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Lezama Lima y el Barroco Ignacio Iriarte CONICET -UNMdP Tras las lecturas que Severo Sarduy publicó desde fines de los años ’60, se impuso como lugar común la idea de que el escritor cubano José Lezama Lima propuso una reactualización del Barroco, convirtiéndose en el centro de todo un movimiento, cuyos representantes posteriores son el propio Sarduy y el argentino Néstor Perlongher. Como todo lugar común, hay mucho de verdad en esta interpretación: Lezama elaboró uno de los estilos más complejos de América Latina y se ocupó innumerables veces del Barroco, al que por otra parte conocía con un detalle pocas veces alcanzado por otros escritores. Pero también creo que este lugar común invisibiliza muchos aspectos que no se encuadran en su formulación. Para comprobarlo, quisiera citar una carta de 1975, en la que Lezama señala sin remilgos que el Barroco es una palabra apestosa: Creo que ya lo de barroco –dice Lezama- va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio […] La sorpresa con que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a esa vieja manera, por otra parte en extremo brillante y que tuvo momentos de gran esplendor. Como se puede ver, Lezama se opone a que se use la palabra Barroco para caracterizar la literatura contemporánea y critica por elevación, aunque de manera implícita, la idea de Sarduy de que él sería el centro del nuevo barroco latinoamericano. Ambas opiniones relativizan el lugar común al que me referí al comenzar mi lectura. Con esto no quiero decir que Lezama no haya entablado un vínculo muy fuerte con el Barroco. Lo hizo, claramente lo hizo, pero ese vínculo es mucho más complejo de lo que a primera vista se podría suponer. Para tomar el título que elegí en este trabajo, siempre se trata de “Lezama y el Barroco”, pero el nexo copulativo no significa solamente suma de los dos términos coordinados, sino también demostración tácita de que esos dos elementos (Lezama y el Barroco) son diferentes y pertenecen a períodos históricos muy distintos entre sí. En este sentido, “Lezama y el Barroco” quiere decir que Lezama se interesa por el Barroco, pero también que mantiene una relación tensa, problemática y contradictoria con él. En este trabajo quisiera referirme a este vínculo ambivalente, mezcla de admiración y cautelas, a través de algunos ensayos puntuales. El primero de ellos es “Soledades habitadas por Luis Cernuda”. Se trata del primer ensayo que publicó Lezama, aparecido en la revista Grafos en 1936. El trabajo es en parte una reseña de La realidad y el deseo, pequeño volumen de Cernuda que reúne los seis poemarios que hasta entonces había publicado, y en parte una evaluación de Luis de Góngora y su importancia para la literatura actual. Lezama comienza diciendo que después de Góngora la literatura española simplemente se derrumbó. Desde entonces, los escritores se impusieron la tarea de buscar nuevos rumbos que les permitieran salir de esa dramática situación. En este marco, Lezama se concentra en dos propuestas que surgen alrededor de 1927. La primera de ellas, presente en La deshumanización del arte de José Ortega y Gasset, consiste en tomar el lenguaje de Góngora y convertirlo en un instrumento para establecer una poesía pura, aprovechando la musicalidad de las Soledades para expulsar del poema toda referencia externa, temática y contenidista, que sería ajena a la forma de la escritura. Para sorpresa de cualquier lector incauto, Lezama critica severamente esta primera posibilidad y rescata en cambio el camino que según él inaugura Luis Cernuda. Como lo adelanta en el título de su ensayo, Cernuda habita, puebla y en este sentido humaniza el lenguaje de las Soledades, en tanto toma la palabra de Góngora y la utiliza para expresar los sueños y los deseos. En su ensayo, Lezama establece un contraste contundente entre estos dos usos del Barroco. Mientras Ortega reivindica la deshumanización del arte, suprimiendo todos los contenidos externos a la escritura, Cernuda propone una vuelta a los problemas de la humanidad. Pero lo más importante, en el marco de esta exposición, es que con estos dos usos Lezama perfila una actitud muy clara hacia el Barroco. Para Lezama, el Barroco por sí mismo no alcanza para definir una literatura plena y sólo es aprovechable cuando se lo conecta con aquellos problemas que, como el inconsciente y los deseos, de ningún modo pertenecen al siglo XVII, sino que son los temas contemporáneos a través de los cuales se accede a lo profundo del ser humano. En 1951, Lezama publica el famoso ensayo “Sierpe de don Luis de Góngora”. En ese trabajo, comienza criticando la idea, muy instalada en el siglo XIX, de que Góngora es un poeta oscuro. Con argumentos cercanos a los que Dámaso Alonso propone en “Claridad y belleza de las Soledades”, Lezama sostiene que Góngora es un gran lírico de la luz, que captura los objetos con el rayo metafórico de sus versos, dándoles una luminosidad hasta entonces nunca alcanzada. Pero tras este reconocimiento, Lezama extraña precisamente la falta de oscuridades, la ausencia de misterios y de enigmas sin solución. Nuevamente la lírica del Barroco no alcanza para definir una literatura plena. Si en el ensayo de 1936 apela a Cernuda, en éste de 1951 retoma a San Juan de la Cruz. Con una palabra aparentemente humilde, San Juan desarrolla su obra en el misterio y la oscuridad. En “Noche oscura” toma el símbolo de la noche para representar a Dios, que es invisible para los ojos, destacando asimismo que el único camino para conectarse con Él es la fe ciega. Lezama retoma, tensa, contradice, transforma la luz de Góngora con las oscuridades místicas de San Juan. ¿No es esto lo que se encuentra en sus grandes poemas, “Muerte de Narciso” y “Rapsodia para un mulo”? En el primero con la palabra brillante del Barroco, en el segundo con la palabra opaca de los Evangelios, Lezama se refiere al misterio de la existencia, representado en el primer poema por la muerte de Narciso a la noche, y en el segundo por la muerte del mulo cuando cae por la oscuridad del barranco, noche oscura en la cual se funden la muerte y la resurrección. En la Epístola a los Corintios, San Pablo dice lo siguiente: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe”. El católico Lezama dice lo mismo sobre el Barroco: se trata de una lengua que conjuga todas las lenguas, pero si no se la conecta con el misterio, es una campana que suena en el vacío. En 1951 el Barroco tampoco alcanza y por consiguiente hay que conectarlo con lo trascendental. El último trabajo al que me voy a referir es La expresión americana. En este libro de ensayos, resultado de cinco conferencias que dictó en enero de 1957, Lezama presenta una lectura del Barroco americano, diferenciándolo del Barroco español. Mientras que en España el lenguaje del siglo XVII se encuentra desfasado respecto del más bien monótono paisaje peninsular, en nuestro continente se articula con la naturaleza extraña y las novedades que aguardan a poco de desembarcar en la playa, logrando por lo tanto una justificación plena del Barroco, en tanto en estas tierras se le solicita que convierta la naturaleza en un paisaje de cultura y que conjugue la heterogeneidad de los pueblos que la habitan. Para Lezama, el Barroco Americano es igual al Barroco Europeo más el problema de la transculturación y la representación de la naturaleza. Pero esta diferencia vuelve a demostrar que el Barroco por sí mismo no alcanza. La transformación de la naturaleza en cultura y la articulación de los diferentes pueblos no son problemas que afronta únicamente el Barroco, sino que son transversales a todos los estilos históricos, tanto sea que nos paremos en el todavía colonial siglo XVIII o que pensemos en la creación de los estados y la formulación de las narrativas nacionales tras las independencias. Para tomar el análisis que en el volumen le dedica a la cultura argentina, el nexo entre los gauchos y los barrocos no se encuentra en el tono desafiante que los primeros comparten con los segundos, sino en que para Lezama la lengua de la gauchesca afronta el mismo problema que había entrevisto Carlos de Sigüenza y Góngora: la creación de un espacio en el cual se desarrolle una identidad colectiva. Si en América el Barroco alcanza, no es porque en sí mismo sea un arte pleno, sino porque articula con los problemas profundos de los americanos. En este sentido, mantiene los términos que había manejado en “Soledades habitadas por Luis Cernuda” y “Sierpe de don Luis de Góngora”: el Barroco se convierte en un arte pleno si se lo conecta con cuestiones ajenas a él, como los deseos y los sueños, los misterios religiosos y la novedad americana. Siempre se trata de Góngora, pero en tanto se lo coordina, creando las tres sumatorias tensas que acabo de destacar: Góngora y Cernuda, Góngora y San Juan, Góngora y los desafíos transculturales de América Latina. Tras este breve repaso, quisiera establecer algunas consideraciones de orden general. Independientemente de los nombres o los temas con los que en cada ensayo Lezama tensa el Barroco, hay una constante muy clara, en la medida en que el escritor siempre supera el Barroco conectándolo con lo que a grandes rasgos podríamos llamar el afuera de la cultura y la conciencia del ser humano. En “Soledades habitadas por Luis Cernuda”, lleva la palabra de Góngora al inconsciente y los deseos, esa otra escena de la realidad cotidiana; en “Sierpe de don Luis de Góngora”, recuerda a San Juan para articular su palabra con el espacio inexpresable de lo sagrado; en La expresión americana, lo conecta con la novedad americana, situada afuera de la cultura europea. En los tres ensayos, Lezama enfrenta la luz y la sombra, la palabra y lo Otro. Esta oposición constante, que cambia los nombres y los conceptos pero que se mantiene inalterable en términos estructurales, permite pensar un último campo con el cual tensó el Barroco: la literatura finisecular, y especialmente lo que a grandes rasgos podemos llamar el simbolismo, tanto en su vertiente europea como americana. Efectivamente, como lo demuestran sus lecturas sobre Stèphane Mallarmé, Pául Valéry, Rainer María Rilke y Julián del Casal, aunque también como aparece en escritores que frecuentó poco o nada, como Rubén Darío y José Asunción Silva, esta estructura tiene una presencia central. Asunción Silva lo dice de manera contundente en boca de José Fernández: “En estos últimos días del año sueño siempre en escribir un poema pero no encuentro la forma” (63); la misma idea aparece en Darío, que emplea casi las mismas palabras, en el soneto “Persigo una forma”: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo/ botón de pensamiento que busca ser la rosa”, pero no hay encuentro, porque “no hallo sino la palabra que huye,/ la iniciación melódica que de la flauta fluye” (240-241). Por cierto, Lezama casi no se ocupa de Darío y hasta donde pude ver no menciona nunca a Asunción Silva, pero comparte el mismo gesto de escribir como una forma de intentar infructuosamente decir algo que escapa a las posibilidades expresivas. En el poema “Ah, que tú escapes”, Lezama convierte la fuente y el cisne de Darío en un nostálgico reproche hacia la sustancia poética, que huye justo cuando él escribe: “Ah, que tú escapes en el instante/ en el que ya habías alcanzado tu definición mejor/ […] Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses/ hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar” (23). En igual sentido, en su ensayo sobre Julián del Casal, Lezama sostiene que Casal “tiene que resistir los rigores de la poesía, su lejanía viciosa, su hastío demoníaco: tiene que trasladar la poesía, ya que no podrá alcanzar la felicidad de la obra, a una constante prueba de actitud poética” (81), prueba constante, hecha de sacrificios y nostalgias, materializada en la persecución perpetua de una poesía que siempre se le escapa, pero que lo convierte en destino cumplido, por lo tanto en el momento originario de la poesía cubana. Lezama incorpora las luces y las sombras del Barroco a esta oposición entre la palabra y lo Otro, estableciendo, así, una coordinación tensa que une y divide, acerca y separa: el Barroco y el Simbolismo, Góngora y Casal. Pero si con esta articulación tensa reescribe el Barroco, también le da un vuelco a la literatura finisecular, acentuando sus contenidos religiosos. Como se puede ver incluso en el Darío de Prosas profanas, la literatura de fin de siglo hace equilibrio entre la religión y el ámbito secularizado de la modernidad. En De sobremesa, Asunción Silva lo dice a través de las siguientes opiniones del psiquiatra Charvet: “Los poetas ateos, de jóvenes, no creen en Dios, pero creen en los ángeles y en la Virgen Santísima” (229). Al tensar el Simbolismo con el Barroco, un arte que, con Werner Weisbach, identifica con el catolicismo de la Contrarreforma, Lezama subraya estas notas católicas de la literatura finisecular. Incluso lo hace (y en esto se encuentra la demostración palmaria de su actitud hacia el simbolismo) en el cerebral Paul Valéry. En el extenso ensayo que publica tras la muerte del poeta en 1945, Lezama destaca el vacío que rodea el cuerpo, tema central en Valéry, y lo convierte precisamente en una manifestación de Dios. Luego, leyendo de manera muy sesgada su poesía, sostiene que “En toda palabra siempre contemplamos el aliento del segundo nacimiento” (27), o, lo que en términos menos metafóricos, se llama la resurrección. Lezama transforma el Barroco a través del simbolismo y tensa el simbolismo a partir de los contenidos católicos que extrae del siglo XVII, proponiendo que la obra de Valéry es una involuntaria reflexión sobre Dios. Entre el Barroco y el Simbolismo, Lezama establece el espacio de su literatura. En una carta de agosto de 1953, que le escribe a José Rodríguez Feo cuando éste se encuentra de viaje en Europa, describe lo que entiende es lo mejor de Europa, él, que nunca estuvo en Europa, pero que se la imagina mezclando nostalgias y literaturas: Veo que astutamente has buscado la mejor Europa […]. Te has apartado de la necedad anacrónica del existencialismo. Pero en esa otra Europa de connaisseur octogenario, de lores refinados, radicados en Firenze, o de hombres voluptuosamente inertes, hay todavía la dimensión de la distinción. Yo creo que al ir a Europa, hoy por hoy, encontramos más que nunca la Europa de Proust o Mann (padre), una Europa conservada en casonas florentinas, en conversaciones todavía lentas y sutiles y en los grandes ventanales de una apetencia ancestral (174-175). En la estampa imaginaria que acabo de citar, Lezama continúa el perfil decadentista de los escritores finiseculares: él, eterno habitante de La Habana Vieja, reivindica una ciudad que se mantiene aristocrática, defendiendo su derecho a la existencia y su superioridad respecto de las arquitecturas sin aura que transforman el entramado de las grandes capitales. En este tipo de lugares, mezcla de experiencias, nostalgias e imaginaciones, Lezama reencuentra y transforma el Barroco, aportándole a los viejos tejidos urbanos del simbolismo las notas católicas que siempre defendió. Su obra no es ni barroca, ni simbolista, ni católica, sino que surge de la tensión que se produce entre esas creencias literarias, heterogéneas y a veces contradictorias, que recolecta en sus ensayos y desarrolla en sus poemas. El crítico Duanel Díaz Infante considera que Lezama es un conservador. Razones no le faltan. Antes que barroco, simbolista o católico, es un escritor que produce porque conserva una tradición, como si llevara una marca en su cuerpo, una marca que lo hace responsable de una memoria y de un archivo. Pero en su caso el acto de conservación tiene un tenor desafiante, como podemos ver en la carta a Rodríguez Feo que acabo de citar, en la que dice, a comienzos de los sartreanos años ’50, que el existencialismo es anacrónico. Como dice Jacques Derrida sobre el archivo, Lezama conserva y revoluciona, porque recuerda y transforma, pero a la vez porque con ese recuerdo elabora una crítica a la modernización y en paralelo propone un camino cultural, hecho de palabras que evocan las fuentes religiosas del sentido, mediante el cual regenerar el presente fragmentado. Como dije al principio, siempre se trata de Lezama y el Barroco, pero también de Lezama y el simbolismo y de Lezama y el catolicismo, porque son formas literarias y disposiciones vitales mediante las cuales expresa esa tensión, verdaderamente central en su literatura, que se produce entre su obra y la modernidad. Bibliografía Alonso, Dámaso [1927] (1978), “Claridad y belleza de las “Soledades””, en Obras Completas V, Madrid: Gredos, 293-317. Asunción Silva, José. De sobremesa. Buenos Aires: Losada, 1992. Darío, Rubén. Poesía completa. Tomo I. Buenos Aires: Biblioteca Ayacucho, 1986.. De la Cruz, San Juan (2002), Poesía completa y comentarios en prosa (ed. e introducción: Raquel Asún), Barcelona: Planeta. Derrida, Jaques. Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid, Editorial Trotta, 1996. Díaz Infante, Duanel. Los límites del origenismo. Madrid: Colibrí, 2005. Lezama Lima, José. “Sobre Paul Valéry”. Orígenes 7 (1945): 16-27. ------------------------ “Sierpe de don Luis de Góngora”. Orígenes 28 (1951) ------------------------ “Julián del Casal”. En Analecta del reloj. Obra Completa I. México: Aguilar. 1975, 67-99. ------------------------ “Soledades habitadas por Luis Cernuda”. Imagen y posibilidad. La Habana: Letras Cubanas. 1981, 137-142. ----------------------- Poesía completa. La Habana: Letras Cubanas, 1985. ----------------------- La expresión americana. México: FCE, 1993. ---------------------- Como las cartas no llegan… La Habana: Unión, 2000. Ortega y Gasset, José. La deshumanización del Arte. Madrid: Espasa Calpe, 2004. Rodríguez Feo, José. Mi correspondencia con Lezama Lima. México: Era, 1998. Sarduy, Severo. Obra Completa. Tomo II. Madrid: Archivos. 1999. Weisbach, Werner. El Barroco, arte de la Contrarreforma. Madrid: Espasa-Calpe, 1948.