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Cuentos desastrosos (2024)

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Cuentos desastrosos COMPILACIÓN Diego Sebastián López Burgos Tania del Mar López Marrero ILUSTRACIONES Albert Louis Cruz Toro


Cuentos desastrosos

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Cuentos desastrosos

Compiladores Diego Sebastián López Burgos Tania del Mar López Marrero

Autores Isamar González Pares Johmaly Anahí Mercado Soto Diego Sebastián López Burgos María Fernanda Ortiz Vivas Ámbar Aymará Pumarada Gamboa Nehemías Toro Padrón

Ilustrador Albert Louis Cruz Toro

Centro Interdisciplinario de Estudios del Litoral Mayagüez, Puerto Rico 5


2024

© Isamar González Pares, Diego Sebastián López Burgos, Johmaly Anahí Mercado Soto, María Fernanda Ortiz Vivas, Ámbar Aymará Pumarada Gamboa, Nehemías Toro Padrón © Tania del Mar López Marrero, Proyecto 1867: Desastres y memoria en Puerto Rico (www.proyecto1867.com) Edición: Tania del Mar López Marrero, Diego Sebastián López Burgos y Krystal Pabón Dones Ilustraciones: Albert Louis Cruz Toro Diseño de portada: Albert Louis Cruz Toro y Cynthia Lee Gotay Colón Maquetación: Cynthia Lee Gotay Colón Derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso previo, por escrito, de sus autores. ISBN: 978-1-881719-07-6

Impreso en Puerto Rico

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Tabla de contenido Agradecimientos Así llegaron los cuentos Preludio Beneficiencia

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Diego Sebastián López Burgos

Pequeñas catástrofes

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Nehemías Toro Padrón

Lo que se nos fue en el agua

53

Johmaly Anahí Mercado Soto

Estrenos de Wapa

61

Isamar González Pares

Resquebrajamiento

69

Diego Sebastián López Burgos

El apartamento

79

Ámbar Aymará Pumarada Gamboa

Agua, aire y fuego en las tierras del Caribe

91

María Fernanda Ortiz Vivas

Contribuyentes

100

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Agradecimientos Agradecemos a Isamar González Pares, Johmaly Anahí Mercado Soto, María Fernanda Ortiz Vivas, Ámbar Aymará Pumarada Gamboa y Nehemías Toro Padrón por compartir su creatividad literaria y redactar los cuentos. Gracias especiales a Albert Louis Cruz Toro por el desarrollo de las ilustraciones y a Cynthia Lee Gotay por el diseño y la maquetación del libro; valoramos su esmero, dedicación y paciencia para con cada pedido durante el desarrollo de este libro. Agradecemos también a Krystal Pabón Dones por su trabajo como coeditora y a Lissette Rolón Collazo por aclarar dudas durante el proceso editorial. Finalmente agradecemos a Christopher Powers Guimond y a Jocelyn A. Géliga Vargas por leer los cuentos y proveer sus reseñas y comentarios. Fue un verdadero placer trabajar con todas estas personas tan creativas y entusiastas. Este proyecto ha sido posible gracias al apoyo de la Fundación Humanidades Puerto Rico, del National Endowment for the Humanities y del Programa Sea Grant de la Universidad de Puerto Rico.

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Así llegaron los cuentos El Proyecto 1867: Desastres y memoria en Puerto Rico — del cual los Cuentos desastrosos forman parte— tiene como objetivo documentar y crear conciencia sobre los desastres que nos han abatido desde que se tiene registro histórico. A través de los cuentos y utilizando la ficción, pretendemos cumplir con tal objetivo. Cuando estábamos conceptualizando el proyecto, acordamos que cada cual escogería un desastre de esos incluidos en el Proyecto 1867 que le llamara la atención: el azote del huracán San Narciso y los terremotos de 1867, San Ciriaco, San Felipe II, el terremoto y tsunami de 1918, Hugo, Georges... En cierto modo, quizás queríamos reconfortarnos, y al país, con la idea de que lo que nos ha estado pasando por los últimos cinco años —si escogemos un periodo para definir la crisis actual— no es alguna maldición divina, ni una racha de mala suerte, ni el fin de nuestro país, sino que es parte del ciclo natural de eventos que suelen ocurrir en nuestro archipiélago. Eventualmente, todo va a estar bien. Cuando llegó el huracán Fiona, todo se sintió como un déjà vu desagradable de lo que habíamos vivido en María. Su trayectoria por el suroeste también nos trajo recuerdos de los temblores de 2020. Fiona no tenía que ser un desastre que se 11


acercara en escala a María; era un huracán de categoría menor y cualquiera pensaría que la experiencia de hace cinco años nos hubiera preparado mejor. Sin embargo, lo que hemos vivido en los últimos cinco —o mejor digamos diez, veinte, quinientos quince años— es precisamente la razón por la que nos azotó tan duro. El embate continuo de fenómenos naturales, combinado con la incompetencia perversa de los sectores que nos gobiernan, la asfixia del colonialismo y el efecto amplificador del cambio climático, han creado las condiciones ideales para el ciclo de desastres que vivimos en Puerto Rico. Con esto en mente, durante una reunión de equipo que se realizó para dar seguimiento al proyecto, decidimos cambiar el enfoque del mismo. Estaba bien escribir sobre los desastres del pasado lejano —como se hace en uno de los cuentos— pero hubiera sido antihistórico no escribir sobre los eventos y las experiencias transcurridos en nuestra realidad actual: Irma, María, los temblores, la pandemia, Fiona... y así procedimos. Por medio de cuentos realistas, autobiográficos e históricos con elementos mágicos, se constata, una vez más, que los llamados desastres “naturales”, no son naturales. Los desastres reflejan, en gran medida, el contexto colonial, político, institucional, económico, social y humano en el que se desarrollan y que causan sus desenlaces. Los cuentos nos recuerdan que las personas experimentan, sufren y lidian con los desastres de manera diferente; nos recuerdan también la importancia de la solidaridad, el trato afable, la empatía y el apoyo mutuo durante el proceso.

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La literatura puede sanar heridas; escribir sobre experiencias traumáticas ayuda a procesarlas. Esperamos que leer estos cuentos tenga un efecto similar; que ver textos sobre acontecimientos parecidos a los vividos ayude a validar, reconocer y cuestionar lo que ha pasado, y a reflexionar sobre ello con cierta distancia.

Diego Sebastián López Burgos Tania del Mar López Marrero

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Preludio Los desastres rompen con todas las certidumbres; también con los silencios y las negaciones, a veces acumuladas por generaciones. Estos siete cuentos desastrosos demuestran la intensa creatividad de una generación cuya juventud ha sido marcada por la destrucción de huracanes, terremotos y pandemias; pero también por las oportunidades que surgen es sus huellas. Su perspectiva es la de las vidas haciéndose en los escombros de María, los terremotos y el COVID-19 en tiempos de la desposesión y el desplazamiento. Es una capaz de ver por las fisuras que se han abierto en el presente. Exponen nuevas verdades, como el joven quien revela su sexualidad a sus padres conservadores justo antes de la llegada del huracán; y también históricas, como el cuento que brinca del pasado de hace siglos al presente por medio de trucos narrativos mágicos para demostrar las continuidades del colonialismo. Estos cuentos desmienten la promesa ya caduca del “progreso” tan vendida a la pasada generación. Los anima un fuerte deseo de conexión con las abuelas y los abuelos, un vínculo con lo ancestral, más por voluntad o autofiliación que por herencia. Varios emplean el huracán como metáfora para explorar temas íntimos: las tempestades violentas y euforias repentinas de la familia, del amor y de la amistad. Las siete elegantes composiciones visuales 15


intercaladas entre los textos son un delicado juego de luz, color y contraste que hereda algo de tradiciones puertorriqueñas pero adaptado al arte digital. Que estos cuentos existan es una celebración del indomable e insobornable espíritu de la juventud ante los desastres que le ha tocado vivir, y un rechazo —no tanto a los inevitables de la naturaleza, sino más a los de la sociedad heredada— que afirma otros futuros posibles.

Christopher Powers Guimond Departamento de Humanidades Universidad de Puerto Rico, Mayagüez

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Cuentos desastrosos

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Beneficiencia Diego Sebastián López Burgos

Calamidad. Un paisaje tétrico se extendía frente a sus ojos. Los árboles que habían sobrevivido se erguían como manos esqueléticas que trataban de aferrarse al cielo, mientras que los caídos formaban una maraña de hojas, ramas y troncos que cubría todo el suelo a los lados del camino. Hedía. Cadáveres de ganado —caballos ahogados, puercos aplastados por la vegetación— aparecían de vez en cuando en medio de la ruta, desinflados y cubiertos por una nube de moscas. Todo estaba marrón, salvo los pequeños yagrumos que empezaban a germinar, tímidos, entre la destrucción. Por una de las pocas veredas que se habían podido abrir durante los veinte días después del huracán andaban Manuel y José Martínez, machete en mano por si había que abrir camino en alguna parte. Su barrio estaba irreconocible; el sol se asomaba inclemente por lugares que siempre habían ofrecido la más agradable sombra.

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—Carajo —dijo José— ta ese rubio como pai que le llevan la hija. —Jabla bien, mijo. Más vale y no te pongas con esas barbariaes frente a la Junta e Benejiencia. —Odiamente. Yo pueo tener caché cuando jace falta. —Ajá —contestó Manuel, escéptico. El sudor bajaba por sus frentes, pechos y axilas generosamente. Llevaban cuarenta minutos descendiendo desde su bohío en Juan Alonso en dirección al pueblo. El escenario era todo campo muerto, con la frecuente excepción de deslizamientos de piedra y arcilla roja que obstaculizaban el camino parcialmente. Poco tiempo después de este intercambio, mientras llegaban a Mayagüez Arriba, se toparon con su amiga Carla mientras esta salía de la finca de su amo. —¡Vaya, Casla! —exclamó José, alzando la mano. Unas tórtolas salieron volando por el ruido repentino. —¡Epa, José, Manuel! —y corrió para envolverlos en brazos poderosos—. Mis hermanos, yo taba bien preocupá por ustedes... Icen que pa Juan Alonso hubieron un montón de daños. ¿Cómo están ustedes y sus familias? —Pues, gracias a Dios tamos vivos, que eso es lo más importante —contestó Manuel con un suspiro—, pero la coja ta fea. Pepe perdió la choza con to y se tuvo que dil pa mi bohío. Ta vivo e chiripa. Y pues, no hay na, no hay trabajo, no hay cultivos, to está muerto. Se me ajogaron dos puerquitos que estaba guardando pa navidá y to el conuco ta arrasao. Por eso vamos pal pueblo a ver si la Junta e Benejiencia nos ayuda con par de escuditos. —Bendito, lo jiento mucho. Don Luis me dio un recao 20


pa que vaye a buscar unos fardos de arroz en el pueblo. En la finca también ta escaseando la comía —dijo Carla. —Paece que en tós laos. Deberías de ver si la Junta te da alguito. Carla se rio con amargura. —A los esclavos no nos toca na. —Pues, por lo menos acompáñanos —dijo José, echándole el brazo— y platicamos por el camino. —Dios mío, ¡qué claje calor jace hoy! Esto no se supone que esté así en noviembre —resopló Manuel. —Pues, así taba enantes dei juracán. Dios no lo quiera, pero... —Carla ni se atrevió a completar su pensamiento; era muy catastrófico. —Mujer, ¡no digas eso! Dios libre que pase otro demoño de esos asina por aquí. —Manque en verdá en verdá —pensó José en voz alta— yo no creo que sería tan malo como este. Ya no tenemos casi na que perder. Manuel le lanzó una mirada dura. —Siempre se pue perder más. Hubo un periodo de silencio después de esto. La concentración de casas y bohíos a su alrededor fue aumentando gradualmente; en más de una ocasión se toparon con planchas de zinc en el camino que los vientos debieron haber desprendido del techo de alguna de esas moradas. —Oye Pepe. —¿Qué? —Tú te trujistes la libreta, ¿verdá?

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Carla exhaló, incrédula. —¿Se las piden pa esto? José se tocó el bolsillo. —Ta toa mojá entuavía pero no me puen reprochar por no tenella. —Más vale —dijo Manuel—. Jei, Casla, nolas piden pa to. No sé si la pidan pa esto, pero por si acaso. —Pensó por un momento—. Si a vejes pienso que tamos más pior que ustedes. Carla sonrió a medias. —Pue ser —dijo sin convicción. No era la primera vez que escuchaba la idea; su amo, don Luis, repetía todo el tiempo lo mucho que le debía, lo bien que la trataba, y aseguraba que su suerte era mejor que la de los jornaleros. Le gustaba recordarle que a ella le daba comida, techo, ropa y medicamentos, mientras que los jornaleros se contentaban con un escudo por una semana de arduo trabajo. Algo en su mente le decía que eran situaciones incomparables, que ella estaba peor, pero, como siempre, lo mantuvo para sí. No era buena idea ir por ahí contradiciendo a hombres libres armados con machetes, aunque fueran sus amigos. Eventualmente, salieron del campo y llegaron al pueblo. Ahí, la destrucción no era tan abrumadora como en las alturas, aunque había docenas de casas dañadas y faroles de gas derrumbados. Un par de gallinas escarbaban en la calle, huyendo con aleteos frenéticos cuando los niños que jugaban por ahí se les acercaban demasiado. Sin embargo, a medida que se fueron adentrando en el pueblo, vieron que la situación allí no era exactamente color de rosa. La mayoría de las tiendas estaban cerradas, excepto las de los catalanes, a quienes se les oía quejarse de los limosneros con frases como «es creuen que això no és un negoci» que se decían entre sí. Personas harapientas de todos los colores —mas no todas las clases— deambulaban por 22


las calles con miradas de moriviví. Algunas todavía suplicaban auxilio, pero la mayoría caminaba sin rumbo u observaba hambrienta desde postes y esquinas. Los labios de Manuel se apretaron ante esta imagen, pero siguió adelante, tratando de mantener la esperanza de que la Junta de Beneficencia podría ayudarlos. A la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria le faltaban varias tejas y no se veía un solo árbol ni arbusto con hojas en la plaza, pero, por lo demás, el centro de Mayagüez se veía ileso. Palomas grises ululaban desde los arcos de la casa consistorial y un aura tiñosa sobrevolaba la villa con círculos lentos. José miró entre las caras de la gente que compartía esa soledad y se alejó del grupo para hablar con un señor mayor que fumaba un cigarro desde el banquito de la plaza. —Buen día, señoi —empezó José, quitándose el sombrero. El señor inclinó la cabeza. —Buenas, hermano. —Discúlpeme la molesta, pero, ¿usté sae adónde ta la Junta e Benejiencia e Mayagüez? El señor se rio cínicamente. —Bueno, la Junta se reúne ahí mismo en el cabildo, pero tienen a, a don Agustín Rosselló y a este otro, eh, don Manuel Mangual, ahí en casa e los Rossellós recibiendo contribuciones pa la Junta y escuchando casos. —Su mirada se intensificó—. Pero señor, yo le aconsejo, y sé que no me lo ha pedío, pero yo le aconsejo que no cuente con esos chavos pa mejorar su condición. Váyase buscando otras alternativas. —Se le acercó más, tanto que José inhaló el tabaco de su aliento—. En casa e don Silverio Fuentes — 23


susurró— juegan a los dóminos y las barajas. Allá los chavos se multiplican. —¿En dónde es eso? —dijo José con el entrecejo fruncido. —En la calle Meditación, más cerca de la del río que de Peral. Ahí la gente va a cambiar su suerte. No nejesita mucho pa salir ganando. José volvió a donde su hermano y su amiga y compartió lo que el señor le había dicho de la Junta. Manuel suspiró. —Pues, me lo imaginaba, con tanta gente mendigando por aquí, pero pues. Tenemos que ver comoquiera, quién sabe. La casa de los Rosselló era un edificio bello de mampostería, con una fachada azul clarito y los restos de unas trinitarias frente al balcón. Había una fila considerable de personas esperando para entrar, que hablaban con ánimo sobre sus experiencias durante el temporal e intercambiaban noticias de otros pueblos. Carla se excusó; ya que no tenía nada que buscar en la Junta, dijo que iría a la pulpería a ver si conseguía el arroz que se le habían encomendado, pero que los esperaría ahí cuando terminara. Por su parte, José no tardó en empezar a chacharear con todo el mundo, contando con cierto orgullo la historia de cómo la quebrada le había llevado la casa y tomando licencia artística con ciertas partes del relato; pero Manuel se quedó en silencio, pensativo. —Pasao mañana se acaba la harina de maíz —le dijo Carolina antes de que partieran— y los gandules y las habichuelas van por las mismas. —Lo sé... lo sé, pero la Junta e Benejiencia nos va 24


a ayudar, ya verás... —le contestó Manuel—. Con el favor de Dios, horita llego y tendremos pa jartarnos. —Ojalá, Manuel, pero ¿y si no? —Ya verás, mi cielo, Jesucristo es grande... —¡Por Dios, Manuel! Piensa, no estés aquí dependiendo de esperanzas. Si no te dan na, o te dan muy poco, ¿cómo vamo a jacer pa alimentar nuestros hijos? —Manuel evitó su mirada. No sabía qué decir. Era una persona que se enorgullecía mucho de ser optimista; confiaba en Dios y en la reina y prefería dejar las soluciones complicadas a mentes más sagaces. Él trabajaba duro y tenía fe; eso siempre le había bastado y genuinamente creía que era suficiente. Su esposa siguió mirándolo detenidamente. Estaba harta de su actitud. —¿Le pido dinero a la comay?” —Mujer, deja... No, qué jeso, deja eso. Si esos deben de estar más pior aún. No te apures, Caro, que no nos vamo a morir de jambre. —Je. Tú saes que no. Primero saco a tu hermano de aquí, con dolor en el alma, pero lo hago, si es eso o no darle de comer a mis pollitos. Yo no voy a pajar jambres por él, lo siento mucho. —Yo-yo sé. No te preocupes, mi amor, eso no va a tener que pasar. Vamo a jacer lo que haga falta. —Digo, tampoco robes ni mates a naiden —dijo Carolina, riéndose un poco ante la idea. —Ah, yo no sé, tú como que me dijistes que lo jiciera —respondió Manuel, siguiéndole el juego. —¡Bobo! No te quiero preso. Dale, vete, que Pepe debe de estar ajorao. 25


En esto pensaba Manuel cuando llegó su turno. Una mujer de rizos espesos los miró de arriba abajo. —¿Tán tós juntos? —preguntó. —Toy con él. —José le echó el brazo a su hermano. La mujer inspiró y los guió hacia adentro sin contestar. Los condujo hasta una sala amueblada con hermosos sillones de caoba y petate, ocupados por dos señores blancos en camisas almidonadas y lazos negros. —Gracias, Ramira —dijo uno de figura amplia, cuya coloración le daba el aspecto desafortunado de un tomate con bigotes negros. —Bueno, ¿y cómo os llamáis? —dijo, encendiendo un cigarro. —M-Manuel y José Martínez, su excelencia, vecinos del barrio Juan Alonso. —¿Clase? —Jornaleros. Yo trabajo pa don Casimiro Rullán, mi hermano pa don Luis Beauchamp. —Dadme vuestras libretas. Gracias. —Las miró con desagrado, especialmente la de José—. Mare meva, quin puto fàstic...—dijo entre dientes—. Vale, todo está en orden. Contadme, ¿por qué comparecéis ante la Junta? El relato hubiera sido extensísimo si José lo hubiese contado solo, pero Manuel estaba ahí para controlar sus tendencias verborreicas. Juntos, construyeron un retrato de una familia campesina honrada, generosa y trabajadora que había sido impactada intempestivamente por una calamidad. José enfatizó la pérdida de su casa, mientras que Manuel hizo

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hincapié en la precariedad alimentaria de su familia, incluyendo a Juana, su hija tísica. —Y pues, por todo eso, don... —Agustín Rosselló. —Don Agustín, por to esto es que humildemente le rogamos a la Junta e Beneficencia que nos dé unas ayuditas — terminó Manuel. —Fotre, per fi —Rosselló gruñó inicialmente, antes de seguir en castellano—. A ver, una verdadera tragedia ha azotado vuestras familias. El gobierno de Su Majestad (que Dios guarde) se compadece de vosotros. Quisiera ayudaros, aliviar las penas de todas las almas siniestradas por esta terrible tormenta, pero, como sabéis, las arcas del gobierno civil están en crisis. Es imposible cubrir todos esos costos. Pero, a pesar de esta situación, la Junta de Beneficencia, gracias a la generosidad de varios vecinos de esta villa, es capaz de aliviar en algo algunas de vuestras dificultades. Permitidme un momento para hablar con mi colega. —Rosselló se paró con dificultad y se trasladó hacia el otro señor, un criollo calvo de rasgos aguileños. Dialogaron brevemente antes de que Rosselló regresara a su sillón con un quejido. —Bueno, caballeros, escuchad nuestro dictamen. Por cortesía del desprendimiento de don Pedro Hernández, adjudicamos un monto de siete escudos para José Martínez, a causa de la pérdida de su hogar. Para Manuel Martínez, gracias a la dadivosidad de don Elías Feliú, adjudicamos un monto de tres escudos y cincuenta céntimos. Aquí tenéis... —y rebuscó en una cajita de madera florida que tenía en la falda—. Usadlos bien. Os deseo una pronta recuperación. Id con Dios. 27


Los hermanos Martínez apenas se dieron cuenta de que Ramira los estaba guiando hacia afuera nuevamente. Bajaron los escalones anonadados. —¡Anda —dijo Carla cuando los vio salir—, qué rápido! ¿Les fue bien? Se arrepintió de la pregunta tan pronto salió de su boca; las caras de sus amigos no eran las de personas cuyas necesidades económicas acababan de resolverse. —Diez cincuenta —gruñó Manuel en voz baja. —¿Qué? Qué miseria, i que diez cincuenta pa una persona con familia... ¿Y a ti, José? —No, Carla. Diez cincuenta entre ambos: siete pa Pepe, tres cincuenta pa mí. —¿QUÉ? ¿Cómo... qué-ah... ¡qué cojones! —Paece que tán bien apretaos de chavos... —dijo Manuel. Apretó los puños y pestañeó para quitarse lágrimas calientes de ira y desespero—. Na, esto... esto da pa dos o tres semanitas más... No se pue sembrar un conuco con esto, pero susistimos en lo que la coja se pone más mejor. Bregamos. —Pal carajo —dijo José. —¿Ah? —¡Pal carajo! Siete escudos no dan ni pa empezar a hacer otro bohío. Y no quieo tar ahí en el miedo, tedes tienen una familia. Hombe no. Manuel y Carla lo miraron con consternación. —¿Y qué tú piensas jacer? José les echó el brazo a ambos. —El viejo horita me dijo que hay un sitio, aquí en el pueblo, una casa aonde jacen juegas así de... de cartas y dóminos y otras cosillas. 28


—O sea... ¿con apuestas? —Jei. Allí la gente van a cambiar su suerte. El probe sale rico. —Hombre... —dijo Carla— eso ta prohibío. Tremendo lío que te buscas si te cogen. —Tol mundo sabe que eso no le importa al gobierno. Si los mismos alcaldes juegan gallos. —Eso es distinto... —Es la misma mier. La gente juegan y ponen chavos a favor que paje esto o lo otro. Ente, Manuel. Yo sé que Caro te lo agraecería. Y Juancita, dito, que tie que comei pa mejorarse. —Hombre del demoño —dijo Manuel con voz insegura—. Más labia que el mismo Satanás. Dale, yo te sigo, pero no voy a juegar mucho. Tengo que llegar a casa con algo por lo menos. —Yo no sé... yo ahí rodeá de tipos bebiendo y juegando... No me sentiría bien. —Na, no te preocupes, negrita. La gente que van a esas cosas van más que a juegar y no se fijan en mucho más. Y lo más probable van a haber otras criás en la casa, que no vas a ser la única mujer ahí. ¡Venteeee, la vamo a pasar bien! —le dijo José. Carla suspiró. No quería ir, pero sentía que debía estar ahí para controlar a sus amigos y evitar que desperdiciaran todo lo que tenían. Era fácil dejar todo en las apuestas; lo había visto en las pérdidas extraordinarias que sufría don Luis todo el tiempo en las peleas de gallos. —Pues, yo voy con ustedes, pero toy pelá, que solo voy a vellos. Pero que conte que pienso que es mala idea —dijo finalmente.

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Siete manos de briscas después y los siete escudos de José se habían convertido en cuarenta. Viendo la abundancia, Manuel se había unido a unos cuantos partidos, y sus tres escudos iban por doce. El ambiente estaba espeso con tabaco, risas e improperios. Carla sentía las miradas hambrientas de los patronos, pero intentaba ignorarlas y no se desprendía de José para dar la impresión de que estaba con él. Las ventanas cerradas creaban la ilusión de que era de noche, a pesar de que afuera no podía ser después de la una de la tarde. El dueño de la casa barajeó y repartió con una sonrisa satisfecha; no jugaba, pero se llevaba un porcentaje de toda ganancia. El rey de oros sonrió sobre la mesa y brilló en los ojos de José. Cartas débiles para jugar defensa; mates y briscas para el remate. Los naipes fluían por las manos y la mesa, y en ese baile, los dibujitos enigmáticos le hablaban a José. Se sintió transportado a otro Mayagüez, uno en el que estudiantes de un colegio muy grande también jugaban briscas tras las tormentas, y bebían, reían y fumaban. De pronto, el siete de oros arrebató el rey que estaba en la mesa. Los (¿y las? ¿quién había visto tal cosa?) estudiantes se dijeron cosas que normalmente hubieran terminado en puños y duelos por su honor. Los que jugaban con José maldijeron y concedieron la victoria. Solo quedaron él y el que se había llevado el rey de oros. Última mano: José se llevó el as de copas —¡salud!—, el once de oros y el cinco de bastos. No bastaba y lo sabía, pero quiso jugarse la suerte. «Qué jodía leche, cabrón», dijeron estudiantes en el otro Mayagüez. José trató de ignorarlos; debía enfocarse en su contrincante. Él empezaba. Tiró el basto y no se llevó nada. Respiró profundo. Su única esperanza... Tiró el once de oros. ¡Se lo tumbaron! 30


Había caído en la trampa... Y ahora... Error. Vio con horror cómo el otro sacó un as de espadas, con el que se llevó su copón y dos tercios del dinero que se había ganado. José se cubrió los ojos con las manos y suspiró profundo. El nuevo bohío se hacía imposible nuevamente. Estaba tan abatido que no prestó atención al estruendo de sillas cayéndose y gente huyendo con sigilo hasta que Carla lo haló bruscamente. —¡Los guardias...! —estaba diciéndole cuando irrumpieron por la puerta tres guardias urbanos con uniformes azules y rojos y fusiles en mano. Uno de los guardias, un criollo de facciones delicadas y pelo negro y grasoso, se les acercó con una mirada desdeñosa. —Quedáis arrestados por participar en juegos ilícitos —declaró con voz áspera—. ¿Cuál es vuestra clase? José tragó en seco. —Jornaleros —al unísono con Manuel. Carla murmuró, aterrada: —esclava. Los ojos del guardia se abrieron casi imperceptiblemente. —Dadme vuestras libretas. Sabéis que el bando de jornaleros prohíbe vuestra participación en estos juegos, ¿verdad? Como jornaleros, la multa es de... —e hizo una mueca mientras calculaba (o se inventaba) la cantidad— quince escudos cada uno, incluyendo la negra. Los tres se miraron, seguramente haciendo sus propios cálculos mentales de cuánto dinero podían reunir en conjunto. No tardaron en darse cuenta de que no había suficiente para todo el mundo. 31


—¿Y si no tenemos sufijente? —preguntó Manuel. El guardia alzó una ceja. —El reglamento dice que debéis pasar ocho días en la cárcel si no podéis pagar la multa. Carla suspiró, causándole una sonrisa al guardia. —Pero la negra no. Ella vuelve de cabeza pa donde su amo. Él decide cómo castigarla. Manuel respiró profundo. Apenas podía contener la ira hacia su hermano, y esta solo se intensificó cuando vio al dueño de la casa pagando unos meros cinco escudos a otro de los guardias. —¿Nos pue dar un momentito pa jablar de los chavos? —dijo José. —Ta bien. No me voy de aquí. Se voltearon. —Yo no sé qué me van a hacer si llego a casa arrestá —dijo Carla con voz resignada. —Pero ni modo, poique no tengo con qué pagar esa multa, más pior me va a dir si llego sin los chavos e don Luis. Manuel resopló. —Ta fuerte. Perdona, ¿saes, Carla? —Miró a José—. Tú me vas a dar lo que nejesito pa pagar mi multa, ¿verdá? —Manuel... —empezó José. —Digo, porque es tu culpa que estemos en este revolú. —Manuel, mano, perdona, en verdá nunca pensé que diba a pasar esto. Pero... —Es que siempre es asina contigo, Pepe, ya estoy jarto... —Debríamos de pagar por Casla —interrumpió José. Manuel se quedó sin palabras. —¡Pepe!, no... —dijo ella. —Yo sé, Manuel, yo sé que tamos aquí por mi culpa, 32


pero cucha. A nojotros no nos van a caer encima a fuetazos por esto, pero a ella sí. Don Luis es buena gente, pero ese mayoral de él es el diablo y en verdá en verdá a él no le importa mucho que jagan y dejagan lo que quieran con los esclavos y los labradores. Y son más que ocho días en la cárcel, eso no es na. O sea, no es cáscara e coco, pero paja rápido. Mejoi pagamos por Carla y que ella se lleve lo que sobre pa tu bohío pa dalle alguito a la familia, y se ahorra la pela que le van a dar. —Pero... o sea... yo quiero mucho a Casla, pero... —Tonces tas de acuerdo, ¿verdá? —Mira, Pepe, yo te lo agraezco mucho, pero Manuel tiene mujer y hijos que atender, yo no tengo cara pa esto... —Deja eso, Carla, que él comoquiera casi no los ve cuando ta la zafra. Manuel tenía el aspecto de un animal acorralado. Maquinó brevemente, pero no tardó en desinflarse, vencido. —¿Y entonjes tú le darías de lo tuyo a mi familia? —le preguntó a su hermano. —Pues... jei, poique to esto es culpa mía. —¿Tas seguro? —Jei, Manuel, no te apures. Encierro. La mirada aguda de Efigenia estaba fijada en la mosca que había en la puerta. Tomás estaba echando una siesta en una de las dos barbacoas que ocupaban la celda, e incluso despierto no ofrecía conversación muy estimulante —todo era de caballos—, así que ella dirigió toda su atención hacia la mosca que revoloteaba por el angosto espacio. Zumbaba 33


discretamente, parando para frotar sus patas delanteras como un villano de teatro. Sus ojos estaban tan enfocados en el insecto que apenas registró el movimiento de personas tras los barrotes. Solo se aguzó cuando la mosca salió volando por la apertura repentina y ruidosa de la puerta. Vio con irritación cómo Avilés, el guardia, pastoreaba a dos hombres pequeños hacia el interior de la celda. Por sus camisas raídas y pantalones remendados supuso que eran jornaleros; y como ambos compartían las mismas narices largas y anchas, los mismos pelos enmarañados y los mismos bembes cortos y gruesos, se imaginó que eran parientes. Le agradó la idea de tener nuevos compañeros con los que hablar, pero no celebraba la llegada de más hombres por los que estar con el ojo pelado, ni el hacinamiento que ahora habría en el cuartito. Cruzó los brazos y se sentó en la otra barbacoa para reclamarla. Manuel entendió el gesto; era algo que su hija María Cristina solía hacer para evitar que Juana, Antonia y Camilo le cogieran sus cosas. En este caso no le pareció tan adorable; soltó una breve risa incrédula por la nariz antes de recostarse contra la pared. Por su parte, José se ñangotó al otro extremo de la celda, al lado de la escupidera, como si percibiera que su hermano no lo quería tener cerca. El sonido seco de la puerta cerrando anticipó un silencio tenso detrás de las rejas. La mosca se posó en la escupidera. Tomás roncaba suavemente en su barbacoa. Ni Efigenia ni José eran amantes de los silencios extensos; los sentían como vacíos tenebrosos que presagiaban futuros desastres. Este último estaba estudiándola —una señora de más de cincuenta con un moño canoso y arrugas delicadas 34


en los ojos, vestida con un traje de luto muy elegante— cuando ella les dirigió la palabra a los dos hermanos. —Bueno, vamos a estar aquí un buen rato, así que será mejor que nos vayamos conociendo. Yo soy Efigenia Báez y Castillo. Mucho gusto. —No tuvo que pararse de donde estaba sentada para darle la mano a los dos Martínez. —Igual. Manuel Martínez. Mi más sentío pésame. —José. Mis congolencias. —Gracias. Es por mi hermana, que en paz descanse... —Pareció buscar las palabras por un segundo antes de añadir, casi como por accidente—: Lo más probable verán al pobre viudo de ella, que trabaja aquí. Los hermanos se miraron. —¿En la alcaidía? —Sí. Es un guardia municipal, Berríos. —Efigenia trató de disimular la sonrisa que le causó la reacción de los dos ante esta información: miradas de reojo y movimientos incómodos. Dejó que sus palabras se quedaran en el aire por un momento, por si alguno de esos jíbaros era lento y necesitaba tiempo para internalizar la amenaza implícita, «háganme algo y verán»... —¿Y qué jizo usté pa estar aquí? —dijo José imprudentemente—. Digo, poique tie conesiones y se ve como una jeñora fina. La risa de Efigenia fue sincera. —Gracias, gracias, pero no soy ninguna doña, na más soy maestra. Lo que pasa es que me gusta escribir y... —Contra —interrumpió Manuel—, hasta las mujeres escriben agora... Yo siempre quise aprender. Efigenia lo miró con pena, haciendo que los cachetes de él se sonrojaran. —Nunca es muy tarde; pero les puede causar 35


problemas. Yo escribía, empecé una revistita que se llamaba El Porvenir, pequeñita, pero chula, pero... Pues, parece que al gobierno no le gustó lo que estaba escribiendo y me mandaron de filo pa acá por subversiva. Manuel abrió los ojos y José se enderezó. —¿Ah sí? —dijo este último, inclinándose hacia ella mientras su hermano se alejaba lo más posible. —Unjú —contestó ella, disfrutando la audiencia—. Lo que pasa es que yo publicaba cuentos como si fueran noticias del futuro. Yo pensaba que diciendo que eran del próximo milenio era suficiente pa escaparme de la censura, pero pues —alzó las manos—, aquí estamos. —¿Y de qué eran esos cuentos? —preguntó José, cautivado, e incluso Manuel miró de reojo con curiosidad disimulada. —Na, zanganases. —¿Nos pue contar uno? Ya que vamo a estar aquí pa largo. —Bueno, pues, déjeme ver, eh... Es que se entiende mejor si lo han estao leyendo desde hace tiempo, porque está to conectado, pero pa que tengan una idea, yo decía que en el futuro los norteamericanos nos habían conquistao. —Válgame Dios, y yo que no sé inglés... —dijo José. —¡Y yo menos! —le respondió Efigenia—. Pero pues, somos como una provincia de ultramar de ellos y tenemos un gobierno autonómico pero con una junta de norteamericanos por encima, y la electricidad (lo que ahora se usa en los telégrafos) se usa pa alumbrar y pa un montón de cosas, como si fuera vapor. Ah, y estamos en crisis económica... 36


—¿Entuavía? —preguntó Manuel. —Todavía, exacto, y hubo un huracán bien fuerte, y tol mundo odia al gobernador... —Oiga, pero ya esas cosas no son tan originales... O sea, lo otro sí, pero crisis y huracanes y malos gobesnadores los tenemos ya... —Pues, esa era la idea, hablar de cómo estamos ahora y poder decir «no, yo no estoy criticando al gobierno, estos son inventos míos...». —Ah... ¡Oiga, esa es buena! —contestó José. —Manque comoquiera la cogieron, así que parece que se dieron de cuenta con to y eso. —Efigenia apretó la mandíbula pero no le respondió a Manuel. —Pues. Hoy es dieciocho, así que uno de los cuentos que hubiese publicado hoy sería un reportaje sobre cómo los desastres que han habido han afectado la educación de los niños. En noviembre del... sí, ya voy por el 2022, pues en esa fecha la Universidad de Puerto Rico saca una investigación que demuestra que los niños han estao saliendo peor en sus exámenes después del huracán de 2017, sobre todo los pobres. Y después de los temblores de tierra de 2020, se han ido de la escuela en los pueblos del suroeste muchos más nenes que en la capital y toa esa zona. —Pérese, que me peidí. Universidá, temblores... y toa esas fechas... ¿Qué jeso? —Este proyecto ha sido mi bebé por varios años. Le he dedicao mucho cariño. —Pero explíquenos...

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Lo que Manuel iba a decir se quedó suspendido en el mundo de los quizás; un rugido bíblico, mitológico, reverberó por los pasillos de la casa consistorial y calló a todo el mundo. Un leviatán parecía haberse despertado. Sus retortijones produjeron un sonido siniestro en el aire, barrunto de lo que venía, pero donde más se sintieron sus espasmos fue en el suelo, en esa superficie sobre la que descansa toda la estabilidad mental de las sociedades humanas, cuyo movimiento parece inimaginable hasta que ocurre. Se sacudió todo. Los gritos no tardaron en llegar a sus oídos desde afuera: pordioses, avemarías, padres nuestros, improperios, maldiciones, aullidos de perros... Se escucharon los pasos de gente huyendo histérica de la alcaldía, tumbando muebles, llaves, fusiles, tinteros y dinero. Las paredes del edificio crujieron y se abrieron grietas amenazantes en todas las superficies. Dentro de la celda, la calma duró los cuatro o cinco segundos que tarda la gente antes de reaccionar a lo insólito. Las miradas de incredulidad pronto se convirtieron en muecas de pánico. Tomás se despertó con un brinco. José empezó a gritar y, en su frenesí, tumbó la escupidera, derramando líquido sanitario y excreciones humanas por todo el piso. Efigenia se acurrucó contra la pared en posición fetal, rezándole a la Virgen de Monserrate. Manuel se lanzó contra los barrotes, tratando inútilmente de escapar. El techo rechinó y una viga se partió en el pasillo frente a la celda. —¿Qué carajo es esto, Manuel? —gimió José, abrazándolo con fuerza. —No sé, Pepe, no sé...

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Y de pronto paró. Les tomó un momento darse cuenta y, como marinos que vuelven a la tierra, sentían en su interior que todo se movía aún, pero gradualmente se dieron cuenta de que se había acabado. Efigenia soltó un quejido. Manuel estudió la viga partida y concluyó que había inhabilitado la puerta. Suspiró y contuvo las lágrimas mientras pensaba en su familia. Deseaba que estuvieran bien, pero la esperanza era aterradora; las calamidades parecían perseguir a la gente de Borinquen y esperar mejorías era esperar desilusiones. Se preguntó si estaban malditos. Empujó los barrotes de nuevo fútilmente. Ansiaba ver a su familia, pero al parecer, su mundo se había reducido al espacio pequeño y repugnante de la celda. Pidieron auxilio. No llegó. Efigenia empezó a contarles otras historias poco antes de que llegara el próximo temblor.

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Pequeñas catástrofes Nehemías Toro Padrón

Estoy buscando una palabra, algo que me ayude a explicar los eventos de los últimos días en un esfuerzo por desquitar mis frustraciones y confusiones con el papel. Mirando hacia atrás, siento que llevo toda la vida haciendo lo mismo, buscando palabras de alguna manera o de otra. De niño, me gustaba rescatar los tomos polvorientos que habían quedado amontonados en un pequeño y destartalado librero que hacía esquina en el cuarto multiusos de lo que, hace poco más de un día, era mi hogar. Tengo muchos recuerdos de acariciar los lomos mal preservados de esos libros, recorrer con mis dedos el áspero andar de sus portadas y tomar un profundo aliento antes de abrirlos para evitar inhalar las esporas de los hongos que, con tanto cuidado, habían establecido sus numerosas colonias en los bordes quebradizos de las páginas. Agobiados por los embates del tiempo, los ejemplares parecían pergaminos resecos y escuálidos, aferrándose a su último aliento en un esfuerzo desesperado por contener lo que, en aquel entonces, me parecían conjuntos confusos e impenetrables de palabras a la 41


deriva. Pero esa idea era parte del juego; la complicada tarea de descifrar los escritos, diccionario en mano y con una libreta de apuntes, solo acrecentaba mi curiosidad y mi determinación. Ir encontrando los significados de las palabras que hasta entonces me habían eludido durante mis pocos años de vida fue lo que me llevó a pasar tantas noches leyendo discretamente libros que no entendía a la luz de la luna, evitando usar la lámpara para que mis padres no me descubrieran gastando mis córneas en las horas de la madrugada. Retomé el hábito de la lectura hace poco menos de una semana, cuando la red eléctrica de estas islas antillanas cedió ante las ráfagas de un ciclón que, ya fuera por pena o por desprecio, mantuvo su distancia de nuestras fronteras. De repente, la colección de escritos, preservados únicamente por el afán que mi madre tenía de mantener un vago aire de intelectualismo en la casa, atrajo mi interés de nuevo. Se convirtió en una forma de llenar el tiempo vacío entre las horas calurosas del sueño y el frío de los baños improvisados con palanganas y candungos de agua. Era un escapismo asistido por los versos de Neruda y Julia de Burgos, alguna novelita de García Márquez, los cuentos de Cortázar y uno que otro manuscrito que pude desencajar de los estantes abarrotados de clásicos literarios, volúmenes de teología y una cantidad sorprendente de enciclopedias anticuadas. Leía casi todo el día desde la hamaca en nuestra pequeña terraza y en las noches leía a luz de linterna, gastando las pocas baterías que nos quedaban. Leía sin parar, casi como si estuviera, nuevamente, buscando algo, una manera de decir lo que llevaba años comiéndome por dentro. 42


De vez en cuando, desde la hamaca, podía escuchar la radio de fondo tocando canciones de Willie Colón. En esos días, mi madre la solía tener encendida dentro de la casa. Ubicaba el pequeño aparato monocromático en el centro de la mesa del comedor, entre velas artesanales y unos potes que había llenado con hojas de mejorana y yerba buena, y se sentaba en la mecedora de la sala a observarlo pacientemente a varios pies de distancia, como si todo fuera parte de un extraño ritual que se había inventado para espantar el hastío. El sonido de la radio solo se escuchaba en esa privilegiada posición. En la sala todo callaba, el reloj dejaba de marcar los minutos, las cortinas cesaban su onduleo con la brisa, ni siquiera la mecedora se atrevía a crujir en presencia de mi madre, quien con el pasar de los años se había rodeado de una densa capa de silencio. Primero, renunció al acto de hablar, en algún punto aprendió a leer los labios de la gente y decidió que las palabras sobraban y que podía comunicar todo lo que hubiera dicho en su vida con una mirada penetrante, un movimiento de las cejas y uno que otro gesto de desaprobación. Ahora, tras años de un laborioso afán, había logrado entrenar las ondas sonoras a que evadieran su espacio personal. Nada le satisfacía más que sentarse delante de la radio encendida apreciando el silencio que había creado con tal artesanía. El hecho de que la música llegaba a mí y no a ella era su gran victoria. Así podía estar segura de que no oía las líricas de Willie Colón ni de Frankie Ruiz, de que no prestaría oído al próximo comentario torpe del talk show que estuviera en sintonía y que no escucharía al noticiero anunciar que se avecinaba otro ciclón a nuestro pequeño rincón del Caribe. A veces, me preguntaba si realmente 43


estaba contenta con su decisión, si con el tiempo se olvidaría de mi voz y si alguna vez habría leído esos libros que nunca dejaría escapar de su reino silente. Quizás ya no era tiempo para respuestas, o eso pensé hasta que en el librero carcomido me topé con un par de novelas eróticas, unos viejos poemas de su autoría y unos manuscritos de mi abuelo, de quien ya no se hablaba en esa casa. Entonces, llegué a la conclusión de que los habría leído hace mucho tiempo y nunca volvió a revisar su selección. Esos tomos, que por su naturaleza escandalosa fácilmente herirían las sensibilidades fundamentalistas de mi familia, solo pudieron haber perdurado en los estantes de madera a causa de años de desentendimiento. Unas horas más tarde, pensando desde la hamaca, habría de recordar la última vez que vi a mi abuelo y escuché de su boca la palabra que llevaba buscando entre las páginas. Aquel fue un día lluvioso en el que, con mucho recelo, mis padres me llevaron a visitarlo. Recuerdo recorrer el camino de barro que llevaba a la entrada de su casa. El sendero de tierra roja se detenía ante un montículo cúbico de hormigón recubierto por pliegues de pintura resquebrajada, coronado por musgo y adornado por toda clase de enredaderas silvestres que apenas permitían que la luz entrara por los agujeros mohosos de las ventanas. El tablón de madera que funcionaba como puerta abría paso a un estrecho pasillo, hecho aún más angosto por las columnas de libros amontonados en sus bordes. Sus lomos ásperos cobijaban toda clase de títulos de ciencia ficción, alquimia y simbología antigua. Las paredes agrietadas quedaban recubiertas de afiches de ovnis y mitología egipcia. El pequeño corredor llevaba a una sala en la que dos mecedoras descansaban sobre un suelo 44


de losa ajedrezada y un sillón hacía esquina imponente en el espacio más iluminado de la habitación. Desde allí, mi abuelo sentaba su cuerpo casi centenario sobre el acojinado respaldo del mueble y lanzaba una suave mirada de entusiasmo. Tan pronto me vio, aprovechó aquel momento, como todas las otras veces que tuviera a alguien que le escuchara, para desbordarse hablando de temas extraños. El ocultismo, la masonería, los extraterrestres, la antigua Grecia y el antiguo Egipto eran todos símbolos que figuraban, de alguna manera o de otra, en la densa y extravagante mitología que había forjado tras años de lectura caótica y algunos teses de campana. Comenzó a retocar los detalles más minuciosos de este tapiz, que había tejido con tan inconsistente delicadeza, mediante un monólogo apasionado con el que me explicaba «la verdadera historia del mundo» hasta que perdía el hilo y empezaba de nuevo desde el principio. Allí, sentado sobre las losas bicolores, me armaba de paciencia cada vez que lo escuchaba repetirse y sacudía la cabeza de vez en cuando para dar señales de vida. Por un momento sentí que me convertía en una estatua de piedra, que sus palabras me calcificaban poco a poco, hasta que, de la nada, entre dioses griegos y platillos voladores, se le escaparon algunas palabras poco juiciosas sobre una gente rarita que no se aparejaba con el sexo opuesto, que ya habían existido por buen tiempo y que, para él, representaban el principio del fin de la especie. En ese momento fue que supe, supe que yo era una persona de aquella particular rareza y que él hablaba de mí sin saber que hablaba de mí y que las ondas rimbombantes con las que narraba su atropellada historia cargaban rastros reveladores entre unos y otros pensamientos dispares. 45


Con esa memoria en mi mente, detuve nuevamente mi lectura para ayudar a mi madre con los preparativos de los próximos días, evitando más que nunca los dobleces de muñeca, la voz aligerada y los gestos extrañamente delicados que ocasionalmente hacían grietas escandalosas en el disfraz retocado de mi deseo. En esos momentos, un nuevo fenómeno daba pasos agigantados hacia estas tierras antillanas, y venía, como todo gran desastre, arrastrando una multitud de pequeñas catástrofes que tomaban vuelo en sus vientos huracanados. Mi madre se había resuelto a enterrar el miedo, los datos meteorológicos y las declaraciones apasionadas de los noticieros entre columnas de comida enlatada, después de haberlos ahogado en envases de agua potable. Ella y yo nos dedicamos a esa ardua tarea. Conseguimos y almacenamos alimentos no perecederos, construyendo así torres de aluminio que encerraban, como barras de prisión, a los libros que palidecían ante el descuido. Desde entonces, ella comenzó obsesivamente a llenar nuevos cachivaches de agua para tener con qué beber y bañarnos luego de que el sistema de acueductos retornara a su acostumbrada obsolescencia. Todo esto, obviamente, sin la menor ayuda de mi padre que en raras ocasiones se podía encontrar vagando fuera de su cuarto. Siempre ocurría en los momentos menos oportunos. De repente se escuchaban unas pisadas retumbando en cada esquina de la casa, sacudiendo el concreto de los cimientos. Una mano callosa se asomaba por la puerta de madera que contenía la humedad del cuarto y la sombra de mi padre se proyectaba hasta el otro extremo de la casa. Él emergía de su cuarto oscuro recitando salmos con sus labios musgosos, 46


apenas sacudiendo con su andar las muchas telarañas que lo recubrían durante su hibernación habitual. Aquella vez, salió arrastrando su mirada perdida y raspando las paredes con sus ásperos nudillos. El ruido de las capas de polvo acumuladas que caían de su cuerpo al moverse era de los pocos sonidos que sacudían ocasionalmente el silencio que mi madre cultivaba con tanto esfuerzo, y las vibraciones peligraban sus últimas horas de trabajo acomodando latas de comida. Ella le dirigía un frágil gesto de decepción mientras continuaba llenando ansiosamente envases de agua. Por mi parte, intentaba hacerme invisible, asegurar las columnas de alimento no perecedero y desvanecer entre las páginas de los libros resecos del cuarto multiusos. Pero la pesada mirada de mi padre cayó sobre mí. No recuerdo qué habrá visto, si habré mostrado mis plumas con algún peculiar doblez o acomodado la comida con demasiada delicadeza, o si fue algún pequeño movimiento de mis labios u otra de esas muchas cosas que podían revelar mis tendencias. Lo que sea que haya visto le debió parecer extremadamente preocupante, porque inmediatamente se me acercó a corregir mi postura y pasó horas tendidas discursando sobre las maneras en las que los hombres nos debemos comportar. De su boca manaba una mezcla compleja de críticas, insultos y profecías como una cascada que inundaba el cuarto y me iba ahogando de a poco. Repetía sin parar algunos versos bíblicos que habría memorizado mientras dibujaba cruces en el espacio vacío. Esta era una de tantas veces que sus ojos petrificantes avistaban en mí alguna manifestación de mi extrañeza, y su aliento creaba una húmeda atmósfera de resentimiento que siempre me esforcé por mantener fuera del 47


cuarto de los libros por miedo a que la fragilidad de sus páginas cediera ante el peso de la decepción. Con los años, su lástima se había condensado hasta convertirse en rabia en espacios privados y en risa vengativa entre el público cotidiano. El significado de esos signos raritos permanecía atrapado bajo una densa humareda de negación, la mía, la de él y la de mi madre. Tantos años habían pasado que se hacía difícil respirar en esa casa, por eso leía afuera en la hamaca, por eso madre siempre mantuvo las ventanas abiertas aun cuando no podía evitar el ruidoso onduleo de las cortinas con el viento, por eso mi padre se guardaba en su cuarto, permitiendo que los musgos y helechos que encontraban rincones fértiles en su cuerpo absorbieran el venenoso gas que invadía nuestra humilde casa, la que comenzaba a mostrar grietas trágicas ante el peso abrumador de lo que quedaba sin decir y que, a mi sospecha, peligraba por los fuertes vientos del ciclón que se avecinaba. Aún así, la extraño. Sus paredes, que me vieron crecer durante los últimos diecisiete años, parecían dar un cálido abrazo de despedida cuando la relocalización se volvió inevitable. Sus estrechos pasillos y su cuarto multiusos dejaron sus planos trazados en mi memoria. Incluso, el azul que cubría las paredes acentuando la frialdad de los últimos años tenía en sí más vida que el blanco y amarillo desgastados que intentaban recubrir el intenso sentimiento de desesperación que arropaba el refugio al que he venido a pasar la noche. Tantas familias hacían fila para entrar, dejando sus hogares de toda la vida, aún manejando los estragos del último fenómeno de hace una

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semana. Esperaban, callando sus preocupaciones, para tener algún rinconcito donde preservarse. No todas las cosas se pueden quedar calladas, todo secreto siempre se asoma para dar un guiño picaresco en el momento menos oportuno. A veces se cuela la inseguridad en la sonrisa de una madre diciéndole a su niña que todo va a estar bien. Otras veces, y como me pasó a mí antes de ir al refugio, uno se da cuenta que el secreto es insostenible, de que todo lo que llevaba quemándome por dentro no podía esperar otros yo no sé ni cuántos meses. Me di cuenta de que no quedaba más que hacer, que no podría soportar otro sermón de mi padre y que si no decía algo me quedaría atrapado en esa atmósfera asfixiante. Aquel día, justo antes de la llegada del huracán, mi madre continuaba almacenando agua obsesivamente. Tras haber copado todas las botellas plásticas que siempre tenía para este tipo de emergencias, comenzó a llenar las ollas de la cocina, los sartenes y los platos hondos y planos, de ahí pasó a colmar los cucharones para la sopa y las cucharitas para echarle azúcar al café, incluso, ponía gotas de agua en las puntas de los tenedores, los filos de los cuchillos y los bordes de cada utensilio que encontrara a su paso. Así fue, entre botellas, platos, tenedores, cucharas y ollas que ahora madre había esparcido cuidadosamente cubriendo cada superficie de la casa, que vine a decirle a mis padres. Aprovechando otra excursión de mi padre a la sala, les detuve. Sentía que sus miradas intensas cortaban mi piel. —¿Qué te pasa? —dijo mi padre. Por un momento, el silencio me tomó por la garganta, 49


miré el piso, intenté escapármeles con la vista, pero ya no había vuelta atrás. —¡Que soy maricón! De repente, mi madre me negó la vista, y de la boca de mi padre, que tan acostumbrada estaba a monólogos prolongados, solo salieron unas cinco palabras. —Entonces, mi hijo está muerto. Así fue que terminé aquí, solo en el refugio, mientras el huracán se acerca lentamente a nuestro pueblito amenazando con llevarse todo lo que nos queda en esta vida. Aquí estoy, esperando la llegada de la próxima catástrofe y escribiendo esto desesperadamente para tratar de salvarme entre las páginas, aun sabiendo que este final era inescapable, sabiendo que todo lo que ahora queda grabado entre las pocas páginas que pude traer conmigo era irreversible desde siempre y para siempre. Escribo sin parar, preguntándome si tan pronto ponga el punto final seré arrasado por los vientos de la catástrofe que se avecina y esperando que la gente como yo pueda tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

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Lo que se nos fue en el agua Johmaly Anahí Mercado Soto

En la misma quebrada en la que estoy sentada ahora, detrás de la casa de tía Lola, fue donde mi abuela tuvo su primera regla. Yo caí hace poco y la verdad, me asusté mucho. Le pregunté a mami cómo le pasó a ella por primera vez y a mi otra abuela también, pero ya no me acuerdo bien de lo que me contaron, creo que no me parecieron historias muy interesantes. Mi prima me dice que a veces le llega, a veces se tarda y a veces no llega; yo le dije que se parece a los huracanes y ella se rio. Y ahora, como estoy a la espera de los primeros vientos y no tengo mucho que hacer, en vez de estar mordiéndome las uñas, prefiero contar lo que le pasó a mi abuela Ita cuando tuvo su primera menstruación. Ita iba con sus cinco hermanas recogiendo café por la finca y, siguiendo el camino que el agua iba dejando, no había manera de perderse. El olor de la tierra húmeda y el contraste entre el frío de la madrugada y los rayos de sol colándose entre las hojas eran como un abrazo de parte de las mañanas en Caín. Ella iba primero, era la más joven, pero la más que trabajaba. 53


Se levantaba antes que su mamá y le iba a dar comida a los animales o a recoger el café, pero esta vez no iba sola. Ninguna de ellas llevaba zapatos puestos, iban en faldas y otras en batas corriendo por la finca con bolsitas en las que supuestamente echaban el café. Los pies ya se les habían acostumbrado a las picadas, los golpes y los tajos que se les hacían a veces por no tener cuidado; los tenían curados. A ellas les parecía mejor que se les formaran callos a tener que ir a buscar uno de los dos pares de zapatos que cada una tenía a su nombre. Lo que realmente querían era llegar a la cascada, no recoger café; es la misma que veo a lo lejos desde donde estoy sentada, y así lo hicieron. Para llegar a ella no hay que pasar tanto trabajo, aunque cuando vino María, aquella vez, se empeoró la cosa. Recuerdo que mi tío tuvo que hacer el camino de nuevo con el machete después de esperar unos días en lo que el agua bajaba. El agua, el viento, el cie— —¡Nani! ¡Acaba y vente que ya se fue la luz! —me gritó mami desde mi casa que queda al cruzar. —¡Voy! —le respondí, sabiendo que no sería la última vez que me interrumpiría. Ajá. El cielo, y también los árboles, parecían tener la meta de estostuzar todo lo que tenían cerca y de eso van cinco años ya. Por lo menos esa vez no se fue la casa de tía Lola y por eso puedo estar donde estoy ahora mismo. Ya yo sabía que se iba a ir la luz porque siempre se va; eso lo sabe todo el mundo. Puse a cargar todo, hasta el abaniquito que me suma al menos tres horas de sueño, y por eso estoy un poco más tranquila. Además, esto es un huracán y los huracanes avisan, los temblores no. 54


La cascada. La cascada es mi lugar favorito, también era el de mi abuela Ita y sus cinco hermanas. Aunque era temprano, se iban bajo el chorro de agua y jugaban hasta que alguien en la casa las regañara y las mandara a subir. El frío del agua, así fuera al mediodía o por la tarde, le eriza la piel a cualquiera, pero es parte de su encanto. Ese día, abuela Ita llevaba una bata blanca que le quedaba pequeña, así que le apretaban las mangas y le llegaba hasta la mitad de los muslos. Tenía el encaje en los bordes y las florecitas de seda encima que le había añadido su mamá; lo sé porque esa misma bata me la puse yo, pero ya no me sirve y la tengo en una gaveta guardada. Tenía el pelo suelto y, bajo el sol, se le veían los tonos rojizos que la delataban; era la hija de Santiago y no de abuelito —así le decíamos mis hermanos y yo a mi bisabuelo no de sangre— como las demás hermanas. Tía Rosa, la mayor, fue la primera en darse cuenta. Ella iba cuidadosamente subiendo por las piedras para llegar al chorro y tenía miedo a caerse, pues de todas, era la que más se pelaba las rodillas; me han dicho que me parezco a ella. Iba mirando cada paso que daba cuando de repente, vio bajar sangre por el agua que corría entre los dedos de sus pies. —¡Entra que ya está empezando a lloviznar! —me gritó mami otra vez. Subí la cuestita hasta entrar a la casa de tía Lola; siempre que viene mucha lluvia, ella se va a mi casa por si se crece la quebrada, así que solo estoy yo aquí adentro. María me enseñó muchas cosas, ahora siento que sé cómo empiezan los huracanes y el tiempo de gracia que dan cuando se empiezan a asomar por el cielo. La otra vez, ese tiempo de ansiedad antes de 55


que no se pudiera estar afuera, lo pasamos viendo las noticias en vez de aprovecharlo para hacer algo que no tuviera que ver con el huracán. Por eso hoy estoy velando la quebrada desde la ventana del cuarto mientras va creciendo. Ya no veo la cascada y no me queda mucho tiempo. Tití Rosa siguió con su vista la sangre que había llegado a ella y vio que venía de entre las piernas de Ita. —Ita, estás sangrando. —¿Qué? —dijo nerviosa mientras se miraba las piernas. Las otras hermanas miraron a la vez. Ella era la que faltaba. El sol parecía tocarla solo a ella en ese momento. La bata, sorprendentemente, no se le había manchado y le dieron ganas de llorar. Entre todas corrieron a meterla bajo la cascada para que el agua se llevara las lágrimas y le limpiara las piernas. Su sangre ya había corrido por las piedras y se había combinado con el agua de la quebrada. —Nena, no te preocupes. Te hacemos una toalla ahora cuando subamos, del color que quieras —le dijo tití Lola a mi abuela con una sonrisa. La sangre de mi abuela les cortó el tiempo de juego, como me pasó a mí la otra vez, y corrieron más rápido hasta la casa antes de que le bajara demasiada y dejara un camino de gotas de sangre por la tierra. Llevaban la ropa y los pelos mojados y se les pegaba la tela al cuerpo. Si alguien las hubiera visto quizás hubiera pensado que eran espíritus de niñas riéndose y corriendo por la finca temprano en la mañana. Cuando llegaron, todos en la casa estaban durmiendo; se secaron los pies en la alfombra y fueron silenciosamente a buscar las telas, las tijeras, los hilos y las agujas dentro de la casa. 56


—La quiero rosa para que combine con las flores —le dijo mi abuela a las demás mientras se sentaba en la toalla vieja con la que se secaron, evitando que se le manchara la bata y a lo que esperaba que sus hermanas le hicieran una que le sirviera. No he escuchado a mami llamarme de nuevo y no sé si es porque se le olvidó que no estoy allá o porque ya los vientos no me dejan escuchar sus gritos. La quebrada no ha crecido mucho, pero parece molesta y no hay azules reflejados en el agua. El cielo ya se puso gris y las nubes se ven llenitas de agua. Creo que a lo lejos vi unos rayos y espero poder estar lo suficientemente tranquila cuando pase el ojo más tarde por aquí. No hay mucha gente en este mundo que puede decir que han visto el ojo de un huracán. Cerré todas las ventanas bien antes de salir de la casa y le puse el seguro a la puerta. Uno, dos, tres... Salí a la calle a dar los veinte pasos que hay entre mi casa y la de tití. Me tuve que cubrir la cabeza con el jacket que tenía puesto, pero llegué. Mami y mis hermanos estaban pegados a la ventana de la sala viendo cómo las ramas empezaban a perder hojas y a doblarse. —Bendito yo creo que al vecino se le va a caer ese palo de aguacate —dijo mami. Cerré la puerta y caminé al baño para bañarme antes de que se nos fuera el agua. Sentí el agua tibia correr por mi cuerpo y sabía que, de ahora en adelante, eso sería un lujo. La última vez que vi a mi abuela Ita, me contó no solo de cuando cayó en regla por primera vez, sino también de cuando tuvo a mi papá y cómo ese parto fue el más difícil de los tres. Me narró la novela que había estado viendo y me hizo unas sopas y unas arañitas de los plátanos que buscamos juntas 57


en la finca. Ese día caminamos todo el camino de la quebrada hasta llegar a la cascada y me decía con la voz bajita para que nadie la escuchara, que estaban viniendo a robarse los guineos de la finca y aún así se perdían un montón en el piso. Recuerdo que se apoyaba de mi brazo para caminar y del bastón que se hizo de la rama de un palo caído. No se despidió de mí ni yo de ella y ahora, mientras me baño y veo correr sangre por mis piernas, me doy cuenta de lo mucho que la extraño. Llorar en la ducha es lo más práctico; el agua se lleva tus lágrimas y dejas de sangrar un rato, sales y nadie se da cuenta que tienes los ojos hinchados. Salí del baño y tití Lola me llamó. —Vete búscame los hilos que los dejé en la sala. Voy a coser. Después de llevarle las bolitas de hilo al cuarto, me senté con ella. —Tengo sueño —le dije. —Acuéstate que hace fresco todavía. Me tiré a la cama y tracé con mi dedo, y con un ojo cerrado y el otro abierto, la grieta en el techo que cruzaba de un lado al otro, hasta que me rendí y el peso en mis párpados pudo más. Cuando me levanté no había nadie en el cuarto. Me levanté porque escuché gritos, así que salí del cuarto y vi a tití llorando. Mami le sobaba la espalda y el huracán ya estaba tratando de hablarnos por las ventanas. —El techo se levantó —me dijo mami.

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Perdí el aire por un momento y abrí la puerta. No escuché a mami diciéndome que no saliera, quiero pensar que sí me dijo algo y no alcancé a escucharla. Di diez pasos, fue hasta donde pude llegar. Nunca había visto la quebrada tan crecida como ahora. El agua que corría por ella no era la misma que, con gentileza, le limpió las piernas y las lágrimas a mi abuela. La lluvia y el viento me querían tumbar. Entonces supe que ya no quería ver el ojo del huracán; quería irme a dormir de nuevo.

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Estrenos de Wapa Isamar González Pares

Érase una vez, en un hospedaje estudiantil, nos encontrábamos dos, sobreviviendo otro semestre universitario. Ambxs pasando por el cuarto año, nos encontrábamos sentadxs en la mesa del comedor mirando la laptop, que ya veíamos doble. A lo lejos, el televisor prendido nos ayudaba como sonido de fondo mientras tratábamos de mantener el enfoque en la lectura. Se nos hizo imposible no desviar nuestra atención por las voces de lxs reporterxs del canal 4, y reírnos al escuchar el estreno de Wapa para ese día. Seguido, nos llegó una ola de silencio cuando comenzaron los reportes de meteorología que anunciaban la entrada de una posible tormenta tropical por la isla. —¿Crees que esto empeore, como la vez pasada? — preguntó T con cara de preocupación. —Esa es la pregunta del millón, a este punto no quiero decir nada sobre lo que pueda pasar, antes de que pase — contesté y extendí mi brazo tocando dos veces la superficie de la mesa. 61


—No es por na’, pero no quiero que se repita la misma cosa. ¡En tu casa se tardaron en arreglar to’! La voz de T, usualmente amable, tomó un tono más serio, lo que me decía que andaba metida en su cabeza. Tanto así que terminó preguntándome sobre lo que ocurrió tiempo atrás. —Hablando de, ¿te acuerdas del revolú con el derrumbe? —Ni me acuerdes de eso, ese día me asusté, pensé que había pasado algo en casa con los demás y mi abuela, ni se diga, esa sí que me tenía mal. Tanto show con las matas, que terminó sin ninguna —le contesté con tristeza. Acordándome de lo sucedido, recosté la cabeza en la mesa y mirando a T continué con el recuerdo: —Me acuerdo que lo primero que hice fue salir de casa a ver los escombros. De chiripa me agarró en el cuarto, tuve suerte que acompañé a abuela ese día. Después de tanta cosa mi casa necesita un break de tanto cantazo. Rascándose la cabeza y sobándose la frente en frustración, T contestó: —Fue bien fuerte ver to’ eso. Cuando bajé a tu casa no reconocía ni la carretera. Después de esa experiencia no creo que esta tormenta sea tan fuerte como la otra. Hipotéticamente hablando no creo que nos afecte igual. El comentario de T no me sorprendió pues, en ese momento, compartía la misma opinión. La magnitud de ambos eventos era completamente diferente y lógicamente el efecto no podía ser el mismo. Sin embargo, si hablamos “a lo seco y ventiao”, no era solo cuestión de la magnitud del evento, 62


y más aún cuando nos encontramos bajo una reacción en cadena que empeoró luego del desastre en la isla. El semestre de María, aunque había tomado de sorpresa al país, había sido un tipo de destape de muchas cosas que afectan a la ciudadanía común en la isla, muchas de las cuales aún siguen estando muy presentes en el día a día puertorriqueño. Mi primer año de universidad, al igual que el de T, fue un brinco a una nueva etapa en nuestras vidas. Ambxs nos criamos juntxs y ahora, dieciséis años después, continuábamos navegando esta etapa de nuestras vidas en nuestro pequeño hospedaje. Si soy honestx, la conmoción que causó el derrumbe que afectó mi hogar y el de mi abuela, fue una constante por varios meses; la ansiedad de ese día aún se siente en la casa cuando llueve. La mirada de mami hacia el terreno, buscando el mínimo movimiento, me dice más que suficiente del daño que dejó en ella. Principalmente el derrumbe afectó una parte de la estructura de la casa, pero mientras limpiábamos, nos dimos cuenta de que el daño había sido mucho peor. El cableado de la casa quedó afectado, y aunque mi pai había hecho el sacrificio de buscar una planta, nunca pudimos darle su uso. La planta la había comprado pa’ encenderla por varias horas y poder mantener la nevera lo suficientemente fría pa’ guardar y conservar alguno que otro alimento y varios medicamentos que utilizaba mi abuelita. Tras no lograr mantener la nevera en función, tuvimos problemas buscando la manera de conservar muchos artículos de necesidad, en especial los de mi abuela. Sus medicamentos se mantenían en una neverita que diariamente se llenaba con el hielo que aparecía, si era que había alguno en el garaje más 63


cercano. A veces la suerte estaba de nuestro lado y conseguíamos una bolsita de hielo que nos duraba el día completo, y hasta un poco más si la neverita se mantenía cerrada. Sin embargo, a veces corríamos el riesgo de no poder mantener la temperatura adecuada y por consecuencia teníamos daños, cosa que no ayudaba al ya estresante ambiente. Mi abuela siempre ha sido fuerte, y pa’ su edad, contaba con un estilo de vida bastante saludable. Con la vejez alguna que otra condición apareció, pero con la ayuda de todxs en la casa se logró acostumbrar. Hicimos ajustes en todo, y aunque se mantenía viviendo en su casa pa’ aquel entonces, luego de María se tuvo que mudar con nosotrxs. La transición hacia nuestra casa le vino bien, pero no era lo mismo, dependía mucho de la ayuda que le dábamos a causa de la falta de luz, y la comida no era la más saludable para una persona con sus necesidades. La comida que preparaba era de lo mejor que se comía. El olor a arroz con gandules siempre se filtraba en la casa, y yo sabía que ese día se comía bueno. En las tardes subía a la casa de abuela con T, y nos sentábamos a hablar de lo más random y, si pasábamos la noche, terminábamos en la sala viendo la película del día en el canal 4. Ahora, años más tarde, hacemos lo mismo en nuestro hospedaje. Cuando tenemos la oportunidad nos sentamos a ver qué estreno vuelven a lanzar por el canal pa’ verlo en la sala y recordar a abuela. T la recuerda tal y como la veía antes en la marquesina de su casa, bailando al sonido de los discos que guardaba en un maletín viejo. En mi caso, la imagino en la cocina con la greca en la mano sirviendo café y llamándome pa’ ver cuánta azúcar quería en el mío. Le decía dos cucharaditas y 64


siempre me miraba de reojo y me contestaba: —¡Tú eres como tu pai, siempre con mucha azúcar! Me reía, porque era verdad, me gustaba el café dulce, a diferencia de ella, que decía que el café se tomaba puya. Por eso, si tengo la oportunidad, cuando T y yo llegamos al hospedaje preparo café en la greca que me traje de casa. Hoy no era un día diferente, la rutina seguía y aunque había uno que otro cambio desde ese año, el anuncio de una tormenta causó incomodidad entre nosotrxs. La amenaza climática era un tema constante, pero no era lo único que causaba preocupación en lxs puertorriqueñxs. Las repercusiones que surgían luego del paso de la tormenta era lo más preocupante. Lo único que no faltaba era el apoyo que se sentía entre la gente del barrio, dando como podían su granito de arena. Mientras T y yo compartíamos esa rutina en el pequeño hospedaje, lxs dos sabíamos que, al igual que los estrenos de Wapa, repetitivos, el desenlace era el mismo. La película era la misma que vimos meses atrás y, como era lo único que había, nos sentábamos a verla, aunque ya conocíamos cómo terminaba. Pero si te soy honestx, la película no lo hace, la compañía sí. Estar sentadx y ver a la gente motivarse a crear el ambiente es lo que me hace el día. La película es lo menos que nos importa, lo que sí vale es el proceso antes de verla. Sacamos el día, nos esmeramos en hacer los deberes, nos damos la mano cuando lo necesitamos, y al final del día nos sentamos en la sala a hablar de las cosas buenas y lo que podemos hacer mañana. Dejamos de prestarle atención a la película aún cuando sigue en el fondo. Nos quedamos hablando sobre la trama, pero nos sentamos en el sofá a inventarnos un final nuevo. 65


—I, ya van a ser las seis y media, ¿preparaste el café? —la voz de T se escucha mientras el silbido de la greca sonaba en la cocina. —¡Ya está, apúrate que ya mismo empieza la película! —le dije mientras servía el café que tanto nos gustaba.

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Resquebrajamiento Diego Sebastián López Burgos

Su paz mental apenas duró media hora antes de que Adam la descubriera en su escondite. Irritada, se levantó de la cama y empezó a cerrarle la puerta en la cara sin dirigirle palabra alguna. Los labios de Adam se movieron, pero la voz de Kanny García procedente de sus audífonos superaba cualquier sonido ajeno a su burbuja. Adam puso las manos en la puerta para evitar que se cerrara. Forcejearon por un momento —le sorprendió que su hermanito ya casi pudiera igualar su fuerza— hasta que Adam consiguió meter un pie por la abertura. Su cara sonriente parecía la de un monito travieso. —¿Qué, qué quieres? ¡Por Dios! —dijo ella, quitándose un audífono. —¿Qué haces, Nani? Mami nos dijo que no estemos mucho tiempo adentro. —Na que te importe —le contestó. —Se lo voy a decir a mami— dijo su hermano con una sonrisa mellada.

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Casi se le aguaron los ojos con rabia y estuvo a punto de darle un puño; sin embargo, solo lo agarró por la camisa. —No te pongas con cosas, Am —le dijo entre dientes. Su agresividad no turbó a Adam. —¿Quieres jugar Minecraft? —No. —¿Fortnite? —No. —Eh... Escondite, ¿vamos? —Salte pa fuera, Adam. La voz estruendosa de su padre la salvó de tener que seguir rechazando las propuestas de Adam. —¡Hombre! —exclamó magníficamente— deja a Adrianis quieta. —Ay sí, papi, sácalo de aquí. —¡Pero mami dijo que no quería que estuviéramos adentro! —protestó Adam. Toti titubeó por un momento. Se rio para disimularlo. —Bueno, pero Adrianis sabe qué hacer si pasa algo, y tú sabes que tu mamá exagera la nota un poquito a veces. Vente, hombre, vamos pa fuera. Adam lo miró con una expresión vacía y lo siguió como un soldadito, dejando a Adrianis sola nuevamente. Ella miró la puerta y consideró cerrarla para evitar futuras interrupciones, pero decidió respetar al menos uno de los deseos de su madre y dejarla abierta. Se tiró en la cama y volvió al chat de WhatsApp de Sofía.

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Sorry, am se metio en mi cuarto 2:13 ✓✓

😂😂

2:14 ✓✓

q chulo 2:14 ✓✓

Ay si pero jode cc 2:14 ✓✓

🤣

pues

2:16 ✓✓

q haces 2:17 ✓✓

?? 2:17 ✓✓

Ps iba a practicar flauta pero no quiero q mami sepa q estoy en mi cuarto 2:17 ✓✓

sigue histérica? 2:18 ✓✓

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Bc 2:19 ✓✓

Pero env la entiendo 2:19 ✓✓

Su mama tiene covid 2:21 ✓✓

😧😨😱

queeeeee 2:21 ✓✓

Si

😭

2:22 ✓✓

Cbbbbb 2:22 ✓✓

Ay sí

😔

es horrible 2:23 ✓✓

Sofía pareció dudar en cuanto a cómo responder. La

🦄💁🔥

barra de estatus bajo su nombre (Sofi ) alternó entre «en línea» y «está escribiendo...» varias veces, hasta que hubo una pausa prolongada que hizo a Adrianis pensar que tal vez nada de eso le importaba a su amiga. Quizás había dicho 72


demasiado y estaba haciendo un show como su madre...cosa que la molestó porque no quería terminar como ella. Se frustró tanto que bloqueó el teléfono y lo dejó caer en la cama, pero rebotó y voló por el aire por unos segundos de espanto antes de caer ileso sobre un cojín que tenía en el piso. Suspiró y se acostó a mirar el techo. Una grieta grande corría desde encima del marco de la puerta hasta la ventana que daba hacia el patio. Era nueva. El ingeniero había dicho que estaba en el empañetado y que no había que preocuparse por ella, pero era parte del porqué su madre no quería que estuviera mucho tiempo ahí dentro. Adrianis la miraba y recordaba el peligro al que se estaba exponiendo —ninguna de las casas de sus vecinos seguía de pie— pero, por alguna razón, no le importaba. O más bien, sí le importaba, pero el miedo que le causaba era agradable. Ya se había acostumbrado a él y en cierto modo la reconfortaba; era una especie de ancla en la vorágine que había sido el año hasta el momento. A unas pulgadas de la grieta, había una mancha en forma de estrella en el techo, el rastro de pega prieta que queda cuando algo ha estado adherido a una superficie por años. Adrianis no se había fijado en ella en mucho tiempo, pero verla le trajo la memoria borrosa de un momento en el que todo el techo había estado cubierto de estrellas fosforescentes que la protegían durante la noche con su luz extraterrestre. La primera vez que estuvo consciente de su ausencia fue para María en 2017; esas noches más oscuras que la oscuridad la habían hecho anhelar alguna iluminación que no dependiera del gobierno, pero ya entonces era muy tarde. Solo quedaba la mancha. De hecho, 73


en diciembre, alrededor de su quinceañero, habían estado hablando de remodelarle el cuarto: pintarlo y redecorarlo para que reflejara sus gustos cambiantes. Probablemente, la mancha hubiera quedado enterrada bajo una capa nueva de pintura si todo lo que había pasado ese año no hubiera pasado. Ya ni siquiera sabía si se iban a quedar en esa casa, o en Guánica, o en la Isla. Estaba tratando de no pensar en todo eso cuando volvió aquella sensación con la que se había tenido que familiarizar ese año. Primero, el ruido: como truenos gruñendo a la distancia, se expandió reverberante desde el Bosque Seco. Le siguió el brincoteo; el suelo pareció expandirse y contraerse un par de veces, el gran pulmón de un ser mitológico que respiraba agitadamente. Luego, el jamaqueón. La puerta, el clóset, el espejo, la ventana y las fotos que tenía sobre su gavetero cantaron «tacatacatacatá» al unísono y al suelo le dio un ataque epiléptico. Adrianis lo vivió sin gran perturbación. Había habido peores y no habían tumbado la casa, así que no temía que se le cayera el techo encima. Miró aborrecida la mancha de estrella y la grieta (pensó ver caer unas motitas de polvo de ella) mientras se meneaba todo y se levantó de la cama cuando hubo terminado. Su familia estaba reunida en el patio cuando ella salió por la puerta de escrín. —¡Ay, Adrianis! —dijo su madre cuando la vio llegar — ¿Tas bien? La examinó con ojos sombreados por ojeras longevas. —Sí, ma, no fue tan duro. 74


—¿Qué tú hacías adentro? —le preguntó cuando ya había pasado el susto inicial. Adrianis hizo una mueca de hastío. —¡Adrianis, por amor a Dios! —Ay mami, no empieces. —¿Que no empiece? ¡Je! ¿Tú escuchas a tu hija, Toti? Su papá se vio incómodo con tener que opinar. —Coño, Ángela —dijo con reticencia— ella estaba ahí tranquila... —Ustedes están del carajo, ¿saben? —exclamó su mamá, frustrada— Nada, okay, quédense en esta casa. No se quejen cuando se les caiga encima como esa —señaló las ruinas de la casa de Millie, desparramada sobre una pared que había cedido— o esa —y apuntó cuesta abajo, donde las columnas de la casa de los Rosario se habían reventado, destruyendo la marquesina. —Ta bien, ma, vivamos el resto de nuestras vidas en una caseta —le contestó su hija. No vio la expresión adolorida de su madre mientras se marchaba hacia la parte de atrás de la casa. Se sentó en los escalones que conducían a la oficinita de su mamá y allí se dedicó a comerse las uñas con furia. Ya no sabía qué hacer. (Escupió una uña). Se sentía mal por causarle más malestar a su madre, pero la verdad era que esa mujer estaba desajustada. (Escupió una uña). Desde donde estaba, podía ver las dos opciones que tenían si se quedaban en Guánica, según su mamá: a su izquierda estaba la caseta de campaña donde los cuatro habían estado durmiendo esos últimos meses y, más lejos hacia adelante y a la derecha, estaba 75


la casa destruida de Millie. (Escupió una uña). Sin embargo, la pandemia les causaba reservas sobre irse a buscar casas en otros pueblos o en Estados Unidos, y tampoco tenían el dinero para otra propiedad, a juzgar por las conversaciones privadas entre Ángela y Toti que había escuchado. (Escupió una uña). Tampoco quería irse. Guánica, con sus cielos siempre azules, con su sol inclemente —que la estaba azotando mientras pensaba—, con su brisa salada, con sus plantas grácilmente secas... ¡lo extrañaría tanto! (Escupió una uña). Solo lo dejaría por ir a Yauco, donde vivían casi todas sus amigas, pero ahí no estarían a salvo; ahí temblaba igual. Y si se quedaban, ¿qué harían? Vivían en un pueblo fantasma de ruinas y recuerdos. (Escupió una uña). No les quedaban vecinos y acampar en su propio patio había perdido la gracia hacía un mes y medio. Peor aún (escupió una uña), ya se aproximaba la temporada de huracanes. En Guánica no llovía, excepto catastróficamente. Los desastres eran inescapables. Escupió una última uña y escuchó pasos pesados al doblar la esquina. Se apareció la figura amplia de su papá, quien ya tenía una cerveza en la mano. —¿Todo bien? —le preguntó a ella. —No —y se quedó pensativa por un momento—. ¿Qué vamos a hacer, papi? No le miró la cara al preguntarle, pero sintió en su voz un optimismo fingido. —¡Pues! No sé, mi amor, no sé. Vamos a ver.

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El apartamento Ámbar Aymará Pumarada Gamboa

Antes Reconectamos tres semanas después del huracán María. No sé si él pasó por mi apartamento o si yo pasé por el suyo, pero lo invité a quedarse ya que Mayagüez Pueblo era una de las pocas áreas con luz en ese momento. Además de ropa, se trajo su piano y me enseñó a tocar una parte de Für Elise; sus risos me cosquilleaban el cuello mientras se acercaba para indicar cuál nota seguía. Pasábamos todos los días juntos, atravesando las calles del pueblo en busca de señal y cajeros automáticos. Nuestras conversaciones sobre nada y chistecitos hacían que las filas kilométricas en los supermercados, bancos y gasolineras volaran. No pasó mucho tiempo para que le “cogiera pena” y lo invitara a dormir en mi cama en vez del sofá. A las dos de la mañana entre sábanas, cosquillitas y bostezos, me besó. Y así más o menos comenzó. Había sido mi amigo desde noveno grado y llegamos a salir algunas veces, pero

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nunca duró más de dos meses. Esta vez, en cambio, se sentía diferente. Cuando por fin llegó la luz al pueblo de San Germán, lamenté su partida. Nunca me había sentido cómoda sola, pero empeoré después del huracán. No tenía cómo distraerme, aún no había escuchado de muchas de mis amigas y lo único que veía en las redes eran fotos del desastre: «S.O.S necesitamos agua/comida!!», casas sin techo, gente llorando, Trump tirando rollos de papel toalla, calles inundadas, puentes destruidos, miles de personas atrapadas. La ansiedad, culpa e impotencia me consumían y el insólito silencio de las calles del pueblo me robaba el sueño. Días después, cuando pasó a visitarme, me invitó a quedarme en su apartamento cuando notó las heridas en mis brazos: «I’m worried about what you’ll do to yourself if you’re alone again». Allá él jugaba en la computadora por horas —sus dedos tecleando sin pausa y su ceño fruncido fijamente— mientras yo leía en su cama. Una vez comenzó la universidad, transicionamos a vernos solo los fines de semana; a veces se quedaba en mi apartamento, a veces yo en el de él y a veces, en casa de mis abuelos. Todos los lunes entraba a mi clase de las nueve de la mañana con su abrigo negro y un taco en la garganta, esperando con ansias que llegara el fin de semana. No recuerdo cómo elegimos vivir juntos. Creo que fue una decisión tomada como por lógica, ya que se iba a transferir al Colegio. Así empezamos a buscar un apartamento. Él quería que incluyera aire acondicionado y yo quería que tuviera muchas ventanas para que entrara el viento. Buscamos por el Pueblo, Dulces Labios, Balboa y Terrace; visitamos como once

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apartamentos. Los que no me gustaban a mí, le gustaban a él y viceversa. Después de semanas, una realtor nos devolvió la llamada y lo encontramos: un espacio cerca de la universidad y un supermercado, con dos cuartos, balcón, consola de aire y muchas ventanas. Las paredes cremas y acentos terracota hacían que el apartamento se sintiera amplio. Si las ventanas se mantenían abiertas en todos los cuartos, tenía un buen flujo de aire; un edificio fresco en el mismo medio del pueblo. A veces con Adrián bastaba solo con las miradas y esta susurraba, «aquí es», y así fue. Pronto estábamos mudando las cosas: camas, ropa, su escritorio, computadora y monitores y mis posters y cuchucientos libros. Uno de los cuartos sería la oficina y el otro, nuestro cuarto. Ninguno quería botar su cama, así que dejamos un matre en cada cuarto. Para finales de julio hice un hueco en uno de mis libreros para organizar sus mangas. A él le daba igual dónde estuvieran, pero yo insistí en integrarlos: «It’s about what it means, Adrián». De vez en cuando iba a donde él para que me contara de uno de los capítulos; él pausaba su juego y se acomodaba para hacerme espacio en su falda y contarme de la primera aparición de Rock Lee. Esa noche Rosselló anunció su renuncia y celebramos desde el balcón; días antes había marchado en el Expreso Las Américas con una amiga cercana, cargando una pancarta que leía: «Nos matan». Con Afilando los cuchillos aún en bucle y a todo volumen, esa madrugada nos dimos cuenta de que vivíamos en un área de jangueo. De ahora en adelante tendríamos que dormir con las ventanas cerradas y el aire

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prendido. Así continuaría siendo hasta la pandemia. En algún momento me cansé de abrir las ventanas diariamente, así que para septiembre las ventanas del cuarto terminaron permanentemente cerradas. Durante El virus del que habíamos escuchado algunas veces entre especiales navideños allá fuera llegó al archipiélago a mediados de marzo y pronto comenzó el estado de emergencia. La gobernadora interina anunció el cierre de todos los lugares donde la gente se congregaba. No se podía estar caminando por ahí sin una razón válida y aprobada por el Estado, como buscar alimentos, ir al trabajo o a una cita médica. De ahora en adelante trabajaríamos, estudiaríamos y viviríamos desde el apartamento. Un mes después, Adrián y yo tuvimos la única pelea durante la pandemia que puedo distinguir de las otras que pasaron en ese año y pico; solo puedo exhumar algunos fragmentos de esa época: yo empujándolo en la cocina, ambos gritándonos en la sala, él tirando mi botella de stainless steel contra la pared de la oficina, yo dándome con ella en un ataque de rabia y PTSD en el clóset del cuarto. Cuando volví a mi, llamé a una amiga para preguntarle si me podía quedar con ella. —Tengo miedo de hacerme más daño —le dije entre sollozos. —No te preocupes que te recojo en cinco minutos. Prepara tu bulto, ¿okay? —me respondió. 82


Llegué con dos cambios de ropa a su estudio guardado en un pequeño edificio de tres pisos en Miradero. Allí viví por una semana. A pesar de que no existían divisiones entre su cuarto, sala y cocina, el lugar se sentía gigante. No sé si era por todas las plantas que tenía o porque estábamos en un área montañosa, pero el aire de allá no era pesado como el del apartamento. Por las tardes sacábamos una silla y colgábamos la hamaca para ver la puesta del sol, los rayos pintando el cielo violeta, naranja y rosa. En un mes se me había olvidado lo mucho que me gustaba sentir el sol en la cara. Una de esas noches, mientras fumábamos en una casa abandonada, Yazmín me abrazó y me preguntó si estaba segura de que quería volver. Le confesé que sí, que los moretones que tenía me los había hecho yo misma, que lo habíamos hablado por varios días, que habíamos llegado a nuevos acuerdos. Bajo las estrellas le prometí que no permitiría llegar a ese punto de nuevo. La verdad es que solo recuerdo el mes en el que ocurrió porque le puso fecha a la carta que me escribió para pedirme perdón y mi regreso: «We both were angry and hurt and disappointed but its no excuse for me to have been angry and broken your bottle. [...] Hopefully I am still yours. However, I do understand the circumstances of the situation and only hope you choose what’s truly best for you». Guiada por una esperanza desesperada, regresé. El próximo día facilité un grupo de apoyo para mujeres sobrevivientes de violencia doméstica; a la distancia, claro. Para verano empezamos a foster un gato naranja, Jay, que adoptaríamos después de dos semanas. Eso llevó a que cerráramos las ventanas de la sala; Adrián decía que Jay 83


podría saltar por las ventanas ya que estas no tenían escrines. Al principio no lo tomé en serio, pero poco a poco me lo fui creyendo y cuando se iba la luz y teníamos que abrir las ventanas, me entraba una paranoia de que viera algo, un pájaro o insecto, y que se escapase. Ahora la sala-cocina se convertiría en un espacio imposible de estar sin un abanico. En algún momento empezamos a foster otros gatos, pero ya no recuerdo cuándo fue; después de mayo 2020 los meses perdieron sus colores y memorias distintivas, dejando en su lugar una masa pesada, deforme y homogénea. Y así, el apartamento fue adquiriendo otros matices. Pasó de ser un refugio a convertirse en varios lugares: un salón de clases, un lugar de trabajo, un foster home para muchos gatos y un hogar estrecho y caluroso donde vivir. En algún momento, después de otra pelea, me di cuenta de que vivía en un sitio con los mismos colores de la casa que escapé a los 17 años; el crema atacaba y el terracota me asfixiaba, y el techo, que en algún momento juré que era alto, se acercaba más al piso cada día. En las noches temblaba y Adrián me abrazaba fuerte pensando que tenía frío. No tenía ni el corazón ni la fuerza para decirle que era él, que era yo, que era mi madre, la ansiedad, las clases, el COVID, el país... Para nuestro tercer aniversario me regaló una carta que leía: «It’s been a shitty year but at least we’re miserable together». Tenía razón, it had been a shitty year and we were miserable together. En algún momento peleamos porque sentía que no estaba sacando tiempo para mí. Otras veces él me peleaba a mí por pelearle; estaba cansado de que siempre le dijera que limpiara el litter o que sacara la basura. Yo tenía 84


breakdowns en parte porque sabía que era la única manera para que él me prestara atención e hiciera lo que le llevaba pidiendo por semanas. En algún momento rompí platos. En otro, él le dio un puño a la puerta, creando un hueco que cada vez parecía más grande. Le puse un dibujo encima pero el tape no pegaba bien; el papel terminaba en el piso y el cráter, visible nuevamente. Después Lo contrataron para un trabajo en Maryland en abril y se fue a mediados de mayo. Había estado buscando trabajo afuera desde siempre y la pandemia diezmó las pocas ganas de terminar su bachillerato y de vivir en Puerto Rico. Nuestra última foto juntos es abrazándonos en el aeropuerto. Me dijo que me amaba y le pidió a sus amigos que por favor velaran por mí. Me quedé viéndole hasta que su cabecita y bulto gigante se perdieron entre una ola de cuerpos, pasillos anchos y luces blancas. Esa noche me escribió que me amaba y que no dudaba que nuestra amistad de casi siete años y noviazgo de tres nos ayudaría a enfrentar la larga distancia. Esa noche dormí sola por primera vez en años y lloré hasta las cuatro de la mañana. Nos dejamos en un mes. Ese día, como cualquier otro, se había ido la luz y habíamos quedado en tener una llamada para hablar del tema. Se supone que llegáramos con listas de pros y contras de dejarnos. Los pros se amontonaron: nuestros planes para el futuro no se alineaban, él estaba cansado todo el tiempo y no tenía la energía o el tiempo para una pareja y yo no sabía qué quería ni cómo remendarnos a la distancia. Mientras, 85


el contra —el amor que nos teníamos— empezaba a perderse entre el mar de metas profesionales y los deseos personales que nos dividían. Prometimos seguir en contacto como amigos... y así fue. —Before we hang up, can I just tell you I love you one last time? —Of course. —I love you. —I love you too. Entre lágrimas terminamos la llamada. Esa noche, cuando llegó la luz, decidí dormir con el abanico puesto en vez del aire. Este siempre me había causado alergias anyways. Aproveché y abrí las ventanas, pero solo un poquito para que Jay no se escapara. En algún momento durante el peak de la pandemia habíamos dejado de dormir en el cuarto que daba al área de jangueo y dormíamos mayormente en el matre de la oficina, al punto que nuestro cuarto ya era más de los gatos que nuestro. Después de dejarnos, el cuarto volvió a ser utilizado por gatos y humanos para dormir y ahora también para hacer ejercicio. Solo me quedaba un mes en el apartamento, pero decidí por fin montar en el balcón la hamaca que había comprado hace meses. Empecé a sacar a Jay al lobby del edificio cada dos días; él olía todo mientras yo escribía en mi diario como mi psicóloga había recomendado. En esas últimas semanas antes de que me mudara, creé memorias con mis amigas en el apartamento. Desde enero, el nuevo gobernador había anunciado que levantaría muchas de las restricciones para turistas y locales. Para junio, muchas de 86


mis amigas ya tenían la vacuna inicial y el refuerzo; quedamos en vernos, por fin. Tuve un sleepover de tres días con Adriana, muchos movie nights con Amanda y sesiones de cocina con Andrea, quien recientemente también se había dejado de su ex. Todas estas nuevas memorias hicieron que fuera más fácil dormir sola en el cuarto que hace unos meses compartía con Adrián. Pero la verdad es que busqué refugio en mis amigas porque me sentía numb cuando estaba sola. El breakup me había robado el apetito y lo único que podía pasar era yogurt y galletas export soda. Pero para mi sorpresa, pude sobrevivir. A veces sentía que el apartamento ya me quería fuera. No sé si era por cariño, pena o hastío, pero en las últimas dos semanas muchas cosas dejaron de funcionar y escuchaba las paredes susurrando: «vete, vete». Este ya no era mi hogar y rápido pude encontrar otro apartamento en el Pueblo, uno más cercano a la universidad e incluso, con más ventanas que el otro. Empaqué mis cosas y entre mi amiga Amanda y mis abuelos las pudimos mover en una semana. No recuerdo mi último día en el apartamento, pero sí recuerdo que había empezado a despedirme desde que Adrián se fue. Cada área traía consigo efímeros flashes de memorias vividas. En todas habitaban momentos que componían nuestra historia: cocina (dumplings, platos rotos, abrazos de espalda, tiempo juntos), cuartos (clases, trabajos, cuddles, peleas, besos, spooning), sala (gatos, gritería, empujones, calma) y baño (tirás de puerta, duchas, rosas y bath bombs). Se me hubiera hecho imposible despedirme en un día.

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Tardó más de lo que pensé en rentarse. El lunes salí con un muchacho que llevo algunas semanas conociendo y cuando pasamos por ahí, vi dos figuras. Le comenté que había vivido allí y continuamos caminando. Sin embargo, mi mente se quedó atrás, mirando el balcón desde la acera, preguntándose cómo sentirán el espacio los nuevos inquilinos, si sienten el aire pesado o light, como Adrián y yo lo respiramos al principio. Ayer volví a pasar y por un segundo juro que nos vi. No pude evitar sentir que lo quiera o no, las paredes nos guardan entre las marcas que algún día dejamos allí.

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Agua, aire y fuego en las tierras del Caribe María Fernanda Ortiz Vivas

A la mar se fue / Viento / Tíralo pa’ la mar / Viento - Canción tradicional de bomba puertorriqueña

—Aquí en el Caribe venimos del agua, mija —me decía abu una tarde, mientras me llevaba por el camino de La Jungla en Guánica. —¿Ah de verdad? ¿Somos sirenas? —respondí con algo de tono jocoso. —Sí. ¿No lo has pensado? Somos una isla en este archipiélago llamado Las Antillas... —Abuela siempre se rehusaba a decir la palabra «mayores» o «menores», incluso, tampoco le gustaba la palabra «Antillas» porque provenía del portugués antilha que significaba anti-isla, o antípodas de Portugal, opuestas, al otro lado; siempre nos han pensado otras—. Un cuerpo de tierra rodeado de agua por todas partes —me iba narrando mientras caminábamos. 91


—Bueno, como todas las tierras, ¿no? —le pregunto. —Exactamente, pero vamos, eso es una isla según la Real Academia Española. Lo importante mija es que sepas que, en el Caribe: todas somos cuerpas-islas-sirenas eternamente acompañadas por el agua; que es nuestra fuente de vida y alimento; que es y ha sido vía de transportación, comunicación y unión con nuestros vecinos caribeños; que sana con su erosión y pureza; y que la madre de todos los dioses taínos y las aguas era Atabey, de ella nacimos. Ya habíamos llegado a la parte del camino donde nos topamos con una orilla de mar a escondidas, acompañada de la sombra de un árbol cuyas ramas cargan un columpio de soga y madera. Decidimos tomar un descanso sentadas en la arena. —Oye abu pero, ¿cómo puedes decir eso con to’ lo que trajo los otros días el huracán Fiona? Si yo vi áreas de Ponce que jamás hubiera pensado que se podían inundar así. Hasta tú me dijiste que desde el 1956 que se salió el río Portugués por el huracán Santa Clara no veías nuestro barrio tan inundao’. Y eso que las aguas del sur siempre están más calmadas... yo no sabía que era posible que cayeran treinta y tres pulgadas de agua en un día cuando para nosotros siete es que se está cayendo el cielo. Y ni hablar de los meses sin agua potable, luz eléctrica, comida caliente, internet y las personas que perdieron pertenencias, hogares, seres queridos o que sufren de inundaciones constantemente. Esa agua no nos quiere. —Lo que pasa querida, es que los dioses arahuacos, a diferencia de los judeocristianos, no son duales, o sea buenos o malos, sino que en cada uno de ellos coexisten el bien y el mal. Atabey tuvo muchos hijos. Su primogénito fue Juracán, 92


el dios de los vientos, que era muy engreído y que discutía mucho con su hermana Guabancex, la diosa madre del rencor y la deidad de las aguas destructoras. Entonces, al igual que en nuestros dioses, en nuestra naturaleza conviven las fuerzas del bien y el mal. La parte que no te dije, es que a través de las aguas también llegaron nuestros colonizadores; que por ahí trajeron a las personas esclavizadas de África; que en ella residen cientos de miles de ancestros asesinados; que, aunque aquí no tenemos las cuatro estaciones del año como en Estados Unidos, nuestro mar las refleja en temporada de huracanes y luego el frente frío; y sí, que cuando se pone bravo no hay quien pueda en su contra. —Y entonces abu... ¿qué hacemos? —Pues mija, seguir siendo sirenas en busca de esas penas convertidas en tesoros. Recuerda que cuando te quitan tus tierras, el agua se vuelve hogar. Fuego, mira fuego apágalo que la caña se quema - Canción tradicional de bomba puertorriqueña

Decidimos pararnos, sacudirnos la arena y regresar caminando hacia el carro. Aunque primero, había que pasar por un tramo cubierto de uva playera, palmas, yerba de sal, entre otras vegetaciones costeras. —Mira, pero también somos de fuego, ¿sabes? —me decía ahora. —Abu y cuéntame eso ¿cómo pueden vivir dos en uno? —yo respondí. Yo siempre la dejaba hablar to’ lo que quisiera, muchas veces había alguna enseñanza por ahí. 93


—Pues si ya te dije que convivimos entre contradicciones. ¿No te has preguntado cómo estamos conectados al fuego? Si has crecido en el clima sureño que causa tantos... ¿Ni por qué el Parque de Bomba en Ponce es tan importante? —me hizo cuestionarme. —Bueno, ahora que lo dices yo no he visto un parque de bomba en más ningún lao’ y siempre ando viendo fuegos por ahí. —Parece que las canas le dan tantas preguntas a abu como la curiosidad juvenil a mí. —Sí mijita, el fuego es muy importante. Ese era otro hijo de Atabey, se llamaba Bayamanaco. Nuestros ancestros le honraban en su cemí ingiriendo cojoba, que es de donde sale el tabaco, para comunicarse con él. El fuego siempre les iluminaba por las noches, así fuera el batey, el areito, las pescas nocturnas, los rituales o los bohíos del yucayeque. El fuego también fue un arma que usaron contra los colonizadores, cuando quemaron la primera villa que establecieron en Caparra, por ejemplo. Esa es la chispa que sigue viva en nosotros. —Wao, es cierto, y ¿qué tiene eso que ver con los bomberos de Ponce? —pregunté. —Ahhh válgame, que ellos fueron quienes sacaron a pasear esa chispa en el 1899. Si te hablo del Fuego del Polvorín, los que lo apagaron incurrieron en el primer acto de desobediencia civil registrado en contra del gobierno de Estados Unidos. Se trataba de un almacén de municiones del ejército estadounidense llamado El Polvorín (en la actual Ponce High School) que se encendió en fuego. Se pensaba que iba a acabar con toda la ciudad, como había pasado en 1820. Los militares comenzaron a evacuar la ciudad, pero hubo unos 94


siete bomberos del Cuerpo de Bomberos de Ponce y un civil que decidieron ir a apagar el incendio desafiando las órdenes de desalojo. Lograron apagar el fuego y salvar la ciudad y actualmente son vistos como héroes. Su fotografía está colgada en el Parque de Bomba, allí en la Plaza Las Delicias. Esa estación de bomberos funcionó durante 108 años. —Diablo abu, ¡eso está bien masa! Nunca había escuchado esa historia. —Quedé fascinada—. Y ahora, ¿la otra parte? —le dije porque ya recordaba la historia pasada. —Mmmm lo vas pillando. Pero se me quedó una cosa buena, y es que la palabra bombero también tiene sus connotaciones con la bomba puertorriqueña, para describir a alguien que la practica y la vive. La bomba era la música que nuestros ancestros africanos tocaban en las haciendas en su único tiempo libre, luego de ser esclavos a tiempo explotado. Era su método de comunicación, expresión, canalización y planificaciones en contra de sus opresores. Todos ellos, los barriles que tocaban, las canciones que cantaban, los piquetes que bailaban y los bateyes que gestaban también gritaban fuego. Si no fuera por ellos y sus actos de resistencia, los bomberos de Ponce tampoco lo llevarían en la sangre; aquí seguiremos en el cimarronaje. —Mamá ya me había contado de la bomba. Yo les he visto tocando en la playa de Ponce y una vez en la Guancha, me encantaría participar más —le contesté con todos los pelos erizados luego de escucharla decir eso. —Ahora bien, el fuego también fue utilizado como arma en su contra y fue el destino al que muchos se enfrentaron: la hoguera. El fuego también es donde vino a parar mucha de 95


nuestra historia indígena que fue hecha cenizas. Y una vez los taínos invitaron a los españoles a la ceremonia que te dije ahorita, de la cojoba para Bayamanaco, es que los colonizadores se dieron cuenta que podían invadirlos y dominarlos fácilmente si se encontraban en muchas ocasiones en ese estado. —Ahí está, qué pena coño... no es justo —dije con mucha lástima. —¡Ey! No digas esas palabras hasta que seas adulta —me regañó abu... siempre me gusta pegarle el vellón y verla molesta por un momentito. Una vez acabada la caminata por la costa y el pequeño monte, llegamos al carro. Ahora íbamos a ir a la casa en Ponce. Somos semillas, somos el fruto, / de la bomba somos las flores. / Somos retoño, somos capullo / y nuestra herencia son los tambores. / De un viejo árbol que nos dio sombra, / heredamo’ estas tradiciones y día a día aprendemos bomba / tambores, baile y las canciones. - Leró Martínez “Semillas”

—Te voy a decir una última cosa, chiquilla. Tienes que saber que donde todo se une, aire, agua y fuego, es en la tierra. Somos el fruto de nuestros antepasados y siempre tendremos que seguir echando raíces y floreciendo —me dijo esta vez un poco más seria. —¿Y por qué tan seria, abu? —contesté. —Porque algún día yo no voy a estar para seguir enseñándote estas cosas mija. Cuando eso pase, tendrás que 96


buscar otra fuente de agua y sol, no te marchites demasiado. Por eso te cuento todo esto, esta es mi manera de sembrar mi semilla en ti, para que tú la veas crecer, aunque yo no necesariamente esté ahí para verla. Y yo pues al suelo y al agua volveré —dijo con algo de tristeza, pero sonriente. —Ay abu, yo no quiero imaginarme este mundo sin ti. No me digas esas cosas que vendrán muchos más días como hoy. Ahora cuéntame, ¿quién era la deidad taína de la tierra? —Bueno como te dije que en la tierra es donde todo se une, igual pasa con los dioses. Yucahú Bagua era el dios de la agricultura y la pesca, pero él no podía obrar sin el favor de Güey, el sol, y Karaya, la luna. También estaba Atayari, que era dios del trabajo y las plantas curativas. A ver, que trabajar la tierra requiere mucho esfuerzo, pero es un trabajo muy digno y extremadamente importante, sobre todo cuando aquí todo se importa de los estidisunidis por ley. Las plantas curativas, también son capaces de sanar cualquier molestia... te lo digo yo que la abuela mía hacía unos mejunjes que olvídate, me quitaban to’. Mas, sin el sol, el agua y la luna nada de esto crece, o sea que los dioses, la naturaleza y los humanos tienen que trabajar en conjunto para tener una tierra saludable. Por esto mija, es el mayor de los archivos; la tierra guarda todas las historias (y sus restos) conocidas y por conocer en cada capa de suelo que esconde; tiene la capacidad de hacernos autosustentables e independientes, de cuidarla bien; las costas playeras son el espacio liminal donde se encuentra con el agua salada y las áreas montañosas el espacio liminal donde se encuentra con el agua dulce del río... ambos encuentros generan una magia infinita que nos nutre. Donde sea que estés, en las costas o en 97


los montes, en el sur, en el norte, en el este, en el oeste, en la metrópolis o en la colonia, la tierra no conoce jerarquías. La tierra libre será o no será. —Abu, te creo... y la tierra será todo eso y más. Sin embargo, aún yo no he podido deshacer mi mochila de emergencia esperando el próximo temblor que me saque a ligeras de mi casa en la madrugada y me haga dormir en una caseta en la marquesina. No me molesta vivir esa realidad para sobrevivir, lo que sí me pesa es que se ha normalizado tanto. Al punto que ya yo siento que es costumbre salir a brigadas solidarias después de cada catástrofe porque di por sentado que el gobierno jamás ayudará como debe. Me he topado con una de cosas abu, que ni te imaginas. Es muy gratificante, pero al final del día siempre me siento explotada y no doy abasto para toda la ayuda que quisiera brindar. Han pasado casi dos años y todavía la Guancha sigue completamente agrietada por el medio y los kioscos cerrados. Recuerdo hasta seis meses después de los temblores aún ver restos de edificios por las calles del pueblo de Ponce y Guayanilla. Entonces, vas a San Juan y todo está normal. Lo mismo me pasó con Fiona, estuve un mes de aquí pa’ allá haciendo lo que podía, fui a Hormigueros, Lajas, Añasco, Salinas y Ponce y cuando fui a San Juan era otro mundo... como si nada hubiera pasado. No sé, pienso que hay que verlo desde ambas perspectivas porque hay que evitar romantizar la cosa. No es normal todas las catástrofes atmosféricas y geológicas que enfrentamos acá abajo... y de las políticas ni hablemos. —Mira, pero ¿sabes qué? Me acabas de demostrar que ese fuego vive en ti, que estás dispuesta a defender y trabajar 98


por tu tierra y tu gente, y que eres hija de estas aguas caribeñas. Es verdad mija, no hay palabras para explicar esta mierda (y ahora me perdonas a mí), pero lo importante es que, aunque ya yo haya llegado a cierto nivel de resignación, hice mi trabajo en sembrar esa semilla en ti... ahora te toca compartirla. Entonces, nos bajamos en casa. Nos pusimos a hacer el café de las tres de la tarde porque había que celebrar que recién nos llegó la luz. Nos sentamos en la mesa a tomarnos el café con un cantito de brazo gitano de queso y a jugar briscas bajo la grieta confiable.

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Contribuyentes Albert Louis Cruz Toro es estudiante subgraduado del Departamento de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, donde está completando un bachillerato de Teoría del Arte y una secuencia curricular en Sociología y Política Pública Ambiental. Sus intereses de estudio e investigación incluyen temas en la intersección entre cultura y ambiente. Ha fungido como ilustrador para proyectos sobre temas de desastres, bosques y cambio climático. Isamar González Pares es una estudiante recién graduada del Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez donde completó su Bachillerato en Literatura Comparada. Sus intereses incluyen los estudios sociales, los movimientos literarios en la cultura contemporánea, entre otros. Ha participado en proyectos literarios donde, en colaboración con otrxs autorxs, han creado escritos que embarcan la situación social, cultural y atmosférica de Puerto Rico. Johmaly Anahí Mercado Soto es estudiante recién graduada del programa de Literatura Comparada de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, con una concentración menor en Estudios Literarios y Culturales de la Mujer y el Género. En sus años de estudio colaboró con el proyecto de justicia educativa Centro Universitario para el Acceso y con el programa Siempre Vivas, los cuales han influenciado grandemente sus intereses profesionales. 100


Diego Sebastián López Burgos es un exalumno de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, donde obtuvo un bachillerato en Literatura Comparada con una secuencia curricular en Relaciones Internacionales. Su trabajo literario se centra en la vida puertorriqueña en contextos de crisis, la transculturación y el lenguaje como instrumento de la identidad. Actualmente, cursa estudios graduados para obtener un Master of Fine Arts en escritura creativa de Rutgers University, Newark. Tania del Mar López Marrero es Catedrática en el Departamento de Ciencias Sociales e investigadora en el Centro Interdisciplinario de Estudios del Litoral, ambos de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez. Tiene un bachillerato en Ciencias Ambientales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, y una maestría y doctorado en Geografía de la Universidad del Estado de Pennsylvania. Sus áreas de investigación, enseñanza y labor creativa incluyen temas socioambientales, entre estos los desastres, el manejo de recursos naturales y la transformación del paisaje. Es la gestora del Proyecto 1867: Desastres y memoria en Puerto Rico. María Fernanda Ortiz Vivas es estudiante posgraduada de Reparatory Justice en la Universidad de Glasgow, Escocia y la Universidad de West Indies, Jamaica. Posee un bachillerato en Literatura Comparada de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez. Ha escrito y publicado poesía en antologías y periódicos estudiantiles. Sus pasiones siempre serán la historia, la cultura, las artes vivas y estas queridas islas caribeñas. 101


Ámbar Aymará Pumarada Gamboa es exalumna de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, donde obtuvo un bachillerato en Literatura Comparada y completó dos secuencias curriculares, una en Sociología y Política Pública Ambiental y otra en Writing and Communication. Mientras era estudiante subgraduada, trabajó como facilitadora en el programa Siempre Vivas y como asistente de investigación en el Centro Interdisciplinario de Estudios del Litoral. Nehemías Toro Padrón es un estudiante del Departamento de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez. Está cursando un Bachillerato en Literatura Comparada con secuencias curriculares en Comunicaciones, Cine y Lengua y Literatura Francesa. Sus intereses investigativos y artísticos incluyen la escritura de cuentos y poemas, la traducción de textos literarios y la producción audiovisual.

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La centralidad de la familia —con sus luces y sus tantas sombras, con sus relatos y densos silencios, con sus vínculos y desgarradores quiebres— emerge en estas narrativas como el telón de fondo de una genealogía del desastre que se contempla desde miradas jóvenes que ya han visto demasiado. Pormenorizan condiciones materiales de precariedad, contingencia e imprevisibilidad con la crudeza de quien las toma por sentado. Habitan un atormentado archipiélago, pero entre sus flujos, de lluvia, de corrientes, de lágrimas, de sangre, atisban albores redentores. Es así como lxs autorxs redimen el poder de la palabra para nombrar las memorias que dotan de sentido su lugar entre los desastres “naturales” y políticos del Puerto Rico que han heredado y ya comienzan, con rigor y vigor, a transformar. Jocelyn A. Géliga Vargas Universidad de Puerto Rico Recinto de Mayagüez


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