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Descubriendo a Benvenuto Cellini

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2020 Autor: Luis GonzĂĄlez Blasco Ilustraciones: David Hernando Arriscado http://www.weeblebooks.com info@weeblebooks.com Madrid, EspaĂąa, enero 2020

Licencia: Creative Commons ReconocimientoNoComercial-CompartirIgual 3.0 http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/es/


La creación de Perseo Aquella noche parecía que el cielo había abierto sus entrañas para dejar caer toda el agua que contenían en su interior. Los riachuelos y torrenteras arrastraban lodo y ramas a su paso. El viejo taller del escultor, mal protegido, comenzó a inundarse. Serían las dos de la madrugada cuando el joven aprendiz, que dormía entre los sacos de paja, corrió hasta la casa adyacente, la del maestro, dando gritos de alarma: —¡Señor Cellini, despierte! ¡El taller está anegado! De un salto, se incorporó. Un escalofrío corrió por su espalda solo de pensar en la pérdida de las figuras que había realizado para la escultura de Perseo. —Corre, llama a Fernando, que duerme en el desván, y bajad los dos rápidamente. Asustado, con la lámpara de aceite en la mano, el aprendiz cruzó el pasadizo que unía la casa con el taller. Se quedó atónito al ver los daños y se dirigió hasta el extremo más bajo de la nave, donde el agua le llegaba hasta las rodillas. Con una de las hachas de cortar leña rompió la pared de madera, abriendo un orificio por donde el agua se precipitó, buscando la salida. Ascanio y Fernando irrumpieron en el taller con sendas lámparas. —¡No os quedéis quietos! Poned las figuras de barro y los rollos de los diseños en alto. Cuando terminéis, trataremos de subir la escultura de Perseo sobre esta mesa —dijo el maestro.



Comenzaba a amanecer cuando los tres, exhaustos e impotentes, descansaban ante el lodo que cubría gran parte de las herramientas y materiales. Cellini reunió el valor suficiente para ir a contarles a losMedici lo ocurrido y pedirles que le adelantasen dinero para paliar los desperfectos y seguir con el proyecto que le habían encomendado. Con frecuencia, los visitaba en el Palacio Vecchio porque la esposa de Cosme I, doña Leonor Álvarez de Toledo, era clienta habitual de sus trabajos de joyería. Pero había sido el gran duque el que le había encargado la escultura más importante de su vida, para la logia del palacio: Perseo cortando la cabeza a Medusa. El material de la estatua sería el bronce y el pedestal sobre el que se levantaría estaría hecho de mármol blanco, adornado con cuatro pequeñas figuras de bronce alojadas en los nichos de la peana, y guirnaldas, cariátides y bucráneos relacionados con el mito de Perseo tallados en bajorrelieves. La cantidad de dinero que valían todos aquellos materiales, sin contar su mano de obra, lo hacía estremecer. Y por causas ajenas a su voluntad, la construcción se estaba retrasando en exceso. A medida que caminaba hacia allí, el río Arno se ocultaba bajo una niebla espesa y la humedad le calaba los huesos, aunque todavía no había entrado el invierno. Al doblar la esquina, salió a la plaza del colosal palacio. La torre Arnulfo le sobrecogía con sus más de ciento ochenta codos de altura, sobresaliendo entre los edificios de Florencia. En la puerta principal, los guardias lo detuvieron con sus picas y lo obligaron a pasar por la puerta de servicio. Recorrió salones y pasillos hasta la antecámara del gran duque. No lo recibió enseguida. Cellini tuvo que esperar pacientemente a que un criado le franqueara la puerta y entró en la cámara.


—Benvenuto, ¿a qué se debe tu visita? Estoy ocupado, tengo poco tiempo para atenderte. En la estancia se encontraba su competidor Baccio Bandinelli, escultor y orfebre como él. Muy amigo de criticarlo, sobre todo, en presencia del duque. —Señoría, no le habría molestado si no fuese por fuerza mayor —dijo Cellini. —Seguro que es para lo de siempre: dinero, dinero y más dinero. Todo tiene un límite, Cellini. —Gran duque, esta noche se ha inundado mi taller y casi todos los trabajos y herramientas se han estropeado. Baccio lanzó una sonrisa burlona no exenta de alegría al escuchar la desgracia de Cellini. El gran duque, alarmado, preguntó: —¿También los de Perseo? ¡Por dios, qué desastre! —Señoría, los trabajos de Perseo hemos conseguido salvarlos, pero las herramientas y los materiales para proseguir se han perdido.


El duque, después de regatear un poco, ordenó al tesorero que entregara una bolsa con monedas al escultor. No eran tantas como él quería, pero con ellas podía salir adelante. El perfeccionismo de Cellini lo obligaba a dibujar y dibujar hasta dar con la idea exacta de la futura composición de la figura. Algunos de esos bocetos se habían mojado en la inundación, sin embargo, él era inmune al desaliento. Restauró el taller y reanudó los trabajos de la escultura de Perseo. Toda su atención se centró en hacer realidad aquella imagen que tanto tiempo había mantenido en su cabeza. Para ahorrar dinero, se sirvió de Fernando de Giovanni, uno de sus aprendices. Tenía un rostro agraciado y fue su modelo para la cara de Perseo. Tras crear una figura tosca en barro, la recubrió con escayola, capa tras capa, hasta que tomó el espesor necesario para esculpir los detalles primorosos de rostro, manos y pies, amén del cuerpo musculado, resuelto gracias a lo que había estudiado de anatomía con Miguel Ángel, en su época de aprendiz. Se acercaba el momento de fundir la escultura. Durante muchos días, visitó los barrios y tabernas por donde solían ir fundidores, broncistas y cerrajeros, pero no consiguió nada. Entre ellos se mascaba la envidia y se negaron a trabajar con él.


Desesperado, se dirigió al estudio para seguir trabajando. Cuando entró, Ascanio le dijo: —Maestro, ha venido un hombre que dice ser fundidor. Se ha enterado de que usted está buscando gente para el taller y él tiene una cuadrilla. —¿Conoces sus señas? —Sí. —Corre a llamarlo, no pierdas tiempo. Benvenuto no estaba en condiciones de exigirles a aquellos hombres grandes conocimientos, pero había uno en concreto, un tal Calvino Avatí, que hablaba mucho, alardeando de haber hecho esculturas similares cuando trabajó para Baccio Bandinelli. Parecía ser el que dirigía a los otros, fundidores de cañones y aprendices. Por precaución, a sus nuevos ayudantes les dio tareas secundarias,


como cavar el foso donde enterraría la estatua de más de dos metros de altura, mientras él y sus aprendices impregnaban la figura de Perseo con aceites y betún para evitar que se pegara la cera. Calvino, con dos de los más espabilados, elaboraba los moldes preparatorios para inyectar la cera. Benvenuto no les quitaba ojo. Tenía miedo de que fueran brutos y echasen a perder el original de Perseo, pero aquellos hombres consiguieron terminar los moldes. Aquella mañana, estaban comiendo alrededor de una de las mesas de trabajo cuando el dicharachero Calvino le dijo al maestro: —Ayer me trajeron este vino de mi pueblo, y por Baco que no habréis bebido nunca néctar mejor. Le ofreció una copa mientras él bebía de la suya. Benvenuto no tuvo más remedio que darle la razón. Su sabor ligerísimamente dulce era agradable al paladar. Las jornadas se sucedieron sin que el maestro perdiera de vista a ninguno de ellos. Construyeron el horno para fundir el bronce, de tal manera que la base de este quedó pegada a la boca del foso. Aquella noche, el maestro se comenzó a sentir mal. Dolores agudos de estómago le hacían retorcerse y no le dejaban conciliar el sueño, hasta que los vómitos le permitieron arrojar aquello que le había hecho daño.


A pesar de tener las fuerzas mermadas, no dejó solos a aquellos hombres. Siguió, a pie firme, vigilando todos y cada uno de los trabajos que hacían. Había llegado el momento de rellenar la escultura. Calentaron, en un cubo de cobre de más de cincuenta litros, parafina mezclada con cera de abejas y un colorante. El embudo de colada principal estaba situado en la cabeza de la figura, los otros dos alimentaban los brazos. Encima de la estufa, en una viga, tenían colgado un polipasto. Cuando la cera estuvo bien licuada, engancharon el asa del cubo al aparejo, dirigieron el recipiente a la boca del embudo y llenaron las paredes de la escultura hasta que tuvieron un dedo de espesor. Calvino trató de abrir los moldes, que estaban atados con una cuerda; pero el maestro, atento, detuvo su mano. —Hay que esperar a que la cera se enfríe. Al ser tan gruesa, tarda más de lo normal. ¡Paciencia! Cellini estaba sorprendido. Se suponía que aquel tipo había hecho trabajos similares, tenía que saber lo de la cera. O era muy torpe o estaba interesado en que la escultura no saliera bien. Justo cuando iban a destapar la figura, se sintió mal de nuevo. Le ardían las sienes, pero no podía marcharse, así que, sentado en un taburete, presenció la operación. Quitaron la cuerda y soltaron los alambres que unían las partes. Cuando llegaron al rostro, el maestro gritó: —¡Quietos, retroceded, esto es cosa mía!



Los obligó a separarse de la figura y se subió en la escalera. Con un cuidado inusitado, descubrió la cabeza y el casco de Perseo, donde estaban las piezas más delicadas. —¡Hurra! —gritaron todos, abrazándose, al ver por primera vez la imponente figura en todo su esplendor. Tres días después, cuando hubo retocado los detalles en cera y eliminado las rebabas, la figura estaba en condiciones de pasar a la fase de fundición en bronce. Llevarla a cabo era una gran responsabilidad y los ayudantes estaban tan nerviosos como Benvenuto; menos aquel tipo, Calvino, al que todo le parecía fácil. Iba a ser un gran acontecimiento, así que, de nuevo, corrió el vino entre los trabajadores y, de nuevo, Calvino le puso una copa en sus manos. Durante los días siguientes, fabricaron tuberías de cera o bebederos a lo largo y ancho de la figura principal. Serían los encargados de llevar el bronce líquido a cada una de las partes, sobre todo, a las manos y la espada, más alejadas del tronco. Pero el maestro enfermó otra vez. Habían regresado los vómitos y la fiebre. Pensar en el vino le causaba repulsión y eso le dio la pista de lo que le estaba haciendo daño. Los trabajos prosiguieron. Con un pincel de pelo suave, aplicaron sobre la superficie de cera capas de una papilla que mezclaba arena de cristalero, escayola y agua, hasta que tuvo un dedo de espesor. Cuando se marcharon los ayudantes, Cellini se quedó a solas con Fernando. Este, afligido, le dijo: —Maestro, tiene mala cara. Temo que se ponga peor. Debe descansar algunos días. Ya seguiremos luego.


—Creo que sé lo que me ha sentado mal: la bebida que me da Calvino. Mañana no pienso probarla. —Ahora que lo menciona, hace dos días lo vi echando algo en su copa, pensé que era azúcar. Cellini se estremeció al escuchar aquello. Se dio cuenta de que lo estaba envenenando. Sintió rabia y comenzó a maquinar cómo actuaría. A la mañana siguiente, se puso en la entrada del taller. Los trabajadores llegaron poco a poco, y cuando Calvino fue a traspasar la puerta, Cellini lo detuvo en seco. —Tú no puedes entrar. Eres un canalla y estás conchabado con mis enemigos. ¡Fuera de mi casa! Le dio un empujón, expulsándolo, pero Calvino, con los ojos inyectados en sangre, se abalanzó sobre Cellini, con un cuchillo en la mano. El maestro había luchado en las filas de Benedicto VII contra las tropas de Carlos V, y su experiencia como combatiente le permitió esquivar la cuchillada. Sujetó la muñeca de su agresor y, con uno de los troncos de la leñera, le asestó tal golpe que aquel hombre rodó por el suelo, conmocionado. —¡Malnacido! No te mato porque no merece la pena ir a la cárcel por ti. Pero dile a tu maestro que lo que me has hecho no va a caer en saco roto. Calvino se levantó con la cabeza abierta y la cara llena de sangre y, asustado, huyó a toda prisa. Benvenuto regresó al taller y, mirando a sus ayudantes, les dijo con voz enérgica: —Si descubro a otro traidor, lo pasará muy mal. Se sentó, mareado. Estaba blanco como la escayola y su fiel aprendiz Ascanio le dio un vaso de agua para que se repusiera.


Tocaba eliminar la cera. Mientras unos encendían la leña, otros repartían el calor por toda la figura gracias a los fuelles. La temperatura debía ser suave para que la cera se licuase lentamente, pues si se cocía dentro, estropearía la superficie de la escultura. Por eso, Benvenuto frenaba a los que insuflaban demasiado aire, hasta que se vació de cera. Había llegado el gran día. Sus ayudantes del taller estaban excitados. Cellini trataba de estar en todos los sitios donde se realizaban trabajos delicados, para evitar una catástrofe. El horno contenía los lingotes de bronce para rellenar el vacío que había dejado la cera. Los encargados de alimentar el fuego echaban leña para mantenerlo constante. Los más fuertes abrían y cerraban los fuelles para impulsar la llama alrededor del crisol. Sentado y casi sin fuerzas, el maestro daba las últimas órdenes. Y, de pronto, cayó al suelo, desmayado. Todos se quedaron perplejos. Cellini no se movía. Fernando le alzó la cabeza y, dándole cachetes, le decía: —¡Maestro, despierte! —Pero Benvenuto solo exhalaba quejidos—. Ayudadme a meterlo en la cama —gritó Fernando, desesperado.


En medio de un silencio sobrecogedor, llevaron en volandas al maestro y lo depositaron en su lecho. Entre delirios febriles, balbuceó unas palabras: —¡El horno, no dejéis que se enfríe! Fueron pasando las horas y el metal comenzó a fundirse. Aquellos hombres, desasistidos, retiraban la escoria con los atizadores de hierro para facilitar el proceso. Cada media hora, los que movían los fuelles eran remplazados por otros, debido al gran esfuerzo que suponía aquella tarea. La leña se iba consumiendo. Al mediodía, el sol quedó oculto por negros nubarrones. Llovía con fuerza y un viento gélido azotó las paredes del taller con una furia endiablada. Rayos y relámpagos iluminaban el cielo como si se hubieran abierto los infiernos. Eran cerca de las ocho de la tarde cuando ocurrió lo que todo fundidor teme: el metal se congeló. Se miraron unos a otros, asustados. Aquello era un desastre, nadie sabía qué hacer. Embutidos en sus petos de cuero y protegiéndose la boca con los pañuelos, parecían fantasmas deambulando sin rumbo. Solo el joven Ascanio reaccionó. Corrió hasta la habitación del maestro y, con un suave movimiento, lo despertó. Al tocar su frente, comprobó que la fiebre había remitido. En cuanto Cellini abrió los ojos y vio el rostro de su ayudante, entendió lo que había pasado. —Vamos, muchacho, hay que salvar la fundición cueste lo que cueste. Repartió las tareas entre sus trabajadores, compungidos y desorientados: a sus dos ayudantes les mandó que buscaran por la casa todos los platos, vasos, jarras y bandejas de estaño que hubiera; a


los más torpes les hizo traer madera de encina, daba igual si eran muebles, e incorporó otro fuelle para avivar el fuego. A los más veteranos les preguntó: —¿Hay alguna forma de descongelar el bronce? Los más diestros en la fundición de cañones le dijeron: —Maestro, cuando el bronce se enfría, no es posible licuarlo otra vez. Lo más probable es que su figura, que tiene los brazos despegados del cuerpo, se parta en trozos si variamos la temperatura bruscamente. —No me voy a dar por vencido. Haced lo que os he mandado con diligencia. Basta ya de malos augurios. Echaron los primeros cacharros de estaño en el horno, y estos se diluyeron de inmediato en la masa de bronce. La nueva leña de encina prendió. La llama salía por la boca del horno y llegaba hasta la techumbre del taller, chamuscando las vigas. Nadie perdía de vista el metal. Los fundidores de cañones removían aquella masa condensada que paulatinamente cambiaba de amarilla a blanca, señal de que la temperatura había subido. Cellini gritaba: —¡Removed, no paréis!, ¡está a punto de alcanzar su fusión! Y la leña que no falte, para que las llamas aumenten. Su actitud motivaba a los hombres del equipo. Echaron más cacharros de estaño y la masa continuó ablandándose. Él mismo cogió un atizador y, soportando el calor que desprendía el horno, consiguió romper la capa superficial del metal. El núcleo ya comenzaba a licuarse.



—¡Poned carbones encendidos en los canales! Pero antes tapad los embudos de colada con estopa para que no caiga nada que los obstruya —dijo Cellini, seguro de que finalmente vaciarían el bronce. La techumbre del taller estaba ardiendo, pero ninguno de los hombres le prestaba atención. —Embadurnad los canales con sebo y retirad las brasas y la estopa que tapa los embudos. Dentro de unos minutos llenaremos el molde —dijo Cellini. Fernando vino corriendo, excitado: —Maestro, en la puerta hay varios vecinos asustados. Dicen que las llamas están llegando a vuestra casa y se pueden propagar a las más próximas. —¡Ahora no es el momento! ¡En cuanto terminemos la fundición, nos ocuparemos del fuego! El bronce ya estaba líquido, un color blanco brillante lo indicaba, y los ayudantes retiraron la escoria. Cellini dio la orden de destapar la piquera y colocó uno de los atizadores para frenar la salida furiosa del metal. Los tres canales se llenaron y los respiraderos soltaban chorros de gases como si fuesen volcanes, indicando al ojo experto que el bronce estaba penetrando correctamente en los embudos. Después de unos minutos de incertidumbre, la figura se rellenó hasta las bocas de entrada. Cellini, al ver esto, gritó: —¡Tapad la piquera! ¡Esto ya está! Ahora corred todos a apagar el fuego. Justo en ese momento comenzó a llover torrencialmente, lo que facilitó las labores de extinción. El fuego había llegado a quemar la mitad de la techumbre del taller y la estancia más cercana. Dicen que las llamas se vieron desde todos los rincones de la ciudad.


Pasados tres días, cavaron en el foso donde fraguaba la estatua, para destaparla. La tensión se reflejaba en el rostro de Cellini. Lo primero que contemplaron fue la cabeza, con los detalles del casco alado y el pelo. Tres horas más tarde, izaron la figura entera con el polipasto. Hubo gritos de alegría, abrazos y felicitaciones entre los trabajadores. Sin poder evitarlo, la noticia corrió por toda Florencia. Benvenuto terminó de esculpir la peana de mármol mientras fundían la cabeza de Medusa, para unirla a la mano de Perseo. Por último, fundieron en bronce las figuras de Júpiter, Mercurio, Minerva y Dánae y su hijo, sin contratiempos. Concluidos los trabajos en el taller, trasladaron los componentes de la estatua hasta la Loggia dei Lanzi y, tras taparlos con una sábana, fueron colocándolos en el sitio asignado. Estaban en esos menesteres cuando pasó por allí Cosme I y solicitó a Benvenuto Cellini que le enseñase a Perseo. Este se negó, aduciendo que la escultura aún no estaba montada, pero el gran duque insistió y el maestro no tuvo más remedio que mostrársela. Tras unos minutos en silencio, que a Cellini le parecieron siglos, el duque exclamó: —¡Santo cielo! Habéis superado mis expectativas. Es una obra de arte. Deseo que a partir de mañana todo el mundo pueda verla. Os ordeno que la terminéis destapada, y no quiero excusas.



Durante los días que siguieron, cientos de personas contemplaron aquella maravilla, que medía cinco metros y diecinueve centímetros de altura. La figura de Perseo se alzaba tres metros y veinte centímetros, lo que la convertía en la escultura más grande fundida en bronce hasta el momento. Pero en la mente de Cellini seguía bullendo la incertidumbre de quién había ordenado envenenarlo. Interrogó a uno de sus fundidores, bastante allegado a Calvino, y tras presionarlo, le dio el nombre de Baccio Bandinelli, su competidor acérrimo, que había conspirado contra él en más de una ocasión. Una furia irrefrenable lo invadió. Se dirigió hacia la zona de la ciudad por donde aquel tipo solía pasear. En cuanto dobló la esquina, lo vio venir con un niño de la mano. Bandinelli se asustó al encontrárselo y puso al pequeño delante de él, pero Cellini lo apartó y cogió al malvado escultor por la pechera. Lo arrinconó contra la pared, sacó un puñal y se lo puso en el cuello, diciéndole: —Da gracias a que estás con el niño, si no, te mataba aquí mismo. Bandinelli conocía las malas pulgas de Cellini y se orinó del miedo. De regreso a casa, el maestro pasó por la plaza del Palacio Vecchio y se llenó de satisfacción al ver su estatua rodeada de gente admirándola. Esta historia la relató el mismo Benvenuto Cellini años más tarde. Y yo os la cuento ahora para honrar su tesón e ingenio, que dieron al mundo una de las más bellas obras de arte del manierismo del Renacimiento.



FIN Benvenuto Cellini realizó la escultura de Perseo entre los años 1545 y 1554.

Actualmente la estatua de Perseo podéis verla en su emplazamiento original, en la Piazza della Signoria en la ciudad de Florencia, en Italia. Esta plaza se conocía en aquella época por el nombre de Logia dei Lanzi, debido a las tropas de Carlos V acampadas en aquel lugar.

La estatua se encuentra sobre un alto pedestal que es una copia del original y se realizó en


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