y de vela, de placer y comerciales. Más allá de las jarcias y los mástiles, se ven chimeneas y almacenes. El humo inunda el aire y enturbia el horizonte. Estamos en Londres, en el centro del Imperio, y estos son los barcos que han hecho que Gran Bretaña se adueñe de los mares. James Tissot coloca a un trío informal de miembros normales de la pequeña burguesía británica sobre la diminuta barca de recreo en el corazón del imperio mercantil británico. Un sentido audaz y sorprendente de la composición y del diseño crea un interés narrativo menor al colocar a tres jóvenes, dos mujeres y un hombre elegantemente vestido, dentro de una barca, disfrutando de un picnic. Las incongruencias de la modernidad británica —placer y comercio, sexualidad e imperio— se codean en este cuadro sin pretensiones pero de manera sorprendente. El lenguaje de Tissot se ha vuelto ilegible o poco interesante para la mayoría de los historiadores del arte moderno16. Su particular combinación de audacia pictórica y narración implícita invisibiliza sus sorprendentes y crudas yuxtaposiciones del deseo sexual y la celebración imperialista. El astillero de Portsmouth (Ilustración 7.3) revela otro elemento de esos componentes, puesto que ese puerto era la sede de la armada británica. La figura masculina es un soldado. Constituye la encarnación de la fuerza militar que guardaba el Imperio y es lo que Lubaina Himid expulsa de su cuadro, sustituyéndolo por la pila de mapas y cartas. Estas


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se refieren tanto a las formas de conocimiento que hicieron posible la conquista imperial y colonial como a las formas de conocimiento —la violencia epistémica— que la expansión colonial e imperial impuso sobre los territorios conquistados, exigiendo que sus habitantes se reconocieran ahora en las representaciones imperiales que se hacía de ellos. Gayatri Spivak llama a esta compleja maniobra la fabricación del Otro Autoconsolidante. A través de la representación imperial, el habitante nativo se convierte en un otro que solamente puede conocerse en los términos que consolidan la subjetividad soberana del amo colonial europeo17. La cartografía de África o, en una frase que Spivak adapta de Martin Heidegger, la “mundanización” del espacio cultural del otro en términos que alienan a los ocupados de sí mismos y que instalan un discurso del amo, tiene que ser peleada con energía. Para que esto pueda hacerse, primero tiene que poder verse; los cuadros de Lubaina Himid crean un espacio narrativo que proporciona lo que la artista llama “pistas de los acontecimientos”. La consciente y estratégica extrapolación de elementos de la composición y el lenguaje pictórico de Tissot, el pintor mundano en el corazón del Imperio, que lleva a cabo Lubaina Himid activa su intervención en los elementos históricos que la pintura de Tissot configura de una forma tan informal, pero tan eficaz. Esa indiferencia es en sí misma la señal de la naturalización de la ideología del Imperio dentro de la cultura británica de esa época. El cuadro de Lubaina Himid no solo desmitifica esa ideología; también abole con un único gesto el triángulo heterosexual y la exclusiva blanquitud de la escena. Lubaina Himid coloca a dos mujeres negras conversando y haciéndose compañía. El lugar del tercero ausente se convierte en el del espectador, invitado a participar de un viaje no cartografiado por el imperio y el capitalismo. Con estas obras yo quiero decir que conozco vuestro juego, sé lo que quiero decir con mi medio y mis herramientas, quiero mostrar mis verdades, mis ilusiones, y mis profecías y mis leyendas. El color es un elemento vital en una paleta amplia y unas pinceladas salvajes y tumultuosas. No me interesa remedar las técnicas autocomplacientes en abundancia, más bien me interesa la potencia que puede tener un cuadro, por muy pequeño y aparentemente doméstico que sea. Me dedico a la localización; espacio público, espacio privado, la obsesión con el control del espacio, de la tierra, del mar y de las personas18.

En el lienzo doble titulado Acto Primero Sin Mapas (Ilustración 7.4), dos mujeres están sentadas en el palco de un teatro o de la ópera. Una lleva un vesti-


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do blanco y negro de cuello alto prestado de un retrato de la realeza europea; la otra viste una túnica flotante de una tela estampada y realzada con dorados que remite a las telas africanas, otro tipo de cultura y de realeza. Trozos de mapas caen de sus manos mientras miran hacia un escenario vacío, de diseño clásico. El cuadro podría evocar a algunos espectadores los cuadros teatrales de artistas impresionistas como Auguste Renoir y Mary Cassatt (Ilustración 7.5). Con la activación de esa referencia, llegan las cuestiones de clase y de género que se han identificado como cruciales para una lectura feminista de los espacios de la modernidad metropolitana. De la misma manera que los de Tissot, los cuadros de Cassatt inscriben de modo crítico una dimensión de clase y de género en las políticas estéticas del espacio urbano moderno. Los espacios privilegiados de la modernidad —teatro, café, calle o burdel— eran las sedes de las experiencias urbanas novedosas de una masculinidad burguesa, mientras que los espacios de la feminidad —incluyendo la casa, el jardín y el parque del barrio— parecían no tener importancia, debido a la combinación ideológica de mujer y domesticidad. La modernidad urbana se convirtió en sinónimo de los espacios públicos de la masculinidad burguesa construyéndose a sí misma como la dueña de lo social y lo público. Las relecturas feministas del canon del temprano arte moderno europeo exponen la carga ideológica de esta división entre lo público y lo privado, la separación de las esferas del Hombre y de la Mujer, y nos permiten leer los significados específicos de los cuadros del arte moderno creados desde los espacios ahora visibles de la feminidad burguesa, significados en los cuadros de la americana Mary Cassatt o de sus colegas francesas Berthe Morisot, Eva Gonzalès y Marie Bracquemond19. En un argumento así, la invocación de las mujeres en el teatro (un posible espacio público para las “damas” burguesas acompañadas de su carabina) remite también a los espacios masculinos de la modernidad, como el tocador de la prostituta, donde, de manera excepcional, aparece una mujer negra, por ejemplo en la Olympia de Manet (Ilustración 9.17). En Acto Primero Sin Mapas (Ilustración 7.4) dos mujeres negras ocupan asertivamente estos espacios altamente simbólicos tanto de las disputadas historias de la modernidad como de las historias del arte moderno. Su presencia en el teatro de la modernidad —como su público privilegiado y como sus representantes oblicuas— es un gesto que se inserta tanto dentro de una historia de la pintura moderna como dentro de una conversación entre feministas acerca de la pintura, el género, la clase social, la raza y sus historias entrelazadas. Lubaina Himid escribe:


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Estos cuadros versan tanto de la materia con la que están pintados como de los acontecimientos que recuerdan y evocan. He tomado prestado lo que me ha parecido apropiado, cuando me lo ha parecido y donde me lo ha parecido, de quien quería tomarlo y a quien quería reinterpretar. Hay referencias a Turner y Tissot, a Hockney y Hodgkins, a Riley y Bell, a Sulter y Laurençin. A tejidos, bordados, tapices, telas estampadas, performances y mascaradas. Los cuadros están en el centro de diálogos sobre el arte y son las herramientas con las que quien se dedica al arte puede entrar en el campo de lucha de la ilusión y la profecía. ¿Por qué no van a entrar las mujeres en lidia blandiendo este arma20?

Jill Morgan escribe sobre un tercer cuadro de esta serie procedente de Venganza (Ilustración 7.6): Cinco representa a dos mujeres negras sentadas en una mesa de un interior doméstico. El estilo de su ropa y la referencia al interior moderno apunta a París en la década de 1920. La mesa es el campo de lucha donde se diseña su estrategia, entre los platos, recordando a los platos que caen por la pared [en otra pieza incluida en la exposición]. Se contraponen diferentes estrategias, la atmósfera está muy cargada y eso se refleja en un amarillo vanguardista. Si miramos las flores de la mesa, vemos que son descripciones egipcias, africanas, por lo que el amarillo se convierte en el color de África, un interior construido a la manera de la pintura moderna, pero que reconoce el tejido de África21.

Jill Morgan escribe sobre el color que “fluye, se estrella, baila y acecha” y entiende las asombrosas yuxtaposiciones de colores terrosos, armiño negro, rojos, azul turquesa, naranja y amarillo como una reclamación de la paleta de color africana y como un mojar el pincel en la paleta del arte moderno europeo22. A Morgan, como historiadora del arte, los colores llamativos le remiten específicamente a las paletas posimpresionistas, coloniales —por ejemplo, Paul Gauguin—, y a la de los fauvistas y Die Brücke: todos ellos movimientos cuyas innovaciones estéticas radicales están en deuda con las culturas de África y Polinesia. En el caso de la representación didáctica que hace Ernst Ludwig Kirchner del espacio simbólico del estudio del artista moderno, también exponen la paradoja de la mujer moderna en su relación con la objetivización y la sexualización colonial tanto de la mujer como de África (Ilustración 7.7). En Cinco (Ilustración 7.6) dos figuras se sientan en torno a una mesa redonda. Puede que estén en casa, en su propia fiesta feminista poscolonial. Pero


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Ilustración 7.4. Lubaina Himid, Acto primero sin mapas, 1991, acrílico sobre lienzo, 210 × 160 cm., colección de la artista Ilustración 7.5. Mary Cassatt (1844-1926), En el palco, 1880, óleo sobre lienzo, 42,5 × 72,5 cm. Estados Unidos, colección privada (fotografía: Courtesy, Sotheby Parke Bernet, Nueva York)


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no están representadas, sin embargo, por platos sexualizados; las mujeres quieren ser consideradas como agentes históricos que piensan y hablan, no como cuerpos simbólicos. Los platos de este cuadro tienen mapas o banderas, barras y estrellas, África. Tal vez estas mujeres estén en un café, en ese espacio y esa socialización públicos y muy modernos que Picasso y Georges Braque convirtieron en la sustancia misma de las reconstrucciones formales del cubismo. La iconografía apunta a París en la década de 1920, una ciudad que albergaba una población extraordinariamente densa de mujeres modernas —artistas, poetas, escritoras, periodistas, bailarinas, editoras, libreras—. Fue una década de una intensa lucha para modernizar la diferencia sexual, un proyecto aún inacabado que el feminismo contemporáneo ha retomado con una energía intelectual y artística renovada. Excavando las historias olvidadas del radicalismo artístico y sexual, Shari Benstock señala que casi todas sus protagonistas —Djuna Barnes, Natalie Barney, Sylvia Beach, Kay Boyle, Bryher, Colette, H. D., Janet Flanner, Mina Loy, Anaïs Nin, Jean Rhys, Solita Solano, Gertrude Stein, Alice B. Toklas, Renée Vivien, Edith Wharton— han sido consideradas marginales en los relatos canónicos del arte y la literatura de la modernidad. Si acaso, se les han concedido papeles secundarios. Shari Benstock escribe: Las raíces de la misoginia, la homofobia y el antisemitismo que marcaron de manera indeleble el arte moderno deben localizarse en el subterráneo de las costumbres sexuales y políticas cambiantes que constituían la sociedad de los faubourg de la belle époque (…) La historia (…) escribe el reverso del lienzo cultural, ofreciéndose como una contrafirma de los manifiestos publicados del arte moderno y de las proclamas por la revolución cultural. Este subtexto femenino expone todo lo que el Arte Moderno reprimió, dejó de lado o trató de negar23.

El documental y el libro de Andrea Weiss sobre esta misma época se titula sencillamente París era una mujer24. La portada del libro muestra a dos mujeres sentadas a la mesa de un café en la calle, una escena, que, en los tiempos de Mary Cassatt, habría significado únicamente la condición prostituida de las mujeres en el París de la década de 187025, pero que, en la década de 1920, apuntaba a la revolución social asociada con la sostenida reinvención de sí mismas que estaban haciendo las mujeres (Ilustración 7.7). La Nueva Mujer reclamaba su lugar en las conversaciones de la modernidad y en los espacios de la vida social urbana como agente y no como tropo. Las dos figuras femeninas en los cuadros de Lubaina Himid irrumpen desde el tropo —de la otra sexualiza-


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Ilustración 7.6. Lubaina Himid, Cinco, acrílico sobre lienzo, 150 × 120 cm. Leeds, Griselda Pollock, en préstamo permanente a Leeds City Art Gallery

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Ilustración 7.7. Ernst Kirchner (1880-1938), Bohemia moderna, ca. 1925, óleo sobre lienzo, 123.1 × 162.8 cm. Minneapolis, Minneapolis Institute of Arts Ilustración 7.8. Dos mujeres en un café, fotografía, década de 1920, París, Colección Violet

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da, enmudecida— hasta la representación de la subjetividad histórica dentro del campo re-visionado de un arte moderno feminista densamente poblado. El espacio de Cinco no está cerrado al espectador. Se podría acercar una silla. Dos mujeres ocupan el espacio visible del cuadro con el atuendo moderno de principios del siglo xx. Llenan el cuadro con sus gestos, con la intensidad de su conversación imaginaria. Sus gestos significan compromiso, discusión, conversación, debate. Son “negras”. Salta a la vista que es una manera inadecuada de llamar al color real del cuadro. La palabra designa una identidad histórica, una carga y una afirmación política de resistencia. A pesar de todas las políticas del autonombrarse poscolonial, el término negro, en cuanto se aplica a las personas, tiene que ser confrontado en el arte en la medida en que los significados de este término están muy incrustados en el imaginario occidental. Como ha defendido Christopher Miller, la negritud, asociada con el nombre “África”, significa una ausencia de significado, una oscuridad vacía26. No puede subestimarse la inmensa importancia de la representación de dos mujeres negras, hablando, llenando el espacio imaginario de este luminoso y brillante lienzo, autodeterminándose en los espacios de la capital de la modernidad occidental, París. Estas dos “damas pintadas”, mujeres negras artistas e intelectuales, modernas y estrategas, son tanto las antepasadas y las hijas rebeldes de una genealogía de mujeres negras representadas en el canon del arte occidental como las disidentes radicales que desafían ese legado para exigir un guión diferente para su futuro. El cuadro impone su diferencia dentro del canon mediante la representación de las mujeres negras como filósofas, teóricas, revolucionarias, artistas, conspiradoras, no como esclavas al servicio de nadie, no como un botín que exhibir, ni como espectáculo exótico, ni para consolidar a otras, ni como cuerpos desnudos, sexualizados o trabajadores expulsados de la historia por su exotismo. Diferencian su propia genealogía vistiendo trajes que afirman relaciones complejas con el espacio y el tiempo, con la historia y el lugar, con la cultura, el arte y la literatura moderna, hablando entre sí, encontrando su mundo en la mente, el pensamiento y el ser de la otra, sentándose en una mesa de café parisina donde otras podrían servirlas a ellas, cuyo papel histórico, escrito por la esclavitud y el colonialismo occidental, era la servidumbre. En su autobiografía, Josephine Baker, la famosa bailarina y estrella de la canción afroamericana, describe su llegada a París en 1925. En cuanto mujer afroamericana procedente del este de St. Louis, portando las cicatrices de la virulenta sociedad racista americana, que estalló en 1917 en un traumatizante


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pogromo del que fue testigo la cantante cuando era una niña, Baker escribe sobre su sorpresa —y placer— la primera vez que un hombre blanco le sirvió en un café de París y la llamó Madame27. Baker abrazó París como una ciudad en la que podía experimentarse a sí misma fuera del horrible racismo que en Estados Unidos la deshumanizaba y la desexualizaba. El París moderno de la década de 1920 era, no obstante, ambivalente en su culto de la “negrofilia” que llevó al estrellato a Josephine Baker en la Revue nègre del 2 de octubre de 1925. Pero era un espacio de posibilidad cultural que apoyó la creatividad de muchas escultoras negras, como Augusta Savage, que estudió en París en 1930, o Meta Vaux Warrick (1877-1968), que expuso en el Salón de 1903 una obra llamada Los desdichados, o la diseñadora y pintora Lois Mailou Jones (1905-1998), que estudió en la Académie Julian en 193728. Cinco es, además, un cuadro radical tanto en sus ausencias como en la visibilización de las mujeres negras en el París moderno. No hay una mujer blanca en la imagen. Aquí está la ruptura con el texto colonial. Las mujeres negras no están ahí para consolidar al sujeto soberano europeo, o para ser admitidas a regañadientes en la engañosa tolerancia del liberalismo, que se limita a esconder el puñal de su racismo subyacente. Reclaman y ocupan un espacio y lo hacen como dos. Basta únicamente esta mínima multiplicidad para negar el estereotipo, la fijeza que podría permitir que una mujer simbólica, una Josephine Baker, representara la totalidad de la otredad bajo una forma nunca amenazante. La mujer negra simbólica, como Baker, a la que se le hacía interpretar la fantasía del africanismo del público blanco a pesar de que era una americana moderna, permite que el grupo dominante alivie su conciencia a la vez que cierra de manera incluso más eficaz sus ojos ante las muchas mujeres, cada una a su manera propia y única, que buscan ser artistas, escritoras, creadoras en un mundo moderno que reclaman como, también y de forma indeleble, suyo. Hay una serie famosa de fotografías de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, tal vez la pareja más célebre de París. Una de ellas, de Man Ray, domestica a esta famosa pareja porque se las fotografía “en casa”, sentadas a una mesa en su piso de la calle Fleurus 27 en 1922 (Ilustración 7.9). El escenario casero se transforma, no obstante, por la presencia de dos mujeres con una relación amorosa y de compañía que sostenía la creatividad literaria de la escritora de la pareja. Su casa era un salón, una galería dedicada al arte contemporáneo que se abría paso en unas paredes que revelaban también un amor por las flores. Otra fotografía, tomada en Londres en 1936 por Cecil Beaton, simplemente coloca a Alice B. Toklas y Gertrude Stein frente a frente en un estudio vacío (Ilustración 7.10).


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Ambas imágenes son representaciones importantes y problemáticas. La representación de dos cosas, como Marjorie Garber ha mostrado en su estudio sobre la bisexualidad, incita el binarismo heterosexual subyacente que organiza de manera inconsciente el heteropatriarcado29. Vemos dos cosas, incluso dos piezas de fruta, y las encajamos en una narración. El observador proyecta una pareja en los términos estereotípicos de varón y mujer, esposo y esposa, y descubrimos que la base de esta suposición radica en una jerarquía imaginada entre las dos. En la fotografía de Beaton (Ilustración 7.10) dos figuras de un tamaño comparable se colocan en el mismo plano, confrontándose directamente la una a la otra. El binarismo heterosexuador implícito se frustra, obligando a una posibilidad semióticamente novedosa para que la pareja lesbiana suspenda el binarismo de la diferencia sexual y sugiera una “sexualidad de otra manera”, independiente del género y, por lo tanto, de la jerarquía. Las mujeres pueden significar la diferencia y el deseo sin hacer referencia a los términos de la diferencia sexual falocéntrica. Es en este sentido en el que la pensadora y novelista materialista lesbiana Monique Wittig defendía que las lesbianas no son “mujeres”. Esto no sería retrotraernos a las teorías de principios del siglo xx de un tercer sexo o de los hombres atrapados en cuerpos de mujeres. Siguiendo a Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Monique Wittig —una descendiente lingüística de Gertrude Stein— defiende que “mujer” no es una descripción naturalmente dada. Como en la dialéctica amo/esclavo que definía Hegel, “Mujer” es un término dentro de la economía patriarcal y heterosexual: mujer significa el poder ideológico y político de un hombre, de la misma manera que el esclavo es necesario para que el amo exista en cuanto amo. Wittig dice que la lesbiana rechaza la definición de “mujer” que deriva su significado de la pareja ideológica, sexual, económica y política, “hombre sobre mujer”. Destruir a la “mujer” no quiere decir que nuestra intención sea, a falta de la destrucción física, destruir el lesbianismo simultáneamente con las categorías del sexo (…). Lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías del sexo (mujer y hombre) porque el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer, ni económica ni política ni ideológicamente. Porque lo que hace a una mujer es una relación específica con un hombre, una relación que previamente hemos denominado servidumbre. Somos fugadas de nuestra clase, de la misma manera que los esclavos americanos lo eran cuando se escapaban y alcanzaban la libertad30.


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Ilustración 7.9. Man Ray, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, fotografía, 1922. Yale Collection of American Literature, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University Ilustración 7.10. Cecil Beaton, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, fotografía, 1936, Sotheby’s, Londres, Cecil Beaton Archive


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Estos cuadros de Lubaina Himid trabajan con la representación duplicada de las mujeres negras en diversos niveles conceptuales y semióticos. Cinco crea una doble exclusión: la de la mujer blanca que, debido a los legados coloniales aún operativos, reduciría a la mujer negra a ser su sirvienta, la otra que reconoce su supremacía blanca31; y la del hombre que privaría a ambas mujeres de su posibilidad de significar ninguna otra cosa que su otro suplementario y servil, la Mujer. Desde la década de 1920, las feministas han estado luchando con los términos de la transformación del género que yo denomino “la modernización de la diferencia sexual”. La cuestión de la sexualidad es tan crucial como la del lenguaje, porque ambas han revelado tener una correlación íntima a la hora de estructurar no solamente nuestras mentes y nuestros cuerpos, sino nuestras posibilidades e imaginaciones sociales: los horizontes mismos del sentido y del ser. “Lesbianizar” a esta pareja no es volverlas a inscribir en la apropiación por parte de la cultura masculinista y heterosexual de la lesbiana como un espectáculo visual exótico, evidente en el arte moderno canónico, desde El sueño de Gustave Courbet (1866, París, Musée du Petit Palais) hasta las escenas lésbicas de burdel de Toulouse-Lautrec que hemos analizado en el capítulo 4. Es señalar una reconstrucción feminista del lenguaje y de los signos visuales que permite que las “no-mujeres mujeres”, para recordar el neologismo de Julia Kristeva que analizamos en el capítulo 1, signifiquen como sujetos deseantes, sujetos de un deseo tanto personal como histórico que no puede ser imaginado, pensado o figurado dentro del sistema falocéntrico en el que la mujer es un signo únicamente del Hombre y para el Hombre32. Así pues, ¿qué es lo que está planeando la mujer que viste el abrigo de Gertrude Stein con su colega en su interior moderno europeo pero también moderno africano —pintado de un amarillo tan brillante que nadie podría entender cómo pudo llamarse a su mundo alguna vez el Continente Oscuro, excepto en la ignorancia que habitaba y proyectaba Occidente—?33 Jill Morgan escribe: Nuestra conversación con estos cuadros se produce entonces a través de la paleta de colores tan cargada psicológicamente. Las yuxtaposiciones, la elección de los colores tierra, armiño negro, rojo, azul turquesa, naranja, la reivindicación de la paleta de color de África y la forma de hundir el pincel en la historia del arte occidental. Lubaina ha entendido la importancia del color para controlar el significado. En el arte moderno, el color se ha utilizado para representar, para poseer, civilizaciones enteras, o para tomar colores sagrados para cierta forma de ver las cosas y usarlas como un espejo o como una clave para “nuevas” formas de ver34.


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En esta serie de cuadros, por lo tanto, Lubaina Himid despliega un procedimiento estético y semiótico que conscientemente conjuga las tradiciones artísticas occidentales, desde el Renacimiento hasta el arte moderno, con lo que ella inventa como signos de una historia de las mujeres africanas que se rebelan contra el cartografiado, la apropiación, la desinformación y la visualización europeas. Su fusión en los lienzos de una pintora figurativa de finales del siglo xx está conformada por (y conforma) lo que puede realizarse mediante una negociación autoconsciente de retóricas heredadas que generan un tipo especial de referencialidad dentro del campo de lucha de la pintura y de los diálogos acerca del arte. Los signos se refieren a las historias del arte, basándose en su carga estética y cultural para crear la posibilidad de significados poscoloniales en su reconfiguración pictórica actual. Ya desvinculados del tiempo y del lugar, del artista y de la intención, se convierten en elementos de un lenguaje inventado que ahora puede ser leído por quienes comparten el musée imaginaire de la diferenciación del canon. Sin embargo, estos signos procedentes del arte de los pasados occidental y africano han pasado por el prisma de una historia material que hace que cada elemento moderno —pincelada, color, atuendo, gesto, composición— revele los determinantes históricos (y políticos) que generaron en su primera aparición sobre el lienzo cultural: es decir, esas relaciones inevitables entre lo estético y lo social que la historia del arte moderno trata de borrar en los espacios cerrados y blancos del museo, el repositorio institucional del canon. La obra de Lubaina Himid nunca ha recibido un reconocimiento crítico adecuado en la prensa artística mayoritaria, ni siquiera cuando ha entrado en los espacios de exhibición del museo. En ocasiones, el silencio ha sido ensordecedor. En 1993, Venganza se exhibió en el Royal Festival Hall de Londres, mientras que, en la puerta de al lado, en la Hayward Gallery, Georgia O’Keeffe recibía su primera gran exposición en Gran Bretaña35. ¿Un “maestro antiguo”, o una “maestra antigua”, longeva y estadounidense, de la escuela moderna? ¿Alguien que se niega feminista, pero a la que las feministas reclaman? O’Keeffe fue objeto de una ráfaga de ataques abiertamente misóginos por parte de las reseñas de la sección de arte de la prensa, mientras que a Venganza apenas se le prestó atención. Parecía que hubiera un vínculo imaginativo entre lo que los guardianes del canon podían decir negativamente, en la década de 1990, acerca de una artista mujer blanca y vieja y la negación, mediante el silencio, de una mujer negra más joven que exponía en las proximidades. La maleducada ausencia de comentarios sobre los importantes cuadros que se exponían en Venganza parecía permitir la agresión aún más incontrolada


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hacia Georgia O’Keeffe, a cuya obra se le interrogaba sistemáticamente sobre la calidad y la ambición de su pintura debido a su reputación supuestamente inmerecida como pintora36. Esto revelaba claramente la potencia que aún tenía la inversión simbólica en la pintura misma y la necesidad de proteger esa práctica a cualquier precio de las “mujeres”. PINTURA HISTÓRICA Lubaina Himid define su proyecto: la creación de mitos, el cuestionamiento de la historia y la invención de nuevas narrativas. Son estrategias necesarias de re-visión para posibilitar una respuesta a la pregunta: ¿cómo pueden las personas negras rescatar un futuro a partir de la devastación de su pasado? En determinado nivel, su obra ha puesto en escena sistemáticamente, en una serie de obras individuales, instalaciones y exposiciones, el problema de la pérdida, del duelo, de la ausencia. Pero, representándolas mediante intervenciones en un concepto retrabajado de “pintura histórica”, la práctica artística se convierte en una representación estratégica, que señala tanto sus propias historias culturales como el campo histórico que ha condicionado y determinado la representación cultural. Las artistas se sitúan a sí mismas en las historias del arte, usando el almacén del pasado de muchas culturas para proporcionarse medios y ambiciones, apoyos e indicaciones para sus propias prácticas. La historia canónica del arte se puede definir como una especie de policía de fronteras que vigilia la visibilidad de los vínculos, los préstamos, las genealogías que se van a reconocer, mientras que otras se convierten en aberrantes, ignorantes, incorrectas o directamente invisibles. Así que debe haber un duelo por la historia y debe haber una venganza artística sobre el canon que es el apoyo simbólico y estético de una historia demasiado selectiva y siempre seleccionadora. La historia de las mujeres artistas de ascendencia africana en la historia del arte occidental era una página eliminada en la historia del arte hasta la década de 1970. Edmonia Lewis (Ilustración 2.3) era la única artista afroamericana que figuraba en la salva inicial de Eleanor Tufts para una reescritura feminista de la historia del arte, Our Hidden Heritage: Five Centuries of Women Artists (1974)37. En 1876 Edmonia Lewis produjo La muerte de Cleopatra (Ilustración 6.6), recientemente redescubierta en un suburbio de Chicago, donde había sido abandonada después de haber servido como lápida de un caballo de carreras que llevaba el nombre de la monarca egipcia. Cleopatra fue una inspiración para muchas de


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las escultoras americanas contemporáneas de Lewis, incluyendo a Margaret Foley; por su parte, Anne Whitney creó una monumental figura alegórica llamada sencillamente África (1863-1864), que, no obstante, recuerda a la iconografía de la Cleopatra agonizante o muerta. El mensaje político de África es que este gran pueblo o continente se está despertando de un largo sueño. Pero “África” está feminizada. Siendo como era potente esta declaración a gran escala, y motivada como estaba dentro de los límites liberales del abolicionismo blanco y la política feminista del siglo xix, la postura reclinada de la mujer esculpida borra la historia dinámica de transformación y concomitante resistencia en un lugar real, cayendo en el tropo occidental de la feminidad como naturaleza, pasividad, sueño y muerte que Cleopatra significaba repetidamente en Occidente. La transcodificación del territorio en cuerpo, de África en mujer, abole cualquier significado histórico para los pueblos africanos, revelando el arraigo profundo de la imaginería occidental en la condensación metafórica de la racialización y el género. La feminización implica, no obstante, en el fondo de los pliegues del movimiento alegórico, una sexualización de África, invadida, violada, esclavizada, enmudecida y convertida en un pretexto para la salvación colonial: castración y decapitación. Por somero que sea este resumen, sirve para exponer el abismo que separa a la historiadora de arte feminista blanca de la artista negra en términos de los deseos que puede alimentar el redescubrimiento del pasado. Por mucho que yo haya apuntado que debemos cuestionar el deseo de un ego ideal en una historia reescrita de “grandes mujeres artistas”, al menos están ahí para aquellas feministas blancas que quieran ese consuelo. Lubaina Himid debe encontrarse en una relación diferente incluso con el canon feminista que se está formando lentamente. Su historia, por supuesto, incluye como precursora a Artemisia Gentileschi, pues todo el canon occidental le pertenece en cuanto artista británica contemporánea y en cuanto artista de la desterritorialización poscolonial. Pero, en esos momentos en los que surge un deseo especial de apoyo figurativo de su especificidad histórica, social y cultural, Lubaina Himid debe negociar también la desaparición, la ausencia y un trauma más estructural de pérdida y duelo ocasionado por el crimen histórico de la esclavitud y por la cruel explotación económica creada por el “reparto de África” en el siglo xix. La pérdida atañe tanto a una “persona amada”, mediante la biografía personal, como a un país, a culturas, posibilidades o un ideal. El trabajo de crearse un lugar propio en una historia reclamando y, al mismo tiempo, desafiando el canon como recurso encuentra su eco en la serie titulada La colección francesa (1991) de la artista afroamericana Faith Ringgold


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Empleando el medio que ella misma ha desarrollado, una combinación de colchas de retazos y pintura, Faith Ringgold coloca a las mujeres negras en los espacios e imágenes mismos que constituyen el canon tanto blanco como masculino. Bailando en el Louvre (Ilustración 1.2) coloca alegremente a una joven afroamericana en la sagrada galería en la que la Mona Lisa casi sonríe con perplejidad a los cientos de miles de amantes del arte y turistas. ¿Es eso lo que Lubaina Himid pretendía con Venganza? Esta llamada para una renovada fusión de la historia y de la pintura podría parecer una paradoja, cuando no un callejón sin salida, dado que la crítica cultural feminista ha sido escéptica y cauta sobre los espacios cooptados de la renovada tradición heroica de la gran pintura, así como sobre los pastiches irónicos de la pintura histórica —el regreso a una valoración dictada por el mercado de la pintura y en general de su sujeto autoral38—. La crítica feminista también ha contemplado con angustia la pintura, dada la carga exclusivamente masculina que ha llevado, en ausencia de las historias adecuadas de mujeres y pintura39. La práctica de Lubaina Himid en la década de 1990 nos obliga a confrontar un valor estratégico, porque reclama ese territorio de representación y ese “arma”, la pintura, precisamente por toda esa carga ideológica y por su inmenso estatus simbólico. Colores, espacios, figuras, gestos, superficies, maneras de aplicar la pintura sobre el lienzo, ofrecen una invitación a leer haciendo referencia a —y diferenciándose de— las representaciones dominantes de la cultura patriarcal colonial. Estos cuadros, que son obra de una artista negra y que tratan sobre ella en los espacios de la (pos)modernidad, plantean la pregunta: ¿Cómo se puede de hecho ser descrita y vista en los espacios del arte? En la medida en que las artistas negras ocupan los espacios de representación, interviniendo en las historias sociales del arte en el nivel tanto de la imagen como del signo, para producir significado, las mujeres blancas tienen la obligación simultánea de entablar un diálogo con esa obra que pueda a la vez reconocer su diferencia y buscar identificar la especificidad de la posición desde la que se enuncia, permitiendo que esa posición marque una diferencia real con las historias radicalmente nuevas que estamos todas en proceso de crear. En las composiciones de los cuadros de la exposición Venganza, como en la obra de Mary Cassatt, hay una posición implícita del espectador —remando en la barca, en algún lugar entre el público, en otra mesa del café—. El dispositivo calculado de un “espacio afuera” o más allá y, sin embargo, implícito dentro de los espacios representados, presupone a esos otros muchos a quienes los cuadros se dirigen diferencialmente. Esa relación no es la del maestro/espectador. Es potencialmente dialógica y múltiple.


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Esta idea de la pintura histórica —que debe mantenerse a distancia de la especificidad teórica e histórica de su teorización en las teorías académicas del siglo xviii— subraya la necesidad de la historia como la base del impulso de representación y la condición de cualquier lectura. Se requiere una respuesta. El silencio significaría que la diferencia se ha vuelto inefable o que la obra no tiene importancia. Leer es, como ha defendido Mieke Bal, una respuesta posicionada que siempre es un procesamiento activo de signos40. Leer es una manera de implicarse y animar la productividad de un texto visual sin negar el carácter concreto de su visualidad. En el contexto racista de la cultura contemporánea, el hecho de no leer —de no procesar los signos— es peor que una lectura equivocada. Es un asesinato cultural, que niega cualquier efecto a la obra y rechaza reconocer la necesidad de llevar duelo por un pasado que nos ha degradado a todos. SOBRE DUELO Y MELANCOLÍA después del duelo viene la venganza. lubaina himid Sigmund Freud analizó el duelo como algo muy semejante a la melancolía, es decir, a la depresión. “El duelo es habitualmente la reacción a la pérdida de una persona amada, o a la pérdida de alguna abstracción que ha ocupado ese lugar, como el país natal, la libertad, un ideal, etc.”41. La diáspora es una condición de la pena. La historia nos da muchas cosas de las que dolernos. Freud escribió acerca de “el trabajo de duelo” (Trauerarbeit), el proceso de ajustarse lenta y dolorosamente a la realidad que nos dice que el objeto, el lugar o el ideal amado ya no existe, o que no puede ser recuperado. Tan intenso puede ser el rechazo a renunciar a la inversión libidinal, que el sujeto puede apartarse por completo de la realidad, aferrándose al objeto perdido con un celo alucinatorio. Lenta, dolorosamente y poco a poco, con un enorme gasto de tiempo y energía, y mientras tanto prolongando la existencia del objeto perdido, la libido apegada al objeto se expulsa y se hipercatexia, se separa y se libera, haciendo de nuevo al yo “libre y desinhibido”42. La depresión sigue un camino semejante, pero hay una diferencia: “En el duelo, el mundo se ha vuelto pobre y vacío; en la melancolía es el yo mismo”43. En la depresión, por lo tanto, el yo interioriza la pérdida y la ira asociada con la violencia de la pérdida. Dirigida hacia el propio yo, esto puede resultar en situaciones extremas de violencia contra el yo: suicidio.


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Seguir atrapado en un duelo incompleto y caer en la depresión es volver hacia sí mismo la sensación de pérdida, degradar y devaluar el yo, permitirse seguir siendo la víctima. Dolerse de la pérdida, sin embargo, es analizar el significado de lo que se siente como perdido, y liberar al sujeto creativo para la acción, para un futuro que escape de quedar atrapado en un pasado deprimente. Esto no quiere decir que se minimice la violencia o el horror: más bien anima a separarlo de uno mismo y a negarse —cosa que no puede hacer el melancólico— a sentirse responsable por la pérdida que se ha sufrido. La práctica artística es por lo tanto más que un proceso terapéutico. Requiere del duelo para llegar a ella, para que haya una separación del trauma, para que el artista pueda liberar su creatividad. El arte entonces vuelve a poner en escena como un acto público, histórico, un proceso que debe ser articulado públicamente, es decir, de manera simbólica, después del Trauerarbeit. Así, después del Duelo viene la Venganza. Melanie Klein llegó más lejos que Freud y generalizó la lucha de la psique humana con la pérdida como una condición fundadora de la subjetividad. Todos nosotros tenemos que lidiar con la pérdida de objetos que, en algún momento, hemos sentido que eran parte de nosotros, por ejemplo, cuando el niño debe reconocer la autonomía de los padres que hasta ese momento han funcionado como objetos parciales que podían incorporarse dentro del mundo arcaico del infante. Este temprano encuentro con la pérdida produce lo que Klein llamaba la “posición depresiva”, que es estructural para la formación de la subjetividad. Contemporánea a la posición depresiva, sin embargo, está el surgimiento compensatorio de una fantasía de ser capaz de reparar la pérdida y restaurar la destrucción violenta que el sujeto infante imagina que ha infligido, en la fantasía, contra sus objetos perdidos. El equilibrio entre la angustia depresiva y la capacidad de reparar puede mantenerse únicamente si el yo resulta al mismo tiempo constituido de manera segura y de una forma que pueda tolerar la angustia depresiva ocasionada por la conciencia de la pérdida y la liberación de la venganza. Si el yo puede soportar la angustia sin una dependencia indebida de las defensas maníacas que lo alejan de la realidad, entonces el deseo de restaurar y reparar libera energías creativas, productivas. Melanie Klein describe el duelo en las etapas posteriores de la vida como un revivir esas tempranas angustias depresivas que pueden consolarse únicamente siendo capaces de “recrear” los objetos internos que se han perdido. Hanna Segal vincula la pareja depresivo/reparativo directamente con la capacidad de emplear símbolos en general y con las pulsiones hacia la actividad artística. La creatividad artística


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incide en esta fusión de una angustia depresiva gestionada y de la capacidad reforzada del yo de re-crear simbólicamente, de manera vicaria, a través de palabras o de cosas44. Hanna Segal cita los perspicaces textos de Proust sobre la relación del arte con el deseo de restaurar un mundo interior perdido y derruido. La capacidad de desplegar medios simbólicos e imaginarios para dar forma a un mundo, una representación sustituta para el alivio del trauma, surge a medida que el sujeto se “aparta” del trauma. Aquí también las cuestiones del duelo y de su resolución han de distinguirse de la depresión, del yo que es poseído por su sufrimiento. Solo si uno es capaz de tolerar y superar la angustia depresiva, a la vez que aprovecha sus apremios, puede haber creatividad, es decir, venganza, una re-creación particular, históricamente cargada, que es diferente del anhelo nostálgico por una plenitud perdida. El núcleo de la exposición Venganza, de Lubaina Himid, era un memorial en proyecto basado en una fuente. La idea central era evocar la pérdida de la creatividad causada por las atrocidades del Pasaje del Medio: tejedoras, alfareras, escultoras, tallistas perdidas en el fondo del Atlántico durante los siglos del comercio esclavista. En el siglo xviii, solamente sobrevivía una de cada siete personas africanas capturadas durante el transporte a través del Atlántico hasta las Américas. Los esclavistas estaban asegurados contra la pérdida, recibían un pago de treinta libras por cuerpo. Así, a las personas africanas enfermas o moribundas a menudo se les tiraba por la borda para ahorrar las reservas de agua potable. La artista escribe sobre un estudio para un cuadro titulado Memorial para Zong, a partir de un caso histórico: Agua, aguas profundas, saladas. Barcos de madera. Telas que envuelven las heridas, empapadas en sangre. Agua potable, la clave de la vida. Velas banderas inglesas banderas españolas, banderas portuguesas ondeando. Velas henchidas. Salpicaduras, cuerpo tras cuerpo arrojado por la borda, demasiado enfermo para ser útil. Demasiado enfermo incluso para trabajar. Muerto. Del susto, de las palizas, de las heridas. Cuerpo tras cuerpo arrojado por la borda, salpica. 30 libras se reclaman por cada cuerpo. Seguros. Las personas enfermas no merecen que se desperdicie el agua en ellas. Agua potable. Arrojados por la borda al mar. Agua salada.45

Así como Primo Levi insistía en que quienes sobrevivieron al Holocausto deben siempre dar testimonio de las atrocidades cometidas en Europa contra el pueblo judío, el pueblo romaní, las comunidades lesbiana y gay y las disiden-


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cias políticas, así los descendientes de esas personas africanas perdidas y esclavizadas deben garantizar que los acontecimientos de su trauma no se olvidan, que la atrocidad se recuerda y que todo el mundo se confronta con ella46. El epígrafe que Primo Levi usó para su último libro, su testamento, Los hundidos y los salvados (un título con especial resonancia en este contexto africano), es relevante para esta narración de los relatos, para lo que yo llamaría tanto la cura de palabras como de pintura: Puesto que, en esta hora incierta Esa agonía regresa Y hasta que mi horrible cuento se cuente, Este corazón dentro de mí arde47

Después de admitir la responsabilidad ante su memorial y su monumento y después de toda la panoplia del duelo, que solamente puede acontecer cuando las muertes mismas se han reconocido, viene la venganza. Para Lubaina Himid esto supone una intervención activa en la historia —estrategias para el futuro que no impliquen represalias personales sobre individuos, sino una ira movilizadora contra aquellas fuerzas históricas que crean el racismo, el imperialismo, la opresión de clase y de género—. PACTO VERSUS TERRORISMO En su estudio de las angustias en torno a la condición de extranjería, Extranjeros para nosotros mismos, Julia Kristeva cita el relato bíblico de Rut la moabita, cuya diferencia reparó el desastre que afligía a la familia de Noemí y, en una escala mayor, introdujo a una extranjera en la legendaria familia real del pueblo de Israel48. Rut era una extranjera que se convirtió en inmigrante en la Tierra de Israel y se sumó a su pueblo, su cultura y su religión mediante un pacto hecho con otra mujer, su doliente suegra Noemí. El Libro de Rut es un relato sobre la pobreza, la pérdida, la muerte y el duelo, que ofrece, mediante esta imagen única de un pacto entre dos mujeres, un relato de alianza que rechaza los marcadores de yo y otro, dentro y fuera, nativa o extranjera. En la actual crisis europea sobre la inmigración —sobre la confrontación con la diferencia— en su contexto global actual, Kristeva emplea este relato de afinidad electiva para señalar sobre la actual xenofobia:


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La situación pide, necesariamente, lo que yo defino como una especie de mediación personal, a través de la religión, del psicoanálisis o simplemente del trabajo sobre uno mismo. Supondría preguntarse: ¿Por qué me irritan tanto los extranjeros? Puede que haya algo raro en mí, algún problema no resuelto, algo inquietante, umheimliche, según la formulación alemana de Freud, algo que me disgusta y, en lugar de resolver este problema conmigo mismo, lo proyecto en el extranjero como chivo expiatorio, como conductor de la electricidad de todos nuestros ... problemas (rellénese con el espacio nacional de cada uno). Este autoanálisis individual microscópico, que en realidad supone hacer las paces con nuestros demonios interiores, con nuestro propio infierno, podría aportar un entendimiento y una ayuda mutuos que podría contribuir a los derechos humanos49.

¿Qué tiene que ver este ajuste de cuentas con los demonios privados de cada uno con los problemas políticos del racismo y el nuevo fenómeno social que está haciendo tales estragos hoy en Europa, el neotribalismo? ¿Puede el psicoanálisis influir en el pensamiento histórico y político sobre las amenazas que plantea la violencia contra los pueblos y las respuestas violentas que están surgiendo bajo las formas de las políticas identitarias y de las formas nacionalistas, incluso fascistas, de neotribalismo? Hay personas, se diría, a las que se les permite distanciarse de su propia violencia y autoodio inaceptables — de su depresión, por así decirlo— y usar a quienes convierten en “otros” como su chivo expiatorio. Pero si conectamos este pensamiento con la articulación específicamente feminista del problema que hace Kristeva en “El tiempo de las mujeres”, podemos forjar un análisis feminista del duelo, la violencia y la despolitización a las que las luchas de las mujeres se han vuelto susceptibles50. En una sección llamada “El terror del poder y el poder del terrorismo”, Julia Kristeva señala las respuestas contradictorias de las mujeres occidentales modernas ante su exclusión histórica del poder dentro del Estado-nación: contrapoder y contrasociedad. En un caso, las mujeres antes excluidas se sobreidentifican con los sistemas de poder del actual patriarcado blanco ahora que se les ha permitido un estatus “masculino” honorario dentro de este. Abrazan sus normas y sistemas y se convierten en defensoras y ejecutoras ardientes: en las empresas o en los aparatos burocráticos. El reverso de esta inversión es la creación de una contrasociedad imaginada como lo opuesto de lo que nos oprime: un mundo femenino de armonía, separación y libertad idealizadas. Esta última tendencia exhibe una fuerte propensión a hacer chivos expiatorios. Establecida


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sobre binarismos fijados, los ideales de las contrasociedades requieren la expulsión del elemento excluido, lo que crea una parte culpable, cuya causa es errónea. El chivo expiatorio puede ser el extranjero, el capitalismo, las otras “razas” o, en términos de los grupos minoritarios, las personas blancas o los hombres. Más allá de esto, sin embargo, Kristeva percibe la respuesta del terrorismo: la revelación extrema de la violencia implacable que, en un sistema únicamente falocéntrico, constituye todo contrato simbólico. Las dos formas del feminismo moderno —asimilación al Estado-nación y contracultura separatista que idealiza una esencia de mujer o una versión étnica de la identidad— son medios de “autodefensa en la lucha para salvaguardar la identidad” contra la explotación aún violenta de las mujeres. Es una forma controlada de paranoia. Pero resulta peligrosa cuando un sujeto se siente “excluido del estrato sociosimbólico” y se convierte en “el agente poseído” de la violencia por la que siente que su ser psíquico y social es insoportablemente violentado 51. Estas diversas respuestas constituyen las de una forma específica del extranjero —”mujer” como el signo de violento extrañamiento dentro del sistema patriarcal blanco—, quien, a través de migraciones históricas, se convierte en portador de alejamientos múltiples e interrelacionados. Las mujeres acaban por convertirse en extranjeras de sí mismas, otras dentro del “signo” mujer. En lugar de estas frustraciones y opresiones a menudo intolerables, buscamos formas de escapar. Muchas de estas son búsquedas regresivas del cumplimiento arcaico de alguna fantasía de unidad —de identidad, de fijeza, de completitud, de la Madre/Tierra Natal—. Otras soluciones tratan de expulsar la violencia que se nos ha hecho, mientras que a la vez intentan poseerla. Sin un análisis, tanto a un nivel micro como macro, de la subjetividad y de los sistemas sociales mediante los que estamos articuladas, corremos el riesgo de vernos atrapadas dentro de ambos, de manera imaginativa tanto como sociológica, reproduciendo los sistemas de poder de forma que solamente podamos buscar soluciones temporales, identidades compuestas de un caleidoscopio cambiante de nuevos extrañamientos. Aunque en apariencia desafían el canon en cuanto el rostro y el espacio académico de la cultura hegemónica patriarcal y colonial, las áreas de los estudios especializados, vigiladas por las ideas de autenticidad y de propiedad de sí, ofrecen un espejismo de identidad lograda que solo puede sostenerse momentáneamente haciendo otro a otra persona, lo que a menudo supone invertir los términos actuales del extrañamiento: se excluye a los hombres de los estudios feministas, los blancos se convierten en el otro de los estudios afroamericanos (y, en la ácida canción de Tom Lehrer, “todo el mundo odia al judío”).


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El feminismo no es únicamente el estudio de las mujeres o del género: es la politización de los temas de la diferencia sexual como opresión sexual en todas las configuraciones de su especificidad histórica y geopolítica. La promesa del proyecto político del feminismo es dirigirse a las personas a través de las divisiones sociales profundas y obscenas apelando a las “mujeres”, nombrando como opresión la otredad de lo femenino y la feminización como un medio de hacer otro. Al mismo tiempo, el feminismo tiene que confrontar la cuestión de la extranjeridad, de la diferencia y de la violencia dentro de sí —las mujeres son violentadas de múltiples maneras por la clase y el racismo—. Es decir, tiene que reconocer la fuerza ineludible de la contradicción y el antagonismo que no puede desaparecer por arte de magia o derivarse a subgrupos incluso más pequeños en los que se pueda disfrutar temporalmente de la unidad. El argumento de Julia Kristeva es que el orden social falocéntrico se afirma sobre la base del sacrificio —renunciando a la fantasía arcaica de unidad o de identidad lograda para acceder al lenguaje, la sexualidad y la socialidad—. El sacrificio de nuestra completitud imaginada y de nuestra corporeidad arcaizante ante lo Simbólico, ante el lenguaje y la representación, se experimenta como violencia: ese es el significado alegórico de “castración” —el único contrato que conoce el falocéntrico—. Pero el orden social normalmente doma y ata la violencia que crea, mediante el arte, la religión y sus instituciones sociales. Julia Kristeva nos advierte: “El rechazo del orden social nos expone al riesgo de que la supuestamente buena sustancia, una vez que esté desencadenada, explote, sin nada que la doblegue, sin ley ni derecho, para convertirse en absoluta arbitrariedad”52. El fascismo y el estalinismo son ejemplos modernos de esa violencia arbitraria, y hay muchos ejemplos de esta erupción en la Europa, India, América y África contemporáneas. Una mera tolerancia de la diferencia que adopta la forma posmoderna del pluralismo liberal no se enfrenta a ese peligro o a sus condiciones estructurales: la construcción falocéntrica de la diferencia como una separación violenta y violentadora, esa cuya elevación a un nivel de comprensión tanto teórica como histórica ha sido uno de los proyectos políticos del feminismo, como la condición del trabajo, el cambio y el conocimiento políticos. En un movimiento artístico y teórico radical que nos lleva más allá de la lógica aún fálica del análisis —importante, pese a todo— del extranjero que hace Julia Kristeva, Bracha Lichtenberg Ettinger ha identificado la posibilidad de otro estrato y estructura para la subjetividad “en lo femenino” que ella denomina “la Matriz”. En la Matriz, la diferencia siempre es ya una dimensión de la subjetividad; no se introduce como un corte violento que en último término


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está significado por la castración. La Matriz significa lo que no ha sido ni asimilado ni rechazado, la co-emergencia de la fantasía ni simbiótica ni agresiva que se asocia con las intimidades de la madre prenatal y el infante, que deposita dentro de cada sujeto una experiencia de la especificidad invisible de la corporeidad femenina como el recurso para las fantasías posteriores de los vínculos límite y los efectos subjetivos compartidos, buenos y malos. Bracha Lichtenberg Ettinger nos invita a reconocer una diferencia formativa y mínima, activa desde la concepción del sujeto y que no se basa en el corte, la ruptura y su violencia concomitante. Desplazar la alegoría de Rut y Noemí hasta el nivel del psicoanálisis lacaniano de la última época nos permite ver esa distinción como un “siempre ahí”, un estrato de la subjetividad, —la presencia de un no-yo desconocido de mi propia creación: el desconocido no-yo del infante para la madre-que-deviene, y de la madre fantaseada para el infante-que-deviene. Es a esta matriz de compañeros-en-la-diferencia a lo que Bracha Lichtenberg Ettinger llama lo femenino —no un derivativo de cualquier definición de “mujeres” en el emparejamiento falocéntrico “hombre y mujer”, ni tampoco una referencia a un determinismo anatómico—. La Matriz como significante de lo femenino en un Simbólico ampliado y pluralizado nos permite imaginar y significar un futuro más allá del duelo y más allá de la venganza, y lo vincula con los cuadros de Lubaina Himid porque trabaja con una estructura imaginaria de subjetividad y diferencia en el varios que, no obstante, se abre a la dialéctica del yo y del no-yo más allá de los tropos actuales del sexismo y el racismo. Después del duelo viene la venganza. La obra de Lubaina Himid sobre los lienzos de la pintura y de las historias de la representación hace una labor de intervención histórica tanto en el conocimiento como en la estética. Sus obras usan la historia para huir de una vinculación neurótica, tanto con un pasado perdido como con un momento perdido de la historia de cada sujeto. Al habérsele dado reconocimiento simbólico, y por lo tanto al habérselo liberado a través del memorial de la forma cultural, su dolor puede centrarse ahora en la venganza creativa contra el pasado abyecto que debe imaginar un futuro “en una diferencia reconocedora femenina”. Esta no es la violencia de la mujer terrorista que, como la depresiva, internaliza su victimización y se convierte en un mero “agente poseído”. La venganza pide estrategas que propongan reuniones y diálogos de mujer a mujer para reformular los mapas del mundo, del conocimiento, de nuestras subjetividades, repasar los pasos de la colonización y la diáspora, de la migración y la invasión, para nombrar a los enemigos —los de ahí fuera y los de dentro de nuestros diferentes yoes—, para crear las posibi-


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lidades de alianza, de hacer pactos de mujer a mujer que crucen las enemistades históricas en una política ética que reconozca las contradicciones reales de la diferencia sexual y social, pero que pueda imaginar esas diferencias como elementos creativos entre “compañeros-en-la-diferencia”53. En este sentido, la obra de Lubaina Himid como pintora histórica, como artista que hace cuadros de una audaz intensidad que conjuran vívidamente imágenes cargadas de significado —maneras del arte moderno que rechazan el escapismo del arte moderno desde la materia histórica de la posmodernidad—, induce una serie de significados específicos para el “feminismo”. Son el índice de una comprensión política de las realidades de la violencia, el sufrimiento, el antagonismo. Pero también proponen a quienes llevamos luto que deberíamos crear estrategias para cambiar. No me siento excluida de las cenas, de los cruceros o de la asistencia a esas performances culturales radicales. Como mujer blanca no puedo ser visible dentro de su marco sin poner en riesgo la visibilidad de Lubaina y de sus hermanas negras sobre el escenario de la historia. Puedo, sin embargo, desear estar “presente” mediante la identificación —mediante un gesto como el de Rut de afiliación, invirtiendo las relaciones coloniales sobre quién es la extranjera— en esas reuniones. La larga trayectoria histórica del feminismo se ve confrontada por nuevos imperativos en la articulación de las necesidades y deseos, diversos y a veces antagonistas, de las “mujeres”. Su futuro político deberá radicar en el forjado de alianzas entre los grupos sociales contradictorios que, sin embargo, comparten la designación mujeres. El relato de Rut, la moabita, y Noemí, la judía, (Ilustración 7.11) representa, desde mi propia cultura, una narración tanto de una afiliación cultural electiva como de una pérdida voluntaria de la “identidad cultural” originaria, una narración que termina con el nacimiento de un niño, una alegoría de la creación de un futuro vivo en lugar de la esterilidad de un pasado marcado por la pérdida y el desplazamiento, el extrañamiento. Rut y Noemí, con el niño que comparten, así como las parejas estrategas de las pinturas históricas de Lubaina Himid, con su futuro de vida creada, colocan ante nosotras —mediante una creatividad simbólica— imágenes de alianza, de identificación-en-la-diferencia, pero no de identidad. Dotadas de un formato artístico, son alegorías históricas, su textualidad pictórica y visual requiere que se lean como los relatos que proporcionaban los materiales para la pintura histórica barroca. La posible lectura de la sexualidad de las mujeres dedicadas a debatir el futuro funciona precisamente para refutar la semejanza patriarcal atribuida a las mujeres. El amor lesbiano es el amor no de la misma persona


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sino de una persona diferente que puede ocupar metafóricamente, dentro del feminismo, un modelo en el cual la diferencia no sea la línea de demarcación violenta sino la condición necesaria del deseo, la base de la alianza en la diferencia reconocida tanto dentro como en/de/desde lo femenino.

Ilustración 7.11. Jan Victors, Ruth y Noemí, 1653, óleo sobre lienzo, 108,5 × 137 cm. Nueva York, Sotheby Parke Bernet


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Freud, Sigmund, “Mourning and Melancholia” [1917], en On Metapsychology, Penguin Freud Library, vol. 11, Harmondsworth, Penguin Books, 1984 [ed. org.: “Trauer und Melancholie”, G.S., vol. 5, p. 535; G.W, vol. 10, p. 428.; ed. esp.: “Duelo y melancolía”, en Obras completas, volumen XIV, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1976] pp. 251-252. Himid, Lubaina, Revenge: A Masque in Five Tableaux, Rochdale, Rochdale Art Gallery, 1992, p. 18. Para una lectura exhaustiva de Revenge: A Masque in Five Tableaux, véase Beckett, Jane y Cherry, Deborah, “Clues to Events”, en Mieke Bal y Inge Boer (ed.), The Point of Theory: Practices of Cultural Analysis, Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994, pp. 48-55. Ibíd., p. 51. Carol Duncan y Allan Wallach han cartografiado la función ceremonial y ritual del museo de arte moderno señalando el emplazamiento estratégico de las obras clave para el relato del arte moderno, que se narra espacialmente de acuerdo con los conceptos ideológicos de las características individuales y sociales de las sociedades capitalistas. Véase su artículo “The Museum of Modern Art as Late Capitalist Ritual: An Iconographic Analysis”, Marxist Perspectives 1, 1978, pp. 28-51. Esta expresión procede de la obra de Gerardo Mosquera, que la emplea para garantizar la inclusividad en el debate de las culturas mundiales, para muchas de las cuales el concepto occidental del arte es inaplicable. Descubrí este concepto en un seminario sobre comisariado en el Bard College, en 1994. Fisher, Jean, “Editorial: Some Thoughts on Contamination”, Third Text 32, 1995, p. 5. Véase la primera formulación que hizo Fredric Jameson en “Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism”, New Left Review 146, julio-agosto de 1984, pp. 53-93. Ibíd., p. 68. Véase mi libro Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992, que documenta cómo me doy cuenta, a trompicones, de esta cuestión. Adorno, Theodor W, “Commitment”, en The Essential Frankfurt School Reader, Andrew Arato y Eike Gebhardt (eds.), Nueva York, Urizen Books, 1978, pp. 300-318 [ed. esp.: “Compromiso”, en Notas sobre literatura. Obra completa, vol. 11, Alfredo Brotons Muñoz (trad.), Tres Cantos, Akal, 2003]. Tawadros, Gilane, “Beyond the Boundary: Three Black Women Artists in Britain”, Third Text 8/9, 1989, p. 150. Ibíd. Ibíd. La exposición clásica de este caso se encuentra en Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers, Nueva York y Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984. Clark argumenta que la simple representación de un contenido contemporáneo no basta para hablar de “arte moderno”. El arte moderno es una estructura de representación concreta de la modernidad que solamente es moderno si le da a esa modernidad la forma de “el espectáculo”. Parece ser que la obra de Tissot no lo hace. Garb, Tamar, Bodies of Modernity: Figure and Flesh in Fin de Siècle France, Londres, Thames & Hudson, 1998, incluye un análisis feminista de la serie de Tissot Mujeres de París, y próximamente se publicará un volumen de ensayos a partir de un congreso sobre Tissot celebrado en la Art Gallery de Ontario en 1997. Spivak, Gayatri, “The Rani of Sirmur. An Essay in Reading the Archives”, History and Theory 24, 3, 1985, pp. 245-272. Lubaina Himid, citada por Sulter, Maud, “Without Tides, No Maps”, en Revenge, op. cit., p. 31. Pollock, Griselda, “Modernity and the Spaces of Femininity”, en Vision and Difference: Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988 [ed. esp.: Visión y diferencia, Azucena Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013], y Garb, Tamar, Women Impressionists, Oxford, Phaidon Press, 1986. Citado en Jill Morgan, “Women Artists and Modernism”, en Revenge, Rochdale Art Gallery, 1992, p. 22.

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21 Ibíd. 22 Ibíd., pp. 22-23. 23 Benstock, Shari, Women of the Left Bank 1900-1940, Londres, Virago Press, 1987 [ed. esp.: Mujeres de la “rive gauche” París 1900-1940, Víctor Pozando (trad.), Barcelona, Lumen, 1992]. prefacio, n. p. 24 Weiss, Andrea, Paris Was a Woman, Londres, Pandora Books, 1996 [ed. esp.: París era mujer, Concha Cardeñoso (trad.), Madrid/Barcelona, Egales, 2014]. 25 Véase Clayson, Hollis, Painted Love: Prostitution in the French Art of Impressionism, New Haven y Londres, Yale University Press, 1991. 26 Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, Chicago, University of Chicago Press, 1985. Hablaremos más sobre esto en el capítulo 9. 27 Baker, Jean-Claude y Chase, Chris, Josephine: The Josephine Baker Story, Holbrook, Mass., Adams Publishing, 1993, p. 4. 28 Himid, Lubaina, “In the Woodpile: Black Women Artists and the Modern Woman”, Feminist Art News 3, 4, 1990, pp. 2-3. Lubaina Himid hizo un retrato de Gertrude Stein (1986). 29 Garber, Marjorie, “Bisexuality and Vegetable Love”, en Public Fantasies, Lee Edelman y Joseph Roach (eds.), Londres y Nueva York, Routledge, 1998. 30 Wittig, Monique, “One Is Not Born a Woman”, en Henry Abelove et aI. (eds.), The Lesbian and Gay Reader, Londres y Nueva York, Routledge, 1993 [ed. org.: “On ne naît pas femme”, Questions féministes, n°8, mayo de 1980, pp. 75-84; ed. esp.: “No se nace mujer”, en El pensamiento heterosexual y otros ensayos, Paco Vidarte y Javier Sáez (trads.), Madrid/Barcelona, Editorial Egales, 2006], p. 108. 31 Wittig plantea también que la racialización es un proceso comparable a la feminización (p. 104); antes de la llegada de la realidad socioeconómica de la esclavitud negra, el concepto moderno de raza no existía. La visión se convierte en el medio de naturalizar identidades imaginarias e impuestas como “negro” o “mujer”. 32 Para un argumento comparable desarrollado en un nivel muy superior, véase Lauretis, Teresa de, The Practice of Love: Lesbian Sexuality and Perverse Desire, Bloomington, Indiana University Press, 1994. 33 El abrigo de Gertrude Stein apunta a que esta rebelde de vanguardia, una judía lesbiana a la que se llegó a llamar “la madre del arte moderno”, pasa el testigo a las mujeres que, de una manera tan radical como hizo ella, reordenarán nuestra cultura con sus obras. Stein es una de las escritoras modernas más radicales, cuya transformación del lenguaje se corresponde con la revolución cubista en las artes visuales y que rompió con la carga tradicional del romanticismo, el naturalismo y el lirismo para crear, mediante un realismo moderno radical, un medio de hablar de lo que había reprimido la cultura occidental. El reconocimiento y la identificación con Stein mediante el abrigomanto-atuendo-estilo-presencia-arte activa una relación visual y conceptual entre las mujeres negras de Lubaina Himid y este momento histórico en el que las mujeres intervinieron en la modernización de la cultura y de la sexualidad. Sobre la importancia de Stein como presencia tanto intelectual como social en la mente y el cuerpo de una mujer, véase Stimpson, Catherine, “The somagrams of Gertrude Stein”, en The Female Body in Western Culture, Susan R. Suleiman (ed.), Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1988, pp. 30-43; y Stendhal, Renate (ed.), Gertrude Stein in Words and Pictures, Londres, Thames & Hudson, 1995. 34 Morgan, Jill, “Women Artists and Modernism”, op. cit., pp. 22-24. 35 Georgia O’Keeffe: American and Modern, Londres, Hayward Art Gallery, abril-junio de 1993. 36 Campbell, Beatrix, “A Woman’s Art that Men Refuse to See”, The Guardian, 9 de junio de 1993, repasa las críticas que decían que O›Keeffe “simplemente, no era lo bastante buena”, “una aficionada sin remedio”, kitsch, superficial, para despojarla de su oficio. La crítica de arte sexista denuncia a una artista “feminizándola”, convirtiendo todo signo de un género específico en un impedimento declarado para que se la perciba como una pintora importante.


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37 Sobre Edmonia Lewis, véase Hartigan, Lynda Roscoe, Sharing Traditions: Five Black Women Artists in Nineteenth Century America, Washington, D.C., Smithsonian Institution Press, 1985. 38 Kelly, Mary, “Reviewing Modernist Criticism”, Screen 22, 3, 1981, pp. 41-62. 39 Véase mi artículo “Painting, Feminism, History”, en Destabilising Theory, Michelle Barrett y Anne Phillips (eds.), Cambridge, Polity Press, 1992. Véase también Mastai, Judith, Women and Paint, Saskatoon, Mendel Art Gallery, 1995. Para mi aportación a los estudios de las pintoras, véase “Killing Men and Dying Women: A Woman’s Touch in the Cold Zone of American Painting in the 1950s”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed, Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester, Manchester University Press, 1996. Véase también Betterton, Rosemary, lntimate Distance, Londres, Routledge, 1996 y Schor, Mira, Wet: On Feminism, Painting and Art Culture, Durham, N. C., Duke University Press, 1997. 40 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-lmage Opposition, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, especialmente la lntroducción. 41 Freud, Sigmund, “Mourning and Melancholia”, op. cit., pp. 251-222. 42 Ibíd., p. 253. 43 Ibíd. 44 Segal, Hanna, “A Psychoanalytical Approach to Aesthetics”, en Melanie Klein (ed.), New Directions in Psychoanalysis, Londres, Tavistock Publishing, 1955, pp. 384-406 [ed. esp.: Nuevas direcciones en psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1965, pp. 371 y ss.]. Agradezco a Claire Pajaczkowska que llamara mi atención sobre este artículo. 45 Himid, Lubaina, Revenge, op. cit., p. 11. 46 Es importante evitar toda tentación contable en la historia del horror y aquí hago una asociación entre la experiencia judía del holocausto y la experiencia africana de la esclavitud únicamente en el nivel del testimonio histórico, pero no pretendo que sean acontecimientos comparables. Cada una tiene su carácter específico. Para un análisis minucioso y filosófico de la diferencia, véase Thomas, Lawrence Mordechai, Vessels of Evil: American Slavery and The Holocaust, Filadelfia, Temple University Press, 1993. 47 Coleridge, Samuel Taylor, The Rime of the Ancient Mariner, versos 582-585, citados en Levi, Primo, The Drowned and the Saved, Londres y Nueva York, Simon & Schuster, 1988 [ed. org.: I sommersi e i salvati, Einaudi, 1986; ed. esp.: Los hundidos y los salvados, Pilar Gómez Bedate (trad.), Barcelona, Península, 2014]. 48 He examinado el relato de Rut y Noemí en relación con la obra de Lubaina Himid en Pollock, Griselda, “Territories of Desire: Reconsiderations of an African Childhood”, en George Robertson et al. (eds.), Travellers’ Tales: Narratives of Home and Displacement, Londres, Routledge, 1994, pp. 63-92. 49 Julia Kristeva, Strangers to Ourselves [1988], Leon Roudiez (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1991 [ed. org.: Étrangers à nous-mêmes, París, Fayard, 1988; ed. esp.: Extranjeros para nosotros mismos, Xavier Gispert (trad.), Esplugues de Llobregat, Plaza & Janes, 1991]; Tales of Love, Leon Roudiez (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1987; ed. org.: Histoires d’amour, Paris, Éditions Denoêl, 1983; ed. esp.: Historias de amor, Araceli Ramos Martín (trad.), México, Siglo xxi, 1987]. La cita procede de la entrevista con Jonathan Rée, emitida y publicada con el título Taking Liberties, Londres, Channel 4, 1992, n. p. 50 Julia Kristeva, “Women’s Time” [1979), in The Kristeva Reader, ed. Toril Moi, Oxford: Basil Blackwell, 1986 “cuando, por ejemplo, una mujer siente que su vida afectiva en cuanto mujer o su condición como ser social es ignorada de una forma demasiado brutal por el discurso de poder existente (de su familia o de las instituciones sociales), podría, mediante una contrainversión de la violencia que ha soportado, convertirse en una agente poseída por esta violencia para combatir lo que experimentaba como frustración, con armas que pueden parecer desproporcionadas pero que no lo son en comparación con el sufrimiento subjetivo, o más precisamente, narcisista que está en su origen” (p. 203).


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51 Ibíd., p. 203. 52 Ibíd., p. 204. 53 La frase deriva de las obras de Lichtenberg Ettinger, Bracha, “Matrix and Metramorphosis”, Differences 4, 3, 1992 y The Matrixial Gaze, Leeds, Feminist Arts and Histories Network Press at the University of Leeds, 1994.


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Alejándonos decididamente de lo que Gayatri Spivak denomina feminismo oposicional —una inversión cuyo objetivo es facilitar la incorporación a la forma hegemónica—, esta sección explora la práctica feminista en cuanto crítica tal como la ha esbozado Spivak, una práctica que produce su propia autocrítica. Diferenciar el canon exige modalidades de análisis que produzcan redes lo bastante finas para atrapar las relaciones siempre entrelazadas de clase, de género, de sexualidad y de raza que fueron los determinantes históricos de la empresa del arte moderno y de la perplejidad teórica que nos legó. Volviendo al terreno del primer arte moderno europeo, estos capítulos finales emplean una serie de recursos narrativos para cartografiar relaciones de feminidad, modernidad y representación, jouissance y diferencia en algunos cuadros de Mary Cassatt y Édouard Manet. Algunos temas que se han planteado a lo largo del libro encuentran una nueva alineación —la figura de la sirvienta, la madre y la mujer negra— en la pregunta que siempre hay que formular: ¿Quién es el Otro? La incitación parte de la idea de dos espacios de encuentro: el de la exposición celebrada en Nueva York en 1915 y el de un estudio en París entre 1862 y 1872.


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Ilustración 8.1. Theodate Pope, Mary Cassatt leyendo, París, ca. 1905, fotografía. Farmington, Connecticut, Hill-Stead Museum


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8 ALGUNAS CARTAS SOBRE FEMINISMO, POLÍTICA Y ARTE MODERNO: CUANDO EDGAR DEGAS COMPARTIÓ ESPACIO CON MARY CASSATT EN LA EXPOSICIÓN EN BENEFICIO DEL SUFRAGIO, NUEVA YORK, 1915 CARTA I: SOBRE LA CUESTIÓN DE YO Y NO-YO Querida comisaria: Me encantaría ver la exposición que ha organizado con los grabados en color realizados por Mary Cassatt. (Fig. 8.1)1. El artista con el que compartió el espacio expositivo en la galería de Paul Durand-Ruel cuando se mostraron por primera vez en París en 1891, Camille Pissarro, escribió a su hijo Lucien, también grabador, el 3 de abril de 1891, entusiasmado por los nuevos efectos de color que había en esas obras. Es absolutamente necesario, mientras lo que ayer vi en la casa de la señorita Cassatt sigue fresco en mi memoria, que te hable de los grabados coloreados [sic] que va a exponer en la galería de Durand-Ruel al mismo tiempo que yo. La inauguración es el sábado, el mismo día que la de los patriotas, quienes, entre tú y yo, van a ponerse furiosos cuando descubran justo al lado de su exposición una muestra de obras raras y exquisitas. ¿Recuerdas los efectos que con tanto empeño buscaste en Éragny? Pues la señorita Cassatt los ha logrado, y de manera admirable: el color homogéneo, sutil, delicado, sin manchas en los puntos de unión; adorables azules, fresco el rosa, etc2.

Aunque era un artista sumamente politizado, Pissarro no hizo comentario alguno sobre el “contenido” de las estampas de Mary Cassatt. Tal vez eso no pudiera comentarse en 1891. La propia obra de Pissarro estaba claramente focalizada en otra parte, en los campos y las comunidades campesinas de Pontoise, donde vivía, y sus alrededores3. El respeto anarquista de Pissarro por la otredad social de los trabajadores rurales, que retrataba como la antítesis de una burguesía urbana parásita y explotadora, había estimulado sus propios experimentos formales. En otra carta se preguntaba, un poco angustiado, si un burgués como él podía pintar a campesinos sin ser uno de ellos. T. J. Clark ha sostenido que


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las cualidades singulares de los cuadros más complejos de Pissarro estriban en las soluciones pictóricas que desplegó para resolver ese problema. ¿Cómo podía representar la diferencia social sin condescendencia, sentimentalismo o mala fe política4? Es difícil encontrar a alguien que se plantee esas cuestiones —sobre política y clase— en la obra de Mary Cassatt, a quien Achille Segard denominó para la posteridad “Peintre des Enfants et des Mères”5. Sus cuadros, pasteles y estampas parecen pertenecer tan completamente a un mundo femenino burgués de visitas por la tarde e intimidades domésticas que la idea de que la artista también pueda plantearnos cuestiones relativas a la diferencia social a través de sus disposiciones formales sencillamente no se les ocurre a los historiadores del arte, feministas o no. Sin embargo, como usted bien sabe, el hogar burgués era un complejo de relaciones sociales, poroso a la clase obrera porque la familia burguesa dependía del trabajo de sus otros sociales en todo lo relativo a la higiene, la alimentación y el cuidado de los niños. Por lo tanto, eso me motivó a pensar sobre las relaciones entre la política y ese lugar no canónico del arte moderno —los grabados de una mujer artista— a través del prisma de un feminismo que tiene el reto de comprender las cuestiones relativas a la diferencia sexual dentro del campo más amplio de las relaciones sociales de clase. En 1992 se celebró en el Metropolitan Museum de Nueva York una exposición titulada The Splendid Legacy dedicada a la Colección Havemeyer, cuyas donaciones de maestros antiguos y modernos, así como de cerámicas orientales, constituyen la base del gran número de piezas que posee el museo en esas áreas6. Henry Osborne Havemeyer (1847-1907) era el propietario de un negocio dedicado al refinado de azúcar y sentía pasión por las artes de Asia. Louisine Waldron Elder (1855-1929) era ya una entusiasta coleccionista de arte moderno antes de casarse con Henry. Como resultado de su encuentro con la pintora estadounidense Mary Cassatt en París en 1874, Louisine Elder Havemeyer se convirtió en una de las primeras coleccionistas americanas de la obra de un grupo de artistas independientes a los que ahora conocemos como los impresionistas. Su primera adquisición, en 1875, fue un pastel de Degas. Mary Cassatt fue quien le aconsejó que lo comprara. En el transcurso de su larga amistad, Cassatt contribuyó a la formación de una de las colecciones más importantes de arte moderno temprano jamás reunidas en los Estados Unidos7. Louisine Elder Havemeyer era, como Mary Cassatt, feminista. Tras la muerte de su esposo, en 1907, Louisine Havemeyer prosperó en el National Women’s


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Party, convirtiéndose en una de las defensoras más activas y prominentes del derecho a voto de las mujeres. Sus actividades en el movimiento sufragista hicieron que empezara a hablar en público y a escribir, y nos dejó dos textos memorísticos, uno sobre su colección de arte y otro posterior, redactado en 1922 y titulado “The Suffrage Torch: Memoirs of a Militant” (Ilustración 8.2)8. En 1915 y en 1922 Louisine Havemeyer organizó sendas exposiciones de su colección, cuyos beneficios estaban destinados a la causa sufragista. Ni que decir tiene que mi colección de arte también tenía que formar parte de la campaña en pro del sufragio. La única ocasión en la que permití que mis cuadros se exhibieran colectivamente fue para la causa sufragista. (…) Asimismo, la única ocasión en la que hablé sobre cuestiones artísticas fue en una de esas exposiciones. (…) Hablé sobre el arte de Degas y de la señorita Mary Cassatt, cuya obra se exhibía por primera vez de manera encomiable en los Estados Unidos y ocupaba aproximadamente la mitad de la exposición, mientras que la otra mitad estaba formada por una colección inusualmente interesante de maestros antiguos. Contrastar lo antiguo con lo moderno me permitió ofrecer un programa de lo más atractivo; pese a todo, a causa del entusiasmo que despertó y de la mucha publicidad que recibió la exposición, yo estaba muy asustada con esa nueva aventura en un nuevo campo de oratoria, tan diferente a todos los que yo había probado antes. Hablar de la emancipación de las mujeres resultaba sencillo, pero el arte era un asunto muy distinto y difícil9.

Esto es desconcertante. ¿Cómo dar sentido a la yuxtaposición de Rembrandt, Johannes Vermeer y Pieter De Hooch con las bailarinas, las lavanderas exhaustas y las desdeñosas sombrereras de Degas, y además con los luminosos cuadros de bebés sanos y rubicundos, niñas pensativas y saludables cuidadoras de Cassatt? En la imagen de la exposición se ve Joven madre cosiendo, comprada por los Havemeyer a Durand-Ruel en París en 1901, y también conocida como Niña apoyada en la rodilla de su madre (Ilustración 8.3). Cuando hablé con usted sobre el proyecto de escribir acerca de la exposición de los grabados en color de 1891, mientras hojeábamos el catálogo, me sorprendió su frialdad ante esa imagen. No es usted el único a quien las representaciones de madres y niños realizadas por Mary Cassatt parecen atrozmente sentimentales y romantizadas, o simplemente demasiado celebratorias y, por lo tanto, insensibles a la complejidad de las experiencias de la maternidad, las relaciones madre-hija, las mujeres sin hijos o la decisión de no ser madre. Siempre me pongo a la defensiva ante


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Ilustración 8.2. Louisine Havemeyer como sufragista (derecha) pasando la “Antorcha de la Libertad” a una miembro de la rama de Nueva Jersey de la Women’s Political Union, 7 de agosto de 1915, Scribner’s Magazine, nº. 71, mayo de 1922


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las críticas a su obra, ya que me encantan los cuadros de madres e hijas pintados por Mary Cassatt. Me siento atraída por ellos. Compro reproducciones y las cuelgo en las paredes del cuarto de mi hija10. Es más que probable que lo que veo en ellas sea, en parte, una proyección de mis propias fantasías y deseos; o puede que me ofrezcan, como hija sin madre, una compensación para mi carencia de lo que parecen hacer permanentemente presente: una mirada materna. De modo que mi lectura corre el profundo riesgo de la idealización inconsciente y de la proyección sin límites. Su ambivalencia ante ese cuadro me obligó a analizar mi interés por él. Louisine Havemeyer era también madre y aparece con su hija, Electra, en un pastel realizado por Mary Cassatt en el verano de 1895, cuando Electra tenía solo siete años y la madre de Mary Cassatt estaba en su lecho de muerte (Ilustración 8.5). El pastel, que primero perteneció a Louisine y después a Electra, se encuentra ahora en una colección pública. Quiero detenerme unos momentos en esas dos imágenes de Mary Cassatt. La Joven madre cosiendo (Ilustración 8.3) hace pensar en Hablan las mayores (1984), pintada por una artista británica contemporánea, Sonia Boyce (Ilustración 8.4). En esta obra, realizada en la década de 1980, Sonia Boyce parece compartir con Cassatt un audaz uso del pastel como medio para crear un estilo monumental mediante la saturación del color. El pastel crea una superficie muy táctil que subraya la corporalidad de la mujer representada y, por lo tanto, produce un poderoso efecto de presencia, pese a que solo vemos un fragmento del cuerpo de la adulta. La imagen de Sonia Boyce evita la amenaza del sentimentalismo por el uso de la escala y la audacia del dibujo al pastel, con su variada paleta de colores y estampados. La atmósfera de la imagen que ofrece del confort y la seguridad de la niña dentro del envoltorio acústico de las voces de las grandes madres, representada por la densa factura como un espacio casi táctil, se equilibra por la distancia psicológica de la niña que escucha una conversación y un mundo de feminidad adulta del que aún no forma parte plena. Joven madre cosiendo, de Mary Cassatt, crea ese espacio mullido y doméstico en el que la niña reside, tan sencillamente conectada por la proximidad física y el contacto con el cuerpo de la madre que la niña reclama de modo casual pero absoluto, usándolo como apoyo. La niña se enfrenta al espectador con una mirada cargada con la evocación iconográfica de la pose del pensamiento, convertida en infantil y mundana por la atención a la arruga de la piel que se forma al apretar el puño contra la cara. La intensa mirada de la niña hacia fuera traspasa el espacio pictórico y cuestiona al espectador, cuya propia


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Ilustración 8.3. Mary Cassatt, Joven madre cosiendo o Niña apoyada en la rodilla de su madre, 1902, óleo sobre lienzo, 92,3 × 73,7 cm. Nueva York, Metropolitan Museum of Art (donación de la señora H. O. Havemeyer, 1929).


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Ilustración 8.4. Sonia Boyce, Hablan las mayores, pastel y tinta sobre papel, 1984, 148 × 155 cm. Londres, Colección de la artista

mirada se invoca por el carácter directo de la de la niña. En los cuadros de Mary Cassatt suele aparecer una figura que mira fuera del espacio representado simbólicamente por el espacio pintado del lienzo. En este cuadro, la mirada de la niña rompe las juntas ideológicas de ese espacio para proyectar otro que no está tanto más allá de su marco como delante de su plano. En ese espacio hay otra persona. Inicialmente, en el momento de producción, tan a menudo conmemorado en la obra producida por Cassatt, esa otra era la artista, que así se inscribe en su obra como su interlocutora imaginaria11. Para poder leerla, quien contempla Joven madre cosiendo debe adoptar esa posición, el lugar desde el que se realizó la representación. En esta acción de mirar el cuadro desde donde la pintora lo realizó y devolver después la mirada hacia el otro lado, a través de la mirada de la niña, se halla implícito un recordatorio de la artista,


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cuya mirada y trabajo observaba la niña mientras era pintada. En este eje, el cuadro establece una relación potencial entre la niña, nacida en la década de 1890, la artista, nacida en 1844, y cualquier espectador o espectadora que ocupe esa posición activa, creativa, generizada e históricamente localizada para ver el cuadro12. Este eje entre el espacio representado y el lugar desde el que se realizó la representación me lleva a pensar que no estamos ante una díada idealizada de “Madre y niño”, contenida y fetichizada dentro del cuadro, un icono cerrado que nos devuelve regresivamente a una fantasía de la madre y el niño como una entidad unificada13. Leo en esta imagen algunos indicios de esa fantasía arcaica del envoltorio materno espacial y sonoro en el que vive el niño, incluso después del nacimiento. Pero también veo indicaciones de la perforación de esa fantasía, a menudo peligrosa, por parte de la subjetividad en desarrollo de la niña, cuya separación y singularidad formaban, no obstante, ya parte de lo que necesita comprenderse como la relación entre ambas14. Quiero proponerle que podemos sugerir esa posibilidad por las estructuras formales, más que temáticas (con frecuencia malinterpretadas, por falta de atención a las primeras), de la repetida exploración realizada por Mary Cassatt de ese asunto: dos figuras (dos sujetos) en un espacio. Así pues, el núcleo crítico del cuadro Joven madre cosiendo puede leerse como algo muy distinto a la unidad ficticia de “madre e hijo”. En su centro literal está esa joven feminidad, el lugar de la hija en una ambivalencia estructural que es también una dualidad estructural. Está representado tanto en su “ser con su madre” (la mujer madura con la que, al identificarse, se abrirá paso, de modo contradictorio, hacia su propia feminidad adulta) como en su “ser separada”, una diferencia que debe reconocer para alcanzar una feminidad creativa independiente como la de la artista que ve ante ella, trabajando, la cual es otra en relación con su madre y, sin embargo, es comparable a ella, pues las dos adultas están ocupadas y absortas: su deseo está allí y en otra parte, en la fabricación de sus propias subjetividades. Así pues, la tríada que genera el cuadro no es el triángulo edípico culturalmente implícito, con el Otro determinante como el Padre. En su lugar, una mujer que es una artista creativa, una Nueva Mujer, funciona como el cebo de la mirada reflexiva de esa niña del siglo xx, al tiempo que esa mirada, dirigida al afuera del espacio inventado por el cuadro, hace de la niña otra para la madre, liberada de una identidad únicamente creada y sintomatizada por el deseo de la niña de ser una con ella, es decir, por el papel de la niña como figura de su deseo materno. En el retrato de Louisine Havemeyer y su hija Electra (Ilustración 8.5), Mary Cassatt situó juntas, en un sofá rojo, a una madre y una hija conocidas.


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Ilustración 8.5. Mary Cassatt, Louisine Havemeyer y su hija Electra, 1895, pastel sobre papel vitela, 61 × 77.5 cm. Shelburne, Vermont, Shelburne Art Museum

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Ilustración 8.6. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), Autorretrato con su hija Julie, 1789, óleo sobre lienzo, 130 × 94 cm. Paris, Musée du Louvre

Electra, de siete años, está sentada sobre las rodillas de su madre. Con un brazo le rodea el hombro, mientras que el otro, que descansa en su propia rodilla, está parcialmente cubierto por la mano de su madre. Esa secuencia de gestos y posiciones crea un círculo en el que se sostiene a la niña. Madre e hija aparecen íntimamente conectadas, vinculadas. Es interesante comparar, o más bien contrastar, ese cuadro con el autorretrato de Élisabeth Vigée-Lebrun con su hija Julie, pintado en 1789 (Ilustración 8.6). Este cuadro encuentra su solución formal a la vinculación de las dos figuras en la perfección y armonía clásicas de su composición piramidal15. Sin embargo, desde un punto de vista ideológico, esa reciprocidad y circularidad formales me hacen pensar en la feminidad como una mera repetición entre generaciones. El cuadro fue históricamente


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innovador al dar forma al intenso placer que siente una madre cuando abraza y toca el cuerpo de su hija. Élisabeth Vigée-Lebrun representa la promoción de la maternidad como una condición sensualmente gratificante y psicológicamente satisfactoria16. La madre y la hija aparecen vinculadas tanto en un círculo de identidad como en un circuito de deseo recíproco. El cuadro pertenece a un momento de intensa sensualización de la feminidad y, específicamente, de la maternidad como parte del programa ideológico de la sociedad burguesa moderna y de sus intensas construcciones de la maternidad como la identidad gobernante de las mujeres17. Esa corporeidad y sensualidad no permean la imagen producida a finales del siglo xix por Mary Cassatt, cuyas figuras están rígidamente encerradas en el vestido de una feminidad descorporeizada, típica de la burguesía de su época (Ilustración 8.5). Aunque el círculo de manos y brazos entrelaza los dos cuerpos, queda roto por la dirección opuesta de sus miradas. La mujer y la niña no se miran entre sí ni directamente al espectador. Esa configuración podría recordar a las imágenes disonantes de la familia pintadas por Edgar Degas, amigo de Mary Cassatt, las cuales, según Linda Nochlin, producen un efecto de tensión y alienación en el corazón de la familia burguesa18. Nochlin se refiere al conocido Retrato de la familia Bellelli (1858-1867, París, Musée d’Orsay), una escena de severa desavenencia marital, y al menos conocido Retrato de Giovanna y Giulia Bellelli (1865-1866, Los Ángeles, County Museum of Art). En este cuadro, las dos hermanas están situadas mutuamente en un ángulo marcado. Una mira al espectador y otra fuera del cuadro. Esa divergencia crea una dinámica poderosa, al presionar contra el marco del espacio representado y al insistir aparentemente en la fractura de toda relación entre las dos hermanas. El cuadro de Mary Cassatt es muy distinto. Hay una tensión pictórica lograda en los cuerpos, centrales en el espacio de la pintura, que se curvan uno en torno al otro en gestos de intimidad despreocupada y, al mismo tiempo, parecen psicológicamente desconectados. Aunque las miradas se entrecruzan y atraviesan el núcleo central de la imagen, su movimiento implícito contribuye a expandir el espacio y nos permite imaginar que es en el plano de la consciencia, el pensamiento y, por lo tanto, la subjetividad donde las dos mujeres, en diferentes fases de su vida, definen su especificidad, más que su identidad con la otra. Además, la relación madre-hija parece no pertenecer simplemente a un estado del ser, a una conexión automática como la pretendida ideológicamente por la propaganda de la época sobre la maternidad y lo maternal19. En el cuadro de Mary Cassatt, la relación madre-hija es un marco, un espacio en el que dos


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seres coexisten con comodidad, pero sin que ninguna sepa lo que piensa la otra. Podemos describirla como un espacio matricial. La teoría de la Matriz me permite abordar la obra de Mary Cassatt a la luz de la subjetividad matricial, un proyecto que no carece de justificación histórica, dado que los críticos de principios del siglo xx reconocieron sistemáticamente la obra de esta contemporánea algo mayor que Sigmund Freud, una pintura cuya modernidad no estriba solo en el plano estético sino también en el psicológico. El término Matriz se debe a Bracha Lichtenberg Ettinger, psicoanalista feminista y pintora. A partir de hallazgos recogidos en su obra pictórica como hija de supervivientes de la Shoah y replantados en el terreno del psicoanálisis lacaniano, Bracha Lichtenberg Ettinger ha realizado un movimiento decisivo para teorizar la diferencia femenina. En el psicoanálisis tradicional se cree que la subjetividad es solo un efecto de la dialéctica de lo uno frente a lo otro que gradualmente cobra forma según el infante se ve obligado a distinguirse —una masa de sensaciones e impulsos incipientes— del mundo circundante y de otros seres que hay en él, especial y fundamentalmente representados por la Madre. El primer acto que, se dice, precipita el viaje a la subjetividad es, según la versión más extendida del psicoanálisis, cierta forma de agresión oral que, metafóricamente, es un rechazo: morder el pezón. Este acto se opone a —pero estructuralmente se relaciona con— el proceso de incorporación, de toma, que ahora se convierte en uno de los dos modos formativos —incorporación o rechazo— que definen al sujeto emergente a través de una frontera física, la boca, y establece conceptualmente una oposición binaria: dentro/fuera. Sin esta división imaginaria, se dice, no habría espacio o hueco para que el sujeto llegara a formarse. Morder y chupar son actividades físicas que empiezan a establecer una frontera y, en este sentido emergente del espacio, puede empezar a demarcarse una subjetividad. Así pues, la necesaria distinción sobre la que construir la subjetividad tiene una topografía que opone lo uno y lo que es lo otro de él. Esta es la base de la lógica falocéntrica, la lógica construida sobre la ausencia/ presencia que únicamente eleva el falo a la categoría singular y soberana de significante. Si la historia del sujeto comienza siempre con esos actos que hacen posible lo uno, lo otro queda entonces posicionado como objeto de un rechazo agresivo o de una asimilación mediante la identificación. Lo que podemos definir como la lógica fálica del sujeto se construye sobre indicios arcaicos del significado —los teóricos llaman pictogramas a esas formas primeras de captar el mundo— compuestas por este sistema de encendido/apagado (o lo uno/o lo


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otro) de la diferencia. Así obtenemos un mundo infantil arcaico ordenado por el rechazo o la incorporación, la repulsión o la asimilación y, más adelante, por el amor y el odio, etcétera20. Y, cuando esos modos primarios se convierten en la base de descubrimientos subsiguientes de la diferencia sexual, la diferencia solo puede imaginarse conforme a la misma lógica de presencia/ausencia, hombre/ falo frente a mujer/carencia. La diferencia de lo femenino no puede significarse, imaginarse, utilizarse. Bracha Lichtenberg Ettinger ha utilizado sus exploraciones como pintora para entrar en contacto con —y para teorizar otro registro de— una subjetividad que coexiste con —y realinea— la propia subjetividad, a la que ha dado el nombre de estrato matricial de subjetividad. La implicación radical del concepto de Matriz es que la subjetividad no empieza con lo uno creado en oposición a su otro, sino con los varios, representados paradigmáticamente —aunque en ningún modo biológicamente determinados— por la posición relacional de la madre y el feto posmaduro en los ultimísimos momentos prenatales. Utiliza la imagen —subrayo: la imagen, aunque la contigüidad corporal es la sustancia real de la posterior memoria de sensaciones— como la metáfora de la copresencia del infans todavía protosujeto en el espacio uterino y del sujeto materno embarazado, que representa la coexistencia de dos seres dentro de un espacio conceptual, el cuerpo de la madre, en el plano de lo real, pero, en el de los afectos, el ámbito psíquico proyectivo de esta: sus fantasías. Bracha Lichtenberg Ettinger teoriza un nivel de subjetividad en el que los varios existen en un espacio que tiene efectos radicales sobre las subjetividades constantemente modificadas —re-afinadas— que se definen entonces no tanto mediante un abismo y un rechazo o bien una asimilación, sino por un espacio liminal de juntura, creativo o traumático. En este espacio fronterizo hay dos mutuamente desconocidos, que carecen de la pulsión tanto de asimilar como de destruir al otro. He subrayado en un primer momento la imagen de los últimos estadios del embarazo para apaciguar inmediatamente los miedos que despierta en toda feminista la idea de “reducir” lo femenino al cuerpo y a sus órganos sexuales. Estoy totalmente de acuerdo en que para nosotras no hay mucho en el nivel de la biología imaginada. Pero eso no es lo mismo que decir que no hay nada para nosotras en el nivel de lo corpóreo, de sus pulsiones y sensaciones, una vez pasadas por el prisma de su traducción psíquica y convertidas en representación como fantasías. Para quien está deviniendo madre, como para el bebé que deviene, los registros corpóreos de la sensación de la co-emergencia y de la asociación en diferencia —la forma pictográmica de articular este espacio


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fronterizo matricial— acumulan los materiales para una fantasía retrospectiva, que es el medio por el cual la especificidad sexual invisible del cuerpo femenino puede encontrar un camino en las formas de nuestra subjetividad y en las formas de nuestras imaginaciones (fantasía) y, si allí encuentra un significante, como la matriz, en el pensamiento (signos) y el conocimiento. Bracha Lichtenberg Ettinger sugiere que la Matriz se considere una especie de filtro sub-simbólico que permitirá que determinados “rasgos externos e internos, vagos, borrosos, huidizos, que están ligados a la diferencia sexual no edípica” escapen de la forclusión. “Pasados por el filtro matricial, estados, procesos y vínculos fronterizos concretos, inconscientes, no fálicos, que conciernen al Yo y al no-Yo co-emergentes, pueden adquirir sentido”. La Matriz no es, por lo tanto, el opuesto del Falo; es más bien una perspectiva suplementaria. “Garantiza un significado diferente; traza un campo de deseo distinto”21. En tanto pintora, Bracha Lichtenberg Ettinger “descubrió” la Matriz mediante la contemplación de lo que ocurría en su propia obra: sus imágenes recurrentes, los latidos y afectos de los trazos y el color y su relación con ella en cuanto su primera espectadora22. Esto dio pie a un segundo concepto para definir el mecanismo de la producción del significado en la diferencia a partir de esos tropos asociados con las definiciones lacanianas del lenguaje, la metáfora y la metonimia, es decir, el significado creado por sustitución o por contigüidad. El término que ella emplea es metramorfosis. Las figuras del orden falocéntrico son la metáfora y la metonimia, figuras de la sustitución y el desplazamiento. En la Matriz “los sujetos y los elementos pueden co-emerger en contradicción y no solamente en armonía y aún así ocuparse el uno del otro y provocar cambios respectivos”. El mecanismo estético de la Matriz es la metramorfosis: El proceso de cambio en las líneas fronterizas y los umbrales entre el ser y la ausencia, la memoria y el olvido […] La conciencia metramórfica no tiene centro, no puede sostener una mirada fija —o, si tiene un centro, se desliza constantemente hacia la línea fronteriza, hacia los márgenes—. Su mirada escapa de los márgenes y vuelve a los márgenes. Mediante este proceso, los límites, fronteras y umbrales concebidos se transgreden o disuelven continuamente, permitiendo así la creación de otros nuevos23.

Podría ser posible imaginar algo de este registro de la subjetividad matricial, tan curioso y difícil-de-articular, cuando se contemplan los pasteles de Mary Cassatt. Una lectura matricial de la pintura se ocupa de un tipo diferente de


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atención, que su espectador presta a los afectos tanto como a los efectos de un proceso material de representación que atañe a significados que emergen y se funden en el punto del encuentro de este espectador con lo que es otro —el cuadro y el campo imaginario que puede evocar mediante el funcionamiento de sus recursos semióticos y sus sustancias materiales—. El uso que hace Mary Cassatt del medio, con su hemorragia constante de los colores unos hacia otros, atravesando los límites de las formas distintivas, en el equilibrio particular entre la superposición de los cuerpos con su empleo mutuo de uno y otro para el placer y la comodidad, y en el perforado de esa intimidad corpórea por una mirada al exterior no agresiva, más allá del marco, una mirada que porta un significado especial —la presencia de la conciencia ante sí—, pensamiento, curiosidad, reflexión, melancolía, recuerdos, sueños: todos estos rasgos encuentran en las teorías de Bracha Lichtenberg Ettinger los medios para ser articulados como índices de una posible inscripción de lo femenino, en lo femenino y desde lo femenino24. Lo que es fundamental, por supuesto, es que un registro así de lo que se puede llamar “lo femenino” no es la identificación de un elemento esencial, de una feminidad dada de antemano, sino que la feminidad es eso que es el lugar de resistencia al orden fálico existente del Símbolo. Esto es lo que nos permite reconocer la coyuntura histórica de la revuelta feminista y la vanguardia del arte moderno que se situó dentro del marco histórico del arte en las galerías Knoedler en 1915. Atentamente, etc. CARTA II: SOBRE EL OTRO SOCIAL Querida colega: Entre los espectaculares grabados en color que Mary Cassatt exhibió en 1891 hay un grabado de una mujer escribiendo una carta (Ilustración 8.7) que me ha recordado al breve artículo que dedicó Jane Gallop al ensayo de Annie Leclerc, “La carta de amor”. Como es habitual en Gallop, su artículo ensarta una cadena de coincidencias aparentemente arbitrarias que, en último término, revelan un conjunto hasta entonces oculto de relaciones significativas. En la portada de la edición de Elizabeth Abel de una serie de estudios feministas, Writing and Sexual Difference, publicada en 1982, figuraba el grabado de Mary Cassatt, La carta (Ilustración 8.7). En la contraportada estaba un retrato del erudito humanista del Renacimiento Erasmo de Rotterdam, obra


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de Quentin Matsys. Jane Gallop señala la perfección de estas elecciones para ilustrar el tema de la escritura y de la diferencia sexual. El hombre escribe un libro, la mujer una carta. Él sostiene una pluma, destacando el instrumento de escritura como una extensión de su cuerpo; ella está lamiendo el sobre. Ante nosotras tenemos el ejemplo clásico de la escritura masculina como un paradigma fálico y una relación femenina que puede describirse únicamente como oral. Esto lleva a Jane Gallop a l’écriture feminine, de la imaginería fálica de la pluma a la sexualidad oral de la mujer que lame el papel, besa el sobre, comunica con su cuerpo. Desde ahí pasa a una feminista francesa exponente de l’écriture feminine, escribiendo el cuerpo femenino, escribiendo desde el cuerpo femenino y haciendo que la escritura escriba de ese terreno sin mapas ni representaciones de la sexualidad femenina, sus ritmos, ciclos, fluidos, sofocos, gestaciones, sensaciones, recuerdos, deseos: escritura por y para mujeres. La “Carta de amor”, de la feminista francesa Annie Leclerc está escrita a una mujer después de una noche en la que hicieron el amor25. Jane Gallop extrae del texto la negativa de Annie Leclerc a considerar el amor homosexual como una “expresión de una ausencia de diferenciación sexual. (…) En realidad únicamente me gusta la perspectiva de la diferencia”26. Voy a citar a Jane Gallop: Después de la indisimulada heterosexualidad de Parole de femme, podría sorprendernos que en Lettre d’amour Leclerc escriba como lesbiana. Pero la cita que acabo de leer nos prepara para la cualidad especial del lesbianismo de Leclerc: un agudo sentido de la otredad de la otra mujer. La carta de amor de Leclerc no es una afirmación esencialista de la identidad universal, basada en la anatomía de todas las mujeres. Es su afirmación de la diferencia dentro del lesbianismo lo que de hecho me recuerda a un punto fundamental que señala Gayatri Spivak en su artículo “El feminismo francés en un marco internacional”: “Por muy impracticable e ineficaz que pueda sonar, no veo manera de evitar insistir en otro foco simultáneo: no solamente ¿quién soy?, sino ¿quién es la otra mujer?27

Annie Leclerc también tiene en sus paredes cuadros que le gustan. Su propia carta de amor se inspira en un cuadro del artista holandés del siglo xvii Vermeer, que a menudo pintaba escenas de mujeres escribiendo cartas. En varios de los cuadros de Vermeer hay otra mujer, la doncella, que será la mensajera e intermediaria de la burguesa escritora de cartas, por ejemplo, Dama con una doncella llevando una carta (ca.1666, Nueva York, Frick Collection). En el cua-


Ilustración 8.7. Mary Cassatt, La carta, 1890-1891, aguatinta y punta seca sobre papel verjurado, 34,5 × 22,7 cm, Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)

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Ilustración 8.8. Johannes Vermeer (1632-1675), Una dama escribiendo una carta, 1671, óleo sobre lienzo, 71.1 × 60,5 cm. Dublín. National Gallery of Ireland

dro de Vermeer Dama escribiendo una carta con su doncella (Ilustración 8.8) la doncella espera en segundo plano con sus manos cruzadas por delante de su cintura. Es una postura de autocontención, pero su mirada rompe los límites de su cuerpo mirando hacia la ventana y más allá28. El eje dentro y fuera es un tropo muy importante en la pintura de Europa del Norte y en la iconografía de las mujeres. En las imágenes de la Anunciación, en concreto, el mensaje llega a una mujer desde el exterior, un mensaje fálico cuya entrada perfora, como un asta de luz, el espacio cerrado en el que espera la Virgen. Es una representación simbólica de su penetración física por parte de la palabra/semilla del Padre, cuyo divino hijo ella se limitará a portar en cuanto “Vasija Sagrada”29. Su deseo no ha tenido nada que ver en ello; fija en


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un espacio cerrado que representa de manera figurada lo que es la mujer, recibe el mensaje a la vez que su propio cuerpo absorbe su fertilización sin ninguna participación en el proceso de inseminación. En el tropo laico del interior burgués holandés del siglo xvii, esta diferencia adopta dimensiones sexuales en términos de en qué espacios se representa a las mujeres y si están o no cerrados o parcialmente abiertos30. En el cuadro de Vermeer de 1671 (Ilustración 8.8) la mujer escribe su carta en un interior cerrado. Escribe una carta de amor, una carta que escribe su cuerpo y su sexualidad; la carta romperá los límites del interior transportando sus deseos más allá del espacio doméstico hasta un objeto exterior posiblemente ilícito. Esa trayectoria depende de la capacidad de la doncella de moverse del interior al exterior y este rasgo se subraya por la mirada de la doncella, que entregará la carta, dirigida al exterior, por la ventana. Esa mirada, centrada en un cuerpo sereno, equilibrado y completo, tiene también otros significados. Leclerc lee a la doncella como una sede de conocimiento —haciéndose eco del trabajo de la propia Jane Gallop sobre el famoso caso de estudio de Dora la histérica, cuya fuente de conocimiento sexual resulta haber sido su institutriz, la mujer trabajadora que, como la doncella, es una figura liminal que cruza el umbral de la familia burguesa y rompe los límites del cuerpo femenino burgués reprimido, obligando a que la diferencia económica y social perturbe el imaginario familiar, contenido—31. El último punto que plantea Jane Gallop es el descubrimiento irónico de la portada original en la que se publicó la “Carta de amor” de Annie Leclerc, Le Venue a l’Écriture (1977), en la que se reproducía de manera parcial el cuadro de Vermeer (Ilustración 8.8). La persona que diseñó la cubierta del libro había sido selectiva. Solo figuraba la escritora de cartas burguesa. Quedaba aislada de otras figuras femeninas del deseo y el conocimiento sexual, en un movimiento que borraba el significativo eje de la diferencia de clase en las relaciones dispersas del deseo femenino. Gracias a esta portada me doy cuenta de que el problema de l’écriture feminine no es, como le gustaría a alguien, su insistencia en la diferencia sexual a expensas de la humanidad universal sino más bien, en mi opinión, su borrado de la diferencia entre mujeres en nombre de una esencia femenina —en este caso, el borrado literal de la diferencia de clase— de forma que representa a la mujer sola en su escritorio. La diferencia entre mujeres, la cuestión de la otra mujer, las desavenencias en la plenitud feminista son enormemente difíciles de confrontar y aún más difíciles de mantener. La


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tentación de esencializar es poderosa, no tanto en nuestros textos, donde se permite la diferencia, sino en la portada, donde nos gustaría abrazar la diferencia y acabar con ella a la vez. En nuestro deseo de hacer un libro con ella —un libro de verdad y no solo cartas— no olvidemos a la otra mujer32.

Vuelvo ahora a La carta, de Mary Cassatt (Ilustración 8.7). El grabado representa a una figura sola, pero implica a otra. Pues la imagen misma de la mujer cerrando el sobre la traslada del acto de escribir al acto de enviar. Como sabemos por Émile Benveniste, todo uso del lenguaje es un acto intersubjetivo, que implica al otro en cuanto el destinatario del mensaje, la necesidad, la exigencia, el deseo33. No hay ningún signo de escritura en este grabado. La página ha quedado tan en blanco como el sobre. No hay ninguna pluma fálica ni en la mano ni en el escritorio. El título y el gesto de la protagonista, sin embargo, permite tanto que lo representado funcione dentro del espacio de la representación como proyectar un afuera para ello, el lugar del otro. En la teoría psicoanalítica, el lugar del Otro es inicialmente la Madre y todos los ocupantes posteriores son sus sustitutos. Esto es así incluso en la negación radical de la Madre, cuando la cultura, como el Lenguaje y el Orden Simbólico, ocupa su lugar como el Otro que estructura el sujeto y se erige al Padre como el garante del significado en el lenguaje, que entonces representa a la madre como un cuerpo perdido, silencioso, prohibido, que ahora es un lugar vacío, la sede de la carencia y de la amenaza de la castración. La cuestión que plantea el feminismo a esta formulación es un desafío para hacer el lugar del Otro más complejo y diversificado, menos ligado únicamente a la leyenda de la diferencia sexual. Los grabados de Mary Cassatt son una oportunidad de leer buscando otra forma más de alteridad femenina. En La carta el foco se pone sobre la figura individual, ocupada en lo que se llama una actividad intelectual, en oposición al trabajo manual. Es un tema recurrente en la obra de Mary Cassatt. Las mujeres escribiendo —o, con frecuencia, leyendo— pueden interpretarse como escenas habituales de la vida de clase media, pero, como ocurre en este grabado, el minimalismo de la composición, la escisión de todo sobrante anecdótico que pudiera proporcionar lo que Barthes llama “el efecto de lo real”, como lo encontramos en las escenas de domesticidad familiar de Monet o de Gustave Caillebotte, proyecta esta obra a otro nivel de posibilidad simbólica34. El proceso de destilación formal de la composición para crear esa diferencia es evidente en el resto de las estampas de la serie.


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Voy a usar otra de las estampas para plantear que las imágenes de Mary Cassatt no son meramente escenas de género de la vida femenina burguesa. En el ómnibus, uno de los grabados en color de 1891 (Ilustración 8.9), sugiere que Cassatt sabía algo de pintura inglesa, porque hay algunos tratamientos interesantes de este tema por parte de William Maw Egley (Vida de ómnibus en Londres, 1859, Londres, Tate Gallery) y John Morgan (Gladstone en un ómnibus, 1885, colección privada), y el más interesante, que está fechado con posterioridad a la obra de Mary Cassatt, El ómnibus de Bayswater, de George William Joy, 1895, London Museum. También está Egalité, 1886, de Henry Bacon, un compatriota americano en París, y el grabado de Julie Delance-Feugard, Un rincón del ómnibus, en el Salón de 1887. El ómnibus era un lugar que suscitaba mucho interés en el siglo xix, porque representa un espacio híbrido, un espacio público en el que personas de diferentes clases y sexos se veían abocadas a una proximidad confusa y a situaciones potencialmente “excitantes”35. En un dibujo preparatorio para su plancha En el ómnibus, Mary Cassatt parece haber planificado una escena semejante de viaje popular (1891, Washington, D.C. National Gallery). La mujer burguesa, su hijo y la niñera están sentadas en el banco. A su lado hay un boceto de un caballero con bastón y sombrero de copa. La mirada determinada de la mujer burguesa en dirección contraria a este hombre crea una tensión en la composición que hace que centremos nuestra atención en la yuxtaposición de la señora y el caballero. Hay que destacar que él aún no tiene rostro en este estadio del pensamiento de la artista. Sin embargo, el caballero pronto será eliminado de la composición. Los primeros estadios del grabado se centran sistemáticamente en el grupo femenino. ¿En qué convierte esto a la estampa? ¿Y a nuestra lectura de esta? Las marcas superfluas del carácter híbrido del ómnibus han sido desterradas y nos encontramos contemplando tres figuras femeninas —aunque el bebé podría ser un varón dado el atuendo indiferenciado de niños y niñas de esa edad que era la costumbre francesa burguesa del momento—. La niñera o la doncella lleva al bebé y parece, si no mirar hacia él, sí en su dirección. Su atuendo es interesante porque recuerda demasiado al enorme vestido que lleva la criada de la Olympia, de Manet de 1863 (Ilustración 9.17), tal vez fuera el uniforme habitual de las sirvientas. La comparación formal es elocuente, con el bebé envuelto hasta las orejas reemplazando el ramo de flores del cuadro de Manet. La criada y el bebé están conectados por gestos y emplazamiento. La madre (?) y el bebé no se dedican a nada que los relacione ni interactúan, pero ambos miran en la misma dirección y el parecido familiar se insinúa en sus perfiles


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alineados. Contra el telón de fondo del París del Sena y de sus puentes, Mary Cassatt ha puesto en escena, con toda la economía críptica de la línea grabada por la punta seca y el suave color de fondo aplicado, un incidente minúsculo de clase en el hogar burgués: los patrones complejos de la semejanza y la diferencia, de la intimidad y de la relación, que se adecúan al hecho de la abrumadora implicación de las mujeres en la crianza debida a la división sexual del trabajo y las convenciones de la reproducción36. Mientras que estos “hechos” eran cada vez más empleados por quienes promovían la ideología de la maternidad tanto en Francia como en Estados Unidos en aquel momento para naturalizar la división sexual del trabajo y garantizar una fijación concreta de los significados de género, una iconografía de la maternité explotaba en los cuadros, tanto en los Salones como en los Independientes. Renoir tomó la iniciativa entre los compañeros de Mary Cassatt con sus grandiosas imágenes de la maternité, mientras que muchas mujeres pintoras, como Elizabeth Nourse o Virginie Demont-Breton acogieron la llamada de l’art féminin. Su principal icono fue la madre y el niño: entre el campesinado, las pescadoras o la burguesía37. Las imágenes de Mary Cassatt son problemáticas en este contexto. No podía negar el vínculo entre madre e hijo, no solamente “dado” sino vivido por sus cuñadas y sus empleadas, cuyas situaciones maternales pintó con curiosidad e interés. Pero su inventiva formal y su prolongado estudio de la iconografía del tema en el arte de la Italia renacentista durante los primeros años de la década de 1870 le proporcionaron recursos con los que parece haber trabajado para crear una imagen compleja de la situación de la feminidad, la clase y las generaciones que se resiste de modo radical a todo lo que estaba ideológicamente empaquetado por las imágenes contemporáneas de la maternidad38. En lugar de presentar a la madre y al niño como un estado del ser y como el culmen de la naturaleza, la obra de Mary Cassatt representa las relaciones que son el lugar de negociaciones a veces intensas e incómodas en ocasiones. En el ómnibus nos presenta un minúsculo fragmento de la modernidad: una escena de transporte público urbano, una imagen bastante próxima al formalismo y, por lo tanto, a las posibilidades simbólicas de los cuadros de Vermeer. Un espacio definido con precisión, un espacio social que podemos identificar y reconocer dentro de una historia específica y una geografía social, está ocupado por dos mujeres y un bebé, cuyo sexo en este punto no es relevante. Una es una mujer trabajadora cuyo empleo consiste en ocuparse del bebé. El bebé tiene también una relación con la otra mujer que no lo coge, pero que comparte intimidades, aquí no exhibidas, con ese pequeño cuerpo


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Ilustración 8.9. Mary Cassatt, En el ómnibus, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado, 36,4 × 26,6 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)

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Ilustración 8.10. Mary Cassatt, La prueba, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado, 37,5 × 25,7 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)

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tan excesivamente vestido y envuelto. El bebé, como la carta, funciona como mediador entre dos mujeres sin ningún afecto o conexión necesaria entre ellas más que la generada por el dinero y la familiaridad. Las relaciones sociales entre mujeres, y entre mujeres y niños, se muestran aquí con su parte de perplejidad. La diferencia y la otredad de las tres figuras es constitutiva de la imagen. De hecho, me pregunto si, en el nivel del efecto, logrado con el análisis de ese trío y de este espacio mediante la disciplina increíblemente difícil de la revolucionaria técnica del grabado que Mary Cassatt estaba investigando en 1891, eso fue lo que atrapó su interés y la condujo a olvidarse del caballero y concentrarse en las posibilidades inesperadamente ricas de esta sencilla yuxtaposición de feminidades modernas. No es difícil imaginar que, en algún tipo de realidad social, la mujer trabajadora podría ser para la mujer burguesa un sujeto fantaseado de conocimiento, libre de ir y venir entre el interior burgués y el exterior urbano, entre arriba y abajo, de las habitaciones delanteras a los pasajes del fondo. El conocimiento imputado a la doncella de Vermeer por Annie Leclerc es, en cierto sentido, sexual. Figura metafóricamente como una especie de conocimiento de la sexualidad femenina que a su vez se les niega a las mujeres burguesas, pero se transmite entre mujeres a pesar de las barreras de clase. Mary Cassatt captó el sentido de la negativa radical de Courbet a la condescendencia burguesa cuando pintaba a los seres sociales distintos a él como incognoscibles, pero no por ello, inhumanos. Recuerdo ahora el argumento de T. J. Clark sobre Los picapedreros (1849). Apuntaba que Courbet encontró cómo expresar los efectos de la clase social en forma de terribles privaciones sobre los cuerpos de los varones de clase obrera sin entrometer su culpa de clase mediante la sentimentalidad o la heroización39. En la estampa de Mary Cassatt titulada La prueba (Ilustración 8.10), la joven burguesa se gira hacia la modista que está de rodillas arreglando el dobladillo. Vemos sus dos perfiles porque su pose elegante y cohibida se refleja en el espejo. Su cuerpo está vestido para mostrarse y está adiestrado en la coreografía de la feminidad burguesa40. Lo radical del grabado de Cassatt, en mi opinión, es esa mujer trabajadora en cuclillas, la modista, la mujer que se mueve entrando y saliendo de los interiores burgueses. Su pose está cuidadosamente observada para expresar la concentración de su trabajo habilidoso sin exponer su rostro41. Veamos, por contraste, las descaradas sombrereras de Degas (expuestas en la muestra a beneficio del sufragio de 1915 en Knoedler), representadas con sus prejuicios de clase y género escritos sobre sus rostros semicaricaturescos (Ilustración 8.11). El profile perdu de la


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mujer trabajadora es mucho más elocuente acerca de una discreción en la que la diferencia social puede admitirse con respeto. La cara perdida de la modista también introduce en la estampa de Cassatt una imagen sorprendente, un elemento de fascinación relacionado con una mujer que no nos va a mirar a nosotros, los espectadores, que nunca buscará nuestra mirada, que está ahí ocupada con su propio trabajo. Esto no se lee como un rechazo violento o como una negación de nuestra presencia. El grabado ofrece una imagen de esa otra, de una desconocida, de quien escribe Bracha Lichtenberg Ettinger que no es seductora porque podría reconocernos y devolvernos a nuestros lugares como dueña y objeto de la mirada, asegurarnos que somos el punto de un intercambio. Debe permitirse que esta otra desconocida persista en su incognoscibilidad, determinando sus propios movimientos y fines42. Lo interesante es el grado en el que esta alteridad se representa mediante una mujer que está trabajando. En el proceso real del hogar y de su práctica artística, suponemos que Mary Cassatt, de clase alta, se habrá comportado con cierto respeto con sus empleadas de clase obrera. Las relaciones sociales de clase, no obstante, aquí se convierten en la ocasión de representar a la mujer trabajadora como más en lugar de como menos, un sujeto y no más bien, como en el caso del imaginario masculino, una figura corporal inferior situada en los márgenes mismos de la humanidad, la animalidad y la identidad43. Tal vez aquí haya una diferencia (social, sexual, estética) creando una diferencia. Otro de los grabados de la serie de 1891, Mujer lavándose (Ilustración 8.12), es una de las dos ocasiones (la otra es el grabado Peinarse) en el que Mary Cassatt se enfrentó con una mujer adulta parcialmente desnuda. Tanto el tema de la higiene íntima de la mujer como el gesto de peinarse remiten a la preocupación de Degas en ese territorio (por ejemplo, Mujer lavándose, monotipo, 18781883, Williamstown, Massachusetts, Sterling and Francine Clark Art Institute). Las historiadoras feministas del arte han revelado las condiciones sociales en las que se produjeron esas representaciones de Degas: habitaciones privadas en burdeles o, como ha descubierto la investigación de Heather Dawkins, orificios para mirones en los baños turcos44. No puede haber comparación apenas con la observación de Cassatt del dormitorio de una sirvienta, desde el cual inventa su imagen, añadiendo alfombras y colores que no serían su mobiliario automático. El espacio representado no es el otro espacio privilegiado de la ciudad en su geografía masculina, la casa que no es un hogar, en la frase de Linda Nochlin, el burdel45. Es la buhardilla reconstruida de la casa burguesa, el dormitorio de


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la mujer trabajadora donde el cuerpo de una trabajadora podía ser representado por una artista burguesa. Este cuerpo no se ofrece para la observación sexual, pese a que la exhibición de cualquier cuerpo femenino nunca puede defenderse de quienes así deseen emplearlo. Hay una política del cuerpo femenino en la que tiene lugar esta transacción entre dos mujeres, artista y modelo, de clases diferentes. El cuerpo de la mujer burguesa se viste para estos fines, su feminidad es la mascarada, como se muestra en La prueba (Ilustración 8.10). Para la artista burguesa, puede haber un acceso imaginario al cuerpo femenino en su sencilla corporeidad, en su facticidad en cuanto cuerpo, observando los sencillos gestos de higiene ejecutados por otra, que es a la vez mujer y, aún así, dentro de los códigos culturales dominantes en la época, diferente debido a la posibilidad de representación de su desnudez. T. J. Clark ha defendido, sin embargo, que el escándalo del cuadro Olympia (Ilustración 9.17), cuando se expuso en 1865, radicaba en parte en que el artista no había conseguido borrar los signos de clase del cuerpo femenino pintado para el cual sin duda había posado una mujer de clase obrera. El legado de Manet fue, sin embargo, ineludible para el grupo de los Independientes. Esto llevó, en el caso de Degas y, posteriormente, de Toulouse-Lautrec, a la prostitucionalización generalizada del desnudo moderno como la sede más intensa de la clase y la sexualidad dentro de una economía masculina. Para una artista como Mary Cassatt, sin embargo, el cuerpo femenino no podía convertirse en un signo así. En cuanto miembro ambicioso de esta fracción artística autoseleccionada, habría tenido que abordar las implicaciones de Olympia, en términos de que el cuerpo moderno era también un signo de clase. Pero la marca de la diferencia social sobre un cuerpo femenino en cuanto desnudo siempre sería ambivalente debido al género compartido de la artista y la modelo, así como a las rigurosas restricciones de la regulación de clase sobre la formación de la feminidad burguesa. Mediante la contemplación del cuerpo de la otra mujer, el único cuerpo femenino que le estaba permitido ver, siquiera parcialmente, siempre habría un momento de autodescubrimiento en el que la curiosidad sobre la feminidad suspendería o desplazaría la fuerza de la diferencia de clase. Aunque no era católica, es muy posible que Mary Cassatt hubiera estado sometida a la enorme prevención en torno a las relaciones de las mujeres burguesas con la visión de sus propios cuerpos. En la católica Francia, las chicas y las mujeres de clase media vestían un camisón cuando se bañaban46. La etiqueta de clase ordenaba que una mujer burguesa no podía ser representada así de manera reconocible; las escenas de tocador, por lo


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Ilustración 8.11. Edgar Degas (1834-1917), Las sombrereritas, 1882, pastel sobre papel, 49 × 71,8 cm. Kansas Ciyu, Nelson Atkins Museum of Art


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Ilustración 8.12. Mary Cassatt, Mujer lavándose, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado, 37,9 × 26,8 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)

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tanto, significaban sexualidad o el entorno paródico de una cortesana. En esas circunstancias tenemos que reconocer que hay un grado de abuso en el empleo por parte del artista burgués de una mujer trabajadora a la que se paga por una desnudez parcial, que procede de las relaciones de clase entre la modelo y quien la contrata. Pero aquí hay también otro tipo de relación, en la que la mujer trabajadora representa para la burguesía un acceso a una feminidad más allá de la censura burguesa o de la corporeidad femenina de clase media. El hecho de que estas imágenes tengan que imaginarse como fabricadas a partir de una relación social y de un espacio social que está marcado por los límites de la feminidad burguesa blanca exige una lectura de estas diferente a la que se aplica a aquellas imágenes a las que, formalmente, se puedan parecer, ya sean estas los grabados japoneses o los monotipos de Degas. En cambio, nos lleva de vuelta a Vermeer, Annie Leclerc y Jane Gallop. La criada, la sirvienta doméstica, no es una figura incidental en estos grabados. De hecho, que dos de los grabados se dediquen a su espacio y a su cuerpo me invita a hacer ese salto imaginario atrás en el tiempo hasta la mujer en segundo plano del cuadro de Vermeer que Annie Leclerc adoraba: una figura, dentro del mundo de la clase media que incluía diferentes feminidades, que es una Otra que sabe, que sabe como mujer y que sabe en nombre de su otra social burguesa. Dentro de las limitaciones del cuerpo tal y como lo vive una dama burguesa a finales del siglo xix, la forma parcialmente desnuda de la otra mujer, de la criada, es lo más cercano que podemos obtener a una huella de la fantasía que podría llamarse el placer vicario de Cassatt por ese conocimiento. Puesto que esta es una carta acerca de escribir una carta, me pregunto qué pensarás sobre mis pensamientos dispersos sobre la diferencia social en los grabados de Mary Cassatt, el lugar de su implicación en lo que ahora entendemos que es la problemática central de la cultura metropolitana moderna a finales del siglo xix. Atentamente, etc. CARTA III: SOBRE LA JOUISSANCE DEL OTRO Querida hermana: Me descubro entrando empáticamente en los espacios de los grabados en color de Mary Cassatt a medida que los estudio. Percibo y me siento constreñida por el decoro corporal tan marcado en tantos de ellos que tratan


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de los espacios sociales de la burguesía. A medida que pugno por poner en palabras mis sentimientos cuando los contemplo, me atrapan la disciplina y la dignidad formal de muchos de los cuerpos de esas imágenes. Pero entonces, mientras paso las páginas del catalogue raisonné que hizo Adelyn Breeskin en 1947 de la obra impresa de Mary Cassatt, siento un estallido de jouissance casi palpable. Ocurre cuando mi mirada se posa sobre uno de los grabados de la serie que representa a la madre y su bebé, El beso de la madre (Ilustración 8.13). Ahí veo una gozosa desnudez en el centro de la página, mientras la carne aparentemente carente de estructura ósea del bebé se enrosca en los brazos de la madre cuando esta lo alza hasta su cara para besarlo. Puedo recordar ese juego y lo mucho que a mis propios hijos les gustaba ese movimiento de fuerte balanceo de nuestro juego preliminar. Me encantaba enterrar la cara en esa carne exquisitamente suave, que olía tan bien. Casi me escandaliza la intensidad del placer físico en esta intimidad ilimitada con el cuerpo de otra persona, que podría casi resucitar recuerdos de mi propia infancia. No puede haber duda ninguna que, para algunas de nosotras, los primeros meses de la maternidad aportan una nueva dimensión de la sensualidad que es cualquier cosa menos empalagosa y sentimental. Este grabado ofrece a quienes quieran verlo una imagen de esas pasiones suscitadas. Las posiciones de las cabezas de la mujer y de su bebé sin marca de género son las de unos amantes a punto de besarse. Los ojos de la mujer están cerrados como lo están en otro grabado de la serie Los cuidados maternales (Ilustración 8.14). En este último la madre abraza al bebé desnudo contra su cuerpo con una intensidad que casi es dolorosa. Su carita, por contraste, expresa únicamente la felicidad de estar ahí. En su estudio sobre “la semiótica de la metáfora materna” en la literatura y el arte estadounidenses del siglo xix, Jane Silverman van Buren lee la obra de Mary Cassatt a través de los estudios modernos de las relaciones entre bebé y figura de cuidado, desde Donald Woods Winnicott a Daniel Stern, pasando brevemente por Jacques Lacan47. Para la mayoría de los teóricos del desarrollo del bebé, la madre es el instrumento para la evolución adecuada del niño en cuanto “sujeto”. Un buen maternaje equivale a un niño feliz y bien integrado. Por otra parte, el psicoanalista francés Lacan ha producido un guión mucho más trágico sobre la formación de la subjetividad humana como un drama de pérdida y separación irreparable. Sus teorías ofrecen una forma de leer estas imágenes de situaciones maternales que aluden a placeres tan intensos e innombrables —jouissance— que son casi semejantes al sufrimiento. Jouissance equivale a la sensación de total sa-


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Ilustración 8.13. Mary Cassatt, El beso de la madre, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado, 34,5 × 22,7 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs) Ilustración 8.14. Mary Cassatt, La caricia materna, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado, 36,7 × 26,8 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)


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tisfacción que el niño imagina que disfrutó en alguna ocasión, pero de la que hoy está separado. Buena parte de la organización psíquica está destinada a recuperarla: así es como Lacan define el “deseo”, una búsqueda imposible de algún momento imaginado de unidad total que se ha perdido, una búsqueda que está destinada a fracasar, pero que impulsa nuestro ser como resultado de nuestra inmersión en el lenguaje. De manera crucial, habrá un abismo o una diferencia entre la experiencia que creemos haber tenido originalmente, imaginada de forma retrospectiva como una especie de unidad con la “madre”, y la búsqueda para recuperar esa intensidad retrospectivamente cargada. En este abismo hay una especie de marca conmemorativa, una huella de la propia pérdida imposible de erradicar. A estas huellas de la pérdida —asociadas metafóricamente con momentos y elementos de la imaginada fusión que una vez se experimentó mediante la voz, el tacto y la mirada de la madre, que una vez funcionaron como un abrazo envolvente— Lacan le adjudica la formula “objeto ‘a’”, que señala al sujeto humano como una criatura que no se limita a madurar hasta independizarse de la madre sino que es cercenado de una fantasía de ella como espacio, sonido, tacto y la envoltura de la mirada que sostiene la vida y, por lo tanto, es precipitado hacia la tragedia de por vida del deseo. Desde el apogeo cultural de la cristiandad europea en los siglos xv y xvi, podemos leer en la imagen generalizada de la madre y el bebé varón la combinación tanto de esa sensación de pérdida y del esfuerzo para reinscribir un lugar en —cerca de, como parte de— el cuerpo monumental de la madre. Leyendo “la maternidad según Giovanni Bellini”, Julia Kristeva llama nuestra atención hasta la mirada a menudo distraída de la Madonna y la función formal del campo azul —el manto de la Virgen— que forma el escenario de ese sueño de fusión y jouissance en el que el bebé, o el espectador, podría imaginativamente desvanecerse, incluso aunque esa madre quieta y distante claramente ya no sea la “nuestra”. Esas imágenes, leídas de esta manera buscando las fantasías que sustentan su iconografía religiosa, no son representaciones de una relación real, social. Son la realización pictórica de una fantasía acerca de un sentimiento o de un espacio y no sobre una persona real. El papel ideológico persistente de las imágenes de las mujeres como madres con bebé es precisamente emborronar esa distinción, hacer que una fantasía psíquica que habita nuestro inconsciente parezca simplemente reflejar los papeles sociales de las mujeres en la división sexual, real, del trabajo en la sociedad. Es decir, fundir La Madre de mi inconsciente contigo, mi madre, su madre, cualquier mujer que sea pariente.


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La madre es, para el niño varón, tanto un lugar deseado como una presencia abrumadora de la que debe distanciarse para que encuentre su camino hacia una subjetividad en el mundo del lenguaje. Pero para la niña, la madre, de quién debe separarse por la misma razón, para convertirse en un sujeto separado hablante en el mundo del lenguaje, es también una figura con la que debe identificarse en la interiorización de un modelo de su propia subjetividad femenina. Mediante la estructura triangular que Freud llamó el Complejo de Edipo, el sujeto masculino puede desgajarse de la Madre, identificarse con el Padre y, merced a ese hiato, descubrirse como un ser hablante empoderado en la sociedad y en el lenguaje “en el nombre del padre”. El residuo de este pasaje es una fantasía apasionada acerca de lo que se ha perdido —que se centra en trozos de la madre y en lo materno como lugar— y que se eleva a la fantasía de lo femenino, bien perpetuamente buscado en imágenes idealizadas, bien agresivamente castigado en imágenes sexualizadas degradantes. Desde Manet hasta Picasso, podemos ver cómo estas caras gemelas de la fantasía masculina —la ideología de la maternidad y la fascinación por la prostitución— han invadido el nuevo arte moderno. El sujeto femenino, sin embargo, tiene una relación diferente con la madre perdida porque la fantasía puede revivirse al convertirse en una/en la madre. Sin embargo, si los placeres perdidos asociados con ella y la rivalidad infantil con la madre pueden también imaginarse en el mundo del lenguaje, llamado lo Simbólico —puesto que el lenguaje reemplaza a las cosas reales por símbolos y signos para que se pueda hablar de ellas, y por lo tanto localizarse en el ámbito de las representaciones—, habría una manera en la que el deseo y el lenguaje podrían funcionar de modo creativo para el sujeto mujer. Pero solamente si dejamos de mantener a la Madre en la semipenumbra de las fantasías infantiles. En cuanto sujetos femeninos, necesitamos crear una figura de la Madre en el ámbito del deseo y de lo Simbólico, no solo mantener a la madre como un remanente corporal mudo de la naturaleza, como una gran Diosa de la Naturaleza. Las artistas y escritoras de finales del siglo xix —las “Nuevas Mujeres”, hijas de mujeres que las educaron y apoyaron en una actividad social más continuada— exploraron esta problemática de encontrar una manera de representar el papel productivo de la imagen maternal sin caer simplemente en una nostalgia regresiva de la fusión con ella mediante una idealización femenina del l’art féminin. La representación estratégica de la transmisión generacional y del cambio histórico conformado por las mujeres para sí mismas estaba en el centro del mural de Mary Cassatt, Mujer moderna, pero ese es otro tema.


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La teórica cinematográfica feminista Kaja Silverman ha argumentado que ser capaz de imaginar cómo se relaciona el sujeto femenino con la fantasía de la madre —no antes del lenguaje y por lo tanto del arte, sino a través de este— da a las mujeres acceso a lo que ella llama un “deseo opositor legítimo”. Nos permite hablar “sobre un deseo que desafía la dominación desde el interior de la representación y el significado en lugar de desde un lugar de una biología muda resistente o de una ‘esencia’ sexual”. Las artistas y poetas pueden activar ese deseo que “lo simbólico [falocéntrico] trata por todos los medios de acordonar y desactivar negándole soporte representativo”48. Esa expresión, “soporte representativo”, es una idea importante para pensar el papel de las intervenciones de las mujeres en la cultura visual. Los cuadros y los grabados de Mary Cassatt se produjeron en un momento histórico del arte, en un momento de renovación política, pero también simbólica —la llamamos vanguardia—, liderado por mujeres, de esa tradición visual en la que la Madonna con niño y su descendencia laica había sido tan importante como iconografía. Se podría incluso decir, de forma más tajante, que el arte moderno fue un desplazamiento radical del tema de la Virgen y el Niño en su conjunto, reflejado en el interés generalizado por las imágenes prostitucionales por parte de artistas hijos-rebeldes, desde Degas a Toulouse-Lautrec y después Picasso y De Kooning. La imagen de la madre, aparte de las maternités totalmente conservadoras de Renoir, se centraban habitualmente en mujeres de clase trabajadora y grandes pechos que daban de mamar a ávidos bebés varones, en la medida de lo posible en plena naturaleza. Así, el refuerzo de los vínculos de mujer, naturaleza y su servidumbre eterna al Hombre, solían formar parte del mundo del arte oficial, pero no del independiente. Pero Mary Cassatt, con Berthe Morisot, que era también madre, desafiaron esa exclusión y forzaron un pacto entre el arte nuevo y un “soporte representativo” para explorar pictóricamente una relación femenina del siglo xix con lo maternal y con el inconsciente femenino enmarcado por el deseo de la madre perdida y por la identificación creativa con ella. La imagen de la Madre permite a la artista crear un espacio para la representación del pathos, la tragedia y la ira femeninas, así como para la contemplación del placer o el acceso a una jouissance sexualizada, edipizada, como ahora podríamos ya llamarla. Eso es lo que yo descubro en el rostro de la figura materna en La caricia materna, un momento exquisito de felicidad experimentada mediante el otro, el bebé, de quien, mediante identificaciones móviles, puede también imaginar que es ella misma. En la transitividad de los procesos psíquicos podemos ser tanto quien hace como a quien se le hace, activas y pasivas, do-


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nantes y receptoras. En tanto espectadoras de una imagen podemos movernos entre las posiciones que nos ofrecen las figuras descritas en la relación. A fuerza de observar minuciosamente estos aspectos del lenguaje corporal, traducidos al arte como gesto y expresión, mediante los cuales nuestros deseos reprimidos hablan ellos mismos de manera histérica, una artista figurativa puede inventar un conjunto de signos que crean el espacio para atisbar esa jouissance que se ha perdido pero que se busca perpetuamente. Lo maternal, y la jouissance femenina que la acompaña, atraviesa, mediante la difusión del color, todo el grabado, sus cuerpos, sus gestos, sus caras, sus espacios colmados e íntimos, para crear la huella de un lugar, el lugar de ese Otro femenino deseante, una vez encontrado, después perdido y siempre deseado, cuya presencia en la biografía real de esta artista funcionaba como un abrazo perpetuo y un apoyo fundamental de las ambiciones artísticas de su hija. Así, las disciplinas implicadas en la vuelta a la creación de grabados, sostenidas por una investigación paralela de un espacio matizado de cuerpos y lugares en los pasteles de los inicios de la década de 1890, se abrieron a esta nueva intensidad en la obra de Mary Cassatt. Las imágenes de las relaciones entre bebés y adultos, escenificadas en las rutinas habituales de la crianza y la educación, entre las doncellas, las mujeres de clase obrera, y sus hijos propios o los hijos de otras, dependen tanto de un comentario sobre los espacios sociales de la feminidad y de la crianza como de un rastreo más profundo de las fantasías y deseos para los cuales el discurso contemporáneo del psicoanálisis, entonces emergente, proporcionaría un vocabulario teórico, explicativo. El más exigente de los movimientos del arte moderno atravesaba los territorios del más controvertido de los movimientos psicológicos modernos. En esa interesante conjunción puede ahora descifrarse la contribución de Mary Cassatt a la feminidad y a los espacios y las mentalidades de la modernidad. Atentamente, etc. CARTA IV: SOBRE LA MORTALIDAD DEL OTRO Querida madre: Katherine Kelso Cassatt (1816-1895) vivió con su hija durante buena parte de la carrera artística activa de Mary, reuniéndose con ella en París en 1877, donde vivieron juntas hasta su muerte en 1895. Dejó su huella de muchas maneras en la obra de su hija artista. Sospecho que la importancia de la metá-


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fora maternal en la obra de Mary Cassatt es una referencia indirecta a su propia e intensa relación con su madre, que fue su compañía más importante e íntima hasta que cumplió cincuenta y un años. Estoy segura de que, si colocamos estas imágenes de Katherine Kelso Cassatt dentro del proyecto y la práctica de su hija, la obra que se colgó en la Exposición a Beneficio del Sufragio de 1915 de la Colección Havemeyer podría hacerse legible como algo más que imágenes banales de “madres con bebés”, al compararla con las imágenes formalmente innovadoras de la antítesis de la madre en el arte moderno —las prostitutas, bailarinas y lavanderas representadas por Edgar Degas, que colgaban en las paredes de enfrente (Ilustraciones 8.17, 8.18)—. Cuatro importantes cuadros de Mary Cassatt son retratos de Katherine Kelso Cassatt: un pequeño retrato de tan solo su cabeza y sus hombros fechado en 1873; un gran cuadro de tres cuartos titulado Leyendo Le Figaro, en 1878 (Ilustración 8.15) y un cuadro de 1880 que retrata a la señora Cassatt leyendo a sus nietos, Grupo familiar (EE. UU., colección privada). El último gran óleo se pintó en 1889, y muestra a la señora Cassatt pálida y enjuta después de un peligroso brote de una enfermedad casi mortal (Ilustración 8.16). Existen varios dibujos preparatorios de estos cuadros y grabados hechos a partir de ellos. Y, finalmente, hay algunos grabados de escenas de lectura de periódico y costura en las que se puede identificar a la figura con gafas de Katherine Cassatt. Nada de estas imágenes las señala en realidad como representaciones de una madre en términos de los códigos culturales tradicionales. La articulación de maternidad e intelectualidad encarnada en el retrato de la madre culta leyendo encuentra su eco en un nivel más profundo mediante el acto creativo de la hija de “traer al ser a su madre” sobre el lienzo mediante la ofrenda de su propia destreza. Si nos basamos en el concepto de Luce Irigaray de una genealogía materna, un linaje creativo de mujeres que desafía las leyendas culturales de las mujeres ligadas únicamente en una cadena sin fin de procreación, este cuadro parece dar crédito a los comentarios de Irigaray: Es también necesario que nosotras descubramos que somos siempre madres una vez que somos mujeres. Traemos al mundo otras cosas que no son criaturas, engendramos otras cosas que no son criaturas: amor, deseo, lenguaje, arte, lo social, lo político, lo religioso, por ejemplo. Pero esta creación se nos ha prohibido durante siglos y debemos apropiarnos de esta dimensión maternal que nos pertenece en tanto mujeres. Para que no se vuelva traumatizante y patológica, la pregunta de si tener o no criaturas debe formularse contra el telón de fondo


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de otra clase de generación, la creación de imágenes y símbolos. Las mujeres y sus criaturas saldrán así infinitamente mejor49

La posibilidad de emplear el concepto de lo maternal de manera metafórica funciona en ambas direcciones. A la mujer que era en realidad la madre, Katherine Kelso Cassatt, se la representa leyendo, pensando, empleando los símbolos de su cultura moderna. No está simbolizada por un niño que la retrotrae y la liga a una “naturaleza” maternal ideológicamente fabricada y a una eternidad monumental. Hay otra mujer también representada en el cuadro (Ilustración 8.15), si bien de forma indirecta, a saber: la pintora. Su mirada y su toque se “encarnan” en la mujer representada. Ella, la artista, puede imaginar su creatividad mediante una imagen de lo maternal que representa esa situación como una subjetividad que va más allá de una relación de cuidado con un bebé y que se sostiene a sí misma intelectualmente. Esta imagen, por lo tanto, no separa a la hija pintora de su madre mediante su decisión de no reproducirse a sí misma y de, al hacerlo así, no repetir a su propia madre. Más bien, mediante la práctica artística, la artista puede cumplir los deseos edípicos interactuantes de ambas mujeres. Al hacer una ofrenda a su madre, la creación de imágenes y símbolos en el hecho de este impactante retrato, la artista puede ofrecer un “soporte representativo” a Katherine Kelso Cassatt para su evidente deseo en cuanto mujer adulta, intelectualmente activa, de ser más que la Otra perdida de la infancia de su hija. En un nivel psíquico profundo, imaginado por Luce Irigaray en la cita que hemos reproducido, podemos apuntar que, en el cuadro, la propia artista ofrece a la madre una criatura sustituta bajo la forma de su arte. Proponer una lectura así no es retrotraer y ligar a las mujeres a un mundo en el que, hagan lo que hagan, todo acaba siendo siempre un desplazamiento o un símbolo de una maternidad fundacional. Como parece estar diciendo Luce Irigaray, hacer de la maternidad la metáfora de las formas de intercambio entre mujeres es una manera de permitir que los recursos de ese elemento de nuestra base psíquica desempeñen un papel en nuestra imaginación adulta y en lo Simbólico de la cultura. Mary Cassatt crea su obra ante la presencia y ante la otredad de su propia madre, que puede ser tanto un punto de referencia como una otra subjetivizante a la que toca atravesando el espacio liminal de una experiencia femenina de la alteridad y la proximidad. La última imagen de Katherine Kelso Cassatt, pintada por su hija en 1889, puede conducirnos a un territorio mitológico antiguo, pero también profundamente psicológico (Ilustración 8.16). Es la imagen agotada y exhausta de alguien que acaba de sobrevivir a una enfermedad casi mortal. Es un cuadro monumental, dentro de una tradición de retratos sedentes que puede


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Ilustración 8.15. Mary Cassatt, Leyendo Le Ilustraciónaro, 1878, óleo sobre lienzo, 104 × 83,7 cm. Washington, S. C. Colección privada Ilustración 8.16. Mary Cassatt, Retrato de Katherine Kelso Cassatt, 1889, óleo sobre lienzo, 96,5 × 68,6 cm. San Francisco. Fine Arts Museum of San Francisco (Fondo Donación de William H. Noble)


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remontarse a los que pintó Rafael del anciano Julio II (1512, Florencia, Uffizi). Pero resulta también tierno en el trazado de la mujer, cuyos rasgos afligidos se dibujan con tanta delicadeza. Y diría que también es una imagen maternal, en el nivel del mito, puesto que conjuga el dar la vida y la muerte50. La muerte casi se lleva a Katherine Cassatt a finales de la década de 1880. En este cuadro se señala su vulnerabilidad mediante la palidez del rostro y en la mano cuidadosamente observada que aprieta el pañuelo con nerviosismo. La contemplación de esta imagen no inspira temor, sino una suave pena e incluso ternura ante los rasgos consumidos y afligidos. Puesto que la artista no usaba regularmente a su madre como modelo, de la forma en la que usaba a su hermana Lydia antes de su muerte temprana en 1882, podemos suponer que cada uno de los cuadros que la representan fueron una ocasión importante. Tal vez este retrato emplea una vez más la creación de imágenes y símbolos en su papel de dar-la-vida. Podríamos especular sobre su motivación: en la angustia de casi haber perdido a su madre, la artista una vez más traza las líneas del cuerpo y la cara de su madre, para captarlos y sin embargo forzarse a mirar a la muerte, ante la que de momento se había resistido, pero a la que sin duda no había derrotado. Como ha defendido Jane Silverman van Buren, una motivación para crear arte es esa búsqueda del “petit objet a”, la jouissance perdida, que inventamos en retrospectiva como nuestros comienzos junto a la madre. Pero en todo ese impulso se arroja la sombra de la prohibición edípica del cumplimiento de nuestro deseo, que es en sí mismo el registro de la imposibilidad de recuperar esa jouissance que nunca tuvimos. Las imágenes como símbolos pueden ser el espacio para la vacilación constante entre estos registros contradictorios en el inconsciente. La mayoría de las culturas patriarcales, conformadas para figurar el deseo de determinados varones de la elite, emplea la imagen de la mujer como el signo del Otro negativo, desplazando su confrontación con su propia carencia a un cuerpo representado como anatómicamente insuficiente y discursivamente impotente. Ya sea embellecida de manera fetichista o convertida en monstruosa y grotesca, la mujer es el signo de este falocentrismo. Si tuviéramos que imaginar por un momento que la combinación de los cambios sociales y semióticos que llamamos arte moderno hubiera creado un espacio posible no solamente para un feminismo político sino para una articulación cultural de los deseos que impulsaban esa revuelta, la obra de Mary Cassatt podría leerse buscando lo que Kaja Silverman denominaba “un deseo de oposición” que tenía necesariamente que analizar cada dimensión del deseo femenino, del placer y de su trayectoria psíquica. Un proyecto así tendría que haber


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incluido imágenes de una mujer adulta, que podría haber pasado o no por eso que Mary Kelly ha llamado el “breve instante” de “ser una mujer”, la maternidad, pero que también ha vivido mucho más allá de esa sobredeterminada crisis de la feminidad y se ha enfrentado a su propia mortalidad51. Sin una imagen de una mujer madura o anciana en su obra, captada de manera informal mientras está sentada leyendo o tejiendo, o monumentalmente confrontada cuando acaba de rozar la muerte, podríamos de hecho malinterpretar todo el proyecto de Mary Cassatt. Pero esas representaciones están ahí, y crean una representación más del sujeto femenino y del otro femenino dentro de la feminidad. Como la exploración que hace Annie Leclerc de su amor lésbico, las imágenes de Mary Cassatt exploran la posibilidad de las mujeres en cuanto otras para mujeres en términos de edad y de experiencia de ese otro polo de la trayectoria de la vida femenina, la muerte. Esta diversidad garantiza que las mujeres en sus cuadros nunca sean una repetición infinita de una mismidad universal. Es importante, creo, que, durante el verano de 1895, cuando Katherine Kelso Cassatt estaba mortalmente enferma, Louisine Havemeyer fue a visitar a su amiga Mary Cassatt para apoyarla. Fue en aquel momento cuando Mary Cassatt hizo un retrato al pastel de Louisine y su hija Electra (Ilustración 8.5). Cuando Katherine Kelso Cassatt falleció, el 21 de octubre de 1895, Mary Cassatt escribió a Louisine: “Estaba tan perdida y tan cansada de la vida que pensé que no podría seguir viviendo”52. Atentamente, etc. CARTA V: SOBRE LA EXPOSICIÓN CON EL OTRO Querida feminista: Cuando hojeaba por primera vez el catálogo publicado por el Metropolitan Museum sobre la Colección Havemeyer, con su breve ensayo sobre la exposición que Louisine Havemeyer organizó en 1915, me llamaron la atención las fotografías de la instalación de aquella exposición de 1915. Era una instalación tan extraña y provocativa... No he dejado de pensar en lo que habría sido entrar en aquella sala y sentarse en aquellos enormes sofás. Girando la cabeza en una dirección veríamos una fila de cuadros de Cassatt con mujeres elegantes, madres e hijos en una variedad de situaciones astutamente observadas y momentos elocuentes de interacción íntima (Ilustraciones 8.17, 8.18). Girándola hacia el otro lado veríamos un despliegue de bailarinas estirándose, sombrereras


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descaradas, lavanderas agotadas y mujeres desnudas lavándose torpemente, obra de Degas53. ¿Habría yo pensado al ver la pared de Cassatt: “¡Ay, Dios mío! ¡Maternidad! ¡Qué aburrido y predecible!”. Mi manera de contemplar hoy, que no es necesariamente la de entonces, está lastrada por el peso de la historia del arte y de la crítica de arte que percibe únicamente el tema de Mary Cassatt y que lo valora negativamente en el nivel limitado de una iconografía esencial, femenina: imágenes de... mamás y bebés. En el caso de las bañistas, lavanderas, cantantes y bailarinas de Degas lo cierto es lo contrario. Hay volúmenes de investigación histórica sobre arte que me dicen cuando estoy ahí sentada: “¡Esto es muy interesante técnicamente!”, “¡Hay una enorme invención formal!”, “¡El tema es incidental respecto al dibujo y a la composición!” ¿Qué tendríamos que hacer con las dos paredes de cuadros para posibilitar que la brillantez formal y la inventiva semiótica de ambos fuera reconocida de una manera que también pudiera captar la diferencia radical que

Ilustración 8.17. Fotografía de la instalación de los cuadros y pasteles de Mary Cassatt en Masterpieces by Old and Modern Masters, celebrada en M. Knoedler and Co., Nueva York, 6-14 de abril de 1915, a beneficio de la causa del Sufragio Femenino, mostrando la colección de la señora Louisine Havemeyer


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Ilustración 8.18. Fotografía de la instalación de los cuadros y pasteles de Edgar Degas en Masterpieces by Old and Modern Masters, celebrada en M. Knoedler and Co., Nueva York, 6-14 de abril de 1915, a beneficio de la causa del Sufragio Femenino, mostrando la colección de la señora Louisine Havemeyer

motivaba a estas dos obras dispares, como configuración histórica de la diferencia sexual y, en potencia, como comentarios políticos profundamente diferentes? Estoy segura de que la clave es Louisine Havemeyer. Ella fue quien coleccionó y se convirtió en propietaria de la mayoría de los dos conjuntos de imágenes, y quien las colocó dentro del marco del arte español y holandés del siglo xvii, tan importante en la renovación del arte francés protagonizada por Courbet, Manet y Degas. Pero fue Mary Cassatt (probablemente una de las figuras más importantes, aunque apenas reconocidas, en la formación del coleccionismo estadounidense y, por lo tanto, en la historia del arte y el estudio museístico de la pintura moderna) quien la animó a adquirir la obra de Degas. La selección Cassatt-Havemeyer ha formado la base del conocimiento de la pintura parisina a finales del siglo xix para generaciones de artistas, estudiantes, curadores y visitantes estadounidenses. Es, en algún sentido profundo, una colección de mujeres y, si la estudiáramos como tal, podríamos entender algo más sobre la historia de la relación de las mujeres con la cultura.


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Mencionada aquí de pasada, nos permite formular la pregunta de qué era lo que veían estas mujeres cuando contemplaban estos cuadros. Es una pregunta tanto por el placer visual como sobre lo que podríamos extraer a partir de las condiciones de existencia material y figuración semiótica y que llamamos tema. Irónicamente, en la conferencia impartida por Louisine Havemeyer con ocasión de la exposición de 1915, la obra de Degas se debate completamente en términos de contenido, mientras que se valora a Mary Cassatt por su invención compositiva y el color54. Sin duda ninguna, Mary Cassatt tenía mirada de pintora y veía en la obra de Degas maravillosas cosas pictóricas que ella quería entender, emplear, aprender y trabajar55. También era su crítica más sagaz. Por lo tanto, quiero defender que es una estrategia feminista colocar a Louisine Havemeyer y Mary Cassatt como grandes intelectuales que fueron históricamente importantes en la valorización cultural de la pintura de los primeros años del arte moderno. No lo hicieron en cuanto “mujeres”, sino en esas actividades en las que las mujeres modernizadoras, rebeldes como ellas, transcendieron y, por lo tanto, problematizaron la feminización ideológica de las mujeres en el siglo xix. Así, si aportamos conceptos de política feminista para respaldar esta historia, tendremos mucho más espacio teórico para maniobrar y entender las diversas estrategias adoptadas por las mujeres intelectuales que maniobraban, como seguimos haciéndolo nosotras, por los bancos de arena de las culturas patriarcales que nos presentan continuamente dilemas movedizos mientras tratamos de averiguar cómo ser mujeres en una cultura que es fundamentalmente incapaz de reconocernos y no está dispuesta a hacerlo. A veces actuamos más para las mujeres cuando actuamos menos como “mujer”. Pero, en lo que se refiere a la exposición de 1915 en la Galería Knoedler a beneficio del Sufragio, solo figuraban dos artistas de la escuela moderna de la colección Havemeyer. Edgar Degas y Mary Cassatt estaban expuestos uno frente a la otra, como si conversaran o formasen un contrapunto complejo. Si hubiéramos estado allí en 1915, ¿qué habríamos visto, la diferencia radical o alguna posible complementariedad? La disposición de la muestra de 1915 presenta la posibilidad de un espacio histórico en el que “Edgar Degas” no niega a “Mary Cassatt”, en el que estos dos mundos de la modernidad burguesa podían coexistir y conversar, como parece que lo hacían en París. Lo que Degas y ella compartían era una cultura museística, la idea de que el arte se hace trabajando con los recursos y las tradiciones del arte. Ambos muestran lo que yo denominaría una conciencia semiótica de los convencionalismos del arte. Pero lo que he tratado de apuntar


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es que Mary Cassatt también podía adoptar los temas de Degas desde una perspectiva bastante diferente de la que fueron producidos. Sus obras podían, por lo tanto, funcionar como imágenes de “la otra mujer”56. Los cuerpos de las mujeres en los cuadros sustentan diferentes economías del deseo. Si, en los términos de Kaja Silverman, esos deseos son opositores y no lo son simplemente porque la lectora sea una mujer sino porque es una feminista como lo eran Mary Cassatt y Louisine Havemeyer, podríamos entonces imaginar una manera de ver esos cuadros de Degas y de Mary Cassatt que se confrontaban mutuamente en Knoedler como la antítesis social uno del otro y, así, como el Otro de cada uno de ellos. Las obras de Degas exhibidas en Knoedler eran cuadros y pasteles de mujeres de clase obrera que posaban para el artista francés en su mugriento estudio parisino. Son representaciones de mujeres trabajadoras trabajando, posando como si bailaran, plancharan, vendieran sombreros, se prostituyeran, mientras que el artista observaba sus posturas y gestos, sus caras cansadas y exhaustas o sus cuerpos disciplinados. Son cuerpos femeninos que trabajan en espacios más allá de la ventana por la que la doncella miraba en el cuadro de Vermeer, es decir, más allá de los espacios de la feminidad burguesa, espacios que una dama como Mary Cassatt nunca conocería íntimamente, aunque fuera al teatro y comprara a menudo sombreros. Las pruebas de sus vestidos se hacían en casa y las únicas mujeres lavándose a las que podría haber pagado para ver habrían sido su doncella o una modelo contratada en su estudio o en la buhardilla de la criada. El entorno del estudio nunca fue, sin embargo, un remedo de los espacios de la modernidad y del intercambio sexual interclasista que sus colegas masculinos podían también conocer y reconstruir. El intercambio y proceso en su estudio estaba determinado por las limitaciones de la diferencia de clases entre mujeres, que prestaba a la experiencia de su feminidad de cada mujer una experiencia de otredad, una diferenciación interior entre feminidades que, en determinados momentos, podía también entregar momentos de reconocimiento, si la política de las participantes les permitía ir más allá de los confines de su propia ideología de clase. Así, estos cuerpos y actividades de la otra mujer representados por Degas tenían un interés que hemos visto retrabajado e inscrito en los grabados de 1891 de Mary Cassatt de maneras específicas que no tienen nada que ver con la derivación o la influencia y sí en gran medida con preguntarse sobre los temas decisivos de la modernidad —la clase— desde una posición diferencial generada por la intervención de otra faceta de la modernidad: el género y sus sexualidades.


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Ilustración 8.19. Detalle de Mary Cassatt, Joven madre cosiendo, (Ilustración 8.3)

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Si la exposición a beneficio del sufragio de 1915 hubiera mostrado los grabados en color de 1891 sobre la pared opuesta a los cuadros y pasteles de Degas, no habríamos tenido ningún problema en ver un diálogo interesante en el que la diferencia social y sexual operaría para dejar bastante clara la diferencia entre los hombres burgueses y las mujeres burguesas57. El problema surge porque, en lugar de ese conjunto extraordinario de estudios de la diferencia y la jouissance representado por los grabados de color de 1891, en las paredes de Knoedler tenemos una batería de madres y niños. Quiero concluir regresando al tema de la lectura en busca de la otra mujer, la otredad de la que están siempre compuestas las feminidades históricas y sociales. Al recorrer en mi imaginación las salas de Knoedler, en el número 19 de East 70 Street en Nueva York, descubrí que la otra está ahí: en el audaz retrato de la señora Riddle, Dama tomando el té (1883-1885, Nueva York, Metropolitan Museum of Art), que es otra por su edad y condición respecto a la artista, otra en su clase, cultura y época respecto a nosotras. Está ahí, en las niñeras o en las mujeres del campo con sus niños propios o burgueses, a las que Cassatt no idealiza como sencillamente la maternité de las mujeres de otra clase, empleando la clase para fundir la mujer y la naturaleza. Son imágenes de trabajo e implican ese espacio matricial que ofrece sedes para la complejidad de las relaciones entre un bebé y un adulto cuyos vínculos no son en absoluto “naturales”. La otra está también en las hijas curiosas y pensativas, como la que coge con tanta firmeza el espejo para cuestionarnos de manera indirecta cuando su rostro reflejado se gira hacia el exterior para encontrarse con nuestra mirada en Mujer e hija (1905, Washington D.C., National Gallery of Art). Por supuesto, está ahí bajo la forma de la artista histórica cuya presencia yo apuntaba que no podía ignorarse en el cuadro Joven madre cosiendo (Ilustración 8.19), porque es ella y su obra lo que la mirada directa de la niña confrontaba entonces y celebra ahora. La mujer artista, la intelectual, la pintora, la feminista, la hija, la hermana, la amiga, la comisaria, es ahora para nosotras “la otra mujer”, que pertenece a un momento histórico del feminismo cuya arqueología es tan valiosa para el feminismo contemporáneo. No el espacio materno perdido de los buenos objetos, los hermosos cuadros, las amistades cariñosas, sino un momento matricial del arte moderno en el que las hijas podían crear sin asesinar a sus madres58. Atentamente, Griselda Pollock


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Mary Cassatt hizo una serie de diez grabados en color y los expuso en la Galería Durand-Ruel de Paris en 1891. Las fuentes principales de documentación y análisis de estos grabados son Breeskin, Adelyn D. The Graphic Works of Mary Cassatt, Nueva York, H. Bittner & Co., 1948, y Matthews, Nancy Mowll y Stern Schapiro, Barbara, Mary Cassatt: The Color Prints, Nueva York, Harry N. Abrams y Williams College, 1989. Pissarro, Camille, Letters to his Son Lucien, John Rewald y Lucien Pissarro (eds.), Mamaroneck, Nueva York, Paul P. Appel, 1972, p. 158 [ed. org.: Lettres à son fils Lucien, París, Albin Michel, 1950; ed. esp.: Cartas a Lucien, Carina P. de Pagès Larraya (trad.), Muchnik Editores, 1979]. Como ni Pissarro ni Cassatt habían nacido en Francia, no habían sido incluidos en una exposición de la Société des Peintres-Graveurs francesa, que tenía lugar en la sala principal de la Galería Durand-Ruel. Pissarro y Cassatt colgaron sus obras, por separado, en una sala adyacente. Para un análisis de los lugares en los que trabajó Pissarro véase Brettell, Richard, Pissarro and Pontoise: The Painter in the Landscape, New Haven y Londres, Yale University Press, 1990. Clark, T. J., “Pissarro”, emisión televisada de la Open University, Modern Art and Modernism, 1984, y “Time and Work Discipline in Pissarro”, una conferencia impartida en la University of Leeds, en el congreso Work & the Image, 18 de abril de 1998. Segard, Achille, Mary Cassatt: Un peintre des enfants et des mères, París, Paul Ollendorf, 1913. Cooney Frelinghuysen, Alice et al., The Splendid Legacy: The Havemeyer Collection, Nueva York, Metropolitan Museum of Art, 1993. La primera adquisición fue Ensayo de ballet, de Degas, ca. 1874, pastel sobre monotipo, ahora en el Nelson Atkins Museum of Art, Kansas City. Weitzenhoffer, Frances, The Havemeyers: Impressionism Comes to America, Nueva York: Harry N. Abrams, 1986. Havemeyer, Louisine W. “The Suffrage Torch: Memoirs of a Militant”, Scribner’s, mayo de 1922, p. 529. En la película de Laura Mulvey Riddles of the Sphinx (1976), este gesto vuelve al arte. En el dormitorio de la niña en la película hay un cuadro de Cassatt, una reproducción que de hecho le di yo a la cineasta, que acababa de leer el libro que publiqué en 1978 sobre Mary Cassatt. Véase también mi libro Mary Cassatt, Londres, Thames & Hudson, 1998. Las fotografías de artistas mujeres trabajando a finales del siglo xix, como la de Berthe Morisot en su estudio en la década de 1890 o la de Cecilia Beaux pintando a Ethel Page, son un recordatorio constante de la proximidad, por no decir intimidad, con las modelos o quienes posaban en el espacio de producción del estudio en el que trabajaban las artistas mujeres. Este hecho material de las relaciones en el espacio tiene un efecto sobre la representación resultante, produciendo una retórica de la proximidad que a menudo difiere del desapego y la distancia “voyeurística” que de manera predominante estructura y define como modernas las obras de los colegas no femeninos de estas artistas. He desarrollado con más detalle este punto en mi “El arte moderno y los espacios de la feminidad”, en Vision and Difference: Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988. Apuntaba allí que un rasgo particular de los cuadros de Mary Cassatt se deriva de la manera en la que sus cuadros incorporan el espacio —físico, social y psíquico— desde el que se crea la representación. Leer la obra —es decir, sumarse a su interés— requiere que el espectador tenga algún tipo de acceso o simpatía con esa posición. La falta de ambos es quizás lo que explique por qué, en general, el arte hecho por mujeres no llega a traspasar el umbral del espectador, varón o mujer, con formación canónica y por qué les parece poco interesante, aburrido. Me baso aquí en la obra de Julia Kristeva, que ha hecho una lectura psicoanalítica de la imagen habitual de la Madonna y el Niño en la pintura renacentista en su estudio del caso del mundo de Bellini, “Maternité selon Giovanni Bellini”, en Desire in Language, Leon Roudiez (ed.), Nueva York, Columbia University Press, 1980, pp. 237-270. Kristeva solo puede imaginarse las maneras en las que los sujetos masculinos negocian sus relaciones con la madre de la fantasía masculina


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mediante este tropo artístico. Bellini perdió a su madre a una edad temprana y Kristeva lee su obra buscando el sentido recurrente de la imposible madre perdida cuya jouissance el artista masculino identifica como el límite, la frontera o el inicio de la posibilidad de su creatividad estética. En estas imágenes, por lo tanto, no hay un sueño sentimental de madres recuperadas, sino la relación intensa con un bloqueo imposible, en un lado del cual reside la posibilidad de crear en ese límite mientras que, más allá de esa frontera, estaría la locura, la imposibilidad de encontrarse a sí mismo en ninguna significación. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿Podrían las mujeres abordar la exploración de la madre en el arte solo llegado un cambio radical semiótico y cultural, cuando la familia, el Estado y la religión se realinean para ser tanto la condición para el culto de la madre secular como la condición para el crecimiento de una revuelta feminista, ambas de hecho basadas en las posibilidades histórica y culturalmente transformadas para la realización ampliada de la subjetividad femenina? Explicaré esta afirmación con más detalle enseguida. Anita Brookner señaló esto en su presentación del cuadro para la serie de televisión de la BBC One Hundred Great Paintings en 1978. Duncan, Carol, “Happy Mothers and Other New Ideas in Eighteenth Century French Art”, en Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva York, Harper & Row, 1982, pp. 201-220. Véase Street, Paul, Representations of the Family in Eighteenth-century British Painting, tesis doctoral, University of Leeds, 1993, para un estudio detallado de la sensualización de la madre en la tradición retratista inglesa del siglo xviii, y Duncan, Carol, “Happy Mothers”, op. cit.. Nochlin, Linda, “A House Is Not a Home: Degas and the Subversion of the Family”, en Dealing with Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Richard Kendall y Griselda Pollock (eds.), Londres, Pandora, 1992, pp. 43-65 (ahora Londres, Rivers Oram Press). En su artículo “Renoir and the Natural Woman”, Tamar Garb señala la conexión en la crítica de finales del siglo xix entre las grandes y lánguidas figuras desnudas reclinadas en fantásticos paisajes sureños y las enormes imágenes de la maternidad que hicieron posible que Renoir fuera tan popular a finales de siglo e imposibilitaron en cambio que lo fuese en el radical antimaternalismo y antinaturalismo de la crítica moderna a lo Greenberg de nuestra época. Garb, Tamar, “Renoir and the Natural Woman”, Oxford Art Journal 8, 2, 1985, pp. 3-15; reimpreso en The Expanding Discourse: Feminism and Art History, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva York, Harper Collins, 1992, pp. 294-311. Sobre el lugar imposible de Renoir en el arte moderno, véase Orton, Fred, “My Ideas of Renoir Keep Changing”, Oxford Art Journal 8, 2, 1985, pp. 28-35. Sobre la obra de Mary Cassatt en relación con los discursos contemporáneos sobre la maternidad, véase Bracker, Alison, The Hand That Rocks the Cradle: Mary Cassatt’s Images of Maternity, TFM, UCLA, 1990; Mathews, Nancy Mowll, Mary Cassatt and the “Modern Madonna” of the Nineteenth Century, tesis doctoral inédita, Nueva York University, 1980. Los pictogramas son “la representación del espacio psíquico originario, considerado en más cercano al cuerpo”. Según Piera Aulagnier, los acontecimientos sensoriales arcaicos pueden considerarse representaciones en función de este concepto de pictograma. Para cada nivel de estructuración psíquica hay una forma específica de representación adjunta o desarrollada: el proceso primario emplea la imagen de las cosas y a medida que se desarrolla añade las imágenes de las palabras, las fantasías; el proceso secundario emplea “las imágenes de las palabras ya entretejidas en una red cultural, representada por los pensamientos”. “Toda experiencia, con independencia de que su fuente sea externa o interna, produce representaciones en diversos niveles a la vez: en el real, en el imaginario y en el simbólico: los pictogramas, las fantasías y los pensamientos, conjuntamente, registran cualquier acontecimiento dado”. Lichtenberg Ettinger, Bracha, “Matrixial Borderspace in Subjectivity as Encounter”, en Rethinking Borders, John Welchman (ed.), Londres, Macmillan Academic, 1996, pp. 125-158. Ibíd.

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22 Esto está documentado en sus cuadernos de artista, Matrix - Halal[a] - Lapsu, Oxford, Museum of Modern Art, 1992. Para una lectura de los cuadernos y los cuadros, véase mi “After the Reapers”, en Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Griselda Pollock (ed.), Londres, Routledge, 1996. 23 Lichtenberg Ettinger, Bracha, “Matrix and Metramorphosis”, Differences 4, 3, 1992, pp. 176 y 201. 24 En la obra de Luce Irigaray encontramos también un cuestionamiento de los efectos perjudiciales de la identificación exclusiva de lo Simbólico con el Falo, como si fuera el único símbolo imaginable en torno al cual pudiera organizarse la subjetividad y la sexualidad humana. Irigaray ha argumentado, desarrollándolo a partir de categorías lacanianas, la necesidad de un Simbólico femenino, que puede imaginarse únicamente sobre la base de un Imaginario femenino. En sus escritos la relación con la madre es crucial y considera que la cultura fálica es fundamentalmente matricida. Véase especialmente “The Bodily Encounter with the Mother” [1981], en The lrigaray Reader, Margaret Whitford (ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1991, pp. 34-47. Lichtenberg Ettinger parte de un punto que desafía el orden fálico en un estadio anterior, antes de que haya ningún reconocimiento o fantasía de la madre por la criatura; antes de que cualquiera de estas nominaciones tenga ningún significado. De la misma manera que Lacan apunta que los sujetos, tanto masculinos como femeninos, están posicionados en relación con el Falo, pero que los sujetos masculinos tienen un interés sobredeterminado en el sistema fálico mediante el falso reconocimiento de su pene como falo —que para Lacan siempre es un significante, no una cosa, y ciertamente no el órgano, aunque este último hereda toda encarnación del significante—, la subjetividad masculina y femenina puede organizarse también en relación con otros símbolos, como la Matriz, aunque los sujetos femeninos tendrán una relación sobredeterminada con ella. La especificidad de la subjetividad y la sexualidad femenina puede articularse en parte mediante esa “diferencia” que surge de vivir en un cuerpo que da acceso a la experiencia de la coexistencia matricial desde otro punto de vista cuando se está embarazada. Pero, en un nivel metafórico, o incluso sociológico, lo femenino no se refiere a las mujeres en sentido biológico, sino a unas posibilidades radicalmente otras respecto a las que permite un régimen falocéntrico. Así, la feminidad de la Matriz puede operar filosóficamente, como una forma de caracterizar cualquier pensamiento, proceso, imagen, idea o práctica social que funcione con este tipo de aceptación de la variabilidad de la diferencia, mientras que la masculinidad, en tanto fálica, se refiere a lo que opera por exclusión o asimilación, esto o aquello, oposiciones binarias. Igualmente esta idea puede operar en el plano de lo político, ser reclamada por las mujeres en su promoción activa de formas de organización social y política, o de análisis cultural, que rompan la forclusión, la negación de la articulación, de soporte representativo para cualquier otro proceso de subjetividad, imaginario y anterior a ese decretado por el falo. 25 Leclerc, Annie, “La Lettre d’amour”, en Hélene Cixous, Madeleine Gagnon y Annie Leclerc, La Venue à l’Écriture, París, Union Genérale, 1977. 26 Leclerc, Annie, La Parole de femme, París, Grasset, 1974, p. 80 [ed. esp.: Palabra de mujer, Alicia Entel (trad.), Buenos Aires, Ed. Megapolis, 1977]. 27 Gallop, Jane, “Annie Leclerc Writing a Letter, with Vermeer”, October 33, 1985, p. 109; Spivak, Gayatri C., “French Feminism in an lnternational Frame”, Yale French Studies 62, 1981, p. 179. 28 Este cuadro pasó por París cuando fue parte de la subasta de la colección Secrétan en Boussod, el 1 de julio de 1889 (no. 140). En aquella subasta, Vermeer era todavía un pintor que despertaba considerable interés porque las investigaciones de Théophile Thoré alias Willem Bürger acababan de redescubrirlo y reconstruirlo. Véase Thoré, Théophile, “Van der Meer of Delft”, Gazette des Beaux Arts, 1866, pp.297-330; 458-470; 542-575. 29 Para un análisis de este tema en La anunciación del Tríptico de Mérode de Robert Campin, véase Holly, Michael Ann, “Witnessing an Annunciation”, en The Point of Theory: Practices of Cultural Analysis, Mieke Bal e Inge Boer (eds.), Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994, pp. 220-231.


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30 Me baso aquí en la importante obra de Nanette Salomon sobre la representación del burdel en el siglo xvi frente al espacio doméstico, en el que este último heredó las connotaciones de la anunciación, un trabajo que formará parte de sus ensayos completos que publicará Stanford University Press en 1999. [N. de la E.: Salomon, Nanette, Shifting priorities: Gender and Genre in Seventeenth-Century Dutch Painting, Stanford, Stanford University Press, 2004] 31 Véase Gallop, Jane, “Keys to Dora”, en Feminism and Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction, Londres, Macmillan, 1982, pp. 132-150. Gallop señala que el carácter apolítico del psicoanálisis aparece cuando colabora con la asimilación imaginaria de la niñera con la madre. En los dos primeros capítulos de este libro he hablado de la fantasía masculina de esa fusión dentro de un modelo de fragmentación psíquica y de contradicción que tenía como resultado una agresiva degradación de esas figuras que representaban a la niñera de clase obrera, mientras que todos los buenos sentimientos se asimilaban a una figura de la madre que se convierte en remota pero deseada. Este caso explora una articulación específicamente femenina de las relaciones de diferencia social dentro de este modelo de familia, apuntando las posibilidades de unas relaciones de diferencia no agresivas, aunque estas se inscriban aún igualmente en el poder real social y económico de la burguesía. 32 Ibíd., p. 118. 33 Benveniste, Émile, Problems in General Linguistics, Elizabeth Meek (trad.), Coral Gables, University of Miami Press, 1971 [ed. org.: Problèmes de linguistique générale, 1, París, Gallimard, 1966; ed. esp.: Problemas de lingüística general I, Juan Almela (trad.), México, Siglo xxi, 1974]. Para un útil análisis de las relaciones entre lenguaje y subjetividad en la obra de Benveniste, véase Silverman, Kaja, The Subject of Semiotics, Oxford, Oxford University Press, 1983. 34 “The Reality Effect”, en The Rustle of Language, Richard Howard (trad.), Oxford, Basil Blackwell, 1986, pp. 141-148 [ed. org.: “L’effet de reel”, en Le Bruissement de la langue, París, Éd. du Seuil, 1984; ed. esp.: “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje, C. Fernández Medrano (trad.), Barcelona, Paidós, 1987], pp. 141-148. Para ejemplos pictóricos, véase Claude Monet, El almuerzo (1868, Frankfurt, Stadelsches Kunstinstitut), y Gustave Caillebotte, El almuerzo (1876, colección privada). 35 Por ejemplo, durante la época en la que estaban de moda los miriñaques, las mujeres no podían subir al ómnibus con la estructura de ballenas que sostenía las faldas abombadas. Se colocaron unos ganchos especialmente en la parte trasera del ómnibus para colgar estas curiosas estructuras y las mujeres tenían que desnudarse en público para poder subir. Caroline Arscott ha descubierto viñetas y relatos humorísticos que se refieren a los alicientes sexuales a disposición de los hombres jóvenes que viajan en el ómnibus como resultado de este delirio concreto de la moda femenina. Arscott, Caroline, Modern Life Subjects in British Paintings 1840-60, tesis doctoral, University of Leeds, 1987. 36 Esta imagen no es un interior, pero, incluso fuera del hogar, las mujeres ocupaban los espacios de la familia burguesa que, por supuesto, siempre estaban permeados por “un afuera” personificado en quienes trabajaban para la familia sin consanguinidad. El hecho de que en las sociedades occidentales quienes estuvieran contratadas para cuidar de las criaturas fueran en su mayoría mujeres muestra que no estamos ante una cuestión biológica, sino ante un arreglo ideológico que busca su justificación en “los hechos”, si no de la reproducción misma, sí de la lactancia. 37 Véase Garb, Tamar, Sisters of the Brush: Women’s Artistic Culture in Late Nineteenth Century Paris, New Haven y Londres, Yale University Press, 1994. 38 Para un gran análisis de este tema, véase Silverman van Buren, Jane, The Modernist Madonna: Semiotics of the Maternal Metaphor, Bloomington, Indiana University Press y Londres, Karnac Books, 1989. 39 Clark, T. J., The Image of the People, Londres, Thames & Hudson, 1973. 40 Este momento se ha puesto en escena de manera crítica en la importante película de Sue Clayton y Jonathan Curling sobre las mujeres obreras y su representación en el siglo xix, The Song of the Shirt


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(1978), en la que una costurera acude a tomar medidas y después a probar el vestido de gala a una joven debutante. Las relaciones de la debutante con la explotada costurera que hace el caro vestido con el que la debutante será subastada en el mercado matrimonial se articula mediante una historia de amor romántico de un joven burgués y una hermosa modista que se publicó inicialmente en un periódico cartista. La breve novela circula desde el taller de la costurera hasta el salón burgués por medio de la costurera, que se la deja allí sin darse cuenta cuando llega con el vestido. Posteriormente la película dramatiza las diferentes maneras en las que las mujeres de diferentes clases leen ese mismo texto sensacionalista, la mujer obrera anticipando “a sabiendas” el inevitable abandono de la mujer embarazada de clase obrera, la debutante “con entusiasmo”, es decir, descubriendo una sexualidad a través de un texto cuyos significados sigue ignorando en lo fundamental porque, a diferencia de la comprensión social de las mujeres de clase obrera, ella no tiene los medios para penetrar en los códigos de su propia fabricación como objeto de intercambio y deseo masculino. La escena de la prueba también aparece en la obra de Paula Rego, La prueba. Los cuadros de Paula Rego ponen también en escena las interacciones entre mujeres de diferentes clases dentro de los espacios de la casa burguesa, basándose en su propia historia de infancia en Portugal. Véase McEwan, John, Paula Rego, Londres, Phaidon Press, 1992. En la obra de la propia Bracha Lichtenberg Ettinger una de las imágenes recurrentes con la que ha trabajado una y otra vez es precisamente la de una mujer mirando hacia afuera (por ejemplo, en Woman - Other - Thing no. 3, 1990-1992). Sus reflexiones sobre el atractivo y la función de esta figura contribuyeron a desarrollar su análisis de la matriz. Véase Lichtenberg Ettinger, Bracha, Matrix Borderlines, Oxford, Museum of Modern Art, 1993. Véanse los capítulos 4 y 3, sobre los usos fantásticos por parte de Toulouse Lautrec y Van Gogh del cuerpo de las mujeres de clase obrera en la representación. Lipton, Eunice, “Degas’s Bathers - The Case for Realism”, Arts Magazine 54, 1980, pp. 93-97 y Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, tesis doctoral inédita, University of Leeds 1991. Nochlin, Linda, “A House Is Not a Home”, op. cit. Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and his Followers, Nueva York y Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984. Silverman van Buren, Jane, The Modernist Madonna, op. cit. Ibíd., pp. 123-124. Irigaray, Luce, “The Bodily Encounter with the Mother”, op. cit., p. 43. En este sentido, este análisis debería vincularse con el examen anterior del cuadro Cleopatra, de Artemisia Gentileschi. Kelly, Mary, “Invisible Bodies: Mary Kelly’s Interim”, New Formations 2, 1987, p. 11; e Imaging Desire, Boston, MIT Press, 1996. Citado en Mathews, Nancy Mowll, Mary Cassatt, Nueva York, Villard Books, 1994, p. 236. Rabinow, Rebecca A., “The Suffrage Exhibition of 1915”, en Splendid Legacy: The Havemeyer Collection, Alice C. Frelinghuysen et al. (eds.), Nueva York, Metropolitan Museum of Art, 1993, pp. 89-98, proporciona una lista completa de las obras expuestas y las identifica en las colecciones Havemeyer o en los correspondientes catalogues raisonnés. Había 27 obras de Degas, de las cuales 13 pertenecían a la Colección Havemeyer; había 21 obras de Mary Cassatt, de las cuales 10 estaban en posesión de los Havemeyer. Como muchos miembros de su familia apoyaban la causa antisufragista, no prestaron obra para esta exposición a beneficio del sufragio y por lo tanto una buena parte de la obra anterior de la artista no pudo verse en ella. La mayoría de los cuadros de la exposición era del periodo posterior a 1900, mientras que la parte de Degas se concentraba en su obra entre las décadas de 1870 y 1880. Incluía cuadros como El enfado (1869-1871); Mujer planchando (1873); La canción del perro (1876-11877); y Mujer secándose los pies (1885-1886). La exposición de Cassatt incluía Las primeras caricias del bebé (1891); Madre e hija, también conocida como El espejo oval (1901); Madre e hija (1905); y Las caricias del bebé (1891).


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54 Havemeyer, H. O., “Remarks on Edgar Degas and Mary Cassatt”, 16 de abril de 1915, panfleto. Agradezco a Melissa De Medeiros de la biblioteca de la Galería Knoedler que me facilitara una copia de este discurso. 55 Véase Pollock, Griselda, “Killing Men and Dying Women: A Woman›s Touch in the Cold Zone of American Painting in the 1950s”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed: Social History of Art, Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester, Manchester University Press y Nueva York, St Martin’s Press, 1996. 56 No hay manera de documentar esta afirmación a partir de las propias declaraciones de Mary Cassatt. La ofrezco aquí como una conclusión a esta lectura de su obra. En la parte de las memorias de Louisine Havemeyer dedicada a Degas, encontramos un punto de vista interesante en relación con el contenido de su obra. Hay un claro reconocimiento del tema de clase en la manera en la que Havemeyer escribe con admiración acerca de su visión penetrante sobre la cantante de café o las bailarinas adolescentes y sus madres. Precisamente surge el aspecto que yo he estado defendiendo en relación con Cassatt, a saber, que la sexualidad del intercambio interclasista —que he argumentado que define la interacción del artista masculino en los espacios de la modernidad— puede ser desplazado por una percepción de la otredad de clases que no tenga un sentido de abuso, agresión o fantasía sexual. Las mismas imágenes se leen buscando la complejidad compositiva con la que lograron crear un “auténtico” sentido del ser social de otra persona. Por supuesto, esto no significa en absoluto que el ser social de clase obrera esté siendo representado por Degas o que pudiera serlo, o que esté siendo reconocido por una dama burguesa. La clase distorsionará su perspectiva. Pero sí apunto que la espectadora burguesa veía la diferencia como otra manera de estar en el cuerpo y en el mundo, más que como una figuración de una división psíquica, que, en el caso de la modernidad masculina, convierte a la bailarina, a la sombrerera, a la prostituta que se lava en una figura fantasmagórica, como ya hemos visto en los capítulos 3 y 4. Véase Havemeyer, Louisine, From Sixteen to Sixty: Memoirs of a Collector [1930], Nueva York, Metropolitan Museum of Art, 1961. 57 Algunas de estas obras pudieron haber sido visibles en Nueva York en la misma época, porque Durand Ruel hizo allí una exposición, en abril de 1915, de Acuarelas y grabados a punta seca de Mary Cassatt. 58 Para un examen completo de esta afirmación y los comentarios sobre Leyendo Le Figaro, véase Pollock, Griselda, “Critical Critics and Historical Critiques or the Case of the Missing Women”, University of Leeds Review 36, 1993/1994, pp. 211-245; una versión del texto se incluye en The Point of Theory, Mieke Bal e Inge Boer (eds.), Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994, y figura reimpreso íntegramente en Pollock, Griselda, Looking Back to the Future: Essays from the 1990s, Nueva York, G&B Arts International, 1999.


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Ilustración. 9.1. Berthe Morisot, 1894, fotografía. Colección privada

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9 HISTORIA DE TRES MUJERES: VER EN LA OSCURIDAD, VER DOBLE, COMO MÍNIMO, CON MANET

La crítica feminista puede ser una fuerza a la hora de cambiar la disciplina. Para ello, debe reconocer que es cómplice de la institución en la que busca espacio. Ese lento trabajo puede hacerla pasar de la oposición a la crítica. Gayatri Chakravorty Spivak1

INTRODUCCIÓN: LAURE, JEANNE Y BERTHE Una fotografía de la pintora francesa Berthe Morisot tomada en 1894 (Ilustración 9.1) ofrece una huella fantasmagórica de una persona que una vez estuvo viva. La imagen ejerce toda la atracción de la fotografía como depósito de una plenitud perdida que imaginamos que ya pertenece a la historia. Berthe Morisot (1841-1895) es una artista bien documentada, con un catalogue raisonné, una correspondencia publicada aunque muy expurgada, unas cuantas biografías y algunas exposiciones y actos de congresos sustanciales sobre diversos aspectos de su trabajo2. Desde principios de la década de 1970, ha despertado un gran interés en la historia feminista del arte, y su obra ofrece un campo importante para la reconsideración de la “modernidad y los espacios de la feminidad”, así como para la de la estética impresionista y su relación con distintas significaciones históricas posibles de lo femenino. En la fotografía, la artista —que murió de gripe el 2 de marzo de 1895, a los cincuenta y cuatro años, un año después de esa sesión fotográfica— aparece sentada, vestida con un vestido blanco amplio, en un sofá tapizado, con una pierna recogida bajo la otra y con la cabeza apoyada en una mano, en actitud soñadora o de cansancio. Está en reposo. El pelo es cano. La fotografía es una repetición sorprendente, casual o tal vez intencionada, de uno de los cuadros más famosos que se conservan de Morisot cuando era más joven, obra de un artista que con el tiempo se convertiría en su cuñado: Reposo, pintado entre mayo y septiembre de 1870 por Édouard Manet (Ilustración 9.2). La imagen fotográfica de Berthe Morisot como una mujer elegante, aunque relajada y prematuramente envejecida, tiene similitudes iconográficas con


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Ilustración. 9.2. Édouard Manet (1832-1882), Reposo, 1870, óleo sobre lienzo, 148 × 113 cm. Providence, Rhode Island School of Art Museum (donación del legado de Mrs Edith Stuyvesant Vanderbilt Gerry)


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imágenes de la misma mujer en su juventud, aunque también diferencias importantes. En cuadros y fotografías aparece como “la dama oscura”, una mujer impresionante, cuyos llamativos ojos oscuros parecen haber sido modelados retóricamente por un fotógrafo o un pintor inclinados a representar en términos contemporáneos ese tropo. (Ilustración 9.3)3 La dama oscura es un extremo de una polarización cultural de la feminidad que contrapone una figura domesticada, virginal o maternal de la feminidad, la dama blanca, a otra peligrosa, sexualmente dominante o atractiva, que siempre está en otra parte, conectada con los espacios de alteridad y exotismo, y, por lo tanto, de una sexualidad no regulada. Desde el Renacimiento hasta el período moderno, el tropo de “la dama oscura” se da en la cultura europea sin estar ligado a geografías particulares o etnicidades concretas. Tiene su origen en las incursiones coloniales iniciadas en el siglo xvi, cuando una teología cristiana que había escindido la feminidad entre la Madonna y la Magdalena se dio la vuelta en torno a las referencias de tierras lejanas, sin nunca dejar de ser una proyección que podía aplicarse a cualquier mujer, al margen de su ubicación cultural o de su origen social. La metáfora de luz y oscuridad, tan cargada de implicaciones en el imaginario cristiano y el del Occidente clásico, descargó en el grado accidental de melanina que había en la piel de los pueblos de las tierras del sur el peso de una confrontación alegórica con la diferencia cultural que conllevaba una carga misógina y sexualizada todavía mayor. En la década de 1860, Manet modeló los rasgos de Berthe Morisot en su singular combinación moderna de “dama oscura” y “mujer de blanco”, por ejemplo cuando utilizó a la joven artista burguesa como modelo en El balcón, enorme cuadro para el Salón de 1860 y homenaje a Francisco de Goya (Ilustración 9.4). En 1869, Morisot contó a su hermana lo siguiente: “En El balcón estoy más rara que fea. Creo que el epíteto de femme fatale ha estado circulando entre los espectadores”4. Tanto en El balcón como en Reposo (Ilustración 9.2), pintado menos de un año después, la combinación de los llamativos rasgos de la artista, de su pelo y sus ojos negros con un vestido blanco, planteó un exigente reto artístico para un pintor al que siempre le fascinó la cuestión del contraste no mediado entre los dos extremos de la escala tonal, el blanco y el negro, es decir, el punto en que la tonalidad puede quedar liberada para funcionar como color. En Reposo solo hay una figura, reclinada casi sobre un sofá en el término medio, de manera que la pierna que tiene estirada parece atravesar una profundidad sugerida casi hasta llegar al extremo inferior del lienzo con el piececito envuelto en una media blanca y una zapatilla negra que el espectador casi pue-


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de tocar. Sin embargo, esa postura era difícil de interpretar. En una exposición del Salón de 1873, en la que el cuadro fue mal recibido en general, un crítico dio por supuesto que estaba de pie y, cuando le dijeron que no era así, se quejó de que “no estaba pintada ni dibujada, ni de pie ni sentada”5, mientras que otro escribió acerca de una “una mujer vestida de blanco arrojada sobre un sofá”6. Beatrice Farwell ha sostenido que las connotaciones de una mujer reclinándose sobre un sofá o un diván —dos objetos propios de sociedades de Oriente Medio o del Norte de África— eran explícitamente sexuales, citando cuadros de Manet de dos mujeres marcadas por los códigos sexuales de la década de 1860: La amante de Baudelaire en un diván de 1862 (Ilustración 9.5) y la Mujer tendida con vestido español de 1862, cuya modelo fue la compañera del fotógrafo Nadar (Ilustración 9.6)7. Los dos cuadros son más o menos de la misma época que los grandes cuadros para el Salón que Manet pintó en esos años y que también comparten su exploración de la sexualidad contemporánea, Almuerzo sobre la hierba (1862, París, Musée d’Orsay) y Olympia (Ilustración 9.17). Así pues, Beatrice Farwell sugiere que la pose, aunque adoptada por una dama burguesa de “respetabilidad” intachable, codificada como tal por su elegante traje de día de muselina blanca, adquiere un elemento de “falta de decoro” por las asociaciones iconográficas entre la imagen de una mujer arrellanada en un sofá y la imaginería erótica. La evidencia del maltrato de los críticos al cuadro en el Salón, donde uno dijo que se trataba de una “mancha indecente y bárbara” y otro utilizó el término explícito “golfa”, refuerza esa interpretación8. Sin embargo, Farwell escribe lo siguiente: “Si esta obra ‘no tiene el carácter de un retrato’ y los rasgos que lo convierten en tal (la posición relajada, el aire de ensueño, la mirada indirecta) lo relacionan más bien con la representación tradicional de la fantasía erótica y oriental, entonces nos enfrentamos a la cuestión de cómo funcionaba esa clase de protocolo y tipología en la cultura del siglo xix”9 (la cursiva es mía). La idea de una conexión orientalista inmersa en una imagen de modernidad burguesa metropolitana atenta directamente contra el núcleo de las interpretaciones canónicas de Manet. Los historiadores del arte ponen mucho cuidado en separar a Manet de los pintores orientalistas Salonnier del Segundo Imperio, como Gérôme (Ilustración 9.25), pese a la presencia entre sus obras de la década de 1860 de un dibujo, más tarde convertido en un grabado, titulado Odalisca (París, Musée d’Orsay), que tal vez fuera una de las primeras exploraciones que condujeron a Olympia, el desnudo de Manet para el Salón, y de un óleo fechado en 1870 de una figura de pie velada solo por un atuendo blanco semitransparente titulado La sultana (Ilustración 9.7).


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Ilustración. 9.3. Berthe Morisot, ca. 1867, fotografía. Colección privada Ilustración. 9.4. Édouard Manet, El balcón, 1868-1869, óleo sobre lienzo, 169 × 125 cm. París, Musée d’Orsay

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Ilustración. 9.5. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, 1862, óleo sobre lienzo, 90 × 113 cm. Budapest, Szépmüveszeti Múseum


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Sin embargo, en Reposo (Ilustración 9.2), la figura, vestida con un traje más opaco, pero poseedora de unos ojos igualmente oscuros, está claramente sentada en una pieza de mobiliario tapizada, contemporánea y situada en un ambiente moderno: tal vez se trate del propio estudio de Morisot10. Manet ha creado una mise-en-scène marcadamente moderna, es decir, burguesa, para una iconografía que en la misma época estaba al servicio del erotismo orientalizante. La estrategia —invocar y enmendar— se repite en lo que puede considerarse la antítesis de este cuadro, la Olympia de 1863-1865 (Ilustración 9.17), en la que las oposiciones de oscuridad y luz, reclinada y de pie, vestida y desnuda, trabajo y ocio, forman la vacilante estructura de la imagen. Sin embargo, Reposo evoca también, como una especie de reanudación de ese intento de modernización de las imágenes eróticas de lo femenino, un retrato en postura recostada de la feminidad moderna —contemporáneo de Olympia, pero titulado En el diván, y desde entonces conocido como La amante de Baudelaire en un diván de 1862— del que se ha dicho que es un retrato de una mujer llamada Jeanne Duval, conocida para la historia del arte solo como compañera sexual del poeta (Ilustración 9.5). ¿Acaso esos deslizamientos —de imagen en imagen, de tropo en tropo— son solo una función de mi fantasía, una asociación libre no autorizada en el museo de la historia del arte? ¿Son la clase de movimientos que ha posibilitado la reflexividad crítica en cuestiones de raza, clase y sexualidad, característicos de la teoría feminista contemporánea? Sin embargo, nos permiten desmantelar la arquitectura fijada del discurso canónico, con su teleología del desarrollo artístico individual, para poder realizar una intervención feminista mediante la creación de sus propias genealogías perversas. Alteran la inmovilidad de la ideología, que impone sus interpretaciones de autoridad sobre la obra de un maestro modernista. Por último, esas interrogaciones del archivo ofrecen acceso a un posible inconsciente histórico, revelado a través de los patrones de repetición, retorno, represión y desplazamiento. Pretendo elaborar un relato que pueda abarcar los tenues hilos, históricos pero también míticos, que vincularon a tres mujeres en un espacio en el París de la década de 1860. La época y el lugar fueron el escenario de los inicios del arte moderno canónico. Los hilos que vinculan a esas tres mujeres se encuentran en la superficie de algunos cuadros de un artista, Édouard Manet, que al parecer las pintó a todas. Pero sus relaciones y, por lo tanto, sus diferencias no pueden rastrearse solo en las ficciones pictóricas de un artista moderno canónico de París. Laure, Jeanne, Berthe funcionan como significantes de la obra que


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Ilustración. 9.6. Édouard Manet, Mujer tendida con vestido español, 1862, óleo sobre lienzo, 94,7 × 113,7 cm. New Haven, Yale University Art Gallery (donación de Stephen C. Clark) Ilustración. 9.7. Édouard Manet, La sultana, 1871, óleo sobre lienzo, 95,5 × 74,5 cm. Zúrich, Fundación E. G. Bührle


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de modo colectivo crea a “Manet”, el maestro moderno11. No solo ocurre que las mujeres como artistas, modelos o compañeras hayan quedado ocultas en la historia, poco estudiadas o mal representadas. La complejidad de las diferencias entre feminidades que alcanzan visibilidad o desaparecen en la representación no está reconocida, como tampoco las estructuras —sociales e imaginarias— que sobredeterminan su precario lugar en la representación12. ¿Cómo contaré esta historia de tres mujeres? Mieke Bal ha propuesto una teoría de la interpretación feminista a la que ha dado el nombre de “histérica” y que se pregunta: “¿Qué clase de semiótica tenemos que aplicar para leer lo no dicho, recuperar lo reprimido e interpretar los signos distorsionados de esa experiencia indecible? Tenemos que dar cuenta de la oblicuidad de las representaciones cuya retórica pretende borrar las experiencias de las mujeres, pero que no pueden reprimir por completo dichas experiencias”13. La teoría histérica interpreta desde la perspectiva de la víctima, apelando a la “visualidad, la imaginación y la identificación”14. Mi análisis se centra en las relaciones entre tres mujeres desigualmente presentes y reprimidas en la especificidad histórico y social que tuvieran, en los espacios de la representación visual a comienzos del arte moderno. La historia del arte llega a ser canónica no solo por su construcción de un canon, en el que Édouard Manet ocupa un lugar central, sino por la canonización de ciertas formas de ver sus materiales y establecer conexiones y redes autorizadas. Las historias sociales del arte, las intervenciones feministas y la teoría poscolonial aplicada a la representación visual han introducido ya alteraciones importantes, una de las cuales concierne al análisis de un género de pintura del siglo xix conocido como orientalismo. En la historia del arte al uso, el orientalismo se ha considerado en virtud de una clasificación curatorial de cuadros con temas de Oriente Medio y el Norte de África pintados por artistas que van desde Eugène Delacroix hasta Henri Matisse, clasificación que ha quedado sometida, desde el feminismo y otras corrientes, a una perspectiva crítica encuadrada por el influyente análisis del discurso realizado por Edward Said en su libro Orientalismo (1978) de los tropos administrativos e imaginativos elaborados por el colonialismo occidental en torno a la sociedad islámica15. Investigaciones pormenorizadas han refinado e incluso cuestionado los grandes contornos del mapa foucaultiano trazado por Said en todos los niveles16. Yo me limitaré a añadir una nota feminista a pie de página en la que quiero jugar con los tropos del orientalismo y de un discurso africanista relacionado con él, poniendo frente a frente su evocación metafórica de las relaciones entre blancos y negros, de


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Europa y de sus otros, y la incisión problemática de ambos en los cuerpos y a través de las representaciones de feminidades de clase y marcadas étnicamente. Como historiadora feminista de arte me ha encantado contribuir al redescubrimiento y la restitución de artistas como Mary Cassatt y Berthe Morisot. Sin embargo, esas artistas no son solo artistas femeninas, sino también europeas o estadounidenses. Moviéndome lentamente hacia la interpretación no de un cuadro pintado por una artista femenina, sino en el que aparecen dos mujeres en una relación semántica dada por supuesta tanto en la diferencia como en la convergencia a través de cuestiones de clase y raza —a saber, Olympia (Ilustración 9.17), de Édouard Manet—, quiero mostrar mi ira por el hecho de que la historia del arte me enseñó a no ver “en la oscuridad” para reescribir una “historia de amor” inscrita en la historia del arte que fractura mi discurso feminista con lo que en ocasiones anteriores he llamado “problema en los archivos”. Contra las ficciones pintadas de Manet, imagino tres personas históricas: Berthe Morisot, a la que los archivos convencionales establecen sin mayor dificultad como una figura al margen de las representaciones de Manet; Jeanne Duval (Berthe Lemer/Lemaire/Prosper), una figura radicalmente incognoscible que, sin embargo, es un personaje fundamental en los archivos sobre el mentor de Manet, el poeta Charles Baudelaire, con quien mantuvo una relación durante casi veinte años; y una mujer negra llamada Laure, cuyo nombre francófono y aspecto africano son un índice de la explotación colonial europea de África17. No obstante, sin un apellido es difícil rastrear a un sujeto civil en censos y directorios postales. Laure ni siquiera augura la posibilidad de lograr la clase de recuperación histórica que Eunice Lipton empezó a proporcionar en la crónica de su búsqueda de Victorine Meurend, la mujer de clase trabajadora que sirvió como modelo del desnudo blanco en la Olympia de Manet18. Pero me equivoco. He descubierto que el nombre en realidad sí señala una identidad civil históricamente rastreable. Mi ayudante de investigación, Nancy Proctor, y yo hemos descubierto un certificado de nacimiento de ese nombre fechado el 19 de abril de 1839 en el número 6 de la rue Hanôvre, de padres desconocidos. Un certificado bautismal del 20 de abril de 1839 proporciona los nombres y las direcciones de unos padrinos de la “huérfana”, bautizada Laure. Nancy Proctor también encontró confirmación de “Laure” en una inscripción en los registros de alquileres del cuarto piso del edificio de la Rue Vintimille, París 11, que se menciona en los cuadernos de notas de Manet de 186219. No podemos estar absolutamente seguras de que esta huérfana bautizada Laure y la mujer que trabajó en el estudio de Manet de la Rue Guyot sean la


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misma persona. Pero la posibilidad es importante. ¿Cómo afectaría a nuestras expectativas sobre el cuadro darnos cuenta de que una mujer de ascendencia africana nació en París y vivió allí toda su vida, portando el nombre francófono de Laure, cuando quizá la mayor parte de los espectadores imaginan que esta figura aporta al cuadro para el que hizo de modelo una otredad, un exotismo, una carga sexual, que ahora dicha figura puede o no sustentar? Mis evidencias serán a la vez visuales —en el archivo histórico artístico tradicional de pinturas, dibujos y fotografías— y verbales: la riqueza del discurso histórico y literario sobre el arte generada por la canonización de Édouard Manet y su poético mentor y compañero dandy, Charles Baudelaire. Al prestar atención a una serie de cuadros de Manet, producidos en marcada relación con el poeta Baudelaire y sus teorías sobre la modernidad y su melancolía, quiero ofrecer una narrativa histérica que persigue los enlaces entre el silenciado icono de la feminidad contra el cual se significan su rivalidad y su relación: Laure, Jeanne, Berthe. Los historiadores del arte se atascan ante el abismo que un discurso canónicamente blanco y de clase crea entre las que son como Berthe y como Jeanne. Beatrice Farwell llama a la última no solo una demi-mondaine, sino un miembro de le quart du monde20. Pero las propias pinturas (Ilustraciones 9.2, 9.5) establecen formalmente una continuidad profunda y significativa al nivel tanto de un problema formal —negro y blanco— como de la imaginería: la figura femenina aislada, vestida y recostada. Estos dos cuadros riman en un movimiento que a la vez erotiza a Berthe y presta la capa de feminidad burguesa a Jeanne. Por qué Berthe y Jeanne pueden coexistir en el mismo espacio ficcional y retórico para el artista es una cuestión que depende menos, al parecer, de la posición real de Berthe Morisot (1841-1895) o Jeanne Duval (fechas desconocidas) en las jerarquías racializadas del sexo y el género en la Francia de las décadas de 1860 y 1870, que de las inestabilidades de la posición de cualquier mujer en las fantasías de una burguesía metropolitana masculina. Aun así, los cuadros de Manet son más que meras repeticiones de fantasías convertidas en estereotipos. La modernidad de Manet es el lugar donde los tropos de la dama oscura y la mujer de blanco y su mito orientalista subyacente se repasan una y otra vez. Los cuadros sugieren una lucha con y contra el campo heredado de las representaciones eróticas y “respetables”. Existe nada menos que un fallo, o una contradicción, que deja sin resolver ambos cuadros, aunque de maneras diferentes. Mientras que Manet puede intentar negar el tropo de la mujer oscura en su retrato imaginario que, sostendré, produce a Jeanne Duval como una imagen de modernidad, sucumbe a su servidumbre cuando reelabora ese cuadro usando a una modelo europea y


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burguesa que permite que “la dama oscura” retroceda a una representación desplazada precisamente porque ella, Berthe, no es “negra”. Permítaseme expresarlo con claridad. Jeanne no era “negra”. No más que lo era Laure, el tema de la tercera parte de mi historia. En la actualidad es un lugar común feminista que una de las dos figuras femeninas del cuadro que Manet bautiza con solo un nombre, Olympia, ha sido groseramente ignorada por la historia del arte (Ilustración 9.17). En su mayor parte, el cuadro, realizado entre 1862 y 1863 y expuesto notoriamente en el Salón de París de 1865 (quizá con algunos retoques), ha sido tratado como si solo una de las figuras femeninas mereciera análisis21. Una figura está desnuda. El cuerpo femenino reclinado, blanco y desvestido es la sede, y también la visión permitida, de la sexualidad dentro de las tradiciones del arte europeo desde el desarrollo del desnudo erótico en el arte italiano del siglo xvi22. La otra mujer del cuadro, Laure, está vestida. Y es negra. “Es negra” no es una descripción. Es una representación histórica marcadamente codificada que dice a la vez más y menos de lo que parece. En sentido literal, la negrura no es un color. Como una estructura de inscripción racista de diferencia (convertida sin embargo en emblema de resistencia), la negrura se apoya en lo que Frantz Fanon denominó “el esquema racial epidérmico”. Un “esquema corporal” —una imagen internalizada de las sensaciones corporales y la organización de estas— es necesario para que el ego emergente sea capaz de situarse a sí mismo y desarrollar relaciones con el mundo externo de los otros. El racismo interrumpe y remodela negativamente esta formación de la subjetividad. La cultura colonial no refleja positivamente hacia sí mismo el cuerpo del sujeto como la base para la formación del ego. En vez de eso, dirige hacia el otro racializado una mirada en la que este solo puede experimentarse a sí mismo como de color, como un objeto, negativamente devaluado, de un rechazo soberano del Otro. Así, los estereotipos racistas se proyectan a través de un haz de luz ennegrecedora dirigido hacia el sujeto colonizado, que entonces percibe el color de piel como la marca indeleble y el símbolo corporal de una otredad interna que se convierte en una autoalienación creada en esta subordinación a la violencia epistémica del racismo: un esquema epidérmico racial23. En su estudio de lo que denomina con cuidadosa deliberación discurso africanista, Christopher Miller nos recuerda que, a diferencia del blanco, el negro no es realmente un color en absoluto. Es la total ausencia de color. Mientras que el blanco es el efecto de un reflejo luminoso de todos los colores del espectro, el negro es la ausencia de color porque absorbe todos los rayos. Desde


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el punto de vista del color es una nulidad, un vacío. Metafóricamente, sin embargo, está atrapado profundamente en la metafísica helenístico-cristiana de la oscuridad y la luz, de modo que cualquier discurso que colabore con las terminologías de negro/blanco siempre expresará mucho más que su intento de designar distinciones de color. Consideremos de pasada la definición de negro en francés como aquello que “no refleja” (ne réfléchit pas), con su potencial para crear un chiste horroroso. “Le noir ne réfléchit pas” significa “el negro no refleja”, pero también “el hombre negro no piensa (no reflexiona)”. (...) Los discursos africanistas, al recurrir a la negrura y la blancura, se ven implicados en polarizaciones y reversiones24.

La negrura opera en el polo opuesto a la blancura, donde la blancura es luz, conocimiento, civilización, todo lo que hace posible el conocimiento. La negrura se convierte en oscuridad vacía, la época incognoscible anterior a la civilización, o un lugar en el cual, si existe alguna civilización en absoluto, esta solo aparece como resultado de la adición iluminadora de la blancura: la llegada de Europa, la iluminación de la cristiandad o la modernidad. A diferencia del discurso orientalista, que al menos identifica el mundo islámico como una cultura con el fin de definirla como agotada y decadente, de modo que Occidente debe dominarlo, salvarlo y redirigirlo, el discurso africanista está modelado por la semiótica de una oposición de colores que está totalmente desequilibrada. La blancura es todo posibilidad; la negrura es todo nulidad. Y aun así, el segundo término, negro, es necesario precisamente para dar significado al primero, blanco, a través de la unión entre una nada —negrura— y el comienzo del significado —blancura/Europa/Occidente—. De este modo, las relaciones y diferencias provocadas al intentar una reformulación “histérica” feminista de tres mujeres implica a la vez “ver en la oscuridad” y “ver doble”. Un breve resumen del argumento que adelantaré puede ayudar al lector a examinar las implicaciones metodológicas e históricas de este intento de diferenciar el canon. En primer lugar, al analizar Olympia (Laure), argumentaré que el uso coloreadamente específico por parte de Manet de dos mujeres de diferentes orígenes étnicos trabaja para perturbar tanto la fantasía orientalista como el discurso africanista en el cual mujeres como Laure fueron típicamente reconfiguradas en la pintura occidental. Esto lo hizo permitiendo que una mujer de ascendencia africana existiera fuera de las posiciones retóricas y semióticas de la negrura dentro de los géneros y lenguajes pictóricos que él había heredado: el


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canon orientalista. Esta intervención, sin embargo, tuvo lugar a pesar de Manet, incapaz de asegurar el desplazamiento de los marcos orientalista y africanista, como pinturas que después Manet confirma en su reversión del tropo racista. Como resultado de la tarea inacabada del fracaso semiótico táctico de Manet, la figura de la criada en el cuadro de este ha caído desde entonces fuera de la atención histórica del arte, o ha sido encasillada en estereotipos orientalistas y africanistas que la historia del arte reconfirma voluntariamente y que persisten míticamente en otras formas de representación cultural. En segundo lugar, propondré que en el cuadro La amante de Baudelaire en un diván (Jeanne), la figura que se presupone que es Jeanne Duval está representada en oposición directa a la imagen demonizada, exotizada y bestializada producida por los contemporáneos de Baudelaire (y más tarde repetida por sus biógrafos), es decir, está pintada como una figura de modernité/modernidad femenina contemporánea25. Sin embargo, la realización de esta representación igualmente desorientalizadora y desafricanizadora también es defectuosa. Serán necesarios otros textos para diferenciar el lugar de Jeanne en el canon Baudelaire/Manet y proporcionarnos, a los lectores y espectadores actuales, un alivio al imaginar otra historia diferente a la que nos han ofrecido de forma tan repetitiva y maliciosa en la literatura canónica. En tercer lugar, sugiero que, en Reposo, Manet produce de hecho una obra subliminalmente orientalista, extrayendo a Laure e incorporando a Jeanne en su hibridación específica como europea y africana. Erotizados, y a la vez velados, por el romanticismo de la modernité baudelaireana, los rasgos de Berthe [Morisot] se disponen en una pose que se origina formal e icónicamente en el retrato/ figura de estudio de Jeanne [Duval] y provoca un colapso de los términos binarios que han estructurado Olympia, esto es, el “desnudo” y la “negritud”26, y el artista reproduce una versión modernizada de la “dama oscura”. La blancura, desplazada al vestido, sitúa la fantasía en el presente contemporáneo, mientras que la oscuridad y los rasgos evocadores reflejan aquellos que el artista ha vislumbrado en una fotografía a partir de la cual pinta un retrato imaginario de la pasión y obsesión persistentes de su amigo poeta, Jeanne. Para elaborar esta historia de tres mujeres, empezaré por el final. BERTHE La relación de Berthe Morisot con Édouard Manet sigue siendo objeto de especulación. Al parecer se conocieron en 1860 o 1861, y existía entre las dos familias


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cordialidad suficiente para que los Morisot asistieran a las soirées de Manet, donde, posiblemente en 1864, Berthe Morisot interpretó a Wagner para un doliente Charles Baudelaire27. En 1868, Manet pidió a Berthe Morisot que posara para él, y, en una amistad que los acercó enormemente durante los siguientes años, Manet pintó a Berthe Morisot en más ocasiones que a cualquier otra modelo: once veces28. Cuando Édouard Manet falleció el 30 de abril de 1883, una desconsolada Berthe Morisot respondió a la carta de pésame de su hermana: Estos últimos días han sido muy dolorosos. (...) Si añades estas emociones casi físicas a mis antiguos lazos de amistad con Édouard, un pasado entero de juventud y trabajo que ha finalizado abruptamente, comprenderás que estoy desolada. (...) Nunca olvidaré los días de mi amistad y mi intimidad con él, cuando me sentaba a posar durante horas y cuando el encanto de su mente me mantenía alerta durante esas largas horas29.

El cuadro más grande de Manet representando a Berthe Morisot, Reposo (Ilustración 9.2), tuvo una mala recepción en el Salón de 187330. La prensa lo atacó de la forma habitual, llamándolo “sucio”, “desastrado” y “de mal gusto”31. También fue ridiculizado en caricaturas (Ilustración 9.8) que repasaron los tópicos conocidos. Sucio es la palabra clave para indicar una sexualidad peligrosa, un desliz desde la cuidadosa respetabilidad de su realización y asunto aparentemente burgueses. Pero lo que vemos cuando miramos la reprimenda de Cham es el ennegrecimiento de la dama blanca, empujándola más allá de la modernité romántica de la dama oscura hasta una zona donde la negrura invoca los signos contaminantes de la clase como raza y la raza como clase, y donde ambas están manchadas por la sexualidad y también por una ocupación degradante. En la exagerada simplicidad de la caricatura, la cara es una forma blanca puntuada por manchas negras. Se convierte casi en una máscara de la muerte. Sobre Reposo, Françoise Cachin escribió en 1983 que Manet nos muestra “una mujer joven pensativa, preocupada”, sujeta a dudas y depresiones. “Estas dudas, las fantasías oscuras, Manet las expresa en la cara, mientras que en la postura, el vestido y el peinado captura una mezcla de grandes expectativas y decepción momentánea, de distinción y descuido bohemio”32. Cachin no dice nada que parezca inapropiado en cuanto a las posibilidades semánticas de esta imagen. Berthe Morisot era una personalidad compleja, acosada por la depresión y el sufrimiento emocional en cuanto una intelectual cuya ambición creativa se enfrentaba a una cultura que definía estructuralmente su feminidad como la au-


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Ilustración. 9.8. Caricaturas de Reposo en el Salón de 1873: Bertall, “Revue Comique du Salon”, Illustration, 24 de mayo de 1873; Cham, “Le Salon pour Rire”, Charivari, 23 de mayo de 1873; Cham, “Promenande au Salon des Refusées”, Charivari, 8 de junio de 1873

sencia de creatividad y de ambición. Sufrió muchas pérdidas, una de las cuales Manet remarcó en una pintura extraordinariamente vívida realizada en 1874, tras la muerte del padre de ella, Berthe Morisot con sombrero, de luto (Ilustración 9.9), y a la cual Françoise Cachin denomina “un retrato de extraordinaria intensidad dramática que lo lleva casi hasta el límite de la caricatura”33. Aquí, la audacia de la pintura de Manet sitúa dos ojos redondos y oscuros en una cara blanquecina, que miran inquietantemente al espectador desde un fondo negro: sombrero, velo, mano enguantada que casi clava el puño en la cara. El dolor salvaje y la conmoción quedan registrados aquí mediante un lenguaje visual que extrae su energía de la ejecución activa del cuadro, las capas sin intermedios de alto contraste de tono y sombras brutales. Por anticiparme a mí misma, quiero plantear una cuestión: ¿Por qué había sido posible alcanzar esta intensidad dramática con una cara pintada rápidamente en amarillo y negro, pero no introducir ningún signo visual de “expresión humana” en el supuesto retrato de Jeanne Duval? Berthe Morisot aparece en la obra de Manet como la dama blanca y también como la dama oscura. Varias imágenes de ella en negro sugieren que Manet adoraba el desafío pictórico de trabajar con el negro como un color34. Entre la luz y la oscuridad yacen las dos caras de la modernidad: su fugacidad a la moda y las noches oscuras del alma; su duelo perpetuo, como proclamó Baudelaire en 184635. Théodore de Banville, escritor del Salón de 1873, llamó a Reposo “un retrato atractivo (...) que persuade mediante un intenso espíritu de modernidad, si se me permite usar este término bárbaro, hoy indispensable. Baudelaire tenía razón al apreciar el cuadro de Monsieur Manet, pues este artista paciente y sensible es quizá el único capaz de reflejar el sentimiento exquisito por la vie moderne expresado en Las flores del mal”36. Así, la Morisot blanca puede convertirse en el lugar


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Ilustración. 9.9. Édouard Manet, Berthe Morisot con sombrero, de luto, 1874, óleo sobre lienzo, 62 × 50 cm. Zúrich, colección privada

donde articular la confluencia imponente de Manet y Baudelaire. La imagen de Manet de un burgués soñador se puede convertir en el auténtico símbolo de estos ennui y dolor baudelaireanos, el sustrato depresivo de la elegancia espumeante de la modernidad. En Reposo, esta dualidad se representa mediante la combinación de detalle y esbozo. La cara está pintada con tonos cetrinos avivados por rosas cálidos y enmarcados por el pelo oscuro bajo el cual, algo distraídamente, unos ojos marrón oscuro miran pesarosamente a media distancia. El cuadro muestra la competencia del pintor y su delicadeza en cuestiones de color y toque. Sin marcar apenas el lienzo, el pincel puede sugerir el conjunto de la boca, la forma de las narinas y la intensidad exacta de la mirada reflexiva. La postura general y la


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actitud del cuerpo se combinan con esta cabeza exquisitamente ejecutada y hacen que el retrato evoque referencias a la melancolía y a la moderna fascinación por la subjetividad humana37. El historiador impresionista Théodore Duret, escribiendo en 1906, confirmó este cuadro como una destilación de la representación de Manet/Baudelaire de la modernidad mediante la combinación de mujer, ciudad y estado de ánimo: “La joven, con su expresión melancólica y sus ojos oscuros, su cuerpo ágil y esbelto (...) proporciona la representación de la mujer moderna, la mujer francesa, La Parisienne”38. Pero mientras que Reposo debe ocupar su lugar como uno de los once ensayos sobre Berthe Morisot en la obra de Édouard Manet, sus referencias a su prototipo específico en el cuadro anterior de Manet titulado La amante de Baudelaire en un diván (Ilustración 9.5) y sus diferencias con este deben ser sacadas a la luz, de modo que el cuadro anterior deje de representar un papel en la historia del arte meramente como un precedente formal de una declaración realizada de forma más estética, y puede presentarse a nuestro examen como otro momento de articulación compleja de subjetividad, color, modernidad y feminidad en el estudio parisino de este “padre del arte moderno”. JEANNE En 1842, a sus veintiún años, el futuro poeta y dandy Charles Baudelaire, acompañado por Félix Tournachon, alias Nadar, entró ebrio en el Théâtre du Panthéon, en el Barrio Latino. En una de las obras mediocres que prefiguraron los posteriores café-conciertos del Segundo Imperio vio a una alta y joven actriz. Con la galantería característica de la cortesía del siglo xviii que lo caracterizaba, Baudelaire envió a la actriz un ramo de flores y le pidió cortésmente que se permitiera llamarlo cuando ella quisiese. Cuando relata esta historia posiblemente mítica del comienzo de la larga relación entre Baudelaire y Jeanne Duval, que duró casi toda su vida adulta, Camille Mauclair fantasea sobre el ramo de flores que envían a “Olympia” en el cuadro de Manet del mismo nombre, 1863-1865 (Ilustración 9.17)39. La ensoñación de Mauclair proporciona un enlace entre Laure y Jeanne basado en la mente del autor, a partir del hecho de que ambas eran presuntamente mujeres de color. Este desplazamiento de Baudelaire a “Olympia”, borrando a Laure por el camino cuando Baudelaire adopta el papel del “amable mensajero negro” que lleva las flores, es un símbolo del estado prostitucionalizado que la actriz que


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conoce Baudelaire en 1842 tiene en la historia literaria y el arte occidental. Una de las principales líneas de interpretación de Manet en la década de 1860 es la correspondencia entre sus imágenes y la poesía y la postura estética de Baudelaire. El intercambio entre esos dos hombres modernos actúa sobre el cuerpo de otra mujer “negra” en el París de principios de la década de 1860, a quien Gayatri Spivak define como “afroeuropea”40. Su nombre era Jeanne Duval. Quizá. Los estudiosos de Baudelaire le han seguido también el rastro bajo los apellidos alternativos de Lemer, Lemaire y Prosper. Algunos pueden ser nombres escénicos; otros, los de su madre y su padre. El certificado de defunción de su madre indica el nombre Lemer o Lemaire41. De hecho, Claude Pichois sugiere que en realidad se llamaba Berthe42. En 1859, cuando la admitieron en un hospital de caridad, una tal Jeanne Duval dijo que su edad era de treinta y dos años, lo que proporciona el año 1827 como supuesta fecha de nacimiento43. Aun así, Nadar probablemente se la encontró por primera vez como joven actriz en una función en 1838, de modo que debería haber nacido alrededor de 182044. No se ha rastreado ningún certificado de nacimiento en Nantes, el antiguo puerto de comercio de esclavos por el que aparentemente llegó su madre. No se ha encontrado ningún registro de su muerte. Las comparaciones baudelaireanas con los cuadros de Manet de principios de la década de 1860, los años de su relación y amistad más estrechas (se conocieron en 1859), dependen de la capacidad para sustituir una mujer ficticia por una histórica, y de hacer que una mujer africana-europea a la que Baudelaire amó y con la que vivió ocasionalmente durante diecinueve años se deslice en el lugar de una ficticia prostituta parisina blanca sacada de Olympia. Al igual que Jeanne Duval fue eliminada de El taller de Courbet (1852-1855) pero aún permanece en él para hechizarnos desde la pintura superpuesta (Ilustración 9.10), así, irónicamente, los estudiosos de Baudelaire la usan para eliminar a la amable mensajera negra45. Baudelaire no se casó con Jeanne Duval, y nunca se lo planteó. Jeanne era posiblemente el resultado de una paternidad mixta en algún momento de su genealogía, y muchas relaciones de este tipo fueron documentadas en Francia durante el siglo xix. La pareja literaria de los Alexandre Dumas padre e hijo era la progenie de ascendientes africanos y europeos, aunque Dumas père no se casó con la madre de su hijo46. El detalle relevante es que un matrimonio de ese tipo no era una imposibilidad en términos de “raza” a mediados del siglo xix, excepto en la situación, que creo que afrontamos aquí, en la que raza, clase social y género conspiran para colocar a Jeanne como fille y no como femme, una


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mujer para ser usada sexualmente pero no para formar familia. Técnicamente, Jeanne Duval siguió siendo lo que el patriarcado llamaría la amante de Baudelaire. Este término no es adecuado para describir lo que fue una asociación larga y compleja, con varias rupturas y reconciliaciones. Baudelaire llegó a escribir a su madre en 1853, después de que Jeanne lo dejara, un suceso al que llamó el golpe más demoledor de su vida, pues habían estado juntos durante diez años: “Esta mujer era mi única diversión, mi único placer, mi única compañía, y, a pesar de todos los golpes internos de una relación turbulenta, la idea de una separación definitiva nunca ha entrado con claridad en mi mente. (...) La he usado y he abusado de ella; he obtenido placer torturándola, y ahora he estado torturándome a mí mismo”47. Su relación se reanudó en 1855 y se rompió en 1856, pero vivían juntos de nuevo en Neuilly en 1860, cuando Baudelaire escribió: “Cuando uno ha vivido durante diecinueve años con una mujer y para ella, siempre tiene algo que decirle”48. No se separaron definitivamente hasta febrero de 1861. Cuando empezó a temer su propia muerte, Baudelaire solicitó que su madre se asegurara de que Jeanne Duval estuviera atendida. Madame Aupick no honró aquella petición. Los biógrafos de Baudelaire coinciden en que Jeanne Duval fue una de las principales experiencias de su vida, proporcionándole, quizá mediante la gratificación sexual, quizá mediante otras formas de compañía que esos estudiosos no alcanzan a imaginar, acceso a una intensidad de experiencia erótica y emocional a partir de la cual escribió algunos de sus poemas más significativos. En términos tradicionales, esto la convertiría de nuevo en la musa silenciosa, el objeto hermoso o traicionero que inspira el discurso creativo del artista/ hombre/amante. En términos feministas modernos, este tropo debe ser refutado, pues ninguna de las suposiciones que se hacen sobre cómo y por qué Jeanne Duval fue tan importante para el trabajo creativo de Baudelaire dependen de algo que podamos estar seguros de que se refiere a ella. Tanto la poesía que produjo como la manera en que está escrita están codificadas profundamente en una mezcla banal de orientalismo occidental y discurso africanista. Es tanto así que el análisis de Christopher Miller sobre Baudelaire como un “africanista” deja a un lado cualquier interpretación biográfica del denominado “ciclo Jeanne Duval” de poemas. Miller quiere crear una distancia entre las figuras poéticas de mujeres negras en los textos de Baudelaire y el personaje histórico señalado en el archivo histórico con el nombre de Jeanne Duval49. Miller sostiene que la representación de una mujer exótica, sensual y salvaje es un tropo del racismo occidental al que la poesía moderna de Baudelaire renovó el crédito. Más allá de esto, la conversión


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de una mujer histórica en una imagen poética hace de “ella” —ambivalente entre la persona humana y la imagen ficticia— la fuente de la negritud y, por lo tanto, la causa y el origen de lo que el poema de Baudelaire dice sobre su Otro sexual y racial a través del tropo del color50. Pasar de Berthe a Jeanne es desplazarse de la identidad registrada e históricamente corroborada de un artista enredado con un tropo cultural a una figura cuyas coordenadas históricas no hicieron nada excepto apretar el nudo trópico alrededor de una desvaneciente —no, una “desaparecida”— mujer negra. La ya inestable identidad del puesto de Jeanne Duval en el relato sobre el arte moderno se ha vuelto aún más precaria. Françoise Cachin escribe que “Jeanne Duval no era negra, ni siquiera mulata, sino simplemente una criolla, y el que Baudelaire la llamara su Venus Negra no era más que un juego”51. Toda la estructura mítica en torno a Jeanne Duval como la dama oscura se derrumba finalmente con la admisión de que era una ficción de la invención del poeta. Las “descripciones” de Jeanne Duval como una mujer de color se convierten entonces en una evidencia adicional de la potencia del tropo colonial de la dama oscura, la connivencia entre el poeta y sus biógrafos para difundir una identidad fantástica para esta persona histórica indefinible de cuyo nombre no podemos estar seguros, cuyos orígenes y final no podemos descubrir, cuya experiencia es tan vacía como los ojos que Manet creó para ella. Tras la retrospectiva de Manet de 1983, Jean Adhémar rechazó por completo la identificación de este cuadro con Jeanne Duval52. Para Adhémar, y también para mí, las fechas no encajan, y el que Manet pintase tal imagen de la compañera durante tanto tiempo de Baudelaire a principios de la década de 1860 no tiene sentido. De este modo, Adhémar propone que el título es correcto; La amante de Baudelaire. Pero la mujer que debería lucir ese título ha sido identificada erróneamente. En vez de esta, el retrato tiene dos candidatas: Berthe o una mujer llamada Adèle, mencionada en tres ocasiones en los cuadernos de notas del poeta y también nombrada por Manet en una carta a Baudelaire: “Je n’ai pas effacé l’esquisse d’Adèle”53. En 1994-1995, Henri Loyrette mantiene la duda radical sobre la conexión del cuadro con Jeanne Duval pero todavía lo fecha en 1863-1864 y afirma que debe verse como una obra emparentada con Olympia por varios motivos estructurales: la cortesana difusa envuelta en sus atavíos, con ojos semejantes a pozos ensombrecidos54. Sugiero otra táctica que atañe al efecto y la importancia históricos de las ficciones sobre Jeanne Duval como una de las tres mujeres cuyos caminos que se cruzan en el campo de la representación moderna ayudan a exponer las es-


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tructuras orientalista y africanista en las que lo femenino se representa en esta articulación histórica particular de la cultura patriarcal moderna. Como sugiere Christopher Miller, nada de esto tiene nada que ver con la actualidad histórica en primer lugar y, en segundo lugar, no se relaciona en absoluto con ninguna persona histórica que pudo haber vivido con Baudelaire o pisado los escenarios bajo cualquier nombre en el París de la década de 1840. El título La amante de Baudelaire no es el indicador decodificable de una identidad prometida, Berthe, Adèle o Jeanne; es un espacio en el texto de una cultura moderna masculinista en la que florece una fantasía orientalista, africanista, que circulaba entre Baudelaire y Manet y sus contemporáneos, y después hacia sus biógrafos y los historiadores del arte del siglo xx. Precisamente debido a esta imposibilidad radical de conocer a su ocupante, el cuadro (Ilustración 9.5), tal como lo he situado en el circuito que pasa a través de él hacia Berthe en un extremo y hacia Laure en el otro, es parte del tropo de la dama oscura y la mujer de blanco: donde la diferencia sexual y cultural crean una representación moderna. De modo que estoy tratando con la ficción que el nombre “Jeanne Duval” representa en la historiografía moderna, apuntando un foco feminista sobre los discursos en los que “ella” es invocada. Pero esto no es del todo correcto. Importa. Jeanne Duval —por muy figura fantasmal que sea— fue el soporte de esas fantasías desfiguradoras y debo probarla al menos, por una interpretación histérica, sin sensación alguna de la posibilidad de conocer con certeza a ninguna Jeanne Duval. Contra el silencio establecido y el borrado de una mujer debo afirmar mi deseo feminista de encontrar alguna manera de delinear su espacio y experiencia históricos, incluso si esto solo puede conseguirse a través de la denuncia de los discursos que la recuestan, silenciosa y doliente, en un diván. ¿Qué hay de la evidencia verbal y visual? Una presunta imagen de nuestro sujeto es visible solo a través del difuminado de la pintura superpuesta que emborrona la figura que se dice que representa a la compañera de Baudelaire en El taller de Gustave Courbet (Ilustración 9.10). El cuadro de Courbet, finalizado en 1855, incluye un retrato del poeta Baudelaire que el artista ha pintado en 1847, cinco años antes de que Baudelaire conociese a Jeanne Duval, según Nadar. Tras la cabeza del poeta se alza la figura identificada como Jeanne Duval: una mujer negra en un cuadro cuya sección central incluye de forma destacada una mujer europea desnuda. El borrado de la primera sugiere el continuo “problema” de la presencia de una mujer “negra” en este intento de alegoría de la vida moderna: precisamente el tema artístico, político e intelectual que Manet retomaría en sus cuadros de Laure y Jeanne en 1862. Esta figura recuperada es


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Ilustración. 9.10. Detalle de Gustave Courbet (1819-1877), El taller del pintor, 1855, óleo sobre lienzo, 359 × 598 cm. París, Musée du Louvre

de importancia inmensa en la historia del arte debido a que nos proporciona otro nivel de referencia para la Olympia de Manet: la conjunción de Courbet de la mujer blanca desnuda y la mujer negra, representada aquí en asociación con la cultura y el arte, y por lo tanto como algo más que un mero “personaje de relleno” (criada) o estereotipo (odalisca). Hay cierta violencia inherente en el hecho de pintarla, un gesto realizado de forma vicaria por el pintor presuntamente a petición del poeta en 1855. El propio Baudelaire realizó varios dibujos no fechados de Jeanne Duval (Ilustración 9.11). Pero Auguste Poulet-Massis fechó uno en 1858-1860 y el otro el 27 de febrero de 1865, basándose en lo que Claude Pichois denomina


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“un retrato-recuerdo”. ¿Constituyen la prueba de una aparición, y una imagen corpórea con la cual imaginar una personalidad, o se trata de una más de las transformaciones sufridas por esta mujer? Félix Tournachon, alias Nadar, amigo y biógrafo de Baudelaire, conoció a Jeanne Duval a finales de la década de 1830 y creó este “retrato” en palabras: En la indumentaria consagrada de una doncella de salón, el pequeño delantal blanco y el sombrero con cintas ondulantes, una chica [fille] alta, demasiado alta (...) es ya algo que despierta sorpresa. Pero eso no era nada; esta doncella de salón de tamaño exagerado era una negra, una negra auténtica y genuina, o como mínimo e incontestablemente una mulata; los polvos blancos que se compran en paquetes jamás conseguirían aclarar los tonos cobrizos de la cara, el cuello, las manos. Pero la criatura era sin embargo hermosa, de una belleza especial sobre la que Fidias no investigaría. (...) Bajo la proliferación de rizos de su cabellera del color de la tinta negra, sus ojos, enormes como platos, eran incluso más oscuros; la nariz era delicada, con aletas y narinas esculpidas con delicadeza exquisita; una boca egipcia a pesar de que provenía de las Antillas. (...) Y todo ello serio, orgulloso e incluso un poco desdeñoso. Desde la cintura, la figura era alta, ondulante como una serpiente de hierba, y particularmente notable por el desarrollo exuberante e incomparable de los pectorales, y esta exorbitancia no carente de gracia daba al conjunto el atractivo oscilante de una rama cargada con demasiados frutos. Nada desmañada, y sin rastros ni indicios de un carácter simiesco que traicione y persiga la sangre de Cam hasta el final de las generaciones55.

Lo escrito por Nadar, uno de los textos originarios del mito de Jeanne Duval, está muy cargado del discurso africanista, e imagina para nosotros un cuerpo que elude constantemente su humanidad, irrepresentable por el artista griego Fidias, es decir, inasimilable para los ideales griegos del narcisismo occidental, hasta el punto de que se ve obligado a tomar prestadas partes de la seductora de Eva, la serpiente, y también del árbol del conocimiento del bien y del mal, es decir, la sexualidad misma, mientras que la referencia a la identidad africana llega vía el linaje maldito de Cam, que se desliza fuera de un marco humano. Muchos escritores señalaron racialmente a Jeanne. Théodore de Banville la llama “fille du couleur” (1882), mientras que en sus Lettres chimériques (1885) escribió que “Jeanne no era negra en absoluto; de hecho era blanca”. Continúa:


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Ilustración. 9.11. Charles Baudelaire, Jeanne Duval, 1865, pluma y tinta sobre papel, dimensiones desconocidas. Fotografía: Claude Pichois

Sin duda era una chica de color; los criollos, que saben de estas cosas, confirmaron esto inequívocamente, a tenor de la pálida línea blanca en las uñas que nada puede ocultar y que es una señal distintiva; por último, tiene la esbeltez, los gestos ágiles, la gracia indolente y seductora de los de sangre mezclada; pero no era lustrosa, no como el ébano ni como la seda negra. El poeta la amó veinte años; siempre la amó56.

En los estudios baudelaireanos se hace referencia a Jeanne Duval de formas contradictorias. Jeanne ha sido llamada négresse, mulâtresse y créole (negra, mulata y


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criolla). Nadar, a quien debemos la historia original del encuentro con Baudelaire, la presenta como négresse, pero rápidamente lo matiza y la llama mulâtresse antes de recorrer su cara y su cuerpo con los análisis pseudoantropológicos de la racialización: una belleza que no atraería a Fidias, compuesta de rizos de pelo negro semejantes al pelo de Medusa, grandes ojos negros, labios llenos y pechos que amenazan con desequilibrar al cuerpo como frutos pesados en un árbol demasiado fértil. Mulâtresse no es un término geográfico, pero sí racializa; la palabra deriva del español mulato, que a su vez proviene de la palabra mula, un cruce entre caballo y burro. Esto representa el concepto del cruce de especies y, cada vez que se usa esta palabra, adjudica de inmediato una sensación de hibridación en una persona, cuyos padres pueden proceder de diferentes partes del mundo y diferentes culturas, pero que, salvo para la más racista de las imaginaciones, no se pueden considerar como de especies diferentes, al contrario de lo que sucede con el caballo y el burro. Ser llamado créole significa simplemente haber nacido en las colonias. Sin embargo, el término registra la ansiedad ocasionada por el contacto con un “otro lugar” no europeo. No puede sino sugerir la transformación del punto de origen cultural —Francia— por su transposición al nuevo terreno colonial y a las nuevas relaciones sociales de raza que determinan su carácter específico. Tanto los europeos como los africanos se convierten en créole, cambiados por su mutua coexistencia, el intercambio cultural y el conflicto. El término se usa con gente de todos los antecedentes, pero siempre implica una alteridad inherente o adquirida respecto a Europa. Jeanne Duval no figura como el campo de “oscuridad vacía” del africanismo pleno sino como una hibridación que ofende constantemente. No puede ser fijada o situada firmemente “en otro lugar” y, aun así, estos escritores quieren de algún modo que encarne los símbolos sensuales vivientes de una alteridad exótica. En esto podemos rastrear el lastre inconsciente del tropo creado y deseado colonialmente de la dama oscura que Cleo McNelly ha demostrado que recorre el discurso occidental desde el Renacimiento hasta la antropología social contemporánea. La mujer blanca, en su casa, madre, hija, esposa, es un símbolo de estabilidad, contención y del “hogar” intemporal del Yo masculino occidental. Por contraste, McNelly afirma que la dama oscura es “sexual, salvaje y eternamente otra”. Pero también está dividida internamente. En el mejor de los casos es la “mujer natural”: sensual, dignificada y fértil, una fantasía benigna de la Naturaleza generosa y exuberante en contraste con las formalidades disciplinadas de la cultura blanca representadas por la “dama blanca” —la dama de blanco— en su hogar. En el peor de los casos, la dama oscura es sin embargo “una bruja que


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representa la pérdida del yo, la pérdida de la consciencia y la pérdida del significado”57. Una de las versiones más imponentes y racistas de este tema es posterior a Baudelaire. Aparece en 1902 en la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, en la que el autor imagina de este modo a la acompañante africana del “criollizado” comerciante Kurtz: (...) a lo largo de la orilla iluminada avanzaba la forma salvaje y magnífica de una mujer. Caminaba con pasos cortos, se cubría con telas a rayas, pisaba el suelo con orgullo, con un ligero tañido y destellos de sus adornos bárbaros. (...) Era feroz y soberbia, de mirada salvaje y magnífica. (...) Su cara tenía una expresión trágica y feroz de pesar salvaje y dolor apagado mezclados con el miedo a algún conflicto sin resolver del todo. (...) Se fue alejando lentamente, caminando a lo largo de la orilla, y desapareció entre la espesura de la izquierda. Solo sus ojos brillaron en nuestra dirección en la penumbra de los arbustos58.

En su incisiva crítica de este párrafo de la novela imperialista de Conrad, Chinua Achebe insiste en el contraste entre la “apertura de la expresión humana en una [la dama blanca] y la reserva de la otra [la mujer negra]”. En la novela de Conrad, la prometida que espera el regreso de Kurtz se representa con una delicadeza de emoción y sensibilidad que se deniega totalmente a este otro ser fantástico, casi inhumano. La dama oscura carece de lenguaje e incluso su porte orgulloso se representa solo en términos de una bestia magnífica pero salvaje. El tema de la animalización nunca está muy lejos59. El amigo de Baudelaire y compañero poeta Théodore de Banville —que tanto alabó la modernité de Reposo— proporciona la “descripción” de Jeanne Duval: “Una joven de color, muy alta, que porta su cabeza castaña, orgullosa e ingeniosa, con dignidad. Su cabeza está coronada con un pelo de rizos extremadamente apretados. Su porte es regio, lleno de gracia salvaje, y tiene algo de divino y algo de bestial”60. Este es otro comentario realizado por Ernest Prarond: “Aquí (...) mi retrato de Jeanne, mulata, no muy oscura, no muy hermosa, de pelo negro rizado, el pecho bastante plano [compárese con la descripción opuesta de Nadar de una mujer de busto generoso], bastante alta, que camina con torpeza”. Y otro más de Jules Buisson: “Tiene ojos brillantes, un tono de piel amarillento y apagado, labios rojos, cabello abundante ondulado hasta su extremo. Encuentro su tipo en una cabeza que veo a menudo en los aguafuertes de Tiépolo”. Y otro de Gonzague de Reynold: “Una masa de cabello esplendoroso es la única belleza de este animal estúpido


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y perverso”. Mauclair afirma que los dibujos de Jeanne de Baudelaire (Ilustración 9.11) dan la impresión de una fuerza bestial apasionada. (...) Ojos negros, (...) pelo oscuro, desaliñado, rizado, una auténtica melena de león; su nariz es casi recta, labios gruesos, carnosos, lascivos; sus pechos firmes y erguidos en un tórax estrecho, una cintura fina y flexible que contrasta con los muslos extremadamente curvados. El auténtico cuerpo de una prostituta salvaje e insaciable, un animal de lujuria que ha conocido todo, se ha atrevido a todo, coronado con un rostro indolente y engañoso. ¿Ingenio? Ninguno. ¿Corazón? Ninguno. Voilà la criatura que ha atrapado al dandy poeta61.

Por último, Reynold de nuevo: “Ella seguirá siendo hasta el final el vampiro de la existencia de él. Ella es su vampiro material y moralmente”62. En esta literatura, una mujer de ascendencia posiblemente mixta —la crítica postcolonial contemporánea Gayatri Spivak llama afroeuropea a Jeanne Duval— es representada míticamente con toda la complacencia cruel de un racismo incuestionado, combinado con una misoginia virulenta y articulado por ella. La imaginada negritud que se proyecta precariamente en ella mediante el recitado de terminologías racistas está tan relacionada con la sexualidad como con la geografía, con su origen. No tenemos forma de saber cómo era —ni sería cosa nuestra juzgarla si la tuviéramos—, pero debe existir alguna forma de distanciarnos de lo que pasa por conocimiento. Debemos nombrar los tropos y, si somos blancas y europeas, debemos bajar la cabeza avergonzadas por este lenguaje de nuestra elevada cultura que ha coloreado, bestializado, estupidizado y odiado a Jeanne Duval, alineándola con las imágenes claves de la noche y la muerte, en base a una negritud imaginaria: la prostituta y la vampira. La imagen de la vampira contiene la idea de una mujer alimentándose de la sangre de un hombre63, mientras que otro tropo, la esclavización sexual, también se usa al hablar de la pasión de Baudelaire por Jeanne Duval, invirtiendo la atrocidad histórica de la esclavitud que puede haber sido parte de la historia familiar de Jeanne. En su reseña moderada de Olympia de Manet, Theodore Reff trae a colación todo esto en el corazón de la historia del arte moderno. Baudelaire tenía una fuente de inspiración cerca de casa, la mulata Jeanne Duval, que fue su amante y genio malvado durante muchos años y el sujeto de un ciclo de poemas dedicados a “la Vénus noire” (...) Es quizá significativo, por el


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contraste visual y social entre las dos mujeres de Olympia y por sus orígenes en una imagen de Venus, que el otro ciclo destacado de poemas de amor en Las flores del mal esté dedicado a “la Vénus blanche”, la famosa cortesana Apollonie Sabatier, que también fue brevemente su amante pero ante todo su amiga íntima y musa. (...) Fue hacia Jeanne Duval hacia quien se vio atraído más fatalmente (...) a quien Manet retrató a petición suya, reclinada en un diván de una forma parecida a Olympia, un año antes de que esta última fuera pintada. Aquí (...) la femme fatale reclinada y su criada negra están combinadas en una única figura. En este papel, la negra meramente hace explícito lo que ya estaba implícito en su papel subordinado, una sensualidad cuyo exotismo refuerza sutilmente el de la imagen en conjunto64. [Las cursivas de énfasis son mías]

la venus negra “Venus negra” es el título de un cuento feminista de la fallecida Angela Carter, que ofrece su propio contrarretrato de Jeanne. Tres elementos de la historia son importantes aquí. Angela Carter escribe un relato desde el punto de vista de Jeanne Duval. Mirando a través de la escena imaginaria evocada verbalmente, convierte el silencio de la mujer en una señal que se puede leer; imagina un discurso y una experiencia para la mujer; se identifica con ella contra la norma fálica y patriarcal de los intercambios entre los hombres sobre el cuerpo silenciado y borrado de la mujer. La manzana de su apestoso Edén, ella, esta desamparada Eva, mordió, y fue de inmediato transportada aquí, como en un sueño; y aun así ella es una tabula rasa, inmóvil. Ella nunca experimenta su experiencia como experiencia, la vida nunca añadió a la suma de su conocimiento, más bien sustrajo de este. Si empiezas con nada, te quitarán incluso eso. El Buen Libro lo dice. De hecho, creo que ella nunca se molestó en morder ninguna manzana en absoluto. No habría sabido para qué era el conocimiento, ¿verdad? Ella no estaba en un estado de inocencia ni en un estado de gracia. Te diré cómo era Jeanne. Era como un piano en un país donde le han cortado las manos a todo el mundo65.

Leída tras la proyección de la película de Jane Campion El piano (1993), esta imagen final es estremecedora. Es una imagen de la persona desplazada que es obligada a vivir en un lugar donde nada sobre ella suma lo suficiente para proporcionar el espejo


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en que una identidad puede ser vivida, ampliada, experimentada y transformada. Como el instrumento del cual se puede extraer sonido como belleza —la música—, ella está abandonada sin nadie más que pueda sonsacar el sonido de su ser, las escalas de sus emociones, el drama de su imaginación, el ritmo de su historia. Así, Angela Carter sigue el rastro de Jeanne Duval, alias Prosper de Lemer, nacida en Mauricio, o en Santo Domingo, quizá en Martinica, o incluso en Nantes, a través de su cohabitación mal emparejada con un poeta exquisito pero sexualmente confuso, cuyo obsequio principal para ella fue su sífilis. Angela Carter comenta que “es esencial para su conexión” que, mientras que ella se pone “la vestimenta privada de su desnudez”, él debe conservar su indumentaria pública: “En Almuerzo sobre la hierba hay más de lo que se ve a simple vista (Manet es otro amigo de él). El hombre hace y está vestido para hacer. La mujer está; y por lo tanto está completamente vestida sin ropajes en absoluto, su piel es propiedad común”66. El tercer elemento que quiero delinear aquí es la “repetición con un desplazamiento” que realiza Angela Carter sobre el legendario pero desconocido final de Jeanne Duval67. Pero no hay información de dónde y cuándo murió. Jeanne Duval termina de este modo en la biografía de Baudelaire escrita por Enid Starkie: “Se dice que Nadar fue la última persona que la vio a lo lejos, en 1870, arrastrándose dolorosamente con un par de muletas”68. Esta es la versión de Angela Carter: “Nadar dice que vio a Jeanne tambaleándose sobre unas muletas por la calle, hacia la taberna; había perdido los dientes, tenía un paño atado en torno a la cabeza pero aún se podía distinguir que los dientes se le habían caído. Su rostro habría aterrorizado a los niños pequeños. No se detuvo a hablar con ella”69. Angela Carter, sin embargo, no procede a eliminarla. Se imagina una vida después de Baudelaire, visualizando a Jeanne a bordo de un barco de camino a Martinica, con dientes postizos, una peluca y un hermano que había aparecido en París en 1861. “En un nuevo vestido negro de tusor, su rostro un tanto estragado pero reparado con cuidado oculto en parte por un velo favorecedor, se aleja de Europa en un vapor con destino al Caribe como una viuda respetable, y aún no tiene cincuenta años”70. Hermano y hermana adquieren una propiedad, y entonces tiene lugar el deslizamiento de Carter, que es parte de un giro poético. Madame Duval se convierte en una madame. La imagen de la prostitución no se puede contener. Continua dispensando —aquí está la ironía feminista— “a los más privilegiados de la administración colonial, a un precio no excesivo, la verdadera, la auténtica, la real sífilis baudelaireana”71. Así, incluso aquí, Jeanne aparece mezclada con la prostitución; de manera ineludible nos deslizamos de vuelta a lo que había condensado el cuadro acompañante del retrato que le hizo Manet: Olympia. Jeanne se reconfirma imaginativamente


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Ilustración. 9.12. Fotografía de empleadas en la Maison del número 2 de la rue du Londres, ca. 1900. Esta imagen sugiere que las mujeres de ascendencia africana trabajaban allí y se publicitaban como una de las atracciones de los burdeles contemporáneos. París, colección privada

como el símbolo de la sexualidad exótica pero venal, una trabajadora sexual como la que aparece en la fotografía de un burdel de París (Ilustración 9.12). ¿un retrato? Se dice que Jeanne Duval aparece en dos obras de Manet, ambas fechadas en 1862 (Ilustraciones 9.5, 9.13), el período en que el artista se encontró por primera vez a Laure, cuando estaba pintando el retrato de esta (Ilustración 9.15) y usándola como modelo para pintar Olympia (Ilustración 9.17)72. El marco del lienzo lleva la inscripción Maîtresse de Baudelaire Couchée, —escrita en lo que el archivista de Manet, Adolphe Tabarant, considera que es la letra de Manet, pero que según Adhémar es la de su viuda— aunque Tabarant titula el cuadro de forma consistente como Retrato de Jeanne Duval, basándose en una identificación proporcionada por la viuda del artista73. Tabarant lo describe así: “Jeanne está vestida completamente de blanco, sentada, con las piernas estiradas, a la derecha de una especie de sofá. Su cabeza se extiende más allá del respaldo. Un rostro criollo [visage de créole], seco,


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duro, en el que los ojos se convierten en oscuras cavernas de negrura; lleva la cabeza descubierta, los mechones rectos del pelo le cuelgan a cada lado de los hombros”74. Tabarant insiste en la fecha de 1862, de modo que el cuadro debió de estar en el estudio al mismo tiempo que estaba trabajando en Olympia. Pero no puede haber mucha distancia entre Laure, tal como aparece en el espacio ficticio del dormitorio de una cortesana barata, y Jeanne tal como se la representa en los “retratos” de Manet. Uno es parte del mythos orientalista incluso aunque ella está acostumbrada a negarlo; el otro pertenece a una serie de pinturas de Manet que solo puedo etiquetar como “mujeres de blanco”75. Estas son principalmente escenas de espacios íntimos, espacios domésticos, que representan a mujeres de la propia clase y círculo social de Manet. Todo en este cuadro lo sitúa simplemente como la obra iniciadora de esta sucesión que muestra la fascinación de Manet con la modernité de “mujer de blanco”, una serie en la que esposas y amigas son las modelos. La mujer en este cuadro lleva un vestido de diario de muselina con miriñaques a la moda de la época. En el cuello luce un crucifijo y una gargantilla, y sostiene un abanico. En esta obra tenemos un retrato de una mujer francesa católica contemporánea. En el eje biográfico, sin embargo, la existencia del cuadro La amante de Baudelaire y su estudio en acuarela son verdaderamente desconcertantes. Jeanne Duval y Baudelaire se habían separado en febrero de 1861 y nunca volvieron a reunirse, a excepción de una breve visita que Jeanne hizo a Baudelaire en marzo de aquel año, cuando, según Enid Starkie, “se arrastró débilmente hacia él para conseguir ayuda, pues acababa de dejar el hospital, el hospital de caridad, ya que no había tenido dinero desde que él se marchó”76. Starkie completa su historia de Jeanne Duval en este punto con el siguiente resumen: De nuevo estaba de vuelta en la vida de Baudelaire, pero no había más esperanza para ella; drogas, bebida, enfermedad, parálisis, habían causado la destrucción de su mente y su cuerpo; le daba igual hasta qué profundidades debía hundirse para obtener dinero con que satisfacer sus apetitos. Sentía cierto afecto hacia Baudelaire y una punzada de conciencia cuando él estaba cerca, pero las drogas y la bebida habían causado tal destrozo incluso en los mejores sentimientos que llegaba a olvidar toda decencia cuando necesitaba dinero77.

La referencia constante en los textos de este período sobre Jeanne Duval, por lo tanto, es que era una mujer prematuramente envejecida, enferma e inválida que más o menos desapareció de la vida de Baudelaire en este punto. ¿Es el cuadro una prueba de lo contrario? ¿Es posible, o incluso probable,


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que ella haya estado en el estudio de Manet en 1862 o incluso en 1864? ¿Por qué Manet planeó y ejecutó esta pintura en esta fecha? ¿La fecha es incorrecta? ¿Jeanne Duval trabajó de modelo para Manet independientemente de que este tuviera relación con Baudelaire? ¿Fue otra “mujer negra” objeto de estudio, además de Laure? ¿O es que el cuadro de una mujer francesa moderna con un crucifijo al cuello sugiere que ella no posó para Manet como “la dama oscura”? ¿Hay alguna diferencia entre “la dama oscura” y la mujer negra, la “négresse”? La literatura de la historia del arte no afronta ninguna de estas preguntas. En vez de ello, tenemos esta especie de comentario —de Françoise Cachin, quien tanto admiraba Reposo— sobre un cuadro conocido por su etiquetado en estudio en 1884 como La amante de Baudelaire: El retrato es extraño; aquí, la acusación de fealdad arrojada sobre las modelos de Manet por sus contemporáneos, tan sorprendente para nosotros en la actualidad cuando describe a mujeres como Victorine Meurend o Berthe Morisot, está justificada por una vez. La imagen es terriblemente descarnada, y uno se puede imaginar la reacción de Baudelaire a esta descripción devastadora de un rostro que una vez amó apasionadamente, ahora enfermizo, endurecido y amargado78.

La información biográfica mitificada se interpreta en el cuadro como una forma de explicar la apariencia de este. ¿Tiene justificación Françoise Cachin para ver este cuadro como el registro de una cara, como una imagen reveladora? Permitidme que cite unas cuantas respuestas más ante una pintura que Manet consideró adecuada para exhibir en 1865 en la Galerie Martinet pero nunca para mostrarla en su estudio. Cachin cita a Jacques-Émile Blanche en 1924: “La obra maestra queda fuera de la vista, (...) una máscara, extraña y exótica, y ‘funesta’, un cuerpo demacrado, perdido entre los pliegues de una inmensa falda abombada color cafe au lait”79. Félix Fénéon vio el cuadro expuesto en la galería de La Revue Indépendante en 1888 y escribió: Ennoblecido con extrañeza y con recuerdos, otro lienzo muestra a la legendaria amante de Baudelaire, la veleidosa y dolorosa créole Jeanne Duval. Ante una ventana con cortinas blancas flotantes, se recuesta como un ídolo, como una muñeca. Los versos de Baudelaire nos ofrecen un buen retrato: Buena diversión, y amor, y todo lo que es animoso burbujean en ti, viejo caldero; sí, ya no eres joven, querida mía,


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ya no eres joven, y sin embargo tus mudanzas nacidas de la locura te han dado el lustre de las cosas que se han desgastado demasiado y a pesar de todo embelesan. El rostro plano y moreno rechaza toda emoción, y a cada lado se arremolina la implausible inmensidad de un vestido de verano con anchas franjas blancas y violetas80.

Al conocer la identidad de la modelo, la figura en los cuadros se “ennegrece” a manos de los escritores que recurren al tropo de la dama oscura. Ella es un ídolo y una muñeca, sin emociones, su rostro una máscara exótica y funesta. Todo esto contribuye al aplomo total con el que Cachin califica el retrato como “feo”. el cuadro Es cierto que la pose es casual e íntima y que esta postura relajada puede asociarse con la imaginería erótica. Como hemos visto en el caso de Reposo, recostarse en un sofá evoca de inmediato matices orientalistas. Pero lo que tenemos aquí es una reelaboración goyesca de la odalisca mediante el formato del retrato, lo que transforma ambos conceptos y desplaza su potencialidad en la dirección de una modernité específica. Al enfrentar dos tropos opuestos en un lienzo, los invita a eliminarse entre ellos: la estrategia que Manet estaba explorando consistentemente a principios de la década de 1860, adoptando las convenciones de la pintura occidental, una a una, para crear un espacio crítico para lo moderno como una táctica de desolación formal: la “diferenciación”. Pero lo que sitúa a este cuadro en un lugar aparte de los ensayos de Manet sobre el desnudo, la escena orientalista, el retrato y demás, es lo que parece ser un fracaso poco habitual al pintar la cara y especialmente los ojos; los ojos de los que Nadar dijo que eran grandes como platos. El cuadro al óleo (Ilustración 9.5) y aún más la acuarela (Ilustración 9.13) son extraños. En primer lugar, la cabeza de la mujer es notablemente pequeña en proporción al cuerpo entero. Esta desproporción, aún más marcada en la acuarela, puede ser el efecto del amontonamiento de miriñaques, y parece aún más perturbadora al compararla con el tamaño de la mano que se apoya en el respaldo del diván. La boca es una línea delgada. La cara está dominada por los dos agu-


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jeros negros (Ilustración 9.14) donde deberían estar los ojos. En cierto sentido, lo que encontramos aquí es el equivalente pictórico de la “oscuridad vacía”. Un examen cuidadoso del cuadro revela que el pintor ha marcado los ojos dentro de esos dos parches negros. Estos ojos —la sede de la personalidad, lo que Baudelaire, escribiendo sobre el retrato con un auténtico espíritu romántico, llamaría las ventanas del alma; el lugar donde la expresión humana se representa formalmente— apenas están definidos. Manet como pintor es el maestro del toque. Era bueno pintando ojos. Lo que hay aquí es una aberración. Comparémoslo con la cara de la modelo en Mujer tendida con vestido español, ca. 1862 (Ilustración 9.6). Abreviado y firme, el toque pintado crea una expresión llamativa y un retrato característico con economía y seguridad. Los ojos son trazos de pintura negra, pero realizados de tal forma que el rastro de la pincelada evoca las pestañas y el párpado. Este tipo de toque halsiano es, sin embargo, poco habitual en Manet en esta fecha, debido a que los ojos son muy importantes para él. Es su tamaño y efecto lo que proporciona a la obra de Manet parte de su poder más deslumbrante. Pensemos en la mirada de la mujer europea en Olympia y en Almuerzo sobre la hierba, y veremos que la

Ilustración. 9.13. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, 1862, acuarela, 16,7 × 23,8 com. Bremen, Kunsthalle


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Ilustración. 9.14. Detalle de Manet, La amante de Baudelaire en un diván (Ilustración. 9.5).

importancia de la mirada y sus significantes, los ojos, son claramente un rasgo de “Manet”, el autor. Manet es capaz de pintar ojos excepcionalmente bien, y los pinta como un elemento clave en lo que consideramos que es el “Manet” de principios de la década de 1860. En este cuadro, sin embargo, se echó atrás. ¿Por qué esa indeterminación en ese momento? ¿Por qué esa desatención? ¿Por qué esa cara no encontró un equivalente pictórico de la persona que hizo de modelo o de la fantasía que el amigo del artista había proyectado en ella? Sospecho que Jeanne Duval nunca estuvo en el estudio y que esto no es un retrato. El montaje entero es curiosamente inconsistente e indeciso. Manet es siempre audaz al disponer a las figuras en el espacio, usando un gris velazqueño para mostrar la solidez de las figuras. La cosa en la que se sienta ella es indeterminada: ¿qué forma tiene? ¿Dónde tiene puestos los pies? ¿Por qué se agarra al respaldo? La inconcreción de este cuadro contrasta con la estructura detalladísima, incluso hasta las patas, del diván en el que se reclina la figura de Mujer tendida con vestido español (Ilustración 9.6). ¿Por qué se hincha la cortina, con sus horribles decoraciones de encaje, y dónde está exactamente? ¿De dónde sale


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el viento? ¿Es la extravagancia de los detalles el resultado de un experimento fallido de Manet, que inventa una pintura basándose quizá en una visión fugaz de Madame Duval en Neuilly en 1861? ¿O la única información que tenía para trabajar provenía de una minúscula fotografía carte-de-visite que le había dejado el decadente poeta sifilítico junto a una petición de que pintara un retrato? ¿Podría explicar esto el profundo sombreado alrededor de los ojos —evocado en la temprana fotografía de Berthe Morisot (Ilustración 9.3)— que de ese modo nunca podría pintar? No podemos estar seguros. Pero los datos de que disponemos y los que la historia del arte ha aceptado no se sostienen. La ironía es que todo esto que se estaba intentando en este cuadro de una mujer de blanco, representando aspectos de la modernidad en el vestido, la pose y la actitud, solo alcanzó una resolución completa cuando Manet pintó a su amiga y compañera artista, la europea burguesa Berthe Morisot, en Reposo (Ilustración 9.2). Cuando observamos el cuadro La amante de Baudelaire (Ilustración 9.5) tras ver una serie de imágenes de Berthe, es imposible no preguntarse por qué la presunta pintura de Jeanne está tan despojada de todas esas evocaciones complejas de subjetividad y modernidad afectiva. ¿Por qué no representar eso en la mujer que vivió con Baudelaire durante diecinueve años y que, como él, estaba marcada por esas aflicciones definitivamente modernas, la sífilis compartida que al final la discapacitó a ella y lo mató a él? ¿Y las experiencias compartidas del hachís y el opio? ¿Y la bebida? ¿Por qué los signos del genio sufriente de Baudelaire y la base agónica de una creatividad distintivamente moderna en ella no son más que los síntomas de una bajeza endémica y una degradación hereditaria? Los textos del siglo xx de historia del arte y biografía literaria que he tenido que leer son tan zafios como cualquiera de los discursos de los siglos xviii y xix que asumen que el color de la piel hace a alguien naturalmente susceptible a los excesos sexuales y etílicos. Jeanne Duval sufrió, al igual que Fanon, lo que este denominó en la cumbre del conflicto colonial francés de la década de 1950 “el esquema epidérmico racial”. Esto convirtió a la piel de Jeanne Duval, con su leve residuo de melanina, en algo más que la frontera entre el interior y el exterior, una simple superficie. La convirtió en la ubicación concentrada de la única personalidad que le estaba permitido tener: bruja, vampiro, muñeca, ídolo, bestia. No hace falta decir que ninguna de estas cosas se considera humana. Este retrato, visto a la vez en conjunción y en contraste total con el de Reposo —Berthe—, es el intento final de Manet sobre el tema, señalando que, de tal guisa, Jeanne no es otra en absoluto y a la vez, en ese momento revelador de incapacidad artística que son los ojos hundidos, se le expulsa de su hibri-


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dez histórica —su creativa combinación de la colisión terrible entre África y Europa— y se la envía de vuelta a los peores excesos del discurso africanista: la oscuridad vacía. En este punto, el color como pigmento —negro y blanco, que era la herramienta de Manet y parte de su proyecto artístico— compone el mítico binario donde la negrura se convierte en la sede de la nulidad, el vacío, no inscrita y no inscribible. LAURE Si Jeanne nunca estuvo realmente en el estudio de Manet de la Rue Guyot en 1862, una mujer llamada Laure fue a posar para un estudio de retrato (Ilustración 9.15). Fue abocetada en un ensayo temprano para otra escena de modernidad (Ilustración 9.16) y fue modelo para un importante lienzo del Salón (Ilustración 9.17). Si las representaciones de Jeanne y Berthe evocan la problemática de la raza a través de un orientalismo subliminal, las de Laure son radicalmente diferentes porque “ella” se convierte en una sede y señal de un proyecto desorientalista y antiafricanista que fue temporalmente posible alrededor de 1862. La táctica no se mantuvo ni en la obra posterior de Manet, como ya he argumentado, ni en el orientalismo Salonnier y moderno que tomó una inspiración renovada de una mala interpretación de la pintura principal de Manet de 1863-1865. Adolphe Tabarant, el archivero de Manet, cita el carnet (cuaderno de notas) de 1862 de Édouard Manet, donde el artista había escrito: “Laure, très belle négresse, Rue Vintimille 11, au 3e”81. Tabarant añade: “Esta dirección, ¿no va uno a pensar que fue Baudelaire quien se la indicó?/quien se la dio?”. En la mente de Tabarant, Jeanne conduce inevitablemente a Laure, “belle négresse”. “Négresse” hace referencia a una categoría social en la historia europea que parece ser meramente una observación física. Nègre, négresse en femenino, no es en realidad noir en francés, es decir, negro, sino que deriva de la palabra portuguesa negro. La distinción basada en las metafísicas políticas del color queda velada en la oscuridad de un idioma extranjero, pero a pesar de todo preserva lingüísticamente una genealogía histórica de colonización europea y relaciones raciales. La investigación del uso de la palabra nègre en los diccionarios y enciclopedias franceses de los siglos xviii y xix revela que la palabra funciona fundamentalmente como un sinónimo de esclavo y, aunque hay discusiones acaloradas sobre las causas ambientales o raciales de las diferencias entre europeos y africanos, el término mantuvo establecida una profunda disyunción entre los


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Ilustración. 9.15. Édouard Manet, Retrato de Laure, ca. 1863, óleo sobre lienzo, 59 × 49 cm. Colección privada Ilustración. 9.16. Édouard Manet, Niños en los jardines de las Tullerías, 1862, óleo sobre lienzo, 38 × 46 cm. Providence, Rhode Island School of Design Museum (adquisición del museo)


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Ilustración. 9.17. Édouard Manet, Olympia, 1863-1865, óleo sobre lienzo, 130,5 × 190 cm. París, Musée d’Orsay

así designados y su humanidad82. Llamar négresse a Laure, como también hace Zola en su famoso comentario, es situarla en el lugar de un esclavo, una coincidencia explicitada en la poesía sub-baudelaireana (y por lo tanto africanista u orientalista irónica) de Zacharie Astruc, con la cual se enmarcó a Olympia cuando se expuso en el Salón de 1865. El adjetivo “hermosa” —belle négresse— trae a la mente la presencia de otra hermosa mujer negra que aparece en el canon bíblico. En el “Cantar de los cantares”, que es parte tanto de la Biblia hebrea como de la cristiana, aparece esta línea muy debatida: “Soy hermosa (...) negra”. En el hueco entre las dos palabras, diferentes traducciones colocan la palabra “y” o la palabra “pero”. La Biblia Vulgata latina de la iglesia católica y la Biblia del Rey Jacobo de la iglesia protestante anglicana prefieren la opción “pero negra”; ambas están integradas en una teología del color basada en la negrura del pecado y la blancura iluminadora de la salvación cristiana que hará al pecador “blanco como la nieve”. Incluso en la combinatoria traducción literal del hebreo como “negra y hermosa” subyace una división en potencia, pues la conjunción implica que estas dos caras no son, en sí mismas, sinónimas83. Las dos cualidades se mencionan una al lado de la otra, y añaden contenido una a la otra no necesariamente como una asociación natural84.


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Ilustración. 9.18. Fotograma de Imitación a la vida, 1959, película dirigida por Douglas Sirk. Fotografía: British Film Institute

Siguiendo los hilos que enlazan la coherencia mítica profundamente insertada que atraviesa la cultura formal y la cultura popular, el colonialismo burgués temprano y nuestro mundo contemporáneo, me atreveré a realizar una sorprendente yuxtaposición visual con un fotograma de la película de Douglas Sirk Imitación a la vida (1959), que invierte formalmente los términos de Olympia a los que refleja, a la vez que perturba críticamente el borrado de la subjetividad femenina negra (Ilustración 9.18). En Imitación a la vida aparecen dos mujeres, las dos viudas y con una hija; una negra, Annie Johnson (Juanita Moore), y una blanca, Lora Meredith (Lana Turner). Las dos mujeres se conocen cuando ambas están sin trabajo y sin recursos85. Lora ofrece a Annie un hogar mientras intenta triunfar como actriz. Lo consigue y se convierte en una importante estrella de Broadway. Annie permanece como su criada y ama de llaves. En la escena aquí mostrada, Annie está muriéndose. Al pedirle a Lora que lea las instrucciones para el funeral que se ha planeado, menciona a varias personas con las que Lora deberá contactar. Lora se asombra de que Annie tenga amigos —una vida más allá del espacio de Lora, en cuyos límites la criada negra ocupa su necesario pero casi invisible lugar—, y el momento decisivo


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de la película se produce cuando presenta el funeral de Annie en una comunidad negra, donde se sustenta el mundo de la fe de Annie, su vida social y su identidad cultural, a la vez que permanece fuera de la imaginación de la mujer blanca que ha remodelado su experiencia común como mujeres en la jerarquía donde la raza es la clase. La escena final de la película comenta retrospectivamente, con una ironía sangrante, la forma en que el mundo blanco incorpora y borra la subjetividad única de una mujer negra. En la misma película, Annie Johnson se convierte en la representante de todo lo que se le permite ser en la cultura blanca a la feminidad negra: una sirvienta. Como un tipo genérico, la cariñosa criada negra, se le niega la complejidad de carácter y los signos de individualidad que se articulan tan dramáticamente en la película mediante la ambición de Lora de dejar su huella en el mundo como una intérprete creativa. En el momento de su muerte, Annie le roba la escena a Lora por un momento, para revelar la red de relaciones comunitarias y las formas culturales espiritualmente enriquecidas que aseguran su humanidad y su identidad social en constante oposición a la percepción ignorante de una sociedad blanca ciega e indiferente, que solo se fija en ella en lo que se refiere a su servidumbre86. Todo lo que apoya al sujeto biográfico en nuestra cultura está ausente en el archivo en el que Laure está registrada momentáneamente: una pintura, un cuaderno de notas y unos registros de alquiler. Debo preguntar, pues: ¿El cuadro está en colusión con lo que Frantz Fanon denomina “una salpicadura de sangre negra”, el coloreado de un sujeto que borra a la persona, o por el contrario existen señales en el cuadro que podrían permitir que la figura para la cual una joven llamada “Laure” hizo de modelo represente algo más que una oscuridad vacía, la servidumbre o el estereotipo sexual de las sexualidades exóticas?87 ¿El cuadro es crítico en relación a los recursos ideológicos que llegan a él con la carga de la larga historia y las semióticas complejas del racismo occidental? el cuadro Nigra sum sed beata. Los temas de la negritud y la belleza son centrales en la interpretación de este cuadro. Al pintar se manipulan pigmentos coloreados. El color se relaciona con la retórica del color y a la vez la deconstruye en una especie de literalismo banal de los materiales necesarios para pintar. La manera en que los dos temas combinan y desentonan es el tema de esta sección.


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Los análisis actuales del cuadro Olympia (Ilustración 9.17) de Manet se han dirigido contra uno de los textos casi contemporáneos publicado en enero de 1867 en su defensa por el novelista Émile Zola88. Zola descartó el clamor contra el tema notorio del cuadro, la aparente exposición desvergonzada de la sexualidad comercial moderna en una parodia de los ideales del arte elevado, señalando las preocupaciones primariamente formales de la obra89. Zola, de hecho, estaba inventando para el cuadro una versión de su propia estética naturalista: “El artista ha trabajado de la misma forma que la Naturaleza”, escribió en medio de este párrafo sobre Manet: Digo “obra maestra” y no me retracto. Sostengo que este cuadro es la auténtica carne y sangre del pintor (...) Aquí tenemos una de esas imágenes “un penique el dibujo, dos peniques coloreada”, como dicen los humoristas profesionales. Olympia, recostada en sábanas blancas de lino, aparece como una gran masa pálida contra un fondo negro. En este fondo negro se ve la cabeza de una negra que sostiene un ramo de flores, y ese famoso gato que tanto ha entretenido al público. A primera vista solo nos percatamos de dos tonos en la imagen: dos tonos que contrastan con violencia. Además, todos los detalles han desaparecido. (...) La precisión de la visión y la simplicidad de la ejecución han conseguido este milagro. El artista ha trabajado de la misma forma que la Naturaleza, con grandes masas levemente coloreadas, en grandes áreas de luz, y su trabajo tiene la apariencia ligeramente tosca y austera de la propia Naturaleza. (...) Hay quienes han intentado encontrar un significado filosófico en el cuadro; otros, más desenfadados, no han tenido inconveniente en adjuntarle un significado obsceno. ¡Atención!, les proclamo alto y claro, cher Maitre [sic] que no eres en absoluto lo que creen, y una pintura es para ti simplemente una excusa para realizar un ejercicio de análisis. Necesitabas una mujer desnuda y has elegido a Olympia, la primera que ha aparecido. Necesitabas unas cuantas manchas de color luminosas, así que añadiste un ramo de flores; también necesitabas unas manchas oscuras, así que colocaste en una esquina una negra y un gato. Qué suma todo esto... apenas lo sabes, no más que yo. Pero yo sé que has tenido un éxito admirable haciendo el trabajo de un pintor, el trabajo de un gran pintor; quiero decir que has reproducido enérgicamente en tu propio idioma particular las verdades de la luz y la sombra y la realidad de objetos y criaturas90. [Los énfasis son míos]

A pesar de haber suministrado solo indirectamente la base para una interpretación formalista sobrerreductiva del cuadro durante el siglo xx, incluso la


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insistencia naturalista de Zola en ver el cuadro en términos de su construcción pictórica a base de contrastes no carece de interés. Zola señala que el cuadro trabaja mediante una distribución muy clara de claros y oscuros, de modo que (en otra traducción) “a primera vista solo distingues dos tonos, dos tonos fuertes enfrentados uno contra el otro”. Opino que este comentario, intencionadamente o no, registra oposiciones trópicas al nivel de un debate formal sobre los contrastes tonales. Los significados retóricos que oponen el negro y el blanco, la europea y la négresse, se absorben a través de esta vía de modo que la diferencia no mencionada entre culturas e identidades se normaliza, factualmente, como un asunto de contrastes de color estructurados pictóricamente. La oposición entre dos tonos fuertes, oscuro y claro, uno negro (es decir, coloreado) y otro pálido y desnudo (es decir, no referido como coloreado sino como blanco) será modulado y también encarnado asimétricamente por las dos figuraciones de la mujer —una desnuda y una negra— en el cuadro. Sus feminidades —particularizadas culturalmente y por clase— son para la négresse sinónimo de esclava; desaparecerán en lo que la oposición tonal nos permite y no nos permite pensar sobre ellas mientras leemos el cuadro a través de la descripción verbal de Zola como un sistema tonal. Por otra parte, la aparente oposición se ha producido estructuralmente. El significado de cada elemento, por lo tanto, depende de su relación con los otros. En vez de existir aquí diferencia, es decir, opuestos o diversidad, lo que hay es meramente différance. El significado se induce mediante el diferimiento de cada término hacia otro en la cadena de significantes. Oscuridad y luz son meros valores en un sistema único, cada uno dependiente del otro. De esa forma podríamos tener que pensar que desnudo y negritud funcionan en oscilación constante para producir el significado diferido de cada otro. Por lo tanto, no puede ser meramente una cuestión de decir que, hasta ahora, la historia del arte ha prestado atención a la mujer “blanca” e ignorado a su acompañante “negra”, y que ahora reajustaremos ese desequilibrio y concentraremos la atención en la mujer “negra”. Los significados generados por este cuadro están basados en la relación entre todos sus elementos, y por lo tanto el desnudo se convierte en una figura “blanca” opuesta a una racialmente sin etiquetar, debido a que ahora nos damos cuenta de que también hay una mujer “negra” (uso este término para interrumpir el circuito que sitúa négresse como gemelo de “desnuda”) representada en el cuadro en una relación semántica crítica con el “desnudo blanco”. Esta relación está significada de la única forma que un cuadro puede significar: mediante las relaciones de color y las oposiciones tonales que colec-


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tivamente confían unas en otras y confían en cada otra para mantener unido el cuadro entero como un único campo visual, y por lo tanto semiótico. La mujer, sin embargo, es “negra” solo porque el cuadro marca colorísticamente la diferencia étnica y, sugiero, porque la sitúa no en el dominio ideológico de la fantasía sino en un presente histórico concreto. ¿Cómo puede hacer esto? ¿La pintura realiza el movimiento a través de uno de sus principales recursos semánticos, el color, o construye un sistema tonal, como sugiere Zola, que en consecuencia aparece semióticamente para producir una oposición de negro y blanco, que podría ser interpretada ideológicamente en términos de un sistema racializado? Mi respuesta provisional es que el movimiento táctico del cuadro es hacer que la oposición tonal funcione como color, liberando temporalmente sus significados de la camisa de fuerza racista. En el cuadro hay pigmento negro y blanco de sobras. En primer lugar está la sábana que cubre la cama en la que la mujer desnuda yace y se extiende desde un lado del lienzo hasta el otro, formando una expansión casi ininterrumpida a lo largo del borde inferior del cuadro. El efecto de tanto blanco es hacer que la parte superior del lienzo —pintada para representar cortinas verdes, papel pintado floreado en dorado y marrón y una puerta— se difumine en una oscuridad general en la que uno tiene que esforzarse para distinguir el rango de los tonos que son interrumpidos solo por la banda dorada que marca el borde del papel pintado. Pero de ningún modo se puede llamar a esto un fondo “negro”, salvo si se asocia el color con la oscuridad. Aunque se haga esto, la geografía de la habitación pierde su importancia debido al brillo luminoso e intenso del primer plano, que está tan cercano que tenemos la impresión de poderlo tocar. Contra estas dos grandes áreas de oposición luz/oscuridad se sitúan dos figuras y un gato. El gato es negro, es decir, está pintado en una serie de pigmentos negros graduados. Contra el verde de las cortinas, su espalda arqueada y su cola erguida y sinuosa son apenas discernibles, y los ojos amarillos y la nariz brillante rompen la negrura para definir su cara. Las patas se posan en un pliegue de la colcha de seda sobre la que yace la mujer desnuda, y sus pies emiten sombras oscuras y difusas91. Teniendo en cuenta la escala tonal de la cama, el fondo y el gato, las mujeres de la pintura no son ni una negra ni la otra blanca. Un marrón castaño oscuro y una especie de rosa tostado con tintes amarillentos para la piel expuesta deben bastar como una tosca definición de los colores en los que la mujer europea y la afrocaribeña se construyen con pintura en el lienzo. Vestida en su desnudez —o quizá desvestida desde la desnudez física hasta una desnudez de clase, como afirmarían algunos— la mujer europea para la que hizo de modelo Victorine


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Meurend lleva algo de ropa después de todo: un par de elegantes chinelas azul y dorado, de las que solo sigue puesta la del pie izquierdo; un brazalete dorado en el brazo derecho, y una cinta negra atada en un lazo alrededor del cuello y de la que cuelga una joya dorada en forma de lágrima que parece ir a juego con los pendientes, aunque estos son probablemente esferas doradas. Por último, lleva en el pelo, encajada sobre la oreja izquierda, una orquídea de un naranja rosado. Este toque de color en la forma de una flor de invernadero representa la morfología sexual que su mano protege inflexiblemente y a la vez la proclama, mucho antes de que Georgia O’Keeffe nos hiciera pensar de forma sexual en las flores o de que Judy Chicago explorase la poética visual de la sexualidad femenina mediante una analogía floral formal. Quizá ellas recordaban la orquídea de Victorine. Y, por supuesto, sujeta un gran chal de seda en la mano derecha. Esto implica una posible narrativa. Puede haber cubierto a la mujer, y posiblemente debemos suponer que hasta hace poco lo hacía, antes de ser retirado para revelarla ante quienquiera que estuviese, pueda estar o esté en este momento en el lugar que el cuadro construye al otro lado del marco inmediato como parte necesaria de su propuesta semántica92. La mujer afrocaribeña-francesa está vestida de una forma más consistente (Ilustración 9.19). Sin embargo, lleva un vestido de estilo europeo que parece demasiado grande para ella. Algunos han dicho que es un camisón, insinuando una narrativa sexual que enlaza a las dos mujeres93. Yo sugiero que es un vestido pasado de moda, de los primeros años del siglo, que ha pasado por los mercados de ropa de segunda mano de París94. El vestido es de un color rosa luminoso y lleva además una camisola interior blanca, de modo que la mujer aparece necesariamente oscura contra esa gran extensión de colores claros. Si el artista hubiera pintado su vestido con colores más sombríos, el contraste con la piel no habría sido tan marcado, pero, por otro lado, la riqueza de la tonalidad de su piel —el pintor dedica un momento de atención a la especificidad de los tonos y matices— no habría sido tan intensa sin el fuerte contraste con el rosa. Por otro lado, la frescura de ese rosa aporta a la piel de la mujer europea que está al lado una cierta falta de fuerza, que solo los tonos azulados de las sombras impiden que parezcan cadavéricos; es una asociación difícil de resistir si uno se fija en el clamor de los críticos contemporáneos95. La mujer afrocaribeña-francesa lleva un pañuelo cubriéndole el pelo96. Este es un símbolo muy complejo e importante. Quiero suspender temporalmente su referente social realizando un movimiento zolaesco para mantener la atención centrada en su estatus pictórico. El pañuelo tiene muchos colores, pero no


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Ilustración. 9.19. Detalle de Manet, Olympia (Ilustración. 9.17)

excesivamente vivos. Un área de color demasiado grande o demasiado intensa habría tenido un efecto desastroso en la estructura de un cuadro que trabaja con la tensión entre un eje horizontal y uno vertical descentrado. Ya están pasando visualmente muchas cosas en el lado derecho del cuadro: las chinelas, la parte que cuelga del chal, el gato, el ramo de flores, la figura de pie en su luminoso vestido rosa. Demasiada actividad en el cuarto superior derecho —un pañuelo de pelo de colores vivos que compitiera con las flores, por ejemplo— distraería de esta estructura focal dual que impulsa al cuadro fuera de la superficie del lienzo y genera la inmediatez del espacio, rompiendo por tanto las convenciones que analizó T. J. Clark manteniendo la representación de la sexualidad a una distancia imaginaria del voyeurismo cortés97. Su idioma moderno depende de que el pañuelo del pelo tenga tonos apagados. Pero ningún color de ningún pañuelo rompería la precisión naturalista; no precisión en un sentido realista banal, sino más bien lo que conjeturo o pro-


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yecto como la agudeza política de Manet al colocar en su cuadro a esta figura así vestida. El pañuelo del pelo es un significante muy específico precisamente por la combinación de estar en la cabeza de una mujer negra vestida con ropa europea desechada y de su facticidad sobreentendida. Pintado de forma más llamativa, se habría convertido en un signo de lo exótico demasiado poderoso. Podría haber orientalizado el cuadro. Mi argumento —basado en la interpretación histérica del detalle transformador— es que este cuadro es un trabajo anti-orientalista o des-orientalista. La forma en que está pintado el pañuelo es el signo que incluye este cuadro de un desnudo exhibido en el Salón en otra escena estética, el orientalismo, pero a continuación lo posiciona críticamente, diferenciando las políticas orientalistas de raza, colonialismo y sexualidad98. Sin querer desplazar los argumentos existentes sobre cómo este cuadro debe interpretarse en relación con las convenciones que perturba, con el fin de articular una forma para aspectos de la sexualidad moderna, sugiero que se ha tenido poco en cuenta un eje importante. Este eje está establecido por la figura de “la otra mujer”, la mujer para la que “Laure” hizo de modelo como un elemento crucial en la renegociación del cuadro de su propio contexto de producción. Ignorar la relación del cuadro con el orientalismo significa ignorar la modernidad de esta representación de una mujer negra como una mujer de clase trabajadora en la metrópolis, una parisina negra, una mujer de los suburbios negra. Produce una prostitucionalización implícita y acrítica de Laure mediante la unión de la servidumbre y su escenario sexualizado. Significa mantener la división artificial entre las obras celebradas canónicamente como los textos fundadores del arte moderno, por ejemplo pinturas realizadas por “Manet y sus seguidores”, y aquellas descartados por dicho canon como realismo académico Salonnier al servicio de una fantasía colonial corrupta, por ejemplo las obras de Gérôme y otros que pusieron de moda el tema orientalista en los Salones del Segundo Imperio y la Tercera República (Ilustración 9.25). Al reconocer en este cuadro la referencia a los textos orientalistas, se puede discernir otra dimensión de su diferencia estratégica, diferenciando sus cánones actuales, se llame o no arte moderno a ese movimiento. Pero el detalle principal es que nos proporciona una forma de situar esta figura para la que posó Laure dentro de la modernidad metropolitana, y no como oscuridad vacía (Zola) o un atributo exótico de sexualidad venal (Gilman, Clark, Reff), que es el puesto que ocupa en las historias del arte típicas. Manet se encuentra por primera vez con la mujer llamada Laure mientras esta trabaja como ama de cría en los Jardines de las Tullerías. Hay un cuadro,


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Niños en los jardines de las Tullerías, fechado en ca. 1861-1862 (Ilustración 9.16). En el lado derecho del cuadro hay una mujer con un vestido rosa con el cuello de bordado blanco. Se envuelve la cabeza con un pañuelo naranja rojizo. Su cara no está pintada. Pero es “de color”. Es claramente una mujer de ascendencia africana vestida con atuendo europeo contemporáneo y un pañuelo en torno a la cabeza. Es un pañuelo grande, del color de la orquídea en Olympia, y tiene los detalles característicos de los extremos anudados sobresaliendo de la cabeza, lo que asegura de que no lo confundiremos con un turbante. Trabajando como niñera en un hogar enriquecido gracias a propiedades en las Indias Occidentales y en otras colonias africanas, nacida libre o liberada desde 1848, la fecha de la abolición de la esclavitud en los territorios franceses, esta figura nos indica otra realidad social más allá del guión sexual de las criadas negras en cuadros orientalistas o en residencias de cortesanas99. El color del vestido y del pañuelo son una coincidencia demasiado grande para no insinuar que Manet vio a esta mujer, la pintó como parte de una escena de sociabilidad moderna y vida burguesa, y después vio en su prosaica presencia en un parque de París una forma de ejecutar un movimiento en otro tropo artístico con el que en aquella época tenía muchas dificultades: el desnudo100. Pero si Manet incorporó a esta modelo en sus trabajos proyectados sobre el tema, ella, en virtud del hecho de ser africana o afrocaribeña, aportaría un rango entero de referencias impuestas sobre esa identidad por cuatro siglos de cultura occidental, con la que Manet habría tenido que darse por satisfecho artísticamente. A pesar de su lugar en la sociedad francesa como una niñera convertida temporalmente en modelo del artista, su “color” remitiría a su pintura a los escenarios orientalistas de las escenas de razas mixtas de la fantasía sexual occidental ampliamente extendida en los grabados eróticos populares. Sacar a una trabajadora afrocaribeña-francesa de su lugar en las relaciones de clase entre las familias acomodadas de París en los jardines imperiales y yuxtaponerla con una trabajadora parisina desnuda en una cama, no puede sino despertar resonancias predeterminadas. Qué hizo Manet para realizar esta posibilidad, teniendo en cuenta que decidió hacer ese desplazamiento y dejar a Laure fuera de la escena de modernidad en la que estaba trabajando en 18611862 (La música en las Tullerías, Londres, National Gallery) y pedirle que hiciera de modelo en otra (Olympia) que trata a niveles diferentes con el archivo de las representaciones occidentales de la heterosexualidad. Estas engloban a los venecianos (Tiziano) y a los españoles (Goya) a través de la imaginería contemporánea popular francesa, que era a la vez lícita e ilícita, pintada, litografiada


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y, más recientemente, fotografiada. Manet tenía que adoptar una forma actual de su articulación: el escenario orientalista de la sexualidad, donde la otredad étnica y racial, cultural y geográfica, proporcionaba las condiciones necesarias para la representación de las fantasías masculinas heterosexuales europeas sobre la sexualidad femenina, debido a que la sexualidad femenina estaba siendo imaginada a través de lo que la colonización y la explotación sociales y económicas habían hecho posible imaginar que la gente blanca podía hacerle a otra gente no occidental. El legado del colonialismo es que, mientras que la raza y el sexo tienen determinaciones independientes, forman parte perpetuamente de una economía mixta en la cual una es a menudo la escena o el símbolo de la otra. En vez de colapsar los mitos racistas de la sexualidad femenina negra en la mujer blanca prostitucionalizada y “salpicar” los dos cuerpos con su sexualización abyecta, quiero interpretar a “la otra mujer” del cuadro como el punto que resiste tal coloreado; el punto que puede perturbar el deseo del que son cómplices la mayoría de las interpretaciones históricas del arte existentes sobre el cuadro. Quiero inscribir dentro del canon de interpretación la posibilidad de un deseo feminista por esa otredad de otra forma de interpretar el canon promoviendo la diferencia que el cuadro de Manet intenta introducir en el campo de la representación y la sexualidad en 1863-1865. el desnudo Este cuadro ha sido analizado de forma predominante por los historiadores del arte en relación con el discurso del desnudo (Kenneth Clark), la crisis del desnudo en la pintura francesa de la década de 1860 (Farwell) y el punto de intersección entre el desnudo (cómo la sexualidad consigue alguna representación en el arte) y un discurso históricamente preciso y clasista sobre la Mujer en la década de 1860 (T. J. Clark)101. Estos marcos son perfectamente razonables para el cuadro, pero son posibles solo gracias al borrado de la otra mujer, Laure. Para T. J. Clark, la “criada negra” es un personaje de relleno102. Sin embargo, como ha argumentado desde entonces Homi Bhabha, el estereotipo es un símbolo importante en el discurso colonial, precisamente porque parece crear un estado fijo para la otredad que, a pesar de ello, se rompe constantemente. Su “fracaso” deriva de lo que Homi Bhabha argumenta que es el carácter fetichista del estereotipo, que oscila entre despreciar y celebrar la diferencia, y por lo tanto el deseo103. La cualidad de relleno que Clark malinterpreta deriva


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en consecuencia de relaciones que son tan materiales como las de clase, a la vez que ayuda a mantenerlas. La servidumbre de la esclavitud fue absolutamente una parte de la formación capitalista europea y de sus relaciones entre clases en Gran Bretaña y en Francia, los dos países en cuyos repertorios artísticos encontramos la presencia recurrente de la criada negra104. En 1666, los mercaderes de esclavos partían de Nantes hacia Guinea y las Indias Occidentales105. Los africanos se llevaban de vuelta a Europa para trabajar en los hogares de sus propietarios y para aparecer en cuadros como parte de un complejo ritual de exhibición de esas entidades burguesas emergentes y la riqueza ostentosa que acumularon mediante la deshumanización de los africanos y su trabajo esclavo en las plantaciones del Caribe. Como un género de representación visual, el orientalismo, basado en una relación colonial incipiente y más tarde violenta con el Norte de África islámico, combinó específicamente la revisión ideológica de dos órdenes distintos de relaciones económicas. En lo que llamamos escenas orientalistas, como la de Jean-Marc Nattier (16851766) Madame Clermont: un cuadro representando un retrato de la fallecida Mademoiselle Clermont, princesa de sangre real y superintendente del hogar de la reina representada como una sultana que sale del baño ayudada por esclavas, de 1733 (Ilustración 9.20), hay elementos orientalistas derivados de fantasías sobre la segregación islámica de las mujeres, introducidos mediante la representación de la mujer europea vestida de sultana, colocada como si estuviera en una escena de intimidad oriental en un harén; inventada, ya que los hombres europeos no estaban autorizados a entrar en los aposentos de las mujeres. La falsa sultana se combina entonces con asistentes africanas, que funcionan como un signo indicador de la esclavitud y la colonización basada en esclavos en el comercio triangular entre Europa, África y las Indias Occidentales/ América, aunque aparentemente se proyecte sobre la propia cultura islámica. La presencia de las esclavas y las criadas es casi siempre oblicua. Sus gestos y posiciones en la composición del cuadro y el esquema de color corresponden a la invisibilidad social y el estatus marginal como personas reales con el estatus ideológico —pero no económico— que se les ha dado dentro de las sociedades esclavistas106. Mademoiselle Clermont tiene seis ayudantes. Una, que sostiene una toalla, lleva un turbante, y parece codificada como turca o árabe, debido a que va elegantemente vestida de sultana. En los extremos de los lados, y asomándose a través de una puerta en el fondo, hay figuras que parecen ser africanas. La presión de la luminosidad central del cuadro, las piernas desnudas de la princesa de sangre real, empuja a estas figuras hacia los már-


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Ilustración. 9.20. Jean-Marc Nattier (1685-1766), Mademoiselle de Clermont en el baño, 1733, óleo sobre lienzo, 110 × 106 cm. Londres, The Wallace Collection

genes y hace que sea difícil interpretar sus caras debido a los duros contrastes tonales que crea. Una cara sobrevive a este centrifugado de composiciones. Es la cabeza de una joven africana. Con un pañuelo envolviéndole la cabeza y un pesado pendiente con forma de lágrima colgando, mira con admiración a la princesa “entronizada” mientras vacía la cuba de latón, creando una tensión pictórica por la dirección de esa mirada, que además conspira para que concentremos nuestra visión en el cuerpo blanco expuesto en el centro de la imagen. Este cuadro pasó por las salas de subastas de París en 1858 y recibió comentarios entusiastas en la prensa artística107. Quizá Manet lo conocía.


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En los estudios especializados sobre el cuadro Olympia, se rastrean muchos precedentes de imágenes de desnudos blancos reclinados; los más obvios son La Venus de Urbino (ca. 1538, Florencia, Uffizi) de Tiziano, copiada por Manet ca. 1853, y La maja desnuda (1796, Madrid, Museo del Prado) de Goya. Este tipo de genealogía pictórica sigue concentrando el foco en la mujer blanca desnuda del cuadro, mientras todos los demás elementos son accesorios de esa exhibición de/para la sexualidad europea. Existe, sin embargo, una diferencia importante entre los dos posibles precedentes, Tiziano y Goya: la presencia de otra mujer. La Venus de Urbino de Tiziano incluye lo que algunos historiadores del arte llaman una criada “etíope” (¿quizá una cusita?, que es nigra sum sed/sic beata) arrodillada ante el cassone (cofre matrimonial) del fondo. Pero esta no mira a la mujer blanca. Semejante combinación de diosa del sexo europea y sirvienta africana tiene una genealogía histórica larga pero explícita desde Venecia hasta el resto de Europa, conforme cada país empieza a comerciar con las culturas islámicas y africanas de África. Este emparejamiento forma el tropo más importante de la erótica orientalista del siglo xix, además de aparecer incluso en cuadros con temas que evocan otra genealogía sorprendente, la de Judit y su criada Abra (Ilustración 9.21). Al elegir esta combinación, el cuadro de Manet debe ser considerado como una obra que participa o interviene en la longue durée del discurso y la representación orientalistas. Este es el motivo de que tantos precedentes de este cuadro tengan temas titulados Odalisca, que era el vehículo central de la fantasía visual orientalista incluso cuando la imaginería permanece consistentemente ambigua sobre la etnicidad de la figura. El detalle principal es que la odalisca nunca es negra: al igual que en la interpretación de Zola, por un lado está el desnudo y por el otro la négresse, sinónimo de la esclava. En su estudio detallado sobre las posibles fuentes del cuadro Olympia, Theodore Reff cita también Odalisca con esclava, de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1858, París, Musée du Louvre) y Odalisca, de Delacroix, fechado en 1847, y en 1983, Françoise Cachin ponía como ejemplos la Odalisca de Jean Jalabert de 1842 (Ilustración 9.22) y una escena titulada Odalisca de François-Léon Benouville de 1844 que además incluye una asistente africana (Ilustración 9.23)108. El hecho de que los cazadores de fuentes pictóricas se presenten con material orientalista no ha llevado a hacer preguntas sobre el montaje orientalista de Olympia. Así, hay otro punto de referencia, que en mi opinión es esencial, que permanece oculto: Mujeres de Argel de Delacroix, de 1834 (Ilustración 9.24). En este cuadro aparecen tres mujeres sentadas o reclinadas en una estancia grande circundada por gruesos cortinajes. En el lado derecho del cuadro, la única figura


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Ilustración. 9.21. Paolo Veronese (ca.1528-1588), Judit con la cabeza de Holofernes, óleo sobre lienzo, 111 × 100,5 cm. Viena, Kunsthistoriches Museum

de pie y activa es la de una mujer africana que parece estar saliendo de la habitación. Como herramienta artística, parece relacionada con la figura de Nattier; está en un extremo y su mirada actúa para enfocar la del espectador, aunque también atrae la atención a su propia especificidad. En el cuadro de Delacroix, la criada africana se gira para mirar atrás, con la mano levantada para apartar la cortina mientras sale de la habitación. Esa mano es sin duda importante en la cadena de conexiones que estoy


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Ilustración. 9.22. Jean Jalabert (1815-1900), Odalisca, 1842, óleo sobre lienzo, 85 × 120 cm. Carcassonne, Musée de la Ville de Carcassonne

rastreando. La mujer africana está vestida, calzada con unas babuchas ligeras, y sus joyas incluyen pendientes, brazaletes y anillos. El pañuelo de la cabeza está atado de una forma distintiva. No es un turbante, aunque a primera vista lo pudiera parecer109. Típicamente, esta figura sigue siendo empujada al borde del cuadro. De pie ante la cortina no hay espacio en el que su figura pueda adquirir el tipo de resonancia que envuelve a las otras tres mujeres, cuyos rasgos son igualmente étnicos —distintos— en su representación. En contraste con la languidez o pasividad de aquellas, el movimiento animado de la mujer africana, su contraposto barroco y el expresivo gesto de la mano la convierten en un punto focal crítico en el lado derecho del cuadro. No se la representa aquí ni servil ni accesoria, está encarnada y es un objeto de considerable atención por parte del pintor. Su verticalidad se opone pero equilibra estructuralmente a la mujer reclinada que mira al espectador, curvando su cuerpo para llenar la esquina opuesta del cuadro. Imaginemos este cuadro sin esta pareja que interviene en él, tomemos prestada la flor, pensemos en pies parcialmente calzados, prestemos atención a esa mano negra y... el fantasma del cuadro de Manet adquiere forma preliminar.


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Ilustración. 9.23. Léon Benouville (1821-1859), Esther (anteriormente titulado Odalisca), 1844, óleo sobre lienzo, 144 × 162 cm. Pau, Musée des Beau x Arts

Una pequeña pista me permite empezar a trazar esta relación entre las obras de Manet y Delacroix. Entre los muchos dibujos que suponemos que son parte del proceso preparatorio del proyecto de Manet a principios de la década de 1860, hay un dibujo a acuarela y tinta fechado en 1862-1868 (?) titulado Odalisca. La fecha del dibujo aún está sujeta a debate. Su origen a principios de la década de 1860 tiene sentido en términos de una serie de soluciones que están siendo exploradas por Manet en su intento de hacer referencia a Ingres, a la litografía erótica y a los temas orientalistas, todos ellos elementos del archivo pictórico existente de trabajos sobre la sexualidad y su representación. Odalisca se puede enlazar con Mujeres de Argel de Delacroix debido a la etnicidad explícita del rostro judío o árabe orientalizado. Las caras son importantes en la obra final de Manet; definirán social e históricamente la modernidad —la especificidad histórica— de sus protagonistas110. Diferentes tipos corporales y faciales deben ser explorados para buscar sus posibilidades retóricas, y la presencia de este borrador en el archivo sugiere que el campo del orientalismo fue parte de la investigación de Manet de maneras


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Ilustración. 9.24. Eugène Delacroix (1798-1863), Mujeres de Argel, 1834, óleo sobre lienzo, 180 × 229 cm. París, Musée du Louvre

referenciadas específicamente111. La cuestión importante es qué desplazó a Olympia de ser un ensayo en cualquiera de esos tipos de pinturas a ser uno que establece la base de su representación de la sexualidad como un tema que el cuadro presentará pero no resolverá por sí mismo. Si por un momento conjeturamos sobre una relación entre Olympia (Ilustración 9.17) y las Mujeres de Argel de Delacroix (Ilustración 9.24), tendremos que empezar por el escenario y todos sus ocupantes. La mujer europea desnuda, tan obviamente una parisina nativa (según la mayoría de los críticos en 1865 y desde entonces), ¿podría ser una transgresión de dos elementos de la mise-en-scène orientalista de la fantasía sexual burguesa? En concreto, es algo que sucede a otros y que sucede en otro lugar. La importancia de la figura, en un nivel como mínimo, está en el hecho de que definitivamente no es “una odalisca”, no una mujer árabe o judía, sino una parisina nativa. Pero sabemos que los burdeles de París ofrecían escenarios orientalistas en la década de 1860 como parte de unos servicios de comercio sexual más selectos.


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¿El cuadro de Manet —mediante su reconstrucción factual del engaño— muestra la mascarada teatral de la pintura orientalista que usa la función mimética de la pintura para representar la fantasía en un tiempo y un espacio imaginarios con una exactitud asombrosa? ¿Su “realismo” prosaico —esa “apariencia ligeramente tosca y austera de la propia Naturaleza”, como decía Zola112— desarma el realismo engañoso del Salonnier orientalista?113 La siempre sorprendente luz diurna que Manet ha empezado a usar nunca ha sido más inquietante que en su función aquí como dispersadora de la mística en favor del montaje artificial y paródico en el estudio, insistiendo en que, incluso si estamos en la habitación de la cortesana, todo el asunto siempre sería un montaje chapucero. La mujer contratada para ayudar en la casa no es más exótica que la mujer trabajadora parisina, algo que, de hecho, ella es también. Se le ha dado una posición prominente en el cuadro. Desplazada desde los márgenes hasta una posición en el lado derecho del cuadro, su figura iguala exactamente a la de la mujer europea de la izquierda. Se mueve hacia delante y entra en el primer plano —como la recreación de Lubaina Himid de esta imagen—, de forma opuesta a lo que ocurre en el cuadro de Delacroix, donde lo está abandonando. Mieke Bal sugiere incluso que está sentada114. La fantasía orientalista depende usualmente de los ropajes. Así, en esta negociación del tropo, la mujer europea está desnuda —su chal oriental de seda yace descartado— y su sexualidad se expone crudamente. La carga sexual prometida por el orientalismo depende de la excusa narrativa del harén o la casa de baños como una justificación de la visión de la sensualidad exótica. Manet elimina este engaño. La mujer africana está vestida, pero al estilo europeo, con ropa sacada de los mercados de segunda mano de los barrios de clase trabajadora, refutando así su papel habitual como una figura de exotismo y lujuria, salvo por el pañuelo del pelo discretamente dispuesto cuyos rojos cálidos enlazan con la intensa nota roja de los pendientes de coral para ayudar a enmarcar, dar forma y hacer visible su rostro característico, y mantiene en su lugar un rastro de identidad histórica, cultural y geográfica115. Lo que estoy sugiriendo es esto: en la pintura europea, la combinación de una mujer africana como esclava o sirvienta y un harén oriental o un interior doméstico con una mujer reclinada, vestida o desnuda, representa una conjunción histórica de dos aspectos definidos de las relaciones de Europa con el mundo que dominó mediante la colonización y explotó mediante la esclavitud. Las relaciones con la cultura islámica —colonización— y con los pueblos africanos —tráfico de esclavos y bienes— se conjugan en la pintura orientalista en un tropo destinado a la heterosexualidad masculina que se mantiene en su lugar mediante la exposición sexual del


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cuerpo de una europea o una mujer árabe de piel clara. No hay duda de que había africanos negros en el norte de África islámico, pero esta combinación retórica de sexo y servidumbre es “lógica” solo en una economía que tiene la esclavitud como subconsciente político y sedimentada en sus rituales sociales y sus fantasías eróticas. Este legado —material e ideológico— es, fue, parte de la modernidad occidental. Los pintores lo bastante ambiciosos para negociar la representación de la modernidad tendrían que pasar por el embudo del orientalismo, que actúa repetidamente en el lugar de esta configuración específica de poder, sexualidad y deseo, ya sea imaginado en visitas a los harenes extranjeros (¿acaso estaban permitidas?) o imitado en montajes en los burdeles y en las habitaciones de las cortesanas en las capitales metropolitanas. El cuadro Olympia, sugiero, también trabaja con ese material orientalista y sobre él, y por ese motivo hay dos mujeres de etnicidades diferentes en dicho cuadro. Este es el motivo por el que África —y sus historias, entrelazadas de forma complicada como el símbolo que es el pañuelo de la cabeza— está en el centro de la modernidad116. Pero si el esclavismo y el colonialismo son las condiciones históricas de la representación orientalista, fueron desplazadas ideológicamente por las estructuras míticas del orientalismo representacional. Estoy afirmando que mi interpretación de la feminidad duplicada de Olympia, leyendo en busca de la otra mujer, sitúa el cuadro en una relación crítica hacia el mito orientalista merced a la explicitación de la modernidad mediante lo que hace el cuadro para situar a la mujer blanca en el tiempo, el espacio y las relaciones de clase, y también mediante sus revisiones calculadas y estratégicas del tropo de la mujer africana, ahora señalada también como una figura localizada en el tiempo, el espacio y las relaciones de clase, que está en la historia de aquel presente como otra proletaria parisina. En cierto modo, esto implica un desplazamiento desde el énfasis en la raza, para encontrar formas de incorporar la diferencia como especificidad a la vez que se revela que las mujeres tienen algunas cosas en común: la clase se convierte en el medio para dotar de un género y una historia a las dos mujeres. Des-orientalizar el escenario implica permitir que el género y la clase enmarquen las cuestiones de “raza” que tan críticas eran en la mise-en-scène de la fantasía sexual en las obras orientalistas. el legado fallido Si parte del significado de Olympia es su relación negativa con sus recursos pictóricos e ideológicos, también se puede discernir otro aspecto en las obras que fueron influenciadas por esta, obras que precisamente reniegan del intento de


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negación del orientalismo que aparece en este cuadro. El legado paradójico de la obra de Manet fue colocar a una mujer blanca en el centro de una reconsolidación de la representación orientalista en la cultura francesa de finales del siglo xix. Al observar las obras posteriores a Olympia, también podemos ser capaces de ver el cuadro como una bisagra entre un archivo creado históricamente y una reinversión ideológica en el orientalismo, específica del siglo xix, que el cuadro Olympia intentó disipar sin éxito. El tropo estandarizado recurrente en los años posteriores a Olympia es un retorno a una oposición estructural: la de que una mujer europea o árabe o turca de piel clara completamente desnuda esté siendo bañada, masajeada o preparada por una sirvienta africana medio vestida cuyo torso desnudo puede o no haber sido pintado para atraer la mirada. Esta última será habitualmente más musculosa y físicamente activa que la mujer de piel más clara que aparece en el cuadro. Pero todo su cuerpo parece menos importante para los pintores que lo que lleva en la cabeza. En un cuadro de Gérôme de 1870, El baño morisco (Ilustración 9.25), una mujer africana sostiene un gran barreño de latón de colores apagados. Esto guía a la mirada hacia un collar de oro sobre su pecho desnudo y a continuación hacia la tela dorada resplandeciente que le rodea la cabeza como una gran diadema. Su cara está en sombras; la prenda de la cabeza es su símbolo. En el cuadro de Édouard Debat-Ponsan El masaje (1883, Carcasona, Musée des Beaux Arts), una mujer caucasiana está tumbada en una losa de mármol, y su carne flácida está siendo trabajada por las manos de una musculosa mujer africana semidesnuda con la cabeza cubierta por un pañuelo de color naranja apagado. Sus tonos cálidos están a juego con los de la piel marrón cobrizo y el rojo de la banda que le rodea la cintura. Así es como se “enuncia” el color en la pintura Salonnier. La mujer africana no es una protagonista en el cuadro sino simplemente la ubicación del color, no como negrura sino como esa sustancia que puede ser significada mediante la joyería dorada —el oro por el que los españoles y sus posteriores seguidores europeos mataron y asesinaron, y cometieron genocidios— y mediante las telas coloridas que son los símbolos de la esclavitud y la economía del capitalismo temprano117. En la obra inicial de Frédéric Bazille, un artista asociado con los Independientes antes de su prematura muerte en 1870, hay dos trabajos que parecen mirar en direcciones contrarias: uno hacia Gérôme y otro hacia Manet. Ambos reconocen ciertas posibilidades en el proyecto de Manet, a la vez que sucumben a la presión del poder persistente de la representación orientalista. En La toilette (1870, París, Musée d’Orsay), una mujer africana, envuelta a medias en una toalla a rayas, se


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arrodilla para ponerle una zapatilla a una mujer blanca desnuda. A la derecha del cuadro, de pie, hay una mujer europea completamente vestida al estilo de la época, en la práctica apropiándose del vestido de Laure y subrayando aún más el retorno al mito de la esclava africana. Ese mismo año, Bazille pintó Africana con peonías (Ilustración 9.26. En el título original la palabra usada es négresse). Vestida con ropa europea, está yuxtapuesta a las flores, y pintada con el cuidado de detalles de los rasgos y la expresión asociados a un retrato. El pañuelo a rayas que le cubre el pelo, atado por detrás de la cabeza, se convierte en una herramienta prominente para enmarcar su cara y establecer una oposición de colores con las flores que está colocando, enlazando nocionalmente el cuadro con el movimiento des-orientalizante de la representación de Manet de Laure. Los comentaristas afirman que el estudio hace una clara referencia a la sección derecha del cuadro de Manet, subrayando, al concentrar la atención exclusivamente en la relación de la mujer africana con las flores, el desplazamiento del exotismo sexual hacia una relación metonímica del “color”118. Posiblemente como preparación para Olympia, Manet pintó un retrato de la modelo “Laure” alrededor de 1863 (Ilustración 9.15). La presencia del retrato de “Laure” en la obra de Manet enlaza en el arte francés el cuadro para el que posteriormente hizo de modelo en el papel de criada con un importante retrato de una mujer africana que también intentó situar a una mujer africana en la modernidad política. En 1800, Marie-Guillemine Benoist (1768-1826) pintó un retrato sentado de la criada africana o afrocaribeña que su cuñado, un marino, había llevado a Francia desde las Antillas, Retrato de africana (Ilustración 9.27). La mujer que posa no tiene nombre, a pesar de que el retrato era, especialmente en esa época, un intencionado registro visual de una persona específica. La mujer aparece sentada, vestida con colores políticos: un vestido blanco con una banda roja a modo de cinturón y un chal azul colgado del respaldo de la silla. Sería difícil pasar por alto la referencia a la tricolor a pesar del hecho de que el cuadro fue adquirido por la corona en 1818, cuando entró en el Luxembourg (fue al Louvre a la muerte de la artista en 1826, y en 1829 se realizó una versión en grabado). La mujer viste a la moda de París: un vestido blanco suelto atado con una cinta bajo los pechos, antes de que se le retire de los hombros para exponer un pecho desnudo. Las mujeres que estudiamos la historia del arte occidental no solemos interpretar como exposición esas obras que vemos en clase. Vemos mujeres expuestas ante nosotras con diferentes indumentarias en la mayoría de las conferencias y clases a las que asistimos. Se llaman “el desnudo”. Su


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vulnerabilidad y su “publicidad” no se mencionan nunca. Aprendemos a dar por sentado que los pechos de las mujeres deben verse. Como las comensales en un perpetuo Almuerzo sobre la hierba, nos sentamos en las clases de historia del arte preguntándonos si nuestro lugar está con los caballeros que conversan entre las mujeres desnudas, ya que estamos vestidas, o si también deberíamos desnudarnos y posar para mostrar solidaridad con la mujer desnuda que con tanta desenvoltura se coloca ahí para que todos la vean119. Otra escena nos asalta; el mercado de esclavos donde hombres y mujeres, todos desnudos, están expuestos a las miradas calculadoras de sus potenciales propietarios, que les miran los dientes, palpan los músculos y sopesan los genitales para asegurarse de que hacen una buena compra120. Estos dos regímenes escópicos tienen una relación importante entre ellos. El desnudo es el producto que concede a su propietario —o, ahora, a los propietarios subrogados colectivos— el derecho a mirar y valorar el atractivo sexual y los usos de una mujer ficticia. La inspección se realiza normalmente estando vestidos; el sujeto mirado viste solo la desnudez artística; esto significa que no hay a la vista ningún sexo o sexualidad, aunque una mano puede recordar al observador los espacios ocultos o aferrar una tela para protegerse de la violación visual121. ¿Cómo deberemos repensar ahora este enlace entre la normalidad de la mujer expuesta en la clase de arte y en la sala de conferencias, con gente vestida que mira a una mujer desnuda, y el juego de poder codificado en el contraste entre la gente de color despojada de lo que consideraban sus identidades, ya sea ropa o simples delantales, u otras marcas en el cuerpo, y los probables atavíos de los dueños de esclavos mientras realizan su tarea de reducir a seres humanos a animales de carga sobre los cuales ejercen el derecho de vida y muerte? La mujer joven —la que posa en el retrato de Benoist (Ilustración 9.27)— repentinamente trasladada a Francia, ¿ve alguna diferencia entre el esclavista del mercado, que la enseñó a ella o a su madre o a su abuela desnuda a un comprador, y el estudio de la cuñada de su amo, donde se ha visto desnudada parcialmente para ser pintada en esa condición que llamamos arte, pero que es solo otra ubicación de poder donde su identidad humana puede disminuirse por la exposición de su cuerpo vulnerable a una mirada vestida y protegida? ¿Quería que su pecho fuera objeto de valoración y discusión entendida en una exhibición pública? ¿Se daba cuenta de que su exposición significaba libertad? ¿Apoya la mano en la cintura o está aferrando el vestido para resistirse a una exposición mayor? ¿Y qué hay de la ironía terrible del pañuelo de la cabeza, una considerable extensión de muselina anudada para recordarnos el gorro frigio de la libertad?122 La esclavitud fue abolida temporalmente en las colonias francesas en 1794, solo para ser


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Ilustración. 9.25. Jean-Léon Gérôme (1824-1904), El baño moruno, 1870, óleo sobre lienzo, 50,8 × 40,8 cm. Boston, Museum of Fine Arts (obsequio de Robert Jordan, de la colección de Eben D. Jordan)


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Ilustración. 9.26. Frédéric Bazille (1841-1870), Africana con peonías, 1870, óleo sobre lienzo, 60 × 75 cm. Montpellier, Musée Fabre

reestablecida por Napoleón en 1802. El comercio de esclavos no se abolió en los territorios franceses hasta el 29 de marzo de 1815, y los esclavos solo fueron emancipados finalmente en 1848, después de que se estableciera de nuevo la República. Durante el siglo xviii, los plantadores tenían permitido llevar esclavos a Francia, aunque técnicamente no podía haber esclavitud en suelo francés, con la condición de que los registraran y los llevaran de vuelta a las colonias123. Este retrato fue pintado en ese periodo de libertad incompleta en el que nada había cambiado salvo los términos del servicio y la sumisión. Quizá la joven no tendría que haberse preocupado; al ser una obra de una mujer artista, su retrato pronto caería en el olvido y no sería objeto de mucho debate hasta que llegaran las feministas a excavar en la historia de las mujeres artistas y le hicieran pasar una vez más por la ordalía de la exhibición; en esta ocasión, su cuerpo serviría a la causa de la creatividad de la mujer europea. Hay otra mujer expuesta a la mirada europea que debe ser nombrada en esta genealogía de la vergüenza: Saartjie Baartmann, cuya situación fue lleva-


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Ilustración. 9.27. Marie-Guillemine Benoist (1768-1826), Retrato de una africana, 1800, óleo sobre lienzo, 81 × 65,1 cm. París, Musée du Louvre

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da brutalmente al campo de los estudios sobre Olympia por Sander Gilman (Ilustración 9.28)124. Saartjie Baartmann (se desconoce su nombre original) era una mujer de la tribu Khoikhoi del sur de África que fue llevada a Europa y exhibida debido a que los europeos estaban intrigados por la forma protuberante de sus nalgas. A su prematura muerte en 1815, a la edad de veinticinco años, su cuerpo fue diseccionado y se sacaron moldes de sus genitales, que hasta hoy forman parte de las colecciones del inadecuadamente llamado Musée de l’Homme, en París125. Las miradas de la ciencia, la medicina, la sexualidad, el arte y la etnografía convergen en un cuerpo en el que, a través de su horrible epíteto, la Venus Hotentote, la diosa del sexo y la “otra” africana convergen y se convierten en parte de la cultura histórica francesa en la forma de un cadáver diseccionado significado por su sexo femenino, ese sexo femenino que la mano blanca en Olympia protege y reclama con tanto celo126. Deslizándose por las metonimias de la historia, hay vínculos entre el mercado de esclavos y nuestra educada aceptación de la normalidad de la jerarquía de los amos o espectadores vestidos y las mujeres objetivadas desnudas en la historia del arte. El retrato de Manet de Laure y su cuadro Olympia al menos no infligen a Laure la herida de la exposición. Cuando contemplamos este cuadro no tenemos la necesidad de ignorar los sentimientos de la modelo para así ser capaces de soportar mirarla. Si no nos preguntamos por esos sentimientos en las relaciones que una vez fueron reales en la producción del cuadro, podemos estar mostrando exactamente lo que Gayatri Spivak, en el epígrafe a este capítulo, nos está advirtiendo: la complicidad total con la institución; la institución del arte que tiene sus raíces reales e ideológicas en la misma modernidad que nos dio la esclavización y la destrucción de más de veinte millones de africanos. enmarcado El cuadro Olympia se presentó al público en el Salón de 1865, enmarcado de una forma específica que ofrece más evidencias de las conexiones imbricadas en este cuadro entre modernidad y “raza”, representadas mediante imágenes de esclavitud y negritud. En el livret del Salón, el título Olympia deriva de un poema. Cinco estrofas de las cincuenta que compuso el amigo de Manet, Zacharie Astruc, fueron inscritas en el marco. La primera dice:


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Ilustración. 9.28. Máscara funeraria de Saartjie Baartmann. París, Musée de l’Homme, Laboratoire Anthropologique

Quand, lasse de rêver, Olympia s’éveille, Le Printemps entre au bras du doux messager noir, C’est l’esclave à la nuit amoureuse pareille, Qui vient fleurir le jour délicieux à voir: L’auguste jeune fille en qui la flamme veille.

En la literatura podemos encontrar varias traducciones. La mía dice así: Cuando, cansada de soñar, Olympia despierta, la primavera entra en los brazos de un gentil mensajero negro. La esclava, que es como la noche amorosa llega para adornar con flores el día delicioso que contemplar: la majestuosa joven [fille también puede significar prostituta] en la que la llama de la pasión está en guardia [o arde]. [El verbo veiller significa vigilar, despertar, pero se traduce en algunas ocasiones como arder]


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La mayoría de los historiadores del arte desdeñan esta patética parodia de las Fleurs du mal de Baudelaire (1857). Olympia puede parecer alguien que está dormida, y de ahí que el nombre se asocie a la figura reclinada, que ahora, sin embargo, está despierta y en guardia127. El peligro de conectar una figura de la imagen con el nombre Olympia fuera del poema es que el escritor personaliza a una mujer; ella tiene un nombre, ella es un sujeto; ella es la prostituta, etcétera, mientras que la otra queda sin denominar. El título del cuadro, con este verso inscrito en el marco, hace referencia al escenario en conjunto. Olympia, como figura en el poema, se despierta porque está cansada de soñar, cansada, quizá, de la vieja fantasía. Algo claramente hermoso y refrescante entra en la habitación en los brazos de una amable mensajera. Los mensajeros son habituales en la poesía; a menudo son como el viento, suaves y amables y asociados con la naturaleza. Pero esta mensajera está de color. Es negra. Entonces existe un fuerte contraste entre el colorido asociado con la primavera —en contraste con lo sombrío del invierno y quizá con la oscuridad de la noche— y la “negrura” de su portadora. (Esto puede traer al pensamiento la escalofriante inversión de Frantz Fanon, cuando una blancura escalofriante lo imbuye de una negrura melancólica). Pero esta negrura está asociada al sujeto de la siguiente frase, la esclava. Un mensajero libre que trae la primavera se convierte en una esclava, enlazando la negrura con la esclavitud y colocando a esta justo en el marco y alrededor de la imagen. A la esclava se la compara con la noche del amor, y a pesar de ello la esclava también hace que el día florezca. Basándose en esto, algunos han interpretado el poema como una declaración del placer sexual mutuo de las mujeres, de su amor lésbico, una idea enérgicamente excluida en la interpretaciones heterosexistas que deben hacer en la imagen un hueco para el falo, vía el cliente imaginario que o bien está esperando fuera (es quien ha enviado el ramo) o está justo en la posición del espectador, contemplando el cuerpo revelado mientras la criada le ofrece las flores desde el otro lado de la cama. Las dos lecturas son posibles históricamente, y es probable que coexistan, ya que la exhibición de sexo lésbico fue otra parte de la economía sexual comercial heterosexista, como hemos visto en el capítulo 4128. Pero el detalle que hay que captar es que el poema permite las dinámicas de un intercambio entre Olympia, la jeune fille majestuosa, y la mensajera-esclava negra, mientras que no menciona en absoluto ningún intercambio entre Olympia y un cliente, con una criada en papel secundario. La palabra que realmente tira por tierra el conjunto, y aun así es el centro de la estrofa, es esclava. Sí, existe la metáfora de la “esclava del amor” y existe la posibilidad de que se trate de la ofrenda de una


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amante que celebra una noche de amor añadiendo más sensaciones deliciosas. Pero, históricamente, este eje se trunca con las palabras que siguen en la frase gentil mensajero negro. Los versos siguientes sirven para confirmar que lo que Astruc vio en el estudio de Manet y complementó con los versos que compuso fue una imagen orientalista. El poema entero se titula La Fille des Îles (Hija de las islas), y la siguiente estrofa dice así: Où puisses-tu ces airs d’esclave ou de sultane, Cette indolence reine et ce vague sommeil, Cette langueur d’infante et ta pose profane ? Mais ton corps virginal, rien d’obscur ne le fane Jeune lys d’Orient au calice vermeil. ¿Dónde puedes ponerte esos aires de esclava o sultana, disfrutar esta indolencia regia y este sueño vacante, complacerte en la languidez de una princesa española en una pose profana? Pero tu cuerpo virginal, nada oscuro o bajo lo apagará o empañará, joven lirio de Oriente con un cáliz rojo. [Obscur también puede significar humilde en el sentido de estatus social: modesto, mediocre y bajo; evoca nociones de misterio además de penumbra]

Quiero subrayar la yuxtaposición en el poema de esclava y sultana129, y señalar que la estrofa juega con los conceptos de fingir, darse aires, actuar, lo que recorre la gama desde las ninfas durmientes venecianas a la realeza goyesca y los desnudos profanos que serían los puntos de referencia para cualquier crítica inteligente de este cuadro. Tales asociaciones pictóricas están enmarcadas dentro de un tropo oriental irónico que, al parecer, no fue mencionado en las respuestas de los críticos en 1865. ¿O sí lo fue? Probablemente solo encontraremos sus rastros indignados en el lenguaje de la negrura omnipresente señalada mediante la evocación de simios, monos y gorilas130. Este tema salta a primer plano mediante la consideración del segundo marco del cuadro: la respuesta de los caricaturistas. Al igual que podemos usar las caricaturas en la prensa para imaginar el subconsciente histórico de los espectadores del cuadro de Manet Reposo, las caricaturas que respondieron a Olympia revelan la imposibilidad de separar definitivamente la pintura de sus propios materiales e intereses ideológicos.


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Desde que Mina Curtiss publicó en 1966, por primera vez, un artículo sobre las caricaturas de los cuadros de Manet, esas imágenes han servido para indicar lo que los primeros espectadores del cuadro vieron al contemplar Olympia en 1865. Este “ver” no es literal, por supuesto, pues está mediatizado por las libertades exageradas que permite la retórica de la caricatura. Pero, de forma parecida al discurso de quien está siendo analizado, estas imágenes se pueden leer de forma sintomática; traicionan las áreas en las que el interés o la incomodidad son más intensos. Las caricaturas borran el fondo y se enfocan en el grupo figurativo: dos mujeres, un gato negro y flores. Debido a que las caricaturas se conciben e imprimen en blanco y negro, lo que se pierde es, precisamente, el color. Esto capacita a los caricaturistas para establecer abiertamente las conexiones que vieron implícitas en el cuadro, incluso si, se podría discutir, en el propio cuadro el color se usa para escapar de la oposición entre el negro y el blanco y, de ese modo, se erosiona la metafórica del discurso africanista. El gato y la sirvienta africana son del mismo color: negros. En La naissance du petit ébeniste de Cham (Ilustración 9.29), la figura recostada se “ennegrece” para representar la suciedad de sus manos y sus pies. También se imputa suciedad en la imagen de Bertall. El comentario nos dice que la mujer está lista para un baño más que necesario. La suciedad es una metáfora del sexo, y de la inmundicia y la enfermedad asociadas al comercio sexual131. Los chistes y las bromas visuales prostitucionalizan la imagen. Esto implica afear a la imaginaria prostituta, ennegrecida con suciedad, degradada y clasificada con el estigma del sexo venal. Pero, aunque esta sexualización específica de la figura recostada se consigue “salpicándola” con negrura, se desata reveladoramente más violencia sobre la figura de Laure. En las dos imágenes se la remodela como una “mami negra”. Transformada en vieja y gorda, y totalmente desfeminizada, ciertamente ya no es “negra pero/y hermosa”. En efecto, se la desplaza a la figura de la vieja que tan a menudo acompaña o entrega a la joven a la prostitución en, por ejemplo, las representaciones holandesas del siglo xvii de la actividad sexual, y que funciona como la antítesis de lo deseable, a la vez que remarca la naturaleza transitoria de la juventud y la belleza, y cuya otra cara es la muerte132. En las mismas dos caricaturas, ambas de Bertall y realizadas para distintos periódicos, se la presenta sonriendo, con los dientes blancos destellando en una cara negra, creando una imagen de connivencia obscena que contrasta totalmente con la mirada contenida de Laure en el cuadro original. Finalmente, el pañuelo de la cabeza se representa con prominencia en estas conversiones del cuadro, transformado de sutil pero significativo símbolo a detalle exagerado de


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una indumentaria que es claramente no europea. Laure es expulsada de la modernidad, de su presencia en París, y se la mete de nuevo en un vestido grotesco. En cierto sentido se la pasa estereotípicamente a la otredad de formas que revelan los enlaces entre negrura, suciedad, sexualidad, esclavismo, animalidad y una jerarquía de diferencia. Crudas y brutales, estas reflexiones sobre el cuadro extremadamente carentes de humor no reflejan sus movimientos estratégicos en el archivo social y pictórico que es su referente. Restablecen todo lo que esas estrategias pretenden desmontar. En lugar de la históricamente contenida revisión de Manet del mito-tema orientalista de la africana como esclava que permite a las feministas de la década de 1990 leer en busca de “la otra mujer”, un racismo virulento reinscribe la violencia y la convergencia de las representaciones orientalista y africanista, condensado en esta vieja caricatura. En un mundo donde nègre es sinónimo de negro pero significa esclavo, convertirla de nuevo e incuestionablemente en una négresse es suspender la temporal subjetividad histórica y la humanidad que, ya he explicado, intenta conseguir la composición y la orquestación del color en el cuadro de Manet. Pero, ya que mi caso de estudio final parece apoyar al Manet canónico, aunque sea por interpretaciones diferentes, que quede claro. Lo que he argumentado es una posible interpretación, reforzada por el uso de las evidencias que comparto con todos los demás historiadores del arte y críticas feministas que pueden meditar sobre este cuadro. Lo que no hace, sin embargo, es dar la vuelta y hacer de Manet un héroe, en cuanto un hombre de simpatías políticas progresistas. Las obras de arte son encarnaciones complejas, y a veces profundas, de lo que Marx denominó “una totalidad de muchas relaciones y determinaciones”, todas las cuales se insertan en la obra dentro de las redes de producción histórica y social de significado y también en estructuras profundas y míticas que salen a la superficie en la repetición de los tropos retóricos. Manet fue, en su práctica ejercida, un jugador de estrategia, pero lo que hace posible cualquiera de los cuadros producto de esa práctica depende en última instancia de las formas en que se interpretan, de cómo se procesan sus símbolos, del deseo del intérprete o del espectador que también está insertado en un tiempo y un lugar, en el proceso social y la vida psíquica. El marco que he intentado crear alrededor de este cuadro excede los estrechos límites de los relatos heroicos de la historia del arte sobre los grandes artistas y sus obras. He estado leyendo en busca de la otra y para ella, mirando desde cualquier otra perspectiva, para imaginar por identificación con lo borrado y lo marginal otra visualización en la que conjugar estéticas, políticas y éticas; ¿es eso quizá a lo que me refiero


Ilustración. 9.29. Caricaturas de Olympia en el salón de 1865: Bertall, Journal Amusant, 27 de mayo de 1865; Cham, Charivari, 1865; Bertall, L’Illustration, 3 de junio de 1865

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cuando hablo de un “deseo feminista” que puede diferenciar el canon, llorando y a la vez bailando en el Louvre? CONCLUSIONES Este capítulo ha tratado sobre “¿qué hay en un nombre?”. Laure, Jeanne y Berthe relacionan este proyecto con las mujeres. Laure tiene un nombre pero no un apellido y fue una modelo. Jeanne Duval aparece en este archivo solo como Amante de Baudelaire, pero Berthe Morisot tiene un nombre, un apellido, una carrera, una familia. Y, aun así, en una terrible ironía, fue su cara y su cuerpo, accedidos a través de la clase y la raza, lo que le permitieron convertirse, en los retratos de Manet, en el epítome expresivo de una “dama oscura del arte moderno europeo”. Su nombre no significa negrura u oscuridad, sino un lugar donde pudo apropiarse Manet de la blancura y la negrura fuera del discurso africanista y donde la negrura fue asociada a la tristeza, el luto y la melancolía: a la pérdida. Las auténticas damas oscuras eran simplemente una ausencia subjetiva; un agujero tan negro como los ojos de la Jeanne de Manet. Berthe Morisot tiene un estatus civil en la modernidad burguesa y un estatus creativo en el arte que construye y afirma el yo burgués europeo. Sea en Reposo o en El balcón, es siempre Berthe; su nombre nos enlaza con esta “persona” histórica y creativa y con los significados acumulados ofrecidos tanto por sus propios cuadros como por los que hicieron de ella Manet y otros. Vivió y murió recordada. La fotografía con la que comencé (Ilustración 9.1) es apasionante por su rareza: la imagen de una mujer profesional de mediana edad. Su pelo blanco deja de ser usado fotográficamente para significar la dama oscura. Su postura sugiere una confortable posición sentada, no una constreñida, forzada e ilegible, como en el cuadro de Manet de 1870, Reposo. No quiero terminar culpando a la mujer blanca con el fin de ver a las mujeres negras de la modernidad. Pero es inmensamente triste que no haya imágenes como esta de Laure o de Jeanne Duval que hubieran podido permitirnos contemplar una vida después de Manet; una vida más allá de las obras complejas, desconcertantes, ambivalentes e interesantes de esos cuadros en ese momento complejo del primer arte moderno. De Jeanne Duval, quien probablemente, cuando Manet la “pintó”, tenía una edad parecida a la de Berthe Morisot en la fotografía, solo tenemos leyendas misóginas o racistas, o la fantasía elegante pero también problemática de Angela Carter. De Laure no tenemos nada. De modo que, al final,


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a pesar de todos los tenues hilos que he ido tendiendo para rastrear los enlaces que conectan a Laure, Jeanne y Berthe, nos encontramos con la oscuridad vacía de la ausencia y el silencio en el archivo de la historia occidental moderna, donde no hay ningún memorial. Como alternativa podemos revisar el cuadro para el que hizo de modelo una mujer llamada Laure y asegurarnos de que “la otra mujer” pintada en este espacio visual sea reconocida por el papel decisivo y significativo que su imagen juega dentro de un movimiento descanonizador, recuperada de su desconocimiento por parte del arte moderno occidental canónico. A partir de ese reconocimiento nace otro: la compleja imbricación de raza, sexualidad, género y clase en todos los momentos históricos de la modernidad y en todos sus productos culturales. Con el fin de cambiar la manera en la que lo que ha sido una tradición selectiva premodela nuestro presente, debemos desear ese conocimiento de la otra y el conocimiento que la otra tiene de nosotras, y dejar que la diferencia reconfigure el canon que está dentro de cada una y también en el exterior, en la institución que llamamos historias del arte.


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Spivak, Gayatri Chakravorty, “Imperialism and Sexual Difference”, Oxford Literary Review (Sexual Difference) 8, 1-2, 1986, p. 225. Bataille, M. L. y Wildenstein, G., Berthe Morisot: Catalogue des peintures, pastelles et aquarelles, París, Éditions des Études et des Documents, 1961; Rouart, Denis, The Correspondence of Berthe Morisot [1950], Betty W. Hubbard (trad.), Kathleen Adler y Tamar Garb (introd.), Londres, Camden Press, 1986 [ed. org.: Correspondance de Berthe Morisot avec sa Famillle et ses Amis Manet, Puvis de Chavannes, Degas, Monet, Renoir et Mallarme, París, Quatrre Chemins-Editart, 1950]. Stuckey, Charles y Scott, William P., Berthe Morisot: Impressionist, Nueva York, Hudson Hills Press, 1987; Edelstein, Teri, Perspectives on Morisot, Nueva York, Hudson Hills Press, 1990; Higgonet, Anne, Berthe Morisot, Berkeley, University of California Press, 1990; Higgonet, Anne, Berthe Morisot and Images of Women, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1992; Shennan, Margaret, Berthe Morisot: The First Lady of Impressionism, Stroud, Sutton Publishing, 1996. Estoy basándome en McNelly, Cleo, “Nature, Women and Claude Lévi-Strauss”, Massachusetts Review 26, 1975, pp. 7-29. Correspondence (1986), op. cit., p. 36. La referencia al cuadro como una posible escena callejera se hace en la reseña del Salón de Jules Castagnary, en Siècle, 11 de junio de 1869, citada en Hamilton, G. H., Manet and His Critics, Nueva York, Norton & Co., 1969, p. 138. La frase la escribió el crítico Francion en 1873, citado por Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, París, Réunion des Musées Nationaux, 1983, p. 317. Duvergier de Hauranne, Ernest, Revue des Deux Mondes, 1 de junio de 1873, citado en Hamilton, G. H., Manet and His Critics, op. cit., p.165. Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, en Perspectives on Morisot, Teri Edelstein (ed.), Nueva York, Hudson Hills Press, 1990, pp. 45-56. Hamilton, G. H., Manet and His Critics, op. cit., p. 166. Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 55. Tabarant sugiere que la decoración es la del estudio de Berthe Morisot, y que el sofá rojo recuerda a uno que había en el estudio del artista, descrito por Puvis de Chavannes en una carta a Berthe Morisot (Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, París, Gallimard, 1947). Véase Davidson, Bernice, “Repose: A Portrait of Berthe Morisot by Manet”, Rhode Island School of Design Bulletin 46, 1959, p. 7. Françoise Cachin sostiene que el cuadro fue finalizado en el estudio de Manet en la Rue Guyot (Manet 1832-1883, op. cit., p. 317). La fórmula habitual es esta: Édouard Manet es la persona histórica, pero “Manet” es el autor, cuya identidad artística se deriva de un estudio de los textos y prácticas que constituyen un proyecto artístico. Sobre esta revisión del debate de la “muerte del autor”, véase Nowell-Smith, Geoffrey, “Six Authors in Pursuit of The Searchers”, en Theories of Authorship, John Caughie (ed.), Londres, Routledge & Kegan Paul, 1981, pp. 221-225, y Pollock, Griselda, “Agency and the Avant-garde: Studies in Authorship and History by Way of Van Gogh”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed, Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester, Manchester University Press, 1996, pp. 315-342. El término sobredeterminación deriva del psicoanálisis: “La formación está relacionada con una multiplicidad de elementos subconscientes que pueden estar organizados en diferentes secuencias significativas, cada una de las cuales posee su propia coherencia específica en un nivel de interpretación particular”. Laplanche, J. y Pontalis, J. B., The Language of Psychoanalysis, Londres, Karnac Books, 1973, p. 292 [ed. org.: Le Vocabulaire de la psychanalyse, París, PUF, 1967; ed. esp.: Diccionario de Psicoanálisis, Fernando Gimeno Cervantes (trad.), Barcelona: Paidos Ibérica, 1996]. Bal, Mieke, “Visual Rhetoric: The Semiotics of Rape”, en Reading Rembrandt: Beyond the WordImage Opposition, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, p. 62. Ibíd. Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, en The Politics of Vision, Nueva York y Londres, Harper & Row y Thames & Hudson, 1991; Lewis, Reina, Gendering Orientalism: Race, Femininity and Representation, Londres, Routledge, 1996; Boer, Inge, Rereading the Harem and the Despot, tesis

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doctoral, University of Rochester, 1992, y “This Is Not the Orient: Theory and Postcolonial Practice”, en Mieke Bal e Inge Boer (eds.), The Point of Theory: Practices of Cultural Analysis, Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994, pp. 211-219. Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, Screen 24, 6, 1983, pp. 18-36 [ed. esp.: “La otra pregunta: el estereotipo, la discriminación y el discurso del colonialismo”, en El lugar de la cultura, César Aira, (trad.), Buenos Aires, Manantial, 2002]. Cohen, William B., The French Encounter with Africans: White Responses to Blacks 1530-1880, Bloomington, Indiana University Press, 1980. Lipton, Eunice, Alias Olympia, Londres, Thames & Hudson, 1992. Préfecture du Departement de la Seine, 19 aout 1839 no. 39691124, Laure (sin apellidos): “En el año 1839, el 19 de abril, nacida en París, rue de Hanôvre, 6, Laure, sexo femenino, hija de padre y madres desconocidos”. Bautismos de la Église Paroissiale de Saint-Roche, 1839 (3611). M. Olivier, p. 95, núm. 277: “Laure, en el año de 1839, fue bautizada el 20 de abril, nacida la noche anterior en la consulta del doctor Leonard Henri Gery, residente en rue d’Hanovre núm. 6. El padrino fue René Charles Denis Gigord, rentista residente en la rue Neuve des Petits Champs, no. 82. La madrina fue Marie Claudine Ayres, de casada Gourd, residente en rue Neuve des Petits Champs, no. 82, ambos firman junto a nosotros. Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 48. Reff, Theodore, Manet: Olympia, Nueva York, Viking Press, y Harmondsworth, Alien Lane, 1976, pp. 91-95, dedica cuatro páginas al papel de esta figura en el cuadro e identifica precedentes pictóricos de la combinación de mujeres de diferentes culturas. Señala la tipografía racista con la que se representan mujeres de ascendencia africana en relación con la sensualidad y la sexualidad, y sugiere una conexión importante entre Baudelaire y su compañera vital Jeanne Duval. Retomaré estos aspectos más adelante. Gilman, Sander, “Black Bodies, White Bodies: Toward an Iconography of Female Sexuality in Late Nineteenth Century Art, Medicine, and Literature”, en ‘Race’, Writing and Difference, Henry Louis Gates Jnr. (ed.), Chicago, University of Chicago Press, 1989, pp. 223-261; véase también Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, tesis doctoral no publicada, University of Leeds, 1991; Pollock, Griselda, Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992; y Bal, Mieke, Double Exposures, Nueva York y Londres, Routledge, 1996. Albert Boime abre su importante obra The Art of Exclusion: Representing Blacks in the Nineteenth Century, Londres, Thames & Hudson, 1990, con un análisis del cuadro y el simbolismo social del color en la construcción del mismo. Leí esta breve sección después de haber escrito este texto y me alegró descubrir en él una coincidencia en nuestras percepciones. Al escribir esto estoy en deuda con la difunta Shirley Moreno, cuya investigación doctoral sobre este tema fue tristemente truncada por su inesperado fallecimiento. Su tesis de maestría en la universidad de Leeds fue un estudio piloto basado en el desnudo erótico en la Poesie de Tiziano: véase The Absolute Mistress: The Historical Construction of the Erotic in Titian’s ‘Poesie’, University of Leeds, 1980. Fanon, Frantz, Black SkinsIWhite Masks [1952], Londres, Pluto Press, 1986, pp. 109-115 [ed. org.: Peau noire, masques blancs, París, Ed. du Seuil, 1952; ed. esp.: Piel negra, máscaras blancas, Ana Useros (trad.), Madrid, Akal, 2009]. Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, Chicago, University of Chicago Press, 1985, p. 31. Desde que escribí por primera vez este capítulo en 1995, Therese Dolan ha publicado un artículo importante sobre esta pintura: “Skirting the Issue: Manet’s Portrait of Baudelaire’s Mistress Reclining”, Art Bulletin 79, 4, diciembre de 1997, pp. 611-629, y también propone mediante el análisis de la crinolina la relación de cuadro con los conceptos baudelaireanos de la modernidad. Estos términos se derivan del comentario de Émile Zola sobre Olympia, que se tratarán más adelante. Shennan, Margaret, Berthe Morisot, op. cit., proporciona un análisis de todas las evidencias y confirma esta hipótesis, pp. 289-291.


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28 Fine, Amy M., “Portraits of Berthe Morisot: Manet’s Modern Images of Melancholy”, Gazette des Beaux Arts 110, 1987, pp. 17-20; y Genne, Beth, “Two Self Portraits by Berthe Morisot”, en Psychoanalytical Perspectives on Art, M. Mathews-Edo (ed.), Hillsdale, N.J., 1987, 2, pp. 133-170. 29 Correspondence, 1986, op. cit., p. 131. Margaret Shennan sugiere en su biografía que debemos asumir que una relación intensa entre los dos artistas fue imposibilitada por el hecho de que Manet estaba casado, además de por la clase social de ella. 30 Una excepción importante es Marc de Montifaud, seudónimo de la crítica de arte más importante de su época, Marie-Amélie Chartroule de Montifaud. Véase en Hamilton, G. H., Manet and His Critics, op. cit., pp. 169-170 su reseña del Salón de 1863 en L’Artiste, 1 de junio de 1873; y Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, op. cit., para una destacada interpretación feminista de esta crítica. 31 Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 45. 32 Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., pp. 316-317. 33 Ibíd., p. 367. 34 Berthe Morisot con un ramo de violetas, 1872, colección privada, y Berthe Morisot con abanico, 1874, Chicago Art Institute. 35 Baudelaire, Charles, “Salon de 1846”, en Curiosités esthétiques, Henri Lemaitre (ed.), París, Garnier Frères, 1962, p. 96 [ed. esp.: Curiosidades estéticas, Lorenzo Varela (trad.), Madrid, Ediciones Júcar, 1988]. 36 Citado en Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 207. 37 Quizá Manet estaba explorando aquí una pequeña competición con Degas, que en esta época estaba realizando pinturas sobre estados de ánimo modernos como Interior (1869, Philadelphia Museum of Art) y Enfado (1869-1871, Nueva York, Metropolitan Museum of Art). Fine desarrolla esta interpretación del cuadro. 38 Duret, Thédore, Histoire d’Édouard Manet et son oeuvre, París, Flammarion, 1927, p. 138; citado también en Fine, Amy M., “Portraits of Berthe Morisot: Manet’s Modern Images of Melancholy”, op. cit., p. 20. 39 Mauclair, Camille, La Vie amoureuse de Charles Baudelaire, París, Flammarion, 1927, p. 63. La leyenda está basada en información que el fotógrafo Nadar entregó al biógrafo de Baudelaire, Jacques Crépet. Nadar, Charles Baudelaire intime: le poête vierge, París, Blaizot, 1911. Claude Pichois ha sometido la narración de Nadar a un proceso de verificación histórica y ha descubierto varias discrepancias. 40 Según la leyenda, ella era del Caribe; la Martinica o Santo Domingo. La investigación de Crépet sugiere que había nacido en Francia, ya que su madre procedía aparentemente de Nantes. Por otro lado, la Jeanne Duval cuyo nombre aparece en los registros de un hospital de la rue du Faubourg Saint-Denis está listada como nacida en Santo Domingo. Crépet, Jacques, “Charles Baudelaire et Jeanne Duval”, La Plume (15 de abril de 1898), 10, p. 242. Una herencia cultural mezclada de ascendencia francesa y africana está representada en las historias literarias de principios del siglo xx en términos de políticas raciales que he analizado anteriormente. Por ejemplo, Claude Pichois insiste en denominar “cuarterona” a Jeanne Duval. Pichois, Claude, Baudelaire: Études et témoignages, Neuchatel, La Baconnière, 1967. 41 Lemer o Lemaire es el apellido que consta en el certificado de defunción de su madre; véase Crépet, Jacques, “Une femme à enterrer”, en Propos sur Baudelaire, París, Mercure de France, 1957, pp. 149-155; 1989, pp. 203-204. Murió en Belleville el 15 de noviembre de 1853, constaba Nantes como lugar de nacimiento, a los sesenta y tres años, “viuda de ingresos privados”. Louis Ménard había visto a Madame Lemer entre 1842 y 1846, y escribió, “negra anciana, de aspecto respetable, pelo negro y lustroso, que intentaba en vano apartarse de las mejillas y las orejas” Citado en Pichois, Claude, Baudelaire, traducido por Graham Robb, Londres, Hamish Hamilton, 1989, pp. 203-204. En la primera mención de Jeanne en las cartas de Baudelaire, en octubre de 1843, ella está viviendo con su madre en la Île-Saint-Louis, en la rue Femme Sans-Tete, conocida ahora como rue Le Regrattier.


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42 Pichois, Claude, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit. Su conclusión está basada en un rastreo cuidadoso de los registros de obras representadas y actores listados. Sugiere que Jeanne se llamaba en realidad Berthe y que Nadar la conoció en 1838. Berthe, una mulata, aparece listada en el Dictionnaire des comédiens français de Lyonnet, interpretando los papeles que Nadar indica para “Jeanne” (p. 72). Berthe también aparece listada actuando entre 1844 y 1846, los años durante los que probablemente la conoció Baudelaire. Existe un poema de Baudelaire fechado en este periodo titulado “Les yeux de Berthe”. 43 Crépet, Jacques, “Charles Baudelaire et Jeanne Duval”, op. cit. 44 Véase Pichois, Claude, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit. 45 Esta es la frase usada por Zacharie Astruc para describir a la doncella que lleva las flores en Olympia. Véase más adelante un análisis sobre la figura y el poema. 46 McCloy, Shelby T., The Negro in France, Louisville, University of Kentucky Press, 1961, también documenta a muchos otros autores destacados de ascendencia mixta viviendo en Francia, y que de hecho formaban un importante círculo literario. 47 Starkie, Enid, Baudelaire, Nueva York, G. P. Putnam & Sons, 1933, p. 243. 48 Citado por Starkie, ibíd., p. 344. 49 Ahearn, Edward, “Black Woman, White Poet: Exile and Exploitation in Baudelaire’s Jeanne Duval Poems”, French Review 51, 1977, pp. 212-220. 50 Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, op. cit., p. 69. 51 Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 97. 52 Adhemar, Jean, “À Propos La Maitresse de Baudelaire par Manet (1862), un Problème”, Gazette des Beaux Arts, noviembre de 1983, p. 178. 53 Carta a Baudelaire citada en Pichois, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit., p. 230. 54 Loyrette, Henri, The Origins of Impressionism, París, Réunion des Musées Nationaux, 1994, pp. 400-401. 55 Nadar, Charles Baudelaire intime, op. cit., pp. 7-8 (traducción del autor). 56 Banville, Théodore de, Lettres chimeriques, París, Georges Charpentier, 1885, pp. 281-288. 57 McNelly, Cleo, “Nature, Women and Claude Lévi-Strauss”, op. cit., p. 10. 58 Conrad, Joseph, Heart of Darkness [1902], Harmondsworth, Penguin Books, 1983, pp. 100-101 [ed. esp.: El corazón de las tinieblas, Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo (trads.), Madrid, Alianza Editorial, 2012]. 59 Achebe, Chinua, “The Image of Africa”, Research in African Literatures 9, 1978, p. 6. 60 Citado en Mauclair, Camille, La Vie amoureuse de Charles Baudelaire, op. cit., pp. 63-64. 61 Esta cita y las del párrafo anterior pertenecen todas a Mauclair, ibíd., pp. 64-65. 62 De Reynold, Gonzague, Charles Baudelaire, París y Ginebra, Crès, 1920, p. 41. 63 Esta es otra de esas coincidencias raras pero significativas. ¿Cuán a menudo la cultura cristiana occidental usa libelos sobre la sangre contra aquellos que aparta y degrada? 64 Reff, Theodore, Manet: Olympia, op. cit., pp. 91-92. 65 Carter, Angela, “Black Venus”, en Black Venus and Other Stories, Londres, Picador, 1985, p. 9 [ed. esp.: Venus negra, Teresa Gottlieb (trad.), Barcelona, Minotauro, 1991]. 66 Ibíd., pp. 19-20. 67 Hay varias mujeres nombradas y muchas anónimas, blancas y negras, que “desaparecen” en la leyenda en el discurso occidental. Edmonia Lewis (1843-?), la escultora africana-ojibwe-americana, fue una. Nadie parece saber qué fue de ella después de que Frederick Douglass la viera por última vez, aunque una investigación reciente ha extendido el rastro hasta un libro de visitas en la embajada estadounidense en Roma en los primeros años del siglo xx. Holland, Juanita Marie, “Mary Edmonia Lewis: The Hierarchy of Gender and Race”, artículo en la CAA Annual Conference, Seattle, 1993. 68 Starkie, Enid, Baudelaire, op. cit., p. 346. 69 Carter, Angela, “Black Venus”, op. cit., p. 22. Aquí está quizá el retorno de los oprimidos, el atavío servil que vuelca a Jeanne de nuevo en Laure, devolviéndole así su papel como “negra”, como esclava.


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70 Ibíd. 71 Ibíd. 72 Este es el cuadro al óleo (90 x 113 cm): Reposo es de 148 x 113 cm y la Joven recostada es de 94 x 113cm (quizá una pieza acompañante), y existe un pequeño estudio en acuarelas (16,7 x 23,8 cm). Hay quien conjetura que el cuadro le fue entregado de hecho a Baudelaire, quien tuvo en sus aposentos dos obras de Manet en 1866-1867, pero que volvió a manos de Manet tras la muerte del poeta. Nunca lo colgó en su estudio, y el cuadro fue encontrado tras la muerte de Manet en 1883 y fue recogido junto a una serie de “estudios pintados”. 73 Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 56. 74 Ibíd. 75 En la obra de Manet, las series sobre los temas de la mujer reclinándose y la mujer de blanco incluyen: La lectura (1866-1875); El balcón (1868); Reposo (1870); Retrato de Eva Gonzalès (1870); En el jardín (1870). 76 Starkie, Enid, Baudelaire, op. cit., p. 345. 77 Ibíd. 78 Françoise Cachin, entrada sobre La amante de Baudelaire en un diván, ítem 27 en Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 97. 79 Blanche, J. E., Manet, París, Rider, 1924, p. 36. 80 Fénéon, Félix, Oeuvres plus que complets, J. U. Halperin (ed.), Ginebra, 1970, vol. 1, p. 102. 81 Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 79. 82 Delesalle, Simone y Valensi, Lucette, “Le Mot ‘Nègre’ dans les dictionnaires françaises de l’Ancien Regime”, Langue Française 15, 1972, pp. 79-104; Brasseur, Paul, “Le Mot ‘nègre’ dans les dictionnaires encyclopédiques françaises du xixe siècle”, Cultures et Developpements 8, 4, 1976, pp. 579-594; Cohen, William B., The French Encounter with Africans, pp. 130-133. 83 El “Cantar de los cantares”, 1:5, analizado en Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, op. cit., p. 30. Irónicamente, estaba preparando este capítulo durante la fiesta judía de Pésaj, en la cual es tradicional leer el Cantar de los cantares, de modo que la voz de la mujer negra se escuchaba y se malentendía de nuevo en el contexto de su poderosa presencia creativa en la liturgia judía. El Amado dice a aquellos que no son negros: “No me miréis, pues soy negro,/el sol me ha oscurecido”. Esta frase reitera que se asume un estado fundamental de blancura, una norma para los seres humanos, algunos de los cuales han sido ennegrecidos por el sol. Esta antigua explicación de la diferencia de los colores de piel ha adquirido significados más profundos. Por ejemplo, en la idea patrística de la redención cristiana como un aclaramiento y blanqueamiento, se plantea un argumento ambiental como justificación para una conversión necesaria, que tendrá lugar metafóricamente, dejando sin cambios los signos físicos; es un vínculo doble. Hay varios ejemplos más de política del color en el canon judío que también revelan el simbolismo del negro y el blanco. Por ejemplo, Moisés contrae matrimonio con una cusita (se cree que significa etíope), lo que le reprochan Miriam y Aarón. Miriam es castigada por cuestionar los actos de su hermano, castigo que consiste en sufrir una especie de lepra de duración breve, lo que la deja tan blanca como la nieve (Números, 12). Aquí la blancura tiene la connotación negativa de un estado antinatural, enfermo. (En Levítico, 13, se habla de la lepra como una enfermedad con el síntoma de la blancura). 84 El cuadro de Edwin Long El mercado de mujeres de Babilonia (1882, Egham, Royal Holloway College) resalta espectacularmente esta distinción, representando en un friso al fondo a mujeres en orden descendiente de belleza, empezando por una caucásica y terminando con una mujer africana, a la que coloca fuera del mercado como criada de las esposas en potencia. 85 En cuanto a esta yuxtaposición, estoy en deuda con Louise Parsons por su trabajo sobre las relaciones en la representación entre mujeres negras y mujeres blancas: Revolutionary Poetics: A Kristevan Reading of Sally Potter’s Gold Diggers, tesis doctoral, University of Leeds, 1993. 86 Fisher, Lucy (ed.), Imitation of Life: Douglas Sirk, Director, New Brunswick, Rutgers University Press, 1991. La película está basada en la novela del mismo título de Fannie Hurst, que fue llevada


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a la pantalla por John Stahl en 1934. Fannie Hurst vivió con la novelista y guionista Zora Neale Hurston, a la cual contrató originalmente como secretaria. El trabajo de Sander Gilman sobre esta pintura revela asociaciones entre sexualidad, degeneración y raza y sugiere que la coincidencia de la mujer negra con la mujer blanca tiene la función de conjugar en la segunda nociones de sexualidad degenerada y excesiva (“Cuerpos negros, cuerpos blancos”). Esta interpretación se toma ahora de formas que no consideraba el análisis de T. J. Clark sobre las cuestiones de clase social en la pintura; véase Eisenman, S., Nineteenth Century Art: A Critical History, Londres, Thames & Hudson, 1994. Aun así, Mieke Bal revela hasta qué punto es necesario proyectar para ver la figura de Laure como enferma o sexualizada en el cuadro de Manet, p. 206. Zola, Émile, “Une nouvelle manière en peinture: Édouard Manet”, L’Artiste: Revue du xixe siècle 1, enero de 1867, reeditado en París, Dentu, 1867, como un panfleto para acompañar la exhibición privada de Manet coincidiendo con la Exposición Universal de París. Reimpreso con traducción de Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, Nueva York, Hugh Lauter Levin Associates, Inc., 1988, pp. 62-96 [ed. esp.: en Escritos sobre Manet, Luis Puelles Romero (ed.), Madrid, Abada, 2010]. Por supuesto, esta es una afirmación anacrónica, ya que un discurso crítico denominado formalismo no existía a mediados del siglo xix y no era posible imaginarlo en aquel momento. La transformación que llamamos modernidad fue una política cultural que, reconfigurando las relaciones de significante y referente bajo condiciones históricas específicas, hizo posible la ideología del formalismo. Críticos formalistas como Roger Fry y Georges Bataille sacaron una base para su afirmación de la indiferencia de Manet hacia el tema a partir de una malinterpretación del caso de Zola en 1867. Zola, en Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, op. cit., pp. 75-76. Hay dos rupturas en esta extensión blanca. La sábana de la cama se levanta en la izquierda para revelar el intenso marrón/rojo del colchón, que refleja el patrón de color del papel pintado que tiene por encima, más allá del rostro de la mujer reclinada. A la derecha de la cama, el chal perla, con su trama colorida de diseños florales delicadamente bordados y bordes dorados, cuelga del extremo del lecho casi hasta el final del lienzo, donde se encuentra abruptamente con una línea delgada de pintura marrón que probablemente representa el colchón, equilibrando así la porción expuesta de la izquierda. Esta interpretación se realiza explícitamente en la parodia de Cézanne Una Olympia moderna, 1873-1875, París, Musée d’Orsay, en la que la doncella negra está apartando el chal para revelar a la mujer blanca desnuda al cliente masculino que ahora aparece incluido en el cuadro. Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, op. cit., p. 68. Véase el capítulo anterior para otro comentario sobre este vestido. Agradezco a Crystal Hart la conversación sobre la vestimenta de las criadas y los mercados de ropa de segunda mano. El cuerpo fue comparado con un cadáver por los críticos contemporáneos; T. J. Clark cita a un crítico llamado Ego, que escribía en Le Monde Illustré: “su cuerpo tiene el tinte lívido de un cadáver expuesto en la morgue”, y un comentario de Victor Fornel: “[estaba expuesta] como un cadáver en los mostradores de la morgue, esta Olympia de la Rue Mouffetard, fallecida por fiebre amarilla y ya llegada a un estado avanzado de descomposición”. Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers, Londres, Thames & Hudson; Nueva York, Knopf, 1984, pp. 96-97. Es difícil saber cómo llamar a lo que lleva en la cabeza. Tabarant, escribiendo sobre el retrato de Laure que no tardaré en mencionar, la describe portando un “madras”, que el Dictionnaire de la langue française, París, Hachette, 1882 de Littré define como “una especie de pañuelo de satén y algodón fabricado en la India y de colores vivos e intensos. Las imitaciones fabricadas en Francia están hechas de algodón”. El origen de la palabra es la ciudad de Madrás. Otros se han referido a ese objeto como toque, palabra francesa que denomina un tipo especial de sombrero que llevan los jueces y los jinetes, algo a medio camino entre un casco y un sombrero ceremonial. Los análisis más desarrollados del cobertor de la cabeza que he encontrado hasta ahora se han ocupado de la historia de su uso y significado en las comunidades afroamericanas. Le agradezco a Helen Bradley Griebel que haya compartido conmigo su trabajo: New Raiments of the Self: African American


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Clothing in the AnteBellum South, tesis doctoral, University of Pennsylvania, 1994, Minneapolis, Berg, 1998. Clark, T. J., “Preliminaries to a Possible Treatment of Manet’s Olympia in 1865”, Screen 21, 1, 1980, p. 33. Este argumento lo mencioné por primera vez en Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992, pp. 21-55. El término “orientalismo” deriva de la obra de Said, Edward, Orientalism, Londres, Routledge, 1978 [ed. esp.: Orientalismo, María Luisa Fuentes (trad.), Barcelona, Ediciones Libertarias/Prodhufi, 1990].. El orientalismo en la pintura ha sido el tema de varias exposiciones importantes, aunque acríticas, por ejemplo Rosenthal, Donald, Orientalism: The Near East in French Painting 1800-1880, University of Rochester Memorial Art Gallery, 1982, y Stevens, Mary Ann, The Orientalists: Delacroix to Matisse, Londres, Royal Academy, 1984; Jullian, Philippe, The Orientalists: European Painters of Eastern Scenes, Oxford, H. Harrison, D. Harrison (trads.), Oxford University Press, 1977 [ed. org.: Les Orientalistes: la vision de l’Orient par les peintres européens au xixe siècle, Office du livre, 1977]. Para una reseña crítica de la temática en las artes plásticas, véase Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, en The Politics of Vision, Londres, Thames & Hudson, 1991, pp. 33-59. Antonin Proust escribió en su memoria de Manet: “iba casi todos los días a las Tullerías entre las dos y las cuatro en punto, creaba estudios al aire libre, bajo los árboles, y representaba a los niños que jugaban y los grupos de nodrizas que se recostaban en las sillas. Baudelaire era su acompañante acostumbrado. Los paseantes observaban con curiosidad al pintor elegantemente vestido que trabajaba en sus lienzos”. Proust, Antonin, “Édouard Manet: Souvenirs”, La Revue Blanche, febrero-mayo de 1897, pp. 170-171. Al parecer, Manet estaba explorando la idea de una pintura importante a principios de la década de 1860, en la que aparecía un desnudo y una asistente vestida. A partir de la historia apócrifa de Susana y los Ancianos, transformándola en el relato bíblico del descubrimiento de Moisés, preparó una pintura en la que una mujer desnuda sentada está atendida por una criada, de piel oscura, vestida. Estudio para La ninfa sorprendida (1860/1861, Oslo, Nasjonalgalleriet). Esta mujer de piel oscura ha sido redescubierta en un estudio con rayos X en una versión retrabajada, titulada Ninfa y sátiro, expuesta en San Petersburgo en 1861, y conocida desde 1867 como La ninfa sorprendida (1859-1861, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes). Tengamos también en cuenta el dibujo Después del baño (1860/1861, Chicago, The Art Institute of Chicago), donde la asistente es a la vez dibujada y desfigurada por trazos toscos que la convierten en un área oscura, un marco para el detallado y luminoso cuerpo blanco desnudo situado en el primer plano. En el esbozo de La toilette (1861) asociado con este proyecto, la asistente de piel oscura da la espalda a la mujer desnuda, aferrada a una tela para cubrir su cuerpo expuesto. Lo único que podemos discernir tras la cabeza de la figura en primer plano es el nudo de la tela que cubre la cabeza de la asistente. Clark, Kenneth, The Nude: A Study in Ideal Art, Londres, John Murray, 1956 [ed. esp.: El desnudo: un estudio de la forma ideal, Francisco Torres Oliver (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1981]; Farwell, Beatrice, Manet and the Nude: A Study in the Iconography of the Second Empire, Nueva York y Londres, Garland Publishers, 1981; Clark, T. J., “Preliminaries”, op. cit., pp. 38-39. La última versión de este argumento publicado en su libro de 1984 concluye que el carácter radical de la pintura estriba en el hecho de que la desnudez no articula una identidad de clase. El problema que se plantea aquí es la exclusividad de las categorías y la jerarquía implícita entre la clase entendida como el conflicto principal y el tratamiento como menos importantes de otras relaciones de poder social como el género, la raza y la sexualidad. Yo argumentaría que no podemos minimizar la fuerza material e ideológica de ninguna de esas formas de explotación y opresión social, y podemos obtener una crítica efectiva solo intentando articular sus relaciones e inflexiones mutuas, siempre complejas. La esclavitud, como han argumentado C. L. R. James y muchos otros, fue uno de los fundamentos económicos principales del capitalismo occidental, y su abolición no fue simplemente la victoria de la humanidad y la consciencia, sino que también dio como resultado

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cambios en el propio capitalismo, en el cual, el trabajo proletarizado a cambio de un salario prometía ser más lucrativo que los esclavos, que, si bien no requerían un sueldo, tampoco podían consumir y de ese modo expandir los mercados capitalistas. Véase James, C. L. R., The Black Jacobins, Londres, Allison & Busby, 1980, pp. 51-54 [ed. esp.: Los jacobinos negros, Ramón García (trad.), Madrid, Turner, 2003]. Ibíd. Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Discourse”, op. cit.. James, C. L. R., The Black Jacobins, op. cit., p. 47. Stein, Robert L., The French Slave Trade in the Eighteenth Century, Madison, University of Wisconsin Press, 1970; Curtin, Philip O., The Atlantic Slave Trade, Madison, University of Wisconsin Press, 1970. Dabydeen, David, Hogarth’s Blacks, Manchester, Manchester University Press, 1987; Wilson, Fred, Mining the Museum, Baltimore, Maryland Historical Society, 1993. L’Artiste 3, 1858, p. 456. Estaba en la subasta Verons en 1858 y fue vendido por la considerable suma de 14.000 francos. En su intervención mediante la recreación del cuadro de Hogarth La toilette de la condesa de la serie Matrimonio a la moda como representante de un momento de transformación nacional en el arte y la historia británicos hacia la configuración actual de conflicto ideológico y político, Lubaina Himid reconstruyó la figura de la criada negra sirviendo café a la ávida oyente en su distraídamente brillante vestido de satén blanco y la cambió por la figura de la mujer negra artista en el actual, y aún racista, mundo del arte feminista. Como una forma impresionante, vestida de negro, la identidad semiótica de esta figura no es cuestión de su “color” sino de su posición y su escala. Las relaciones de poder reales son aquellas de propiedad o servidumbre, y las formas en que su legado ideológico como racismo estructura todavía las relaciones contemporáneas entre las comunidades de artistas blanca y negra. Lubaina Himid usa medios formales, escala y posición, para reclamar estatus creativo dentro del mundo del arte y más allá de este, en el mundo de la realpolitik y el peligro real. La escala y la posición también desafían el personaje estándar de las mujeres negras como criadas de las economías blancas y sus culturas, al hacer a la mujer negra el centro figurativo e inquisidor de la escena alegórica. Reff, Theodore, Manet: Olympia, op. cit.; Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 178. La primera referencia a Jalabert tiene lugar en Mathey, François, Olympia, París y Londres, Editions du Chêne y M. Parrish, 1948. Hay una lámina de estudios para la pintura (París, Musée du Louvre) que incluye un dibujo de una mujer africana, con el detalle de su gesto de la mano y el pañuelo de la cabeza. Se considera generalmente que esta figura fue dibujada basándose en una modelo de París, pues no aparece en los estudios detallados realizados aparentemente in situ cuando Delacroix fue autorizado para visitar los aposentos de la mujer en una residencia privada de Argel. Estos estudios incluyen los nombres de las mujeres, transcritos por Delacroix como Mouney Ben Sultane, Beliah, Zera Tuboudje. Algunos han sugerido que los únicos interiores a los que tuvo acceso eran judíos, y por lo tanto esas mujeres representan a mujeres judías. Pero los nombres en los dibujos y las indumentarias sugieren que la anécdota de su visita a los aposentos femeninos privados de una residencia musulmana en Argel es aceptable. Las mujeres judías en los dibujos de Delacroix llevan vestidos y un tocado especial con cuatro esquinas. Véase Johnson, Lee, The Paintings of Eugène Delacroix 1832-63, Oxford, Oxford University Press, 1986, láminas 196-197. Charles Cournault, que proporcionó la información sobre la visita de Delacroix, recuerda que le dijo que había mujeres y niños en aquellos aposentos. El carácter familiar de los aposentos femeninos resulta siempre eliminado para recrear el harén como el espacio de la sexualidad encerrada, más que como la sede de la maternidad. Este detalle de identidad en Odalisca destaca por contraste con aquellos dibujos que examinan lo que un artista europeo, Ingres, tenía para ofrecerle a Manet, donde el rostro del desnudo se deja perturbadoramente en blanco. (Véase, por ejemplo, el Estudio para Olympia, 1862/1863, París, Musée du Louvre, Cabinet des Dessins).


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111 Françoise Cachin prefiere fechar el dibujo en la fecha escrita. Sin embargo, escribe: “El tema romántico y oriental inspirado por Ingres y, por encima de todo, por Delacroix, es excepcional en la obra de Manet, y aparece con un espíritu bastante diferente a aquel con el que más tarde pintó La sultana (RW I, 175)”, Manet 1832-1883, op. cit., p. 191. Apoyo la primera parte de la frase, pero pongo en duda lo del carácter excepcional. Sospecho que esa consideración surge del deseo de marcar una separación entre orientalismo y arte moderno, cuando se demuestra a menudo que ambos están endémicamente entrelazados. Una de las funciones del canon del arte moderno es mantener esta separación históricamente falsa. 112 Zola, en Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, op. cit., p. 75. 113 Sobre este “efecto realidad” (Roland Barthes), véase Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, op. cit., pp. 36-41. 114 Bal, Mieke, p. 284. 115 Helen Bradley Griebel concluye su análisis sugiriendo que el pañuelo en la cabeza tiene sus raíces en el adorno africano de la cabeza y el pelo en diversas culturas, y encuentra su material en los inicios del comercio donde los seres humanos se intercambiaban por telas tejidas, a menudo de la India (Madrás). Un uso impuesto es un símbolo de atadura en las Américas, y una forma funcional de prevenir los piojos adquiere significado ideológico en la negociación afroamericana/caribeña y la resistencia a su situación, de modo que una insignia de esclavitud puede ser también un símbolo de continuidad con un linaje preservado. Véase Bradley Griebel, op. cit. 116 Aquí tengo un pequeño problema con la cronología, pues parece que muchos de los cuadros obvios en los que tiene lugar esta combinación de orientalismo y esclavitud son posteriores a Olympia (1863). Por supuesto, este tropo aparece antes y ampliamente en litografías y grabados que circulaban por los márgenes de la cultura pública, expuesta y oficial, proporcionando espacios intermedios entre la pornografía descarada, la erótica clandestina y el discurso público sobre la gestión de los materiales sobre sexualidad y su representación. La investigación de Heather Dawkins sobre el contexto de esta pintura lleva a primer plano esta área de la representación sexual. Ha descubierto que el mayor conjunto de obras que atraían la censura en la década de 1860 eran las representaciones de escenas sexuales multirraciales o las escenas íntimas entre mujeres de distintas razas. Sugiere que esto debe hacernos cuestionar la abrumadora prostitucionalización de la pintura en la mayoría de las interpretaciones realizadas en los últimos años. Ciertamente, es una pintura sobre la sexualidad, pero este otro archivo al que se debe referir esta pintura indica otro conjunto de limitaciones o transgresiones potenciales que entrañaba el proyecto de Manet. No la frontera entre lo alto y lo bajo, la circulación pública y privada de las escenas sexuales, sino entre lo lícito y lo ilícito, lo aceptable y lo obsceno, entre las sexualidades masculina y femenina que se representan mediante el tropo del color. 117 Agradezco a la profesora Joanne Eichler sus conversaciones sobre el comercio de tejidos en la vestimenta africana. 118 Marandel, J. Patrice, Frédéric Bazille and Early Impressionism, Chicago, The Art Institute, 1978, p. 112. 119 Esta cuestión se convirtió en una serie de tiras cómicas feministas dibujadas por Jackie Fleming en 1978. La joven de la serie ve primero un anuncio de maquillaje y se rehace la cara; luego ve un anuncio de moda y se viste por completo “a la última”; a continuación visita una galería de arte y sigue el ejemplo de los cuadros: se desnuda y se recuesta en una pose estética, solo para verse detenida y sacada del lugar por dos corpulentos policías. La serie de dibujos se presentó en lugar de un ensayo en el primer curso de lectura feminista que impartí en la Universidad de Leeds. 120 El mercado de esclavos era un tema popular con Gérôme, que pintaba justo escenas así; véase Ackerman, Gerald M., The Life and Work of Jean-Léon Gérôme, Londres, Sotheby’s Publications, 1986, pp. 79, 162, 217, 222, 328. 121 Sobre este gesto, véase Salomon, Nanette, “The Venus Pudica: Uncovering Art History’s ‘Hidden Agendas’ and Pernicious Pedigrees”, en Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Griselda Pollock (ed.), Londres, Routledge, 1996, pp. 69-87.


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122 Se ha argumentado que los pechos desnudos simbolizan la Libertad y que la extensa longitud del material muestra que el sujeto no puede ser una esclava. Nabakowski, Gislind, et al., Frauen in der Kunst, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1980, 1, p. 283. 123 McCloy, Shelby T., The Negro in France, op. cit. 124 Gilman, Sander, “Black Bodies, White Bodies”, op. cit. 125 Cuvier, Georges, “Extraits d’observations faites sur le cadavre d’une femme connue à Paris et à Londres sous le nom de Vénus Hottentote”, Mémoires du Musée d’Histoire Naturelle, vol. 3, 1817, pp. 259-74, reimpreso con láminas en 1824. Sander lista seis publicaciones de autopsias de mujeres africanas que detallaban y a menudo ilustraban los genitales. Dos de ellas fueron publicadas en 1867 y 1869. 126 He elegido no ilustrar esta famosa imagen, en un intento de no replicar lo expuesta que está. Para ilustraciones y otros documentos, véase Edwards, Paul y Walvin, James, Black Personalities in the Era of the Slave Trade, Londres, Macmillan, 1983. 127 Farwell, Beatrice, Manet and the Nude, op. cit., señala el importante detalle de que el desnudo recostado es tradicionalmente una durmiente, y que parte de la innovación de Manet es precisamente despertarla y presentarla bien alerta, confundiendo la carga tradicional de esta imaginería: la fantasía de la contemplación voyeurista de una desnudez inconsciente. De aquí la evidente alarma de Kenneth Clark sobre la unión de una consciencia tan asertiva a un cuerpo desnudo que puede satisfacer efectivamente su tarea visual solo si la consciencia está temporalmente ausente. 128 Heather Dawkins no solo afirmó esto a través de su investigación en los archivos de imágenes censuradas en la década de 1860, que mostraban escenas interraciales entre dos mujeres; también, en respuesta competitiva a esta pintura, se cree que Courbet pintó El sueño (1866, París, Musée du Petit Palais), una escena lésbica que devuelve a las mujeres al sueño. La obra fue encargada por Khalil Bey. 129 Según Littré, sultana ya era un sinónimo de prostituta. Manet “pintó una obra con el título de La sultana (1871, Zúrich, E. G. Bührle Collection), de la cual Charles Moffett sugiere que se puede interpretar como una prostituta disfrazada. El vestido transparente expone su desnudez, aunque el artista parece haber intentado inventar las señales de la diferencia étnica en sus rasgos, de modo que correspondan al diván y el narguilé del primer plano. The Passionate Eye: Impressionist and Other Master Paintings from the E. C. Bührle Collection, Zúrich, Artemis Verlag, 1990, núm. 23. 130 Amedée Cantaloube en Le Journal Amusant escribió: “una especie de gorila hembra, una figura grotesca envuelta en caucho y rodeada de simios negros en una cama”, y probablemente el mismo escritor, ahora con el nombre de Pierrot, escribió sobre una mujer en una cama, “una especie de mona burlándose de la pose de la Venus de Tiziano”. Citado en Clark, T.J., “Preliminaries”, op. cit., p. 26. 131 Véase Corbin, Alain, “Commercial Sexuality in Nineteenth Century France: A System of Images and Regulations”, Representations 14, primavera de 1986, pp. 209-219. 132 Artemisia Gentileschi y su representación de Judit con su criada Abra como una mujer joven marca una resistencia temprana a este otro tropo de la joven belleza y el horror envejecido como las dos caras de la feminidad.


Parte IV. ¿Quién es el otro?

Julie Manet, 1894 (hija de Berthe Morisot), fotografía. París, colección privada

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EPÍLOGO Quiero concluir con otra fotografía fechada en 1894. El mismo vestido, el mismo rostro, otra mujer. Julie Manet, la hija de Berthe… pero esa es otra historia, ¿verdad? Las madres, las hijas y el duelo. Aquí es donde empecé y donde termino, por ahora.

Julie Manet tras su boda, fotografía. París, colección privada


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Índice analítico

Abel, Elizabeth 297 instituciones académicas: papel en la creación de cánones 35-7; estudios especializados y el canon 39-41, 46, 270; presencia de las mujeres 25 Académie Julian 259 Achebe, Chinua 363 Adhémar, Jean 357, 367 Adorno, Theodor 246 estética: ideas de Freud 48-50, 54-5, 153; jerarquías de clase, raza y género 58-9, 145; ideas de Kristeva 72, 153; de la resistencia 247; y lo inconsciente 67 África: explotación colonial y esclavitud 244, 247, 265-6, 269-70, 346, 374, 3857, 394, 402; Diáspora 244; estallidos de violencia 271; cartografía 251, 263; Pasaje del Medio de la esclavitud 269-70; sexualización como femenina 253, 265; asociación occidental con la negritud/oscuridad 259, 349, 374; mitos occidentales 247, 259, 385 Afroamericanos: exclusión del canon 38, 265; experiencia de Josephine Baker 259 Cultura africana: apropiación/mala apropiación 245, 263; influencia en el postimpresionismo 253; y arte moderno/modernidad 27, 252-3, 259, 262, 385, 395, 397; transformaciones y cuadros de Himid 242, 252-3, 259, 263 Artistas mujeres 264; véase también cultura negra; cultura norafricana mujeres africanas: artistas 264; explotación colonial 400; representación 384-97 Africanismo: en la poesía de Baudelaire 3567, 374; discurso 348-9, 360, 374, 406; desplazamiento por parte de Manet 350, 374; presencia en los cánones del arte y la literatura blancos 37, 259, 362; racismo 407; y representaciones de feminidades 346 Economía agraria: a finales del siglo xix 86-7 Aiken, Susan Hardy 38-9 alianza: estrategias 27, 46, 275-6 ambivalencia: feminismo y representaciones visuales; del cuerpo materno 75, 79, 105, 144 arte estadounidense: coleccionismo 325 literatura estadounidense: canon 37 animalidad/bestialismo: fantasías de sexualidad con mujeres rurales de clase trabajadora 83, 91, 93-5, 308; en representaciones de mujeres africanas 362

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escuela de pensamiento de los Annales: concepto de historia 65 Anunciación: imágenes 300 Anquetin, Louis: Moulin Rouge 119 antropología: mala apropiación de las culturas no occidentales 245, 362; e historia psicológica del individuo 48 arte: y creación de imágenes y símbolos 320, 322; y guerras culturales 25, 37, 43; como discurso del otro 107, 167-8, 229; jerarquía de medios y materiales 61; institución 402, 410; teoría de Kristeva de las prácticas estéticas 70, 72; como objeto creado por el discurso 64; y psicoanálisis 26, 51, 218, 318; como práctica terapéutica y liberación 268; mujeres en oposición 25, 316-17 I’art féminin 304, 316 galerías de arte: y el canon 36, 45 historiadores/as del arte: feministas 46-9, 62, 75-6, 121, 157-9, 185, 200, 345-6, 407; vocabulario racista 138 historia del arte: cánones 33, 35-6, 106, 246, 264-5, 345, 409-10; como discurso 47, 81, 150, 246; falta de apreciación por el género rural 93; incapacidad de afrontar la pérdida materna 229; el feminismo y el canon 256, 42, 55, 63, 106, 410; intervenciones feministas 18, 20, 26, 28, 65, 67, 77, 163, 185, 213, 345; como discurso hegemónico 46, 145; imperativo heterosexista 81; importancia de las obras de autor 112; mala comprensión de la obra de Gentileschi 166; moderno 262, 3; y Olympia 348, 379, 388; percepciones de Cassatt 324-5; percepciones de Degas 324; discurso falocéntrico 38; y psicoanálisis 65, 74, 107; tradición selectiva 44, 47, 60, 410; como historia social 47, 106; y estudios especializados 272; como relato del Hombre 60 artistas: de linaje africano 246; y biografía 49, 106-7, 151-2, 163-4, 265; y el canon 256, 35-6, 48, 51-2; creados por el discurso 64, 167-8; mirada 320, 326, 400; como “grandes hombres” o héroes 25, 48-9, 55, 103; y modelos 87, 309; y estructuras míticas 42-3; como productores más que autores 213; y proyecciones en el mito 177; y 50-52, 74; como genios sufrientes 79, 81, 106; transcendiendo la diferencia de género binaria 74, 262; identidad viril y autogenética 74, 139; véase también artistas mujeres


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cultura asiática: tradiciones 37 Astruc, Zacharie: poema que enmarca Olympia 376, 402, 405, 414n autoría: de Gentileschi 205, 214; importancia para la historia del arte 112; nociones 26-7, 214, 227 autobiografía: y pintura 163, 165; de mujeres 29, 194, 227-28 Avril, Jane 120, 125, 127, 129, 135 Baartmann, Saartjie 400, 402 Bacon, Henry 303 Baker, Josephine 258-9 Bal, Mieke: 31, 267, 394; sobre relatos y mitos bíblicos 174, 180; sobre la violación en los cuadros de Rembrandt de Lucrecia 177, 2314, 236; y nueva poética de la histeria 27, 345 Banville, Théodore de 352, 360, 363 Barbauld, Anna Laetitia: en Las nueve musas de Samuel 53 Barnes, Djuna 255 Barney, Nathalie 255 barroco: pintura histórica 27, 152, 168, 170, 176, 197, 200, 204, 228, 275 Barthes, Roland 42, 176, 184, 248, 302 Bastien-Lepage, Julien 96 Baudelaire, Charles: 28, 371-4; En El estudio del artista de Courbet 358; dibujos de Jeanne Duval 358-60, 363-4; Las flores del mal 352, 365, 404; relación con Jeanne Duval 346, 354-6, 364-5, 367, 373; y Manet 347, 350, 353-4; poesía 356; teorías de la modernidad 347, 350, 352 Bazille, Frédéric: Africana con peonías 397, 400; La toilette 396 Beach, Sylvia 255 Beaton, Cecil: fotografía de Stein y Toklas 259-60 Beaux, Cecilia 330n Beckett, Jane 242 Bell, Vanessa 253 Bellini, Giovanni 315 Benjamin, Walter: sobre la diferencia de género y la modernidad 139 Benoist, Marie-Guillemine: retrato como africana 397-401 Benouville, Léon: Esther (Odalisca) 389, 392 Benstock, Sheri 255 Benveniste, Émile 302 duelo 29, 195, 220, 237, 352 Bertall: caricaturas de cuadros de Manet 352, 406, 408

Diferenciando el Canon

Bey, Khalil 136, 386 Bhabha, Homi 83-4, 287 Biblia: textos canónicos 48, 374, 376 relatos bíblicos 160, 175-6 Bièfve, Édouard de: La almeh 197-9 oposiciones binarias: negrura y blancura 348-9, 374; y creación de una contrasociedad 271; Hombre versus Mujer 28, 68, 252, 258-60; y negación de las prácticas culturales de las mujeres 62, 74; y el Otro 37-8 biografía: y artistas 49, 106-7, 152, 164, 265, 356; ideas de Freud 50-1; de Gentileschi 28, 151; y Jeanne Duval 367, 373; y Laure 378; de Virginia Woolf 194-5; de mujeres artistas 163-4, 220 bisexualidad: estudio de Garber 260 Bissell, R. Ward 175, 184 Biswas, Sutapa 247 cultura negra: y modernidad 246-7, 266; y postmodernidad 247; rescatar un futuro 264; véase también cultura africana; cultura norafricana negro y blanco: y caricaturas de Olympia 405-8; en los cuadros de Manet 346-7, 351-2, 374, 380, 386, 407 mujeres negras: artistas 247, 258, 266; en los textos de Baudelaire 357; y belleza 374-6, 378; borrado de la subjetividad femenina 27, 377-8; genealogía 258; en los cuadros de Himid 243, 251-2, 262; en los cuadros de Manet 369, 380-9; y modernidad 2467, 266, 406-7; mitos de sexualidad 386; representaciones en el canon occidental 258, 281, 349, 356; represión de feminidades por el feminismo blanco 28 negrura: como ausencia y vacío 348-9, 40910; en el poema Olympia de Astruc 405; en la poesía de Baudelaire 357; teología cristiana 339; y racismo epidérmico 348, 373; imágenes en Olympia 402-3; lenguaje 405; como pérdida y duelo 407; asociación occidental con África 258, 349, 374 Blanche, Jacques-Émile 369 Bloom, Harold 36-7, 40, 184, 244 Boccaccio: visión de Cleopatra 217 el cuerpo: de la dama/madre burguesa 88, 1023, 298, 300, 309, 312; experiencia infantil 71, 95; y lo femenino 114, 229, 295-6, 309; feministas sobre el de la mujer 154, 158, 193, 298; imaginerías de la prostituta


Índice analítico

75, 114, 404, 406; ideas de Kristeva 712; cartografiado para la sexualidad 94-5; materno y no materno 74-5, 79, 139; representaciones de mujeres por Cassatt 308-12; representaciones de mujeres por Gentileschi 28, 210, 215; papel en la pintura barroca 204; importancia de las regiones inferiores y superiores 101-2; y subjetividad 72, 216; Toulouse Lautrec y sus bailarinas 114, 125; de la campesina de Van Gogh 8991; de la mujer de clase trabajadora 88-9, 94, 101, 103, 114, 117-8, 308-9, 312, 327 Bonheur, Rosa: La feria de caballos 77n burguesía: el cuerpo como metáfora social 93, 298, 308-12; en la obra de Cassatt 284, 293, 303, 307, 309, 327, 329; cuerpo femenino 88, 300-1, 309; fantasías masculinas 88-9, 935, 141-2, 348, 393; y modernidad 252, 340, 409; figura de la madre 101-2, 116-7, 293; y sexualidad 96, 100, 102, 117, 124, 140-1, 307; en los cuadros de Tissot 248-50 Boyce, Sonia 247; Hablan las mayores 287, 289 Boyle, Kay 255 Braque, Georges 255 Bracquemond, Marie 252 Breeskin, Adelyn: catálogo de Cassatt 313 Breton, Jules 96, 101, 107, 109n; El ocaso 97-8; La espigadora 92; La cosecha de semillas de amapola 84; La cosecha de la patata 98; La retirada de las espigadoras 84-5 Breuer, Josef: tratamiento de la histeria 166 Gran Bretaña: esclavitud y relaciones de clase 387 Bronfen, Elisabeth: Over Her Dead Body 223, 225 Brontë, Charlotte: como artista y erudita 197;y Lucy Snowe de Villette 196, 199-200, 213, 226-7, 236, 243; como huérfana de madre 226 Broun, Elizabeth 60 Bruselas: exhibiciones del Salón 197, 201 Bryher 255 Buisson, Jules 363 Cachin, Françoise 351-2, 357, 369-70, 389 Caillebotte, Gustave 302 Campion, Jane: El piano (film) 365 canon, canonicidad 35-6, 44; adición de mujeres 26-7, 39-40, 43, 60-1, 63, 73, 149, 153-4, 158-9; de textos bíblicos 48, 376; construcciones por parte de la historia del arte 33, 35-6, 106-7, 264-5, 345, 350; convenciones de la representación

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del cuerpo femenino 209; crítica 37, 39-43; deconstrucción 63, 72-3, 243-4; diferenciación 26, 37-8, 42-3, 46, 67, 756, 105-7, 236-7, 244-5, 263, 281, 349, 407-9; estructura discursiva 26, 43, 63, 81, 246; desdén por los naturalistas del Salón 96; exclusión de grupos sociales, clases y razas 36-7, 44, 244-5; exclusión de las artistas 37-8, 43-4, 52-6, 59-60, 106-7, 193, 227; exclusividad 25, 37, 39, 46, 245; crítica feminista 25-6, 37-47, 52-55, 5963, 66-7, 149, 193, 227, 246, 337, 343; y cartografía geo-étnica 245; y hegemonía 44-6; importancia de Manet 343, 345-6, 407; marginación de las artistas 60-2, 169, 252-3, 263; estructura y mitologías masculinas 26, 38, 43, 48, 52, 60, 63, 79; del arte moderno 37, 75, 245, 262, 345, 409-10; estructura narcisista 26, 52; origen y uso del término 34, 48; relectura 39, 42, 73, 386; venganza contra 245, 264; selectividad 37-9, 47, 60, 244, 264; y diferencia sexual 26, 43-4, 54, 63; y tradición 44-8; dominación blanca 37-9, 45, 55, 265 Caravaggio, Michelangelo Merisi da 81, 160; Judit decapitando a Holofernes 181-184; estilo de pintura 159-60, 228, 235 Carriera, Rosalba: El hombre de gris 77n Carter, Angela: Venus negra y Jeanne Duval 3656, 409-10 Carter, Elizabeth: en Las nueve musas de Samuel 53 Cassatt, Katherine Kelso 318-23; cuadros de su hija Mary 319-322 Cassatt, Mary: 29, 43, 60, 64, 255, 266, 281, 325, 346; comparación con Degas 327-9; exposición en la galería de Durand-Ruel (1891) 283, 297; feminidad en su obra 281, 301-2, 304-29; como feminista 284, 3267, 329; importancia para el arte moderno 325-7; exposición en la Galería Knoedler 28, 324-29; y lo maternal 75, 290, 316-22, 329; modernidad 252-3, 281, 303-4, 318, 327; como pintora de madres e hijos 284-5, 287, 289-94, 303-4, 318-19, 323-4, 329; fotografía 282; relación con la madre 318-23; representaciones del mundo burgués 284, 293, 301, 303-9, 312, 329; representaciones de mujeres trabajadoras 307, 329; aspectos técnicos de su obra 283, 285-6, 287-90, 293, 296-7, 303-4, 318, 326-7; obras: Peinarse 308; Grupo familiar 319; La prueba 306-7,


438

309; En el palco 254; En el ómnibus 303-5; Dama tomando el té 329; La carta 297, 299, 302; Louisine Havemeyer y su hija Electra 287, 290-1, 323; La caricia maternal 314, 317; Mujer moderna (mural) 316; El beso de la madre 313-4; Retrato de Katherine Kelso Cassatt 321; Leyendo Le Figaro 319, 321; Mujer a una mesa de café 114; Mujer lavándose 308, 311; Mujer e hija 329; Joven madre cosiendo 285, 287-90, 328-9 castración: complejo 72, 103, 121-3, 129; y deficiencia en el cuerpo 127, 138-9; representación como simbólica 166-7; y sacrificio 273; amenaza de la madre/mujer 155, 186, 216, 301-2; de la mujer 134, 216 cerámica: arte 61 Ceres: imagen simbólica 98 Cham: caricaturas de cuadros de Manet 351-2, 406, 408 castidad 98, 170, 197,235 Chéret, Jules 120 Cherry, Deborah 242 Chicago, Judy: The Dinner Party 78n, 382 niño/niña: efecto de la cultura 104, 115-6, 156, 301-2; experiencia de la pérdida 268, 315-6; experiencia de la sexualidad y la diferencia 70-1, 95, 104, 114-6, 118; y la familia 104, 114-6, 118; y lo maternal/la madre 67-8, 72, 93, 101-5, 117-8, 122, 139-40, 156, 217-18, 290, 295, 303, 318 Chocolat 135-7 Choubac, Alfred: imagen de portada para Fin de Siècle 134 cristianismo: imágenes de la madre y el niño 315; escisión de la feminidad 339; teología de la oscuridad/negrura y la luz/blancura 349, 374-6 cine: representaciones de la pérdida maternal 219 Cixous, Hélène 151, 185-6, 238n Clark, Kenneth 36, 212, 386 Clark, T. J. 277n, 283, 307, 309, 383, 386-7 relaciones de clase: en la obra de Cassatt 289, 306-12, 329; conflicto y sexualidad en Germinal 99; diferencia y lo feminino 301-2, 329, 394-5; divisiones dentro del colectivo de las mujeres 75, 144-5, 153, 301-2; e intercambio entre artista y modelo 88, 102, 309, 312; análisis feminista 281; y formación de la masculinidad 104-5, 141-2; jerarquías 144-5; en los cuadros de Manet 75, 309, 312, 345-6; y orientalismo 394-5; y poder en el

Diferenciando el Canon

canon 60-61; prejuicios de Degas 307-8; y sexualidad 102-3, 142, 306, 351-2, 354-5; Toulouse-Lautrec 137, 142; y cuerpos de mujeres en el siglo xix 88, 93-4, 101-4, 11415, 118 Claudel, Camille 151 Cleopatra: historia 200, 219; imágenes y mitos 170, 197-8, 211, 214-20, 228-9, 235, 243, 264-5; retrato en Villette 197-201; en Shakespeare 184 Cleopatra (cuadros de Gentileschi) 27, 204-15, 217, 220-5, 228-29, 236-7, 334n Guerra Fría: historia del arte 245 Colette 255 colectividad: y feminidad 70; y feminismo 27-8, 63, 75, 145, 274-6 colonialismo: y representaciones artísticas 255; borrado de la subjetividad femenina negra 377-8; explotación de África 245-6, 264-6, 346-7, 374-5, 385-6, 395, 400-2 ; y orientalismo 345-6, 385, 394-5; racismo 348-9, 385-6; papel de las mujeres negras 258-62; y selectividad de los cánones 245; español 396 colonización 39, 374, 386, 394 color: en los pasteles de Cassatt 283, 297; en los cuadros de Himid 251-2, 255, 262 Conrad, Joseph: El corazón de las tinieblas 363 Courbet, Gustave 325; El taller 355, 358; El sueño 141, 262, 420n; Los picapedreros 307 Cournault, Charles 109n Cowie, Elizabeth 188n alianza creativa/pacto creativo 29, 42-5, 236-7, 274-5 creatividad: negación canónica de las mujeres 193; correlación con sexualidad 73; y lo femenino 229; mitos masculinos 38, 79; asesinada en las mujeres 194, 227, 236-7; como liberación del trauma 267; identificación de la masculinidad blanca con ella 43-4, 74-5 criollo: nociones 361-2 travestismo: Toulouse-Lautrec 119 cubismo 255 análisis cultural: feminista 26, 75-6, 144-5, 152-3; empleo del psicoanálisis 93, 156, 215-8 estudios culturales 40-1, 47 cultura: y desarrollo de la infancia 104-5, 116, 156, 301-2; y naturaleza 165; como ámbito del Padre y el Héroe 62; guerras 26, 37, 43,


Índice analítico

59; identificación de la masculinidad blanca con ella 43 Curtiss, Mina 405 Dagnan-Bouveret, Jules 109n bailarinas: en la obra de Degas 319, 323-4, 326-7; y Toulouse-Lautrec 114-5, 118, 123-7, 1379, 141-2 dama oscura: en los cuadros de Manet 347-50, 358, 369-70; Morisot como 337-9, 348, 3523, 409-10; tropo 347, 357, 362, 364 Dawkins, Heather 418n, 420n De Kooning, Willem véase Kooning, Willem de De Lauretis, Teresa véase Lauretis, Teresa de muerte 211-12, 215, 223-5; véase también duelo Debat-Ponson, Édouard Bernard: El masaje 396 deconstrucción: de actitudes de la historia del arte 54-5, 144-5; del canon 63, 73, 243; de la categoría “mujeres” 159-60; diferencia entre “ser mujer” y “devenir en lo femenino” 72; del mito del “gran hombre” 54-5; de la jerarquía de género 60-1; lacaniana 124; de oposiciones y pares binarios 42; del falocentrismo 67 Degas, Edgar 65, 75, 81, 309, 412n; comparación con Cassatt 326-9; aspectos formales y técnicos 324; exposición en la Galería Knoedler 27, 284-7, 307-8, 324-9; misoginia 27; modernidad 327; representaciones de mujeres 27, 212, 317, 319, 324; obras: Las pequeñas sombreras 307-8; Retrato de la familia Belleli 293; Retrato de Giovanna y Giulia Belleli 293 Delacroix, Eugène 345, 392-5; Odalisca 389; Mujeres de Argel 389-93 Delance-Feugard, Julie 303 Dalila: y Sansón 88-9 Demont-Breton, Virginie 304 Denvir, Bernard 119 Derrida, Jacques: sobre la différance 68-9 deseo: femenino 26, 54-5, 67, 83, 205, 260, 262, 292, 301, 323, 358, 386; feminista 75, 106-7, 152-3, 156, 177, 213-14, 236-7, 275, 358, 409; y escritura feminista de la historia 28, 43, 53-4, 76, 107, 180, 194-5, 243-4, 3867, 409-10; en la formación de los cánones 42-3, 73, 209-10; lésbico 141-2; masculino 55, 83, 103, 144-5, 160, 162; y lo maternal 100, 315, 318; del lector o el espectador 180, 408; y autorreflexividad 73-4, 76; y

439

representaciones visuales 26, 79, 93, 107, 160, 162, 170-1, 228, 318, 323, 386 Désossé, Valentin le 125, 132 Diana (diosa de la luna) 172 diferencia: absoluta 27, 63, 105-6, 125; análisis de estructuras 42-3, 55; coexistencia of 45-6; y différance 69-72; y divisiones en el colectivo de las mujeres 27-8, 264-5, 302; y feminidad 25, 67, 226, 276, 193-4, 302, 329, 345; y fetichismo 386; organizadora de segregación y división 45-6; ideologías falocéntricas 27, 65-7, 104; papel en el feminismo 26-7, 42-3, 68, 227, 272-3, 275-6, 302; en obras de Cassatt y Manet 281; véase también diferencia sexual discapacidad 144-5; Toulouse-Lautrec 137-8 Dolan, Therese 412n La Dolce Vita (Fellini) 151 Doolittle, Hilda (H. D.) 255 Douard, Cécile 96 Los hundidos y los salvados (Levi) 270 Duez, Ernest-Ange: Esplendor 89 Dumas, Alexandre 355 Duncan, Carol 108n, 277n Duret, Theodore 354 arte holandés: siglo xvii 325, 406 Duval, Jeanne: modelo de dibujos de Baudelaire 358-65; en El taller de Courbet 355, 359; como figura demonizada y odiada 350-1, 366, 373, 409-10; descripciones 358-73; discurso en Black Venus de Carter 365-6; como ficción 356-7; hibridación 350-1, 361-2, 374; ideas sobre su “negritud” 344, 348; relación con Baudelaire 346-7, 354-6, 367, 373, 408; en cuadros de Manet xvi, 28, 343-52, 356-7, 367-74; vínculos con Laure y Berthe 28, 345, 350-1, 357; huellas de su historia 355 l’écriture feminine 298, 301 Eglantine, Mademoiselle: compañía de baile 1257, 135 Egley, William Maw 303 cultura egipcia: apropiación para las teorías modernas 217-8; y Cleopatra 199-200, 21619, 243-4; y pintura de Himid 247; imágenes de Isis 217-8 Eichler, Joanne 419n Ellis, John 123 aguja: artes 61


440

Imperio, ideología del 248-9 Ilustración: y orientalismo 199-200 Eros 52 erotismo 212, 370; del orientalismo 343, 348, 385-6, 391-2; Renacimiento 165, 348 etnografía: mala apropiación de culturas no occidentales 245-6, 385, 402 Etty, William: La llegada de Cleopatra a Cilicia 199, 202 exotismo: imágenes de mujeres 339-57 Ezell, Margaret 193 familia: y desarrollo infantil 104, 115-8 Fanon, Frantz 348, 373, 378, 404 fantasías: del varón burgués 87, 93-101, 116-7, 392-3; en el desarrollo de la infancia 67-8, 156-7; y lo femenino 152-3, 184-5; feminista xiv; para gestionar la separación y la pérdida 103-4; de lo maternal/la madre 67-8, 75, 93, 102, 105-6,115-6, 124, 144-5, 218-9, 290, 296, 315 ; y sexualidad 83, 94-5, 115-6, 13940, 385; y representaciones visuales 26, 81, 112, 216-7, 228, 316-7 Farwell, Beatrice 340, 347, 386 fascismo 246, 271, 273 padre/Padre: importancia para el artista y el canon 52, 54, 62; importancia en la obra de Toulouse-Lautrec 127-8; idealización infantil de y subsiguiente rivalidad con él 48-9, 184; y madre/Madre 103-4, 155; y complejo de Edipo 104, 115, 316; y ley patriarcal 105, 154, 218, 234; teorías psicoanalíticas 48-9, 52, 54, 301-2; identificación del hijo 104, 115, 315; asesinato simbólico por la hija 182-3 Fellini, Federico: La Dolce Vita 29, 194-5, 226-7 Felman, Shoshana: 29, 194-5, 226-7; What Does a Woman Want? 227 femininidad/lo femenino: y el cuerpo 114-5, 228, 294-7, 308-12; en los cuadros de Cassatt 281, 301-2, 307-12, 316-7, 322-3, 329; censura 167; escisión cristiana de la Madonna y la Magdalena 339; y muerte 234-5; deseos 27, 54-5, 66, 83, 204-5, 322-3, 386-7; diferencia con “ser mujeres” 70, 226; diferencias 26, 66, 226, 275-6, 293-4, 301-2, 329, 346; y feminidades en plural 66, 70-1; crítica feminista 65-73, 153-4, 228; en la obra de Gentileschi 174-5, 211-3; en imágenes de la madre y la hija 289-93, 318; inscripciones 28, 55, 71-3, 154, 157-8, 175, 204-5, 226, 228, 236-7, 297;

Diferenciando el Canon

identificación de Kristeva 69-70, 153, 213; vínculos entre Laure, Jeanne, Berthe 347; en cuadros de Manet 73, 281, 344, 354, 358, 379-80; mascarada 88, 308-12; en la obra de Morisot 316-7, 337; mitos 43, 66; negación por la masculinidad y el arte 37, 42, 61-70, 1445, 154-5, 168; de la dama del siglo xix 88-9, 114-15; en Olympia 394-5; oposición con lo femenino 114-5; como otra 61, 272-3, 318, 322-3; placeres 42, 66-7, 158, 167, 193, 2134, 220, 322-3; polarización de la dama blanca y la dama oscura/negra 339, 379-80, 394-5; formaciones psíquicas 158, 204-5, 236-7, 296, 321-3; represión de lo negro por lo blanco 28, 377-8; y la espectadora/lectora resistente 203, 212, 243-4, 297; señales en el arte de mujeres 72-3, 152-3, 170, 204-5, 220, 229-30; y subjetividad 66-7, 72-3, 152-3, 213, 274, 317, 321-3; textos 184-5, 204-5, 213-4; de la clase superior, madre blanca 114-5 feminismo: y adulación de las “maestras antiguas” 27; y aplicación de ideas suyas a la obra de Freud 54-5, 79; acercamiento a la pintura 266; e historia del arte 46-7, 65-8, 76, 107, 112, 149, 152-3, 157-9, 162-3, 186-7, 193, 246, 265, 345, 401-2, 407; y obra de Cassatt 329; y colectivo de las mujeres 28-9, 65, 75, 152-4, 275-6; creación de mitologías 27, 42, 193-5, 236-7;crítica del canon 26-7, 37, 41-3, 45-7, 52-5, 62-5, 68, 149, 193, 227, 246, 337, 340; crítica de lo femenino 657, 71-5, 154, 229-30; crítica como “visión desde otra parte” 41-2, 66, 75, 407; análisis cultural 27, 75-6, 144-5, 153-4; y deseos 106-7, 152, 156, 177-8, 213, 236-7, 275-6, 326-7, 358, 407; y el cuerpo femenino 1547, 193, 297-8; y “guetoización” en la historia del arte 27; heroínas 42, 149; y escritura de la historia 29, 43, 52, 76, 107, 180, 194-5, 244, 326-7; identificación de dos formas por Kristeva 271; de larga duración 76, 275-6; modernización de la diferencia sexual 27, 65-6, 154; y arte moderno 26-7, 258-9, 297, 326-7; y la noción de movimiento 65-6; oposicional 281; politización de cuestiones sexuales 272-3; planteado al margen de la historia del arte 42; y psicoanálisis 27, 54-5, 65-6, 71-2, 93, 156-8, 215-6; y lectura de representaciones artísticas 79, 228-30, 3423; interpretaciones del fetichismo 121-2;


Índice analítico

interpretaciones de mitos 199-200, 236-7; y represión de feminidades negras 28; papel de la diferencia 27-8, 42, 68, 230, 272-3, 277-8, 301-2; buscando historias de mujeres 170; y autorreflexividad 27, 156, 271, 281, 340; escisión del sujeto 105-6 estudios feministas: e historia del arte 47, 272 feministas: como historiadoras del arte 46-8, 634, 74-5, 120-1, 155-7, 186-7, 199-200, 3423, 407; competición con el falocentrismo 67, 71-3, 103-4, 153-5, 272-3, 297, 365-6; valorización de las mujeres artistas que trabajan con tejidos 63-5 Fénéon, Félix 369 fetichismo: y diferencia 386-7; del cuerpo femenino 216-7; lecturas feministas 121-2; ideas de Freud 121-7; en lo masculino 72-3, 121, 321-3; y pornografía 134-6; color de piel 134-9, 386-7; Toulouse-Lautrec 122-145; y representaciones visuales 112, 322-3 Fin de Siècle (revista): imagen de portada de Choubac censurada 134 Firing the Canon (plataforma de Nueva York) 38 Fisher, Jean 245-6 Flanner, Janet 255 Flaubert, Gustave: biografía de Sartre 164 Fleming, Jackie 419n Foley, Margaret 265 Foucault, Michel 66, 96, 116-7, 125 Francia: jerarquías de sexo y género 347; ideología de la maternidad 303; esclavitud y relaciones de clase 386-7 Frédéric, Léon 96 Freud, Jacob 102 Freud, Sigmund 293-4; sobre estética 4852, 55, 152-3; caso del “Hombre de los Lobos” 101-2; sobre la degradación en el amor 95-6; sobre fetichismo 121-7; sobre heterosexualidad 143-4; ideas suyas aplicadas al feminismo 52, 54, 79, 215; estudio de Kofman 48-52; sobre el amor 889; sobre la impotencia masculina 115-8, 13940, 144-5; sobre Marx 47; sesgo masculino de sus ideas 52, 54, 124-5; sobre el duelo 242, 267; noción de productor 213-14; sobre el complejo de Edipo 54-5, 127, 144-5, 316; teorías de la subjetividad 64, 155, 220, 222; sobre lo inconsciente 66, 156; trabajo sobre la histeria 166-7, 298-301 Gabhart, Ann 60

441

Gallop, Jane: sobre “La carta de amor” de Leclerc 296-302, 312 Gambart, Ernest 77n Garb, Tamar 148n Garber, Marjorie 260 Garrard, Mary 31; sobre Gentileschi 162-5, 170, 184, 204-20 Gates, Henry Louis Jnr. 36-8 mirada: del artista 319-22, 402; y explotación de Saartje Baartman 402; generizada 119-121; importancia en el arte 302, 340, 343 Geefs, Fanny: La Vie d’une Femme 201 Geffroy, Gustave 131 género: y diferencia absoluta 27, 63, 155; e historia del arte 47-8, 62, 163; y el canon 267, 61, 63, 246, 409-10; jerarquías 60-4, 247, 348, 355; y modernidad 139-40, 409-10; y orientalismo 199-200, 394-5; en la cultura patriarcal 192-3, 355; poder desplegado en la representación de mujeres 88, 102; prejuicios de Degas 308; y diferencia sexual 62-3, 67-9, 105-6, 155, 262; y sexualidad en la Roma de Gentileschi 165-9, 258 genealogía: y mujeres negras 258; en la historia del arte canónica 264-5; feminista 149, 227; maternal 39, 195, 226, 319; patrilineal 38; pictórica 389 Génova: en el siglo xvii 205, 215 Gentile, Pietro 205, 229 Gentileschi, Artemisia 159-60; mala comprensión por parte de la historia del arte 164; duelo 220-3; y Caravaggio 181-4; significados masculinos y femeninos rivales en su obra 213-4; representación de heroínas 163-9, 175, 215; excluida por el canon 60, 64, 148, 264-5; análisis feminista 26-7, 150-51, 186-7; Garrard sobre ella 162-5, 170, 184, 204-20; pérdida de la madre 75, 220, 224; en la cultura patriarcal 169-70, 226, 236-7; violación 151, 162-9, 220, 228, 235; relación con el padre 185, 220; y juicio de Tassi 1639, 228, 235; violencia en sus obras 152, 168-70; cuadros de Cleopatra 27, 204-37, 334-5n; Judit decapitando a Holofernes 27, 150, 163, 175-87, 420n; Lucrecia 27, 205, 229-37; Susana y los viejos 27, 151, 159-63, 170-5, 180-1 Gentileschi, Orazio 159-65; Judit 183-4 Gérôme, Jean-Léon 340, 384; El baño moruno 399 Gilman, Sander 384, 400


442

Giorgione (del Castelfranco): Venus dormida 205-7 Gogh, Theodorus van 102 Gogh, Vincent van 64; lectura feminista 79, 83; y figura de la madre 75, 101-2; cartas 87, 108n; obra 90, 93, 107; adquisición de modelos 87-8; lectura de Germinal 99101; representaciones de la vida rural y las mujeres campesinas 83, 102, 105-6; como un intruso sufriente 81, 107, 139-40; Mujer campesina encorvada, vista desde atrás 80106; Los comedores de patatas 83 Gombrich, Ernst: Historia del arte 38 Gonzales, Eva 252 La Goulue véase Weber, Louise Goya, Francisco de Goya y Lucientes 339-40, 385; Maja desnuda 389; estilo en Manet 370 diseño gráfico: primer arte moderno 93, 119, 131, 136-8 Griebel, Helen Bradley 416n Grosz, Elizabeth 158 Guiard, Adelaide Labille: Autorretrato con dos alumnas 58 Guilbert, Yvette: autobiografía Chanson de ma Vie 129-32; dibujos por Toulouse Lautrec 12832; guantes 129-32; fotografía 128-32 Habermas, Jürgen 247 Hals, Frans 36 Hamer, Mary 199, 216-8 Harrison, Charles 144 Havemeyer, Henry Osborne 284 Havemeyer, Louisine Elder: como coleccionista de arte 284-6, 323-7; cuadro de Cassatt con su hija 286, 290-2, 323; fotografía 285; como sufragista 284-6 Escrituras hebreas: canonización 35 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 260 hegemonía 44-8, 247-8, 281 Heidegger, Martin 251 helenismo: metafísica de la oscuridad y la luz 349; escultura; Ariadna dormida 208 Herbert, Robert 109n héroes: y el canon 42, 52, 55, 107; y el Padre 4954; susceptibilidad de las feministas 42, 54, 186-7; mitología 26, 61-2 heroínas: artistas 204-5; feministas 42, 149; cuadros de Gentileschi 160, 162, 169-71, 214-5 heterosexualidad: y opuestos binarios 27, 259-62; dominación en el arte 45, 211, 385; ideas de Freud 143-4; masculinidad 81-3, 116-7, 145, 385, 394-5; de Parole de Femme 298

Diferenciando el Canon

Himid, Lubaina: 27, 31, 63, 267; y estética de la resistencia 247-8; y cultura e historia africanas 242, 253, 255, 264-5; y el canon 63, 245, 264-7; arte moderno y modernidad 244, 248, 253, 255-8, 264, 275; fotografía 241; como pintoria de historia feminista poscolonial 27, 149, 242-8, 258, 264-6, 270; referencias en sus cuadros 250-1, 264, 393-4, 417-8n; representaciones de mujeres negras 244, 252-3, 259, 264; proyecto Venganza 75-6, 242-53, 265-6, 269-70, 273-6; obras: Acto primero sin mapas 12512, 254; Entre las dos se equilibra mi corazón 248-50; Cinco 253, 256, 258-9, 262 materialismo histórico 216 historia: Himid y narrativas diferenciadoras 243, 264-70; y mito 43; eclipse postmoderno 246-8; y subjetividad 247, 259; concepción tradicional 63 pintura histórica: barroca 27, 152-3, 168-76, 197, 199-200, 203-4, 227-8, 275-6; nueva forma en Venganza de Himid 246, 265-6, 274-6; feminista postcolonial 27, 149, 264-5; y cuadros 242-3 escritura de la historia: y feminismo 28, 43, 52, 76, 107, 180, 194-6, 243, 327 Hockney, David 253 Hodgkins, Frances 253 Hollywood: imagen de Cleopatra 217 Holocausto 270 homosexualidad 55, 81, 118, 298 Hooch, Pieter de 285 “Venus hotentote” 402 humanidades: necesidad de reformar los currículos 37 histeria: lectura feminista 27, 345, 349, 384; trabajo de Freud 166-7, 298, 300; tratamiento de pacientes a finales del siglo xix 164-6 identificación imaginaria: cuadros de mujeres pintados por Gentileschi 27, 214-5 Imitación a la vida (film) 377 inmigración: crisis europea 270-1 impotencia: estudio de Freud 115-7, 139-43 impresionistas 252, 284 incesto: tabú 71, 116-7 India: estallidos de violencia 272 Ingres, Jean-Dominique: referencias de Manet a 391-2; Odalisca con esclava 389 inscripciones de lo femenino: buscando 27, 55, 72-4, 155-6, 175, 205, 227-9, 236-7, 298


Índice analítico

Irigaray, Luce 158, 319-20 ironía: y autoironía 26 Isis 217-19 cultura islámica 349, 389, 394 Israels, Josef 96 barroco italiano véase barroco Italia: representación de madre y niño en el arte del Renacimiento 304, 307 Jalabert, Jean: Odalisca 389, 391 Jameson, Fredric 246-7 Janson, H. W.: History of Art 38 grabados japoneses 120, 312 judíos: antisemitismo 255; y Cantar de los Cantares 376, 415n; mujeres en los dibujos de Delacroix 418n Jones, Allen 127 Jones, Inigo 242 Jones, Lois Mailou 259 Jordaens, Jacob: Susana y los viejos 168, 197 jouissance 169, 177, 281, 312-13, 315, 317, 318, 322, 329; en los grabados de Cassatt 281, 312-3, 318-9, 329 Joy, George William 303 Jueces: Libro de los 175-6 Judit: cuadro de Caravaggio 180-4; cuadro de Veronese 390; cuadros de A. Gentileschi 27, 151, 162-3, 175-87, 420n; cuadros de O. Gentileschi 180-4; historia 160-77, 186-7, 236-7, 242-3 Jullian, Philippe 142 Kahlo, Frida 43, 151 Kauffmann, Angelica: Cleopatra adornando la tumba de Marco Antonio 202; Dibujo 69; en Las nueve musas de Samuel 402 Khoi San (tribu, sur de África) 402 Kirchner, Ernst Ludwig: Bohemia moderna 253, 257 Klein, Melanie 29, 268 galería Knoedler (Nueva York): fotografías de obras en la exposición de 28, 297, 307; exposiciones en beneficio del Sufragio 28, 195, 283, 295, 307, 319, 326 Kofman, Sarah 31; sobre Freud 47-49 Kooning, Willem De 75, 317 Kristeva, Julia: sobre arte/prácticas estéticas 69, 123, 145, 345; sobre imágenes de Bellini de la Madonna y el Niño 315; sobre feminidad 63-65, 134, 157; sobre el lenguaje como proceso de significación 62, 189, 240; sobre el sacrificio y el orden falocéntrico 60-62,

443

243-246; sobre la diferencia sexual y las formaciones psíquicas 53, 60-63, 198 La Mure, Pierre véase Mure, Pierre La Laboulaye, Mlle 130 teoría lacaniana 123-124, 156, 296 LaCapra, Dominick 35 lenguaje: como representación cultural 124, 176; Kristeva sobre el proceso de significación 5658, 230-234, 281; teoría lacaniana 315; poética 72-73, 214; y el sujeto 64-65, 69, 70-71, 102103, 212-113; como orden simbólico 65, 7073, 104-105, 272-273; y el inconsciente 65 Laure 381, 402; caricaturas 406; descripciones 353; descubrimiento de certificado bautismal, dirección 346; falta de historia 340; como doncella 28, 390, 399; retrato de Manet 340, 343, 402; empleo por Manet como modelo 29, 120-121, 309, 316, 339340; en Olympia 29, 356, 358, 367, 389, 398, 403, 405, 399; vínculos con Jeanne y Berthe 29, 356, 358, 367 Laurençin, Marie 253 Lauretis, Teresa de 27, 41, 56n Lavieille, Adrian 108n Leclerc, Annie: “La carta de amor” (ensayo) 297-298 Lehrer, Tom 272 Lennox, Charlotte: en Las nueve musas de Samuel 53 Leonardo da Vinci: estudio de Freud 50; Mona Lisa 266 lesbianismo: en arte 70, 190; diferencia en su seno 28; implicaciones en el poema Olympia de Astruc 402-405; Leclerc 297-298; amor como modelo de alianza 275-276; y voyerismo masculino 171, 174; Wittig 260 escritura de cartas: imágenes de las mujeres 298, 302-303 Levi, Primo: Los hundidos y los salvados 270 Levi-Strauss, Claude 115, 165, 218 Levy, Michael 77n Lewis, Edmonia 279n; La muerte de Cleopatra 202; fotografía 76 Lhermitte, Léon 96 liberalismo: y posmodernidad 247, 275; y racismo 270, 274 Lichtenberg Ettinger, Bracha: teoría de la Matriz 72, 294 Linley-Sheridan, Elizabeth: en Las nueve musas de Samuel 53 Lipton, Eunice 346


444

literatura: estadounidense 38; cánones 36-38; y feminismo 201, 234; y pérdida maternal 264-265 Londres: exposición de O’Keeffe en la Hayward Gallery 263; exposición del proyecto Venganza en el Royal Festival Hall 263; visita de Gentileschi 156 Long, Edwin: El mercado de mujeres de Babilonia 415n pérdida: y fantasías 96; de la madre 29, 39, 55, 67, 75, 90, 100, 219, 315; y duelo 299, 405; y relato personal 29, 298, 301; en el sujeto 72, 121, 156, 214 amor: y degradación 132, 140, 145, 373; Eros y Tánatos 54; fantasías de la mujer nutriente 106; ideas de Freud 95, 101; lésbico 332, 405; sagrado y profano 116 Loy, Mina 255 Loyrette, Henri 357 Lucrecia: imágenes y mitos 159-161, 170, 205, 229; cuadros de A. Gentileschi 28, 230, 245, 280; cuadros de Rembrandt 36, 233-236, 385 mentir: las mujeres y el vacío 225-226, 228 Macaulay, Catherine: en Las nueve musas de Samuel 53 Mackart, Hans: La muerte de Cleopatra 198 McNelly, Cleo 362 Madonna: imágenes 75, 222, 315, 317 doncella: en Cassatt 347-347; figura 210, 380; Laure 29, 390, 398; en Vermeer 285, 298, 300-301, 304, 307; véase también niñera; sirvienta Mainardi, Patricia 61 Mainz, Valerie 239n Hombre: como signo/significante 60, 68, 69; y relato del Arte 60 Manchester: exposición vista por Charlotte Brontë 199 Manet, Édouard 36, 281, 337; en el canon 67, 346, 378, 401; relaciones de clase en su obra 70, 313, 346; desplazamiento del marco orientalista/africano 360-369, 374-376, 378381; la feminidad en su obra 70, 240, 250, 260, 320, 360; aspectos formales y técnicos 355, 360-364, 379, 391-394; vínculos con la obra de Delacroix 285; modernidad 102, 120, 131, 139, 143-144, 216, 243, 245-250, 255, 402; raza y diferencia en su obra 70, 345, 349, 402; relación con e influencia de Baudelaire

Diferenciando el Canon

346-7, 353-5, 358; relación con Morisot 339, 341; representaciones de Berthe, Jeanne, Laure 28, 337-58, 366-74, 384-5, 396, 402-3, 409-10; uso del negro y el blanco 205, 255; obras: El balcón 339, 341, 409; La amante de Baudelaire en un divan 340, 342-343, 350, 354, 371-372; Berthe Morisot con sombrero, de luto 352-353; Niños en el Jardín de las Tullerías 376-375; Almuerzo sobre la hierba 340, 366, 371, 398; Música en las Tullerías 385; Odalisca 340, 359; Olympia 28, 252, 303-304, 340, 343, 346, 348-350, 354-357, 359, 364-368, 371, 376-377, 379, 383, 388389, 395-396, 402; Retrato de Laure 375; Reposo 337, 339, 343, 350-355, 363, 369, 370, 373, 405, 409; La sultana 340, 344; Mujer tendida con vestido español 340, 344, 371-372; Zola sobre él 376, 379 Manet, Julie: fotografías 421-422 Marx, Karl 47, 143, 401; El 18 de Brumario de Luis Bonaparte 164 teorías marxistas: hegemonía 45; ideología 38 María Magdalena 339 masculinidad: sesgo de Freud 157; deseo 53, 84, 98, 102, 239; denegación de la falta 115, 121, 32; fantasías 95, 100, 107, 339, 398;crítica feminista 27, 62, 64-66; y fetichismo 68, 98, 324; en los cuadros de Gentileschi 159, 164-165, 169; y heterosexualidad 81-83, 98, 134, 157, 387; ideas sobre las mujeres trabajadoras 340; del arte moderno 69-70, 79, 81-83, 253, 360; narcisismo 122, 360; y negación de la feminidad 27, 37, 43, 51, 58, 62, 64, 79; poder y la violación de mujeres 230; estructura y mitologías del canon 27, 38, 42, 51, 59, 62, 64, 79 máscara: a principios del siglo xvii 246-248 mascarada: de la feminidad descorporeizada 90, 340-345; en la pintura de Himid 252; de la pintura orientalista 398; como camuflaje en las convenciones 195; y Toulouse Lautrec 140, 148-151; y mujeres de clase trabajadora 130 materialismo: negación del vacío 203 lo maternal: ambivalencia del cuerpo 70, 79, 99, 121; en la obra de Cassatt 70, 239, 301, 304, 339, 340-341; y la infancia 67, 101-102, 300, 317, 320; degradación de 102-103, 105, 320; desplazamiento en las imágenes artísticas 70, 101; fantasía y pérdida de


Índice analítico

en las formaciones culturales 70, 89, 230; análisis feministas 153-155; genealogía 38, 244-246, 312; en los cuadros de Gentileschi 70, 230-233; ideología de la maternidad 319, 328; y arte moderno 70-79; y el inconsciente 65, 231; en Van Gogh 70, 90 Matisse, Henri 346 Matriz 68, 70, 103, 144, 273-274 Matsys, Quentin: retrato de Erasmo 298 Mauclair, Camille 354, 364 Maurin, Charles 140-143 cultura medieval: y el arte del bordado 60 Memorial para Zong 269 metáfora: análisis y práctica artística 61, 63, 152, 167, 169 metramorfosis: como mecanismo de la Matriz 301 Meurend, Victorine 346, 369, 382 Micas, Natalie 77n Miguel Ángel Buonarroti 81 Edad Media: mujeres representadas en el arte 176 cultura de Oriente Medio 39, 220, 230 Pasaje del Medio 269 Miller, Christopher 258, 356, 358 Miller, Nancy K. 192 Millet, Jean-François 84, 94, 101, 109n; Las labores del campo (grabados) 84; Las espigadoras 84, 85 culturas minoritarias 39-40 arte moderno: y cultura africana 28, 253, 255, 263, 380, 390; historia del arte 259, 368; cánones 35, 70, 243, 252, 352, 403; primera fase europea 23-31, 36, 288, 402; y feminismo 23-27, 260, 310, 339; y miradas de género 120-121; y cuadros de Himid 250, 278-279, 290, 301; imágenes como representación de jerarquías 136; importancia de Havemeyer y Cassatt 350, 361; masculinidad 28, 69-70, 79, 81-84, 102, 250, 368; y lo maternal 70, 79; mala apropiación de culturas no occidentales 262-263; y modernidad 130, 262-264, 330; París como centro 243, 253, 59, 325; y diferencia sexual 121, 145, 164; estilo y diseño gráfico 119, 242, 252, 301; transfiguración de la madre 101, 120; y cuerpos de mujeres en el arte 70, 72, 79, 85-88, 293, 295, 298, 370 modernidad: y cultura africana 389, 395; arte y

445

esclavitud 398; teorías de Baudelaire 344, 349, 354; y mujeres negras 251-254, 299, 403; carácter burgués 256, 358, 402; en la obra de Cassatt 283-285, 345, 358; en la obra de Degas 332; e identificaciones de género 130, 406-407; en los cuadros de Himid 243, 241-243; legado histórico 23-27, 260, 283; imágenes 247, 269, 318, 386; imperialismo y racismo 27, 242; en los cuadros de Manet 243, 252, 281, 303, 309, 316, 325, 337, 339-340, 343, 346, 401; y arte moderno 130, 260-261, 319; obra de Morisot 342, 401; y postmodernidad 246; y psicoanálisis 53-54 Monet, Claude 320 Montagu, Elizabeth: en Las nueve musas de Samuel 53 Montmartre 142 Montone, Prudentia (madre de Artemisia Gentileschi) 160, 222 Montrelay, Michèle 167 Moore, Juanita 377 More, Hannah: en Las nueve musas de Samuel 53 Moreno, Shirley 171, 189n Morgan, Jill 253, 255, 267 Morgan, John 303 Morisot, Berthe 253, 330n, 374; como la dama oscura 348-349, 359, 362-364, 403; hija Julie 316-317; y feminidad 294-296, 348; interés para la historia feminista del arte 348; en los cuadros de Manet 29, 348, 349, 358-361, 374-378; fotografías 347-348, 350, 374, 401; relación con Manet 348, 359; vínculos con Jeanne y Laure 29, 346, 359, 401-403; como la “dama blanca” 351-354 Morrison, Toni 38 Mosquera, Gerardo 277n madre/Madre: clase superior/burguesa 101-103, 117, 307; e hija 285-286, 290-294, 316-318; degradación 117, 320, 348; deseo por 54, 115; y fantasías de completitud e intimidad 64, 90-91, 100, 124, 217-219, 300, 317; y padre/ Padre 92, 154-154; relación feminina con ella 54, 70, 228, 316-318; figura 27, 54, 69, 144145, 218, 318; importancia para la lectura feminista del arte 70, 227-228; y falta 228, 248; pérdida 28-29, 219-223, 226-227, 236-237, 313-318; fantasías masculinas 88, 89, 90-91, 102-103, 115, 317; relación masculina con ella 74-75, 93, 99, 113, 339; “asesinato” 74-75;


446

como Otra 205, 260; y nociones patriarcales del arte 322, 326; teorías psicoanalíticas 216; relación con la infancia 49, 51, 88, 94, 105, 115, 130, 218; y escisión del sujeto 121, 156, 302; transfiguración en la cultura moderna 132, 149, 309 Moulin Rouge 82, 114 duelo 220-221; análisis feminista 66, 69, 113, 271; ideas de Freud 190; y modernidad 361; y relato personal 28, 244, 287-289 Mulvey, Laura 127, 147n Mure, Pierre La: Moulin Rouge (portada) 82 musa: tropo 356 museos: cultura 348; y mala apropiación de culturas no occidentales 245; de arte moderno 245; papel en la creación de cánones 39, 58, 124, 135, 156, 178 música: cánones 36-38 mitologías: feminista 26, 43, 190-193, 221; el héroe sufriente del arte moderno 26, 88; de artistas mujeres 26, 42 mitos: de la vida después de la muerte 224-226; conceptos de artista 118; creados por mujeres 55-57; definiciones e ideas 42, 267, 298; de la feminidad 42, 65; Judith Shakespeare 193-195, 203, 226, 229; Lucrecia 159-160; y cultura occidental 38, 197, 199, 303 Nadar (Félix Tournachon) 340, 354-355, 360, 362363, 366, 370 Nantes: conexiones con Duval 355, 366 Naomí véase Ruth y Naomí Napoleón Bonaparte 398, 399 narcisismo: y el artista 51, 55; deseo feminista y mujeres artistas 55; ideas freudianas 48-54; ideales griegos 360; de masculinidad 26, 48, 141 narrativa: en arte 25, 151-152, 170-171, 173; en los cuadros de Himid 250; de la escritura de la historia 26; personal 26, 201, 340 National Gallery (Londres) 172, 197, 199, 231 National Women’s Party 284-285 Nattier, Jean-Marc: Mademoiselle Clermont en el baño 387 aguja: artes 59 Nefertiti, reina 248 négresse: idea 361-362, 369, 374, 376, 380, 387 neotribalismo: y autoanálisis 271 Neveu, Pierre Dumoustier Le: La mano de Artemisia

Diferenciando el Canon

Gentileschi sosteniendo un pincel 150 Nueva York: plataforma Firing the Canon 38; exposición Havemeyer en el Metropolitan Museum 284-285, 287; exposiciones en beneficio del Sufragio en la Galería Knoedler 28, 195, 283, 285, 307, 319 Nin, Anaïs 255 Nochlin, Linda: 25, 38, 52, 96, 293, 308 cultura norafricana 340, 345, 387, 395 Nourse, Elizabeth 304 el desnudo 134-135; en la historia del arte 397398; en los textos de Kenneth Clark 212, 386; como figuración de la mujer blanca 259, 262, 275; vínculos entre el acto de ver y el mercado de esclavos 398, 402; en Olympia 303, 309, 340, 343, 346, 348; imágenes del Renacimiento 37, 162, 199, 217, 225, 263; representado en la economía masculina 267 Nuenen (Países Bajos): representación del campesinado por parte de Van Gogh 98, 100 niñera: y fantasías burguesas masculinas 95, 101102, 117-118, 123; véase también doncella; sirvienta Oceanía: mala apropiación de la cultura 245 Octavio, emperador (más adelante Augusto) 205, 211 cuadros de Odalisque 293, 387-388 complejo de Edipo: y desarrollo infantil 101, 115, 145; y el padre 140, 141, 340; énfasis freudiano 76, 145, 198; traición y agresión masculina 100-101; y la madre 114, 321; narrado por cánones 37-39, 60; y ToulouseLautrec 127, 129 O’Keeffe, Georgia 43, 151, 263-264 Maestros Antiguos: obras en la exposición de la Galería Knoedler 28, 297, 307 “maestras antiguas” 24-27, 61 orientalismo 243, 245; en la poesía de Baudelaire 340, 343; y colonialismo 248, 255, 377, 388-389; imagen de Cleopatra 197; desplazamiento de Manet 75, 120, 243, 248, 252, 281, 303, 309, 325; racismo 408; representación de la sexualidad 383, 393; representación tradicional en el arte 340 Orton, Fred 144 el Otro: 25, 27, 38, 103, 280-281, 307; discurso 37, 60, 78, 169; femininidad como 76, 274, 318, 267; figuración en Toulouse-Lautrec 145, 158, 189; figura de la doncella 345, 367;


Índice analítico

implicaciones de la inclusión en el canon 37; y lesbianismo 300-301; como Madre 303, 328; mujer como 60-61, 70, 155, 200, 267 Page, Ethel 330n París: experiencias de las artistas negras 259; burdeles 139-140, 252, 262; como capital del arte moderno/de la modernidad occidental 259-261, 345-347; exposición de Cassat en la galería de Durand Ruel 283; círculo de Toulouse-Lautrec 119-120, 139141; importancia de la pintura de finales del siglo xix 325-326; Musée de I’Homme 402; Nouveau Cirque 136; presencia de mujeres radicales en la década de 1920 274; Revue Nègre 259 Parker, Rozsika: Maestras antiguas (con Pollock) 25, 37 Parole de Femme 298 Parsons, Louise 431n pasteles: uso por parte de Cassatt 285, 292-295, 301, 324 pastiche: postmoderno 246, 266 patriarcado: greco-romano-cristiano 199, 216; legados históricos 63; leyes 106-107, 199200; leyendas 49-50; nociones de la mujer 76, 180, 201-203, 220, 260, 311, 314; período renacentista 192-193; Roma en el siglo xvii 160, 215; respuestas contradictorias de las mujeres a los sistemas de poder 271-273 campesinos/as: representaciones por Breton 87, 93, 99; representaciones por Millet 83-86, 93; representaciones por Pissarro 88, 283; estudios de Van Gogh 83, 103; ideas de Van Gogh 99-100 Pellet, Gustave 140 imaginería fálica: en la obra de Picasso 81 falocentrismo: deconstrucción 64; discurso de la historia del arte 37; lucha de las feministas contra él 64, 68-67, 106-107, 119, 155-158, 275, 324; legados históricos 63, 211; idea de la Mujer 40, 65, 98, 256; ideologías de la diferencia 27, 63-64, 103; y diferencia sexual 123, 158-159, 216, 295-206; y lo simbólico 297-298, 316-317; de la cultura occidental 63, 81 falo: y fetichismo 72, 90, 112 Fidias 360, 362 Felipe II, rey de España 72 El piano (película) 365-366

447

Picasso, Pablo 75, 81, 243, 255, 316-317 Pichois, Claude 355, 359 pictogramas 294-295 Pissarro, Camille: sobre las obras de Cassatt 283; Cuatro bocetos de mujeres desnudas agachadas 85-87; Bocetos de campesina agachada 85-87 placeres: fantasías de la mujer nutriente 104; de la feminidad 40, 64, 158-159, 166, 193, 212, 345; de la contemplación de imágenes 215; del niño varón 122; véase también jouissance activismo político: y feminismo 274; en pro de más mujeres artistas 42 poder político: e imagen de Cleopatra 199-200; y mito de Lucrecia 229-230 política: y subjetividad 248 Pollock, Griselda: Maestras antiguas (con Parker) 25, 37 polílogo: para la revisión del canon 38 Polinesia: influencia en el postimpresionismo 255 Pontoise: cuadros de Pissarro de la comunidad campesina 283 Pope, Theodore: fotografía de Cassatt 282 pornografía 134, 262 postcolonialismo: pintura histórica feminista 27, 150, 265-266; represión de las feminidades negras por el feminismo blanco 27, 266; teorías de la representación visual 345 postmodernidad: y cultura negra 246-248; y colapso de la historia 246-247; y pluralismo liberal 172-174; y modernidad 248; y pastiche 246-247 poder: de género y clase 61, 88, 102-103; masculinidad 229-230; y selectividad del canon 35-37, 61; y sexualidad 60-61, 144145, 162, 166; jerarquías occidentales 144145, 248, 269 Princeteau, René 129 grabado: obras de Cassatt 318; japonés 120, 312 Proctor, Nancy 346 productor: artista como 211-213 prostitutas: como modelos de artistas 87-88; y fantasías masculinas burguesas/de clase alta 91-93, 102, 115, 117; caricaturas 405-409; en la obra de Degas 317, 319, 326; fantasía masculina 317, 385; en el canon del arte moderno 75; en la obra de Toulouse-Lautrec 112, 137-145 Proust, Marcel 271 formaciones psíquicas: y femininidad 158, 205,


448

236-237, 296, 320-322; y fetichismo 122, 125; e impotencia 116-118; subjetividad y diferencia sexual 63, 71-72, 107, 125, 217218; rastreadas en la lectura de artistas 71, 107, 152-153, 167, 236-237, 318 psicoanálisis: divergencias con el arte y la historia del arte 26, 50-52, 68-69, 74, 201, 250, 334, 400; y teoría feminista 26, 55, 66-67, 234; del fetichismo 143, 145; figura del padre 48-55; figura de la madre 297-298; formación de la subjetividad 104, 250, 310-312; lectura poststructuralista 102-103; y semiótica 27; sexualidad e inconsciente 81-84; y trauma 166-168 psicosimbolismo: y crítica feminista del canon 38, 46; en la subjetividad 26, 67, 70, 110, 135 editoriales: papel en la creación de cánones 34 tejidos: artes 65, 274 “raza”: y diferencia en los cuadros de Manet 75, 307, 310, 403; y divisiones dentro del colectivo de las mujeres 144-145, 150, 369; análisis feminista de relaciones 378; jerarquías 144-145, 392; y Jeanne Duval 419; y orientalismo 199, 389; y poder en el canon 61, 245, 409; y sexualidad 389, 392, 416, 426; sobre los tropos de negro y blanco 374, 380 racismo: de la sociedad estadounidense 258; del colonialismo 309, 245; y la destrucción de la sororidad 75; epidérmico 134, 309, 313; y “guetoización” de grupos excluidos 39-40; del liberalismo 364, 369; de la modernidad xv, 367-368; orientalismo y africanismo 406; y representación de las mujeres 357, 363, 380; y selectividad de los cánones 3435, 245; y autoanálisis 273; y sexualidad 144, 385-397, 402-403; hacia Duval 364; vocabulario de historiadores del arte 136 violación: de África 264; de Artemisia Gentileschi 151, 163-166, 170, 198, 212, 215; en las imágenes artísticas de las mujeres 159-160, 162-163, 229-230; estudio de Bal 229-234; como asesinato 229-230, 232, 234-235 Rafael: Julio II 318-319 Rappard, Anton van 83-84 Ray, Man: fotografía de Stein and Toklas 261; fotografía de Virginia Woolf 191 lectura: de imágenes artísticas 106, 152-3, 227,

Diferenciando el Canon

407-9; autobiográfica 156-7, 164; en busca de la diferencia 215; estrategias feministas 26-27, 153, 215; en busca de la otra mujer 329, 384385, 393-395; relectura del canon 38, 40, 50, 53, 286-287 Reff, Theodore 364, 389 Reforma: signo de Cleopatra 203 Rego, Paula 334n religiones: antiguos rituales 48; textos canónicos 35; ciclos paganos 201 actitudes religiosas: hacia los artistas 48-51, 55-57 Rembrandt van Rijn: estudio de Bal 110, 199-206, 287; rechazo en el siglo xviii 34-36; cuadro de Lucrecia 199-201, 203-205 Reni, Guido 452n Renoir, Auguste 252, 304, 317 representación: análisis culturales feministas 26, 61, 197, 227; y mitos 202, 210, 235; semiótica 28, 119-120, 153, 215; como castración simbólica 165, 166 resistencia: estética de la 248; y lo femenino 27, 125, 204-205, 214, 216, 237 restauración: y relato personal 28 venganza: contra el canon 46, 242; y los cuadros de Himid 273 Venganza (proyecto de Himid) 268-269, 273-275 revisión 191; del discurso de la historia del arte 151, 186, 236-237; del canon 38; en la obra de Himid 186-7; Rich sobre ella 38, 365; de la diferencia sexual 26; y el movimiento de las mujeres 65 Reynold, Gonzague de 263-264 Rhys, Jean 255 Rich, Adrienne 38, 65, 124, 156, 234 Riddles of the Sphinx (film) 330n Rifkin, Adrian 31, 146-147n Riley, Bridget 253 Ringgold, Faith: Bailando en el Louvre 39, 266 Le Rire (revista) 136 Rivkin, Ellis 35 Rochdale Art Gallery: exposición Venganza 242 Roger-Marx, Claude 140-143 cultura romana: mitos 191, 199 Roma: en el siglo xvii 160, 164, 169, 182, 199, 215 Royal Festival Hall (Londres) 263 Royal Society of the Arts: exposición vista por Charlotte Brontë 199 Rubens, Peter Paul: cuadro de Susana y los viejos 172-173


Índice analítico

Rubin, Gayle 67 imaginería rural: y fantasías masculinas burguesas 93-94; género de pintura 83, 93, 105, 106107; en Germinal 99-100; e imágenes de la castidad 99 Ruth y Naomí: cuadro de Victors 274; historia 270-271, 273-276 Sabatier, Apollonie 348 sacrificio: y el orden falocéntrico 103, 105, 273 Said, Edward: sobre el orientalismo 199, Salomon, Nanette: 31, 33, 38, 81, 166-165; The Art Historical Canon: Sins of Omission 33 Samuel, Richard: Nueve musas vivientes 53 Sartre, Jean-Paul: biografía de Flaubert 165-166 Savage, Augusta 258-259 escultoras: Cleopatra como inspiración 264-265 Segal, Hanna 268 Segard, Achille 284-285 autoanálisis: de la escritura feminista 26, 28 autorreflexividad: en la lectura de mujer artistas 27 semanálisis: Kristeva sobre el proceso en el lenguaje 70-71 semiótica: teorías de Kristeva 70-71; y psicoanálisis 27; de la representación 28, 66, 119-120, 153, 175, 215; y diferencia sexual 67, 70, 106 cultura semítica: apropiación para las teorías modernas 217-218 separaciones: y el sujeto 67, 103, 123, 312-315 sirvienta: figura 28, 349, 364-5, 377, 387-91, 3945; véase también doncella; niñera Seurat, Georges: El can-can 119 sexo: economía política 66 sexismo 40, 65 abuso sexual: trauma 167 diferencia sexual: y comienzos del arte moderno 83-84, 119-120; binarismo 62, 260; y el canon 26, 41-45, 54-55, 65; experiencia infantil 49-50, 81, 90, 94, 101-103; configuraciones en las obras artísticas 325; y constitución del sujeto 66, 152, 154-155, 295; determinada por el lenguaje 139, 262; y género 65, 72, 74, 154-155, 262; y amor homosexual 297; inscripción a través de las formaciones psíquicas 66, 71-73, 120, 127;modernización por el feminismo 26, 66-67, 153; mitologías 43, 87; ley patriarcal 128; y falocentrismo 124, 158, 216, 295; politización de problemas 272-273;revisión

449

26; semiótica 67, 70-71, 129; y relaciones sociales 29, 66, 300 discriminación sexual: y selectividad de los cánones 36-37 sexualidad: lo afectivo y lo sensual 115-117; y animalidad 93, 96, 99, 308-309; y heroínas bíblicas 175; como construcción burguesa 20, 42, 69, 201-203; y el canon 26, 79, 347; y clase 37, 41, 44, 90-91, 104-105, 301-304; correlación con la creatividad 73; y la dama oscura 369; divisiones dentro del colectivo de las mujeres 143; y fantasía 140-141, 145, 153-154, 185-186, 315316; mujer-mujer 140-141; análisis cultural feminista 26, 112, 145; imágenes del artista hombre 81-84; lesbianismo 260-261; de las mujeres del siglo xix 88-90; y el desnudo 387, 390; y orientalismo 392-395; nociones patriarcales de las mujeres 63, 177-179; y poder político de Cleopatra 199-200, 218; como psíquicamente formada 81-83, 95-96, 101-102, 106-107; raza y racismo 145, 225, 259, 270-271, 273, 248, 356; y representaciones de mujeres 27-28, 102, 199, 327, y subjetividad 159, 169, 174, 176, 204, 211, 219; y violencia 159-160, Shakespeare, William: figura de Cleopatra 224; hermana de, en Una habitación propia 39, 192 significantes 68-72, 105, 124, 156; ideas de Kristeva 65, 70-74, 103, 105, 155; proceso del lenguaje 68-69, 95, 263-265 signos: perspectivas feministas 68-69, 73, 153, 214, 263-265, 267; mujeres como 63, 65-66, 73 Silverman, Kaja 105n, 129, 146-147n, 317, 322, 327 Silverman van Buren, Jane 313, 322, Sirk, Douglas: Imitación a la vida (film) 377 sororidad: concepto 75 esclavitud: africanos como esclavos 386-388, 394-396, 407; explotación de África 268270, 386-387, 394; en las colonias francesas 403-404; herencia 61, 214; e imágenes de las mujeres negras 258, 389-390; localización de Laure como négresse 374, 379-380; y poder del hombre sobre la mujer 259-260, 262, 401, 403-404; y orientalismo representacional 386-387, 394-396; esclava en el poema Olympia de Astruc 405-406 grupos sociales: alianzas 274-276; exclusión en el canon 36-37 movimientos sociales: crítica de los cánones 36-37


450

relaciones sociales: y fantasías masculinas burguesas 101-103, 115; e intercambio entre artista y modelo 88, 308-9; y diferencia sexual 28-9, 64, 303; mujeres 28-9, 82 Solano, Solita 255 The Song of the Shirt (film) 233-234n Cantar de los Cantares 351-352 arte español: siglo xvii 303 Spivak, Gayatri 44, 57n, 251, 281, 298, 337, 355, 364, 402 estalinismo 249-250 Starkie, Enid: sobre DuvaI 330-333 Stein, Gertrude 249-250; fotografías con Alice B. Toklas 230-231 Stone, Irving: El anhelo de vivir (portada) 85 relatos: de mujeres 41, 51, 59, 65, 67; véase también relatos bíblicos; mitos sujeto: y cuerpo 366, 368-369; constitución en la diferencia sexual 74-75, 182-183; femenino y masculino 76, 312-314; escisión 255, 250, 262 subjetividad: y arte 74, 108, 247-248, 258, 259, 308; y lo femenino 65, 68, 105, 155157, 307; análisis cultural feminista 26, 68; teorías de Freud 110-111, 267-270; e historia 156, 178; ideas de Lacan 302-308; fundamentos psíquicos 112-113, 267; aspectos psicosimbólicos 26, 56,58, 78, 120; teorías psicoanalíticas 43. 45, 76, 149, 170-171, 194-195, 237; y sexualidad 65, 51, 152, 189, 265, 298, 302; y lo social 7879; y teoría de la Matriz 259-261; el no-Yo desconocido 274 suicidio 255, 259, 262 Sulter, Maud 377 Susana y los viejos: cuadro de Artemisia Gentileschi 27, 65, 68, 269-270; cuadro de Jordaens 220, 235; historia 247-248, 258-259 Swan, Jim 101 lo simbólico: y lo femenino 233; languaje 118119, 155-156; y falocentrismo 259, 261; y el inconsciente 61, 253 Tabarant, Achille 320, 327 tableaux 256-258 Tassi, Agostino 112-113, 137, 268 Tawadros, Gilane 64, 155 Taylor, Elizabeth: como Cleopatra 217 terrorismo 243, 265-266 textiles: artes 76, 217 Tánatos 64

Diferenciando el Canon

teatro e interpretación: en la pintura de Himid 242, 253 Thoré, Théophile 107; sobre El ocaso de Breton 128-129 Tickner, Lisa 147n Tintoretto, Jacopo: cuadro de Susana y los viejos 257 Tissot, James 185, 214; El astillero de Portsmouth 66-68; El Támesis 250 Tiziano Vecelli 169-171; Tarquino y Lucrecia 103, 199, 308-309; La Venus de Urbino 389 Toklas, Alice B. 255; fotografías con Gertrude Stein 232, 381 Toulouse-Lautrec, condesa Adèle de 142-143, 253; fotografías 165-166 representaciones por Henri de Toulouse-Lautrec 193-194, 204, 233-234 Toulouse-Lautrec, conde Alphonse de 112-118; fotografías 105-106, 121, 302 Toulouse-Lautrec, Henri de 140, 169; aspecto y desfiguraciones/discapacidad 140-142, 145; atracción por bailarinas e intérpretes 163, 167, 169-170; lectura feminista 39; fetichismo 110-111, 119, 135-137, 267269; y su padre 127-130; fotografías 51, 55, 63, 90, 106; representaciones de su madre 120-121, 140; representaciones de prostitutas 101-111, 119-121, 127-130, 145; autorretratos 85, 86; importancia del pierna levantada en su obra 115, 118, 123-127, 135-137, 144; importancia de la mano enguantada 83-85, 101-102; obras: Chocolat bailando 308-309; Baile en el Moulin Rouge 67; Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine 122-127, 129-134, 135-139; Los guantes de Yvette Guilbert 140-143; Jane Avril en el Jardin de Paris 165-167; Inspección médica en la Rue des Moulins 121-123; Moulin-Rouge: La Goulue 135-138; Retrato de Adèle de ToulouseLautrec 248-252; Dos amigas 274; Yvette Guilbert 258 Tournachon, Félix véase Nadar tradición: y el canon 64-65; y separación de las mujeres artistas 44-47; ideas de Williams 44-45 trauma: de la herencia africana de la esclavitud 250; ideas de Caruth 79; creatividad como liberación de él 245-246; y las representaciones de mujeres de Gentileschi


Índice analítico

27, 229-232, 232-235; y la herencia de la esclavitud 312, 323; y psicoanálisis 150-153 Tufts, Eleanor: Hidden from History 264 Turner, Joseph Mallord William 97-98 Turner, Lana 183 Tuzia, Donna 270-272 Dos mujeres en un café (fotografía) 270 inconsciente: y el texto feminino 178-179; y representaciones literarias y visuales 74, 209-210; y lo maternal 54; y el proceso de la subjetividad 64-66, 83-87, 84, 124, 155; y sexualidad 81, 97; y lo Simbólico 75, 155-156 Estados Unidos de América: estallidos de violencia 253; ideología de la maternidad 267; sociedad racista 303 Van Gogh, Vincent véase Gogh, Vincent van Vasari, Giorgio: Vidas 163 La Venue à l’Ecriture: portada 273-274 Verasis, Virginia, condesa de Castiglione 129-130 Vermeer, Jan 287, 306; Una dama escribiendo una carta 300-302, 309, 329 Veronese, Paolo: Judit con la cabeza de Holofernes 390 Victoria, reina 110n Victors, Jan: Ruth y Naomí 276 Vigée-Lebrun, Elisabeth: Autorretrato con su hija Julie 292-293 violencia: análisis feminista 273-275; en los cuadros de Gentileschi 151, 178, 180, 193; fantasías masculinas 11-112, 114; del racismo 346; violación 229-232; y sexualidad 159-160; y terrorismo 273; dentro de las representaciones canónicas 27, 59 Vivien, Renée 256 el vacío: ideas de Rich 225-226, 229-230 voyerismo 141-143, 395 Wallach, Allan 277n Warrick, Meta Vaux: Los desdichados 252 bordado: artes 62, 254 Weber, Louise (La Goulue) 102, 132, 138-139, 142; dibujos de Toulouse-Lautrec 112, 132-134 Weigel, Sigrid 140 Weiss, Andrea: París era una mujer (portada) 255 Indias occidentales 395 cultura occidental: colonialismo 245, 354, 395; convenciones pictóricas 374; como núcleo de la historia del arte 59-61, 116, 144-145,

451

266, 409-410; defensa del canon 38, 63, 241-242; dominación por el hombre blanco 37, 242; y figura de la madre 149; jerarquías de poder 144-145, 247, 258; imaginario de luz y oscuridad/blanco y negro 350, 378; acceso de los hombres y las mujeres 202204; intención narrativa en la historia del arte 152; orden falocéntrico 64, 81; diferencia de raza y género 202, 264, y representación de mujeres negras 261, 276, 356, 363, 398; y potencia sexual 138; importancia del mito de Cleopatra 202, 210, 214-216; mitos sustentadores en el arte 200-202; tradiciones en la pintura de Himid 263; y respuestas de las mujeres a la exclusión del poder 272-273, Wharton, Edith 255 dominación blanca: feminidad burguesa 312; y el canon 36-38, 42, 52, 246, 261; en el discurso feminista 27; en el arte moderno 28; del patriarcado 272 White, Hayden 29 dama blanca: en los cuadros de Manet 360, 361362, 366, 374, 378, 384-385; Morisot como 360, 361-362; tropo 339, 356-357, 362 blancura: teología cristiana 376; en los cuadros de Manet 350; como positiva 348-349 Whitney, Anne: África 365 Bienal de Whitney (1993) 44-45 Williams, Raymond 44, 107 Wittig, Monique 260 Mujer: como castidad o sexualidad 170-171; diferencia de feminidad 67, 227; idea sobre ella en la cultura falocéntrica 41, 53, 120121, 216, 262; imágenes heterosexuales masculinas 210-211; como objeto de intercambio en la cultura patriarcal 172, 252, 366; como el Otro 60-61, 66, 158, 323; como signo/significante 63, 65, 69, 272; como término 81, 73, 154, 261-263 mujeres: artistas véase mujeres artistas; y autobiografía 28, 194, 227-228, 234; negras véase mujeres negras; respuestas contradictorias a la exclusión del poder 272; divisiones dentro de su colectivo 27, 145, 152-154, 275, 299; efecto de la diferencia sexual en la vida social y cultural 61; y análisis feminista 152-154, 349; imágenes de cuerpos burgueses y de clase trabajadora 88, 112-113, 143, 307-


452

312; imágenes de campesinas trabajando 83-86, 118, 120; incremento dentro de la academia 25; no-mujeres 262; y producción de textos-mujeres 39; y lectura de mujeres artistas 71-73, 227; representaciones del cuerpo 27, 74, 87, 93, 210-212, 288, 401; representaciones por artistas canónicos 26, 114, 245-246; representaciones por mujeres artistas 27, 205, 210-212, 219, 228-229, 253, 286; representaciones y sexualidad 27, 140-141, 172, 176, 195-199, 219, 348-349, 366-367, 383, 385; como representantes de la madre 55, 307, 317; como sexualmente explotadas 228-229; relaciones sociales en las representaciones visuales 28; relatos de 43, 55, 76, 149, 172, 228-229, 253; como término 153, 160; como amenaza al canon ortodoxo 38; como espectadoras de cuadros 287-288; y el vacío 225-227 mujeres artistas: adición al canon 26, 37-38, 42, 61, 63, 73, 149, 151, 158-159; de descendencia africana 265; y artes de los textiles y el bordado 60-61; biografías 162-163, 220; negras 246-247, 258-259, 265-266; y diferencia en la práctica del arte 175, 212-213; exclusión/marginación por el canon 37, 42-44, 51-52, 59-61, 107, 170-171, 193, 253, 263-264; incremento de las investigaciones y las publicaciones 59-60 y discurso feminista 26-7, 48-49, 152, 160, 186-187, 229, 237, 253, 402-403; e

Diferenciando el Canon

inscripciones de lo femenino 73, 74, 158159, 220, 237 y mitologías 26, 42, 43, 237; lectura y cuestionamiento 73-74, 175, 192, 215, 226-227; en el período renacentista 193 representaciones de mujeres 27, 204, 210-212, 219, 228, 236-237, 285-286; como término 72 mujeres escritoras: marginadas por el canon 253 en el período renacentista 193 movimiento de las mujeres: y guerras culturales 59; como discurso entre textos de cultura 63-64 y sororidad 75; sufragio 329 estudios de mujeres 47 Woolf, Virginia 149, 191-195, 200-201, 203, 226-227, 236; fotografía (Man Ray) 191; Una habitación propia y Judith Shakespeare 6, 39, 192, 226-227, 229, 237 clase trabajadora: modelos de artistas 85, 309, 327, 329 y mujeres burguesas 302-312; como otra 136; representaciones de mujeres 105, 298, 300, 307, 309, 312, 327, 329, 346, 377; mujeres y mascarada 131; cuerpos de mujeres y sexualidad 87-89, 93-95, 101-103, 115, 118, 142, 309, 312, 385-6 escritura: y el cuerpo de la mujer 298, 301 Writing and Sexual Difference 297 Yael: historia bíblica 175, 176 Zoffany, Johan: La tribuna de los Uffizi 34 Zola, Émile 107, 376; Germinal 99-101; La Terre 9596; textos sobre Olympia 378-381, 389, 394


Otros títulos de la colección: Breve historia del comisariado Hans Ulrich Obrist Caminar con el diablo Gerardo Mosquera Palabra de artista (2 vols.) Rosa Olivares Espacios de significado Luis Francisco Pérez (Ed.) Escucha, por favor José Luis Espejo (Ed.) Manifiestos sobre el arte y la red Paz Sastre (Ed.)

Artemisia Gentileschi, Susana y los viejos, 1639


Diferenciando el canon se mueve entre relecturas feministas de los maestros modernos canónicos —Vincent van Gogh, Henri de Toulouse-Lautrec y Édouard Manet— y las artistas “canónicas” de la historia feminista del arte, Artemisia Gentileschi y Mary Cassatt. Griselda Pollock evita tanto una crítica sin matices de los cánones masculinos como una celebración incondicional de las mujeres artistas. Recurre al psicoanálisis y a la deconstrucción para examinar las “inscripciones en lo femenino”, y se pregunta cuáles pueden ser los signos de la diferencia en una obra de arte realizada por un artista que es “una mujer”. Pollock sostiene que para entender la diferencia como algo más que el binarismo patriarcal de hombre/mujer debemos reconocer las diferencias entre mujeres que quedan configuradas por las jerarquías racistas y coloniales de la modernidad. Pollock recupera el precepto de Gayatri Spivak, según la cual siempre debemos preguntarnos “¿Quién es la otra mujer?”, y explora cuestiones relativas a la sexualidad y la diferencia cultural en representaciones del arte moderno de mujeres negras como Laure en Olympia de Manet y en la obra de la artista contemporánea Lubaina Himid.

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Título original: Differencing the Canon: Feminist Desire and the Writing of Art's Histories


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