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Descubriendo a John Harrison

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Descubriendo a John Harrison Luis A. Gonzรกlez Blasco

Ilustraciones Romina Soto


2018 Autor: Luis A. González Blasco Ilustradora: Romina Soto Corrección de texto: Dolores Sanmartín http://www.weeblebooks.com info@weeblebooks.com Madrid, España, junio 2018

Licencia: Creative Commons ReconocimientoNoComercial-CompartirIgual 3.0 http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/es/


Libros educativos gratuitos


El pequeño John apenas había cumplido los cuatro años cuando sus padres, los Harrison, se trasladaron a la aldea de Barrow, en el condado de Yorkshire, en el año 1697. Su vida transcurría, a pesar de su corta edad, ayudando en el taller de carpintería de su padre. Sentía curiosidad natural por las máquinas y las herramientas le atraían. Había muchas cosas interesantes que absorbían la atención del niño, hasta el extremo de olvidar los juegos en la calle. Si sus quehaceres le dejaban tiempo, observaba fascinado cómo el padre trabajaba la madera. Más que los resultados, lo que intrigaba a John eran los mecanismos que movían a las máquinas.


En algunas ocasiones llegaban al taller encargos muy delicados. Su padre, buen carpintero, se había ganado cierto prestigio como experto en hacer las cajas de madera de los relojes. ¡Aquel día quedó fascinado! Unos criados transportaron, con sumo cuidado, la maquinaria de un reloj fabricado por un relojero de Liverpool. Aquel relojero confiaba en su padre para que cubriera los mecanismos con maderas primorosamente labradas y de gran sonoridad. Cuál no sería la admiración de John por aquellos aparatos que prácticamente no se separó del reloj en todo el día. Comenzó a sentirse mal por la tarde, y después de una noche de fiebre alta, sus padres terminaron llamando al médico, quien, tras ver en su cuerpo algunas pústulas, le diagnosticó viruela. La enfermedad le obligó a estar en cama durante los primeros días. Cuando la fiebre comenzó a decrecer y el peligro desapareció, pudo levantarse con ciertas precauciones. —No puedes salir a la calle mientras tengas granos, pero sí podrás pasar al taller sin salir afuera. El peligro de contagio sigue latente y tendrás que guardar la cuarentena dentro de la casa —dijo su madre.


El taller estaba anexo a la vivienda, y por el interior John se deslizaba hasta el pequeño compartimento donde su padre guardaba los trabajos más delicados. ¡Allí estaba aquella fantástica maquinaria!, superando hasta aquel momento todo lo visto por él. Fue siguiendo con la mirada cada uno de sus mecanismos mientras recordaba que su padre le había prohibido tocarlos. Entonces fue dibujando uno a uno los engranajes y sus movimientos, hasta descubrir, admirado, que la cadena y los contrapesos eran la fuerza motriz que les daba movimiento. Todos aquellos días de cuarentena le permitieron observar cada una de las partes de aquel reloj y entender su funcionamiento. él había tomado notas en los días de aislamiento.

El padre, lejos de regañarle, cada vez que montaba alguna de las maquinarias en sus cajas de madera le llamaba para explicarle cómo lo hacía. Fue tanta la impresión del niño tras aquella experiencia que cuando los fines de semana iban a la iglesia, se escabullía para ver el reloj de la torre y comparar sus mecanismos con aquellos otros de los que John fue absorbiendo los conocimientos de carpintería con gran rapidez y, a pesar de su corta edad, suponía una buena ayuda para el padre. Sus hermanos pequeños le imitaban, sobre todo James, el segundo, que seguía sus pasos. La gran afición de John por la música no cayó en saco roto. El cura que dirigía el coro, al comprobar el buen gusto del muchacho, puso más interés de lo común en la educación del joven, al intuir su gran capacidad de asimilación.


Bajo la tutela de aquel clérigo fue aprendiendo las bases más elementales de la física, aparte de la música. El cura se volcaba, sobre todo, en enseñar al joven —debido a su capacidad de asimilar aquello que veía— los mecanismos de los instrumentos musicales, que solía arreglar con gran maestría. Había cumplido diecinueve años y, prácticamente, John y James, los dos hermanos mayores, llevaban el taller del padre, consiguiendo que su pericia se difundiera por el condado. John, desde hacía tres años, atesoraba una gran cantidad de conocimientos en su mente, pero sabía que no sólo con esas habilidades era suficiente. Comenzó a indagar en los pocos libros que tenía a su alcance, hasta extraer de ellos los conocimientos más básicos de mecánica. De nuevo su amigo

y mentor, el cura del coro, puso a su alcance la mejor herramienta que él podía soñar: una copia manuscrita de un ciclo de conferencias sobre física y mecánica del gran sabio Nicholas Saunderson. Llegó a estudiar profundamente todas y cada una de las enseñanzas de aquel sabio, hasta hacer, incluso, una copia del manuscrito, anotando e ilustrando con dibujos los documentos con la finalidad de comprender mejor las leyes del movimiento allí descritas, y enriqueciéndolo con sus propias deducciones.


John, sin saberlo, había utilizaba el método de «Saber y hacer» para alcanzar los mejores resultados en aquel mundo de la mecánica que tanto le apasionaba. Primero ponía en práctica sus conocimientos hasta agotarlos; cuando estos ya eran insuficientes, estudiaba otros conocimientos nuevos y los volvía a poner en práctica: así progresaba en sus inventos hasta la conclusión final. James, su hermano, más comerciante que él, había estudiado el mercado y sabía que en ciertos lugares de la comarca existían ayuntamientos que demandaban relojes para sus municipios. John había diseñado de forma autodidacta un primer mecanismo de reloj basado en la madera, empleando el roble para engranajes, el boj para los ejes y pequeñas piezas metálicas de cobre y acero. Su fabricación fue distinta a la de todos los relojes conocidos. Introdujo sus propias

ideas, como es el caso del empleo de la madera del Lignum vitae, extraído del guayaco, un árbol de tallo muy duro de la América tropical. Su oficio de carpintero y la cercanía al puerto le habían permitido conocer este tipo de madera, considerada una de las diez más duras del mundo. John, inteligentemente, la utilizaba para hacer los soportes de los ejes del boj, con lo cual conseguía evitar el rozamiento debido a la excepcional propiedad de esta madera, que contiene entre sus poros lubrificantes naturales. Aquel reloj fue el primero de una serie de ellos que se vendieron en los condados limítrofes. Los dos hermanos siguieron trabajando en la fabricación de relojes que habían adquirido notoriedad por su precisión. Su fama llegó a oídos de un adinerado terrateniente, sir Charles Pelham, que les encargó la construcción de uno para la torre de su mansión. [En Londres todavía funciona dicho reloj en el Museo del Excelentísimo Gremio de Relojeros de Guildhall].


En este reloj aplicaron los descubrimientos que había realizado John, como el péndulo de parrilla y el escape de saltamontes. [Dos ingenios importantes que más tarde incorporarían todos los relojeros en el mundo].

Sin duda, la construcción del ingenioso péndulo solucionó el problema de las dilataciones sufridas en los cambios de tiempo, que perjudicaban a la precisión del reloj notablemente. El péndulo de parrilla estaba fabricado con dos metales distintos, latón y acero, que, al tener contracciones diferentes, se contrarrestaban evitando las oscilaciones imprecisas del péndulo. Tras haber construido estas mejoras, y ante la falta de otros relojes más precisos, tenían que comprobar los suyos con el paso de algunas de las estrellas conocidas. Para este fin, se situaban bajo la iglesia y, utilizando la silueta del campanario, tomaban nota todas las noches del paso de la estrella, comparando con la hora que marcaba su reloj: se aseguraban de esta forma su precisión. Sus relojes no llegaban a un segundo de retraso por día, lo que los hacía más exactos comparados con los demás, que solían perder varios minutos.


Pasó el tiempo y los hermanos Harrison demostraron ser buenos profesionales. Sus trabajos de relojería llegaban a todos los lugares de Inglaterra. En este período de tiempo John se casó con una joven llamada Elizabeth Barrel, la cual murió a los siete años de matrimonio. Un año después se casó por segundas nupcias con Elizabeth Scott. De este matrimonio nacieron dos hijos, William y Elizabeth, que más tarde le ayudarían. Cierto día fue reclamado en el puerto por el capitán de un buque de guerra inglés. Aquel buque era impresionante. Sus mástiles, con las velas recogidas, se elevaban por encima de los edificios más altos de la ciudad. Sus ciento treinta cañones le conferían una fortaleza impresionante, y los adornos de la proa, con el mascarón de Neptuno rematándola, eran un trabajo de talla excepcional. Pidió permiso para subir a bordo, y el guardiamarina que cubría la pasarela le acompañó hasta el camarote del capitán. —¿Señor Harrison? —Sí.

—Soy el capitán del Neptuno y le he llamado para encargarle ciertos arreglos en los dispositivos de control del barco. —Señor, es la primera vez que subo a un barco y reconozco mi ignorancia en materia náutica —dijo John con absoluta humildad. —Pero tengo entendido que sois un experto en todo lo concerniente a mecanismos de control de tiempo —le replicó el capitán. —Eso sí es cierto. Creo conocer la gran mayoría de los métodos existentes —le contestó John. —Hace un año que se instaló en este barco cierto dispositivo para tratar de conseguir navegar en altamar sin miedo a naufragar. Su inventor, Jeremy Thacker, lo denomina “Cronómetro”. Pero después de colocarlo en mi barco he podido comprobar que el citado cronómetro suele ser preciso con aguas tranquilas, pero cuando el mar se encrespa su eficacia desciende y deja de ser fiable.


—¿Puedo verlo? —preguntó John. Le llevaron hasta un camarote, que por su ubicación sería el centro del buque. Después de observarlo detenidamente, se percató del mecanismo del cronómetro y del sistema de balancines que trataban de protegerlo contra los movimientos del oleaje. Estaba claro que absorbía los embates del mar en ciertas direcciones pero no en todas, razón por la que había sufrido desajustes. Revisando la mecánica, también pudo comprobar que había empleado ciertos materiales muy proclives a las dilataciones y que, en determinadas temperaturas, podrían tener desajustes. Dirigiéndose al capitán, le dijo: —Tiene dos graves problemas: el primero es el de los balancines, el cual puedo tratar de corregir; el segundo es imposible de solucionar. Habría que construir un reloj nuevo, y eso es una cuestión que sólo atañe a su inventor.

—El cronómetro sufre desajustes del orden de los seis segundos por día, y en condiciones adversas más —le aclaró el capitán—, y con esos márgenes de error las distancias que el buque recorre suponen muchas millas marinas de diferencia. —No sabía que la marina estuviera haciendo intentos de navegación con relojes — —Para su información quiero ponerle al corriente de las grandes dificultades que los barcos estamos teniendo para orientarnos en altamar, sobre todo ahora que Inglaterra tiene un comercio notable con las Indias —siguió diciendo el capitán. Y prosiguió—: Al no poder medir la longitud, los barcos se desorientan en el mar cuando se alejan de la costa y la pierden de vista. Si nosotros, los marinos, tuviéramos a nuestro alcance una solución con la que poder calcular la hora exacta del punto de partida, se salvarían miles de vidas y cuantiosas fortunas. dijo John, interesado por el tema.


—Señor, ¿podríais documentarme sobre el tema? Como os he dicho antes, mis conocimientos sobre navegación son muy elementales —le respondió John interesadísimo.

—Todo el problema radica en saber calcular la longitud en el mar. Para ello es necesario que conozcamos con precisión la hora local del barco en altamar y la hora del puerto de partida, o en su defecto otro lugar cualquiera del que conozcamos su longitud. Con estos dos tiempos reales, el navegante transforma la diferencia horaria en millas de separación geográfica con respecto a tierra. El capitán, al ver la ignorancia de Harrison y su interés por el tema, decidió contarle los trágicos naufragios que habían sufrido los barcos de guerra de sus compatriotas, pocos años antes: —Estimado relojero, lo que voy a contarle ahora quiero que sirva para incitar su interés en lograr una solución en este tema... El 22 de octubre de 1707 en la isla Scilly, al sur occidental de nuestras costas, encallaron cuatro buques de guerra compañeros nuestros, perdiéndose entre sus arrecifes dos mil marinos de regreso a sus casas. Tras haber sufrido una niebla muy densa durante doce días, se dieron cuenta, horrorizados, de que los cálculos hechos sobre la longitud eran erróneos.


—Navegar por los paralelos es relativamente sencillo con un sextante y cartas estelares —le siguió aclarando el capitán—. Querido Harrison, hasta qué extremo es importante el problema que los países que tienen colonias como Inglaterra, Francia, España y los Países Bajos, ante el número elevado de naufragios y las cuantiosas pérdidas, ofrecen ingentes cantidades de dinero para aquellas personas que resuelvan el problema de la navegación en altamar.

—¿Conocéis vos la normativa de ese concurso, Capitán? —le interrogó Harrison muy interesado. —En 1714 se formó una Comisión que solicitó un informe al ilustre Isaac Newton y a su colega y amigo Edmund Halley para que les asesorasen. La Comisión propagó, bajo el mandato de la reina Ana, el Decreto de la Longitud el 8 de julio de 1714. Se instauraron tres premios. El primero consistía en una gratificación de 20.000 libras al sistema que determinase la longitud con un error no superior a medio grado. El segundo, con 15.000 libras esterlinas para el que lo consiguiese con un error no superior a dos tercios de grado, y un tercer premio de 10.000 libras para el que lo hiciera con un error no superior a un grado. Después de arreglar el cronómetro de Jeremy Thacker, John le contó a su hermano la entrevista con el capitán y le notificó su interés por tratar de solucionar el problema de la navegación a través de la longitud, y poder aportar su humilde participación en la solución. Su hermano James, más apegado al dinero, se enfadó:

—Si dedicas tu tiempo a investigar, no podre-mos entregar los pedidos a los clientes y el ne-gocio se terminará —le dijo un tanto contraria-do. Después de una corta discusión, finalmente los hermanos se separaron y John se dedicó en cuerpo y alma a realizar un proyecto para con-seguir solucionar el problema náutico. Cuando terminó los esquemas del proyecto, Harrison se dirigió a ver a Mr. Graham, uno de los más prestigiosos relojeros del momento, al que le había realizado algunos trabajos. Graham, después de estar todo el día hablando con John sobre su propósito, terminó entendiendo su idea y prestándole dinero en condiciones muy ventajosas para que pudiera realizar su proyec-to.


Según profundizaba en su estudio del reloj náutico, se fue dando cuenta de que el mecanismo del péndulo no era adecuado para trabajar en altamar. Estos cambios supusieron un gran esfuerzo para John, que tuvo que replantearse sus procedimientos si quería ser escuchado. Después de cuatro años de trabajo, se dirigió a Londres a ver a la Comisión que analizaba las propuestas sobre el problema de la longitud, pero no fue posible, al no tener sede oficial ni lugar de reunión desde 1714. Harrison sabía que el astrónomo Edmund Ha-lley era miembro, y se dirigió al Observatorio de Greenwich, donde trabajaba de director adjun-to. A pesar de sus reservas, Harrison le presen-tó el proyecto a Halley, y éste, sorprendido, le recomendó que lo pusiese en marcha.

Halley vio en aquel carpintero virtudes excepcionales para resolver el problema que traía de cabeza a todos los hombres de ciencia. No sólo le alentó, sino que también le facilitó cierta cantidad de dinero. Tras cinco años de ingente trabajo, consiguió terminar el primer reloj marino, conocido como Harrison-1. Su hermano James le ayudó. Aquel proyecto fue decisivo. Además de tener que hacer las piezas del reloj y comprobar su eficacia, también fue preciso inventar ciertas máquinas de precisión, como divisores y fresadoras acopladas al torno para hacer las ruedas dentadas. Tuvieron que probar con distintas aleaciones bimetálicas que fueran poco dilatables y un ingente número de articulaciones que suprimiesen los embates del barco. Finalmente, pudieron presentar el reloj dentro de una caja acristalada. Su tamaño era considerable, tenía ciento veintidós centímetros de lado y un peso de treinta y cuatro kilos. Para evitar el balanceo del mar, el reloj disponía de una suspensión cardan, procedimiento novedoso en aquel entonces. Lo fabricaron, en su mayor parte, con ruedas dentadas de madera del Lignum vitae entre otras, y el resto de bronce y latón.


El Harrison-1 fue probado en el río Humber con buenos resultados. Su mentor y amigo, George Graham, fue el encargado de presentar a John a la Royal Society, que más tarde convocaría a la Comisión. Ésta se reunió por primera vez después de veintitrés años de inactividad. En 1736 decidieron hacer una primera prueba al H-1, a bordo del buque H.M.S. Centurión. Durante la travesía de ida y vuelta a Lisboa, John navegó en aquella ocasión con su cronómetro, y obtuvo unos resultados de sesenta millas de diferencia con respecto a las

mediciones del capitán. No contento con dichos resultados, solicitó una demora. Tomó conciencia, tras aquella travesía, de los peligros que sufrían los barcos de naufragar, al vivir directamente los problemas que tenían los pilotos para su orientación por la falta de precisión de los relojes de a bordo. Su sentido humanitario quedó latente con aquella decisión. A pesar de que habría sido capaz, tras pequeños ajustes, de haber ganado el tercer premio a la longitud, rehusó pensando en que la vida de los navegantes era mucho más importante que el dinero del premio. John había cumplido los cuarenta y ocho años y por aquel entonces vivía en Londres. Sus hijos William y Elizabeth empezaban a demostrar su talento colaborando con él. Y tras un período de tiempo de más de treinta años, pudo el joven William aprender todas y cada una de las técnicas que su padre le fue enseñando, como también a Elizabeth el control económico del proyecto.


El taller de los Harrison parecía un laboratorio. La vida de la familia era muy dura, apenas sí quedaba dinero para comer y vestir. Todas las libras que llegaban a los Harrison se dedicaban a máquinas de pruebas o materiales de fabricación empleados en sus diseños. John seguía el método de «Saber y hacer» que tan buenos resultados le había proporcionado en el pasado. Pero este sistema suponía muchos gastos y, sobre todo, tiempo. En aquellos días, algunos miembros de la Royal Society y su antiguo amigo Graham le habían propuesto como socio de la prestigiosa entidad. Su humildad por un lado, y la dedicación a su trabajo por otro, le hicieron declinar la entrada, solicitando el ingreso para su hijo William. La vida en el taller seguía su marcha, y tras conseguir mejoras sustanciales en aquel período de treinta años, John consiguió fabricar los modelos H-2, H-3 y el H-4, con el que pudo ganar finalmente el premio otorgado por la Comisión de la Longitud. Este modelo había evolucionado tanto con respecto a los demás que su parecido con los relojes de bolsillo modernos era significativo, aunque algo más grande. Era circular y tenía un diámetro de ciento veintisiete milímetros, y su peso apenas llegaba al kilo y trescientos gramos.


La Comisión decidió que las pruebas sólo las realizaría con el modelo H-4, en una travesía por el Atlántico donde su hijo William acompañó a la expedición. Los resultados fueron contundentes: tras navegar ochenta y un días, sólo se atrasó cinco segundos en toda la travesía. La Comisión pospuso la entrega del premio aduciendo que todavía no eran suficientes aquellos resultados. El grupo de eruditos que trataban de dar solución al problema por medio de la astronomía presionó a la Comisión, y ésta zanjó la cuestión con la entrega a Harrison de mil quinientas libras en compensación por su esfuerzo. Finalmente, y tras superar nuevas pruebas, en el año 1764 la Comisión decidió pagarle diez mil libras —la mitad del premio—, tras exigirle que entregase todos los relojes y sus planos. Para poder cobrar tuvo que enseñar a los expertos el método de fabricación y dar dos copias del mismo.


Aquel día acudieron a sus talleres un nutrido grupo de relojeros de los más afamados de Inglaterra. Era el mes de agosto de 1765, y en presencia de todos ellos comenzó a desmontar pieza por pieza cada uno de los mecanismos y su interrelación. John, según ejecutaba la demostración, sentía como si le quitasen algo, no terminaba de fiarse de aquellas personas que, tras rechazar sus relojes tantos años, ahora estaban dispuestos a copiárselos. Su hijo William, enfurecido por tanta injusticia, escribió al propio rey Jorge III suplicándole que terminase con aquella situación. Cuando el modelo H-5 estuvo terminado, el rey en persona ordenó hacer pruebas con él, y tras terminarlas satisfactoriamente, recibió las ocho mil setecientas cincuenta libras restantes del premio. El veinticuatro de marzo de 1776 murió John Harrison. Tenía en aquel momento ochenta y tres años. Su vida fue un ejemplo de tesón y entrega a una buena causa. Las gentes del mar fueron las más beneficiadas por su pericia y dedicación. Durante más de doscientos años no naufragó ningún barco por desorientación en altamar, hasta la incorporación de otros métodos modernos, como la radio o el G.P.S. en los años 1900 y 2000.


EL AUTOR LUIS A. GONZÁLEZ BLASCO Luis A. González es un autor hecho a sí mismo. A partir del primer libro técnico que escribió enfocado a su profesión, es maestro joyero, y titulado “Metalografía básica para joyeros”, descubrió el atractivo mundo de la escritura. Así, en 2015 publica tres libros: Caminos de Guadarrama, un libro de poemas; Bulnes, una novela corta de estilo costumbrista; y La renuncia del caballero de Ibar, una novela histórica. En 2016 vuelve a publicar otra novela histórica titulada Iberia, el ocaso de un pueblo, donde narra la desesperada resistencia de los pueblos hispanos, iberos, celtiberos, y celtas ante la invasión romana de la península. Desde 2017 tenemos el placer de tenerle como colaborador en nuestro proyecto educativo WeebleBooks.



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2018 Autor: Luis A. González Blasco Ilustradora: Romina Soto Corrección de texto: Dolores Sanmartín http://www.weeblebooks.com info@weeblebooks.com Madrid, España, junio 2018

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