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Martín y el concurso de cocina

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Martín y el concurso de cocina

M. Eloísa Caro Durán Carmen Ramos


Este libro se ha realizado gracias al patrocinio de la Indalo Tapas

2019 Autora: M. Eloísa Caro Durán Ilustraciones: Carmen Ramos Corrección de texto: Dolores Sanmartín http://www.weeblebooks.com info@weeblebooks.com Madrid, España, mayo 2019

Licencia: Creative Commons ReconocimientoNoComercial-CompartirIgual 3.0 http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/es/


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Capítulo I Martín se había entretenido demasiado jugando con su amiga Carla y temía la tremenda reprimenda que su madre le debía de tener preparada, probablemente asociada al peor castigo del mundo: una semana sin su videojuego favorito de fútbol, toda una tragedia. Carla siempre lo enreda con sus juegos y competiciones, en las que intenta proclamarse vencedora a toda costa; aunque Martín se lo pone difícil, él nunca se da por vencido. Aquella tarde de invierno habían estado practicando su nuevo videojuego de baile que le regalaron por su cumpleaños. Carla agitaba con brío su larga melena cobriza y ligeramente ondulada, mientras a Martín le costaba seguir aquellos pasos tan ligeros y complicados. Ambos quedaron extenuados, pero había resultado muy divertido. El problema se presentó cuando los bailes se alargaron demasiado; la noche había llegado a la ciudad y para entonces él ya debía estar en casa.


Martín recurrió, pues, a la última posibilidad que le quedaba para salvarse: tocó el exterior del bolsillo de su pantalón donde guardaba su talismán de la suerte. Después, con la punta del dedo índice, vacilante y nervioso, presionó el timbre de la puerta. Martín no es un muchacho enclenque, sino fuerte y robusto, pero rebuscó entre su repertorio de caras una expresión lánguida y miró hacia abajo intentando encontrar la posición exacta para dar pena y conseguir un atenuante de su condena. Tras lo que le pareció un siglo de espera, terminó el suspense. La puerta se abrió y apareció María con su indumentaria espectral.


—Vamos, pasa —dijo su hermana masticando chicle y con voz apática—. Cambia esa cara, has tenido suerte, mamá aún no ha llegado. —¡Uff, menos mal! —resopló aliviado el joven. María es mayor que él, suele vestir de negro y cuando se enfadan, que es muy a menudo, Martín la llama “vampiro” o “murciélago”. Aunque en el fondo forman un buen equipo y ella casi siempre le sirve como escudo. Una vez más, el talismán había dado resultado. Esa pequeña pieza de metal que lo acompaña siempre, desde que nació, se la regaló su abuela. Para ella era muy especial; era el más entrañable recuerdo que aún guardaba de su querida y añorada tierra, Almería. Representa una figurilla humana con los brazos extendidos. Su dibujo fue hallado en una cueva de Almería, en cuyas paredes el hombre de la prehistoria lo dejó plasmado. Algunos creen que lo que porta entre los brazos es un arco; otros creen que es un arcoíris; todos lo conocen como indalo. Para los almerienses es su símbolo, y para Martín es su talismán de la buena suerte.


Tan sólo unos minutos después de aquella entrada victoriosa, llegó su madre. Sara dejó el paraguas tras la puerta y se dirigió directamente a la cocina, donde halló a Martín con su delantal rojo caramelo colocado y preparando una divertida pizza para cenar; había puesto tantos ingredientes que la llamó “festival de colores”. Después de aquel pequeño susto, nada mejor que relajarse cocinando. Desde pequeño a Martín le encanta cocinar, para él combinar ingredientes es como un juego. Toda su inagotable imaginación la emplea en inventar recetas.


Capítulo II A la mañana siguiente, a pesar de que era día festivo, de que hacía frío y de que la cama intentaba retenerlo, Martín se levantó temprano, tenía algo muy importante que hacer. Aunque antes se atusó las puntas del pelo que andaban un tanto rebeldes con el nuevo cambio de peinado, que por cierto, ha dejado al descubierto esos remolinos incontrolables de muchacho travieso. Una vez dominados, bajó a la cocina. Quería preparar la comida que llevaría para la fiesta de Navidad que celebrarían en su colegio. Antes de que su madre se levantara, él ya se había colocado su delantal rojo caramelo y había seleccionado un sinfín de vasijas e ingredientes que acumuló en la mesa como si fueran las piezas de un gran puzle. —Buenos días —dijo Sara. —He tenido una idea —contestó Martín entusiasmado, sin tener en cuenta el saludo de su madre—. Voy a preparar pequeñas porciones de comida con diferentes ingredientes. Así será más divertido y cada uno podrá elegir el bocado que más le guste para acompañar su refresco. Sara sonrió y dijo, intentando no decepcionar a su hijo:


—Siento decirte que eso ya está inventado, se llama tapa y la sirven en los bares junto a la bebida. Pero, bueno, lo importante es el resultado; existe tanta variedad que aún hay cabida para todo cuanto tú quieras inventar. A Martín no le importó aquella confesión, él continuó poniendo en marcha sus creaciones. Tenía tantas ideas y estaba tan ilusionado que ni una hecatombe mundial lo hubiera detenido. —Mira, este bocadito de atún con pimientos rojos se llamará “tiranosaurio red”. También elaboró pequeñas porciones de ensaladilla, de salmorejo, de tostas con salmón… La cocina parecía un campo de batalla. También sus cejas moteadas de blanco mayonesa y su nariz de rojo tomate daban buena cuenta de la refriega que se estaba librando.


Se le veía tan decidido y entusiasmado que a Sara le sorprendió su repentina reacción; de pronto, se sentó en el taburete blanco y dijo a su madre apesadumbrado: —¿Y si no les gustan? —¿Cómo puedes pensar eso? —dijo Sara—, son muy buenas, seguro que les van a encantar. Debes aprender a ser positivo y, sobre todo, a confiar en ti mismo.


María, que acababa de levantarse, entró en la cocina; era ya casi mediodía. Mientras Martín y su madre hablaban, la joven perpetró el asalto: seleccionó varios aperitivos y los engulló en un santiamén. —¡¿Pero qué haces?! —gritó Martín cuando se percató, arrebatándole la bandeja que había mutilado. A pesar de que habitualmente María era menos expresiva que una roca, dijo relamiéndose los dedos: —¡Umm…!, están buenísimos, enano.


Capítulo III Martín intentaba asimilar las palabras de su madre y cruzó el comedor pensativo, pero, camino del baño, escuchó algo en la televisión que lo llevó a desandar varios pasos atrás casi de forma mecánica. Mantenía las manos en alto para no manchar nada. —¿Qué, ensayando el baile de las lobitos que aprendiste en la guardería? —se burló su hermana. Pero él no le hizo caso y quedó plantado escuchando una interesante noticia que llamó su atención.


—“El Arte de la Tapa” —repetía un señor ataviado con aquel uniforme impoluto—. Para conmemorar nuestros treinta años con vosotros, hemos organizado este concurso de tapas en el que todos podéis participar. Aquello de “todos” le sonó a Martín, que permanecía inmóvil ante la pantalla, como una clara invitación a participar. Cuando la grasa acumulada en las manos del muchacho comenzaba a gotear en la alfombra preferida de su madre, María apagó el televisor y Martín prosiguió hacia el baño.


Los días siguientes el joven continuó con sus tareas como si nada hubiera ocurrido. Pero lo cierto es que aquellos días no fueron como los demás, porque sólo un pensamiento lo perturbaba constantemente. Había un concurso de tapas y a él le encantaba crearlas. A Martín le daba miedo enfrentarse a ello y en su cabeza se libraba una lucha titánica. Por un lado, le entusiasmaba la idea de participar en aquel concurso; pero, por otro, le preocupaba no hacerlo bien. Ni siquiera se había atrevido a contárselo a sus padres. Ellos siempre lo apoyaban, pero aquello le parecía una aventura con demasiada envergadura. «¿Cómo puedo decírselo?», se preguntaba.


Sólo fue capaz de comentárselo a Carla. Durante el recreo se sentaron junto al seto y le dijo: —Hay un concurso de tapas… Pero antes de que pudiera terminar, Carla dijo con la efusividad que la caracteriza, y dando por hecho que se presentaría: —¡¡Qué bien!! Y no paró de hablar hasta quedar agotada. —Qué tapa vas a hacer, qué ropa te vas a poner, podré ir con vosotros supongo, si no ya me colaré, estás nervioso… —Aún no sé si me voy a presentar — respondió él, derrumbando al instante todo su castillo de humo.


Capítulo IV Pasaban los días y daba la impresión de que Martín intentaba olvidarse de aquella locura; pero, justo el día que terminaba el plazo para presentar la solicitud de participación, dijo sin pensarlo, mientras con una mano refrescaba la sopa de verduras aireándola con la cuchara y con la otra tocaba su talismán tras el bolsillo de su pantalón: —Me he presentado a un concurso de tapas. Sus padres, muy sorprendidos, lo miraron absortos reclamando más explicaciones. —Ya sabéis que me gusta cocinar, sobre todo esos pequeños aperitivos… —dijo balbuceando y convencido de que se acercaba una respuesta tan negativa y contundente como cuando unos años atrás les propuso ir a Nueva York para conocer a Superman. —Ahora me tengo que marchar, luego me enseñas la convocatoria —dijo su madre.


Aquello significaba que sus padres tenían que deliberar antes de tomar una decisión. De nuevo las dudas taladraban su cabeza. Quería escuchar un sí, la aprobación y el apoyo de sus padres, pero tenía tanto miedo que casi prefería escuchar un no. A sus padres lo que más les preocupaba era la terrible decepción que podía sufrir su hijo, pero de igual modo entendían que aquello le apasionaba y no podían cerrarle las puertas; probablemente, había llegado el momento de que su pequeño hijo comenzase a madurar, a enfrentarse con la realidad. Así pues, después de cenar llegó el veredicto. —De acuerdo, adelante, te apoyamos. Martín tiró enloquecido los cojines del sofá; uno de ellos cayó sobre su gato gris y blanco, don Pimpom, que saltó de la alfombra a la misma altura que el muchacho. Después llamó a su amiga Carla, cuya respuesta enloquecida la escuchó incluso María desde su habitación en la planta de arriba. —¡Ole!, ¡bravo!, ya sabía yo que serías valiente. Ahora tenemos mucho que hacer. De acuerdo, suspenderemos por un tiempo nuestros torneos pendientes, prometo no molestarte… demasiado.


Capítulo V Martín meditó mucho sobre la tapa que debía realizar en el concurso, tenía tantas opciones que no sabía cuál elegir. Cuando al fin se decidió, fue un gran misterio. Nadie, ni siquiera Carla —que cada día lo interrogaba cien veces—, consiguió hacerlo hablar; parecían estar ante un gran secreto de estado. El joven se encerraba en la cocina y practicaba cuando nadie podía verlo. Tras un tiempo de ensayo, lo único que deseaba Martín era que llegase la hora de participar, y, al fin, el esperado día del concurso llegó. La noche anterior, Martín apenas había dormido, pero se levantó más espabilado y lúcido que nunca. Estaba tan nervioso que hasta su pelo padecía tembleque. Desayunó un sorbito de leche y se vistió más veloz que un rayo. Después cogió la bolsa con los ingredientes secretos que con tanto esmero preparó el día anterior, y esperó a sus padres sentado en un peldaño de los escalones frente a la puerta de entrada, a pesar de que aún faltaba más de una hora para marcharse.


Martín estaba tan impaciente que a los dos minutos de sentarse carraspeaba intentando llamar la atención de su familia, que se preparaba demasiado lentamente para su ritmo desbocado de ese momento. Al fin, su madre cogió el bolso, las llaves e inspeccionó con la mirada a su hijo. —Te has puesto el jersey al revés —dijo. Ruborizado, Martín le dio la vuelta rápidamente, y entonces ya todo estaba preparado para dirigirse al lugar donde se realizaría la prueba. Se trataba de uno de los restaurantes más prestigiosos de la ciudad. Martín lo conocía bien porque estaba ubicado muy próximo a su casa; también era consciente de los reconocimientos que había tenido, y aquello lo inquietaba y contribuía a que aquel súbito hormigueo en la punta de los dedos del pie se extendiera hasta la punta de los dedos de la mano.


Pero estaba tan ilusionado que nada podía detenerlo. Martín, junto a su séquito inseparable, cruzó las deslumbrantes puertas de madera acicaladas con alegres vidrieras de colores. Por supuesto, en primer lugar, unos pasos más adelante que sus padres marchaba Carla, cuyo vestido verde chillón se convertiría en el punto de referencia del grupo; aunque, a decir verdad, si lo unimos a la oscuridad tétrica de María, formaban un contrapunto tan disparatado que, por supuesto, no pasaba desapercibido para nadie. Según las indicaciones de varios carteles dispuestos en la recepción, debían dirigirse a un gran salón con diáfanos ventanales, habilitado como una gran cocina.


Los acompañantes tenían que permanecer fuera y aquello no agradó demasiado a la comitiva de Martín, aunque tuvieron que aceptarlo y pronto lo solucionaron. Consiguieron conquistar una posición estratégica en la ventana más grande, desde donde podían ver el interior con nitidez. Todo estaba muy bien organizado y Martín parecía estar concentrado y deseando comenzar, hasta que, de repente y de forma inesperada, su actitud cambió. Se balanceaba de un pie a otro y se mordía los labios sin cesar. Algo preocupaba al muchacho y cada vez parecía más agobiado. «¿Qué está ocurriendo?», se preguntaban Carla y su familia.


Capítulo VI Los participantes habían comenzado a entrar, y fue entonces cuando Martín se había percatado de que todos eran hombres y mujeres mucho mayores que él. En ningún momento había tenido en cuenta aquel pequeño-gran detalle, pero el enfrentarse a la realidad lo hizo reaccionar. «No tengo ninguna posibilidad», pensó, «todos sabrán mucho más que yo. Dónde me he metido. He sido demasiado atrevido. Tengo que retirarme, será lo mejor». Aprovechando el alboroto en la sala, Martín salió fuera y se abrazó a su madre llorando desconsolado. —Son mayores que yo, vámonos —dijo mientras intentaba desatar su delantal rojo caramelo. —Eso no importa —dijo Sara—, debes confiar en ti y en tus posibilidades. Puede que no ganes, pero tus tapas, sin duda, son merecedoras de estar aquí.


Martín la miraba con los ojos inmóviles como si estuviera escuchando atento aquella convincente arenga, aunque en realidad su mente rebuscaba en otros espacios que lo condujeron hasta el bolsillo de su pantalón. Martín lo tocó esperanzado en busca de su talismán, pero todas sus expectativas se desvanecieron súbitamente. —¡¡No está!!, ¡¡es terrible!!, ¿cómo he podido olvidarlo? —Estabas muy nervioso…, pero no te preocupes, puedes hacerlo sin él —dijo Sara. —No, no seré capaz, sin su ayuda no.


Estaba tan disgustado que a su madre le dolía verlo así. Ella sabía lo importante que eran para Martín el talismán y el concurso, por eso dijo intentando confortarlo: —De acuerdo, tú entra en la cocina que yo voy a buscarlo y enseguida vuelvo —Carla prácticamente tuvo que empujarlo, pero tras unos minutos de incertidumbre, Martín se secó las lágrimas y volvió a su puesto. Sara corrió hacia su casa, que no estaba lejos, tan rauda como nunca lo había sido. Se tropezó en una acera y rompió el tacón de su zapato favorito, pero eso no iba a detenerla; arrolló a una señora con su carrito de la compra, pero aquello tampoco iba a detenerla. No obstante, el tercer escollo que se presentó sí que resultaría un verdadero contratiempo.


Estaba frente a la puerta de entrada de su casa, había llegado enseguida, pero no podía entrar. —¡Oh, no!, he olvidado las llaves. Qué puedo hacer, no hay tiempo para nada… Sara sabía que si no encontraba una solución, aquello podía suponer el abandono de su hijo. Lo cierto es que no tenía opciones, sólo le quedaba volver al restaurante.


Capítulo VII Por el camino de regreso, Sara reflexionó sobre lo que debía decirle a su hijo. A pesar de que él creyera ciegamente en su talismán, tenía que ser franca; quizás también había llegado el momento de que Martín comprendiera que su preciado talismán no era necesario, que lo verdaderamente importante es confiar en uno mismo. Concluyó, pues, que debía decirle la verdad, y llegó dispuesta a entrar y sincerarse con él. No podía engañarlo. En la cocina del concurso leían en voz alta el último nombre de los participantes, a quienes se veía impacientes por comenzar. Martín miraba inquieto y sin cesar hacia la ventana, hasta que al fin vio llegar a su madre. El joven sonrió ilusionado y sus ojos castaños se le iluminaron de tal forma que atravesaron el alma de su madre. Ante aquel rostro confiado y colmado de esperanzas, Sara se sintió incapaz de decirle la verdad.


Carla, al ver abatida a la madre de Martín, supo que algo iba mal. Cuando consiguió averiguar lo que estaba sucediendo, dijo: —Sin duda es preocupante, pero… Tras unos instantes de desconcierto, Carla tuvo una idea. —Tengo un plan que no puede fallar —dijo. En un principio, Sara en absoluto estuvo de acuerdo con aquella propuesta descabellada de la joven, pero enseguida comprendió que era la única solución.


Justo antes de comenzar la prueba, Sara debía entrar en la cocina para llevar a cabo el plan. Era muy sencillo, sólo tuvo que acercarse a Martín y dejar en el bolsillo una piedra de tamaño parecido a su talismán. Martín no sospechó nada y, sin saber que aquello no era su talismán, tocó el bolsillo del pantalón como hacía siempre y respiró aliviado. Exultante y confiado, Martín comenzó a elaborar su tapa, la que tantas veces había ensayado. Preparó la masa, se rodeó de un sinfín de verduras para el relleno y comenzó a cocinarlas; su tapa consistía en unas gyozas vegetales. Pero no se trataba de unas gyozas cualquiera, pues contenían un ingrediente secreto que sólo Martín conocía. A su hermana, que recientemente se había convertido en vegana, le apasionaban.


No resultaba fácil, rellenar la masa requería mucha maña y un poquito de tranquilidad. Pero a Martín le temblaba el pulso y, de repente, todo se mezcló; la tapa se desbarató por completo…, un verdadero desastre. Martín se puso las manos en la cabeza, no sabía qué hacer. Miró a su alrededor y vio cómo la mayoría de los participantes remataban sus tapas impresionantes, con formas muy modernas y exóticas. La del caballero de la barba blanca que estaba a su lado echaba humo; la de la señora del pelo gris parecía elaborada con algas y sales; y la del hombre con tatuajes en el brazo parecía una sinfonía de gelatinas. Martín quería salir corriendo. Sus competidores lo miraban y sonreían, les resultaba curioso tener un contrincante tan jovencito. Probablemente no lo veían como a un rival, pero sin duda se equivocaban.


Aquella actitud chulesca y prepotente de sus competidores se clavó justo en la diana de su orgullo, y Martín reaccionó. Tocó su bolsillo y de nuevo brotó la energía positiva. Quedaba muy poco tiempo, pero quería intentarlo otra vez. Despejó la mesa y comenzó desde el principio. Preparó de nuevo la masa y el relleno con las verduras, y con su ingrediente secreto y pacientemente volvió a formarlas. Incluso consiguió al primer intento el cierre de cada una de ellas en forma de abanico. —Quedan cinco minutos —anunció una voz hueca por el altavoz.


Martín intentó apartar la presión, se apresuró con la salsa y con los últimos retoques y, entonces sí, la tapa quedó perfecta. Sólo faltaba un último detalle; en una tarjetita escribió el nombre de su obra maestra: “Gyozas vegetales”. Martín estaba satisfecho con su trabajo, y no lo vais a creer, pero por primera vez la cocina no parecía un campo de batalla. Cuando concluyó el tiempo establecido, sonó una estruendosa bocina, los participantes dejaron todo como estaba, dieron un paso atrás y Martín se quitó su delantal rojo caramelo.


Poco después entró el jurado en la cocina. Estaba formado por tres prestigiosos cocineros de los que Martín ya tenía referencias e incluso admiraba. Comenzaron a probar cada una de las tapas de los participantes y, a medida que se acercaban a la suya, Martín se frotaba más deprisa las manos y resoplaba con más contundencia.

Al fin llegó su turno y uno de los miembros del jurado probó su tapa. Martín escudriñó con la mirada aquel rostro adusto buscando una reacción, pero le fue imposible adivinar si le había gustado. Al finalizar, sin decir nada el jurado se marchó a deliberar.


Capítulo VIII El más joven de los organizadores hizo pasar a los participantes, familiares y amigos a la sala contigua, donde se procedería a la entrega del premio. Aseguró que en breve comenzaría el acto, aunque debían esperar sentados, con lo que, previsiblemente, no sería tan en breve. Martín y sus acompañantes tuvieron que instalarse en las últimas sillas, todo estaba ocupado; a Carla no le agradó lo más mínimo porque había señores enormes ante ella que reducían su visión. Aunque, por supuesto, aquello no sería ningún obstáculo para la joven, que se levantaba y recorría la sala cuando lo creía necesario. Al fondo había una mesa donde aguardaba el trofeo, una figura abstracta que, según decían, reflejaba la esencia de una tapa, aunque en aquella interpretación tan libre Martín sólo consiguió distinguir el palillo.


Mientras aguardaban, Martín y Carla lo escudriñaban todo. Observaron a la señora del moño gigante que no se desprendía de su abrigo de piel donde guardaba las cáscaras de pipas que comía a escondidas, y cronometraron a un chico de su edad, hijo del participante más alto, que no paraba de jugar con el móvil; estuvo casi cinco minutos sin parpadear. También descubrieron en un rincón de la sala algo inesperado y sorprendente para ellos: una cámara de televisión estaba preparada para inmortalizar el momento. Carla parecía encantada, se levantó y con el desparpajo que la caracteriza pasó por delante y, sin saber que estaba apagada, sonrió al objetivo, le guiñó un ojo y le lanzó un besito con la mano; a Martín, en cambio, le impresionó tanto que no volvió a levantar la mirada. El jurado no salía y Martín comenzó a comerse las uñas. Por un momento, su madre le secuestró las manos.


Al fin apareció el jurado. El más veterano llevaba entre las manos una bandeja con la tapa ganadora, aunque bien escondida bajo un cubreplatos. La dejó sobre la mesa porque aún faltaba mucho para conocer el nombre del vencedor. Ante la desesperación de los participantes, cada uno de los miembros del jurado procedió a impartir un pequeño discurso. Las únicas palabras que atrajeron la atención de Martín fueron las que pronunció Danyel. —… posiblemente —dijo—, el origen de la tapa puede remontarse incluso hasta la Edad Media. Con el fin de “tapar” la boca del vaso o de la jarra de vino para que no entrase el polvo o las moscas, se colocaba un trozo de jamón o embutido… A Martín le pareció curiosa aquella explicación, aunque lo que verdaderamente estaba deseando era que terminasen cuanto antes para que desvelaran de una vez el nombre del ganador. ¿Sería el hombre de la barba blanca, la mujer del pelo gris o el grandullón con los tatuajes en el brazo?, se preguntaba.


Tras aquellas últimas palabras, todo quedó en silencio. No sólo era Martín quien estaba expectante, todos lo estaban. El presidente del jurado se aproximó y, tras unos minutos de suspense, levantó el gran cubreplatos de metal que escondía la tapa ganadora. —Aquí la tenéis, consideramos que la mejor tapa es “Gyozas vegetales”. Hemos valorado la originalidad, la composición y, por supuesto, su exquisito sabor, fruto de una combinación perfecta de ingredientes. Por cierto, hay uno de ellos que no conseguimos averiguar cuál es. Aunque, por supuesto, respetamos "el secreto de los buenos cocineros".


En la sala se pudo escuchar un intenso… —¡Ohhhh! … en algunos casos fruto de la sorpresa, en otros de la decepción y el que provenía de las últimas sillas, fruto de una inmensa y alocada alegría. —Vamos, Martín —dijo el presidente—, sube a recoger tu premio. Martín estaba tan sorprendido que no podía creerlo, y tan emocionado que parecía haberse quedado petrificado. El abrazo de sus padres lo hizo reaccionar y el empujón de Carla lo encauzó hacia el jurado. Se aproximó despacio, Danyel le dio un fuerte apretón de manos y le entregó la figurilla dorada.


—¡Enhorabuena, muchacho!, has hecho un buen trabajo —dijo, esperando escuchar sus palabras. Desde la última fila se sucedían las fotos incesantes y la cámara de televisión se acercó demasiado. Martín estaba ofuscado y su discurso fue muy escueto. —Gracias —dijo alzando feliz su trofeo. Apenas se escuchó su hilillo de voz perdido entre la multitud de aplausos incesantes que inundaban la sala de un público entregado y de unos contrincantes que, finalmente, reconocieron y aceptaron los méritos del joven. Sus padres lo miraban orgullosos y Carla también, como si tuviera ante ella a uno de sus grandes ídolos.


Poco a poco todos fueron saliendo de la sala y las luces se apagaron. Había concluido una noche mágica, inolvidable y llena de emociones para el joven aprendiz de cocinero. Martín volvió a casa con los suyos, que no paraban de bromear; su hermana lo felicitaba una y otra vez con tal efusividad que casi ni la reconocían, y Carla no paraba de achucharlo como a un mullido y preciado peluche. Les costó despedirse, pero a medianoche todos se disponían a dormir. Ya en su habitación, Martín colgó el delantal rojo caramelo en el perchero, colocó bien visible su primer trofeo sobre la mesa del ordenador y, cansado después de tantas emociones, sólo quería enfundarse su pijama azul e intentar descansar.


Se quitó el jersey, y cuando llegó el turno del pantalón, de repente escuchó como algo caía al suelo desde su bolsillo. Creyendo que se trataba de su talismán, lo buscó bajo la cama, pero… cuando lo halló… —¡Es una piedra! —exclamó. Estaba tan sorprendido que enseguida revolvió el cajón de su mesilla buscando la bolsita de cuero donde guardaba su talismán. La abrió apresuradamente, y allí estaba.


No sabía qué pensar, se sintió traicionado por los suyos, decepcionado. Estaba tan enfadado que agarró la manilla de la puerta para salir y pedir explicaciones, pero, de repente, se detuvo. Fue entonces cuando comprendió que todo aquello lo había conseguido por él mismo, sin ayuda de nada ni de nadie. Y comprendió también que con esfuerzo, con trabajo y confiando en uno mismo, se puede conseguir todo cuanto nos propongamos.

FIN


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