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Hijos del agobio | Antonio Ansón

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Textos inevitables #02



Hijos del agobio

Memoria y desmemoria de la guerra en la fotografía española contemporánea

Antonio Ansón



Para Ferdinando Scianna



Il faut beaucoup de mémoire pour repousser le passé —Gilles Deleuze. Abecédaire, E comme Enfance


Hijos del agobio Memoria y desmemoria de la guerra en la fotografía española contemporánea ©Antonio Ansón Editado por Producciones de Arte y Pensamiento / PROAP con la colaboración de Museology. Juan de Iziar, 5 28017 Madrid – España Telf. +34 91 404 97 40 www.exitmedia.net Editora: Clara López Directora de la colección: Rosa Olivares Coordinadora de la colección: Marta Sesé Diseño de la colección: Jaime Narváez Impresión: Fragma, S.L. Madrid Impreso en España por Fragma, S.L. Madrid Depósito Legal: M-27283-2019 ISBN-e: 978-84-120832-2-4

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte


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Qué triste debe de ser la gloria ........................................... 13 Silencio, olvido, memoria ................................................... 25 Las ciudades invisibles ........................................................ 48 Oscura es la habitación donde dormimos La fotografía no existe Iconódulos e iconoclastas No te harás imagen alguna Del material con el que se rellena un cráter

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Memorias revolucionarias ..................................................

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Porque es verdad que olvidamos 5

Paisajes sin paisaje .............................................................

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Todo aquel que hace fotografías es además culpable Esta selva selvaggia He visto cosas que no creeríais Cien pequeñas muertes Los que cazan hombres indefensos 6

La imagen ventrílocua ........................................................ Cuanto más se sabe, menos se ve Álbum, libro, catálogo Del dolor como objeto de exhibición El talento es una maldición A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad Cruzados y mártires Jamás me he equivocado en nada

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1. QUÉ TRISTE DEBE DE SER LA GLORIA

Los libros me acompañan durante años. Silenciosos y obstinados, se van escribiendo poco a poco. De memoria. Primero los sueño, y cuando ya están escritos, entonces los escribo. Todo parte de una única idea que echa raíces y ramas, para buscar hacia la luz y hacia la oscuridad de la tierra también. A partir de aquí todo resulta fácil. Basta con dejarme llevar y escribir al dictado, con buena letra y sin faltas de ortografía. Hijos del agobio me ha acompañado largo tiempo. Al echar la vista atrás me doy cuenta de que el tema y su columna vertebral ha sido una constante en mis intereses y trabajos. De manera imperceptible había un hilo que iba tejiendo la urdimbre del libro. De este libro. Al leer y releer las historias de la fotografía española contemporánea me llamó la atención que no se hacía la menor referencia a un acontecimiento de la envergadura y la trascendencia de la Guerra Civil. ¿Cómo era posible que el asunto que había marcado la historia de España de manera profunda y dramática hasta hoy mismo no tuviera la menor incidencia en la historia de la fotografía de este país? ¿Quería esto decir que la historia de España y la historia de la fotografía española andaban descompasadas, que nada tenía que ver la una con la otra? Y no me refiero a los estudios que se ocupan de los fotógrafos de la guerra, españoles y foráneos. Parece como si al concluir esa guerra, la historia que vino después no tuviera historia visual. O si se prefiere, que la historia visual que siguió a la guerra tenía poco que ver, nunca mejor dicho, con lo que se estaba gestando en España.

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De pronto me di cuenta que releyendo la historia de la fotografía española con las gafas de la Guerra Civil surgía una nueva diégesis que ordenaba las cosas de un modo nuevo. El caso es que si miramos la actividad fotográfica que se desarrolla desde los años cuarenta hasta nuestros días utilizando la Guerra Civil como filtro, la historia de la fotografía española, sus intereses, su posicionamiento estético e ideológico, cobra de inmediato una dimensión coherente e inesperada. La secuencialización de los grupos y tendencias, sus prioridades, sus planteamientos artísticos, su respuesta o la ausencia de respuesta, todo ello parece encajar en su sitio como las piezas de un puzle permitiendo de este modo entender y determinar la sucesión de acontecimientos que articulan una manera particular de entender la historia de la fotografía española contemporánea. ¿Cómo explicar y entender esa historia de la fotografía sin tener en cuenta la guerra, la posguerra, la dictadura, la transición y la incorporación a la democracia? Lo que me importa presentar aquí no es tanto la fotografía de la guerra. Pesos pesados como Robert Capa son autores de verdaderos iconos de la guerra como el miliciano caído en combate. Menos célebres aunque igualmente valiosas son las instantáneas de Gerda Taro, Kati Horna, Tina Modotti, Henri Cartier-Bresson o de Agustí Centelles, en su caso tanto de los combates en Barcelona como de los campos de refugiados de españoles en el sur de Francia, o el retrato de Marina Ginestá por Hans Gutman, que imprimen a la iconografía de la Guerra Civil presente en nuestro imaginario una dimensión épica. Mucho menos conocidas son las imágenes de Albert-Louis Deschamps o Bobby Deglané. Más los archivos anónimos o de profesionales sin historia que ven la luz 14


cada día. Lo que me interesa es lo que se ofrece en el ámbito de la fotografía una vez concluida la guerra. ¿Qué hacen los fotógrafos y cómo se desarrolla su trabajo durante la posguerra y los años siguientes hasta la democracia y hoy mismo? Desde el final de la guerra hasta nuestros días desfilan tres generaciones de fotógrafos. Y cada una de estas etapas se caracteriza por un concepto que la define. El silencio, el olvido y la memoria. Los fotógrafos del silencio nacen al poco de terminar la guerra, o son unos niños durante la contienda. Nacen y crecen con la dictadura. Llegan a la fotografía, por diferentes motivos y con objetivos diversos, bajo la consigna del silencio por razones obvias. Desde un punto de vista formal, puede decirse que constituyen la edad de oro de la fotografía española. La lista de nombres y de trabajos es excepcional. Son fotógrafos documentales de estética neorrealista, pero sin los contenidos sociales y políticos del neorrealismo italiano. Se van a agrupar en torno al buque insignia de la revista almeriense AFAL. No hay nada en sus imágenes que recuerde o aluda a la carnicería que acaba de tener lugar. Tampoco hay una visión analítica ni crítica con la situación política que vive el país, en el que van a desarrollar toda su actividad fotográfica. Salvo excepciones, se trata de fotógrafos no profesionales que se dedican a actividades diversas vinculadas en su mayoría al mundo de la empresa y de la banca, son médicos o abogados. Para ellos la fotografía es una pasión que se desarrolla al margen de su actividad laboral. Dos actividades paralelas, dos mundos paralelos. La generación del olvido irrumpe en el panorama fotográfico en torno a los años setenta. Son jóvenes inquietos que abrigan la ambición de convertirse no ya en fotógrafos sino en artistas. Y lo van a conseguir. No quieren saber nada 15


de la caspa y la grisura que han conocido, en una España devastada en el más amplio sentido de la palabra. Se proponen quitarse el olor a rancio y fritanga de la dictadura franquista y apostar por aires nuevos. Todo lo interesante entonces sucedía en ese país maravilloso y verde llamado “extranjero”. Ya no son amateurs. Buena parte de ellos tiene una formación superior, en ocasiones en Bellas Artes. Y a lo que aspiran es a cruzar los Pirineos, escapar, aliarse con los movimientos artísticos conceptuales de moda y convertirse en artistas internacionales, exponer en Europa. Entonces se hablaba de Europa como si España existiera al margen. Europa era otra cosa. Otro continente. Encontrarán su altavoz en la revista Nueva Lente. En la historia de la fotografía española la generación del olvido son los primeros artistas. La generación del silencio tendrá consciencia de la dimensión artística de su trabajo y recibirá el reconocimiento merecido gracias al tirón de esta generación que los sigue. La generación del silencio nunca ha tenido ni la consciencia ni la ambición de hacer arte, ni tampoco de ser unos artistas. La generación del olvido, sin embargo, son fundamentalmente artistas. Salvo excepciones, la generación de la memoria nace en torno a los años sesenta. Ya no necesitan demostrar nada. Ni tampoco dar explicaciones y argumentar que la fotografía es por derecho propio un arte. Serán lo que quieran ser. Es la primera generación de la EGB, la última en tener experiencia histórica directa de la dictadura y los convidados de piedra de las primeras elecciones libres. Por edad, se quedaron a las puertas de ejercer su derecho a voto con libertad y sin ira, como cantaba Jarcha, aquel grupo con aspecto de cristianos de base muy progres que acudían a tocar la guitarra a misa de once a la parroquia del barrio. 16


Los que vienen después tendrán un conocimiento de los acontecimientos como una nebulosa que se diluye en los libros de historia de bachillerato. Son los primeros en interesarse por lo que silenciaron sus padres y trataron de olvidar, inútilmente, sus abuelos. Tienen una memoria prestada de la guerra y todavía una vivencia inmediata de sus consecuencias durante los años del tardofranquismo. La recuperación de la memoria de la guerra obedece a un salto generacional que se transmite de abuelos a nietos y que se repite como un patrón en las sociedades que han vivido experiencias traumáticas. El caso de la shoah es paradigmático, que Marianne Hirsch estudia con el álbum de familia como referencia y define el fenómeno como postmemoria. No es casualidad que el presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero naciera en 1960 y haya sido el impulsor de la Ley de memoria histórica. El periodista y escritor Emilio Silva, uno de los fundadores de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica nace el mismo año, y su libro de referencia Las fosas de Franco tiene su origen argumental en la búsqueda de su abuelo fusilado y malenterrado en una cuneta. El libro de Sofía Moro, Ellos y nosotros, y el documental de Montserrat Soto, Secreto, comparten la misma semilla. La generación de la memoria piensa y se acerca a la Guerra Civil y sus heridas desde diferentes presupuestos fotográficos. Utilizando el modelo documental como recurso para recuperar el tiempo enterrado, como en el caso de Oscura es la habitación donde dormimos (2007), de Francesc Torres o el arriba aludido Secreto de Monserrat Soto, incluido en su trabajo más amplio Archivos de archivos (1998-2006). El trabajo de Gervasio Sánchez en Desaparecidos (2011) engloba la problemática de la violencia desde un planteamiento 17


más amplio que agrupa testimonios e imágenes procedentes de América Latina, Asia y Europa, escenarios de conflictos armados, dedicando algunos de esos testimonios a desaparecidos durante la Guerra Civil española. En 2011 Juan Vicente Aliaga organiza para el Centre d’Art la Panera una exposición que muestra algunos de los trabajos aquí ya comentados, junto al de otros artistas que, de una u otra forma, se suman a la tarea de redimir la memoria de la Guerra Civil. Las obras de Francesc Abad, Joan Brossa, Marcelo Expósito, Rogelio López Cuenca, Ana Navarrete, Pedro G. Romero, María Ruido y Fernando Sánchez Castillo combinan la instalación con una voluntad documental que incide en la represión sobre los vencidos, y tiene la crónica familiar como origen de la necesidad de salvar y decir su denominador común. La exposición Memorias de contrabando (2015) en el Centro de Arte la Recova, en Santa Cruz de Tenerife, comisariada por Dailo Barco y Alexis W reúne al amparo de la memoria una variada representación de artistas canarios, históricos y contemporáneos. La arqueología como método está presente en algunos de estos fotógrafos de la memoria. La utiliza Francesc Torres como eje argumental de su Residual Regions (1978), la primera vez que, si bien de forma tangencial, se alude a la memoria de la guerra, y Ricard Martínez califica de forma general a su trabajo Arqueología del punto de vista. El trabajo monumental y crudo que Clemente Bernad agrupa en Desvelados (2011) se alimenta de esta doble acepción, la documental y la arqueológica. En abril de 2017 se clausuraba la exposición de Humberto Rivas titulada Huellas en el Arxiu Fotogràfic de Barcelona. Imágenes compuestas con pulcritud, con el objetivo de visibilizar las huellas de guerra en lugares y rostros. 18


Una constante más en las preocupaciones y recursos de los fotógrafos de la memoria son las ciudades que reposan bajo la piel de cada ciudad, que en algunos casos está acompañada de intervenciones en la misma calle. El objetivo de estos artistas es recordar y poner en escena que cada ciudad es muchas ciudades, y que la memoria de la guerra subsiste en nuestro paisaje, urbano y natural, a modo de palimpsesto, soterrado y confundido con los escenarios de la vida cotidiana que atravesamos y recorremos como peatones del tiempo. Eso se propone hacer, entre otras cosas, Ana Teresa Ortega en Cartografías silenciadas, documentando de forma elegantemente aséptica lugares todavía hoy en uso que fueron prisiones y espacios de la represión franquista. El hoy y el pasado se superponen y se transparentan mediante un eje vertical que atraviesa el tiempo de arriba abajo. Otra variante de “la otra ciudad” es la utilizada por Ricard Martínez en sus trabajos Runa (2008) y Forats de bala (2009). En ambos casos localiza los lugares donde se tomaron algunas imágenes célebres, de Capa y de Centelles, o anónimas durante la guerra en Barcelona, las reproduce en escala 1:1 y las instala exactamente en los mismos enclaves donde tuvieron lugar los acontecimientos. La historia visual se integra de esta manera en el ahora de los transeúntes que circulan ajenos al rumor subterráneo del tiempo. También en el proyecto de Javier Marquerie, Madrid qué bien resistes (2015), las imágenes de la ciudad durante la guerra se funden con las del Madrid contemporáneo, con la particularidad de que el fotógrafo consigue que los personajes de entonces y de ahora dialoguen fotográficamente hablando. Su último trabajo, Barro rojo, que se mostró en PhotoEspaña 2017, es una interpretación contemporánea 19


de la batalla de Brunete respetando escrupulosamente lugares, fechas y horarios. Algo similar encierra la propuesta de Alexis W en la edición de 2014 de su ventana indiscreta, cuando interviene en el barrio madrileño de Chueca colgando de los balcones cajas con los retratos de fusilados durante la Guerra Civil al lado de sus familiares con los ojos tapados de manera simbólica con una banda negra, denunciando el no querer ver lo acontecido en el pasado al tiempo que se escenifica la ausencia de justicia y la memoria de los desaparecidos. Con diferentes objetivos, Martí Llorens y Sofía Moro recurren a la estrategia del álbum de familia para armar sus historias. Martí Llorens es el primer fotógrafo en España en tomar directamente la Guerra Civil como asunto fotográfico desde un punto de vista creativo. Mediante el recurso de la verosimilitud, Llorens reconstruye en Memorias revolucionarias (1997) una serie de vidas truncadas a partir de unas fotografías encontradas en una lata, que es donde guardaban las fotos aquellos a los que no les llegaba para tener en casa el librote donde pegar y ordenar la novela apasionante de los personajes sin nombre que somos. Martí Llorens inventa un tesoro para hacerse con una memoria prestada y devolverles un nombre. Sofía Moro echa mano del testimonio en Ellos y nosotros (2006) para componer una obra coral que escribe con la voz íntima y desnuda de sus protagonistas. Es el álbum de familia generacional de los que hicieron la guerra en primera persona. Del ayer al hoy en una sucesión de narraciones tan emotivas como escalofriantes que da una idea de la magnitud del desastre y de la dimensión más humana de ese desastre. Un álbum ambicioso y desmesurado que nos acerca a la realidad de los amigos enfrentados en el campo 20


de batalla, a la nobleza de sus ideales, a la ingenuidad, a la rabia, al odio perruno y desatado con el que se mataron los unos a los otros en una guerra fea y sucia. Los trabajos de Rogelio López Cuenca, Málaga 1937 (2007), y El Camp de la Bota (2004) de Francesc Abad atienden también a un planteamiento testimonial. En ambos casos los promotores se proponen recuperar para la memoria dos episodios de la Guerra Civil con testimonios de protagonistas directos y familiares de fusilados. Rogelio López Cuenca se ocupa del poco mediático éxodo de Málaga a Almería en febrero de 1937 ante el avance y la conquista inminente de la ciudad por las tropas rebeldes y el castigo que sufrió la población civil en su huída por la carretera que serpentea por la costa hasta Almería. Francesc Abad reivindica en El Camp de la Bota la memoria de las casi dos mil personas que fueron fusiladas entre 1939 y 1952 por el régimen franquista. Cuando en 2004 comenzó la construcción del Fórum Universal de las Culturas en Barcelona, se retiró la placa que recordaba a las víctimas que perdieron allí sus vidas. Fue entonces cuando Francesc Abad se propuso devolver la identidad a los fusilados en el Camp de la Bota con un proyecto en clave de participación. Otra constante en la fotografía de la memoria es el paisaje, o mejor habría que decir el no paisaje. Las Cartografías silenciadas de Ana Teresa Ortega arriba mencionadas y Socius (2008-2010) de Adrián Alemán tienen como denominador común la mirada nada inocente hacia los paisajes que fueron escenario de tragedias durante los años de la guerra. Ana Teresa Ortega fotografía esos paisajes de forma pulcra, distante, mostrativa, conteniendo la respiración. Adrián Alemán con Socius coloca su cámara de placas para fotografiar siempre el mismo lugar, como Harvey Kei21


tel en la versión cinematográfica de Smoke, de Paul Auster, dirigida por Wayne Wang. El paisaje elegido es la fosa de San Andrés, donde fondearon durante la Guerra Civil varios barcos prisión, y donde fueron arrojados un importante número de presos. Cualquiera de los paisajes de Ana Teresa Ortega o Adrián Alemán harían las funciones de atractivos salvapantallas, o adornarían el salón de algún coleccionista mediante una reproducción de dimensiones ostentosas. Pero tanto el uno como el otro se encargan de documentar minuciosamente estas bellas imágenes contextualizando históricamente cada una de las tomas y armándolas de un nuevo esqueleto, convirtiendo así estos paisajes maravillosos en otra cosa que todavía no tiene nombre. El fotógrafo Pedro Pérez Esteban documenta paisajes de la guerra que, gracias a los textos que los acompañan del escritor José Giménez Corbatón cobran el sentido del contexto histórico y geográfico. De no ser así, los lugares, las piedras, las ruinas, las huellas arañadas sobre esas ruinas, los primerísimos planos que convierten en objetos fotográficos un detalle o un rincón iluminado en la geometría de un búnker partirían a la deriva. Serían solo fotografías. A mitad de camino entre una perspectiva documental y un embellecimiento deliberado de la representación fotográfica están pensados Cambriles (2006), Morir al raso (2009) y Memoria difusa (2011). He querido igualmente tener en cuenta a otros fotógrafos, lugares, circunstancias y comunidades que han experimentado situaciones traumáticas colectivas similares para reflexionar sobre dos cuestiones que me parecen tan fundamentales como complejas: la estetización y la museización del dolor. El espacio que separa el panfleto del ejercicio estético es muy estrecho y se presta a oportunismos 22


donde el dolor de las víctimas sirve de excusa para el lucimiento y la promoción del arte y del artista. La tentación de convertir el dolor en un espectáculo se repite como un estribillo. Por otro lado, las respuestas a situaciones traumáticas similares son muy diversas, así como la manera de mostrar y exhibir en espacios públicos el horror que sufrieron las víctimas. Auschwitz, el monumento y museo por el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, la recuperación de centros de tortura como espacios para la memoria en Argentina y Montevideo, la restauración y acondicionamiento de escenarios, trincheras y búnkeres de la Guerra Civil española, así como los reenactments cada vez más frecuentes de batallas en diferentes escenarios de la contienda en España, tienen puntos en común que permiten esclarecer y ordenar las ideas en torno a estos acontecimientos sociológicos, visuales y éticos. Nuestra España moderna es obra de los hijos de los vencedores, no importa de qué lado nos pongamos, con los azules o con los colorados, porque todos somos hijos de los que ganaron la cruzada. Herederos de los que se quedaron con España. Los otros, los perdedores, los mártires, terminaron enterrados a prisa y corriendo o en el exilio, y los que no pudieron salir por piernas confinados en cárceles esperando la muerte, desarmados por dentro como hombres, condenados para siempre a la sospecha y al silencio. Todos hoy, azules y colorados, somos el resultado de la victoria. “En España —escribe José Luis Moreno-Ruiz en Puente largo de Praga (2017)— son a menudo los padres de los progresistas cultos y socialistas de hogaño los que atesoran como oro en paño —por aquello del bien de la familia y la conservación de su poder, sin más— las esencias ideológicas del fascismo del que 23


muchos provienen”. Porque nuestros padres, y los padres de nuestros padres, ganaron la guerra. Aunque nos hayamos querido rebelar contra la historia de nuestra España “Una, grande y libre”. Porque varias generaciones aprendimos que hubo un César de Roma que era español. Nadie quiso hablar de la guerra. Ni los unos ni los otros. Fuimos educados bajo la consigna de no significarnos. “Que nos vas a poner en un compromiso”, repetían de puertas adentro. Nos adiestraron para ser “un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”, y ese temor y ese silencio lo bebimos en los tazones de leche en polvo que servían haciendo fila en patios grises con olor a meadas, nos lo inculcaron en los colegios de curas a bofetones, en los sermones de las iglesias, en el recelo de nuestros padres y en el Un, dos, tres. La cobardía y el silencio están en el ADN de la democracia que nos regalaron sin merecerla, y lo hemos transmitido a nuestros hijos por instinto de supervivencia, como animales heridos y acorralados. La cultura de la desconfianza y la delación no desaparece así como así. La tenemos parasitada en las entretelas del alma. Todavía nos huele el aliento a miedo. Y el país entero a sacristía. Son cosas extremadamente sutiles. Una pequeña traición en el momento de tomar la palabra. De mirar para otro lado. La insolencia de los nacidos en familias de bien y de orden. La pobreza de muchos a pesar del dinero. De cargarnos de razón sedientos de razones en el momento inoportuno. De escondernos gregarios en el rebaño. De hablar a la vez que el otro para hacerlo callar con más palabras. Y de gritar mejor que nadie para ganarnos esa razón. Por mucho que se esfuercen en repetir el sonsonete de la modernidad, miramos de reojo y sabemos perfectamente quiénes somos y quién es cada cual. Y da vergüenza. Somos los hijos del agobio, título de aquel mítico LP de Triana. Por24


que todos, genuflexionados e infieles, vencedores y arrodillados, somos herederos de Franco. Así lo escribió el poumista Pere Pagès i Elies allá por 1980, y no precisamente en la hoja parroquial ciclostilada de un partido político marginal, sino en la editorial Planeta, para una España con su democracia recién estrenada. Un poco naif por momentos, Víctor Alba, que es su nombre de pluma, recuerda los años de la dictadura con dos adjetivos que se repiten como una cantinela: el miedo y el silencio. Qué triste debe de ser la gloria —Josep Pla, Cuaderno gris

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2. SILENCIO, OLVIDO, MEMORIA

Como decía anteriormente, una serie de fotógrafos nacidos en torno a 1960 han focalizado su trabajo sobre la memoria de la Guerra Civil. Desde distintos puntos de vista, con diferentes planteamientos teóricos y estéticos, comparten como denominador común la necesidad de hacer suyos unos acontecimientos que han vivido de forma vicaria. La experiencia les es transmitida no a través de sus padres, sino a través de sus abuelos. A qué se debe esa necesidad de ejercer una memoria mediante un artificio fotográfico, y por qué precisamente esa tercera generación de fotógrafos y no sus predecesores. Esos fotógrafos de la Memoria no comparten una base programática, en muchos casos ni siquiera conocen la existencia unos de otros, y sin embargo convergen en la reivindicación de la memoria frente al olvido. La Guerra Civil y sus consecuencias convertidas en el marchamo de importantes proyectos fotográficos a los que han dedicado esfuerzos y empeño durante años. Defiendo aquí la propuesta de una secuencialización de la historia de la fotografía española del siglo xx que tiene la impronta de la Guerra Civil como señas de identidad. Desde el final de la Guerra Civil hasta la actualidad contamos con tres generaciones de fotógrafos, nacidos en torno a 1940, 1950 y 1960, que se identifican con tres conceptos nítidamente delimitados: Silencio, Olvido y Memoria. No hay que perder de vista que esta manera de agrupar en tendencias da siempre lugar a particularidades que se traducen en excepciones, sin que por ello quede invalidado el concepto general en su conjunto. En cualquier caso, 26


las líneas generacionales, estéticas e ideológicas que propongo tienen los suficientes elementos en común para comprender cuál era la situación de la fotografía en el momento histórico en el que se manifiesta. Esas tres etapas se corresponden con la postguerra, la transición y la democracia en España, y a modo de escenificación puede decirse que están protagonizadas por los padres, los hijos y los nietos que, de una forma u otra, son la consecuencia de un conflicto que ninguno vive de forma directa. Los primeros, los padres, se hacen hombres en plena dictadura y van a silenciar la guerra por razones obvias. Esa primera generación franquista, “creció con este miedo a enterarse, a interesarse, a mostrar curiosidad. Creció sin pasado”, escribe Víctor Alba en Todos somos herederos de Franco (1980). En los hogares españoles, hasta bien entrados los años sesenta, cuando el franquismo había perdido ya el rigor primero, lo más importante era no significarse, no darse a entender, y callar. “Naturalmente — continúa escribiendo— no conociendo las respuestas, esta generación, al llegar a la edad adulta, no pudo transmitir a sus hijos, a la enteramente franquista, ni valores, ni historia, ni experiencia. Ésta se limitaba a que callando y no preguntando se vivía con paz y tranquilidad”. Los segundos, los hijos, crecen de espaldas a la guerra y miran fuera. Lo que quieren es olvidar, dejar atrás un país de color gris (los policías eran los “grises” por el color de sus uniformes) para orientar sus miradas más allá de nuestras fronteras. La transición política quedó escenificada por la sustitución del blanco y negro de la televisión por un país que empezaba a verse a sí mismo en colores, donde el olvido histórico se vuelve una consigna para la supervivencia y el salto adelante que ha de convertir a España y sus artistas 27


en ciudadanos del mundo, rabiosamente modernos. Desean salir, conocer, internacionalizarse, porque ya cuentan con los medios y la preparación. Curiosamente, corresponde a la tercera generación, la de los nietos, el papel de recordar una herida que sus abuelos se vieron obligados a callar y que sus padres decidieron enterrar en los sótanos de la memoria. Se trata de acercarse y comprender una doble pregunta: ¿por qué las dos primeras generaciones de fotógrafos, los del Silencio y el Olvido, no se asomaron desde sus trabajos a lo que habían o estaban padeciendo, y por qué es la tercera generación, la de los nacidos en torno a 1960, quienes demuestran un interés constante y cargado de emoción por los protagonistas, sus acciones y las consecuencias de la guerra? La generación del Silencio cuenta como portavoz privilegiado la revista almeriense AFAL. Por su parte, la generación que le sigue pone en escena su olvido y su apuesta por la modernidad a través de la revista Nueva Lente. La generación de la Memoria no responde a un grupo de fotógrafos organizados y en torno a una publicación específica, sino que actúan de manera independiente y casi siempre sin contactos entre unos y otros, aunque coincidan en una misma necesidad reivindicativa donde el objetivo consiste en actualizar y restituir el dolor acallado de las víctimas. La generación del Silencio está compuesta por unos fotógrafos que, a excepción de Paco Gómez, que tiene dieciocho años al estallar la guerra y le tocó luchar del lado nacional, se sitúan en los umbrales de la adolescencia o son apenas niños: Joan Colom y Francesc Català Roca han cumplido catorce, Gonzalo Juanes trece y Gabriel Cualladó once. El resto, Ramón Masats, Oriol Maspons, Francisco Ontañón, Carlos Pérez Siquier, Alberto Schommer, Virxilio Vieitez, son unos niños. Xavier Miserachs nace en 1937. 28


Salvo Julio Ubiña y Schommer, que tienen desde un principio un contacto profesional con la fotografía, y casos como Masats que se traslada a Madrid para trabajar como fotorreportero, el resto comienzan su andadura como fotógrafos aficionados que se ganan la vida con actividades profesionales que nada tienen que ver con la fotografía (empleados de banca, profesores, agentes de seguros, médicos o negocios propios) y solo muy recientemente verán reconocido su trabajo y hasta se sorprenderán al sentirse ascendidos a la categoría de artistas. Como bien recoge Horacio Fernández en Variaciones en España. Fotografía y arte 1900-1980 (2004), “no tenían la menor intención de hacer arte, una palabra gastada por los pretenciosos fotógrafos aficionados de las sociedades [fotográficas, se entiende], sin que por ello renunciaran a una curiosidad por todo cuanto sucedía en el mundo de la fotografía, dentro de las limitaciones impuestas por la autarquía cultural, y reivindicando desde el foro de la revista AFAL propuestas del todo innovadoras con respecto al salonismo imperante, que aglutinó las inquietudes y el debate estético que estaba presente en las inquietudes de todos ellos”. Se repite en las historias de la fotografía, como un lugar común, el carácter reivindicativo de la fotografía española de los años cincuenta atribuyéndole el calificativo de neorrealista, asimilándolo tanto en estética como en intención con el movimiento cinematográfico italiano inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. La proximidad formal entre el neorrealismo y la fotografía española de los cincuenta salta a la vista, como quedó manifiesto en la exposición Mirades paral.leles. La fotografia realista a Itàlia i Espanya (2006) comisariada por David Balsells para el MNAC en 2006, pero no estoy de acuerdo con Ennery Ta29


ramelli cuando afirma en el catálogo que “a mediados de la década de los cincuenta, la fotografía española enfoca desde una perspectiva realista la condición humana y el drama histórico del mundo popular”. Tamarelli habla de dimensión social, de un ejercicio de reivindicación de la memoria e incluso de “rebelión totalmente instintiva contra la dictadura franquista”, aspectos ausentes en la fotografía española de los cincuenta, entre otras razones porque esa denuncia era imposible en el contexto político de su tiempo, la rebelión impensable e inexistente, y la memoria se traducía en silencio. Más cerca de la realidad del momento están las palabras del propio Pérez Siquier citadas por también por Taramelli confirmando la ausencia de intención de denuncia en sus fotografías, más cerca de planteamientos humanistas que neorrealistas. Enric Mira afirma en La vanguardia fotográfica de los años sesenta en España (1991) refiriéndose a los orígenes de AFAL como plataforma del primer documentalismo social, que “una de las motivaciones claves en la génesis de este impulso fue la decepción surgida ante el agotamiento de la poética pictorialista que abarrotaba el pequeño mundo del salonismo de la posguerra. Frente a aquella visión ilusoria de una realidad hecha a golpe de idealizados prototipos, colmados de belleza, se volverá la cámara hacia lo cotidiano, lo vulgar y lo gastado, la fotografía era el medio idóneo para documentar verazmente y sin esteticismo la realidad de una España rural y pobre. Este punto de partida crítico hizo concebir dicha fotografía como un modo de denuncia social”. Y más adelante justifica este análisis argumentando que “comunicar es dar testimonio de una realidad que generalmente se descubre como injusta o inhumana, por ello los temas sórdidos son uno de los motivos de denuncia pre30


feridos por la fotografía neorrealista. Y, sobre todo, el acto de comunicar fotográfico va a suponer, como exigencia de lo anterior, una actitud de compromiso social por parte del fotógrafo”. Si repasamos los trabajos realizados por estos fotógrafos en la década de los cincuenta observamos efectivamente un retrato de la pobreza, aunque sin una intención de denuncia social, e incluso en ocasiones con una pincelada que pone el acento en lo anecdótico y pintoresco. De forma excepcional, el trabajo fotográfico que Carlos Saura lleva a cabo durante el rodaje de Carta de Sanabria en 1956, en el que participa como ayudante de dirección de Eduardo Ducay, contiene una mayor dosis de visión analítica y de exposición cruda de la realidad, prescindiendo de todo atisbo de preciosismo formal para subrayar la dureza vital que expresan los personajes retratados y que, como me señala Agustín Sánchez Vidal, remiten directamente a Las Hurdes. En el texto que Mar Alberruche Rico dedica a la fotografía española de postguerra (“Fotografía ‘pauperista’ en la España franquista”, 2010) y donde perfila de manera acertada el concepto de “fotografía pauperista” acuñado por Juan Antonio Ramírez, más adecuado que el de neorrealista, señala que “a diferencia del resto de autores, la fotografía ‛pauperista’ de Saura sí está concebida como un documento de denuncia”, a lo que hay que añadir que debe tenerse en cuenta para todos ellos la ambivalencia entre intención y repercusión, es decir, la visión de Saura y la intención del resto tuvo una difusión más que restringida. Rafael Doctor vuelve a repetir, refiriéndose a la generación AFAL “que realizaron un trabajo compacto y acorde con las corrientes exteriores neorrealistas” (Nueva Lente. Inicio y desarrollo de la fotografía de creación en España, 31


1995). “La fotografía de AFAL —escribe Marie-Loup Sougez citando a Pérez Siquier en su Historia de la fotografía, 2011— ofreció en su momento una producción subversiva en la medida en que retrataba a la sociedad española en su realidad cotidiana. Constituían una corriente humanista que denunciaba los problemas sociales, el peso del autoritarismo gubernamental y eclesial, con tintes de humor, rozando a veces el esperpento”. En su Historia general de la fotografía (2007) Marie-Loup Sougez subraya igualmente la “política de denuncia” de AFAL. Sin embargo, mucho más ajustada me parece su intervención en los encuentros sobre Nueva Lente citados con anterioridad, donde señala que “a posteriori se da un marchamo de politización o de voluntad de reflexión o de rebeldía a una gente que en aquella época no tenía ningún color, que no estaba satisfecha con el ambiente, con la sociedad, pero que en realidad buscaba una salida sin saber muy bien de qué manera”. Las palabras de Carmelo Vega en su reciente Fotografía en España (18392015) Historia, tendencias, estéticas (2017) se afinan al señalar que en el trabajo de estos fotógrafos hay “un poso de triste de amargura y de melancólico silencio que apuntaban hacia una distanciada e indirecta crítica social”. En la exposición organizada por Steichen The Family of Man (1955), que tanto dio que hablar en el grupo de fotógrafos que aglutinó AFAL, tampoco existe ninguna intención de denuncia o reivindicación social. Del mismo modo, la fotografía humanista francesa de posguerra, de la que igualmente se hizo eco AFAL, carece de cualquier dimensión combativa en términos sociales. Existe desde luego un valor testimonial y un reconocimiento de la realidad de las calles con un componente altamente estético, si bien la mirada está desprovista de intención de denuncia. 32


En algunos momentos pueden reconocerse ciertos rasgos de la estética neorrealista porque los motivos fotográficos reflejan la pobreza, los terrenos baldíos y los descampados que aparecen en las películas neorrealistas italianas, atmósfera muy similar a la que pone en escena con toda crudeza social y moral Surcos (1951), de José Antonio Nieves Conde. Lo que los fotógrafos muestran en sus imágenes es la España paupérrima de la posguerra, muy lejos del tenebrismo de Eugène Smith en Spanish Village de 1950, o la violencia contenida que encierran las instantáneas tomadas en España por Cartier Bresson antes y después de la guerra, con un tinte solanesco y brutal que en ningún momento puede reconocerse en los trabajos del grupo de fotógrafos de AFAL. Puede decirse que la fotografía española de los años cincuenta recuerda la estética neorrealista, pero no su contenido. Como señala con acierto Publio López Mondéjar en su Historia de la fotografía en España (1997) estos fotógrafos “estaban todavía muy lejos de los planteamientos creativos de novelistas, cineastas o dramaturgos, y de su profundo compromiso cívico y moral”, para añadir más adelante parafraseando a Gonzalo Juanes a propósito de AFAL que la revista “nunca llegó a alcanzar el compromiso de otros grupos europeos como Friulano per la Nuova Fotografia, que abanderaba cierta militancia fotográfica, como testimonio de denuncia de una realidad agresiva e injusta”, y si bien López Mondéjar lo justifica “por el férreo control al que siempre se vio sometida por parte de los censores”, no creo que AFAL recibiera mayor atención o especial trato por parte de la censura en comparación con el resto de manifestaciones literarias o artísticas. Cierto es que la sombra de la censura fue muy alargada. Todavía en 1979, con Franco muer33


to desde hacía ya cuatro años, era obligatorio enviar dos ejemplares del libro a publicar al correspondiente departamento con el objeto de obtener el visto bueno del censor y la correspondiente autorización para imprimir y distribuir. Comparto la opinión que Laura Terré dedica a la cuestión en su extenso y detallado estudio sobre AFAL (Historia del grupo fotográfico AFAL 1956/1963, 2006), dejando clara la ausencia de la huella neorrealista durante este periodo de la fotografía española. “En vez de intentar transmitir significados y conocimientos sobre la sociedad para participar en su transformación —escribe al respecto Horacio Fernández en el referido Variaciones en España— los nuevos fotógrafos de los años cincuenta se conformaban con conocerla. Les interesaban los aspectos menos perfectos de las cosas y la gente. La causa de su curiosidad y la fuente de sus tomas fotográficas era el mundo cotidiano, ante el que no era raro que reaccionaran con la incomprensión y la irracionalidad que caracterizaba las ideas culturales de su época, como el existencialismo filosófico y literario, la pintura gestual y otros pesimismos envueltos en música de jazz fría y distante”. No hay rastro de denuncia social porque sencillamente no era posible, y mucho menos cualquier alusión a la Guerra Civil y sus consecuencias. “Quien no haya vivido los primeros años del franquismo —anota de forma testimonial Víctor Alba de nuevo— no puede imaginar lo que fue el miedo”, “y el primer resultado del miedo —añade— fue el silencio”. Podemos imaginar lo que hay detrás de esas imágenes de estética neorrealista, intuir la desolación moral y material, pero no podemos verla. Las preocupaciones y las inquietudes del grupo de fotógrafos que aglutina AFAL son de otra índole: hacerse eco de las corrientes novedosas europeas y americanas y reivindicar, ahora sí, unos presupuestos es34


téticos novedosos ante la correosa ortodoxia estetizante de contraluces, amaneceres, marinas y cabreros, o llanamente sobrevivir con la profesión de fotógrafos para algunos de ellos, que no es poco. La historia visual española de los años cincuenta es una crónica del silencio. Se trata de una fotografía silenciada en una sociedad silenciada. La novela de Luis Martín Santos Tiempo de silencio, publicada en 1962, o uno de los capítulos cinematográficos que componen Nueve cartas a Berta (1966) de Basilio Martín Patino, también con el mismo título, sirven de metáfora para ilustrar el espíritu y la letra de aquella época puesta en imágenes. No obstante, si queremos saber cómo era España en los años setenta, cuando la generación que decidió recordar se asomaba a la adolescencia, en un país en vías (en vías es el eufemismo que se utilizada entonces para evitar el incómodo calificativo de subdesarrollo) de lo que hoy se conoce como transición y entonces apenas alcanzaba el improbable, por no decir imposible, sueño de cambio revolucionario, descubriremos en las películas populares mucha más información sobre cómo éramos que si hurgamos en el panorama del cine serio, correoso en ocasiones. Directores como Mariano Ozores o Pedro Lazaga han actuado de notarios de lo que en España estaba acaeciendo en esos años, acompañados de una larga lista de actores y películas, algunos de ellos recientemente recuperados: Joselito, Marisol, Rocío Durcal, Pili y Mili, Antonio Molina, Alfredo Landa, Concha Velasco, Paco Martínez Soria, Manolo Escobar, Florinda Chico, Carmen Sevilla, Gracita Morales, Juanjo Menéndez, Lina Morgan, Fernando Esteso o Tony Leblanc constituyen un larguísimo y lúgubre reparto de actores y actrices arrinconados en el ostracismo por la vergüenza de saber lo que fuimos y vivir empeñados en olvidar para ser otros. 35


Miradas críticas y rigurosas como las de José Enrique Monterde, incurren en la habitual condescendencia, por no hablar de ostracismo recurrente, hacia este cine comercial en favor de una visión convencional en sintonía con las minorías cultas, obviando el valor testimonial que, paradójicamente y a pesar suyo, tienen estos y otros directores. Javier Hernández Ruiz y Pablo Pérez Rubio califican estas películas en Voces en la niebla. El cine durante la transición española (1973-1982) (2004), que abordan igualmente desde una perspectiva conservadora y ortodoxa, de “subproductos”, admitiendo a regañadientes que se trataba de “subproductos no valorados —razones no faltaban— por la inteligentsia, pero de indudable repercusión popular”. Hay que decir, en este mismo sentido, que la presencia de esta fotografía de autor de la que hablo en el panorama general del mundo de la imagen en España hasta hace bien poco era insignificante y su incidencia marginal, hasta que la fotografía se puso de moda y los fotógrafos aborígenes empezaron a cobrar por sus obras más que los foráneos y, por supuesto, que los artistas plásticos tradicionales. La historia popular de la fotografía española habría que buscarla en los desaparecidos, aunque todavía quedan maravillosos vestigios, escaparates del fotógrafo de barrio, esas instalaciones y performances donde ser parte del evento significaba el éxito asegurado en la tienda de ultramarinos y la peluquería del segundo derecha, que venía a ser lo mismo que en el barrio entero, en el mundo e incluso más allá. Me fascina pararme delante de uno de esos escaparates y escuchar los comentarios de sus protagonistas. El trabajo incomparable del fotógrafo Juan de la Cruz Megías es el vademecum de esa España íntima, delirante y triste que todavía somos y nos duele y seguimos 36


negando como Pedro una y mil veces. No, los sueños se cumplían en otro lugar, pero nadie lo sabía. El éxito de series televisivas como Cuéntame cómo pasó no descansa en su contenido o en el hecho de que personajes y guión describan cómo éramos los españoles entonces, sino porque “cuentan” cómo nos hubiera gustado ser. Al parecer España era y es un país a rebosar de buenas personas. Si repasamos títulos como Alcalde por elección (1976), El apolítico (1977), Los bingueros (1979), películas dirigidas Mariano Ozores, o La ciudad no es para mi (1966), El turismo es un gran invento (1968), Vente a Alemania, Pepe (1970) o Tres suecas para tres Rodríguez (1975) con la firma de Pedro Lazaga, nos puede el pudor y reconocemos a los siervos, la caspa, el regusto rancio. Por allí desfilan los machotes reciclados en urbanitas de nuestras grandes ciudades, nutridas de los pueblos que se han vuelto barrios haciendo de las ciudades pueblones de relumbrón, los sucios españoles que Manuel Ferrol fotografió camino de Suiza, Alemania y Francia, con la maleta de cartón al hombro hasta el barrio parisino de chabolas “La Campa”. Desborda la ingenuidad, y el mezquino país que fuimos, ¿qué somos?, hasta que los poderes fácticos decidieron subirse al tren de la modernidad, abrir las puertas y dejarnos salir al recreo con la chocolatina de la democracia. El turismo se convirtió en el motor de la economía española y había que dejar bien claro, como pregonaban Los Diablos en 1970, que “un rayo de sol, oh, oh, oh, me trajo tu amor, oh, oh, oh”. Pues eso, que en España tenemos mucho sol y lo pasamos fenomenal. Basta con echar un vistazo a las campañas publicitarias con las que se ha promocionado la ciudad de Barcelona, y lo que va a pasar y está pasando por las mismas razones en Valencia, Cartagena y Málaga, para comprobar su resultado de37


vastador. Existen desde luego anomalías como la impagable Topical Spanish que Ramón Masats dirige y escribe junto a Chumy Chúmez en 1970, una película que todavía hoy es una rareza y que se adelanta una década al desparpajo y el tono ácido de las primeras películas de Pedro Almodóvar. En su exhaustiva Historia de música Pop española (1986), Jesús Ordovás tiende un acertado puente entre música y cine que permite hacernos una idea muy precisa no solo del panorama musical sino del substrato cultural que se guisaba bajo los fuegos artificiales de una aparente frivolidad. Algo muy similar se manifiesta en el panorama musical de la transición. En esos años de inflexión política conviven en la Península tres corrientes aparentemente opuestas e irreconciliables, la música popular anglosajona, Rock y Pop, que se coló en España a través de las contestadas bases americanas por aquellos mismos que se deleitaban escuchándola en garitos enrollados fumándose algún porrito, la música protesta, que tuvo su momento de gloria durante los primeros años de la recién estrenada democracia, y la música popular, que amenizaba guateques y fiestas de los pueblos a ambos lados de la trinchera política llamada a constituir la alternancia democrática inmediata. Por algo los argentinos Tequila arrasaron en 1978 con un temazo donde se percibía ya un signo de rebeldía real, nada de metáforas, de “tranquilos que aquí no pasa nada”, de “todos somos amigos”, de “viva la gente”, no, “vamos a tocar un rock and roll a la plaza del pueblo y nadie nos va a parar”. El estudio de Esther Pérez-Villalba How Political Singers Facilitated the Spanish Transition (2007), sin traicionar a la verdad, refleja más un deseo que una realidad. Solo el verbo del título “facilitó” es ya una metáfora de todo lo que siguió después. Aparentemente, digo, porque entre los protagonis38


tas que consumían esas músicas existían más espacios compartidos de los que les hubiera gustado reconocer entonces y prefieren obviar hoy. La segunda generación, salvo excepciones, nace en torno a los años cincuenta. Ya no son aficionados ni ejercen la fotografía en el tiempo libre que les permiten sus trabajos de empleados de banca o comerciantes. Tienen formación universitaria, en muchos casos en Bellas Artes, Ciencias de la Información o Historia del Arte. La generación Nueva Lente ya no aspiran a ser fotógrafos, sino a ser artistas, y de manera profesional, y en muchos casos lo van a conseguir alcanzando una proyección internacional hasta entonces impensable. La fotografía española de los setenta tiene puestas las miras más allá de nuestras fronteras. Viajan con regularidad a Arlés, donde dan a conocer sus trabajos en el emblemático festival de fotografía del que Joan Fontcuberta será su director artístico en 1996, exponen sus trabajos en museos y galerías de toda Europa y Estados Unidos. Son los primeros artistas de la democracia. Su estética ya no es documentalista, como la generación precedente, sino que sus inquietudes son más bien de carácter estético: los dípticos de Rafael Navarro, los fotocollages de Jorge Rueda, el discurso ficcional de Joan Fontcuberta o el erotismo y el sexo en los cuerpos explícitos de Miguel Oriola. España cambia el blanco y negro de la posguerra por un país de colorines, un Madrid democrático y castizo de tonos verbeneros y flashes en la noche que se hizo internacional y que tan bien retrató Pablo Pérez-Mínguez. Son los esperanzados y felices setenta, los de la movida, los de que España ya no es diferente sino mejor. La realidad en general y la de España en particular ha cedido paso a la práctica artística como reflexión 39


que abraza la problemática cultural occidental desde su historia del arte. La generación Nueva Lente prefiere estrellarse conceptualmente contra un muro de ladrillos (Jordi Benito en el nº 13 de 1973) o jugar a un rompecabezas para un público intelectual y preparado (Luis Gómez Escolar y Pablo Pérez-Mínguez, nº 9 de 1972), con el objetivo final de huir mediante una estética Pop de “una situación que podría, en una palabra, ser definida como rancia”, escribe Carlos Serrano en el nº 4 allá por 1972. El olor a cerrado, la precariedad, la falta de información, el silencio, han quedado atrás, y se han propuesto abrir las ventanas de par en par y olvidar con todas sus fuerzas, tal vez como una forma de supervivencia, de órdago al futuro, del mismo modo que sus predecesores guardaron silencio como un modo de sobrevivir igualmente al tiempo que les había tocado en suerte. Olvidar para vivir, la guerra y sus consecuencias, que ni se nombran, ni preocupan, ni importan ahora. Los intereses de la generación fotográfica Nueva Lente tienen un carácter estético. Incluso las imágenes más rabiosamente irreverentes encierran una intención de rebeldía que supera el espacio local para sumarse a las corrientes contraculturales dominantes en el arte occidental del momento. Tampoco en el relevo fotográfico de Nueva Lente existe un compromiso social y político con la situación que vive el país, y mucho menos el menor rastro que recuerde o señale nada que tenga que ver con la Guerra Civil. “La actitud de vanguardia mantenida desde Nueva Lente —analiza con acierto Enric Mira en su Vanguardia fotográfica de los años setenta— se modela absolutamente desideologizada, desde el punto de vista político, en un país que estaba viviendo un momento de crisis política”. La transición política española y la transición fotográfica comparten una misma 40


voluntad de olvido premeditado. De la noche a la mañana el país, sus políticos y sus artistas se suben al tren de la modernidad, algunos en marcha, para viajar sin interrupciones hacia la fiesta de la democracia. Estos fotógrafos abandonan el documentalismo precedente apostando fuerte por una carrera artística plena. Comparten, en este sentido, “una actitud que conecta directamente con el espíritu cosmopolita de Nueva generación que, sin constricciones valorativos en exceso supeditadas al circuito nacional o local, toma el panorama internacional como sólida referencia para dotarse de una amplia perspectiva crítica” añade Enric Mira. Hay que esperar a la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, aprobada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, para normalizar una inquietud que va más allá de la fotografía y de la que desde años antes se hacen eco, mediante diferentes declinaciones, los trabajos de un conjunto de fotógrafos que forman parte de la generación de la Memoria. En su mayoría han nacido en torno a los años sesenta, y tienen un conocimiento de la Guerra Civil que les ha llegado, no de sus padres, sino de sus abuelos, transmisión que ha tenido lugar, además, de forma soterrada y precaria. Esa es, tal vez, una de la razones que explican esa necesidad perentoria de dar visibilidad a un sentimiento que se materializa de múltiples formas, pero todas ellas con una voluntad de restitución.

Es la hora, así, —dice la ley— de que la democracia española y las generaciones vivas que hoy disfrutan de ella honren y recuperen para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas, en aquellos dolorosos períodos de

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nuestra historia. Desde luego, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, deportación, confiscación de sus bienes, trabajos forzosos o internamientos en campos de concentración dentro o fuera de nuestras fronteras. También, en fin, a quienes perdieron la patria al ser empujados a un largo, desgarrador y, en tantos casos, irreversible exilio. Y, por último, a quienes en distintos momentos lucharon por la defensa de los valores democráticos.

La generación de la Memoria son los últimos en tener una conciencia directa de la dictadura, pues asisten a la muerte de Franco en los umbrales de la adolescencia, con los años suficientes para saber, ajenos sin embargo al mar de fondo político y social que se está fraguando, más preocupados, todavía, en los asuntos del amor a la salida del colegio. Asisten, por otra parte, como convidados de piedra al nacimiento de la democracia, pues todavía no tienen edad suficiente para acudir a votar en las primeras elecciones. Cuatro años más tarde, la primera generación de la democracia que acudirá a las urnas tendrá conocimiento de la dictadura a través de los libros de historia y la experiencia directa del franquismo habrá terminado. En su ensayo Family Frames (1997), traducido al español con el título La generación de la posmemoria. Escritura y cultura visual después del holocausto (2015), la pensadora estadounidense Marianne Hirsch presenta el concepto de “postmemoria”. Partiendo de su experiencia personal, explora el trauma de persecución y el exilio de su propia familia y de todas las familias de judíos que huyeron durante la Segunda Guerra Mundial buscando refugio en América. Tomando como referencia las fotografías de su propio álbum de familia y partiendo de la necesidad de duelo que encierran las pági42


nas de todo álbum con respecto a los protagonistas encerrados en sus páginas y sus historias vitales, personales e históricas, Hirsch identifica la memoria con los supervivientes del drama del Holocausto, y la postmemoria con los hijos de los supervivientes. Propone la idea de “postmemoria” en tanto que ejercicio de reconstrucción imaginativa de la experiencia vital: “postmemoria es una poderosa y muy particular forma de memoria precisamente porque su conexión con su objeto o fuente está mediatizada no a través de la recolección sino a través de una imaginativa implicación y creación”. En este sentido, Hirsh acude a una distinción similar a la que Reyes Mate hace en La herencia del olvido (2008) entre historia y memoria, cuando afirma que “la historia (está) más centrada en la reconstrucción de los hechos y, la memoria en la construcción del sentido presente; la una trabaja con testimonios y la otra con archivos”. Huelga aclarar que ninguno de los fotógrafos de la memoria pretende hacer historia en sentido estricto, aunque su trabajo, formalmente hablando, tome prestado el registro del archivo en algunas ocasiones. En todos los casos se trata de un ejercicio creativo que pone el acento en las víctimas, a quienes devuelve su voz, su cuerpo y su identidad de seres humanos. “Re-pensar la verdad —aclara en este sentido Reyes Mate— significa no reducir realidad a facticidad, es decir, reconocer que forman parte de la realidad los sin-nombre, los no-sujetos, las víctimas y los vencidos de la historia”. Tanto la ficción como el documento como vehículos de reflexión, son la herramienta que visualiza ese silencio al que hacíamos referencia, en el más amplio sentido de la palabra: silencio vital y silencio histórico. Marianne Hirsch y Reyes Mate coinciden al señalar el salto generacional al que hacíamos alusión al comienzo 43


de nuestro trabajo y donde se crea un ejercicio de transmisión entre nietos y abuelos que trata de dar respuesta a una necesidad de comprensión histórica. Al respecto escribe Hirsch en el ensayo referido:

Puede decirse que el motor de una imaginación ficcional está alimentado en buena parte por el deseo de conocer el mundo tal y como era y desapareció antes de nuestro nacimiento. Y todavía resulta mucho más ambivalente esta curiosidad para los hijos de los supervivientes del Holocausto, exilados de un mundo que ha dejado de existir y violentamente borrado. El suyo es un deseo diferente, tan poderoso como conflictivo: el deseo no sólo de sentir o de saber, sino también de re-memorar, de re-construir y de re-encarnar, de recolocar y de reparar. Para los supervivientes que han sido separados y exilados de un mundo devastado, la memoria es necesaria como un acto no sólo de llamada sino también de duelo, duelo con frecuencia temperado con ira, rabia y desesperación.

Este mismo fenómeno interpretativo es el propuesto por otros trabajos como Álbum (2000) de la mexicana Ana Casas Broda, muy cerca en planteamientos y resolución formal, el de Hirsch desde la teoría y el de Broda desde la práctica, pues el trabajo de Ana Casas Broda reflexiona y documenta igualmente el éxodo familiar huyendo de la persecución nazi. O la exposición The Silent Village (2010), donde también desde el registro del archivo y la ficción, fotográfica y literaria, se recupera la memoria de la destrucción masiva y total del pueblo checo de Lidice en 1942 como represalia a un ataque de la guerrilla con un saldo de dos soldados muertos del ejército alemán. Este tipo de represalias tuvo

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lugar con bastante frecuencia también en la Francia ocupada buscando un doble objetivo: castigar la agresión de los maquis, al tiempo que se aterrorizaba a la población civil con la intención de despertar la animadversión hacia la resistencia y suprimir de este modo cualquier tipo de ayuda que pudieran solicitar. Como exposición, The Silent Village, al igual que el resto de fotógrafos aquí presentados, reflexiona sobre el papel de la fotografía y la literatura como testigos de traumas colectivos. Todos estos trabajos comparten una misma voluntad de reconstruir, reencarnar, recolocar y reparar desde el presente el silencio de las víctimas. “No se trata de hacer justicia —aclara Reyes Mate en su ensayo— sino de reconocer que sin memoria de la injusticia no hay manera de hablar de justicia”. Tal vez, como señala en su artículo “Visual Fictions and the Archive of the Spanish Civil War” (2014) H. Rosi Song, esa necesidad creciente y perentoria de recuperar una memoria se deba a “la falta de un marco oficial para las memorias privadas y sus huellas que explica la cantidad de objetos y en particular fotografías familiares que fomentan la creación de un archivo alternativo de la Guerra Civil española a medida que salen a la luz pública”. En este sentido, lo que puede observarse en la mayoría de estos trabajos fotográficos es la necesidad de escribir una historia con minúsculas y testimonial. La secuencialización de la historia de la fotografía española del siglo xx queda estructurada en torno a esos tres conceptos de Silencio, Olvido y Memoria. Se trata de tres respuestas estéticas diferentes ante un mismo acontecimiento traumático, condicionadas a su vez por las circunstancias históricas que a cada una de las generaciones les ha tocado vivir. Tanto el silencio como el olvido, o como 45


la necesidad de memoria, son formas de supervivencia artística y vital, si es que la una pueda separarse de la otra. Hablaron desde el silencio porque habían nacido y crecido en el silencio, y lo hicieron maravillosamente, hasta tal punto que la generación de fotógrafos que desarrolla su trabajo en los años cincuenta representa la edad de oro de la fotografía española. Aquellos que decidieron el olvido sintonizan a la perfección con el signo de su tiempo, el de la transición política hacia la democracia. Son los primeros artistas profesionales de la historia de la fotografía española, alcanzando una proyección internacional que nada tiene que envidiarle a la de cualquier artista plástico, perfectamente integrados, cada cual con sus matices y opciones creativas, en las corrientes estéticas dominantes desde los setenta hasta nuestros días. La generación de la Memoria no reúne a todos los fotógrafos de ese momento, pero sí son los únicos en la historia fotográfica española del siglo xx que se han interesado y se han propuesto tomar el testigo de un legado que salta una generación y pide una respuesta al drama colectivo de la Guerra Civil. Es aprogramática, y se encuentra desubicada entre la generación del Olvido, que apostó sin complejos por la internacionalización de sus ideas y de su estética, y los fotógrafos que les siguen inmediatamente después, que aspiran a triunfar por derecho propio y se abren camino en el mundo del arte ajenos por completo al marchamo de la guerra, sus huellas y la narración oral que perduró en los nietos de sus protagonistas. La generación de la Memoria funciona, en la historia de la fotografía española, como una anomalía necesaria otorgando visibilidad a lo que Reyes Mate describe como “lo sin-nombre, lo que no ha llegado a ser, en una palabra, lo fracasado, lo expulsado a la insig46


nificancia” y dar así sentido y cuerpo a lo impensable. El silencio y el olvido fueron una herramienta para la supervivencia. También los fotógrafos de la Memoria recuerdan para vivir. La historia determina las opciones estéticas de cada generación.

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3. LAS CIUDADES INVISIBLES

Cada ciudad es varias ciudades. Los barrios, claramente diferenciados por fronteras invisibles que todos sus habitantes conocen. Una calle, apenas unos metros. Basta de bien poco. Aunque suficiente para saber que entramos en otro lugar. O que volvemos. Y cada barrio tiene su personalidad, sus historias, que van cambiando y se van superponiendo. Otras veces esos pasos se pierden para siempre en la memoria de los que ya no la tienen para saber y decir lo que fueron y de dónde vinieron. Basta con prestar atención. Cambian los comercios. La moda en los escaparates. El color de las caras. Las cafeterías que se vuelven bares. Y los bares tabernas. O en cuchitriles canallas frecuentados por esquinados personajes y pijos chuletas que se miran sin mirarse. Cambian los rostros, la manera de vestir y de moverse. Cada barrio tiene su manera de atravesar el aire, sus propios gestos, su forma de ocupar el espacio, de estar. Y las gentes que lo viven lo escenifican. Basta con fijarse para comprender que los cuerpos no son los mismos, que los oficios y las vidas que hay detrás de esos transeúntes cambian y los cambian. Nuestras vidas nos amoldan. La vida nos amasa. Hasta que consigue que tengamos la cara que merecemos. Y los hay que aun a pesar de cambiar de barrio, de ciudad, sus gestos los delatan. Enseguida se ve que el molde que los hizo pertenece a otro lugar. Que su manera de decir con el cuerpo corresponde a otro dialecto. Cualquier detalle sirve para certificar ese desfase, por insignificante que sea, que los traiciona. El niño de aquel barrio será siempre del barrio de su infancia. 48


Y si cada país tiene un olor y un ruido diferentes, cada barrio también huele distinto y tiene su música particular. Nada más salir del avión y saltar a la ciudad reconocemos un perfume nuevo que nos impregna y que vamos a traer de vuelta y nos acompañará un tiempo hasta que desaparezca de nuevo en los olores de la ciudad, del barrio al que pertenecemos. También cada ciudad, y cada barrio, respira y duerme de diferente modo. El olor de Yangón, de Lisboa, de Nueva York, de Fez, de París, de Estambul, de Río, de Buenos Aires. Al igual que los cuerpos, que cada cuerpo de manera individual e irrepetible, huelen de manera exclusiva. Reconocible. A las ciudades se las puede reconocer en la oscuridad, como sabemos identificar los cuerpos que amamos, por su olor. Y sus ruidos. Porque las ciudades y sus barrios suenan diferente también. El día y la noche anuncian igualmente ciudades diferentes, pautan el desvanecimiento o la aparición de un ecosistema que sustituye al otro que se esfumó. La ciudad de la hora a la que abren los comercios no es la misma que la otra del aperitivo, o de los cines, o de los bares de copas. La ciudad tiene sus ritmos y sus personajes, de día y de noche. El día va cambiando, transformándose. La noche también. La ciudad de medianoche no es la misma que la de madrugada, hasta llegar a una hora, malandra y cruel, donde el círculo se cierra para volver a comenzar, y los que siguen viviendo en la noche a plena luz del día, porfiados y frenéticos, se confunden con los que empiezan a vivir el día somnolientos atravesando su velo hecho jirones. Al olor y al ruido, hay que añadir la historia. Cada ciudad es un aluvión de tiempo que arrastra y se amontona en residuos de memoria. Sobre las ruinas que fuimos vamos echando mantos de despojos, sobre las que 49


construimos una nueva civilización que necesariamente será ruinosa. La historia de las civilizaciones es una cuestión de vertederos. El gusto y la estética de la ruina nació pareja a la fotografía, a mediados del siglo xix, junto con el paisaje como artefacto cultural. La mirada nunca es inocente, porque solo podemos ver lo que ya hemos visto, escribió Francis Bacon mucho antes de las máquinas de visión descritas por Paul Virilio. La arqueología es una cuestión de escombros. Francesc Torres plantea Residual Regions desde un acercamiento arqueológico, Ricard Martínez define su trabajo con el denominador común de “arqueología del punto de vista” y su primer trabajo se llamó precisamente Runa. Uno de los apoyos fuertes en el trabajo de Clemente Bernad, Desvelados, es justamente la contribución arqueológica a la identificación y excavación de las fosas comunes silenciadas por la dictadura y la democracia. Ana Teresa Ortega está empeñada con sus Cartografías silenciadas en rehabilitar en los escombros de la memoria, la perspectiva, el lugar desde el cual la ciudad existió y se pensó, porque la fotografía es una forma de ver y entender el mundo, de ordenarlo, dar sentido a las formas del caos, dice Ferdinando Scianna. La historia minúscula es una manera también de dar forma al caos de la memoria, de ordenar los escombros. Pero la memoria, al igual que la fotografía, sirve para olvidar. De lo contrario nos volveríamos locos como Funes el memorioso en el cuento de Jorge Luis Borges. No podemos recordarlo todo. No debemos. La memoria, y la fotografía, que es una herramienta igual de poderosa, compleja y sibilina que la memoria, nos permite olvidar para seguir viviendo. ¿Pero qué fragmentos de esa memoria queremos salvaguardar? ¿Qué partes de la locura decidimos arrumbar 50


en el trastero de la historia para seguir adelante con la vida? ¿Quién recuerda qué? ¿Y para qué? Cuando nos ponemos a escarbar en los cascajos en que se convirtieron nuestros días ¿qué basura juzgamos museística? ¿Qué recovecos de nuestra memoria tienen derecho a figurar en el altar de la Historia? ¿Y sobre qué solares de la ruina echamos más escoria para hacer una costra dura y enterrar la vergüenza y el dolor en las trincheras de la vida? Pasear por la ciudad es atravesar un paisaje muchas veces doliente y festivo. Los nombres de las calles y de las plazas, los monumentos conmemorativos, los fracasos convertidos en hitos de la vida ponen el acento aquí y allá para hacer memoria o para hacer olvido. Y con los tiempos cambian también las razones para la ignominia y para la fiesta de petardo y banderola, para los himnos y las canciones y las patrias. Y las razones que justifican morir por esas patrias. Caminando las calles de Viena, un poco más allá de los dorados y los coches de caballos, el transeúnte descubre las moles grises de los búnker antiaéreos de la Segunda Guerra Mundial, enormes, mudos, pintados con graffiti, rodeados de árboles, de columpios y de niños. ¿Cuáles son las heridas abiertas de la ciudad? ¿Qué despojos quedan? ¿Qué horror se convierte en verbena identitaria y qué muertos en duelo de trastienda y cuchicheo? Se da la paradoja también de que el monumento conmemorativo recuerda tanto a los vencedores como a los vencidos. La columna de Trajano canta las batallas y las victorias del emperador contra los dacios, al tiempo que constata la existencia de los dacios más allá de su derrota. El cementerio americano en Colleville-sur-Mer rinde un homenaje sobrecogedor a los miles de soldados que perdieron sus vidas en las playas de Normandía, y en la misma medida 51


pone de manifiesto la magnitud de la batalla y el poder del ejército y de las ideas a las que se enfrentaban. En nuestra voluntad de rendir homenaje a las víctimas, estamos recordando a sus verdugos y sus razones, que la ley y la historia se encarga de poner del lado de la justicia y del horror, o rescatar para convertirlos en próceres de la patria cagados por palomas en mitad de una plaza con niños que juegan a preparar una nueva guerra con buenos y malos. La mirada arqueológica responde a la voluntad de hacer visibles esas otras voces que conviven y nos acompañan como un rumor. De esta manera, atravesamos los muros de la historia como fantasmas del presente, ajenos a los disparos, a las barricadas, a los llantos y al clamor de las victorias. Perfectamente limpios y aseados y dispuestos a repetirnos como Sísifos cargando con nuestra ceguera y nuestro olvido.

Oscura es la habitación donde dormimos Francesc Torres (Barcelona, 1948) ha sido el primero en incorporar la Guerra Civil española desde la tradición del arte conceptual, que tuvo su momento álgido en los años setenta. Mediante diferentes formas de instalaciones y videoarte, y desde un compromiso social y político con una mirada crítica, cuando no ácida, en Residual Regions (1978), instalación expuesta en el New American Filmmakers Series del Whitney Museum of American Art, Nueva York, emergía, nunca mejor dicho, la cuestión de la memoria de la guerra en términos arqueológicos. Francesc Torres arma y propone desde una estrategia narrativa el resultado de unas excavaciones que han 52


tenido lugar en una finca llamada Serrallonga, próxima al pueblo de Agramunt. Se da el caso, además, que el nombre de Serrallonga corresponde al conocido y popular bandolero catalán Joan Sala i Ferrer, que desarrolló su carrera profesional durante la primera mitad del siglo xvii, lo cual ayuda a imprimir al proyecto, deliberadamente o de forma involuntaria, una marcada dimensión literaria. El narrador presenta un proceso de excavación en el espacio físico de Serrallonga, que viene a representar de forma simbólica el espacio de la memoria en donde el arqueólogo va identificando y destapando diferentes estratos de manera inversa hasta alcanzar la Guerra Civil. Escarbar en las ruinas de Serrallonga es ahondar en la memoria hasta toparnos con las huellas de la guerra. Comienza por hacer una sucinta descripción de las diferentes catas y hallazgos que permiten al investigador/ artista/fotógrafo remontarse al Neolítico, rastreando la ocupación romana, la Edad Media y la fecha simbólica en la historia de España de 1898 con la guerra de Cuba. La casa principal, construida en 1898 fue utilizada por el ejército republicano como cuartel general a finales de la Guerra Civil, objetivo último al que quiere llegar el narrador de la historia. La idea de un espacio, en este caso rural, como superposición de estratos arqueológicos, permite a Francesc Torres llevar a cabo una interesante reflexión sobre la historia y sus funciones. En estos comentarios el autor aborda aspectos clave y decisivos que atañen a la manera de entender la historia como herramienta de interpretación del pasado. Comienza abordando la idea de “conciencia histórica” para afirmar a continuación que se trata de “un fenómeno que exige una profunda consciencia individual y que se acentúa particular53


mente cuando se da una situación en la que los testimonios físicos del pasado de un cierto grupo son pobres”, en clara alusión a los vestigios, físicos y políticos, que se conservan de la Guerra Civil. Estamos hablando del año 1979, lo cual hace pensar que apenas muerto el dictador y tras cuarenta años de paz y de silencio, los vestigios de la mayoría dominante no necesitaban de ningún esfuerzo para alimentar su “consciencia individual” asentada en el poder. Es obvio que la pobreza de los testimonios hace alusión a otro tipo de vestigios. Llama la atención, no obstante, que tras otros cuarenta años de democracia, a pesar del empeño de historiadores, asociaciones y leyes, todavía quede mucho por hacer en la recuperación de los “vestigios” de cierto grupo con pobres testimonios de pasado. Y Francesc Torres añade a continuación, a modo de conclusión y subrayando la obviedad, que no por ello resulta menos evidente y necesaria, que “cuando un grupo social dispone de una clara evidencia física de su pasado no necesita tener conciencia de él”. El grupo dominante durante la dictadura no necesita conciencia alguna porque disponía de recursos físicos suficientes para sostener el imaginario de su existencia, basada justamente sobre la supresión y la erradicación de una parte sustancial de su memoria. La excavación simbólica de Serrallonga propone una reflexión sobre la memoria y el papel de la historia en la construcción de esa memoria, que se inclina del lado de la manipulación y la propaganda. Francesc Torres señala “la institucionalización de la manipulación histórica” en favor de los intereses de un grupo dominante que legitima esa reescritura en “interés de la nación”. En este sentido, la idea que el historiador Yuval Noah Harari desarrolla en Sapiens. Una breve historia de la humanidad (2014), por la cual aquello que convierte a los hombres en la especie 54


dominante es su capacidad para realizar tareas y acciones asociadas y coordinadas por grandes cantidades de individuos en torno a un mito, sirve para explicar y entender el éxito de la transición política, social y cultural española. La transición política en España fue posible gracias al factor unificador de una ficción. Consiguió convencer a un país que el pasado había quedado atrás, puso a todos de acuerdo en creer en el nuevo modelo de España, que pasaba del blanco y negro al tecnicolor, de la fotografía documental y local a la fotografía como práctica artística internacional, de Manolo Escobar a Alaska, salvo que Manolo Escobar y Alaska formaban parte de la misma línea ininterrumpida de la España recia de garbanzos con callos convertidos ahora en tapas de diseño. Se perpetuaba con aires nuevos la España del aquí como en ningún sitio porque si te quieres divertir ya sabes mi paradero, porque dónde vas a encontrar lo más moderno y lo mejor de lo mejor, vamos a ver. Es decir, la versión modernosa de Que viva España. La movida madrileña formó parte de esa escenificación consensuada. Sirva de ilustración y resumen estas palabras de Emilio Silva:

La España de los setenta y ochenta para algunos fue divertida. La de los setenta con su dictadura que no acababa de morir y su democracia que no acaba de nacer. Entre 1976 y 1981 fueron asesinadas por violencia política 581 personas y varios miles heridas por grupos de extrema derecha y una policía esencialmente franquista. Empezamos la década de los ochenta con un golpe de Estado y el miedo fue el disfraz del franquismo hasta nuestros días. Vino la reconversión industrial, los franquistas con su cara lavada dispuestos a reivindicar la paternidad de la democracia, las personas que verdaderamente lucharon contra la dictadura

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muriendo en silencio y sin reconocimiento, los 114.226 desaparecidos del franquismo en las cunetas, el terrorismo, la colza de la que nunca se ha encontrado el agente patógeno en el aceite... Y para Alaska era un país divertido. La movida madrileña, lo más conocido de ella, con todo su apoyo mediático, económico y político fue poco más que un disfraz, un gran disfraz para aparentar que en veinticuatro horas pasamos de un país en oscuro blanco y negro a una sociedad con el pelo de colores, y una especie de irreverencia estética que poco tuvo que ver con un cambio en la ética. Todavía quieren vendarla como un producto de la épica posfranquista; como la transición ejemplar, el consenso en el que todos renunciaron a algo (¿a qué renunciaron los privilegiados franquistas?) o los supuestos sacrificios de Juan Carlos de Borbón por sacar la democracia adelante. Los trileros del pasado reciente quieren vivir todavía de su gloria de trapo, de su pelea con papá por llevar el pelo largo o teñírselo, de su falta de ajuste de cuentas y cuentos con la generación que destrozó el proyecto de la Segunda República y convirtió este país en un apartheid para cualquier colectivo que pudiera protagonizar un verdadero cambio social.

En el constructo ficcional de la transición, sin embargo, quedaron apartados algunos de sus protagonistas que, con el tiempo, plantaron cara a la versión oficial para reivindicar su cameo en la comedia de la historia. Esos protagonistas discrepan con algunos pasajes de la narración y se convierten en actores incómodos pidiendo cuentas y haciendo peligrar el happy end de un país europeo y sin caspa, harto ya de tanta tumba y tanto muerto. Los muertos para halloween, que al final reparten caramelos. Como el propio título de la instalación indica, Residual Regions habla de lo que queda más allá de la memoria y más allá de la historia. Residuos de tiempo, que el arqueólogo visual busca e interpreta en un frágil equilibrio, como el castillo 56


de naipes que escenifica en uno de los vídeos, junto con los casquillos de bala y la bota militar. El autor confiesa que la instalación desemboca en la Guerra Civil como “catalizador”. Por primera vez, en la historia de la fotografía y el videoarte, la Guerra Civil española se convierte en objeto principal del trabajo de un artista. Diez años más tarde, ya con la transición a todo trapo y sin vuelta atrás, superados los exámenes de reválida que supuso aquel golpe fallido de 1981 que no conseguía manchar nuestra pimpante democracia, Francesc Torres realiza su instalación Belchite/South Bronx: A Trans-Cultural and Trans-Historical Landscape. En esta instalación propone una lectura transversal tendiendo puentes entre el pueblo abandonado de Belchite y el barrio del Bronx con la guerra como denominador común. La problemática del barrio de Nueva York se califica de Guerra Civil al ser el escenario de un enfrentamiento violento entre ciudadanos de un mismo país. Además son siempre jóvenes los que combaten en el campo de batalla, comparando los soldados y los jugadores de baloncesto en las calles del Bronx en un “paisaje urbano sincrónico, ahistórico, transcultural y paradigmático”. En Belchite/South Bronx el asunto es la guerra, y Belchite, sin que por ello sea una casualidad la elección del pueblo viejo de Belchite como memento de la barbarie roja durante la Guerra Civil española que Franco decidió conservar, es un recurso para hablar de la violencia y de los enfrentamientos entre la población civil que en los años ochenta alcanzaban su punto culminante en el Bronx neoyorkino. Por eso Belchite/South Bronx no es una instalación pensada sobre la Guerra Civil, aunque la guerra esté presente y sirva de nexo de unión para hablar de la guerra desde un punto de vista más amplio. 57


En Oscura es la habitación donde dormimos (2007) Francesc Torres documenta la exhumación de una fosa común de fusilados durante la Guerra Civil en el pueblo burgalés de Villamayor de los Montes. Se plantea como una instalación con fotografías y una vitrina que contiene de forma simbólica un reloj que fue enterrado con uno de los fusilados. Francesc Torres compagina la herramienta documental de la fotografía, registrando el proceso de excavación con primeros planos de una bala y vistas generales de los familiares reunidos junto a la fosa, con el valor metonímico del objeto-tiempo del reloj emplazado simbólicamente a modo de recordatorio de un tiempo detenido y no recuperado pero sí hecho presente y tal vez restituido. El conjunto cobra una dimensión de santuario, cuyo centro y altar es el tiempo detenido y rehabilitado que encarna el reloj, motivo para el recogimiento. La instalación está acompañada de un libro/catálogo donde se alternan imágenes con primerísimos planos de la exhumación, junto a retratos de familiares y documentación del estudio forense. El libro de Torres está dedicado de manera exclusiva a la exhumación de la fosa común de Villamayor de los Montes, que también Clemente Bernad documenta en Desvelados junto a otras fosas. Ambos trabajos tienen en cuenta tanto la excavación propiamente dicha como la atmósfera que rodea los momentos en los que los restos van apareciendo ante la expectación y la mirada de los familiares que contemplan los trabajos, como la parte de identificación forense. Inevitablemente existen similitudes en algunas de las imágenes que aparecen en ambos libros, como la mano que todavía conserva la alianza y emerge de la tierra. Todo el libro está impreso en blanco y negro hasta llegar al último capítulo en color “El retorno”, donde se documenta el momento en el que los restos exhumados en la fosa 58


común encuentran sepultura en el cementerio del pueblo. El cortejo de familiares conduce por las calles del pueblo los restos de los ejecutados hasta el cementerio. La separación bitono/color pone en escena de modo simbólico la frontera entre pasado y presente, entre oscuridad y luz, entre olvido y memoria. El último trabajo que Francesc Torres ha dedicado a la Guerra Civil se titula ¿Qué sabe la historia de morderse las uñas? y fue expuesto en el Museo de Teruel del 15 de marzo al 18 de mayo de 2016. ¿Qué sabe la historia de morderse las uñas? recupera imágenes inéditas de la Brigada Abraham Lincoln filmadas en los frentes de Guadalajara, Teruel y Ebro realizadas por su cámara Harry Randall. La música de fondo es de Conlon Nancarrow, miembro también de la Brigada Lincoln. A las imágenes originales tomadas en la plaza del Torico de Teruel se superponen en sucesivos fundidos imágenes del presente, haciendo que la historia en blanco y negro emerja del tiempo para volverse presente en color. Una vez más aparece la idea de arqueología como recuperación de los espacios de la memoria mediante la identificación y superposición de estratos temporales. El arte al servicio de la memoria como herramienta capaz de excavar y sacar a la luz el pasado en gama de grises para transformarlo en color y poner en evidencia los estratos superpuestos y enterrados en un tiempo mudo al que se le devuelve la voz. La trayectoria artística de Francesc Torres refleja el interés constante desde el comienzo de su carrera por la Guerra Civil, por un lado, y una depuración de las ideas y propósitos por otro, quedando cada vez más claro cuáles son sus objetivos y las razones que llevan al artista a hacer lo que hace. En los trabajos de Frances Torres no hay lugar para la duda ni la ambigüedad, porque se encarga de dejarlo 59


bien claro. Oscura es la habitación donde dormimos cuenta con una presentación emotiva y contundente que sirve como declaración de principios. Así, la obra de arte, no deja otro resquicio que el de su propia existencia y la función para la que ha sido producida. Los textos no solo sirven aquí para contextualizar, sino que amarran las imágenes para que estas signifiquen aquello para lo que fueron construidas.

La fotografía no existe Clemente Bernad (Pamplona, 1963) escribe en Desvelados (2011) que “el contexto es decisivo en toda circunstancia. Es fundamental comprender que la lectura de cualquier fotografía está completamente determinada por su contexto. Es decir, es necesario saber quién la muestra, dónde la muestra, en qué condiciones y con qué intenciones se muestra para poder analizar cuáles van a ser sus significados en cada momento”. Al contrario de los trabajos de María Bleda y José María Rosa Campos de batalla. España (1994-1996 / 1999), To Face de Paola De Pietri o Huellas de Humberto Rivas, privados de una contextualización que determine el significado y la proyección de esas imágenes, dejándolas de algún modo a la deriva y al albur de interpretaciones abiertas que no solo pueden alejarse de la intención primera del productor, sino contradecirlas e incluso tergiversarlas. Si estos trabajos carecieran de un contenido y una intención tan específicas y con tantas implicaciones como la guerra y sus consecuencias, el problema sería menor. Desde un registro estrictamente estético poco habría que objetar a las posibles lecturas que, desde cualquier disciplina o metodología, podrían ser objeto. Renunciando a un perfil tan afilado 60


como la guerra y el dolor de la guerra y sus implicaciones históricas y sociales, sería posible afirmar de manera general a propósito de la lectura de una imagen que la fotografía no existe. Una fotografía empieza a tener visibilidad a partir del momento en que es vista. Es en la interacción entre imagen y mirada donde se construye la imagen, en la tierra de nadie que se sitúa entre sujeto y objeto. A fin de cuentas, no es la mirada lo que importa sino la visión, como explica el esquimal en el anuncio “Blind” de PlayStation 2 rodado por David Lynch. La intención del autor es una más entre las posibles lecturas. Como recuerda Ferdinando Scianna en Etica y fotogiornalismo (2010) “La función ideológica de una fotografía, no precisamente en este caso sino en cualquier imagen, viene generado por el ‘texto’ que virtualmente cada una de ellas contiene. En el caso de la fotografía el texto que llevaba en mente quien la ha hecho y sobre todo la interpretación que otorga a esa imagen quien la usa y la recibe”. La percepción es cultural, condicionada y reducida a cada individuo y sus circunstancias intelectuales y biográficas. Solo podemos ver aquello para lo que hemos sido formados, para lo que estamos preparados. Es posible abandonar una imagen al espacio ilimitado de la hermenéutica visual, siempre y cuando el emisor de ese mensaje visual esté dispuesto a aceptar cualquier lectura que su imagen pueda suscitar. Porque los lectores de imágenes, al igual que los lectores de libros, tienen todos los derechos, inalienables, asegura el decálogo de Danniel Pennac en Como una novela (1993). Ahora bien, si el escritor de imágenes encierra la pretensión de dar a su narración un sentido más perfilado y encauzarlo en una dirección precisa, tendrá que tomar cartas en el asunto y proporcionar al lector al menos una brújula con la que 61


orientarse en su geografía, teniendo en cuenta, además, de la libertad irrenunciable de cada lector a leer lo que le venga en gana o lo que le permiten sus propios condicionantes como lector. La percepción, además de cultural, es irreductiblemente personal y colectiva a un tiempo. Tal y como explica Serge Tisseron en su artículo “Education aux images: Pourquoi? Comment?” (2002), el espectador aislado no existe. Las imágenes son recibidas socialmente, y “la opinión personal de cada uno de los espectadores se desvanece con frecuencia ante la necesidad de cada cual de sentirse en conformidad con la opinión del grupo para evitar el riego de aislamiento”. La lectura social impone unos códigos de lectura a los que los lectores se someten a la fuerza o voluntariamente. La exposición Huellas de Humberto Rivas lleva implícita una lectura social que, con cierta candidez e incluso irresponsabilidad, presupone la complicidad de cierto público y una dirección bien precisa. Lo cual es mucho suponer. Porque no hay fotografías ingenuas, afirma Vilém Flusser en su Filosofía de la fotografía (1993). Y ese error está en el origen de la dificultad implícita que cada individuo y cada curador tiene en la interpretación de una imagen. Nunca estamos a salvo, como señala Tisseron en el artículo citado, de confundir las imágenes con la realidad, por un lado,, y también nuestras imágenes psíquicas con la realidad, o lo que es lo mismo, lo que veo, que no es otra cosa que lo que puedo ver, con lo que las imágenes nos muestran del mundo y con el propio mundo. En Desvelados (2011), Clemente Bernad quiere evitar este problema. Por eso insiste desde el principio en fijar con claridad el contexto de las imágenes y determinar cuestiones clave como “quién, dónde, en qué condiciones y con qué intenciones” se expone una imagen a la lectura pública para 62


determinar cuáles van a ser sus significados. Para ello, no solo él como autor baja al ruedo para dejar claro, al menos, cuáles han sido sus intenciones en Desvelados, que reivindica como un trabajo de carácter decididamente “documental de carácter real” y comprometido con unas ideas y un propósito, el de bajar a pie de fosa donde fueron enterrados en cunetas las miles de víctimas del franquismo y “mostrar el horror de la muerte y de la depravación humana de manera que sea posible sentir el asco y el desprecio por aquellos crímenes injustificables”. En este sentido Clemente Bernad no ahorra medios. Y para completar el “texto” de sus imágenes, se hace acompañar del discurso polifónico de la literatura, la sociología, el periodismo, la medicina legal o la arqueología, con el objeto de acotar y amarrar las imágenes para que en ningún caso partan a la deriva en el océano de las miradas. En Desvelados recorre y documenta las exhumaciones de un considerable número de fosas repartidas por distintos lugares de España. Se trata de diferentes espacios, diferentes fosas y diferentes familiares, pero se trata siempre de la misma fosa y de similar emoción compartida. La puesta en página no sigue ni orden cronológico ni tampoco una agrupación geográfica, sino que la crónica se presenta como una única narración en el presente gráfico del libro abierto al lector. La elección de imprimir las imágenes a sangre ayuda a crear un espacio que envuelve al espectador y lo sumerge intensificando el contenido de las imágenes y la presencia de los familiares. La narración se articula en la alternancia de tomas del proceso de exhumación y detalles encontrados con la reacción de las familias que asisten a los trabajos de excavación. La atmósfera final conseguida es espesa, tachonada con tomas generales que casi se convierten en paisajes concediendo un respiro a la narración. Primerísimos planos 63


de restos y cráneos boquiabiertos se repiten a modo de estribillo lúgubre. La crudeza de algunas imágenes, los huesos de una mano que todavía sostienen su alianza, otra mano más adelante sujetando un antiguo retrato impreso en cerámica, quedan dulcificadas gracias a una pulcra presentación estética. Las protagonistas del dolor son en su mayoría mujeres de mirada ausente, en pie junto a la fosa o acuclilladas junto a unos restos que emergen de la tierra, y ponen el acento en esa necesidad de memoria rescatada. Junto al libro Desvelados Clemente Bernad realiza un vídeo titulado Morir de sueños donde la historia de María Alonso, fusilada en 1936, articula una narración donde se alternan imágenes de la excavación de una tumba, las mediciones y pruebas de los restos exhumados con citas de la España contemporánea. La historia de María Alonso y su único pendiente, narrada con la voz del poeta Juan Carlos Mestre, y con la letra de la canción de Bob Dylan, Blowing in the Wind, son el escenario para narrar la historia de una persona que recupera su identidad, y donde los dos pendientes reunidos al fin, el que María Alonso llevaba puesto el día que la fusilaron y el que su hermana conservó todos los años hasta la exhumación de sus restos, son una metáfora del tiempo que cierra su círculo rompiendo el silencio y el olvido. Incluido en su proyecto Archivos de archivos (19982006) Monserrat Soto (Barcelona, 1961) realiza la videoinstalación Secreto 1. Las fosas comunes de la Guerra Civil española (2004). En el catálogo que acompañó la exposición en Centre d’Art la Panera aparecen algunas fotos documentando la exhumación de la tumba y algunos retratos de los familiares que aportan su testimonio. Una vez más se repite el salto generacional que se vuelve principio activo y desencadenador: este Secreto 1 arranca con una carta de la propia 64


Monserrat Soto dirigida a la Asociación para la recuperación de la memoria histórica solicitando información sobre su abuelo, supuestamente enterrado en la fosa común de Villamayor de los Montes, la misma fosa que sirve de denominador común a los trabajos de Clemente Bernad Desvelados y Francesc Torres Oscura es la habitación donde dormimos. La video-instalación renuncia a un planteamiento documental apostando por una estética que escenifica mediante el recurso del cache e imágenes fijas sepia la fantasmagoría de la memoria. Las voces en off de los hijos de Pablo Pérez Cuesta, y abuelo de Monserrat Soto, reconstruyen la historia. A modo de estribillo visual el retrato de una de las hijas, Máxima, madre de la autora, primero de espaldas, acostada en la tierra de la fosa y por fin de frente, va pautando la sucesión de imágenes hasta el final. Previamente y a modo de colofón, una voz recita un sencillo poema que repite como un eco luctuoso, “estas son las fosas del silencio”. La videoinstalación se cierra con el retrato frontal de Máxima, que mira a cámara en silencio. Desde un formato periodístico, Desaparecidos (2011) de Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959) hace un repaso de un buen número de países y continentes que tienen como denominador común haber sido objeto de violencia y muerte en vastos sectores de la sociedad: Chile, Argentina, BosniaHerzegovina, Colombia, Guatemala, Iraq, Camboya y, por supuesto, España. El libro está dividido en secciones que agrupan las declinaciones de la agresión, del dolor, de la muerte, de la memoria: Centros de detención, Memoria, Objetos, Búsqueda, Exhumar, Bodegas, Identificar e Inhumar. La intención del trabajo es reivindicativa, y denuncia no solo la violencia ejercida sobre las víctimas, sino el derecho de los que la han padecido a la denuncia, por un lado, y de los 65


familiares a la recuperación y el duelo por los familiares desaparecidos y, en algunos casos, exhumados, identificados y recuperados. En la sección Memoria, unas madres posan ante la cámara de manera sobria sujetando en las manos el retrato del familiar desaparecido. Mediante el lenguaje del fotoperiodismo, Gervasio Sánchez no solo muestra sino que reivindica el derecho de los familiares a saber. De este modo, los retratos y grabaciones dan voz a la huella de la violencia que se manifiesta en el ejercicio de la memoria. El libro contiene una parte final dedicada exclusivamente a esa misma problemática que España comparte con esos otros países, poniendo el acento en las dificultades manifiestas para llevar a cabo y solventar un problema que sigue pendiente, sin resolver, a pesar de los esfuerzos de los familiares de los desaparecidos en la Guerra Civil española. Gervasio Sánchez documenta las exhumaciones en diferentes puntos de la geografía: La Puebla de Cazalla (Sevilla), Cetina (Zaragoza), Destriana de la Valduerna (León) y Ablitas (Navarra), con un planteamiento y una estética próxima al documentalismo de Francesc Torres, Clemente Bernad y Monserrat Soto. Estos fotógrafos hacen hincapié en el ejercicio de la memoria como derecho ante una situación histórica irresoluta que España arrastra como un lastre histórico afectando a la buena salud de una democracia a la que le falta tiempo para madurar, crecer y erradicar viejos tics heredados de una sociedad que ha crecido en el temor al Estado, a la Justicia, a la policía, y a Dios. Desaparecidos, de Gervasio Sánchez, tiene además la virtud y la ambición de ampliar el horizonte, de hacerse solidario y poner de manifiesto un drama que tristemente se extiende por los cuatro continentes. 66


Iconódulos e iconoclastas Bajo la epidermis de la ciudad se esconden otras ciudades, pues “a veces —escribe Italo Calvino— ciudades diferentes conviven en el mismo suelo y bajo el mismo nombre”, que no siempre asoman entre los cascotes de las crónicas. Martí Llorens en su proyecto Viaje a Icària. Barcelona 1987-1992 revisita la ciudad que existió en el frente marítimo de Poblenou. Y escribo revisita porque su trabajo, entre lo documental y la recreación, no pretende restituir lo que ha sido, sino actualizar en el presente la memoria de lo que fue. Su trabajo hace que las imágenes de la destrucción de la línea marítima de Poblenou para construir la Villa Olímpica tengan sentido hoy, pero no como rememoración de algo que existió, sino como presente de una realidad visual que no se superpone al pasado o lo evoca, sino que convive con el presente gracias a la particular relación que la técnica utilizada por Martí Llorens origina como discurso de conocimiento, como manera de captar y de entender el tiempo y lo que nace en ese tiempo. En el trabajo de Martí Llorens conviven dos formas de pensamiento, que acarrean dos maneras distintas de ver el mundo, de nombrarlo, de comprenderlo, basada en la relación que se establece entre el fotógrafo, el instrumento óptico y el asunto, es decir, entre la técnica y la manera de ver lo que hay al otro lado de esa técnica y sus resultados, que vienen de vuelta condicionando a su vez la relación del hombre (del fotógrafo) con la máquina y con el mundo. Esa reflexión metodológica y fotográfica gira en torno al uso en la documentación de las obras de derribo de la barriada de Icària en el Poblenou de dos cámaras técnicamente diferentes que implican dos formas de pensamiento 67


radicalmente distintas, la cámara de 35mm y la cámara estenopeica. Una y otra técnica narran la historia de ciudades invisibles diversas, y su puesta en escena del tiempo transcurriendo y su actualización en el presente también son diferentes. La mirada de Martí Llorens no es arqueológica porque no se propone restituir ni rehabilitar nada. Su trabajo mira desde el presente en el presente. Es una mirada temporal, en el más estricto sentido de la palabra, porque sigue fluyendo. Para explicar las consecuencias epistemológicas que acarrea el uso de una cámara o de otra, Martí Llorens recurre a Martin Heidegger y en particular su conferencia “La pregunta por la técnica”. La reflexión de Llorens, como fotógrafo y como pensador de la fotografía, va más allá de unos resultados concretos para hacer extensible su trabajo, en la práctica y en la teoría, al conjunto de la fotografía como práctica. En este sentido, Martí Llorens es un investigador de procedimientos fotográficos históricos como el negativo de papel encerado. Su trabajo, lejos de ser anecdótico y dejarse deslumbrar por los resultados, es la consecuencia de un largo camino en el ejercicio del oficio de fotógrafo que lo ha conducido desde pie de obra, en el más estricto sentido de la palabra, a los andamios del pensamiento visual. Dicho de otro modo, Martí Llorens es un profesional que sabe de lo que habla porque conoce el oficio desde la disciplina más aplicada, de modo que su trabajo lo ha conducido a la reflexión, al estudio de procedimientos fotográficos históricos (su biblioteca de primeras ediciones sobre fotografía del siglo xix es espectacular), y a tomar una actitud militante, tanto en la teoría como en la práctica, con resultados firmes. Es muy tentador abandonarse, por ejemplo, al colodión húmedo como ejercicio de estilo dada la espectaculari68


dad de los resultados del procedimiento. Pero la cuestión no está tanto en la belleza y el impacto que este procedimiento despierta en el espectador, sino en la actitud y la finalidad de optar por una práctica u otra como forma de ver el mundo, y por lo tanto de nombrarlo, y por consiguiente de comprenderlo y ordenarlo. Podemos detenernos en la belleza de las imágenes estenopeicas de Poblenou, con su atmósfera fantasmagórica y la escenificación del tiempo que aparece por los condicionantes propios de los tiempos de exposición que requiere. Estéticamente ofrece un resultado seductor. Sin embargo, lo que Martí Llorens se propone con este proyecto inmenso sobre la transformación del litoral marítimo de Poblenou para su conversión en la Villa Olímpica, es una reflexión que va más allá de lo estético para adentrarse y poner el acento en la relación del hombre con la técnica y los condicionantes que esa relación tiene con el pensamiento y su manera de interpretar el mundo. Esta relación con la técnica sería comparable a la del nacimiento del ruido. Solo podemos hablar de ruido a partir del momento en el que las máquinas rompen el equilibro entre hombre y trabajo, para establecer una nueva relación entre hombre y máquina que tiene como consecuencia la producción de ruidos, en su sentido más industrial, que van mucho más allá de toda dimensión humana de producción y de comprensión. El chirrido de los ejes de una carreta cantado por Atahualpa Yupanqui no es ruido, como no lo es un mallo golpeando un hierro rusiente sobre el yunque, o un azadón hundiéndose en la tierra. El palo flamenco del martinete, esa escena de la película Zatōichi (2003) de Takeshi Kitano donde unos agricultores hacen música con el ruido de sus azadones, o las múltiples variantes de los ritmos in69


terpretados por los Stomp, ilustran la diferencia entre música y ruido. Se trata de ruidos que el hombre es capaz de producir con sus propias manos, y por consiguiente tienen una dimensión humana. El ruido como tal nace con la máquina. El ruido producido por un molde industrial por inyección es brutal, ensordecedor, para el que tiene que estar al lado alimentando con plástico al monstruo. Los motores de un Airbus están muy lejos de toda dimensión humana. Por eso son ruidos, y como tales hacen imposible el pensamiento. En el 787 tiene lugar en Constantinopla, la antigua Bizancio y actual Estambul, el segundo concilio de Nicea. Allí los intelectuales del mundo cristiano debaten, entre otras cosas, sobre la licencia de producir imágenes de Dios y la posibilidad de rezar ante ellas. Las tres grandes religiones monoteístas del mediterráneo, la judía, la cristiana y la musulmana, prohíben hasta entonces las imágenes. En el decálogo que Yahvé dicta a Moisés en el monte Sinaí queda bien claro, no te harás imagen alguna. Los teólogos de la iglesia de Roma van a encontrar sin embargo una estratagema para justificar y transformar la idolatría en culto a las imágenes. El debate abierto sobre imago e idola entre inconódulos e iconoclastas, entre fotógrafos documentales y artistas, todavía hoy sin resolver en el ámbito de la fotografía, en torno a la representación de Dios en imágenes, se resuelve a favor de los iconódulos gracias a la argumentación teológica de la encarnación. Si para judíos, musulmanes y cristianos Dios es Verbo, Palabra, a partir del segundo concilio de Nicea, la encarnación de Dios en hombre sirve para justificar la posibilidad de rezar a una imagen porque lo que se venera no es la imagen en sí sino su prototipo. Para los iconoclastas la imagen es solo una representación, una mentira, y su adoración idolatría que merece un castigo. 70


En esa estratagema justificativa está el germen del arte occidental y gracias al triunfo de los inconódulos en el 787 tenemos museos bien surtidos de obras de arte. El precio que ha de pagar Dios para encarnarse, es decir, para tener un cuerpo y dejarse ver, es la muerte. Ser imagen es volverse tiempo. La fotografía, por el vínculo inseparable que tiene con su prototipo, pues sin manzana no hay foto de la manzana, tiene esa dimensión fetichista y trágica que la vincula con el tiempo y con la muerte más que cualquier otra forma de representación. Y los usuarios y protagonistas de esas fotografías lo saben. Martí Llorens ha tenido la habilidad, además, de presentar ese trabajo mediante una artimaña formal que permite que el espectador se sitúe fuera de la acción y contemplar de manera simultánea ambos acontecimientos, el de la cámara de 35mm y la estenopeica. De esta manera, al ver el acontecimiento, ambas técnicas actuando y su resultado en un montaje muy didáctico, podemos hacernos una idea del interés y de la complejidad del proceso, cuya filosofía viene ejemplificada de esta manera mediante un recurso tan eficaz como sencillo. Por otra parte, admitamos también que las imágenes de Poblenou realizadas con la cámara estenopeica tienen esa belleza característica de las imágenes con falta de definición, y los momentos del derribo superpuestos en velos de tiempo, generan un sentimiento de desolación y tristeza, el mismo que podemos experimentar ante cualquier acontecimiento que actúa como crónica de una desaparición, inalcanzable para la inmediatez de la cámara de 35mm. En este sentido, Viaje a Icària no responde a un planteamiento arqueológico porque no aspira ni a recuperar ni restituir el pasado. Lo que se propone es una reflexión 71


visual desde el presente hacia las imágenes estenopeicas como presente también, que a su vez son la representación, o mejor dicho, la visualización del tiempo en constante devenir. Esas imágenes son el presente sin parar de acontecer. La técnica, en este caso, se adecua y narra el proceso de desaparición de Poblenou.

No te harás imagen alguna Salimos al puerto desde casa de Martí Llorens y enfilamos al taller. Me gusta siempre que pasamos por delante de Santa María del Pi, donde escucho las guerras de Martí. El fuego. Hazañas bélicas y sucias. El rosetón estampándose contra el suelo y las paredes ennegrecidas. Atravesamos Vía Layetana. Xavier Miserachs. Será siempre la Vía Layetana de Xavier Miserachs, la que también conducía en la noche al adolescente deslumbrado que fui hacia Zeleste, en la única ciudad donde se podía respirar aire fresco. Llegamos a la plaza del Pi y Martí Llorens me cuenta la historia de una antigua pintada difuminada que ha sobrevivido a la pulcritud de la historia, a los circuitos turísticos, a los flashes, al pantomaca y pernil para guiris disciplinados y obedientes, al remozo de la modernidad para pijos y aspirantes llegados de toda la España de los españoles e incluso de más allá. El tiempo arrastró la cal y desveló la carne de la historia, y dejó al descubierto la Plaça del milicià desconegut. La voluntad museística del ayuntamiento restauró la pintada incorporándola al centro de interpretación de la memoria. Me han gustado siempre los estudios de mis amigos. El desorden aparente. Los cachivaches. El olor a disolvente y aceites y los chorretones en el mono de Repsol del pintor 72


Pepe Cerdá. El laboratorio de un fotógrafo huele muy distinto. A limpio. El revelador, el fijador, el sonido del agua corriendo permanentemente como en un patio fresco al abrigo del sofoco. Y sin embargo el colodión húmedo mancha. El nitrato de plata ensucia terriblemente. El estudio de Pepe Cerdá huele a materia y el estudio de Martí Llorens huele a limpio. Y ambos espacios están húmedos. Cruzamos la Rambla para enfilar hacia el Raval. “Todas estas señoras y macarras son figurantes —bromea Martí— a sueldo del ayuntamiento de Barcelona, para dar ambiente y un toque pintoresco, homenaje a Joan Colom”. Testimonio, residuos orgánicos de lo que fue el puterío y la fritanga del barrio Chino. Todavía se sigue comprando y vendiendo amor en los alrededores de la Boquería. Será que el amor termina oliendo siempre a fritanga y sobaquina. La calle Riereta está al final casi del Raval. Se entra por un gran portalón de hierro. A la izquierda de un patio inmenso, para carruajes y camiones, una escalera ancha de piedra con peldaños desgastados. La planta calle sirve de centro de operaciones a un grupo de jipis empresarios que imparten cursos acelerados de capoeira para niñas que, a lo que quieren darse cuenta, se ven despernancadas bajo el ímpetu muy cool de un joven entrado en años que no deja de repetir en babuchas, “tranquila que yo te quiero, cariño”. “Eso tendríamos que hacer —asevera con sorna Martí Llorens—, cursos de yoga y capoeira y fiestecitas y duchas con manguera al aire libre de la terraza, que además de ganar dinero se liga mucho, en lugar de perder el tiempo y coger resfriados y mala leche y broncas”. Venimos para hacer un retrato mediante la técnica del colodión húmedo. Aunque todavía no lo sé, digo vamos porque el objeto que se obtiene mediante el procedimiento 73


del colodión húmedo no es una fotografía, y en esta experiencia visual han de implicarse y participar de forma activa todos los protagonistas de la sesión. A un lado y otro del ojo ciclópeo de la cámara. No es llegar y pum. Poner cara de foto y se acabó. No. Una placa de colodión húmedo nada tiene que ver con una instantánea. Es un ritual. El colodión húmedo es una técnica que inventó Scott Archer hacia 1851 y perduró unos cuarenta años. Se trata de un procedimiento para la obtención de negativos sobre placa de vidrio. Si la placa es subexpuesta en el momento de la toma, se obtiene un imagen negativa que colocada sobre un fondo negro, aparece como positiva. También se puede realizar sobre una placa de vidrio ya tintada de negro, obteniendo de esta manera un positivo directo. En ambos casos se trata de un ambrotipo. También puede usarse como base una placa de latón con una de las caras lacada en negro, menos frágil y más económica que el vidrio. En este caso se conoce con la denominación de tintype o ferrotipo, aludiendo a su soporte metálico. Vamos a viajar en el túnel del tiempo para revivir una experiencia única. Estamos en la segunda mitad del siglo xix, unos años clave en los que ocurre todo lo que va a suceder inmediatamente después hasta ahora mismo, cuando se fraguan voces fascinantes de la literatura que poco después desembocarán en las vanguardias: Remy de Gourmont, Marcel Schwob, Jules Renard, Gilbert Keith Chesterton, Walter de la Mare, Robert Louis-Balfour Stevenson... Rebecca Mutell y Martí Llorens llevan años estudiando, conjurando técnicas históricas. Cientos de fracasos, pruebas, dudas y, por fin, aquí estamos. Al fondo del estudio, junto a un gran ventanal, se agrupan los artilugios de la puesta en escena. Una peana 74


alta cubierta de tela negra para tener un lugar en el que encontrar la inmovilidad necesaria, apoya cabezas, un sillón… porque el primer desafío para el retrato al colodión consiste en posar. Poner. Hay que estar dispuesto a ofrecerse. El colodión no puede robar nada, ha de contar con el consentimiento del que se da en imagen porque requiere unos segundos de inmovilidad. Cuatro, cinco, seis… en función de la luz, del tamaño de la placa, de la apertura del objetivo. Seis segundos mirando sin pestañear es mucho tiempo. Comienzan los preparativos. Martí dice que tome posición. Me coloca en pie, apoyado en la peana, ligeramente inclinado hacia delante para conservar un equilibrio estable, inmóvil. Cualquier duda, insignificante, podría echar por tierra la sesión. En mis manos está ser capaz de construir con nitidez la imagen que soy. De mí depende si quiero ser imagen o nebulosa, si tengo los arrestos para aguantar el empujón del tiempo. Y puedo asegurar que cuando Martí ordena con voz firme y potente “vamos allá que nadie se mueva” lo que me está pidiendo es la valentía de encontrarme en la soledad de mí mismo, dejarme vencer por lo que soy y darme en imagen, darme de bruces y encarnarme. La encarnación no es otra cosa que el tributo de Dios y la promesa de la vida eterna. Hacerse cuerpo y mortal, hacerse visible e imagen, para morir y vivir sin límites. Porque doy fe que en ese instante vertiginoso a partir del cual se hace el silencio y se abre la espera, y dejo hasta de respirar para encontrarme yo mismo y mi imagen, el tiempo me traspasa. Martí me dice la manera de encontrar una posición cómoda echando el peso del brazo sobre la peana, apoyando un pie en un cajón. Me pide que levante la mano y me sujete el brazo, la mano grande de mi padre. Me sorprendo muchas veces mirando las manos de mi padre en mis propias 75


manos. “Habla si quieres pero quédate ahí quieto”, me dice. Se acerca con el fotómetro. Mide y calcula a ojo el tiempo que tendrá abierto el objetivo. Se esconde bajo los faldones negros del cajón de una cámara de gran formato con ópticas sistema Petzval de finales del xix especiales para retrato. Está enfocando. “El fotógrafo de jardín —escribe Ramón Gómez de la Serna en una de sus greguerías— toma aspecto de toro bravo cuando se mete debajo del paño negro y parece embestir con el unicornio del objetivo. Un día sucederá que el matador de toros aproveche ese momento y se tire el lance de matarle a bastón”. La luz entra del lado derecho por un balcón enorme. Un corcho blanco a la izquierda compensa y suaviza el contraste de las luces. El colodión solo reacciona a la luz ultravioleta. Por eso hay que atinar con la hora del día en función de la luz. La luz ultravioleta es capaz de penetrar hasta tres capas por debajo de la superficie de la piel, lo cual significa que hay tatuajes que según las condiciones de luz desaparecerán en la imagen del colodión si no han penetrado más allá. Significa también que la imagen que veremos al final del ritual no somos nosotros sino aquel otro en el que vamos a convertirnos. Por un momento envejecemos años. Entretanto Rebecca Mutell trabaja en retaguardia sensibilizando la placa de vidrio con el colodión. Lo primero que hace es limar las esquinas, limpiar y pulir la superficie del vidrio. Prepara la emulsión sensible con colodión, una mezcla de algodón con ácido nítrico, más bromuro potásico, yoduro amónico, éter y alcohol que vierte sobre el vidrio con precisión devolviendo el líquido restante a la botella. A continuación sumerge la placa en nitrato de plata y agua destilada. Tras unos minutos saca la placa y la monta en el chasis de la cámara. Este proceso de sensibilización se hace 76


con luz roja. A la señal de Rebecca todo se pone en marcha de forma irreversible. De repente la agitación. Los gestos son precisos. Firmes. Sale del laboratorio, pasa el chasis con la placa sensibilizada a Martí que lo monta en la cámara. Retira la tapa protectora. Verifica que todo esté en su sitio. Los gestos tienen lugar sin intercambiar palabra. Con rapidez y precisión. De manera coordinada. Pide silencio. “Quieto”, me dice. Se sitúa en pie junto a la cámara. Nadie respira. El aire se tensa. El silencio es absoluto. Destapa el ojo del cíclope. Y cuenta. “Uno, dos, tres, cuatro…” Vuelta a cerrar el objetivo y empiezan de nuevo las carreras. Siempre con luz baja, Rebecca se dispone a verter el revelador sobre la emulsión ya expuesta con la imagen latente. En su mano izquierda sujeta la placa de vidrio. Con la otra vierte lentamente una mezcla de sulfato ferroso, alcohol y agua, y con un preciso movimiento de muñeca consigue que el revelador se extienda por toda la superficie de la placa hasta los bordes del precipicio. A esto se le llama hacer la ola. El ímpetu de la primera embestida se desparrama por la superficie del vidrio como una ola auspiciada con precisión y habilidad por el juego de muñeca de Rebecca. Hacer un colodión tiene todos los ingredientes de un trabajo artesano. El conocimiento de las manos. Como ligar un pilpil o saber voltear las claras montadas con el chocolate en una mousse para que no se hunda el aire y se mantenga la ingravidez de la espuma. Se derrama agua corriente sobre la placa. Ya puede encenderse la luz. Solo queda fijar la eternidad con cianuro potásico o hiposulfito, con cuidado de no cometer errores en la manipulación por la peligrosidad de los componentes. La imagen emerge oscura, desde el pozo del futuro hasta el 77


presente. Volver a lavar. Dejar que la placa de vidrio escurra el agua y se seque. El último detalle, barnizar con una resina que tiene nombre de viajes transatlánticos en poderosos y frágiles veleros de papel, goma sandáraca, alcohol y aceite de lavanda. Rebecca repite una segunda ola. Seca y detiene la imagen para siempre con una llama. El fuego pone el punto final. Otro detalle clave afecta a la conjunción de los tres elementos básicos que intervienen en el ambrotipo, el colodión, el nitrato de plata y el revelador. Los tres han de estar en sintonía. Esto quiere decir que nuevos no funcionan. Han de compartir la experiencia del uso, del desgaste, del cansancio, del hábito que convierte el gesto en una palabra sin necesidad de palabras. El colodión joven hay que envejecerlo con colodión viejo. El nitrato de plata hay que activarlo al contacto con una placa de colodión. Hechas las presentaciones, sintonizadas las rutinas, la combinación de los tres elementos reacciona. Misterioso. Sorprende, en estos tiempos de imagen digital, de infografías, de virtuosismo gratuito y manipulaciones innecesarias, la recuperación y el auge de las técnicas antiguas. ¿Por qué? Siempre que ha irrumpido en la historia de la comunicación una nueva herramienta, agoreros y turiferarios han anunciado a bombo y platillo la muerte del teatro a manos del cine, el descalabro del cine avasallado por la televisión, la desaparición de la correspondencia epistolar con la irrupción del correo electrónico. Nada más lejos de lo que finalmente termina ocurriendo y, desde luego, nada que ver con lo previsto en la bola del futuro de los adivinadores. Lo cierto es que, ante la irrupción de un nuevo medio de comunicación, el sistema de equilibrios se trastoca y el teatro, el cine, la televisión y la carta han de encontrar un sitio 78


nuevo. El colodión como práctica fotográfica generalizada desapareció a finales del siglo xix, substituido por la placa seca de gelatinobromuro, procedimiento que ha dominado la fotografía hasta la irrupción de la imagen digital. Y es ahora, precisamente, cuando más fácil resulta el acceso a la representación de nuestro acontecer, que más vulnerable y efímera se ha vuelto la imagen. Vulnerable, por un lado, porque nada más inestable y frágil que el soporte digital. Basta con escuchar los quebraderos de cabeza que asedian a los conservadores y la digitalización de fondos fotográficos. Para destruir una imagen en soporte analógico, del tipo que sea, hace falta mucho empeño, y siempre queda algo. Que un archivo digital se dañe es relativamente fácil, y el menor daño hace irrecuperable la totalidad de la información. Estamos obligados a actualizar esos archivos si no se presta cuidados al protocolo de los escalones que separan los sistemas operativos impuestos los monopolios informáticos. Efímera porque con las cámaras digitales, compactas primero y los teléfonos móviles después, estamos asistiendo a la pérdida irreparable de nuestra memoria social. Nuestros álbumes están formados por copias en papel con una larga durabilidad, y nunca además se tiraban las fotografías, por muy malas que en su momento nos pudiera parecer. Al volver hoy al álbum o la caja de zapatos, como cuenta Paul Auster en “Portrait of an Invisible Man” (1982) cuando el protagonista llega a la casa del padre muerto a ordenar sus cosas, descubrimos con asombro y felicidad viejas imágenes que a la luz del presente cobran un sentido nuevo, sorprendente, cómplice y arrebatador. Todas las imágenes de móviles y cámaras compactas se perderán para siempre como lágrimas en la lluvia. El siglo xxi estará marcado por un paréntesis de vacío inconmensurable de nuestra historia 79


visual. Se trata, pues, de una doble pérdida. Y en esa inmaterialidad digital reaparecen con fuerza tanto las técnicas antiguas como las copias analógicas en papel para dar respuesta al sentido primigenio de la fotografía, la espera. Lo que distingue esencialmente a la imagen analógica de la imagen digital es el tiempo de espera. Esperar el momento del día para contar con la complicidad de la luz. Medir la luz, optar por un diafragma y una velocidad, enfocar y disparar exige un tiempo, mayor o menor en función de las circunstancias y la habilidad de fotógrafo, pero es la relación de control y de poder entre la máquina y el artesano lo que está en juego y el tiempo invertido. La imagen queda registrada en la película y hay que esperar el momento del revelado del carrete. Enrollar una película a oscuras en la espiral del tambor, llenarlo de revelador a la temperatura adecuada o elegida, en función de los resultados que queramos obtener, con negativos más o menos duros, pensando ya el positivado posterior, y respetar los tiempos agitando suavemente el tambor. Esperar a que la película se seque. Exponer la imagen y elegir los tiempos de exposición. Sumergir el papel en la cubeta con el revelador y esperar de nuevo y asistir a la magia de la imagen, que sube poco a poco de la nada nívea del papel al negro duro sin perder en el camino la gama de grises. Fijar. Para que la copia permanezca en el tiempo hay que dejar que se fije bien, e incluso fijarla dos veces. Lavarla en agua. Dejar que el agua corra y limpie la imagen. Ahí queda Ofelia, sumergida. Y esperar, de nuevo, a que el papel seque. Y a continuación, planchar la copia. Demasiada inversión de tiempo en los tiempos precipitados del disparo digital, condenada nuestra memoria a la opción borrar. La práctica digital elimina por completo los tiempos de espera. La voracidad de imágenes está a la altura del 80


frenesí con el que se destruyen. La experiencia visual se substituye por el gesto visual, donde el resultado es secundario. Y cuando la imagen nace con aspiraciones estéticas también sucumbe a esa tentación voraz. Muchas infografías parecen un exabrupto de la técnica. He oído decir a muchos fotógrafos que su laboratorio está ahora en la pantalla del ordenador. Es posible. Se trata, desde luego, de una herramienta extraordinaria. Pero una aplicación informática para manipulación de imágenes no es un laboratorio. El ordenador lleva implícita la renuncia al rito. Y la puesta en escena importa. Forma parte del espectáculo. Importa tanto el cómo llegamos al resultado como el resultado, porque la manera influye y modifica ese resultado. La célebre afirmación de Marshall McLuhan sobre la supremacía del medio en la práctica comunicativa es errónea. El medio no es el mensaje. El virtuosismo aburre. Las vanguardias más allá de las vanguardias terminan convertidas en ejercicios de estilo. En ruido. De un colodión húmedo, de una Hasselblad o de la pantalla de un ordenador, aunque los resultados pudieran confundirse con imágenes de la misma naturaleza, representaciones visuales, están muy lejos de pertenecer al mismo registro. Cambian los tiempos, cambia la mirada. La relación del hombre con la máquina y de la máquina con el sujeto dista mucho de ser la misma. Lo que el colodión propone no es tanto una imagen, que también, sino la experiencia de la imagen. El ambrotipo nos envejece porque pone en marcha lo que ya no somos haciéndonos testigos de nuestra evanescencia. Posamos ante el colodión para ser y dejar de ser. La profundidad vertiginosa, la materia espesa de un ambrotipo en nuestras manos. Somos en el colodión los residuos de la vida transcurriendo imparable, hasta vol81


ver de nuevo a la nada inconmensurable y eterna que es el olvido.

No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra Exodo, 20.4

Del material con el que se rellena un cráter El fotógrafo Ricard Martínez (Cerdanyola, 1962) lleva desarrollando desde comienzos del 2000 un proyecto bajo el título genérico de Arqueología del punto de vista, que consiste en seleccionar imágenes de la Guerra Civil en Barcelona, identificar los lugares donde fueron realizadas y proceder a continuación a diversas intervenciones en la calle situándolas en el emplazamiento mismo donde tuvieron lugar los acontecimientos que atestiguan esas fotografías. Combates, manifestaciones, muertos... Se trata de una práctica que abarca otros espacios históricos más allá de la misma Barcelona, aunque con la misma finalidad, y se engloba con el concepto genérico de retrofotografía. La idea se fragua en AtelieRetaguardia, un grupo de fotógrafos e investigadores afincado en una antigua fábrica textil construida en 1833 en el barrio barcelonés del Raval, que lleva a cabo un trabajo fundamental y único de investigación y práctica de la fotografía de creación empleando procesos fotográficos históricos, cuya alma mater fueron Rebecca 82


Mutell y Martí Llorens. El proyecto AtelieRetaguardia (20072012), tal y como queda explicitado en el catálogo que reúne la mayor parte de su colección hoy en los fondos del Museo Universidad de Navarra, expuestos en 2016, se formó inicialmente por Israel Ariño (1974), Martí Llorens (1962), Rebecca Mutell (1980) y Arcangela Regis (1974), incorporándose una vez formalizada la asociación Ricard Martínez (1962), que se desvinculó del grupo y del proyecto en 2009 para seguir su propia trayectoria, y más tarde Xavier Mulet (1961). Runa, que significa escombro, fue una instalación patrocinada por el Memorial Democràtic-Generalitat de Catalunya, y el Institut de Cultura de Barcelona, que fragua y se produce desde el entonces AtelieRetaguardia. Consiste en la identificación de fotografías tomadas durante los bombardeos de la ciudad entre el 13 de febrero de 1937 y el 25 de enero de 1939. Reproducidas en escala 1:1 se instalan en los mismos lugares donde fueron tomadas. En su mayoría se trata de imágenes de fotógrafos anónimos procedentes del Archivo Fotográfico de Barcelona, a excepción de una de ellas realizada por Robert Capa, donde puede verse un grupo de transeúntes que miran al cielo y observan lo que podemos adivinar como el ataque de aviones del ejército sublevado unos días antes de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Con ese mismo espíritu y otras imágenes Ricard Martínez monta un emotivo videopoema titulado Del material con el que se rellena un cráter (2007). Este montaje audiovisual incluye, entre otras fotografías, alguna de lugares fácilmente reconocibles como la Gran Vía de Barcelona, aunque en su mayoría espacios de banalidad urbana de difícil localización que ponen de manifiesto la dificultad, el esfuerzo y el trabajo de Ricard Martínez en la localización e identificación de las 83


fotografías. Del material con el que se rellena un cráter incluye la conmovedora instantánea donde puede verse un grupo de escolares jugando en la plaza San Felipe Neri, un bellísimo oasis urbano en mitad de Barcelona, que ponen en escena la masacre del 30 de enero de 1938, en su mayoría niños, con el estallido de una bomba. Las huellas de la metralla pueden apreciarse en los muros de la iglesia y las casas renacentistas que conforman la plaza. Sobre las imágenes en color de la ciudad contemporánea se superponen en un fundido muy efectivo las imágenes en blanco y negro de esos mismos lugares devastados por las bombas del ejército rebelde. En la página web de Arqueología del punto de vista pueden verse bajo este mismo epígrafe las localizaciones de otros lugares que completan el audiovisual arriba citado. Una de las intervenciones con mayor proyección es la que lleva por título Forats de bala, y consiste en la localización de los emplazamientos que Agustí Centelles fotografió en los enfrentamientos en Barcelona durante los primeros momentos de la Guerra Civil. La instalación reproducía célebres imágenes de Centelles en escala 1:1, los guardias de asalto que se parapetan tras unos caballos muertos en la esquina de Diputació con Roger de Llúria, 18 y 19 de julio de 1936, una de las imágenes más famosas de Centelles y de la Guerra Civil, y los hermanos Ascaso frente al cuartel de Altarazanas el 20 de julio en la rambla de Santa Mònica. La instalación fue patrocinada por el Memorial DemocràticGeneralitat de Catalunya, y Arts Santa Mònica, y coincidió con la exposición Agustí Centelles El camp de concentració de Bram en Arts Santa Mònica. La idea de Ricard Martínez es sumamente interesante y compleja. Se trata de un trabajo de actualización de la memoria poniéndola en escena en el ahora inmediato. De este 84


modo, pasado y presente conviven en un espacio atemporal donde el ciudadano se convierte en espectador y protagonista de la historia al irrumpir en un espacio imaginario del que forma parte sin quererlo, porque el substrato de la historia está ahí latente, lo quiera o no el paseante, y la instalación de Ricard Martínez no hace sino poner en evidencia, dar visibilidad a esa presencia desplazada a los sótanos de la historia y de la memoria, al tiempo que el mismo paseante es espectador de esa historia al poderla contemplar como pasado y como su presente. La intención de Ricard Martínez obedece, por una parte, a una actitud reivindicativa y contra el olvido. Es decir, aquellos lugares por los que transitamos de manera inconsciente esconden, encierran, son depositarios de una memoria trágica que las imágenes actualizan y hacen presentes en el ahora de la historia. Tratándose de una reproducción a tamaño natural y dispuestas exactamente en los lugares donde tuvieron lugar, el espectador se ve envuelto por partida doble en la representación y en la actualización que provocan esas imágenes, haciendo uso de la memoria y haciéndose memoria. El resultado tiene mucho de espectacular, en el más amplio sentido de la palabra. Por la espectacularidad del resultado, pues las fotografías en blanco y negro de Centelles del pasado se funden en el paisaje urbano en color del presente provocando una atmósfera altamente estimulante desde un punto intelectual, y visual al mismo tiempo, en el sentido en que la puesta en escena construye todo un espectáculo, a modo de los panoramas y dioramas prefotográficos, como un paisaje construido y fingido mediante formas y luces listo para la contemplación. Los peatones circulan junto a las imágenes de manera simbólica. A modo de memento, las instantáneas de 85


Centelles reinterpretadas por Ricard Martínez superponen el tiempo presente de los transeúntes al presente de los combates en las mismas calles que de forma cotidiana recorren ajenos a lo que allí tuvo lugar. Acontece una especie de estratificación temporal donde las fotografías juegan con la perspectiva en su colocación para confundirse con los escenarios del pasado y del ahora. La acción aparece así atravesada en una lectura que sincroniza los planos espacio-temporales actualizando la historia y reenviando el presente de los ciudadanos a un pasado latente en sus esquinas. Por su parte, Javier Marquerie (Madrid, 1969) consigue en Madrid qué bien resistes (2015) que los transeúntes del foro intervengan en la historia de la ciudad ajenos al acontecimiento fotográfico del que son protagonistas a pesar suyo, un recurso similar al utilizado por el fotógrafo ruso Sergey Larenkov y la Segunda Guerra mundial, en espectaculares imágenes del sitio de Leningrado, la defensa de Moscú, la liberación de Praga y Viena o el París ocupado. Marquerie, al igual que Ricard Martínez, toma como referencia imágenes de archivo de Madrid durante la guerra y, una vez realizadas las localizaciones, vuelve a fotografiar esos mismos lugares haciendo que las personas que transitan hoy se fundan en el tiempo mediante una interferencia que ajusta pasado y presente, blanco y negro y color. Los personajes fotografiados en el Madrid de hoy reaccionan ante el objetivo de la cámara ajenos a la historia de la que van a formar parte, y por supuesto ajenos a los acontecimientos que Marquerie conoce fotográficamente hablando, de modo que tienen lugar implicaciones a veces tan felices como dramáticas. Perfectamente integradas unas y otras, el blanco y negro y el color sirven para poner el acento en una frontera difusa donde los actores interac86


cionan a través del tiempo: unos soldados piropean a una chica en vaqueros y camiseta, un hombre camina gesticulando festivo junto a un cadáver que se desangra tirado en el pavimento, una pareja observa una mujer escapando de las bombas, los pasajeros del metro suben al vagón caminando por encima de los refugiados que descansan tirados en el suelo de la estación Banco de España, turistas y aborígenes toman el aperitivo ajenos y felices junto a los sacos terreros de la plaza Mayor. Javier Marquerie consigue fundir en la historia un presente que convive ajeno a ese dramatismo, con una sencillez extremadamente eficaz que evidencia la tragedia de la historia y del olvido. Barro rojo, presentado en PhotoEspaña 2017, es un trabajo con motivo de los ochenta años de la batalla de Brunete. El fotógrafo revisita los enclaves de la batalla desde el punto de vista del gobierno legítimo republicano fotografiando en tiempo real los lugares y las acciones que tuvieron lugar durante la batalla, con tan buena fortuna que hasta los fuegos artificiales de un pueblo vecino se suman al atrezzo involuntario de Marquerie iluminando en la noche los fuegos del combate. La exposición en la sala StandARTe estaba acompañada de un montaje con tierras de diferentes colores traídas de Brunete, plantas del lugar con el propósito de evocar el olor del paisaje y algunos objetos abandonados en el suelo pertenecientes a los soldados. Estas imágenes que documentan el presente de la batalla ochenta años después otorgando protagonismo a detalles contemporáneos como unos contenedores de basura o una estatua rota entre las hierbas, subrayan y ponen un acento dramático en la historia contada hoy desde la evocación de unos ojos que, de nuevo, conocen de forma transversal a través del relato de la historia y sus protagonistas inmediatos, y que utilizan la 87


fotografía como una herramienta de apropiación y reconstrucción de la memoria. Aunque de modo muy distinto, el trabajo de Alexis W (El Hierro, 1972) es igualmente una intervención en el espacio urbano con imágenes que aluden a la guerra en el hoy y en el pasado. En la edición de 2014 de su ventana indiscreta, actúa en el espacio público del madrileño barrio de Chueca con imágenes montadas sobre cajas de luces que, situadas en los balcones, invitan a la reflexión con su presencia. Construyen un diálogo entre retratos de fusilados durante la Guerra Civil, en blanco y negro, y retratos de sus descendientes en color con los ojos vendados, incidiendo en tres aspectos que las imágenes quieren poner de manifiesto. La violencia que se pone en escena desde el presente haciendo actual la memoria de la pérdida dolorosa, por un lado, el gesto simbólico del olvido que se esconde tras los ojos tapados de los nietos de las víctimas, y un homenaje a la diosa de la justicia con los ojos vendados. Todos los personajes que recuerdan son mujeres, depositarias de la herencia del dolor de la guerra. Una de ellas, explica el autor, recita de memoria en el momento de posar para el retrato la carta que su padre le envió antes de ser fusilado y que tardó veinte años en abrir. Al año siguiente estos mismos retratos se van a exponer en el Centro de Arte la Recova, en Santa Cruz de Tenerife, en una exposición de título ya revelador, Memorias de contrabando. Se trata de una ambiciosa exposición que reflexiona desde el registro del arte sobre la Guerra Civil y sus consecuencias en las Islas Canarias, traducida en una memoria prohibida que ha permanecido y subsistido “de contrabando”. Comisariada por Dailo Barco y el propio Alexis W, la muestra reúne una variadísima colección de artistas 88


canarios en torno al tema de la memoria, además de las citadas imágenes del fotógrafo. El catálogo cuenta, además, con un conjunto de textos que abordan la Guerra Civil y sus consecuencias con rigor y profundidad, emplazando el arte canario en la historia del arte, de la guerra y de la represión, desde muy diversos puntos de vista. El catálogo articula un diálogo entre arte e historia, entre pasado y presente a través de análisis y testimonios, obras de arte realizadas durante la guerra y la represión revisitada en la obra de artistas contemporáneos. Llama la atención que en buena parte de los trabajos fotográficos sobre la memoria, sean mujeres las que recuerdan. Las que lloran hoy a pie de fosa el recuerdo que emerge de la tierra son mujeres. En España. En Argentina. En Desvelados, de Clemente Bernad, en Oscura es la habitación donde dormimos de Franesc Torres, vemos mujeres esperando con el tiempo abierto a sus pies. El vídeo de Monserrat Soto se cierra con la mirada silenciosa de su madre, Máxima, hija de Pablo Pérez Cuesta, enterrado y exhumado en la misma fosa común que comparten los tres trabajos citados.

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4. MEMORIAS REVOLUCIONARIAS

A finales de los noventa Martí Llorens (Barcelona, 1962), imagina y materializa sus Memorias revolucionarias. Esto significa que solo veinte años después de la muerte de Franco el mundo de la fotografía se ocupa por primera vez de la Guerra Civil como asunto principal. Hay que tener en cuenta, por una parte, que las obras de Francesc Torres son instalaciones que incluyen fotografías pero no se puede hablar de un trabajo estrictamente fotográfico, y por otra parte se trata de dos instalaciones que se muestran en Estados Unidos, en el New American Filmmakers Series, Whitney Museum of American Art de Nueva York, y en la galería de la University of Massachussets at Amherst, también en Estados Unidos. Martí Llorens realiza en Memorias revolucionarias en 1997, publicado en forma de libro por la editorial Mestizo dos años más tarde, un doble salto mortal. Doble salto por doble reescritura, en el sentido de que, por un lado, ha dedicado buena parte de su trabajo y su entusiasmo de investigador fotográfico a una Guerra Civil que conoce y le emociona por el relato que le llega dos generaciones más allá. Su memoria, por tanto, es una memoria prestada y reinventada, vuelta materia gráfica de su propio relato personal. El segundo salto al vacío en Las memorias revolucionarias de Martí Llorens consiste en superponer un imaginario a otro imaginario, pues lo que Llorens retrata y propone como fotografías documentales de la Guerra Civil, adecuadamente positivadas y asimiladas a materiales fotográficos antiguos, no son otra cosa que instantáneas tomadas durante el rodaje en Barcelona de Libertarias (1995) de Vicente 90


Aranda. La memoria de Martí Llorens es un artefacto fotográfico cuya finalidad es explicar y dar sentido, y no le resta validez ni autenticidad pues en el fondo responde a la necesidad de recuperar un espacio perdido que ahora se encarna, nunca mejor dicho, es decir, toma forma y cuerpo, visibilidad, en los soportes fotográficos que Llorens fabrica sin otro propósito que el de comprender el presente visualizando un pasado más soñado que vivido. Memorias revolucionarias, lejos de ser un artificio fotográfico al servicio de la ficción, trata de la construcción de un imaginario que se propone recuperar y restituir una memoria transgeneracional y heredada. Nos estaríamos engañando si creyéramos que nos encontramos ante una mera falsificación con la Guerra Civil como escenario. Responde a un propósito de restitución, que consiste en reivindicar una vida de recuerdos que los que vivieron o padecieron aquel trauma colectivo silenciaron, sus hijos se empeñaron en olvidar, y sus nietos recuperan para darle hoy luz y voz. Formalmente Memorias revolucionarias responde al modelo del álbum familiar, a esas fotos que se guardaban en una caja de galletas con indicación al dorso de lugares y protagonistas. Unas cartulinas reproducen con tipografía de máquina antigua esas notas caligrafiadas, esenciales para comprender la historia que cada una de las instantáneas encierra. Se trata, pues, de una narración con imágenes y textos que interaccionan creando entre cada una de las historias y el lector un vínculo de verosimilitud. Su pasión incontenible por la Guerra Civil y todo lo que con ella se relaciona lo condujo en 2004 a materializar el proyecto Canard déchaîné. Como el propio autor explica, este trabajo está inspirado en la escuadrilla André Malraux que debe su nombre a la vinculación del propio Malraux con 91


esta escuadrilla durante la Guerra Civil, y toma el nombre del bombardero que aparece en la novela del mismo autor L’Espoir. Este trabajo es el resultado de la beca Endesa de Artes Plásticas 2004, convocada por el Museo de Teruel y la Fundación Endesa, y mostrado en el Museo de Teruel ese mismo año. Canard déchaîné narra con fotografías y fragmentos de la novela el derribo del avión por cazas enemigos. Cuatro panorámicas de los lugares implicados en la historia (la Señera, Teruel, Concud y Valdelinares) se completan con unas cuartillas con imágenes y textos manuscritos con fragmentos de L’Espoir a modo de diario personal. Tanto en Memorias revolucionarias como en Canard déchaîné, y de manera explícita en otro de sus trabajos titulado Calle de Tordera, nº 8 (2002), con fotografías tomadas en los decorados de El embrujo de Shangai (2001) de Fernando Trueba que evocan el barrio barcelonés de Gracia en los años 40, Martí Llorens propone una reflexión sobre cómo construimos nuestros recuerdos mediante la apropiación de fotografías. Una vez más, el narrador alimenta su memoria a partir de imágenes prestadas, que no por ajenas dejan de ser menos ciertas. Memorias revolucionarias, Canard déchaîné y Calle de Tordera, nº 8 encierran la paradoja de nacer de una fabulación para hacerse verdad. Nunca una memoria incierta fue tan exacta y necesaria. Ellos y nosotros (2006) es el resultado de un ambicioso trabajo de Sofía Moro (Madrid, 1966) que se remonta y prolonga a lo largo de diez años donde reúne y alterna en contrapunto y por primera y única vez vencedores y vencidos. Cada uno de ellos posa para un sobrio retrato acompañado de emotivos testimonios que contextualizan y proponen una visión de la guerra desde ambos lados a pie de trinchera. No es casualidad que la autora aluda también en 92


el prólogo a su abuelo a modo de germen de su interés por el tema, que participó en una guerra, dice, de la que nunca se hablaba en casa. El propio título hace referencia a la doble visión de la narración en las voces de vencidos y también de vencedores, proponiendo una distancia en la exposición que subraya todavía más si cabe las emociones de sus protagonistas y la desmesura del enfrentamiento armado. El libro Ellos y nosotros es único en el género pues acoge en un mismo espacio el testimonio oral de todos los que hicieron la guerra, de los que la perdieron, y de los que la ganaron. El título nace de la nota que Teodomino Hidalgo, médico del ejército nacional en el frente de Madrid, escribió en una de sus fotografías donde pueden verse los soldados republicanos en las trincheras de enfrente: “Ellos y nosotros. Unos y otros”. Ellos y nosotros está organizado de forma lineal y sencilla, alternando protagonistas que lucharon del lado del ejército rebelde y del lado constitucional. Un retrato del presente, con un encuadre cerrado, iluminación austera y lateral en la mayoría de los casos, fondo negro y ligeramente contrapicado, lo cual subraya y da protagonismo a la autoridad de los retratados, acompañado de una breve nota que identifica y sitúa al protagonista en el momento de la guerra, hasta alcanzar el ahora de la narración. Los testimonios, a modo de un álbum de familia, están ilustrados por imágenes tomadas por los mismos protagonistas durante la contienda. Todas las imágenes, tanto las del pasado como las del presente, están reproducidas en bitonos. De esta manera, pasamos del presente al pasado en un flash back dominado por emotivos testimonios. En sus palabras no hay análisis ideológicos porque en la mayoría de los casos se dan por supuestos. El punto de partida para 93


todos es la guerra y su toma de posición, cuando la hubo, un elemento más que no necesita explicación ni justificación. Se trata de un relato experiencial. Expositivo. Este soy yo. Esto es lo que viví. En ningún caso la tensión narrativa decae. Se trata de la crónica de una etapa en la vida de mujeres y hombres que lucharon, ¡y sobrevivieron!, a una guerra movidos, aunque no siempre, por convicciones enfrentadas. Un episodio dramático en el álbum de sus vidas. Y como escribió Günter Grass en El tambor de hojalata, la mejor de las novelas nunca podrá competir con cualquiera de estos álbumes. Leyendo y hojeando la sucesión de retratos, imágenes y testimonios, imagino todos esos rostros de forma sucesiva sin otra referencia que sus arrugas y sus miradas, su pose digna y orgullosa, su tristeza en ocasiones, y su dolor contenido. Es imposible adivinar en qué trinchera combatieron. La emoción de sus rostros, deliberadamente descontextualizados por la puesta en escena fotográfica de Sofía Moro, salvo en los casos en los que el retratado decide enfundar el viejo uniforme en actitud reivindicativa, hace vibrar los armónicos de la humanidad más elemental. Solo sus palabras transcritas a modo de banda sonora devuelven el color al relato en blanco y negro de sus memorias. Relatos que, como Sofía Moro cuenta en la presentación del libro, allá por 1996, cuando comienza a interesarse y a fotografiar esas vidas, interesan bien poco. Y siguen despertando un interés todavía incómodo, cuando no despiertan susceptibilidades o animadversión abierta. Pues la España democrática está edificada sobre los cimientos de la victoria. Los que perdieron la guerra quedaron muertos o en el exilio. Y los que no pudieron o quisieron escapar, acabaron en las cárceles de la dictadura donde aprendie94


ron a guardar silencio. El pintor León Díaz Ronda, afincado en Francia, cuenta la historia de su padre, sindicalista en Madrid, que al acabar la guerra cumple condena, salvado de ser fusilado milagrosamente por la mujer del director de la empresa ocupada donde trabajaba, que fue dada de alta en nómina y tratada con respeto mientras su marido andaba en paradero desconocido. Al salir de la cárcel ya no fue el mismo, explica, estaba roto como hombre. Nunca habló de la cárcel. El silencio se instauró en todas las familias españolas. En mi casa la guerra era un asunto del que no se hablaba, escribe Sofía Moro en la presentación de Ellos y nosotros. La guerra quedó suprimida de la memoria colectiva de los españoles, a la que se aludía con medias frases. Vivir durante la dictadura consistía en un teatro, había que disimular, como si no pasara nada. La consigna en casa era la de no darse a entender. Ver y callar. Claro que cada cual cuenta la procesión según le fue, y parece obvio considerar que, para todos, la España de la dictadura no estuvo teñida de color gris. Pero lo cierto es que en aquella España de supervivientes dominó lo que Stephanie Sieburth describe con acierto en su estudio Conchita Piquer’s Coplas and Franco’s Regime of Terror (2014) como una estrategia del camuflaje. Vivir entonces consistía en una puesta en escena, había que disimular. La transición perpetuó esa misma puesta en escena del disimulo, hacer como si nunca hubiera pasado nada. La primera generación de la EGB es la última en tener un conocimiento experiencial de la historia. Cuatro años más tarde, la primera generación de la democracia que acudirá a las urnas tendrá conocimiento de la dictadura a través de los libros de historia y la experiencia directa del franquismo habrá terminado. 95


Porque es verdad que olvidamos Con motivo del 70 aniversario del éxodo que vivió la población de Málaga en febrero de 1937 ante la inminente toma de la ciudad por el ejército sublevado y el castigo que sufrió cañoneada desde el mar y ametrallada desde el aire en su huida a lo largo de la carretera que los conducía hacia Almería, Rogelio López Cuenca (Nerja, 1959) desarrolló su trabajo Málaga 1937 (2007). La exposición, su catálogo y la página web ofrecen una abundante información sobre los hechos acaecidos en todo tipo de soportes, recortes de prensa, imágenes y emisiones radiofónicas, todo ello en contrapunto y sirviendo de base a los testimonios de los supervivientes del violento episodio. Málaga 1937, como señala su autor, no pretende sustituir a la historia ni confundirse con ella, pero sí reclamar su espacio sin que la historia silencie en este caso lo experiencial. Un vídeo completa la parte expositiva donde se entrecruzan testimonios de supervivientes que entonces eran niños con imágenes del viaje a lo que queda de la antigua carretera Málaga-Almería. El trabajo de Rogelio López Cuenca propone, entre otras cosas, la recuperación de un espacio para la memoria que ha desaparecido prácticamente. La destrucción de la antigua carretera tiene el valor simbólico de una memoria igualmente reducida a fragmentos y socavones, por donde resulta difícil transitar, y donde el presente de la España contemporánea da la espalda y quiere borrar el rumor de su historia. Hay tres aspectos relevantes que plantea Rogelio López Cuenca en Málaga 1937. Por una parte, una reflexión sobre el papel que cumple el arte en una sociedad del analgésico y del olvido. En segundo lugar, la decisiva y dinámica 96


utilización del modo en el que imágenes y textos interactúan en el espacio narrativo de la exposición. Y por último, la necesidad de trazar un vínculo entre pasado y presente, con el objeto de subrayar que la tragedia que ocurrió en aquella carretera sigue teniendo hoy absoluto protagonismo en la repetición de situaciones similares en nuestro entorno más inmediato. “El arte —escribe el poeta Justo Navarro en el catálogo— provoca reacciones semejantes a un juicio moral: el objeto artístico nos parece bueno o malo. Si un acontecimiento como la huida de Málaga en 1937 se convierte en objeto de arte, los juicios estéticos se superponen a los juicios morales sobre los hechos presentados, y acaba planteándose la moralidad de cómo pensar y presentar estos hechos, de cómo recordar”. Efectivamente, abordar estos y otros acontecimientos dramáticos desde la expresión del arte es un reto del que no todos consiguen salir airosos. Cualquier acercamiento en estos términos acarrea en efecto el doble desafío de lo estético, que necesariamente incide sobre la manera de ver, contar y entender la memoria. Una de las virtudes que tiene Málaga 1937, como otros de los trabajos aquí reseñados, es la sobriedad y la contención, cuidando de que el ejercicio artístico no se convierta en ejercicio de estilo, con la consiguiente banalización de la tragedia. Rogelio López Cuenca tiene también la inteligencia de no utilizar los textos que acompañan a las imágenes como meras cartelas o pies de foto. Muy al contrario y siguiendo una estrategia comunicativa eficaz y dinámica, establece un contrapunto entre lo que vemos y la información o las informaciones que en su momento se utilizaron para acompañarlas. Se plantean así la cuestión interpretativa y el modo en que la palabra se parasita al contacto con una 97


imagen condicionando su lectura. En este caso, mediante la yuxtaposición de texto e imagen en un diálogo que pone de manifiesto la contradicción en algunos casos entre los dos lenguajes, invita al que recibe el mensaje, espectador y lector, a tomar una actitud activa, analítica y crítica con respecto a la información que tiene delante, y propone al mismo tiempo trasladar esa lectura crítica de la “memoria pasado” a la “memoria presente”. El arte en este caso no solo sirve para recordar y reivindicar, sino que actualiza esa memoria y la convierte en protagonista del hoy, vigente cada vez que nos sentamos frente a un televisor o abrimos la página de un diario. Málaga 1937 no se conforma ni se refugia en un eventual memento lacrimógeno del pasado, sino que apuesta e incide sobre la actualidad de ese éxodo en los otros éxodos que ahora mismo están teniendo lugar en el mundo, en nuestras guerras y nuestros éxodos, donde las imágenes de aquella tragedia se suceden en un fundido dinámico con las imágenes de refugiados de otras fronteras que llegan a España con el mismo sufrimiento de aquellos niños españoles que recuerdan hoy su desolación. En esta misma dirección se posiciona el trabajo El Camp de la Bota (2004) de Francesc Abad (Tarrasa, 1944). La construcción del Forum Universal de las Culturas en 2004 y su despliegue de modernidad se llevó por delante en nombre de la cultura el sórdido paredón donde fueron fusiladas casi dos mil personas entre 1939 y 1952. El Camp de la Bota, además de poner el acento sobre la represión franquista mediante la lista completa de personas fusiladas y el testimonio oral y visual de algunos de sus familiares, reflexiona de manera contundente sobre la función de la cultura en una sociedad que hace del horror un espectáculo 98


cultural, esa “turistización y mercantilización de la historia reciente” de la que habla Jordi Font Agulló, como queda manifiesta en la muestra Auschwitz inaugurada en diciembre de 2017 en el Centro de Arte Canal en Madrid. El pomposo Forum Universal de las Culturas, señala Manuel Delgado, se había convertido en un lugar para el olvido. El espacio público de ejecución que fue el Camp de la Bota fue transformado en un monumento moderno a la cultura, y la respuesta de Francesc Abad reclama “una alternativa para que los hombres y las mujeres piensen de una manera diferente respecto al sitio donde viven, trabajan y mueren”, escribe en la página web y exposición permanente, para añadir que “necesitamos una nueva cultura democrática en una sociedad de consumo en la que todo prescribe”. De nuevo el pasado se hace presente y nos pregunta sobre cómo queremos que sea lo que somos mañana. Francesc Abad, al igual que Ana Teresa Ortega o Adrián Alemán, son fotógrafos e investigadores al mismo tiempo, poniendo toda esa documentación que buscan y encuentran al servicio de un espacio deliberadamente vacío, y restituyen a los lugares de la memoria el contenido que la voluntad de olvido se adueñó del imaginario de todo un país. De este modo, lo que Francesc Abad se propuso, entre otras cosas, fue poner rostro a los fusilados en el Camp de la Bota mediante un trabajo ingente de recopilación de información en municipios y mediante la localización de sus familiares con el objeto de llenar de contenido la pulcritud aséptica de una lista de nombres. Así los documentos oficiales son completados con información de índole personal, como retratos o cartas. Parientes de los fusilados ofrecen de viva voz un emotivo testimonio sobre el hermano, padre o tío y las circunstancias y razones que los llevaron a la 99


detención y a la muerte. La exposición recorre numerosos municipios de Cataluña, abierta a la colaboración de los visitantes, alentando la idea de una exposición abierta y educativa que cobra sentido pleno cuando aquello que se dice y se muestra entra en contacto con los protagonistas herederos de las víctimas, parientes o no. La página web hace posible conocer los detalles disponibles sobre las víctimas y permite igualmente incorporar y completar con datos e información las lagunas existentes. A modo de metáfora, siete sillas vacías alineadas sobre un fondo anodino y frío sirven de cabecera a El Camp de la Bota, que se llenan a continuación con aquellos que prestan su presencia y su testimonio a los ausentes. Abrir el catálogo o clicar en ese espacio desnudo significa llenarlo con los rostros y las voces que se sientan en esas sillas para devolver la voz al viento de la historia. De El Camp de la Bota no se vuelve de vacío.

Parce que c’est vrai qu’on oublie —Raymond Depardon, Errances

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5. PAISAJES SIN PAISAJE

La fotografía se desarrolla a la par que los imperios coloniales del siglo xix como el instrumento de representación del imaginario de esas naciones y su expansión en el mundo. En Comunidades imaginadas (1983) Benedict Anderson define la idea de nación como “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana. (…) Es imaginada —explica— porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”. Las naciones son el resultado de una ficción compartida por una comunidad que acepta ese pacto ficcional e identitario. Las naciones son imaginadas a través de una tradición literaria y delimitadas más tarde gracias a la representación simbólica del mapa, cada vez más precisa y científica conforme nos vamos acercando a la constitución de las naciones modernas. Y uno de los primeros cometidos que se asigna al nuevo invento de la fotografía será el de conformar un repertorio iconográfico de esas conciencias nacionales. “Las comunidades —añade Anderson— no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas”. Uno de los rasgos de ese “estilo” será el fotográfico. La novedad en las grandes potencias coloniales del siglo xix es que además de conquistar con sus ejércitos y sus agrimensores, envían a sus fotógrafos. A partir de 1840 el óptico Lerebours lanza una serie de álbumes fotográficos bajo el nombre genérico de Excursions daguerriennes enviando fotógrafos por los cuatro continen101


tes y recopilando más de un millar de vistas. En 1848 el Dr. Alexander Ellis copia la idea y publica Italy Daguerrotyped. Gérard de Nerval y Gautier intentan fotografiar sin éxito Egipto y España respectivamente. En 1849 Maxime Du Camp y Flaubert viajan en misión oficial a Egipto y Oriente enviados por su gobierno. En 1851 un grupo de destacadas personalidades parisinas pertenecientes al mundo de las artes y de las ciencias, fundan la Société Héliographique. Uno de sus miembros, Francis Wey, historiador y ensayista, puso en marcha, en colaboración con la Dirección de Bellas Artes un Museo pintoresco y arqueológico de Francia. Empiezan a tener lugar en ese momento una serie de “viajes heliográficos” cuya misión será la de traer imágenes de monumentos artísticos y constituir ese archivo de la memoria que Charles Baudelaire reivindicaba para la fotografía como su función primordial, que no artística. Entre 1856 y 1860 Francis Frith realiza tres importantes viajes a través de África, Nubia, Etiopía y el Nilo en los que fotografía lugares hasta entonces inéditos. Años más tarde Samuel Bourne haría otro tanto en sus viajes por la India. En torno a 1865 algunos fotógrafos americanos, entre los que se encuentran William H. Jackson, Carleton E Watkins y Timothy H. O’Sullivan recorren el oeste de América inventariando la grandiosidad de sus paisajes y sus espacios. Las tres grandes potencias en expansión a finales del xix, Francia, Inglaterra y el futuro Estados Unidos, encuentran en la fotografía un modo de autoafirmación primero, buscando refrendar la identidad nacional mediante una iconografía cultural y monumental, y de expansión de su influencia política y económica traducida en una conquista visual a través de la fotografía. Occidente comienza a imponer su manera de ver a 102


través del mundo. A la conquista militar y económica hay que añadir la visual. Y esa nueva representación ya no es literaria y de tradición oral, como es el caso de la épica, o simbólica, como en el caso de la cartografía, sino mecánica. Al menos en un principio. Sirva como ilustración la conocida polémica que suscitó el viaje de Félix de Saulcy a Tierra Santa y su afirmación en torno a la existencia, contra la opinión generalizada, de las ruinas judaicas en Jerusalén. Al relato de Saulcy se le reprocha, precisamente, su carácter literario y, por consiguiente, de ficción. Habrá que esperar hasta el año siguiente para que Auguste Salzmann publique en 1856 las fotografías de Tierra Santa y de la razón al relato de Saulcy. Sin embargo, si aparentemente la palabra había ganado la batalla de la razón, en realidad acababa de perder el primer round frente a la imagen. A las tres instituciones de poder inventadas a mediados del xix que cita Anderson, el censo, el mapa y el museo, y que se manifestarán de inmediato en la expansión de los estados coloniales, hay que añadir igualmente la fotografía. Si en un primer momento uno de los objetivos prioritarios de los estados es levantar acta fotográfica del patrimonio cultural de la nación, propondrán de inmediato, tanto el ejército como los servicios arqueológicos nacionales numerosos viajes y excursiones fotográficos con el fin de convertir espacios susceptibles de apropiación cultural, militar o económico, en imágenes. La fotografía puede definirse, de este modo, como un proceso de imposición primero y de apropiación visual a continuación al servicio del estado. “El estado colonial —continua Anderson— no solo aspiraba a crear bajo su dominio un paisaje humano de perfecta visibilidad; la condición de esta ‘visibilidad’ era que 103


todos y todo tuviera un número de serie. Este estilo de imágenes no sale de la nada. Fue producto de las tecnologías de navegación, la astronomía, la horología, agrimensura, la fotografía y la imprenta, para no hablar del penetrante poder del capitalismo”. Si algo aprendieron con rapidez los imperios, desde el romano, la conquista de América por los españoles o la colonización internacional de la Coca-Cola como símbolo, es la importancia de suplantar las iconografías conquistadas por las imágenes del conquistador. La fotografía supuso para las jóvenes naciones en expansión del xix, como muestra Gruzinski en La Guerre des images. De Chistophe Colomb à «Blade Runner» (1492-2019) (1990), un medio para fijar visualmente otras conquistas mucho más pragmáticas y mucho menos simbólicas, para en un segundo estadio de la expansión fotográfica exportar y colonizar visualmente los territorios previamente “cartografiados” durante las primeras expediciones fotográficas. El mapa, decía más arriba, es una representación simbólica de un espacio. A diferencia del mapa, explica Denis Wood en The Power of Maps (1992), que no reproduce sino que construye, lo que la fotografía propone, próxima a la función clasificadora del museo y del censo, es encarnar el imaginario nacional, darle cuerpo, presencia, visibilidad. No obstante, la fotografía construye igualmente, pero edifica de otro modo. El mapa y la fotografía son dos herramientas al servicio de un mismo programa. “El nacionalismo —expone Eric Hobsbawm en Naciones y nacionalismo (1990)— inventa las naciones, y las naciones inventan la fotografía”. Jonathan Crary viene a decir en Techniques of the Observer (1990) que la fotografía, lejos de ser la causa de una transformación en los modos de ver, es su consecuencia. Para Crary no es el observador el que 104


configura la realidad, sino que el observador es configurado desde el poder para percibir una determinada realidad de una determinada forma. Y la fotografía fue desde el principio la herramienta que “inventó” el poder para configurar la imagen de su nuevo mapa político, económico e ideológico. Contrariamente a la convención ampliamente aceptada en las historias de la fotografía, que establecen un vínculo temporal entre la cámara oscura y la invención de la fotografía, para Crary no existe tal vínculo. La cámara oscura ejemplifica el conocimiento del mundo mediante una abstracción racional, que, por otra parte, está más emparentada con la abstracción matemática de la perspectiva y los valores del renacimiento, contrariamente a la fotografía, en donde percepción, objeto y conocimiento terminan superpuestos y confundidos. El centro de interés de la visión ya no es la realidad, como corresponde a la cámara oscura, sino el observador. Y es el poder quien dicta las normas y las condiciones de visión y las explicaciones sobre el pasado que justifican el presente. Fuera de las normas de ese poder resulta imposible ver. Las historias de la fotografía no dejan de ser, en este sentido, una perversión que reinterpreta el pasado para justificar el presente del arte fotográfico vaciándolo, sustancialmente, de su función instrumental y mercenaria. Baudelaire tenía razón, pero al revés. Y todos los argumentos de los que echa mano “contra” la fotografía en su célebre salón de 1859 se van a convertir en su poder rebelde, que luego los museos, las galerías y la historia del arte se van a encargar de neutralizar. La metamorfosis de la herramienta fotográfica en expresión estética es comparable con lo ocurrido con las máscaras africanas a principios del siglo xx, muy bien explicado 105


por Hans Belting en su admirable Pour une anthropologie des images (2004). Esas máscaras fueron reconocidas y asimiladas por las vanguardias sin tener en cuenta la función aplicada de esos objetos. La herramienta para la ceremonia religiosa se convirtió así en expresión artística. En este proceso de reconocimiento la máscara fue vaciada de su dimensión mágica, reducida a su forma, a la epidermis, e incorporada a los hallazgos estéticos de los cubistas. En este nuevo contexto ornamental ni la máscara, ni tampoco la fotografía, sirven para el rito del gurú armado con su artilugio. Algo se quedó en el camino cuando la fotografía alcanzó el estatus artístico. En ese momento la imagen fue expropiada de su dimensión ritual, de su función simbólica. La fotografía en cuanto metáfora se acabó. El álbum de familia como depositario de una memoria compartida ya no ocupa un lugar privilegiado en el corazón de la tribu. La fotografía ya no está en el centro de nuestras ceremonias y nuestros ritos. El bautizo con los padrinos, la primera comunión con el grupo de los otros comulgantes y el retrato en el estudio del fotógrafo del barrio, con la secreta ambición de ser el elegido para ocupar el premio de la exposición en el escaparate. La foto de bodas, los cumpleaños. Aquellas fotos de difuntos a los que se les pintaban los ojos para que siguieran viendo pasar las horas de los vivos, aquella niña como un ángel muerto y alitas de cartón que describe María Teresa León en su “Locos van y vienen” (Morirás lejos, 1942), el último retrato que salvaguardaba la memoria del finado, y la nuestra. El retrato dedicado a la prima Mercedes, con cariño y un abrazo. Fotos para la venganza de esa mujer que humilla a su exmarido con autorretratos obscenos para que todo Santa María se entere de su desamor en El infierno tan temido (1957) de Juan Carlos Onetti. Los documentos del horror, de las guerras, de 106


las catástrofes. Se pone en duda la capacidad de la imagen para decir la verdad. Se acabaron los iconos, las imágenes de referencia para toda una generación. El soldado caído en combate durante la Guerra Civil española de Capa, un montaje. La herramienta está en crisis. La dimensión simbólica y mítica de la fotografía ha sido desactivada. La fotografía ha cambiado de función. Ya no hace referencia al “otro lugar” que la imagen-metáfora moviliza, se limita al ejercicio de la imagen-artificio, a ser única y exclusivamente ella misma. Imagen rasa. Ya no sirve para convocar el imaginario de los hombres en la ceremonia de la vida y de la muerte. La fotografía convertida al fin en objeto de arte.

Todo aquel que hace fotografías es además culpable Basta con echar un vistazo a las diferentes historias de la fotografía para ver las dificultades para definir y delimitar la naturaleza del medio fotográfico, del ir y venir de una herramienta que se debate entre la funcionalidad impuesta por ese carácter propio e irrenunciable de la fotografía para reproducir la realidad con absoluta e incuestionable precisión, y su aspiración, igualmente legítima, para ser arte. De esa funcionalidad mecánica parece emerger el complejo de patito feo que no termina de desaparecer y la persigue como un anatema. Los fotógrafos del olvido son los primeros en reivindicar el “estatuto artístico” de la fotografía, frente a la práctica documental que los precede, y por supuesto diferenciarse frente a prácticas bastardas vinculadas con la industria, los eventos sociales, la investigación (medicina, laboratorios de microfotografía…) e incluso la publicidad. La fotografía de autor defiende un territorio exclusivo y 107


noble. Y sin embargo pienso que, contrariamente a lo que muchos, aunque no todos, pretenden, el valor de la fotografía, su ventaja y su riqueza con respecto a otros medios de expresión visual característicos del siglo xix y xx, es precisamente su carácter híbrido y escurridizo, heterodoxo e inclasificable lo que le otorga una fuerza y un margen de acción que ningún otro medio ha alcanzado en la historia del arte contemporáneo. A la par que la fotografía, se fragua el concepto creativo de Imagen, paradigma del lenguaje moderno, no como representación icónica sino como proceso de producción de sentido (para la literatura, para el cine, para la publicidad, para el collage y el fotomontaje...). Lautréamont formula por primera vez en 1869 en sus Chants de Maldoror ese concepto de Imagen al definir la belleza como “el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones”, definición que Man Ray pondrá en escena en su famosa fotografía de 1933. La gran innovación en la propuesta de Lautréamont, que va a generalizarse constituyendo uno de los fundamentos de la poética moderna, es que la imagen renuncia al vínculo racional de la figura literaria, hegemónica en la historia del arte hasta ese momento, construyendo su significado sobre la construcción que de ese encuentro, deliberado o fortuito, entre dos elementos dispares y desconexos tiene lugar. No hay otra justificación para esa asociación que la estricta sorpresa por yuxtaposición y la emoción estética que de ello se deriva. La noción de Lautréamont se repite en el Arte poético de Max Jacob en 1915, y de forma explícita en la definición de imagen poética que Pierre Reverdy publicó en su revista Nord-Sud en 1918. Planteamiento que vuelve a repetirse en los mismos términos, con el elemento de azar añadido, en 108


el manifiesto surrealista de 1924 firmado por Breton y en la definición que Max Ernst propone del collage o la técnica del montaje de choque para el cine expuesta por Serguéi Eisenstein en 1929 en “El Principio de asociación y el ideograma”. Nos encontramos ante uno de los aspectos clave en la articulación del lenguaje del arte a partir de finales del siglo xix, la asociación de elementos heterogéneos sin un vínculo necesario que hace saltar la emoción de la poesía en su más amplio sentido de la palabra. La fotografía nace como herramienta al servicio de la ciencia, como culminación del espíritu positivista e industrial de finales del xix, en plena apoteosis del realismo y del naturalismo en cuanto a concepciones estéticas, ha conseguido anexionarse, manipular, en el mejor sentido de la palabra, influir y hacer de un procedimiento mecánico un utensilio reivindicativo, provocador y más libre que nunca. La fotografía, al contrario que el cine, nace de la ortodoxia industrial para, desde dentro precisamente, hacer estallar los cimientos de una concepción ordenada y racional en la representación de lo que somos y del mundo en el que vivimos. La fotografía es capaz de asimilar, acoplarse como un camaleón y hacer suyas formas y procedimientos ajenos a pretensiones un tanto repipis del arte para hacer realidad el postulado surrealista, probablemente uno de sus logros más importantes, de hacer de la vida, de todos los elementos de la vida, prosaicos, técnicos, científicos, políticos, un arte. Si la comparamos con el cine, es enfrentar la desfachatez canalla con la ortodoxia estética. El cine, que revolucionó el universo expresivo del siglo xx incorporando al bagaje creativo del arte no pocos procedimientos hasta entonces inéditos, se ha visto abocado a una involución que lo ha conducido hasta los planteamiento más naturalistas y conser109


vadores que nunca la novela del siglo xix hubiera soñado para sí misma. La cosa se complica a la hora de determinar el criterio utilizado para fijar la frontera y los límites que separan un trabajo gregario de un trabajo artístico. El ejemplo expuesto por Douglas Crimp en su artículo “The Museum’s Old / The Library New Subject” (La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Barcelona, Museu d’Art Contemporani, 1997) a propósito del trabajo de Julia van Haaften para la New York Public Library son solo muestra de unos pocos casos de fotógrafos que han sido recuperados de libros ilustrados que figuraban en materias tan dispares como arqueología, arquitectura, etnografía o geología y pasaban a llamarse Maxime du Camp o Francis Frith. Otro tanto puede decirse a propósito de Timothy O’Sullivan comentado por Robin Kelsey en “Les espaces historiographiques de Timothy O’Sullivan” (Etudes photographiques, 4, 2004) o el remitido por Joan Fontcuberta en “La fotografía con(tra) el museo” (Mus-A. Revista de los museos de Andalucía, nº 9, febrero 2008) a propósito del fotógrafo e historiador canadiense Vid Ingelevics y unos álbumes de Roger Fenton descubiertos (olvidados) en los sótanos del British Museum. Es obvio que el espacio (la sala de exposiciones de un museo, de una biblioteca) ha desempeñado un papel clave en la reclasificación de unas obras originariamente consideradas documentos que ilustraban materias diversas para pasar a ser consideradas obras de arte, como la afortunada recuperación del fotógrafo Virxilio Vieitez, en donde un trabajo ambulante de oficio que recoge retratos en pueblos y aldeas de personajes de los años sesenta cobran de improviso una dimensión inesperada desde la perspectiva que traspasa en profundidad y emoción el documento antropológico y cul110


tural. Otro tanto podría decirse a propósito de los encargos a la Farm Security Administration en los años treinta, o el fotorreportaje bélico de Capa durante la Guerra civil española. ¿Dónde termina el documento y empieza el arte? El ejemplo de Eugène Atget es el primero donde un movimiento artístico, de la influencia y extensión del surrealismo, se apropia y hace suyo un elemento heterodoxo de origen ajeno al artístico para otorgarle una categoría de la que previamente carecía. Decía anteriormente que basta con hojear las diversas historias de la fotografía para constatar esta fluctuación que, lejos de considerarla un inconveniente, creo que para la fotografía representa una de sus mayores ventajas. Otro tanto podemos afirmar a propósito de Karl Blossfeldt, Charles Marville o Martín Chambi, por elegir tres ejemplos dispares en donde se entrecruzan la botánica y el diseño industrial, el testimonio arquitectónico por encargo con la historia de una ciudad, el trabajo de fotógrafo ambulante que va más allá en su reescritura de las bodas, bautizos y comuniones. Trasnochados. Redundantes. Nos encontramos al final del barroco que fueron las vanguardias, con su rococó del arte conceptual, y se anuncia un nuevo clasicismo, social y estético, tal vez conservador. Quizás reaccionario. Nadie se sorprende de ver incluido en los librotes de historia del medio los trabajos publicitarios de Paul Outerbridge, Edward Steichen, Horst P. Horst, Richard Avedon o Irving Penn. Las esclusas estancas del arte quedan abiertas, gracias a la fotografía, a los pedidos por encargo que anunciaban y anuncian importantes firmas comerciales, sin olvidar que la Capilla Sixtina es el encargo más célebre de la historia del arte. La interacción entre publicidad y arte quedó manifiesta en la exposición que le dedicó en Centro 111


Pompidou en 1991 Art & Pub. Como ejemplo conflictivo, e incluso polémico, de esta relación entre publicidad y arte, con un componente ideológico a tener muy en cuenta, aparece Oliviero Toscani, el fotógrafo que concibiera las más famosas campañas de la marca Benetton. El debate sobre el derecho de la publicidad a decantarse ideológicamente queda expuesto y argumentado con acierto en su libro Ciao mamma (1995). De la innovación indiscutible de su planteamiento son prueba las agrias y costosas polémicas que algunas de sus fotografías han suscitado. Del éxito de su planteamiento dan fe las emulaciones que han tenido lugar por parte de otras firmas comerciales que, tratando de seguir los pasos de Toscani, se han subido al carro de acciones humanitarias encubiertas tras conocidos sellos comerciales. Ante las imágenes de Oliviero Toscani se plantean dos cuestiones: la primera, el derecho de la publicidad a opinar y tomar partido, desde el punto de vista de las ideas, en una dirección determinada. La separación profesional Toscani/ Benetton confirma que las propuestas del fotógrafo van mucho más allá que la estricta estrategia comercial. El planteamiento de Toscani sobrepasó la ortodoxia de lo que las leyes del mercado, a pesar de su gran capacidad de absorción, son capaces de reconocer como aceptable. Que pueda hacerlo resulta obvio, a tenor de los resultados, y desde luego con gran éxito. Que tenga el derecho moral de hacerlo es la segunda parte de la cuestión, sin duda más compleja. En este sentido, me pregunto, al hojear las páginas de cualquier gran diario, por qué la prensa escrita se siente con el derecho a reservar en sus páginas un sustancioso espacio para la publicidad, siendo la publicidad una de las fuentes principales de financiación de esa tribuna desde la cual opinar (entraríamos igualmente en un segun112


do debate que evitaré en torno a la frágil línea que separa opinión e información en los diversos media). Si esto ocurre, es decir, opinar desde fuera de la publicidad aunque sustentados y respaldados por ella, ¿por qué no reconocer el derecho, como se le reconoce de forma implícita a los grandes grupos de la comunicación, a ganar dinero a la vez que se posicionan de un lado o de otro en el espectro político o social? El descarado gesto de Toscani levantó tales polémicas porque, en efecto, ponía el dedo en la llaga sobre un aspecto de nuestra sociedad que cuestiona y rompe el pacto de silencio acerca de la parcialidad y el distanciamiento con el dinero y el poder de los medios de comunicación de masas. Toscani hace flagrante los vicios de una sociedad que come con los dedos en privado y guarda las buenas formas en público. Al igual que Luis Buñuel en su Discreto encanto de la burguesía (1972), el fotógrafo denunciaba desde dentro lo que todos nosotros sabemos y practicamos, con la cara dura y la valentía de hacerlo público y a la vista de todos. Se plantea, también, una segunda cuestión: ¿cuál es la diferencia entre La camisa del emperador Maximiliano tras su ejecución, la conocida fotografía de François Aubert de 1876, incluida en la mayor parte de las historias fotográficas conocidas, y la polémica imagen de la ropa del militar muerto durante la guerra de Bosnia? Ambas imágenes comparten, ontológicamente hablando, su substrato documental a través del mismo motivo. A modo de sinécdoque, ambas camisas ensangrentadas substituyen la muerte y la destrucción. Sirven de prueba y nadie pone en duda la “verdad” de lo que muestran. Los problemas empiezan en la función que se pretende otorgar a ambas fotografías. La camisa del emperador Maximiliano tras su ejecución es exhibida como parte de la historia de la fotografía documental. La ima113


gen del uniforme del soldado Cagro muerto en la guerra de Bosnia, igualmente documental, aunque respaldado en esta ocasión no por la historia de la fotografía sino por una firma comercial, levantó una agria polémica en torno a la destrucción de los contenidos de una imagen que, pretendidamente documental, es utilizada con fines comerciales. Hablemos ahora del sentido de gratuidad que distingue la obra de arte del documento. Hoy este criterio no me parece tan claro. Más bien aparece como una reminiscencia, coletazos del espíritu romántico que trataba de afirmarse ante una sociedad industrial donde el artista y el intelectual ya no contaban como un elemento activo y presente en la sociedad. Un criterio de gratuidad tanto más inservible en una sociedad en la que el arte se inmiscuye cada vez más en espacios que le son ajenos, y viceversa, el arte contaminado, o mejor dicho, enriquecido por territorios que anulan esta concepción inoperante del arte. De hecho, toda la historia contemporánea del arte ha consistido en un abrir las puertas de manera progresiva a todo lo más vigente e inmediato en la sociedad cambiante de la que el arte forma parte: industria, arquitectura, cómic, publicidad, pornografía… en una actitud mucho más renacentista que romántica, mucho más abierta frente al gregario espíritu romántico. La fotografía, por otra parte, conspira tras viejos arquetipos culturales, emotivos e históricos, además de científicos para crear una falsa ilusión de realidad, escudándose en esa creencia ontológica en la verdad de la imagen que proclamaba André Bazin en su “Ontologie de l’image photographique” (Qu’est-ce que le cinéma, 1945), y que perdura con la misma intensidad y empeño que la confianza en la palabra escrita del lector desde que se inventara la imprenta. 114


En la imagen fotográfica se produce un fenómeno sorprendente. Somos capaces de dejarnos emocionar por una película, que aceptamos como ficción, y sin embargo blandimos el anatema contra aquellas imágenes que coquetean o se les atribuye atisbos de ficción. No tengo respuesta que explique esa reticencia insuperable a aceptar emoción y puesta en escena en un mismo espacio fotográfico. Será porque a la fotografía se le exige siempre la verdad. Tal vez porque la fotografía alimenta una relación con la realidad particular que pasa por un registro íntimo vinculado con el tiempo y la transcendencia. No lo sé. Y en este sentido, del mismo modo que una sociedad letrada es capaz de distinguir una novela de un informe pericial, un ensayo o un artículo periodístico de un poema, nos faltan competencias visuales para reconocer que en el lenguaje de la fotografía también hay géneros y maneras éticas de usar ese lenguaje. La existencia de novelas no invalida la totalidad de la herramienta reduciendo todo el lenguaje a pura ficción. Vivimos en una sociedad de analfabetos visuales. Como dije, por primera vez en la historia de la comunicación, padecemos bulimia e incontinencia visual. Sabemos hablar y entender, producir y consumir, pero no sabemos leer ni escribir. En términos visuales, como sociedad analfabeta, estamos expuestos a todo tipo de manipulaciones, groseras o sutiles, en cada momento del día. A merced del oleaje de las imágenes, nada más fácil que dejarse arrastrar a la deriva con la convicción de ir a alguna parte. Sería un gran paso adelante que desde la enseñanza primaria se instruyera para leer y escribir, no solo con palabras, sino también con imágenes, y alentar una sociedad de hombres con actitud crítica, creativos y libres. Creo que eso hoy in115


teresa bien poco en un sistema educativo como el español que se sustenta en un aprendizaje pasivo y estéril sobre el binomio memoria/repetición, formateando mentes mansas, resignadas, burocratizadas, adormecidas y estrechas, en un sistema que se perpetua y alimenta mediante la autofagia generación tras generación del parvulario a la universidad. ¿Cuántas verdades convergen en cada una de las fotografías que vemos y vivimos? ¿Estamos condenados a mirar con verdades a medias, con las verdades de cada cual, con tantas verdades como espectadores consumen una fotografía, en un espacio y un tiempo (histórico) sin que sea posible alcanzar un lugar, una tierra de nadie y para todos donde aceptar y vivir con las imágenes como lo que son, solo imágenes?

Tout homme qui se sert de la photographie est d’ailleurs coupable —Gustave Flaubert, carta a Louis Bouilhet, 15 de enero de 1850

Esta selva selvaggia La fotografía doméstica ocupa por derecho propio su espacio exclusivo en los libros de historia, hábilmente incorporado para formar parte de los cánones estéticos de la fotografía de autor. Su máxima expresión es el álbum familiar. Jamás, en el momento en el que Kodak lanzó sus cámaras compactas con su eslogan “you press the button, we do the rest” en 1888, una técnica para construir imágenes había tenido un protagonismo comparable. Nunca antes en la historia de la 116


comunicación ha existido un medio con una presencia generalizada en el tejido social, en todo tipo de actividades, comerciales, políticas, lúdicas, tanto públicas como privadas. Y lo que es todavía más importante, por primera vez en la historia de la comunicación esa herramienta está al alcance de todos, convirtiéndonos a la vez en consumidores y productores compulsivos de imágenes, en destinatarios y autores de nuestra propia historia. Ferdinando Scianna termina su libro Bagheria (2002) afirmando en la contracubierta que “la máxima aspiración de una fotografía es la de terminar en un álbum de familia”. El álbum de familia se va a convertir en el modelo narrativo de la modernidad, hasta la irrupción de la imagen digital y las redes sociales. Junto con el álbum de familia, el autorretrato, el diario íntimo y la fotobiografía pertenecen de las declinaciones del “yo”, y forman parte de la modernidad que arrancó con Michel de Montaigne y su provocador “he venido a hablar de mí”, se desarrolló en el romanticismo y alcanzó su paroxismo con las vanguardias y su inmediata decadencia postmoderna. Se trata de géneros diferentes que guardan cada uno de ellos su personalidad propia aunque estén en contacto como vasos comunicantes. The Ballad of Sexual Dependency (1985) de Nan Goldin es un ejemplo paradigmático de diario íntimo, donde podemos encontrar autorretratos y una voluntad autobiográfica. El “yo” del narrador ocupa todo el espacio de la escena, al igual que los relatos de Antoine d’Agata. Sin embargo, en el diario Once (2001) o Instant Stories (2017) de Wim Wenders, cuyo objetivo es igualmente el dejar una huella de los días y de los encuentros, el “yo” aparece en segundo plano. Muy anterior en el tiempo, el tandem Castiglione/Pierson es un ejemplo muy especial de falso autorretrato, como el de 117


Hyppolythe Bayard ahogado en 1840, que propone, además, una reflexión afilada sobre la naturaleza de las imágenes, la autoría y la construcción del yo narrativo. Para Claude Cahun o Pierre Molinier la fotobiografía desde el autorretrato es sobre todo una inmersión en sus respectivos imaginarios eróticos e identitarios. La obra de Jacques Henri Lartigue es un vasto álbum de familia con ramificaciones sociales. También la de Sally Mann. Seiichi Furuya en Memoires (1995) o Richard Billingham en Ray’s a Laugh (1996) interpretan a su manera la vida del fotógrafo y sus respectivas familias, aunque de muy distinta manera. En toda narración, también la fotográfica, intervienen tres elementos que ponen en marcha perfiles muy marcados. El “quién”, el “dónde” y la “voz”. El narrador sabe perfectamente a quién se dirige con su historia. Quién es su interlocutor. No es lo mismo contar algo a un amigo, que a tu hijo, que a un grupo de desconocidos, que al universo. Saber a quién se está hablando es fundamental porque va a determinar la forma del relato. Crucial es también el lugar que se elije para hablar. ¿Desde dentro o desde fuera de la historia? ¿Me sitúo en la narración como espectador o como personaje? ¿Hago partícipe al que escucha o los que escuchan de eso que muestro ahí delante o los mantengo al margen? ¿Están conmigo? ¿Los invito y me marcho? Y por último la voz. Con qué voz habla el narrador. Todos los narradores tienen una voz desde la que dicen. Cada voz implica necesariamente límites y posibilidades. Lartigue cuenta con la voz del niño, deslumbrado como si las cosas ocurrieran siempre por primera vez. Antoine d’Agata dirá indefectiblemente con la voz torturada del adolescente. Seiichi Furuya con la del amante. Richard Billingham es el hijo. Y cada uno de ellos ha elegido a un interlocutor diferente y hablan también desde lugares distintos. 118


Una fotobiografía es una narración autobiográfica que pretende explicar no solo quién es el narrador/personaje sino aquellos que lo han acompañado en el viaje hacia esa identidad. La historia se articula en torno a un “este soy yo” y un “esos también soy yo”. La Autobiography (1980) del artista conceptuel Sol LeWitt, más célebre que interesante, es una sucesión de detalles de su estudio en Nueva York en forma de retazos. La de Richard Avedon aparecida en 1993 trata de responder a cuáles son las declinaciones de ese “yo” que lleva su nombre. Raymond Depardon indaga en La Ferme du Garet (1997) sobre la cuestión identitaria de sus orígenes rurales, una constante en su trabajo que vuelve una y otra vez como en La Terre des paysans (2009) o el tríptico documental Profils paysants (1998-2008). También existen biografías imaginarias, que no por ficticias son menos ciertas. William Beckford y las Memoirs of Extraordinary Painters (1780), Schwob y sus Vies imaginaires (1896) y Max Aub en Josep Torres Campalans (1958). Joan Fontcuberta escribe la vida entera del cosmonauta russo Ivan Istochnikov en Sputnik (1997) o la de un patético activista musulman en Deconstructing Osama (2007). Las que inventa Pierre Michon sobre Van Gogh, Francisco de Goya o Antoine Watteau. La línea narrativa en el álbum familiar no es horizontal sino vertical. El álbum se lee de arriba a abajo, a saltos. Del presente al futuro y al pasado y al futuro de nuevo, para volver al presente otra vez. “Aquí estoy con mi madre recién llegados a casa de maternidad”, decimos. Hablamos desde un falso presente. Estamos aquí y ahora, no es posible estar entonces, y mucho menos recordarlo. Buena parte de nuestra memoria es prestada. Y entonces nos adelantamos en el tiempo para dar cuenta de la suerte de tal o cual persona119


je que ya no está o se esfumó en los vericuetos de la crónica familiar. “Este es mi hermano, y se casará, y hará esto y aquello, aunque todavía no había conocido a Mercedes”. Sí, se acaban de divorciar. Así contamos el álbum de nuestras vidas. A trompicones. A salto de mata. Igual que vivimos. Toda fotografía ocurre en presente, a diferencia del cine, que se enuncia siempre en pretérito imperfecto. Cada vez que volvemos a ese retrato que tanto nos conmueve o nos perturba, nos mira ahora y para siempre, en un presente siempre renovado. Todos los retratados nos miran ahora. Y cuando nosotros echamos la mirada sobre la ficción del tiempo, prefiguramos el diálogo con aquellos que tarde o temprano nos verán desde nuestra ausencia, tal vez con un nombre, tal vez sin tan siquiera nombre, solo retrato. El tiempo de la narración fotográfica se sostiene por un hilván que atraviesa y conecta las diferentes capas superpuestas de esos sedimentos y cascajos que son los recuerdos. “Recordar en una invención”, afirma Ferdinando Scianna en Baaria Bagheria. Dialogo sulla memoria, il cinema, la fotografia (con Giuseppe Tornatore) (2009) homenajeando al autor de La Clave morse, el mexicano Federico Campbell, una historia construida a partir de un retrato con los cuatro miembros de la familia. La fotografía se perpetúa como recuerdo, frente a la memoria que tiene la pretensión de restituirnos una certitud. El recuerdo, sin embargo, al igual que la foto, pertenece al ámbito de lo privado y de lo íntimo, de lo que es exclusivo, instransferible e incierto. Como en la memoria creadora e involuntaria de Marcel Proust, recordar es reescribir, reescribirse, en busca de un tiempo reencontrado necesariamente en la invención. Todas las historias comienzan por el principio. Por eso la frase más importante de un libro es la primera. El 120


resto es puro relleno, o casi. Ese primer trago de cerveza del que habla Philippe Delerm es decisivo. Las páginas que siguen no hacen sino confirmar lo que ya encierran esas primeras palabras que marcan el ritmo, la voz, el horizonte. Allí está todo. La primera imagen de un libro acapara ya toda la cosmogonía de ese “yo” que se decide a hablar. El primer retrato de Quelli di Bagheria es el de un niño. Con frecuencia preguntan a Ferdinando Scianna si es él. No, no es él, aunque importa poco. Podría ser él. La historia de Quelli di bagheria comienza a fraguarse en ese niño mucho antes que el libro. En el adolescente que empieza a retratar a sus amigos y amigas, sus compañeros de clase, los primeros amores, y abre el campo de visión hasta abrazar el pueblo entero. En ese niño está ya el fotógrafo que le reserva el destino y el libro que no sospecha que un día escribirá. Escribir, como envejecer, no es más que la confirmación de que todo estaba allí desde el principio. Vivimos para dar la razón a la vida.

esta selva selvaggia e aspra e forte che nel pensier rinova la paura! —Dante Alighieri, La divina comedia, Canto I

He visto cosas que no creeríais En la historia cultural de occidente se suceden tres grandes etapas: divina, humana y máquina. Dios es el centro que ordena la manera de ver y nombrar el universo hasta el siglo xvi. Con la irrupción de la ciencia empírica, que es la confianza en la capacidad del hombre para medir, entender y 121


dar forma a ese mundo al que pertenece, el modelo divino es sustituido por el modelo humano. Copérnico, Galileo, la imprenta, la expansión de los límites conocidos con la llegada de los europeos a América, la perspectiva como la convención geométrica para la representación tridimensional. El hombre a finales del siglo xix va a ser sustituido por la máquina. La revolución industrial es el motor de ese cambio de paradigma y la máquina fotográfica su síntoma. La fotografía es una herramienta para ordenar y dar un orden nuevo al mundo visto, ya no a través de la retina, sino por medio de un artilugio óptico. Edgar Degas ya no pinta los caballos como sus ojos los ven sino como la máquina dice que galopan. El apóstol Tomás, que es la metáfora de la ciencia experimental, estaba equivocado al empeñarse en exigir ver y tocar la herida de Cristo para creer en lo increíble. La ciencia consigue revelar aquello que permanecía invisible, incluido el señor Hyde que todos llevamos dentro. Eso es la fotografía. La capacidad de la máquina para dejarnos ver aquello que no podemos ver. Llegamos a cualquier lugar sin levantarnos del sillón. Los límites en el horizonte visual del hombre del siglo xix saltan en pedazos, como se vinieron abajo las fronteras del mundo conocido en el siglo xvi. Nadar fotografía París desde un globo y muestra con luz artificial las cloacas de la capital. Aparecen los huesos de la mano de la señora Röntgen que el señor Röntgen radiografió en 1895 y supuso el elemento clave para la novela de Thomas Mann La montaña mágica. La muerte antes de la muerte. Podemos observar con detenimiento la pata de una mosca. Lennart Nilsson consiguió en los años sesenta del siglo xx revelar mediante un endoscopio la vida antes de la vida, un feto humano en el seno materno. La medicina explora el interior del cuerpo humano median122


te cámaras y las operaciones de corazón se realizan a través de unos monitores enormes. La luna deja de ser el símbolo romántico que inspira los versos de Theóphile Gautier para convertirse en una superficie cercana y reconocible, para concluir en el espectáculo televisivo del primer paso del hombre sobre el satélite de la tierra, escenificado ya por Georges Méliès. Y curiosamente una máquina, el cañón fotográfico de Eadweard Muybridge y Étienne Jules Marey, va a poner punto final a la era del hombre inaugurando la era de la máquina al poner en evidencia las limitaciones de la observación empírica para describir y comprender lo que sucede, porque el caballo no galopa como nos parece. Gracias a una máquina vemos las cosas como son y no como nuestros ojos imperfectos nos hacen creer. Con la fotografía empezamos a descifrar la realidad de forma vicaria. Ya no hay una experiencia directa entre el hombre y las cosas, sino que el conocimiento pasa por el intermediario de un artefacto. No necesitamos someternos a la tortura de los viajes en el espacio perverso de una butaca de avión. Maxime du Camp fue de los primeros en llevarnos hasta Asia y traernos las imágenes del Taj Mahal. Su compañero de viaje, el desconocido Gustave Flaubert, perdió el tiempo tomando notas en su cuaderno de viajes porque ya no era necesaria ninguna explicación. Bastaba con enseñar la foto sin añadir nada más. “Así es, mira”. Y recorrer el mundo sin salir de nuestro cuarto, como ya preconizaba Xavier de Maîstre en 1794. A partir de la fotografía hacemos como Baudelaire, que detestaba viajar y con razón, para preguntar al viajero, cuéntame lo que has visto. “¡Sorprendentes viajeros! —solicita en los poemas que forman Voyage, dedicado precisamente a Maxime Du Camp— ¡cuántas nobles historias leemos en vuestros ojos profundos como los 123


mares!”, para concluir: “Decidme, ¿qué habéis visto?” Baudelaire, para quien la fotografía no tiene otra función que la de utensilio al servicio de la ciencia, registro mecánico y ayuda para salvaguardar del tiempo ruinas y monumentos, restringiendo el arte para los que son capaces de soñar la realidad, no pide al viajero que “cuente” sino que diga “lo que ha visto”. Y Nexus 6, interpretado por Roy Batty, contesta: “He visto cosas que vosotros no creeríais”. A Baudelaire le hubiera encantado recibir esa huella efímera del viaje que son las tarjetas postales y que Robert Frank reunió en Thank you (1996). Porque ser “absolutamente moderno” pasa por una experiencia visual, pues lo que arrastra la muerte consigo son tus ojos y lo que vieron esos ojos (“verrà la morte e avrà i tuoi occhi”, escribe Cesare Pavese) para desaparecer en el olvido “como lágrimas en la lluvia”. En 1963 Charles Dobzynski anunciaba con su libro de poemas de ciencia ficción La ópera del espacio las palabras que Nexus 6 interpreta en la película de Ridley Scott: “He visto cómo la noche estallaba en pompas enormes (…) He visto caer en vaho boreal, deyecciones de fuego”. Dicen que de todos los viajes, el único viaje cierto, es a uno mismo. Será por eso que viajar resulta siempre tan pesado y aburrido. Porque nos tenemos muy vistos. Sobre todo si lo prometido al final del trayecto se augura penoso. Por eso Arthur Rimbaud dijo lo de “Je est un autre”, por cambiar de aires. ¡Son tantos los viajes!, algunos de ellos sin retorno: al infierno de Málaga, a Almería, a Icària, al día en ochenta mundos, al país de las almas, al final de la noche, al centro de la tierra. Leí Viaje al centro de la tierra en la edición de Bruguera, con 250 ilustraciones de Ángel Badía. Cada cumpleaños mi tía Piluca me regalaba un libro de esa colección: Las maravillas del mundo submarino, La flecha 124


negra, El último Mohicano… Lo de leer es un decir, porque lo único que me interesaba entonces eran las viñetas, de las que ni siquiera leía los bocadillos. Y ahí sigo, interesado por las viñetas. La edición de Bruguera de 1970 cuenta con “licencia eclesiástica”, la de 1972 ya no. Así pues, yo viajé al centro de la tierra con licencia eclesiástica. Julio Verne escribía novelas de anticipación. El Gulliver de Swift o El otro mundo de Cyrano de Bergerac son otro cantar. Verne narra periplos imposibles, pero ciertos. A la luna, al fondo del mar, alrededor y al centro de la tierra. Ciencia ficción. En la última viñeta Axel lleva casado cinco años con su prima Graüben, la columpia en el jardín bajo la atenta mirada de Marta, la ama de llaves, y la presencia, aparentemente ausente, de tío Otto, inmerso en su periódico. Han estado de luna de miel en Islandia con una oferta de viajes Halcón. No lo dicen, pero uno se imagina que se han comprado una unifamiliar y un monovolumen, trabajan los dos, y están a punto de anunciar que la prima Graüben se ha quedado embarazada y esperan un hijo. Como cualquier pareja de españoles modernos. Siempre ha habido alguien dispuesto a hacer las maletas. De Ulises a Nicolas Bouvier. Cambiarán los modos y el tiempo invertido en el viaje. Serán distintas las razones que nos condenan a las penosas horas de espera en las salas de embarque de los aeropuertos. Al castigo de los sandwiches y los refrescos y los vasos de plástico. ¿En qué momento Ulises se transformó en turista? ¿Supuso la invención de la fotografía la sentencia de muerte para el viajero tal y como pronosticó Henry James? Se equivocaba. Todavía quedan viajeros con una cámara al hombro. Por no hablar de los cientos de miles de turistas que recorren el mundo con el único propósito de fotografiarlo y visitar 125


en Perdiguera las trincheras donde acudió George Orwell y terminó huyendo desencantado de lo que había visto, apuntar tras un caballo muerto hacia un enemigo invisible en la calle Diputació interpretando la instantánea de Centelles antes de ir a comer un arroz a banda a la Barceloneta, o peregrinar al lugar mismo donde cayó el miliciano inmortalizado por Capa. En los viajes y la manera de contarlos, juegan un papel decisivo dos circunstancias clave que son objeto de enormes transformaciones: la velocidad y la percepción. El desarrollo del ferrocarril y de la aplicación del vapor a la navegación coinciden con el nacimiento de la fotografía y su puesta en práctica tanto con fines científicos como en la vida cotidiana a través del retrato. Los avances en la industria química y óptica, sumado a la fascinación en la segunda mitad del siglo xix hacia todo lo relacionado con la percepción, como panoramas y dioramas, van a favorecer el impacto de la imagen fotográfica en la manera de pensar y representar el mundo. Y es que nos hemos vuelto ciudadanos con boina, sentados en la plaza del pueblo a pasar el rato viendo circular los autos por las autopistas de la información. El motor de vapor y la Kodak supusieron la democratización de los viajes y la conversión del viajero en turista. En la aparición de los libros de viajes ilustrados con fotografías desempeñaron un papel decisivo dos factores, a los que la historia del medio se encuentra estrechamente unida: el desarrollo de las técnicas de impresión y el papel como soporte fotográfico en el positivado de las imágenes. Lo primero permitió utilizar imágenes fotográficas para la ilustración de libros en lugar de grabados. Lo segundo permitía multiplicar el número de copias. Dos conceptos nuevos, difusión e imagen multiplicable, conceptos que Walter 126


Benjamin hará famosos a propósito del arte moderno bajo la influencia de la imagen fotográfica. En cualquier caso, lo cierto es que la vida de los ciudadanos experimentó grandes cambios, a la par que se modificaron las motivaciones y el tiempo que nuestros viajeros invertían en sus escapadas, así como el lenguaje utilizado para contar y describir sus experiencias. Existen, en mi opinión, grandes diferencias. Las crónicas de la estancia de Leandro Fernández Moratín en Londres e Italia, más tarde Gérard de Nerval en Egipto y Gautier en España, aun a sabiendas de que estos dos últimos recurrieron a la fotografía sin éxito, se inclinan del lado de la tradición que representa El libro de las maravillas de Marco Polo o los viajes de Ibn Batuta. Las descripciones de James Agee en Let Us Praise Famous Men, o las notas que Juan Rulfo tomaba durante sus viajes por el estado de Hidalgo, están al otro lado la fotografía. Todos los relatos comparten una misma voluntad testimonial, todos quieren dar fe, dejar constancia, con cifras, cantidades, medidas. El palacio del Gran Kahn tiene un gran muro cuadrado que por cada costado mide una milla, es grueso, blanco y almenado. Marco Polo da cuenta de la historia y de las costumbres de los lugares que visita, igual que Ibn Batuta hace con Málaga, Moratín con Londres o Gautier con Toledo. En esos relatos el narrador se presenta como único garante y nadie duda de que lo que cuenta es cierto y verdadero. Por eso tienen derecho a maravillarse. En la convención del relato se acepta el filtro del que cuenta como indiscutible apelando a la sensibilidad y referencias culturales del lector para imaginar la grandiosidad de los lugares descritos. La descripción es inseparable de cualquier relato de viajes, y la fórmula que la introduce es “yo he visto”. Para 127


unos se trata de un “ver” cómplice que se propone confundir la mirada del narrador con la mirada del lector. Sabemos que Gautier lleva consigo durante su viaje por España un daguerrotipo porque camino de Valladolid sufren un accidente y cuenta cómo el cajón sale por los aires sin sufrir daños. Y aunque el autor se autodefine más tarde como “daguerrotipista literario”, la voz que cuenta está ahí presente auspiciando, alimentando, acercando el paisaje descrito al paisaje conocido por el destinatario mediante comparaciones y referencias que se sustentan en la cultura de donde parten ambos discursos. El relato que precede a la fotografía es una celebración, manifiesta en la reescritura que Calvino realiza en Las ciudades invisibles. Gautier emprende su viaje en busca de lo que ya conoce, para confirmar o corregir la pintura previa que trae consigo. Los relatos que preceden a la fotografía interpretan desde una perspectiva plástica. No dicen “así son”, con el aplomo y la virtud deíctica que demuestra la imagen mecánica de la foto, sino “son como”, abriendo ante sí un abanico de posibilidades referenciales que la fotografía cierra tras de sí. El relato fotográfico pretende (y digo bien pretende, pues de lo que se trata es de una convención literaria más, de un nuevo pacto de verosimilitud entre lector y narrador) mostrarse y presentar el objeto descrito excluyendo la complicidad del lector y hasta de la misma voz que cuenta haciéndose pasar, mediante un distanciamiento formal, por una enunciación objetiva. El sujeto del “yo he visto” fotográfico quiere ser impersonal. No se propone interpretar nada sino señalar. Tampoco siente como necesario decir lo extraordinario de las cosas vistas ni reclamar otras referencias culturales pues para mostrar no necesita emitir juicios de valor, ni a favor ni en contra. Antes de la fotografía los 128


relatos de viajes son la invitación al ensueño, “imagínate”, dicen. Con la imagen aplastante de los paisajes y sus protagonistas fotografiados, el lector ya no necesita imaginar nada, porque el relato visual (fotográfico y literario) parece decir “mira, así es”, y basta. Desde la segunda mitad del siglo xix la estética literaria confluye hacia el signo de la objetividad fotográfica y el escritor aprende a utilizar esas nuevas “técnicas del observador”. La fotografía es heredera del espíritu científico del siglo xviii, nace para ser testimonio, para ser ciencia, con su capacidad de máquina para contar la realidad de manera fidedigna, objetiva, incuestionable, principios que Émile Zola hace suyos en 1888 para definir la función de la escritura en su Novela experimental a modo de manifiesto literario. La verdad queda supeditada a la certificación ocular sobre el postulado empírico y racionalista de creer únicamente lo que somos capaces de ver “con nuestros propios ojos”. Santo Tomás haciendo la instantánea de la resurrección. El ejercicio de la memoria en Proust es más visual que intelectual, y en su Búsqueda del tiempo perdido el protagonismo de la fotografía es imprescindible para entender la historia en su conjunto por el sentido que las imágenes cobran adoptando significados diversos a lo largo de toda su obra. El discurso fotográfico se impone con voluntad entomológica, con el propósito de censar la existencia del mundo, un repertorio de fragmentos que muestran cómo es una vez desprovisto su lenguaje de cualquier exotismo o idealización. Lo cual no quiere decir que la fotografía no sea capaz de comulgar con el folclore y el tópico. Los libros tardopictorialistas de José Ortiz Echagüe España tipos y trajes (1933), con prólogo de José Ortega y Gasset y textos de Guillermo de Achaval y España pueblos y paisajes (1941) 129


acompañado de textos de Azorín y José María Salaverría, valdrían como ilustración (estereotipada y con retraso) del viaje a España de Gautier, porque son, entre otras cosas, más pictóricos que fotográficos. Mario Praz reúne los artículos de su memoria viajera con el título simbólico de El mundo que he visto (1982), un libro estimulante y con clase, nada que ver con el recuerdo infame que guardo del injusto Peninsola pentagonale, aparecido en 1928. Compite en infamia, por cierto, con la histriónica guía turista de Ernesto Giménez Caballero Trabalenguas sobre España, de 1931, acompañada en este caso de dibujos y fotografías, cuyas descripciones de la península son un anticipo del lenguaje correoso e hiperbólico de la Enciclopedia Cíclico-Pedagógica de Grado Medio escrita por Don José Dalmau Carles, que abarcaba todo el saber abarcable, y con la que mi padre acudió a la escuela por los años cuarenta hasta que la vida lo puso a trabajar tan apenas cumplidos los diez. Dicho sea de paso, Giménez Caballero recoge en su Yo inspector de alcantarillas una interesante y tal vez única referencia al rayograma de la literatura española. El Viaje a España de Gautier es un relato con cámara pero sin fotos, como el de Dominique Noguez y su Les Trentesix photos que je croyais avoir prises à Seville (1993). Jamás conoceremos si Gautier llegó a realizar tomas y de qué lugares. Sabemos que la caja del daguerrotipo acompañó al viajero en su carruaje a través de la península Ibérica de Irún a Algeciras. A partir de ahí el relato se precipita durante el trayecto de vuelta por mar. Los anillos de Saturno de W.G. Sebald es un relato sin cámara pero con fotos. Malas. Innecesarias. El libro de Gautier es lineal, avanza conforme avanzan y discurren las etapas de la narración. Los anillos de Saturno está articulado como una tela de araña que va tejiéndose for130


mando vericuetos hasta alcanzar el final. Las digresiones de Gautier, como las de Marco Polo, como las de Ibn Batuta, explican el contexto, la historia, la tradición de los lugares y de los personajes que el viajero encuentra en su camino. Las explicaciones de Sebald arrancan en un punto del camino hacia una dirección inesperada para retomar de nuevo el hilo de la narración, el hilo del viaje. Las suyas son digresiones que van del presente al pasado y al futuro, y se cruza en el camino con personajes reales y otros literarios, y cada bifurcación, cada cruce de caminos, lleva por rutas imprevistas para desembocar de nuevo a la senda principal. Viaje a España discurre por un camino. En Los anillos de Saturno el narrador se busca a través de un bosque, con sombras y claros. Lo prioritario en Viaje a España es conseguir que la realidad encaje en el molde perfectamente diseñado antes del viaje. Sebald despierta la ilusión de que los recuerdos y explicaciones que el viaje suscita y alimenta han sido preparados. La aventura. Personal e intelectual. El viaje moderno. La retórica del viaje moderno. El narrador aparece como un hábil guía turístico en un viaje organizado de lujo. Al margen de lo turístico. A salvo de la tribu de caníbales dispuestos a merendarse al lector en una marmita con puerros y zanahorias. Viaje a España es una vuelta de butifarra. Los anillos de Saturno un racimo de uvas. La escritura de Gautier es centrípeta, toda la narración confluye en el texto y para el texto, para el viaje, para el sujeto del viaje, que viaja solo pero acompañado. La crónica de Sebald es centrífuga, el viaje crece hacia fuera, hacia los aledaños que tocan, se cruzan, escapan con el viaje y en donde el sujeto se nos presenta arrastrado por el viaje. En Gautier quien manda es el narrador. En Los anillos de Saturno el protagonista es el camino, no el caminante. 131


El 23 de mayo de 1982 Julio Cortázar y Carol Dunlop salen de París en coche con el propósito de llegar a Marsella por autopista haciendo un alto en las 65 paradas disponibles a razón de dos por día, es decir, más de un mes para un viaje idiota. La crónica de Cortázar con las fotos de Dunlop de Los autonautas de la cosmopista es una metáfora de la epopeya moderna, la del Ulises que a falta de aventuras se las inventa. El viaje de Cortázar debería figurar en las agencias junto a las ofertas de cruceros por las islas del Egeo o la semanita en Cancún. Y costar carísimo. Hace unos años una escritora francesa algo mermada de inspiración y con muchas ganas de notoriedad decidió cruzar el Atlántico dentro de un contenedor. Y lo sorprendente no es que consiguiera la complicidad del capitán del carguero. Ni que aguantara el mes de travesía sin salir del contenedor. Lo peor es que escribió un libro. Como si Joris-Karl Huysmans, en lugar de retirarse a Fontenay-aux-Roses a delirar sobre el latín antiguo, se hubiera encerrado en un cajón de chapa a sacarle punta al borborigmo sordo de los motores que suben desde la sala de máquinas. Tampoco veo mucha diferencia, la verdad, entre el crucero del contenedor y diez días en autobús visitando los castillos del Loira. Los autonautas de la cosmopista de Cortázar es a los viajes lo que el Ulises de Joyce a la literatura. Una revolución. Un libro como Nuevo descubrimiento del mediterráneo (1959) de César González-Ruano está escrito al margen de las fotografías turísticas que lo ilustran. También ofrece información sobre fechas y números de los lugares a donde va llegando el narrador en su periplo, pero el tono familiar y cómplice, irreverente por momentos, ensortijado, lo acerca mucho al relato moderno. El viaje mexicano (1979) del fotógrafo Bernard Plossu es un libro beatnik. Responde a la 132


ilusión del viaje moderno. Y al planteamiento también del reportaje moderno, pues no trata de ilustrar o documentar de acuerdo con un estereotipo, sino que el viaje se cuenta con el mismo viajar, y el relato es fragmentario, el afuera y el adentro del andar el camino se confunden en lo público y lo privado, lo social y lo personal. El trabajo de Jordi Esteva Viaje al país de las almas (1999), tanto las fotografías como la parte documental, obedece a un planteamiento antropológico escrito en primera persona, una arriesgada combinación que se sostiene en un frágil y afortunado equilibrio. Uno de los más bellos relatos de viajes que he visto y he leído es Errance (2000). Entre todos los libros y los viajes de Raymond Depardon es el que prefiero, porque solo es posible llevarlo a cabo a través de sus páginas. Si algún interés tienen los libros de viajes es ése, precisamente, que la aventura que cuentan es la del libro. Viajar es otra historia. Aunque de todos los viajes posibles, el más imprevisible, sinuoso y temerario es sin duda el que hacemos a nuestra propia memoria.

Cien pequeñas muertes Lo que Ana Teresa Ortega (Valencia, 1952) realiza en Cartografías silenciadas es un trabajo de investigación fotográfica. El proyecto arrancó en 2005 y ha ido concretándose en diversas exposiciones hasta hoy mismo, pero en esta ocasión documentando las obras públicas que fueron levantadas con la mano de obra de los presos políticos de la dictadura. Los primeros resultados se expusieron en 2007 en el espacio municipal de la Virreina, en Barcelona. En 2010 tuvo lugar la exposición ampliada con nuevos materiales en 133


la Universidad de Valencia, momento en el que se edita un catálogo con toda la obra, textos y documentación de la exposición. Un año más tarde, la exposición viajará a Santiago de Compostela y a Guernica. Ana Teresa Ortega, convertida en investigadora además de fotógrafa, consulta numerosos archivos (Archivo Militar de Ávila, Archivo General de la Administración y Tribunal de Cuentas de Madrid, Archivo de la Comunidad de Madrid, Arxiu Històric Poblenou, Arxiu Històric de la Diputació de Barcelona, Institut d’Estudis Ilerdencs, Archivo Histórico Provincial de Sevilla, Archivo del Reino de Valencia), y encuentra ayuda y colaboración en asociaciones para la Memoria Histórica, información que luego le permitirá identificar los lugares con un arduo trabajo de localización, fotografiar y contextualizar el resultado final tal y como lo conocemos hoy. Como la propia autora señala, “Cartografías silenciadas pretende dar visibilidad a los espacios más emblemáticos de la represión: campos de concentración, colonias penitenciarias militarizadas, y espacios donde hubo fusilamientos masivos durante la Guerra Civil y la postguerra”. Paisajes sin paisaje. Cartografías silenciadas es el resultado de la búsqueda, localización e identificación de esos espacios naturales y construcciones civiles que albergaron campos de internamiento y concentración de presos republicanos, durante y después de la Guerra Civil. Cada uno de esos lugares, que se presentan mediante una imagen de su estado y función actual, se muestra acompañado de una cartela que informa del nombre y del lugar, así como de los años durante los cuales el edificio o el espacio natural albergó un presidio. Junto con las cartelas, un folleto de mano completa esta información ofreciendo detalles sobre número de presos, de muertos, la función que desempeñó ese campo de detención y el periodo de actividad. 134


En algunos casos se trata de paisajes que han perdido toda huella de la historia. En otros, se trata de construcciones públicas o privadas todavía hoy en funcionamiento con diversos cometidos, como las caballerizas de la Magdalena en Santander convertidas en alojamiento para estudiantes, el colegio de los Padres Paules, todavía hoy en funcionamiento como tal, el convento de los Agustinos, en Haro, la Rioja, hoy hotel de cuatro estrellas, o La Industrial, que sigue siendo la escuela de Artes y Oficios de Logroño, o el Monasterio de San Miguel de los Reyes, en Valencia, hoy sede de la Biblioteca Valenciana, además de plazas de toros y espacios convertidos en cárceles, algunas en activo, otras desafectadas. En Cartografías silenciadas no hay margen para la confusión. Cada una de las imágenes viene acompañada de una cartela que identifica e informa con detalle sobre el lugar, los hechos que acontecieron y la función actual del espacio público, cuando la tiene, además de un folleto de mano que completa la información sobre el trabajo. Impecablemente resueltas desde un punto de vista técnico, las imágenes no hacen ningún alarde estético. Encuadres centrales en su mayoría, muestran cada uno de esos lugares desde una aparente distancia. Alguna de ellas, como la imagen del convento de La Merced en Burriana, Castellón, que fue prisión hasta 1942, y hoy es Centro Municipal de Cultura, si fuera producida mediante un formato gigante, podría confundirse con la estética moderna de un Andreas Gursky. La mirada de Ana Teresa Ortega hacia esos lugares que han albergado tanto dolor es contemplativa, lo cual subraya y hace hincapié en el silencio, en sentido literal y conceptual, que rodea cada uno de los espacios fotografiados. El silencio de estas imágenes es doble, por tanto. Silencio fotográfico, por un lado, la autora ha decidido deliberada135


mente que la estética de su trabajo sea la del silencio, que gracias a ese silencio estético se posiciona y pone de manifiesto el silencio histórico de esos mismos espacios. A la contemplación se añade la mirada respetuosa, y para eso se sitúa a esa distancia necesaria de la que habla Josep Maria Esquirol en El respeto o la mirada atenta (2006). No obstante, sin el trabajo de documentación que acompaña cada una de las imágenes, donde a modo de construcción coral se narra la historia, las circunstancias y el uso actual de cada una de las fotos, igualmente limpio y distante, esas imágenes de Ana Teresa Ortega carecerían de los recursos para hablar plenamente. No solo sería silente, sino que estarían doblemente mudas, por la historia y por la fotografía. La manera de fotografiar esos espacios por Ana Teresa Ortega se plantea desde la afonía. Cada espacio queda actualizado en una especie de mutismo elocuente, como si la única respuesta posible ante la memoria doliente condujera a la suspensión de la palabra. Fotografiar sin añadir ni quitar nada, sin decir nada. La pulcritud técnica con la que están resueltas las imágenes, los encuadres austeros, la belleza de espacios despoblados y vacíos, fríos, traslucen una respiración sobrecogida, como la que el espectador experimenta ante un acontecimiento extraordinario que no se puede narrar ni remitir, solo ver. Las imágenes de Ana Teresa Ortega nos hablan por tanto del otro paisaje, de la otra ciudad, la que convive con nosotros callada. Fotografiando esos lugares y certificando lo que fueron, les devuelve la voz que la historia de la dictadura y la indiferencia de la democracia les arrebató. Son lugares vacíos, despoblados. Sin protagonistas. La ausencia de personajes pone en escena también la ausencia de los que ocuparon esas cárceles y campos de concentración. Vi136


ven ausentes, en el mutismo de la historia. La ciudad invisible que fotografía Ana Teresa Ortega es una ciudad deshabitada. Esas imágenes se presentan como un decorado listo para que cada cual incorpore las figuritas necesarias. La memoria que traiga de nuevo la voz a las calles y los muros. Entretanto caminamos entre fantasmas ajenos al tiempo que somos y que fuimos. Y a casi nadie le importa ya. Los muertos, más muertos que nunca. España quiere ser un país moderno. Divertido. Con sol. Perpetuando esa tradición luctuosa de caña y chiringuito. Todo lo demás son ruinas, escombros y vertederos. Tampoco Adrián Alemán (Tenerife, 1963) quiere que sus imágenes en Socius dejen lugar a dudas. Socius nace en 2008 y se expone en 2010 en la Sala de Arte Contemporáneo de Santa Cruz de Tenerife y en 2013 en el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas de Gran Canaria. Adrián Alemán se preocupa mucho de contextualizar los aparentes paisajes de Socius con una rigurosa y abundante documentación que convierte una monumental colección de tarjetas postales en un espectáculo sobrecogedor. Las imágenes de Socius por si solas constituyen una bellísima colección de imágenes del mar, copiada en grandes formatos, perfectas para un amplio salón decorado con gusto, sin estridencias, sobrio. Pero Socius no es una marina amable. Es, al contrario, el antipaisaje. En Socius no hay nada de subjetivo. Se impone la distancia. Siempre la misma. La distancia del respeto una vez más. Siempre el mismo punto de vista, que repite de manera obsesiva la misma composición. Solo varían las horas del día y sus luces, con los barcos que fondean en la bahía de San Andrés de Tenerife. No hay descripción, no hay voluntad de documentar nada. Una aparente visión de calma y tranquilidad sobre la 137


fosa de San Andrés esconde la tragedia de cientos de hombres ajusticiados entre los meses de julio de 1936 y febrero de 1937. Socius es la crónica de una mirada que se obstina en escudriñar una y otra vez el mismo paisaje bien delimitado para devolverlo a la realidad del tiempo, de la vida. Las imágenes por sí solas son incapaces de narrar su propia historia. Adrián Alemán es plenamente consciente de la narración implícita de las imágenes cuando escribe en el catálogo de su exposición en el CAAM (2013):

Esta capacidad de la imagen para “alojar texto” la convierte en una herramienta completa, no me refiero al pie de foto, aunque este sea un hecho significativo, sino al complejo acto cultural y políticamente construido de ver. Lejos de ser un acto fenomenológico, está mediatizado por el peso de los conceptos y categorías que lo atraviesan. Se trata de todo un proceso de condensación en el que solapan y subvierten las experiencias suscitadas en el mundo exterior —apenas una réplica directa de él— y el complejo espacio lingüístico con el que interactúan.

El autor se propone con Socius narrar la historia de la Fosa de San Andrés en Tenerife, donde estuvieron fondeados una serie de barcos prisión, y donde terminaron arrojados al mar un número indeterminado de presos. Para ello incorpora a ese bello paisaje una rigurosa y completa información sobre la isla antes de la guerra, la descripción detallada y minuciosa de los barcos implicados, y su participación posterior en operaciones de colaboración y suministro a los submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. También Socius es un trabajo de investigación fotográfica.

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Entre los muchos aspectos que aborda el proyecto de Adrián Alemán es el olvido programado. Y aunque miremos hacia otro lado, aunque las personas y sus gestos se nombren a escondidas, convivimos todavía con el dolor de los acontecimientos a pesar nuestro. Una de las razones que puedan explicar el interés de la generación de nietos por todo lo sucedido durante la Guerra Civil es que, por razones obvias, no son depositarios de los recuerdos de sus protagonistas, pero sí son herederos de su dolor mudo. La generación de la memoria no tiene recuerdos, pero sí herida, y por la necesidad de encontrar una respuesta que desbarate el olvido de sus padres y rompa el silencio de sus abuelos. Una de las propuestas de Adrián Alemán con su proyecto Socius consiste en extraer del presente mediante una mirada obsesiva, como si de extraer memoria de un pozo se tratara, los “textos” que se entrecruzan más allá de la réplica para dar sentido a la mirada que espera a que se produzca la luz del sentido, porque solo en esa confusión visual de las imágenes es posible entender el sentido y significado profundo de aquello que representan y que al mismo tiempo trascienden. Socius es una epifanía. Las imágenes corresponden a la misma toma realizada siempre desde el mismo punto a modo de ojo testimonial y neutro, que recuerda ese personaje interpretado por Harvey Keitel en la versión cinematográfica de Smoke, de Paul Auster, dirigida por Wayne Wang en 1995. Socius es testigo de la banalidad del dolor. Lo impactante de esas imágenes, y hemos sido testigos en países y culturas con foros muy diversos, de la expectación, la emotividad y el desasosiego que las imágenes de Adrián Alemán despiertan en aquellos que las contemplan. Los paisajes marítimos e idílicos son la tarjeta postal del horror. En ningún lugar se manifiesta de 139


forma más descarnada y aterradora el espanto como en la normalidad de las cosas y la vida cotidiana. Un mismo punto de vista por el que circulan y desplazan barcos y estaciones, atardeceres y albas y noches de pánico y de muerte. Si hay un rasgo que resumen e identifica el trabajo de Adrián Alemán es el de la contención. Sus imágenes reflejan una enorme mesura, y el espectador las contempla tan sobrecogido como emocionado tanto por lo que muestran como por lo que albergan. Se trata de una invitación más que una demostración explícita, de ahí la fuerza y la tensión que subyace en cada una de ellas. El trabajo formal de Socius se lleva a cabo desde dos actitudes complementarias: la espera y el silencio. Pues este trabajo exhaustivo de memoria “solo puede darse en la demora —escribe Adrián Alemán— en el retraso. A través de una suerte de duración ofrendada, sumada al devenir como un plus. Esta suerte de morosa espera, de merodeo, es un añadido, una nueva capa de signos sobre el esquema previo”. Un tiempo de espera que permite que la mirada escudriñe en el horizonte de forma insistente, repetitiva, obsesiva. Y esa mirada adviene en la distancia y en silencio. Se trata de un silencio espeso, que nos envuelve, y que se sitúa al borde del abismo, allí donde se suspende la palabra. La línea fronteriza que separa la palabra del grito es el silencio. Cuando las palabras ya no sirven, cuando ya se ha dicho todo lo que se podía decir, cuando el paisaje ha sido bien delimitado con datos y fechas, aparece el silencio. Y es entonces cuando el paisaje, perfectamente delimitado por los hitos de la historia, se revela como otra cosa. Que nada tiene que ver con la Historia, ni con el tiempo ni con la memoria. Es otra cosa. Es solo mirada. Porque cuando las palabras se acaban, lo que sigue más allá se nombra mediante el aullido. 140


Gritamos porque nos faltan las palabras. Socius, tan silencioso, tan austero, tan bello, tan suspendido, es un aullido. Nada nos permite dejar de ser lo que somos porque estamos condenados a ser nosotros mismos. Adrián Alemán, junto al resto de fotógrafos de la memoria, está empeñado en recordar para todos y recuperar las imágenes de la trastienda del olvido. Y lo hace con un extraordinario pudor y distanciamiento respetuoso. Con pulcritud. Tanta austeridad sobrecoge al mismo tiempo. Y la falta de palabras se hace tan espesa que callan para que todos podamos escucharlas. Si acaso queremos y tenemos el valor y el empeño de oír, porque solo los valientes tienen miedo.

Un superviviente regresado de cien pequeñas muertes, alguien que ha vivido para contárselo al viento —Miguel Morey, El deseo de ser piel roja

Los que cazan hombres indefensos El fotógrafo Pedro Pérez Esteban (Teruel, 1961), junto con el escritor José Giménez Corbatón, son los autores de tres libros dedicados a la Guerra Civil. Cambriles (2006), Morir al raso (2009) y Memoria difusa (2011). Cambriles es un trabajo de corte periodístico sobre un grupo de hombres que buscan refugio en la cueva mítica de Cambriles huyendo de la amenaza roja, donde constituyen la “Sociedad de la Caverna” que da cobertura a los topos destinados a conspirar desde el lado republicano. El texto de Giménez Corbatón detalla el proceso de investigación y los sucesivos encuen141


tros y entrevistas en busca de unos recuerdos cada vez más difusos. En el caso de Cambriles las fotografías de Pedro Pérez Esteban, en su mayoría paisajes salvo algunos detalles del interior de la cueva, sirven de ilustración al relato periodístico del escritor. Morir al raso está dividido en dos partes. La primera, que da título al volumen, reúne una sucesión de textos breves de José Giménez Corbatón con el estilo directo y eficaz que caracteriza la obra literaria del escritor. Pequeñas historias que a modo de relato coral ofrecen una visión poliédrica de la guerra a través de múltiples voces. La segunda parte pertenece a las imágenes de Pedro Pérez Esteban, agrupadas en cuatro capítulos, Cielo, Tierra, Interior y Trazo. La primera. Como su nombre indica, se caracteriza por ofrecer una visión abierta de paisajes que, adivinamos, fueron escenarios de la guerra por los restos que todavía pueden verse. Huellas de trincheras, parapetos, la esquina de un búnker. Concebidas las cuatro partes como un travelín que va cerrando el cuadro para aproximarse en la segunda a los rastros de las batallas, en su mayoría trincheras. Interior, como su propio nombre indica, fotografía la contienda desde el interior de refugios y búnkeres, galerías y cuevas. Algunas de las imágenes tienen una factura muy bella y geométrica al jugar con la luz y las formas formando figuras que recuerdan las esculturas de Eduardo Chillida. Por último, Trazo, igualmente como apunta el título, rastrea las huellas de los protagonistas de la guerra a través de objetos cotidianos y grafitis y marcas en la roca. Las siglas desleídas de la FAI y el yugo y las flechas arañados en la piedra escenifican el conflicto. Así como la narración de Giménez Corbatón toma posición, nunca mejor dicho, del lado de los perdedores, el relato de Pedro Pérez Esteban asume un punto de vista di142


fuso, en el que la guerra aparece representada visualmente como un conjunto de escenarios a los que no podemos atribuirles vinculación, salvo cuando los Trazos lo señalan explícitamente. La guerra como conflicto abstracto que visualizan las imágenes contrasta con el perfil perfectamente definido de los textos. Memoria difusa está compuesto de dos partes, primero las imágenes de Pedro Pérez Esteban y a continuación los textos de José Giménez Corbatón. Dos personajes, la pareja de Adela y Rafael, sirven de columna vertebral para hilvanar una serie de relatos que se estructuran como en el caso anterior en forma de narración coral. Adela trabaja en una cantina en el lado nacional y se prostituye por necesidad. Rafael, enamorado desde el primer momento que la vio en la taberna antes del golpe militar, huye herido para cruzar la frontera francesa al final de la guerra. La tela de araña se teje con la historia de la madrina de guerra, la arenga militar con el lenguaje grueso del valor macho, o el relato de un amigo de Rafael que cierra el círculo del tiempo situando la acción en la taberna en los momentos previos al golpe militar. El deseo de narración coral no puede evitar que se trasluzca la simpatía del narrador por los personajes perdedores de la historia. Algunas imágenes aparecen también acompañadas de breves textos que añaden puntuales bandas sonoras. Las fotografías de Pedro Pérez Esteban son la evolución formal del libro anterior. Ahora en blanco y negro, y con planos muy cerrados, muestran en su mayoría objetos y primerísimos planos. Podría decirse que Memoria difusa respira un tono casi fetichista. Acorde con el título del libro, dominan las imágenes fuera de foco, otorgando al conjunto del libro una dimensión estética añadida, que las composiciones deliberadamente dispuestas con objetos, 143


subrayan. En este sentido, esta interpretación visual asume el peligro de ceder a una estetización de la guerra. Los detalles de los grafiti que cierran la narración fotográfica escenifican de nuevo los símbolos que se enfrentan con las armas. El tono general de nebulosa visual que componen las fotografías deliberadamente desenfocadas propone una imagen fantasmagórica de la contienda, en donde el punto de vista renuncia a la inclinación ideológica para focalizarse en el punto de fuga de la guerra como concepto. Estos tres libros son un buen ejemplo de colaboración entre un escritor y un fotógrafo, sin que el uno o el otro se vean mermados o se plieguen a la servidumbre de la explicación o la ilustración. Ambas narraciones, la fotográfica y la literaria, conservan su independencia sin dejar de articularse perfectamente en un resultado final coherente y eficaz.

El odio está en la retaguardia, en los que azuzan la guerra, en los que medran a su amparo, en los que cazan hombres indefensos —Ricardo Fernández de la Reguera, Cuerpo a tierra

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6. LA IMAGEN VENTRÍLOCUA

De octubre de 2016 a abril de 2017, el Arxiu Fotogràfic de Barcelona organizó una exposición póstuma con imágenes de Humberto Rivas (Buenos Aires, 1937 - Barcelona 2009) titulada Huellas, con 53 fotografías realizadas entre 1995 y 2005 que, se supone, tienen como asunto la Guerra Civil española. Escribo “se supone” por las razones que expondré enseguida. Sabemos que se trata de la Guerra Civil porque así lo especifica la breve nota que aparece en la entrada para la exposición del Arxiu Fotogràfic de Barcelona. Cristina Zelich dedica apenas unas líneas que acompañan las fotos al final del catálogo sin que aporte ninguna información relevante sobre el trabajo de Humberto Rivas en torno a la guerra. Salvador del Carril Helguera, que también escribe un comentario cerrando el catálogo, tampoco aclara nada al respecto y reconoce de manera explícita la ausencia de explicaciones o razones para este trabajo: “¿Por qué la Guerra Civil? Vaya uno a saber”, declara. En el breve documento audiovisual que acompañaba la exposición, con testimonios de familiares y amigos, articulado desde la perspectiva del panegírico, no revela ni aporta tampoco información sobre el sentido, el origen, o la intención de la exposición con un tema tan relevante como la Guerra Civil. Tanto en la exposición como en el catálogo veo rostros y exteriores con cartelas que indican solo el lugar o el nombre propio del retratado, con dos excepciones, la de Ramón Folch i Camarasa y Eugenio Granell. Las imágenes de lugares están acompañadas de su localización escueta: Belchite, Corbera d’Ebre, Figueres, Lleida, Sant Felip Neri... En 145


cuanto a los rostros, tremendamente expresivos, magníficamente retratados, aparecen sin otra información adicional que su nombre propio: Eduardo, Encarnación, Filo, Toni, a excepción de un nombre común, ahora exento de identidad propia, reducido a su función: brigadista. Conociendo la biografía de Humberto Rivas puedo imaginar y suponer sus convicciones políticas e ideológicas, pero nada me dice sobre su interés y su decisión de realizar una serie de trabajos sobre la Guerra Civil. Por otra parte, a excepción del personaje señalado con el nombre de “brigadista”, que evidencia que luchó de parte del ejército de la República frente a los militares sublevados, en el resto de rostros, profundamente expresivos, como digo, no encuentro nada que me permita adivinar de qué modo vivieron o participaron en la guerra. ¿Dónde estaban Eduardo o Alton durante los combates? ¿De parte de quién estuvo Encarnación? ¿Quién fue Filo? ¿Qué pasó con Josefina? ¿Peleó Toni por la República o bien luchó en el lado franquista? ¿Fue José María un militante comunista, o anarquista, o falangista, o un gudari, o un fascista convencido, o un simple ciudadano impelido por el azar a matar o morir de este lado o de aquel? Contemplo sus retratos y nada me permite adivinar una respuesta. Otro tanto se presenta con los exteriores, que reconozco como lugares emblemáticos de la Guerra Civil donde tuvieron lugar importantes batallas. A excepción de pies de foto como “No pasarán, Teruel”, “El fossar de la Pedrera” y la plaza San Felipe Neri, que por sí solos llevan una gran carga simbólica, esos lugares de la guerra muestran, en el más estricto sentido de la palabra, la memoria de la guerra y sus consecuencias, pero guardan silencio más allá de su capacidad mostrativa. 146


Esto me lleva a formularme una pregunta evidente, básica y trascendental. Con frecuencia las cuestiones más difíciles a las que dar respuesta son las más obvias. Por eso las preguntas de los niños son tan difíciles de satisfacer. Me pregunto, digo, por la capacidad de la fotografía para significar mediante recursos estrictamente fotográficos. En esos retratos podemos encontrar muchas razones técnicas para emitir una opinión sobre las cualidades formales de la imagen y su indiscutible capacidad para emocionarnos. Pero los retratos de Eduardo o de Alton o de Filo se presentan opacos más allá de los límites impuestos por el objeto fotográfico propiamente dicho. La fotografía, en este caso, solo me informa de lo mostrado ahí. Se trata de un reducto visual perfectamente acotado y limitado a los márgenes de la materia fotográfica. La naturaleza y las características formales del trabajo de Humberto Rivas, retratos frontales, descontextualizados, encuadres muy cerrados, imprimen a sus imágenes un poder visual impactante que sitúa al asunto, exteriores o personajes, en un primer plano que ocupa toda la información. Cuando el asunto tratado es la Guerra Civil española, que tiene una carga histórica e ideológica importante y tiene todavía hoy una importante presencia, la imagen en tanto que objeto es incapaz de llevarnos más allá de su presente visual. Emocionante como retrato. Pero restringido a su inmediatez fotográfica y objetual. Los retratos de Humberto Rivas sobre la Guerra Civil española cuentan la historia de los retratados, pero carecen de historia porque la historia está ausente. Se presentan fuera del tiempo, de su tiempo. Están en un presente al que se le ha arrebatado la memoria. También es cierto que hay corrientes fotográficas que son capaces de articular, formalmente hablando, un rela147


to con mayor o menor precisión. La fotografía humanista francesa, desde un punto de vista formal, dispone de recursos narrativos evidentes. Pero me pregunto hasta qué punto esas fotografías son capaces de suscitar una narración que no se desparrame como fuegos artificiales. ¿No será que cada fotografía se muestra a la deriva, visualmente hablando, a merced de cualquier interpretación? ¿Puede la fotografía y el fotógrafo mediante recursos estrictamente visuales crear un espacio de significación denotativo? ¿Con qué grado de denotación? Para que una imagen diga lo que pretende ha de ser eficaz en términos comunicativos. Cuando se trata de transmitir un mensaje, una información precisa, no hay nada que suponer. El objetivo es que la información llegue a destino. En este sentido, el riesgo de trabajos como el de Alexis W, que se caracteriza por intervenir en el espacio público de forma directa, es que la información no sea recibida por sus eventuales destinatarios de forma clara y eficaz. Si el discurso que acompaña a los rostros de esas mujeres con los ojos vendados no llega a la calle ni se comprende, corre el peligro de pasar inadvertido y convertirse en ejercicio estético para un reducido núcleo de intelectuales y artistas que han sido puestos previamente al corriente. En el ejercicio de la comunicación es fundamental que exista un canal, y que el canal funcione, y que la información discurra entre los emisores y los destinatarios de esa comunicación, de lo contrario, cualquier intento de narración queda reducido a una entelequia. Una vez más, si las imágenes quedan, nunca mejor dicho, expuestas a una interpretación sin una cartografía que permita al caminante orientarse y entender lo que se expone en los balcones de Chueca, esos retratos están expuestos, una 148


vez más, al silencio total, del pasado y del presente. Me parece fundamental que cuando un proyecto tiene un perfil tan claro y definido como el de Alexis W o el de Humberto Rivas se pongan los medios para que las imágenes no caigan en la deriva interpretativa o la banalidad estética. Cuando se trata de imágenes es fácil caer en la tentación de creer que lo que vemos es lo que los otros ven, y que lo que hemos querido ver es algo que se parece a la realidad, y que lo representado se parece a lo que creemos que esas imágenes dicen decir.

Cuanto más se sabe, menos se ve En el supuesto contrario, es decir, en caso de acompañar las imágenes con textos que acoten su significado, por una parte, y contextualicen la imagen e incorporen una narración que venga a ilustrar y completar los lugares y rostros que muestra Huellas, es obvio que esas imágenes cobrarían otra dimensión y se cargarían del contenido que ahora no tienen. Pero aquí nos enfrentamos a una nueva cuestión no menos compleja que la que concierne estrictamente a lo visual, y que pone en juego la reunión de dos lenguajes, el verbal y el visual que entran en contacto y suscitan una nueva reacción comunicativa. Al acompañar una imagen de un texto estamos delimitando su capacidad informativa, es decir, estamos denotando el espacio visual que esa imagen ocupa, pero al mismo tiempo establecemos unos límites al territorio de la imagen. Cuando la palabra se suma a las imágenes se genera una de las herramientas más poderosas en la historia de la comunicación. Las imágenes han estado siempre acompañadas de un texto, de manera implícita o explícita. Los ciervos y cazadores escenificados sobre la roca tenían su banda sonora, 149


los lectores de Roma conocían la historia escenificada por la columna de Trajano, al igual que los que contemplaban el pórtico de la Catedral de Santiago de Compostela o la Capilla Sixtina, un tebeo que cuenta la historia del mundo. Los textos iluminados de la Edad Media articulan imagen y palabra, al igual que la literatura de cordel. La normalización en el uso de la imagen y de la palabra tiene lugar con el Emblematum liber de Andrea Alciato publicado en 1531. El modelo narrativo del emblema, que pone en acción pictura, lemma y declaratio, es decir, una imagen con un título cuyo sentido final desarrolla un texto, es el utilizado por toda la prensa escrita, tanto para la información como en publicidad. Es lo que Roland Barthes estudia en su conocido estudio sobre el anuncio de las pastas Pantani aparecido en 1964 en el nº 4 de la revista de referencia para el estructuralismo Communications, la corriente crítica de moda en los sesenta, y es el asunto sobre el que Michel Foucault reflexiona en su ensayo Ceci n’est pas un pipe (1973) sobre el célebre cuadro de René Magritte. En este sentido hay que señalar la estrecha colaboración entre el pintor y el poeta y fotógrafo Paul Nougé, autor de buena parte de los títulos de Magritte. Uno de los puntos álgidos de la interacción entre imagen y palabra tiene lugar en los años ochenta de la mano del artista conceptual Victor Burgin. La revista EXIT nº 17, dedicó un número especial a esta cuestión. No son pocos los artistas que han fundamentado su trabajo en la relación entre texto e imagen componiendo así narraciones que ponen en evidencia tanto el potencial visual de la fotografía como sus limitaciones. Puede decirse que la vocación de la fotografía es gráfica e impresa, donde alcanza su mayor capacidad de comunicación, mucho mayor que al mostrarse en las paredes 150


de museos y salas de exposiciones. Las redes sociales son el nuevo y vertiginoso espacio de comunicación visual donde las fotografías irrumpen perfectamente contextualizadas por los comentarios de productores y consumidores. Joan Fontcuberta dedica su último trabajo, La furia de las imágenes (2016), a estudiar en profundidad y con la lucidez que lo caracteriza este fenómeno que describe como postfotografía.

Cuanto más se sabe, menos se ve —Ángel Vázquez, La perra vida de Juanita Narboni

Álbum, libro, catálogo En este sentido, y alejándome apenas del asunto que me interesa, si echamos un vistazo a la historia del libro fotográfico, observamos que, hasta las vanguardias, el libro de fotografías todavía no es un libro, sino un álbum donde la dominante es el asunto representado. Los álbumes no anuncian al autor, sino el tema fotografiado. Con las primeras vanguardias el álbum se convierte en libro, y el autor comienza a aparecer acompañado con frecuencia del nombre de un escritor que aporta un texto de presentación o literario a la colección de imágenes. El escritor funciona aquí como marchamo de un medio de expresión que reivindica desde sus orígenes su estatuto artístico, y que no lo conseguirá plenamente hasta después de la segunda guerra mundial, momento en el que el libro va a convertirse en catálogo. Se da el caso curioso de títulos tan emblemáticos como Paris de nuit (1933) de Brassaï donde el nombre que ocupa un lugar dominante como autor no es el fotógrafo sino el es151


critor Paul Morand. Otro tanto puede decirse de La banlieu de Paris (1949) donde Blaise Cendrars ocupa el mismo lugar a la cabeza del libro y en el mismo tamaño tipográfico que el título, donde figura debajo y en letras pequeñas Robert Doisneau como autor de la fotografías. Esta relación descompensada va encontrando poco a poco su equilibrio hasta alcanzar un espacio igualitario, como en Observations (1959), firmado por Richard Avedon y Truman Capote en igualdad de condiciones. En la historia gráfica de la fotografía el libro comienza a inclinarse del lado del catálogo en el momento en el que la fotografía recibe el visto bueno con el marchamo de calidad artística por el MoMA de Nueva York con la exposición de 1937 de Beaumont Newhall, semilla de lo que será poco después su Historia de la fotografía (1947), si bien el pistoletazo y la salida por la puerta grande del mundo del arte con la fotografía a hombros tiene lugar en 1955 con la exposición The Family of Man comisariada por Edward Steichen. A partir de este momento se observa la tendencia a otorgar todo el protagonismo al autor, sin título ni colaboraciones, como en el caso de Diane Arbus en su catálogo del MoMA de 1972 o el de Lisette Model para Aperture en 1979. Retomando el trabajo de Humberto Rivas sobre la Guerra Civil, el hecho de presentar una serie de retratos y de exteriores sin ningún argumento que sirva de referencia para contextualizar esas historias latentes, acarrea un problema hermenéutico complejo. Carezco de elementos necesarios para interpretar ese texto fotográfico, so pena de abandonarme a una lectura que podría traicionar las intenciones del autor. Pienso ahora en el trabajo de Christian Boltanski Archives (1989). Allí Boltanski plantea, como dije, un dilema interpretativo al situar una serie de retratos de víctimas y verdugos de forma indiscriminada, donde resulta imposible 152


adivinar, mucho menos identificar, quién ocasionó el dolor y la muerte, y quién lo padeció. Las imágenes de Huellas, tanto retratos como lugares, se ofrecen igualmente de manera indiscriminada, y no existen razones visuales, y mucho menos verbales, para posicionar esos rostros en el horror de la guerra. Quién, por qué, para quién, son preguntas que resulta imposible responder ante la contemplación de esos rostros conmovedores. En Huellas no se puede suponer nada, entre otras razones porque las imágenes nunca son inocentes. Podemos hacerles decir lo que nosotros decidamos que digan. Por esa razón, la articulación primigenia texto/imagen hace que el lector disponga de una brújula para no perderse en la narración. Confiar en la bondad de las imágenes, o presuponer determinado posicionamiento en el espectador, es mucho suponer, deja a las imágenes sin voz y las expone a la deriva hermenéutica.

Del dolor como objeto de exhibición Llego a casa del pintor Pepe Cerdá (Buñales, 1961), en Villamayor (Zaragoza), subimos al coche y salimos a pasear por la sierra de Alcubierre, a lo largo del mítico frente de Aragón. Paramos en mitad del monte. Le hago unas fotos. Pepe cuando posa pone cara de malo. Cierra los puños sin darse cuenta. Corpulento, en mitad de un campo yermo, con las piernas en jarras y un jersey de lana gordo y viejo y botas llenas de barro se integra perfectamente con el paisaje. Hablo del paisaje intelectual y emotivo, el que pinta en sus cuadros. Paramos en Farlete a tomar un café. Salimos del coche. Nos recibe un perro. Da media vuelta. En el bar un único cliente, 153


las dueñas, dos chicas jóvenes que están viendo en la tele una película de Carmen Sevilla, y nosotros. No te muevas que te hago un Edward Hopper acodado al mostrador, le digo. La luz del bar es inmensamente triste. Visitar los nombres míticos de la historia resulta inmensamente triste. La Guerra Civil española es cutre. La exposición de Pepe Cerdá, Los últimos modernos, que realizó en 2000 con retratos de Ascaso y el cardenal Soldevilla, Durruti y José Antonio, despertó reacciones tan imprevistas como enconadas. Dos años más tarde, Pinturas de historia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con escenas y fetiches de una memoria perenne, cumple el doble cometido de reactivo y reflexión sobre la imagen como documento. La circunstancia de que Pepe Cerdá trabaje a partir de fotografías no es casual. La representación fotográfica es por definición el documento de la modernidad. Hoy la rendición de Breda, los fusilamientos del tres de mayo, hay que buscarlos en los archivos de la Magnum. Si recorremos en coche el frente de Aragón de norte a sur nos toparemos con carteles que nos llevan a los lugares de la guerra. En Perdiguera (Huesca) podremos visitar el puesto atrincherado donde estuvo Orwell. Aunque en realidad no estuvo allí exactamente sino un poco más arriba, en las posiciones y parapetos que se sitúan en lo alto de la colina hacia el sur, hoy abandonadas y reducidas a cascotes. Justo en frente, en contraste con los sacos terreros republicanos, el búnker de hormigón de las fuerzas sublevadas. En Fuendetodos (Zaragoza), pueblo natal de Goya, más carteles. A pocos kilómetros, Belchite, rodeado de vallas, y no para proteger el pueblo que Franco quiso conservar hundido para escarnio y memoria de la destrucción a la que fue sometido por el ejército republicano, sino a los turistas, 154


porque se cae a pedazos. Ferdinando Scianna fotografió a Sciascia caminando por la calle principal desde la puerta de entrada. Y más al sur, siguiendo el curso del Ebro, Corbera. Hoy, para entrar en Belchite, hay que acudir a las horas de las visitas guiadas por ese museo del abandono y de la tristeza. El ayuntamiento de Obejo (Córdoba) incluye entre sus atractivos turísticos la referencia en cerro Muriano al mítico lugar donde Robert Capa hizo su celebérrima fotografía del miliciano cayendo en combate. RedAragón ha distinguido por tercer año consecutivo desde 2015 a la Ruta Orwell con el sello a la excelencia turística, que turismo de Aragón ya había galardonado previamente por dos veces consecutivas igualmente como mejor experiencia turística, excelencia y experiencia que la Ruta Orwell comparte con restaurantes, alojamientos y rutas de senderismo. En la comarca de Terra Alta una empresa, especializada en “turismo de memoria” (sic), propone rutas por miradores de la batalla del Ebro y actividades enoturísticas. Me los imagino al final del tour cantando en el autobús aquello del “pipi rirí pipí” empinando la bota. He sido testigo de cómo las ruinas de la guerra se han ido convirtiendo con el tiempo en un espectáculo, y constato para la Guerra Civil española ese proceso de trivialización que George L. Mosse describe en Soldados caídos (1990), y que tiene como objetivo desinfectar lo bélico. Asistimos de este modo a “la creación de un espacio feliz, armónico, sin conflictos, en el que la historia se identifica con un pasado mítico que se incorpora, sin prejuicios de ningún tipo, al universo de las mercancías”, escribe Jordi Font Agulló a propósito de El Camp de la Bota de Francesc Abad. Los turistas de la historia se hacen fotos posando en las trincheras. Enmarcado en este contexto y con este mismo espíritu, Ricard Martínez organiza un recorrido histórico por la 155


ciudad de Barcelona que sigue los pasos de Agustí Centelles mientras cubría los primeros combates entre ciudadanos y fuerzas rebeldes en julio de 1936. Esos recorridos históricofotográficos tienen el nombre de Experiencia Centelles, y tienen lugar de manera periódica desde 2009. A ella acuden aquellos que tienen interés o sienten curiosidad por revivir los pasos del reportero al hilo de los acontecimientos que fueron fotografiados en un tramo de la calle Diputació donde fueron realizadas las veinte imágenes que conforman el recorrido. Tanto el fotógrafo como los participantes en el evento documentan mediante fotografías su Experiencia Centelles. Allí puede verse al fotógrafo dando detalles sobre las tomas, el lugar y los acontecimientos ante un grupo considerable de inscritos en el recorrido. Los participantes sostienen copias de las imágenes, que cotejan interesados junto a las exactas localizaciones en la calle Diputació. Una mujer sostiene en su mano una de las instantáneas, mientras otro de los inscritos la fotografía tratando de encuadrar la misma perspectiva que adoptó Centelles. Pero lo más sorprendente llega cuando un grupo de participantes pone en escena con aire festivo y una gran sonrisa la fotografía de los guardias de asalto que se parapetan tras unos caballos muertos en la esquina de Diputació con Llúria. Uno de ellos hasta sostiene una pistola, imagino de juguete, muy feliz, al igual que el resto de turistas de la historia. No falta, claro, la foto de grupo, como posando tras un partido de fútbol, sujetando todos sus fotos y sus sonrisas de satisfacción, como certificando que la Experiencia Centelles ha sido todo un éxito. No me cabe la menor duda del rigor con el que Ricard Martínez lleva a cabo esta iniciativa, así como el interés y la seriedad que sin duda encierran estas visitas históricas guia156


das por la sucesión de instantáneas de uno de los fotorreporteros más famosos de la Guerra Civil. Tampoco dudo de la honestidad y el deseo de Ricard Martínez de mostrar la violencia y el horror de unos acontecimientos que han marcado a sangre y fuego, utilizando el título con el que Chaves Nogales bautizó sus relatos sobre la guerra, la historia de España, dejando una herida todavía abierta. Lo que ya no me queda tan claro son las intenciones últimas de los participantes, que sin duda son conscientes de lo que están viendo y conocen a la perfección de qué se trata. Los hay de mediana edad y muy jóvenes, lo que me hace pensar que se trata, desde un punto generacional, de los nietos y bisnietos de los eventuales protagonistas de la historia. Pero ese momento en el que un grupo de los más jóvenes se proponen imitar a los guardias de asalto tras unos caballos imaginarios y muertos, con una sonrisa entre la satisfacción, el divertimento y la chanza, no puedo evitar que me chirríe y me haga dudar del nivel de consciencia histórica presente en sus espíritus. Recuerdan, por sus poses y su actitud, a esos turistas que se fotografían jugando con la perspectiva y simulando sostener la Torre de Pisa o la bola sobre la que apoyan su zarpaza los leones en la fachada del congreso en Madrid. Me atrevería a decir que se trata de una broma de mal gusto, que se encarrilla en la estética hortera que ha encumbrado al estatuto de arte Martin Parr con maña indiscutible, solo que en este caso no se trata de una playa atiborrada de veraneantes sino de una calle que conoció un combate sangriento que forma parte de la memoria de un país. Quiero creer que esos turistas que se pasean por la Guerra Civil como por una feria de atracciones obran de buena fe, y que su interés por los acontecimientos descritos en las instantáneas de Centelles es manifiesto, y que escuchan las explica157


ciones de Ricard Martínez con igual interés y respeto, pero su actitud y puesta en escena me hacen reflexionar sobre la percepción de una generación ya alejada de aquel conflicto devastador. La banalización del sufrimiento y del horror que reflejan esos testimonios documentales ponen de manifiesto el cambio de orientación en el modo de percibir la historia de la guerra por generaciones alejadas del conflicto con respecto a los mismos protagonistas, todavía vivos algunos de ellos, y los que sufrieron sus consecuencias a lo largo de cuarenta años de dictadura. Los que se fotografían sonrientes junto a las fotos de Centelles son hijos de la democracia. Todo ello me lleva a preguntarme sobre el lugar que la Guerra Civil ocupa en la memoria de un país y sobre todo su actitud y su respuesta, que hacen pensar en una relectura de la historia que trivializa la atrocidad y la violencia. ¿Me pregunto desde dónde ven e interpretan los participantes en la Experiencia Centelles los combates en la calle Diputació? ¿Acaso son la manifestación sintomática de un cambio generacional en donde la visión de la Guerra Civil, ya exenta de toda referencia a la muerte y a las ideas que se disputaban en esa guerra, es capaz de recorrer la historia y convertirla en un evento lúdico y festivo? ¿Es bueno que así sea? ¿Es el éxito del tiempo sobre la historia? ¿Es el fracaso de la historia condenada a repetirse? ¿Estamos asistiendo a un proceso de trivialización similar al descrito por George L. Mosse, un proceso de trivialización que, por otra parte, contribuye a la construcción del “mito de la experiencia de la guerra”? La manera en como los asistentes posan y se divierten en los paseos Centelles organizados por Ricard Martínez en Barcelona reflejan ese progresivo distanciamiento con la experiencia de la guerra que desemboca inevitablemente en el 158


gesto frívolo que imita a los combatientes fotografiados por Centelles. Estoy convencido de que no hay una intención irreverente explícita, sino la asunción de un pasado que ha perdido ya su carga de historia y emoción. Ya no se trata de la memoria vicaria de la generación de los nietos que reconstruye el dolor y el silencio de los abuelos en un nuevo imaginario colectivo, sino que asistimos a un salto más hacia delante, y ese salto hacia el futuro se reescribe en la visitas guiadas por las ruinas del viejo Belchite o los carteles que indican los vestigios arqueológicos de la Guerra Civil a la entrada del pueblo de Fuendetodos. He sido testigo de cómo el pueblo nuevo de Belchite daba la espalda a las huellas de la guerra y permitía la degradación progresiva hasta casi su desaparición de las ruinas de Belchite, y hoy propone con una lectura guiada de la historia que deliberadamente pretende ofrecer al visitante una visión aséptica envuelta en una pretendida objetividad evenencial que vacía de contenidos a la propia historia y sus protagonistas, situando en un mismo registro a sublevados militares y ejército democrático, agresores y agredidos en una narración bélica convertida en una novela de Sven Hassel. Rodén se desmorona en silencio como un azucarillo en un vaso de licor. Otro tanto sucede con los museos populares de la Guerra Civil. Visitando el incipiente espacio museístico dedicado a la guerra en Gandesa, tengo la impresión de asistir a un batiburrillo de cachivaches que tienen como objeto la satisfacción fetichista de los amantes de la parafernalia bélica. Apenas unos gráficos describen la batalla del Ebro emplazando a ambos ejércitos en igualdad de condiciones, en una anécdota histórica pretendidamente objetiva, sin referencias explícitas sobre contenidos que pongan adjetivos a las motivaciones de 159


unos y de otros. El paso siguiente consistirá en abrir una tienda de merchandising a imitación del museo de las Torres Gemelas en Nueva York, o el santuario de la Virgen de Lourdes, y en lugar de botellitas de agua bendita se ofrezca a los turistas un revolver ruso Mosin Nagant de madera o una chapita con el yugo y las fechas a modo de souvenir. En la conservación y museización de la Guerra Civil confluyen varios elementos que hacen de la ruina un fenómeno poliédrico. Por un lado, como señala Carlos Bitrián en “Espacio y memoria. Habitar donde habita el recuerdo de la Guerra Civil Española” (2014), y donde reflexiona especialmente sobre el caso de Corbera, muy similar al de Belchite, “la gestión y la reconstrucción española debida a la Guerra Civil constituye un claro ejemplo de la imposición de una determinada memoria oficial sobre el resto de memorias colectivas o individuales”, a lo que hay que añadir los sentimientos encontrados de “los resistentes al olvido y los que lo son al recuerdo”, porque como acertadamente señala a continuación “la memoria puede ser relato y, a diferencia de la historia, también experiencia”. El libro de Sofía Moro, Ellos y nosotros, se articula, como señalé anteriormente, en torno al eje experiencial, ese es su acierto y en ese punto se emplaza. Comparto la opinión de Carlos Bitrián cuando escribe que “un pueblo que impone la destrucción de su patrimonio y que con ello impide la experiencia libre de la memoria, en la medida que imposibilita la experiencia del espacio en donde puede darse, no actúa correctamente”. Tampoco actúa correctamente cuando por omisión contextualiza esos espacios con una supuesta perspectiva que deja la historia y su relato fuera de la experiencia, alimentando de este modo una trivialización que tiene como objeto borrar la memoria y sustituirla por la anécdota. 160


El talento es una maldición Los fotógrafos Bleda y Rosa (María Bleda, Castellón, 1969 y José María Rosa, Albacete, 1970) en su trabajo Campos de batalla se plantean visitar el paisaje desde el filtro de la historia. Dividido en tres grupos, Campos de batalla. España (1994-1996 / 1999), Campos de batalla. Europa (20102012), y el todavía en proceso Campos de batalla. Ultramar, muestran imágenes de lugares donde tuvieron lugar célebres batallas y donde murieron cientos de miles de personas, en España, Europa y Ultramar. Entiendo el planteamiento teórico de Bleda y Rosa, pero ni en los pies de foto que acompañan las fotografías ni en los textos que incluyen los catálogos de 1997, 2009 y 2017 (el texto de Paola Cortés Rocca, muy bien documentado, está dedicado a la teoría del paisaje) encuentro la menor explicación sobre los acontecimientos violentos a los que hacen referencia. No comparto la opinión de Enric Mira cuando afirma en el catálogo de 1997 que los autores otorgan a sus imágenes “la función de un documento histórico” supeditada, eso sí, a un “propósito paródico”. Y añade: “en complicidad con el registrado por la cámara como tal campo de batalla, y no como mero paisaje pintoresco, es el texto informativo colocado bajo la imagen de la imagen fotográfica. Dicho texto, que data y localiza el suceso bélico, no funciona como un pie de foto sino que, como parte integrante de la obra, lo hace como si se tratase de una inscripción arqueológica”. Tampoco entiendo el vínculo entre parodia e historia en el asunto de la guerra. Hasta donde llega mi limitada Educación General Básica, identifico alguno de esos lugares y fechas, pero me gustaría saber qué pasó en Alarcos el 19 de julio de 1195, por ejemplo, o en el embalse de la Portiña el 28 de julio de 1809. 161


Puedo desde luego preguntar al Oráculo y hacer indagaciones por mi cuenta, pero el mensaje propuesto por los fotógrafos sobre los lugares de las batallas queda de este modo inconcluso. La eficacia de la información enviada y recibida está mermada porque al artefacto visual que son esas imágenes les falta una parte. Sin nada que me contextualice esas imágenes son representaciones inocuas a merced de una función puramente referencial, que aluden a batallas convertidas en anécdota visual. Necesito ser informado o informarme para “ver” esos paisajes. Sin algo que ponga voz a esas montañas, a ese mar, a ese campo de cebada o a esas ruinas percibo imágenes opacas. Tan opacas como las fechas y lugares que los acompañan. Otro detalle que me sorprende es que un trabajo tan ambicioso como el de Bleda y Rosa dedicado a las batallas no aparezca la menor representación de la guerra más importante que ha habido en España, por fratricida y cruel, e implicaciones internacionales. Intuyo por las fechas que el corpus del proyecto comienza en la noche de los tiempos y termina en el siglo xix, pero no deja de llamarme la atención el hecho de que un trabajo con ese perfil, donde la batalla es el núcleo, obvie la Guerra Civil española. Un planteamiento similar es el que la fotógrafa italiana Paola De Pietri (Reggio Emilia, 1960) realiza entre 2008 y 2011, trabajo titulado To Face (2012) sobre la línea del frente entre Italia y Austria durante la Primera Guerra Mundial. La fuente de su interés, una vez más, son los relatos familiares de los abuelos, la búsqueda de una memoria perdida y prestada. Lo que allí vemos en reproducciones de gran formato son paisajes de los Alpes. Contemplo las hermosas copias y veo bellas fotografías de paisaje. Nada más. Acudo al folleto de mano y al catálogo, donde se explica al espectador el sen162


tido y el alcance de esas imágenes. Más allá de la cubierta encuentro un breve subtítulo que aclara de manera sucinta la intención del trabajo: Landscapes along the Austrian and Italian Front of the First World War. Se trata, pues, de la línea de frente durante la Primera Guerra Mundial entre Italia y Austria. Ahora sí que puedo adivinar una trinchera, un refugio en la roca, un bosque, una colina, formaciones rocosas, nieve. Al final, una breve explicación de la autora y dos textos complementarios de carácter evocador y literario. Las obras de Humberto Rivas, Bleda y Rosa y de Paola De Pietri, plantean una cuestión compleja, la imposibilidad de la fotografía para comunicar otra cosa que la misma fotografía. En proyectos con una intención tan precisa y contextualizada por la historia, cuando los autores no acompañan sus fotografías de una banda sonora en donde los dos lenguajes se completen (palabra e imagen), la imagen parte a la deriva, limitada a su propia referencialidad, incapaz de decir. Y si las fotografías son incapaces de decir por sí mismas, ¿se trata de una incapacidad intrínseca como lenguaje? Y si opto por recurrir al apoyo de un texto que se adhiera para hacerlas hablar, a las dificultades propias de la imagen se unen las dificultades del lenguaje escrito. En estos trabajos asisto a un espectáculo de ventriloquia. Pongo la voz a unas imágenes mudas y les hago mover los labios para contar. Caso de que la voz apareciera junto a la imagen, podría juzgar la eficacia de cada uno por separado y del resultado de su interacción. Pero no es el caso. Estos trabajos suponen demasiadas cosas en el momento de mostrar fotográficamente los rostros y lugares de la guerra. Suponen, en primer lugar, que el espectador es lo suficientemente disciplinado y nada perezoso para buscar la información complementaria que facilite su sentido oculto. 163


En el supuesto de que intuya que la intención de los autores va más allá de un propósito estético. Y que una vez ha encontrado la sucinta explicación que trasciende la belleza de tarjeta postal dispone de los conocimientos suficientes en historia para completar y poner una leyenda con sentido a ese campo de olivos, a ese bosque de abetos, esas rocas y esas colinas. Nos encontramos ante un asunto de suma complejidad y de carácter epistemológico. ¿Cómo significan las imágenes? ¿Nos enfrentamos a una incapacidad ontológica de la imagen para comunicar más allá de su existencia deíctica? ¿Podría Le baiser de l’hôtel de ville ir más allá del beso y esconder, por ejemplo, el propósito de hablar del plan Marshall en Francia tras la segunda guerra mundial, de la esperanza, de la voluntad de pasar página y vivir la vida que son dos días envuelta en la metáfora del amor de un beso? ¿Si queremos denotar una imagen hemos de recurrir inevitablemente a una narración verbal que la acompañe? ¿Cuando la banda sonora desaparece en la Capilla Sixtina, hay que añadir bocadillos a la fotonovela de la creación del mundo? ¿Son los textos las muletas de un lenguaje inválido? Recuerdo las palabras de Gisèle Freund en su Fotografía y sociedad (1974) al recordar que una misma instantánea suya sirvió para ilustrar noticias opuestas. ¿Es una irresponsabilidad dejar a la deriva las imágenes a merced de la palabra, lista para decir en todo momento aquello que necesitamos oír? “Miénteme y dime que me quieres”, es el hermoso requerimiento de Johnny Guitar a la bella y displicente fotografía.

El talento es una maldición —Danilo Kiš, Laud y cicatrices 164


A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad La ruina es un constructo que nace con el paisaje y la fotografía en el siglo xix como experiencia estética. La memoria también es una construcción. Reconvertir y reinterpretar la ruina desde una perspectiva artística entraña también derivas, pues la “contemplación estética —escribe Simón Marchán Fiz en La disolución del clasicismo y la construcción de lo moderno (2010)— a partir de una actualidad que no solo descontextualiza espacialmente los monumentos o sus fragmentos, sino que, por este proceder, desmaterializa en ellos su pasado”. Esa visión romántica de la Guerra Civil como ruina corre el peligro de convertirse igualmente en “un pasado recuperado a lo Proust que no ha existido nunca o que se reconstruye gracias a la labor receptora del sujeto, del viajero como espectador”, se puede añadir. Resulta desde luego un desafío hacer del dolor un objeto de exhibición. El monumento al atentado del 11 de septiembre en Nueva York es un ejemplo de la frágil línea que separa la contención del exhibicionismo. El tremendo boquete de color negro en el que se precipita el agua y los nombres de las víctimas esculpidos en la piedra sobrecoge por la sobriedad y la crudeza, al tiempo que una belleza limpia sin alardes muestra la magnitud del horror allí acontecido. El museo adjunto, por el que se puede bajar hasta los sótanos de lo que fueron las Torres Gemelas, es otro cantar. Me pongo a la cola con los otros turistas. El fetichismo del dolor encarnado en trajes de bomberos sucios y rotos, zapatos, hierros retorcidos y demás objetos perfectamente museizados, con su tienda de recuerdos a la salida, me hace dudar de la eficacia de una iniciativa seme165


jante. El río de curiosos recorriendo los diversos niveles que conducen a los restos arqueológicos de las Torres Gemelas y el merchandising posterior, recuerdan la terrible descripción que Mark Dery hace en I Must not Think Bad Thoughts (2012) de los visitantes comiendo a dos carrillos en el restaurante de Auschwitz equiparando esa tolerancia al horror, esa indiferencia, con la de los verdugos que llevaron a cabo la barbarie misma y el propio Hitler. Los museos del Holocausto como un espectáculo Walt Disney del espanto sobre el que Philip Lopate reflexiona en The Holocaust Industry (2000), escenificado en las colas de empecinados consumidores de arte contemporáneo ante las taquillas del Centro de Exposiciones Arte Canal en Madrid, que inauguró la exposición Auschwitz en diciembre de 2017 con reservas previas y entusiasmo, recomendaciones para la visita y audio guías, y colas bajo la nieve y el frío que parecían completar el decorado del horror. O ese otro turista español que mandaba a sus amigos mensajes con el móvil desde Auschwitz, pasmado y de buena fe: ¡esto es precioso! La recuperación de espacios de la memoria que está teniendo lugar en Buenos Aires y Córdoba (Argentina), así como en el resto del país, es una referencia en el esfuerzo por mostrar con rigor informativo sin ceder al sentimentalismo, las tragedias que allí se vivieron. A la llegada a Córdoba me espera en el aeropuerto el fotógrafo Guillermo Franco. Viajar es un asunto indecente. Someter a un ser humano a la promiscuidad de un espacio cerrado y reducido, y a soportar las inclemencias de eso que Jean-Paul Sartre definía como el infierno, no puede ser en ningún caso placentero. Guillermo Franco es autor de una serie sorprendente siempre en marcha titulada Allí mis pequeños ojos sobre la magia de lo que a nadie importa y que 166


trasciende en esa mirada empeñada en ver cada día en el trayecto repetido que separa su casa de la cinemateca donde trabaja. Es mi tarjeta de visita para encontrarme con los fotógrafos de la memoria en Córdoba. David Schäfer y Alejandro Frola llevaron a cabo una pesquisa sorprendente por lo laborioso y extraordinario a partir de los negativos recuperados en los archivos policiales de Córdoba. Los resultados, reunidos en El Registro bruto. Prácticas fotográficas en un centro clandestino de detención (2017), relatan la investigación detectivesca donde consiguen hacer un seguimiento, tras un trabajo ingente de expurgar entre miles de negativos pertenecientes a detenidos comunes y políticos, hasta identificar y reconstruir los espacios de confinamiento y tortura en el pasaje Santa Catalina de Córdoba, junto a la Catedral, gracias a las huellas y manchas que se repiten en las paredes utilizadas como fondo para hacer las fichas de los detenidos. Merchi Ferreyra es un ser al que la fotografía la ha salvado del dolor y le ha permetido seguir adelante con la vida. Lleva años documentando los juicios contra los asesinos y torturadores de Córdoba. Al utilizar un 50mm se tiene que acercar mucho para hacer retratos, lo que la obliga a percibir hasta el olor de los verdugos, la respiración del hombre que asesinó a su hermano. Se ríen de ella, la insultan durante el juicio. Tiene miles de fotos. Se inventó un juego para sobrevivir. “Cuando fotografío ‘disparo’”, me explica. Una forma de devolver los disparos de muerte que acabaron con la vida de miles de personas. Cuando me cuenta las torturas que ha escuchado en los juicios, particularmente la de una mujer embarazada el día de navidad, con el torturador fotografiado en el banquillo ahí delante de mí, arremangado, borracho de sangre, brindando con champán, dejando a la chica tumbada en la sala de torturas para 167


ir a celebrar la navidad a casa, y una detenida encargada de la limpieza se la encuentra por la mañana hinchada, amoratada, llena de moscas, y la toca, y la chica abre a penas los ojos y le dice gracias y se muere por fin en paz, me entran ganas de vomitar. Tiene cientos de fotos. Todos los torturadores trajeados. Muy dignos. Con aspecto de personas respetables. Sus mujeres los acompañan. Con aire de señoras de su casa. ¿Qué pasará por la cabeza de esas mujeres? Merchi tiene miedo. Ellos están bajo arresto domiciliario. Pero sus mujeres y sus hijos están en la calle. Saben quiénes son. Conviven en la misma ciudad el horror y el recuerdo del horror, las víctimas con los que llevaron a cabo los actos más horrendos e indescriptibles. En Montevideo sucede lo mismo. El relato de Merchi Ferreyra me hace pensar en Eichmann en Jesuralem (1963) de Hannah Arendt. El poder verlo tan de cerca, con las palabras y las imágenes de una víctima, pone al relato de Arendt rostro y olor. Los trabajos de Rodrigo Fierro son un buen ejemplo de contención estética, como su Aria y coraje (2013), con unos textos sobrios y evocadores que acompañan el retrato austero de los padres de un desaparecido, o cuando documenta el bello y cargado de simbología La biblioteca roja (2017), libro que muestra la exhumación de una biblioteca de Liliana Vanella y Dardo Azogaray enterrada cuarenta años atrás en el patio en el momento de partir al exilio justo antes del golpe militar en Argentina, con toda su carga simbólica. Vuelta a Buenos Aires. El vuelo parte con dos horas de retraso. Embarcamos. Mi asiento está junto a una de las ventanillas. Quiero ver la llegada sobre el río de la Plata. Me gustaría ver el delta, donde se unen los dos mares que describe Juan José Saer en El río sin orillas (1991). Los dos asientos contiguos están ocupados por una pareja de viejitos muy bien vestidos. Pertenecen a una clase social acomodada. Ella lleva un par de 168


anillos nada ostentosos, pero bellos, de oro y uno de ellos con minúsculas piedras incrustadas que podrían ser esmeraldas. El otro lleva un brillante enorme que abruma su alianza que comparte el dedo corazón. El señor trata de enviar un mensaje con su móvil. Lleva gafas, pero no le sirven de nada porque se ayuda de una lupa para marcar, una por una, de forma pausada y con una paciencia infinita, cada una de las letras de su mensaje. En el momento de despegar, ella desliza su mano por debajo del antebrazo de él y le toma la mano entrecruzando los dedos. Es un gesto tierno y solidario, manifestando un deseo, fruto tal vez del temor de morir juntos en caso de estrellarnos. Pero no nos estrellamos. Ya en vuelo ella recupera la compostura y echa la cabeza hacia atrás somnolienta, con ese gesto característico que tienen los muertos, con la boca entornada dejando entrever una oscuridad babosa y sin vida. En un momento dado me llega entrecortada y en susurros fragmentos de una conversación entre ellos confusa sobre un juicio y exceso de armamento. Por un momento no puedo evitar pensar en Merchi Ferreyra. Empiezo a fantasear, aunque sea imposible porque todos ellos viven en arresto domiciliario, que se trata de uno de esos matrimonios que Merchi fotografía durante y a la salida de los juicios. Todos ellos tan bien vestidos, elegantes, dignos, algunos risueños e incluso carcajeándose. Podrían ser. Tienen un aspecto normal, perfectamente anodino, incluso bondadoso. La pareja que tengo a mi lado responde exactamente al mismo perfil que esos monstruos de las fotografías de Merchi. Pienso ahora que el mal no es bello ni horrendo. Puede estar elegantemente envuelto en trajes de chaqueta caros y escenificado en rostros que respiran placidez y bonhomía. El mal no es feo. Puede incluso arroparse de paramentos estéticos atractivos. Hugo Boss diseñó los uniformes de las SS. El mal no tiene rostro. Un rostro en particular, y podría hasta imaginarlo 169


y confundirlo con la bondad de esos seres frágiles que tengo a mi lado. Este señor de aspecto respetable, acompañado de su señora, con su bolso Dolce & Gabbana y sus gafas VOGUE podría ser un torturador y un asesino, como los descritos por los testigos, con las mangas de la camisa arremangadas y los brazos salpicados de sangre ebrio excitación, de una violencia desmesurada e inimaginable. Tal vez sea un médico de familia retirado. O un ingeniero de caminos. O los padres de alguno de los asesinados. El mal no tiene rostro, ni es bello ni horrendo. El mal es. Ya en Buenos Aires vuelvo a casa paseando por San Martín. Ante el monasterio Santa Catalina una familia entera, padres y tres hijos, piden limosna sentados en el suelo y conversan animadamente como si estuvieran en el salón de su casa. No hace falta llegar a ras de suelo. Basta con agacharse un poco para ver las cosas de otra manera. Aquí en el centro conviven los trajes entallados y los pobres durmiendo tirados sobre cartones en mitad de la calle. Abundan los transeúntes bien vestidos. Pero basta con mirar a los zapatos para identificar de inmediato el origen social. Los zapatos, más que cualquier otra cosa, determinan la pertenencia a un estatus. Los zapatos, además, adoptan el modo del caminar, la gravitación real del paso del hombre, de su paso por la vida, del propietario de ese camino. Los zapatos perpetúan el desvanecimiento del que anda, y se deforman bajo el perfil personalísimo de un tiempo recorrido. Por eso es imposible usar otros zapatos, otro tiempo que no sea el que nos pertenece. Pienso ahora en las instantáneas de Liset Modell hechas a ras de suelo en la Promenade des Anglais de Niza en los años 20. El autorretrato más personal de Alberto García-Alix son sus zapatos. Deambular por Corrientes de este a oeste es un caminar geológico por los estratos sociales donde se va degradando su paisaje conforme subimos la avenida. 170


Al día siguiente a la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), uno de los centros de detención ilegales y tortura más célebres de Argentina. Me confundo de parada y quedo a mil números de la ESMA en la avenida Libertador. Mil números son unas veinte o treinta cuadras, cuarenta minutos andando a buen paso. Buen ejercicio arqueológico de nuevo por la avenida Libertador. El primer tramo es clase muy acomodada, aquí sí, no los oficinistas del centro, aquí no hay trajes pero sí dinero, confort, ociosidad. Por fin llego a la ESMA. Buen concepto museístico, sobrio, sin excesos estéticos, con información precisa y eficaz, sin abrumar. Espeluznante. La puesta en escena de lo mejor y de lo peor que llevamos dentro. Todos, en algún momento, somos capaces de interpretar a Dios y a sus demonios. En cualquier caso es un ejemplo de valentía y empeño el defender estos espacios de memoria contra el olvido. Imagino convertir el Valle de los Caídos en un monumento a la muerte y el dolor que causó el dictador, en recuerdo de todas las víctimas que construyeron esa mole y en buena parte reposan bajo sus piedras. Es solo una fantasía, en un país en el que nunca se ha producido la manifestación pública e institucional del dolor causado por la dictadura de Franco, entre otras razones porque los que han gobernado y gobiernan hoy en España son sus herederos políticos directos. Los inocuos años de la transición fueron una fiesta donde la dictadura transitó a la modernidad democrática sin que nadie pidiera cuentas. Se hicieron cortar el traje a medida de la democracia y siguieron ocupando los mismos puestos de trabajo, ejerciendo entonces y ahora su poder a salvo de cualquier inclemencia con el marchamo de los países libres y la bendición de Europa. Lampedusa lo dijo. La ESMA en Buenos Aires como lugar para la recuperación y conservación de la memoria de los torturados y desa171


parecidos de la dictadura militar argentina es un buen ejemplo de eficacia informativa y contención artística. Salvado del derribo con mucho esfuerzo, la Escuela de Mecánica de la Armada es un lugar sobrecogedor que da cuenta de la barbarie que allí se cometió y de la que hoy se da noticia. Un ejemplo pulcro, refrendado judicialmente por las causas que siguen abiertas y las condenas a los responsables de semejantes atrocidades. A los pocos días voy a Montevideo. Llego desde el mar, cruzando el río de la Plata. La meteo había previsto sol, pero hace un día nublado y plomizo. Comienzo a caminar por las callejuelas del puerto y descubro lentamente a qué huele Santa María, la ciudad imaginaria de Onetti, y pongo escenario al Doctor Grey y a Brausen. Por los alrededores del puerto, hombres desocupados, edificios bellos en mal estado, malandros, ambiente de puerto. Mi primera impresión adentrándome en la ciudad es de morosidad. Subo al bus que lleva al Mueso de la Memoria. El viaje es largo, y ahí me doy cuenta de la extensión de Montevideo. El Museo de la Memoria de Montevideo se encuentra a las afueras de la ciudad, en una propiedad bellísima del antiguo dictador decimonónico Máximo Santos, rodeado de unos jardines de una belleza y de un sosiego que contrastan con el horror allí memorializado. Dentro del museo cuelgan en diferentes espacios las pancartas con los nombres de los desaparecidos que se pasearon en manifestaciones reivindicativas por familiares, o las cacerolas donde los presos cocinaban su comida, puertas de celdas, dibujos de niños, un cubo de hormigón que cubría una fosa común, todo en vitrinas. Lo que me incordia es la pulcritud, demasiado perfecto y bello, tan bien resuelto que podría lucir sin problemas en cualquier museo de arte contemporáneo a modo de instalación modernosa. 172


No es fácil transitar por la imprecisa línea que discurre entre la estetización del dolor y el panfleto. Tampoco resulta fácil el trabajo de los fotógrafos cuando se comprometen con la causa de la memoria, que en ocasiones se presta también a estrategias oportunistas sujetas a la moda del horror. Hay trabajos ambiciosos y sólidos como Desapariciones (2009) de la argentina Helen Zout donde recurre puntualmente a un efectismo fotográfico innecesario. Sin embargo la foto de grupo del colegio donde estudiaba Marcelo Brodsky en 1967 es de una emotividad contenida y suficiente. En cualquiera de los casos donde se museiza el horror la línea que separa espectáculo e historia es muy frágil. Al otro lado del ejercicio estético está el discurso panfletario que simplifica y reduce la narración a una anécdota lineal en términos ideológicos. Es tentador caer del lado de la estetización del drama de las víctimas y con ello la banalización de esa experiencia traumática. Y como describe con acierto Nelly Richard a propósito del Museo de la Memoria en Santiago de Chile en un lúcido ensayo titulado Latencias y sobresaltos de la memoria inconclusa (Chile: 1990-2015) (2015) sobre la transición política y sus consecuencias en la sociedad chilena actual, este tipo de “museografía debilita la intensidad del recuerdo del pasado sufriente al acomodarlo escenográficamente a una estética decorativa que le quita peso, rigor y gravedad”. Nelly Richard hace una defensa al tiempo que una reflexión muy crítica sobre los espacios de memoria en sociedades postdictatoriales. En el caso de España no puede hacerse ni defensa ni tampoco reflexión crítica alguna porque la transición hispana ha prescindido deliberadamente y por completo de todo reconocimiento oficial del dolor causado por la dictadura y, por supuesto, de espacios dedicados “a visibilizar públicamente las trazas materiales del pasado 173


represivo y hacer que esas trazas se mantengan activas en la formación de una conciencia ciudadana que siga interpelando a la sociedad para que suscriba el imperativo ético del Nunca más”, añade Nelly Richard. En España no necesitamos recordar nada porque nunca nada pasó.

A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad o la aparente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo —Thomas Bernhard, Relatos autobiográficos

Cruzados y mártires Algo pasa, desde luego, a propósito de la Guerra Civil española. Hasta hace bien poco un retrato de José Antonio Primo de Rivera en la exposición Los últimos modernos de Pepe Cerdá suscitaba polémica y reacciones violentas. Antes de ayer se repetían los homenajes a los republicanos españoles residentes en el sur de Francia, aquellos que fueron encerrados en campos de internamiento con alambres de espino: Argelès, Bram, documentado por las duras imágenes de Agustí Centelles. También en Gurs, Rivesaltes, Saint-Cyprien, Vernet, Septfonds. Los mismos republicanos que se sumaron al ejército de liberación francés y entraron en París con la división Leclerc. He visto en las calles del 12ème arrondissement placas que rinden respeto y memoria a esos españoles que murieron luchando por la liberación de la ciudad del amor. ¿Habrá homenajes para los refugiados sirios en los campos de Lesbos? El 13 de febrero de 1939 Agustí Centelles escribía en su diario: 1 74


Todas las mañanas se concentran en un sitio determinado del campo los que regresan a España. Los zurran de forma desaforada. ¡Qué embrutecimiento! No comprenden nada, ¡Qué inculto es el pueblo español! He estado haciendo cola durante cerca de tres horas para recoger un pedazo de pan. He lavado la ropa junto al mar. Hoy ha vuelto a soplar viento, y muy fuerte. Seguimos comiendo exclusivamente pan.

En los últimos tiempos ha irrumpido un fenómeno inédito en España, que consiste en poner en escena célebres batallas de la Guerra Civil en los mismos lugares donde tuvieron lugar. La recreación Histórica Batalla de Lopera, que emula una de las batallas más importantes en el frente de Andalucía y la primera Recreación Histórica de la Batalla de Peña Lemona por el Grupo de Recreación Frentes de Euzkadi, en 2016, si bien la primicia de esta iniciativa corresponde al pueblo de Fayón, que recrea la batalla del Ebro, con actores y abundante atrezzo, puesta en escena y una feria de militaría antigua. El fotógrafo francés Charles Camberoque documentó gráficamente esta recreación y el resultado de su trabajo se expuso en 2016 en el Musée des Beaux-arts de Carcassonne bajo el título La bataille mise en scène. En el reportaje sobre Fayón y la reconstitución de un episodio de la batalla del Ebro de Charles Camberoque se percibe un aire festivo, de celebración. Unos y otros, republicanos y sublevados, conversan, comparten, se divierten. Es síntoma de que algo está cumpliéndose en las memorias de los españoles, desde luego. Celebración por un lado e imágenes que contrastan con la aparición, por primera vez en la historia de la fotografía española, de un grupo de artistas que reivindican la memoria silenciada de la guerra. 175


La historia franquista nos enseñó la Guerra Civil en las escuelas como una cruzada. La mitología de izquierdas ha hecho de la Guerra un asunto de mártires, narrada en ocasiones desde la épica buenista de los perdedores. Cruzados y mártires. Los mismos que confraternizan en las fotografías de Charles Camberoque ajenos a todas estas disquisiciones y a este regusto amargo y triste. ¿Tendrá sentido, pues, será bueno, me pregunto, este tenderete festivo de la historia? Charles Camberoque propone un excelente trabajo documental sobre la recreación de la batalla de Fayón. Se sitúa en observador reflejando el dentro y fuera de los acontecimientos. Tanto los que participan de la puesta en escena como de aquellos que acuden a disfrutar del espectáculo. Charles Camberoque retrata con habilidad a participantes y espectadores. Documenta los preparativos, la batalla, el piscolabis. Nos ofrece sutiles guiños a otros reporteros, Capa, Cartier-Bresson, que acudieron a fotografiar esta guerra sucia y turbia. Cuando era niño jugábamos en la escuela a las guerras. Había que elegir con qué equipo querías disputar la batalla: con los buenos o con los malos. Entonces estaba claro que los buenos eran el Séptimo de Caballería, y los malos los indios. Cuando observo las fotografías de Charles Camberoque me pregunto quién elige a quién. Qué razones impulsan a los que prefieren hacer de anarquista feroz o de camisa vieja con impasible ademán. Me gustaría saber si repiten cada año o algunas veces prefieren hacer de sioux en lugar de Séptimo de Caballería en la batalla de Little Bighorn. Charles Camberoque observa y fotografía. Atrezzo impecable. Los unos llevan botas de cuero. Los otros, alpargatas de esparto. La reconstitución de la batalla de Fayón es, desde luego, todo un éxito. 176


Jamás me he equivocado en nada La primera vez que vi convertida la historia minúscula de la Guerra Civil española en objeto expositivo fue en 2002 en Londres en el Imperial War Museum. Allí aparecía el desastre y el drama contado a pie de calle. Objetos, uniformes, armas, cartillas de racionamiento, imágenes, y hasta una silla del Generalísimo, todo clasificado y perfectamente etiquetado con su cartela correspondiente. A lo largo de los capítulos que forman La llama (1946), última entrega de la extraordinaria novela de Arturo Barea La forja de un rebelde, se refiere un episodio en donde unas fotografías de niños víctimas de un bombardeo traen a reflexión el aspecto no solo gráfico de la fotografía, sino de responsabilidad y compromiso ideológico implícito en las imágenes. Escenas similares han tenido lugar en otros conflictos y situaciones extremas, como los negativos escamoteados a los SS de Mathaussen por Francesc Boix. La puesta a salvo de esas imágenes, donde a fin de cuentas se trata de salvaguardar y poner al servicio de la memoria, lleva implícito un peligro y una decisión moral por parte del que realiza las fotos y del que decide, como el narrador de La forja de un rebelde, recuperar esas imágenes terribles que más tarde verá convertidas en vallas publicitarias denunciando el horror y la muerte. La descripción que Barea hace de esas fotografías y de ese cartel se corresponde con el publicado por el Ministerio de Propaganda y expuesto en el Imperial War Museum versión inglesa. Me resultó extraño. Era como verme a mí mismo encerrado en vitrinas y escaparates y convertido en una foto fija del pasado. Ajeno al presente. Observado como un pez en su pecera. Ya no estaba del lado de los actores sino del 177


lado de los turistas de la historia. Yo, que me había paseado con mi amigo Miguel por las trincheras de ambos ejércitos en el lugar exacto donde el avance de las tropas republicanas se detuvo una vez cruzado el Ebro, coleccionando relatos heroicos, restos de metralla y balas todavía en uso que hacíamos estallar sobre una pequeña hoguera de aliagas para divertirnos. Todo estaba allí, las canciones que recordaba en una nebulosa sobre curas y monjas apaleados, el fusilamiento del capitán junto a las tapias del cementerio con sus vivas a la república, los soldados nacionales que se alojaron en el patio de mi casa, los anillos que mi abuelo, republicano, forjó en su fragua para esos soldados, los arrestos en el calabozo del ayuntamiento por feroces camisas azules, que pondrían de moda aquellos bigotitos minimalistas de falange, homenaje a la rectitud y al chulerío, el sacristán comunista que cambió de chaqueta y me enseñó a tocar a muertos tirando de los badajos con enormes sogas, la Encarna, que se pasó a los rojos una noche sin luna con su hijo en brazos, mis balas, un pedazo enorme de obús y el casco roñoso y abollado que encontré con Miguel más allá de la canal vieja. Toda mi infancia en una urna de cristal. Más de treinta años después y a punto de morir Franco las trincheras seguían abiertas, como una metáfora de la memoria. Todavía hoy siguen sin curarse esas heridas. Por el empeño de todo un país en mirar para otro lado. Perdura todavía hoy un pacto tácito de silencio apenas roto por algunas voces discordantes y molestas. En España, una exposición como la del Imperial War Museum de Londres es impensable. No se mete el presente en un escaparate con una cartela que indique el año y sus circunstancias. Pero ¿dónde hay más verdad sobre la historia?, en la historia vivida o recordada, y en sus olvidos también. ¿En el 178


miliciano muerto en Cerro Muriano o en las mistificaciones de Martí Llorens? Se impone un abismo infranqueable entre el Imperial War Museum, con sus aviones y submarinos abiertos en sección para mirar dentro a través de un cristal, con su mortífero cohete de Tintin en mitad de la gran sala, y Homage to Catalonia o Les grands cimetières sous la lune. El mismo abismo que separa la historia de la memoria. Una de las características de este siglo xxi es la crisis de los modos de representación, y en particular el fotográfico. La irrupción de la imagen mecánica a finales del xix es comparable en importancia a la revolución de la imprenta y la perspectiva en el renacimiento, como formas inéditas de ordenar y transmitir información. Ahora es el momento de la imagen, o de las imágenes, habría que decir. Los hijos del agobio encuentran en la fotografía una cómplice para contar historias que son suyas y de los muchos que formamos parte de esa generación y esa memoria. Historias que pertenecen a la mitología más que a la experiencia. Ninguno de los nietos de la Guerra Civil conocimos la guerra, pero hemos crecido imaginándola.

Como el náufrago metódico que contase las olas que faltan para morir, y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores, hasta la última hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le besa y le cubre la frente, así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño, sabiendo que jamás me he equivocado en nada, sino en las cosas que más quería —Luis Rosales, Rimas

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Mi gratitud a Hugh Adams, Edith Cota, Silvia Pérez Fernández, Daniel Ponce, Rodrigo Fierro, Guillermo Franco, Marianne Hirsch, Martí Llorens, Amparo Martínez, Ana Teresa Ortega, Agustín Sánchez Vidal, Ilaria Schiaffini, Marie-Loup Sougez, Fernando de Tacca, Laura Terré, Rogelio Vallejo, Enrique Villagrasa y Naief Yehya. Y para C. todo lo demás. Sin su apoyo, consejos, correcciones, informaciones valiosas y sobre todo su aliento y su cariño, este libro no hubiera sido posible.


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